3. 3
La historia del cine está plagada de lugares comunes, de topicazos, que los
críticos, seguidistas vocacionales, perpetúan generación tras generación, lista
tras lista. A cualquier cinéfilo se le pregunta cual es la cinematografía de la
infancia, y sin dudarlo diría, repetiría como un lorito, Irán. Añadiendo que su
principal influencia es el neorrealismo, y François Truffaut, el director icono de
la infancia, que no el mejor, ni el que ha tratado el tema de la infancia con
mayor profundidad, continuidad. Privilegio que corresponde a la cinematografía
japonesa, a Yasujiro Ozu, "He nacido pero...", "Buenos días", Susumu Hani,
"Niños en clase", "Mío", y por encima de todos, Hiroshi Shimizu, un director
que hizo de la infancia su principal, casi se podría decir que única, obsesión,
devoción. El equivalente a Miguel Delibes en el cine. Una infancia no idealizada,
edulcorada, americanizada. Una infancia real, casi siempre segada de cuajo, y en
la que la muerte siempre anda rondando, también las alegrías, tampoco es el
cenizo de Dickens, ni Peter Pan, sus niños crecen, aprenden. Las rimas de
Shimizu son asonantes, progresivas, sus dramas interiores, de exteriores. La
imagen recurrente, absorbente, de unos niños corriendo, imagen fetiche de sus
mejores películas, podría servir como definición de la infancia, iba a decir como
metáfora, pero no, Shimizu jamás emplea la metáfora, la distancia, sus películas
son puro, simple, presente, acción, vida, lo que viene siendo la infancia en su
estado menos contaminado, occidentalizado.
4. 4
Volviendo a los lugares comunes críticos, a pesar de que se ha multiplicado
exponencialmente en las dos últimas décadas el conocimiento del cine japonés
clásico, el triunvirato, el Olimpo, de directores japoneses clásicos sigue
imperturbable, impertérrito, inmune a descubrimientos y revalorizaciones.
Yasujiro Ozu, Akira Kurosawa y Kenji Mizoguchi, siguen ocupando el lugar de
honor de todas las listas, de todos los monográficos sobre cine japonés, y sólo en
el caso de Yasujiro Ozu, ese estatus es más que merecido, justo. Los otros dos
lugares del podium hace tiempo que perdieron su legitimidad, su valor, su
importancia. Sus mejores películas, que las tienen, que no merezcan los metales
no equivale a decir que sean malos, no resisten la comparación con las grandes,
fuera de categoría, de otros dos directores contemporáneos suyos, Mikio Naruse
e Hiroshi Shimizu, y no necesariamente en ese orden. Dos completos
desconocidos en occidente, y en su propio país, Naruse ya no tanto, aunque
sigue sin aparecer en los puestos de privilegio de las listas, el único que le
pondría en su verdadero, merecido, lugar. Shimizu ni eso, Shimizu ni está, ni se
le espera. El alumbramiento, deslumbramiento, de sus mejores películas en
DVD, lejos de provocar un tsunami crítico, un aluvión de estudios, de
ditirambos, ha pasado casi completamente desapercibido, ningún medio,
profesional u amateur, le ha concedido el espacio privilegiado, destacado, que
semejante milagro merecía, pedía a gritos. Una ocasión que la crítica militante,
comprometida, de los 60 y 70, no hubiera dejado escapar, aunque solo fuera por
apuntarse el tanto, o como vehículo de autopromoción.
5. 5
Shimizu es la aparición más fulgurante, brillante, inesperada, que ha
irrumpido casi de tapadillo en los últimos veinte años en la cinefilia mundial.
Veinte años tan llenos de globos, de petardos, muchos de ellos asiáticos, que ya
han sido amortizados, enterrados, sin apenas llegar a explotar, quizás porque
tenían la mecha mojada de fábrica. La grandeza de Shimizu, su maestría en el
manejo del espacio, deja en pañales, en ridículo, a las nuevas, y mediocres,
estrellitas festivaleras asiáticas, que gracias a Dios, a Buda, a los espectadores,
no han terminado de cuajar, de desbancar, a la excepcional generación
anterior, Tsai Ming-Liang, Hou Hsiao-Hsien y Wong Kar-Wai.
6. 6
Desde luego a Ozu, Naruse y Shimizu, no les van a hacer sombra jamás, su
liderazgo no es fruto de películas aisladas, ni recae en un currículum cuajado de
premios en Festivales, sus filmografías son un alarde de coherencia, de
consistencia, de sencilla complejidad. Su estilo, su respiración, es reconocible,
única, pero no lo proclaman en cada plano, en cada encuadre, la forma es su
contenido, y al revés. Su revolución, modernidad, trasgresión, es tranquila,
fluida, no aparente, aparatosa, artificial. Son tres directores fronterizos,
crepusculares, que tienen un pie en el cine clásico, y el otro en el moderno, y que
por suerte tuvieron la inteligencia, la sabiduría, de no enrocarse en la tradición,
ni de renunciar a lo aprendido. Asimilaron, integraron, el pasado y el presente
de la historia del cine, lo viejo y lo nuevo, el campo y la ciudad, sin fracturas,
explosiones, vanguardistas, manieristas, posmodernistas, como Bresson (¿a
alguien le suena esta forma de rodar?: debutantes, aficionados, negándose a
utilizarlos como actores, no les enseñaba ninguna noción de actuación ni les
explicaba las motivaciones de los personajes, les dejaba moverse tal y como
eran, sin ningún artificio, les hacía recitar sus diálogos con voz monocorde, les
colocaba en su ambiente natural, cotidiano, jamás les enseñaba el guión para
que sus reacciones fueran espontáneas y no en función de lo que ya saben que
va a pasar, el director provoca situaciones pero no como van a desarrollarlas los
actores, modelos), como Antonioni.
Razón por la cual sus mejores películas no han envejecido ni lo harán jamás,
porque son fruto de su tiempo, y a la vez están asentadas en la tradición, viven,
sobreviven, al margen de las modas, del frívolo cortoplacismo crítico, no son
productos prefabricados para turistas occidentales, accidentales, amantes del
exotismo, como la gran mayoría de las acartonadas, escapistas, películas de
Mizoguchi y Kurosawa. Un alarde de mesura, de equilibrio, de zen, una falta de
arrogancia, de vanidad, de ganas de figurar, de epatar, que los ha relegado a un
lugar secundario de la historia del cine. Los críticos devaluadores de la práctica
cinematográfica, y los espectadores superficiales, se lo pierden, allá ellos, no se
hicieron las flores de loto para los cerdos.
"No sé hacer películas como las de Hiroshi Shimizu." Yasujiro Ozu
7. 7
Un atleta de primera (1937)
El tiempo pone las cosas en su sitio. Da y quita razones. Las nubes de verano se
caen por su propio peso. La verdad resplandece. A Shimizu le ha costado cuatro
décadas ocupar el sitio que merece dentro de la historia del cine japonés, pero
ya es inamovible. Al lado, codo con codo, con Ozu. El motivo es sencillo, es
único. Las cosas que hace Shimizu no las hace nadie, y a diferencia de Ozu, ni
tan siquiera tiene emuladores, pupilos. Es principio y fin de raza. Su
encadenado de travellings de alejamiento y acercamiento frontales, su peculiar
forma de captar el movimiento, el espacio, no tiene parangón. Shimizu es la
alegría de la forma, la acción pura. El director japonés más moderno, el más
abstracto, la infancia del cine. Ozu nos descubrió el placer del quietismo, la
grandeza de la inacción, Shimizu es todo lo contrario, una exaltación del
presente, sus películas te dan ganas de salir a correr, hasta morir. “Un atleta de
primera” es canónica a este respecto, una película sobre el movimiento, sobre la
forma de captarlo, mediante el montaje, lo más complejo. La historia no es más
que una excusa para mostrarlo, Shimizu es el inventor de la road-movie a pie, a
pata. La fluidez es formal, musical, no precisa de una narración definida, es un
encadenado de haikus. La marcha militar, de más de 10 minutos, que encadena
travellings objetivos delanteros, traseros, cercanos y lejanos, con travellings
subjetivos delanteros, traseros, cercanos y lejanos, y travellings objetivos
laterales, cercanos y lejanos, una auténtica virguería, con nuevos personajes
introduciéndose y saliendo de manera milagrosa, jugando hasta con la cámara,
es una de las secuencias más brillantes, sorprendentes formalmente, de la
historia del cine japonés.
8. 8
En el indolente cine actual, las películas de Shimizu se resolverían a base de
largos planos secuencia fijos, o con la vulgar steady-cam, la lavadora del cine. A
esa genial secuencia hay que añadir el gag repetido que recorre toda la película,
“ganar es lo mejor”, y la juerga flamenca nocturna, cambiando el finito por
sake. Gracias a esta secuencia por fin he comprendido el porqué del amor de los
japoneses por el flamenco, sus canciones tradicionales de borrachera, su forma
de entonar es idéntica a la de los cantaores, incluso cuando se arrancan a bailar
improvisando con el abanico.
La humanidad de Shimizu, no hablo sólo de optimismo, sus películas son
tragicomedias, se transmite hasta en su oronda figura, no cuesta imaginar irse
de tapas con él, con el fatalista Ozu como mucho compartir una borrachera
triste, equilibrio. Su biografía es coherente con su cine. Nació en Shizuoka
(Japón) el 28 de marzo de 1903, mismo año de nacimiento de Yasujiro Ozu, en
el seno de una familia acomodada, su padre era un hombre de negocios que
pasaba temporadas en los Estados Unidos. Estudió bachillerato en Hokkaido
aunque no llegó a graduarse (esa experiencia se recoge en su película “El hijo del
jefe va al Instituto”). Ingresó en el recién formado Estudio Shochiku en Tokyo
como ayudante de dirección en 1924, y con 21 años dirige su primera película
“Toge Nokanata”. Dirigió 160 películas (140 en Shochiku, y el resto a partir de
1951 con su propia productora “Colmena Films”), de las que solo se conservan
dos docenas, en apenas 35 años. Siete años después de hacer su última película,
murió de un ataque al corazón el 23 de junio de 1966 en Kyoto (Japón), a la
edad de 63. Shimizu era un reconocido mujeriego, uno de sus matrimonios fue
con la actriz (y directora bastante limitada, convencional) Kinuyo Tanaka, de la
que se divorció dos años después, que protagonizó algunas de sus películas,
incluyendo “Horquilla ornamental” en 1941. Al mismo tiempo, Shimizu amaba a
los niños llevado por su gran sentido de la responsabilidad social. Con su propio
dinero, creó un orfanato para los niños huérfanos de la Segunda Guerra
Mundial. Esas dos caras de su personalidad, la dualidad mujeriego y benefactor,
se recoge en muchas de sus películas.
9. 9
Hay algunas curiosas similitudes y diferencias entre las carreras de Shimizu y
Ozu. Personalmente les unía una larga amistad, que comenzó cuando Shimizu
era ayudante de dirección y Ozu ayudante de cámara. Dos de las primeras
películas de Ozu, “He terminado la universidad pero...” (1929) y “Camina con
optimismo” (1930), están basadas en historias escritas por Shimizu. Ambos
directores simpatizaban con la belleza de las tradiciones rurales. Pero mientras
Ozu crea un universo entero en los decorados de sus casas japonesas,
prefiriendo perfeccionar un estilo minimalista en sus últimas películas, Shimizu
tenía predilección por elegir el casting, no profesionales, y su equipo en las
propias localizaciones, improvisar, lo que encarecía mucho sus producciones. La
paternalista, condescendiente, autista, infantil, crítica americana, anglosajona,
por supuesto prefiere su etapa muda, en la que Shimizu, como Ozu, Naruse, y la
práctica totalidad de los directores japoneses, se limitaban a absorber, plagiar,
el cine clásico americano de género, el que tanto añoran los críticos españoles
mayores de cincuenta años, y los nuevos jóvenes viejos, y que el resto de
espectadores vemos con la sana indiferencia que provoca la mediocridad,
uniformidad, de sus conservadoras, trasnochadas, propuestas, “valores”,
felizmente superados. Como Shimizu era el director japonés más espontáneo de
su generación, lo afirma Nöel Burch, lo ratifico yo, pues sus mejores películas
siguen intactas, como hechas ayer, hoy.
10. 10
Recuerdo en que consiste esa espontaneidad, modernidad, libertad. Shimizu
contrata a debutantes, aficionados y niños, para protagonizar sus películas,
negándose a utilizarlos como actores sino como modelos, a la manera de Robert
Bresson décadas después. No les enseña ninguna noción de actuación ni les
explica las motivaciones de los personajes, la actuación es externa, física, vamos
que el método de interiorización de los personajes, de “creación” Actor´s Studio
se lo pasa por el forro. Les deja moverse tal y como son sin forzarles,
condicionarles en nada, sin ningún artificio, manipulación. Les hace recitar sus
diálogos con voz monocorde, neutra, para que no suenen falsos, literarios,
declamados. Les coloca en su ambiente natural, cotidiano, no utiliza decorados,
elige las localizaciones in situ, no existe una planificación previa, se deja influir,
llevar, por los lugares donde rueda, el rodaje es un proceso abierto. No les
enseña el guión ni deja que se lo estudien para que sus reacciones sean
espontáneas y no en función de lo que ya saben que va a pasar. Shimizu provoca
situaciones, no hablamos de un indolente improvisador absoluto que espera que
los personajes le hagan su trabajo, la película, pero en ningún momento anticipa
como van a desarrollarlas los actores, los modelos. Deja un amplio margen de
libertad tanto a los actores como a la historia, la película se escribe, construye,
mientras se rueda, partiendo por supuesto de unas ideas claras, de unas ideas
fuerza. Resumiendo, lo que viene siendo la infancia del cine, de la creación.
11. 11
Los niños en el viento (1937)
La infancia, la libertad, dura lo que un caramelo a la puerta de un colegio, el
padre cenizo lo anticipa, y la realidad le secunda de inmediato. Pero como
hablamos de niños verdaderos, las tragedias adultas afectan, superficialmente,
no logrando impedir que sean niños, que jueguen, que imaginen, la genial
secuencia de la natación olímpica, las escaladas a los árboles, las peleas. Lo que
tampoco cambia, como en las películas de Ozu, “He nacido pero...” y “Buenos
días”, es la crueldad de los niños, en esta ocasión con los propios niños, clasistas
vocacionales. Shimizu dilata el tiempo, petrificando a sus personajes,
encadenando escenas de corta duración que funcionan como sencillos cuadros,
cuando el presente se enclaustra, se pliega sobre sí mismo. Y le condensa, le
convierte en acción, en movimiento, en presente puro y duro, cuando se
terminan las preocupaciones, como si nada hubiera ocurrido, constatando
también que las palabras memoria y rencor, tienen poco recorrido en la
infancia. Bresson con los mismos mimbres, “L´argent”, realiza una oda nihilista
a la desesperación, Shimizu como es un optimista patológico, un vitalista, deja
un rayo de esperanza, cosa que hablando de la infancia, se agradece. La infancia,
los niños, siempre dan una segunda oportunidad, los adultos, la vida, según el
pie con el que se levante, si es que se levanta.
13. 13
Los masajistas y una mujer (1938)
Cinemáticamente hablando, vamos movimiento, Hiroshi Shimizu es el
director más potente, original, de la historia del cine japonés. Desde luego que
Shimizu no inventó el travelling, que procede del mudo, Proemio, pero sí que lo
elevó a la categoría de arte. Sus maravillosos travellings de seguimiento
frontales, tanto delanteros, traseros, como laterales, son insuperables, y no es
un recurso que utilice de manera anecdótica o estética, sus películas son un
encadenado continuo de travellings, de pasión por el movimiento, ni Jancsó, ni
Angelopoulos, ni Tarr, ni Sant, descubrieron América. Pero no es sólo su
utilización lo que le hace diferente, sino la duración, Shimizu recoge el
movimiento completo, sin cortes, en largos planos secuencia que duran mucho
más de lo aconsejable en cualquier manual de montaje clásico, trasciende lo
funcional del travelling para convertir el movimiento, la acción, en protagonista
expresivo al margen de su capacidad narrativa, retórica, ilustrativa.
Idéntica radicalidad demuestra en los planos fijos, en los que es capaz de
captar conversaciones completas en rigurosos planos secuencia fijos frontales, o
con apenas un corte, pero sin recurrir al manido, convencional, plano-
contraplano. Lo que le hace muy grande, sencillamente grande, tanto como Ozu,
y muy superior a Mizoguchi o Kurosawa, es su sentido del humor, su increíble
capacidad para extraer comedia de la tragedia, para desdramatizar, en este caso,
la historia de varios masajistas ciegos, geniales, bellísimos, sus paseos con
bastón, que lejos de ser la típica película piadosa, paternalista, condescendiente,
quejica, sobre la discapacidad, es simplemente una preciosa historia de amor
platónico, la más delicada del cine japonés, en la que uno de los amantes es
ciego. Emocionante, cinematográficamente hablando, como reconoce a su
amada mediante el olor, más bien perfume, va a ser verdad que el amor está en
el aire.
15. 15
La torre de la introspección (1941)
Son tantos los frentes abiertos a la paternidad del neorrealismo, entre otros el
cine americano serie-b y el cine japonés, en concreto Shimizu, que no resta más
que afirmar que el neorrealismo no inventó nada, pero que sin lugar a dudas,
consolidó, popularizó, el invento. Los ocho primeros minutos de la película
podrían pasar por un documental divulgativo, en el que con una economía
narrativa sorprendente, se nos muestra objetivamente el funcionamiento, ideal,
de una especie de centro de reeducación de menores. Secuencia construida a dos
niveles, mudo y sonoro, el narrador interno, dentro de la película, explica las
imágenes, que se explican por sí solas, si quitas el sonido se entienden
perfectamente, la habitual duplicación de información de Robert Bresson.
El resto de la película es el desarrollo, no idealizado, con los lógicos problemas
de convivencia, de logística, de esos ocho minutos, con la misma objetividad,
distancia formal, mayor que el cine clásico, focalizado en una selección de
alumnos, luego objetividad subjetiva, o inmersión ficcional. La misma estrategia
de Wiseman para abordar el funcionamiento interno de las instituciones, no
faltan ni las reuniones para estudiar los protocolos de actuación. Shimizu no
habla de oídas porque contribuyó a fundar uno de estos colegios para niños
disfuncionales, problemáticos o abandonados, y se nota, la película respira
verdad, autenticidad, espontaneidad. Shimizu con sus habituales planos
secuencia distanciados, en los que como mucho alterna un plano frontal con
otro trasero, da completa libertad para el movimiento de los niños, y para que el
espacio se desvele por completo lentamente, sin prisas, como Oguri u Ozu.
Alternando esta distancia que en ningún momento resulta forzada ni esteticista,
con fueras de campo y planos fragmentados, de una sencillez, eficacia, limpieza,
bressoniana. El encadenado de travellings marca de la casa, en esta ocasión es
un espectral travelling sonoro de gritos, repetidos varias veces con igual
brillantez, como la energética, cinética, carrera de los niños en pos del agua.
16. 16
Como buena película de iniciación, de perfeccionamiento moral, hay un
progresivo descubrimiento del valor del esfuerzo, de la amistad, del trabajo
colectivo, gracias a una serie de pruebas, de obstáculos, que convierten la
película en una auténtica lección de vida. Lo que no hay en ella es el
procedimiento estímulo-castigo tan habitual del cine americano y de la
educación europea, aquí los profesores también tienen sus debilidades, y
enseñan sin imponer, sin juzgar, sin castigar, tratando de que los alumnos
interioricen, comprendan, sus fallos para poder superarlos. Sin caer en el
buenismo, maniqueismo, de películas del tipo “La ciudad de los muchachos”,
más bien nos encontramos ante una versión infantil del conductista “Walden
Dos” de Skinner, con un plus de épica, la soviética construcción cooperativa del
canal, y de emoción, la sucesión de haikus del final. La humanidad de Shimizu
es equiparable a la de Ozu, la única diferencia entre ellos es que Ozu construye
películas más redondas, cerradas, fluidas, como si fueran novelas, y Shimizu
estructura sus películas en capítulos, en estrofas, con sus repeticiones rítmicas
de motivos incluidas, como si fueran poemas.
“Todo se puede hacer si lo intentas, nada se puede hacer si no lo intentas.”
17. 17
Los niños de la colmena (1948)
¿Qué impide que Shimizu sea reconocido como uno de los principales
directores japoneses de la historia? La respuesta es bien sencilla, que Shimizu,
la forma, está generalmente muy por encima de las películas, de los guiones. El
caso paradigmático es “Los niños de la colmena”, un guión malísimo que no hay
por donde cogerle, algunos personajes, la mujer, el cojo, el niño huérfano de
madre ahogada, situaciones, la secuencia de los cigarrillos, el funeral, son
vergonzosas, más que inverosímiles ridículas, pueriles. Es un cúmulo de
trampas de guión, de imagen, esos primeros planos de niños llorosos, de burda
manipulación emocional, sentimental, dignas de un culebrón venezolano, de las
películas más sensibleras, manipuladoras, falsas, de Rossellini, “Alemania, año
cero” (1948), de De Sica, “Umberto D.” (1952) o Takahata, “La tumba de las
luciérnagas” (1988), vamos puro Disney, puro Spielberg. Lo del niño de madre
ahogada es lo más sangrante, es utilizado de principio a fin de la manera más
deshonesta, buscando la fácil identificación del espectador, como contrapunto
ese personaje es el detonante de algunas de las secuencias más bellas
formalmente, el embarque de la mujer, la despedida en Hiroshima, y la escalada
para ver el mar, esos planos generales lejanos anticipan al mejor Kiarostami.
18. 18
El problema es que la película es solo eso, pura forma, por muy deslumbrante
que sea, que lo es, una bellísima road-movie llena de buenas intenciones, tan
buenas como las de “Historia del caballero de la pensión” (1947) de Ozu, con la
que tiene mucho que ver, pero sin la hondura de su guión. Baste compararla con
“Los niños de Hiroshima” y “La isla desnuda”, ambas de Kaneto Shindo,
infinitamente más honestas, complejas, contenidas, sutiles. Pero no hay que irse
tan lejos, su versión mejorada, sublimada, se encuentra dentro de la propia
filmografía de Shimizu, “La torre de la introspección” (1941), mucho más
sincera, espontánea, creíble, depurada, una especie de precuela de “Los niños de
la colmena”, que no casualmente termina con la llegada a la Torre, es decir,
justo el principio de la otra. Por lo que a pesar de que “Los niños de la colmena”
es de 1948 y “La torre de la introspección” de 1941, su contenido puede
considerarse un anticipo de la otra, primero las causas del ingreso en la
institución para niños problemáticos, la vida exterior, “Los niños de la
colmena”, y segundo el funcionamiento de la institución, la vida interior, “La
torre de la introspección”. Luego pueden, deben, verse, como un díptico (su
secuela “Sono go no hachi no su no kodomotachi” (Los niños de la colmena, qué
pasó después”) (1951), y en orden inverso. Ambas son un canto a la solidaridad,
a la educación, a la no resignación, al perfeccionamiento moral, vital. Quien les
iba a decir a los parias de “La torre de la introspección” que en comparación con
los niños huérfanos de “Los niños de la colmena” iban a parecer unos
privilegiados. Lo mismo que le sucede a Shimizu, que en 1941 pudo hacer su
película más libre, arriesgada, ambiciosa, al límite del documental, bajo el sólido
paraguas de un estudio, y que en 1948 tuvo que replegar las alas, emplear
medios más limitados, precarios, buscar descaradamente, melodramáticamente,
el favor del público, para sacar adelante su propia productora.
“Gente como Ozu y yo hacemos películas con enorme dedicación y trabajo,
pero Shimizu es un genio.” Kenji Mizoguchi