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INTROITO
¿Quién es esta bella zagala que sirve de frontispicio? Pues ni más ni menos
que Pedro González-Blanco (otros que su hermano Andrés, Cela que su hermano
Edmundo), Ana Díaz para los amigos (el cachondo, en su doble acepción,
Joaquín Belda, que en un artículo dice haberla conocido, después de los casos
Juana García Noreña y Remedios Orad, ya no me fío ni de mi sombra), y Carmen
de Burgos para los ignorantes, para los vendeburras, léase Munárriz. La sana
costumbre de hacerse pasar por mujer para que la polémica dé cuartos al
pregonero, al editor, por mero pudor elitista, o para evitar denuncias, hablamos
de un libro polémico, que no pornográfico, que pone nombre y apellidos a
puteros. Lo que viene siendo una, o uno, María de Zayas de principios del siglo
XX, hablo de fecha de escritura, el mejor Siglo de Oro recorre sus páginas, del
Lazarillo a Cervantes («La entretenida»). González-Blanco (para que todo quede
en familia), consigue hacer compatible el lenguaje castizo, popular, con la
erudición intelectual, a la manera del también asturiano Pérez de Ayala en la
genial «Belarmino y Apolonio» (1921), pero con algo más de calle, de barrio
(Pedro era un entusiasta reivindicador de los Quintero). Un lenguaje recio, denso,
sucio, concreto, que combina a la perfección con los cancioneros, con los
refraneros, con los romanceros. Hay una fuerza, un salvajismo, un humor oscuro,
una gracia, dignas de Goya. Desde luego lo que no es, ni de coña, la obra de un
debutante, de una debutante, hay oficio, soltura, sobradez, dominio del
vocabulario, de la sintaxis, a raudales, algo que no se consigue solo con lecturas,
hay una precisión, concisión, periodísticas (de cuando el periodismo no era el
estirar la nada de ahora). Por lo que mi hipótesis es que el autor del libro es el
putañero Pedro González-Blanco (me fío de José Alfonso, amigo de Belda y de
los González-Blanco:“No conocíamos a la tal Anita ni por el nombre ni por la
foto, que es lo mismo que decir que “ni por el forro. A la postre resultó que la
cortesana de marras era Pedro González Blanco. ¡Nos gastó una buena broma
literaria!”), gran articulista-ensayista, que desperdició su talento en traducciones
y biografías. Una forma como otra cualquiera de arrimar cebolleta al poder, en
este caso americano, indiano.
Julio Tamayo
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ÍNDICE
INTROITO………………..………………………………………………………3
LA ENTRETENIDA INDISCRETA
(1918)
PROEMIO..................................................………………………………............9
LIBRO PRIMERO.................................………………………………...............13
I. —Soy jareña......................……………………………………………............15
II. —Los tipos representativos………………………………………………......17
III. —El cantaor...........................…………………………………………….....19
IV. —La ramera...........................…………………………………………….....21
V. —El brigante......…………………………………………………………......25
VI. —La rueda familiar......……………………………………………...............27
VII. —El tío Caga-onzas......……………………………………………............29
VIII. —Mi padre...............……………………………………………………....31
IX. —Mi madre......………………………………………...…………………...33
X. —Mariquilla y Currito.…………………………………………....................35
XI. —Pasaba yo mi vida...........……………………………………………........39
XII. —El éxodo y las desventuras del camino.................………….....................41
XIII. —Aborrecí la vida..........……………………………………………..........43
XIV. —Sombrero tendrás, Anica………………………………………...……...45
XV. —Como la fiera corriente del gran Betis...............……………....................47
XVI. —Fortuna me ha traído a tal…………………………………………...….49
XVII.—El misterio de las Reverendas Madres................…………....................51
XVIII.—Mi primer contacto con la civilización..............…………....................55
XIX. —Triste de las mozas, etc.…………………………………………….......57
XX. —Tengo un novio zapatero………………………………………………...61
XXI. —Cosi dice ’l mio core, e poi sospira........…………..................................63
XXII. —Mis manos, Señor, mis manos…………………………………...…….65
XXIII. —Entre los vuelos del capotillo..........................…………......................67
XXIV. —Pragmatismo.............…………………………………………….........69
XXV. —Amparito la Onubense………………………………………….....………...71
XXVI. —El acaudalado Don Pepe…………………………………………..….73
XXVII.—Irme quiero, madre....………………………………………………...75
6
INTERLUDIO JUSTIFICATIVO.............………………………………...........77
LIBRO SEGUNDO....................…………………………………………..........83
I. —La egregia Matildona..........………………………………………………...85
II. —Don Álvaro o la fuerza del sino…………………………………………...91
III. —No hay belleza como suerte……………………………………………....93
IV. —Aurelia y el ganadero.......………………………………………………...97
V. —Don Pio, la Ninón y la Cinegesis...............………….......................….....101
VI. —Era del año la estación florida……………………………………….….105
VII. —La piel de nutria............………………………………………….…......111
VIII. —La emoción histórica....……………………………………………......115
IX. —Entre nobles anda el juego………………………………………………117
X. —Cuando quiso Angelita.......……………………………………………....119
XI. —Los siderúrgicos..........……………………………………………..........123
XII. —La camiseta del Machaco…………………………………………………....127
XIII. —Historia de un suicida.....……………………………………………....129
XIV. —Mercedes la Loca y otras que tal bailan...………..................................135
XV. —Somos las mensajeras del amor......................………….........................139
XVI. —La yunta de Silao..........…………………………………………….....143
XVII. —Nuevo caso de amor.....……………………………………………....145
XVIII.—Don Saturno, don Claudio y otros hipocritones....…………...............147
XIX —La sin par Amalita.........……………………………………………......151
XX. —Historias edificantes.……………………………………………...........155
XXI. —Páguenme el alboroque, que me voy....……….................................…161
APÉNDICE……………………………………………………….……..……..163
“La entretenida indiscreta” Joaquín Belda……………………………….…….163
7
LA ENTRETENIDA
INDISCRETA
8
9
PROEMIO
Pues, amables o desabridos lectores: en cuanto llevo de vida me
arrojé a más apurada empresa que a la que hoy pretendo dar cabo, ni
peor ni mejor que cualquiera de esa media docena de plumíferas que
andan entretejidas por entre la anarquía de las letras españolas y que a
cada bimestre partean uno de esos libracos donde vocifera la
ignorancia y tartamudea el pensamiento.
Este que tienes en las manos, curioso y nada pío lector, con todas
sus tachas y desmedrado ingenio, lleva el adorno de una esencial
cualidad, que es la de estar escrito por quien nunca tuvo propósitos de
plumear, y sobre negocio visto y vivido, no a la manera del señor
García Sanchiz, que habla de París con candores y sutilezas
provinciales, o de doña Carmen de Burgos, que da consejos de higiene
sin haberse tomado nunca el trabajo de escobillearse los dientes.
Decir que el libro se hace sin plan ni deliberación fuera redundancia
retórica o postuleo de suave crítica. No; el libro está pensado, y
mucho; lo que puede suceder es que, siendo mis entendederas broncas,
mi saber pegadizo, el estilo agrio y mazorral, se escape de las manos
lo que yo pretendí realizar ameno.
Cierto que pude encargar este prologuillo a un literato de los de
fuste actual y estatua probable, para ir así amadrigada con gente de
pro; pero ¿lo hubiera encontrado? Pienso que no. Están los tiempos
muy asustadizos, y este librejo
es de verbo ad verbum, un dechado de escándalo.
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No porque yo me lo proponga, que al escribir nadie debe
proponerse nada, y más en esto de la moralidad o inmoralidad de las
intenciones, a no ser que se haga obra didáctica o se pretenda enturbiar
con formas inferiores de sensualidad los ocios de un cadete español o
la imaginación de una jovenzuela intertropical. Mas yo no soy ni tan
sesuda como don Rafael Altamira ni tan ingenua como aquel
D’Annunzio de Villanueva de la Serena que se llamó Felipe Trigo.
La algarada no se formará alrededor de este libro por lo que en él
se comenta, que ya es viejo de mil años lo de que
non ha mala palabra si non es a mal tenida,
sino porque cada quien tiene aquí su nombre propio y cada lugar su
localización precisa, y cuando alguna vez desbarre no será porque me
ponga a ello, sino porque, como es de todos sabido, no hay facultad
tan flaca, traicionera y vacilante, como esta de la memoria.
Desafío, pero no desafío a nadie, que no soy liebre de la puerta de
«La Peña», de esos que tienen a su cargo el almotacén del honor
nacional, ya fungiendo de padrinos de duelos sin quebrantos, ya de
policías desasalariados contra la Sacrosanta Amargura Española,
encarnada en unos cuantos obreros de barrios excéntricos que,
¡pobrecitos!, se atrevieron a protestar después de tanta resignación.
Mas así son estos señoritos de bien mandados. Puros para rocines de
recuero.
Pero tornemos a poner los bolos y vaya de juego. Quería decir que
nada de lo que aquí se estampa es inexacto o abultado; que a lo más
que me corro es a conceder cierta indeterminación de lugar y tiempo
en algunos, muy pocos, casos.
Ningún propósito, vuelvo a repetir, lleva este libro; pero si alguno
tuviera sería el de servir de picota a cabritos con menos piedad que
dinero, de vejamen a celestinas con buenas mañas y malas cuentas y
de escarmiento a mujeres del oficio brujular, de esas que comen
porque Dios las echó al mundo guapillas y los hombres al hospital
convertidas en basura.
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No creo que se tilde mi lenguaje de desgarrado porque a vegadas
salgan las cosas como se dicen, que achaque de libros españoles es lo
de decirle puta a la que es loca de su cuerpo y alcahueta a la que oficia
de tercera. Quisiera emplear más floridos voquibles y que las cosas
que aquí se cuentan salieran mejor agestadas; pero no hay por qué
engualdrapar verdades, y padezcan esta vez cochura por hermosura.
Sobre que el libro este no es un romance de la frontera donde Amarilis
o Jarifa se lamenten, sino paramento viejo de remiendos y ensalada de
hierbas dulces y amargas.
Por innata rectitud de criterio y hasta por temperamento repugné
siempre ciertas formas apuradas de la licencia, y sin duda no fui
tallada para el menester en que me licenció la necesidad. Si alguna
mujer vino a este mundo con ganas de satisfacer los instintos
primordiales de la especie o, en cristiano, de ser madre, yo he sido
una, y no hesitaría en afirmar que la gloria y el milagro, de un hijo
me hubiera libertado de la miseria moral en que he vivido. Pero no es
en nuestra mano crearnos el destino, sino sufrirlo y ni que valgan
protestas.
No nos gastamos en rebusca de adjetivos para calificar a la
cabritería dorada, ni en aderezo de inocuidades románticas para
describir el tipo moral de las Margaritas Gautier que «postinean» por
ese hórrido poblacón que la estulticia de un rey colocó en el centro
matemático de España. Para, que desfigurar a nadie. Los hombres que
en Madrid y en España entera están por sus medios de fortuna más
cerca de las mujeres de vida airada o galante son de una
insignificancia aterradora. Las mujeres, ¿qué vamos a ser, recibiendo
la inspiración de semejantes mastuerzos? ¿Cómo van a comunicarnos
una idealidad que no tienen, una cultura que no adquirieron, unas
maneras que sólo guardan para en visita? Porque el señorito
madrileño, bilbaíno, sevillano o de cualquier otro lugar, el señorito
español, en resumen, por una inconcebible inclinación al plebeyismo,
se produce, en encontrando ambiente adecuado, como el ultimo mozo
de estoques. Vive con un espíritu subalterno en una animalidad
envilecida. Y no se les levanta ningún falso testimonio. Los conozco
que si los soltaran a potrero de buena pastura de fijo agradecerían la
merced, contrapunteando con patético y egregio tono la ya conocida
manifestación equina del regocijo.
12
Recibe este libro tú, que nada tienes que hacer con los que aquí
danzan amablemente, y hazle buen lado, que si los demás se duelen, a
ti poco te ha de importar, que duelo ajeno de pelo cuelga.
Sin duda que te habrás ya percatado; pero, por si no, vale
advertirlo, que no viví en el Paracleto ni me educaron entre gentes
alcurniadas, ni tengo nada que agradecer a nadie, que hija de mis
obras soy y de mi madre, que me lanzo al mundo. Tal como llego a ti,
tómame, que después de este vendrán otros volúmenes y en todos te
preparo divertimiento, unas veces con longuicuas y sabrosas
reminiscencias; otras, con glosas a la vida exultante y vandálica que
llevé por más de una década, que nada es de rechazarse, si no es la
calentura terciana y el unto de mosca, pues, como muy bien sentía el
remoto Rabbi de Carrión,
Por nacer en espino
la rosa yo non siento
que pierda, ni el buen vino
por salir de sarmiento.
En el Océano Pacífico, Septiembre de 1918.
13
LIBRO PRIMERO
14
15
I
SOY JAREÑA…
De Martín de la Jara, cerca de Osuna, en la provincia de Sevilla.
Dos hileras de casas a lo largo de un camino vecinal y otras cuantas
desbarrancándose por una torrentera. La iglesia, sin estilo
arquitectónico definido, apenas tiene carácter: refugio de viejas,
frontón de muchachuelos.
En la Jara se arrastra una vida áspera, bárbara, sensual, entre
tolvaneras de polvo y lamentos de la gente. Pueblo triste de la
Andalucía alegre, que, bajo una luz cruda y magnificente, vive sin
escuelas, sin carreteras, sin policía en los campos, sin ninguna
manifestación de esas por donde el Estado se muestra tutelar,
soportando resignadamente, a cambio de tanta desidia, las cargas con
que el arbitrismo hacendario español grava la pobreza. En este villaje
donde nací, era ella de tal suerte que nadie comía caliente. Si el hogar
se levanta alrededor del fuego, en la Jara no había, hogar, ni Prometeo
que lo inventara. De gazpacho y porra no se salía. Es decir, no salía la
gente que trabajaba la tierra, que la que garantizaba el cielo, el señor
Vicario —un cura de ama mantecosa, escopeta y perro— se
embanastaba cada fritada de torreznos como para darle dentera al
propio Pantagruel. Los muchachuelos, ya que no comiendo, nos
consolábamos oliendo, y con aquel husmeo por los alrededores de la
abadía quedaba colmado nuestro cyranismo culinario. Y tan estupendo
era el aroma a guisotes, que a nosotros se nos antojaban aderezados
por serafines de sartén y arcángeles de tartera.
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La vida deslizábase monótona y uniforme. El tiempo se devanaba
tedioso y acongojado. Desconocíanse los placeres de la comunicación.
Nadie se decidía a echar con nadie una platicadita desinteresada.
Cuando se hablaba era para lamentarse o murmurar. De vez en vez, el
fisco arramblaba con una tierra paniega, se helaba la aceituna, los
gitanos le robaban la cabalgadura al «señó Frasquito», o se marchaba
Juanillo a «serví al rey». Y nunca pasaba cosa más sonada.
17
II
LOS TIPOS REPRESENTATIVOS
No quiero menoscabar las glorias locales. Nunca padecí dentera
porque otros se comieran el agraz, ni me gusta malear mi crédito,
mellándole a los demás su honra y fama. De la Jara han salido tres
estupendos paradigmas de todo lo bueno y mezquino, levantado y
bajazo que encierra el pueblo andaluz: el Niño de la Jara, Asunción
la Gozadora y Joseíco el Caballista, este último, pariente mío,
bandido de muy bien puestos riñones y uno de los pocos hombres
malogrados que hubo en España en el último tercio del siglo XIX.
18
19
III
EL «CANTAOR»
Que el Niño se «cantiñeaba» lo suyo no tiene duda. Cuando debutó
en la Universidad del Flamenco, por otro nombre Café de Novedades,
«olim» Burrero, era un aeda completo, de pies a cabeza. Pero no un
«cantaorcillo» de los que ahora se cosechan, sino el tipo clásico de los
que, a través de las generaciones, conservan estilo y sentimiento para
hacerse eco de los últimos lamentos de una religión extinguida. Para
el Niño, marianas, tarantas y garrotines eran como flecos y
escurriduras del verdadero cante, estilos decadentes, lo que el
«rococó» en Arquitectura, o los versos de Gustavo Khan en Poesía, o
más bien liviandad de «cantaor» que se acoge a lo fácil y llevadero
con mengua y ajamiento del canon clásico. Porque con ser esto del
cante flamenco negocio desordenado e inquietador y presuponer el
clasicismo ordenación y serenidad, es lo cierto que los «cantaores» se
dividen arbitrariamente en clásicos y malos. Clásicos son aquellos que
saben hacia que lado cae el corazón y el estilo. Malos son los que
nunca pudieron arrancarse por «la verdad». Después de don Antonio
Chacón y a la par de él, en vitos, polos, cañas, serranas, seguidillas
gitanas o cualquiera otra expresión del flamenco puro y andaluz
—porque eso del flamenco de Levante es harina de otro costal—,
el Niño no ha tenido hasta hoy mayores competencias. Oyéndolo ha
dicho el profundo pensador bético-liberal don Pedro Rodríguez de la
Borbolla: «En música no hay más que el flamenco del Niño y las
óperas de Wagner».
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De otro lado, la fama del Niño se nos aparece hoy pura y radiante.
Para llegar a ella no se sirvió de la recomendación de ningún cacique,
aunque parezca inverosímil. El Niño ascendió de manijero a grande
hombre, tan suave y fatalmente, como un manantial donde apenas
brota agua, a río caudaloso. Fue el Niño a Sevilla con prurito de
mercar cuatro chucherías que la parienta y los churumbeles habían
menester, dejo oír los tesoros de su voz, y las sirenas del cante jondo y
de la manzanilla de Sanlúcar lo atrajeron a sus playas, ofreciéndole
cinco pesetas por día y lo que cayera en las juergas. Ofrecerle al Niño
un duro era amancebado con la felicidad. Yo vi emigrar hacia las
regiones de la dicha, a veinte reales diarios, en pollinas enjamugadas
como en los cuentos orientales, o dígase sin exageración, como
cuando la alcaldesa iba a los baños de Carratraca, a la familia del
«cantaor» famoso, prez de España, ornamento de Martín de la Jara,
archivo de la flamenquería jipiable.
Del Niño en vida se hablaba en la Jara como del Gran Visir. Los
mozos del pueblo andaban desgañitándose por eras y sembrados,
viendo de emular al Niño y pensando en que, como a él, se les podría
entrar, en un dos por tres, la fortuna por la garganta. Pero aquel Niño
era mucho Niño, y cuando un pueblo alumbra un Niño de esta especie
se queda con la matriz seca por lo menos para dos siglos. No esperéis,
pues, ¡oh, jareños!, otro Niño como el Niño aquél, hasta el siglo XXII,
siglo más, siglo menos.
21
IV
LA RAMERA
La otra eximia del pueblo fue Asunción la sastra, por mal nombre
la Gozadora, hija del alfayate de Martín de la Jara. Esta historia de
Asunción tiene sus dejos de amargura. Dificulto que Asunción fuera
una niña romántica. Las niñas románticas son víctimas de la literatura
y creación de ella, y en la Jara no he divisado yo novelas ni libros por
el orden, mientras allí anduve. A lo más que en cuestión de literatura
se avanzaba por aquellos pagos era a las coplas de ciego: «Historia del
tío Viejo-Bueno, que en Albalate de las Nogueras dio muerte, etc...», o
bien a las aventuras de «José María el Tempranillo», o a las de «Los
Siete Niños de Écija». Y aun esta poesía de papel de estraza llegaba a
la Jara por los arcaduces de los que menestereaban ir a Osuna o a Los
Corrales. Si Asunción no leyó las exaltadas páginas de Flaubert o de
Zola, o siquiera las de Insúa o López de Haro, y si a la Jara no iban ni
para un remedio Homeros de a perra grande la Iliada, ¿cómo se lanzó
a tan romántica aventura? Misterio singular que permanecerá
indescifrable por falta de hermeneutas, o bien porque a nadie le
importa que una mujer se desgarre de su casa con un militroncho,
dejando a su padre la aguja suspendida en el aire, y la estupefacción
haciendo muecas en el semblante. Aquel buen hombre, que había
cubierto las vergüenzas de todo un pueblo por más de un cuarto de
siglo, no pudo soportar la que su hija le echaba encima con aquella
fuga, y, adoleciendo, dio en morir.
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¡Oh, estas tragedias entre castrenses y sastreriles dejan a las
esquileas a medio camino! Véase cuán estragadas de elección
andamos siempre las mujeres y cómo quien de ligero se cree tiene que
soportar la burla que le viniere. Que el hijo de Júpiter y de Juno
abandonó a la sastra, por demás está decirlo, pues que como en verso
que participa de lo ripioso y de lo lapidario ha escrito el Sr. Cano y
Masas:
La hartura engendró el hastío,
borró el olvido la escena
y ¿qué quedó?…
Pues mi señor Académico: quedó, con permiso de usted, una mujer
de las que tienen que acostarse al refugio de lo que llaman casa de
citas o compromiso. ¿Y a cuál sino a la de Felisa Amores, que con la
Natalia y Manolito el Sacristán se repartían por entonces el cetro del
alcahuetismo hispalense? Arreada de negro y con el alias de la Viuda,
se ocupo, durmió y juergueó con media Sevilla. Que eso del luto es
gancho que las trotaconventos utilizan para pescar cabritos, y cierto
que con él se sacan, no ya bípedos de cuello parado y botines de
charol, sino tiburones del fondo de la bahía de Veracruz. Quien dice
Sevilla dice maravilla; pero dice también tíos que le escatiman a las
mujeres hasta el agua corriente. Duros y peñascosos son todos los
celtíberos para eso de soltarle la guita a las señoras; pero donde están
los sevillanos que se callen los nacidos en las restantes cuarenta y
ocho provincias de España. Mucha juerga, mucha manzanilla, mucho
jaleo guitarril y gargantil, pero moneda acuñada, ¡que si quieres!
Como la marchosería es facultad en que se doctoran todos, y los
marchosos «chanelan» un disparate en eso del acoso y derribo del
hombrerío, «pa que te vi a contá». ¡Poquito serranos que son ellos en
la arena!
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Como nunca puede salirse de un gran peligro sin peligro,
Asuncioncilla salió de este bregar con hombres de a diez pesetas
hecha una verdadera llaga. Quiero decir que la averiaron, y con su
lacra a las espaldas mudó de postura, que es en estos casos cambiar de
dolor, ¡porque vaya niños los de Madrid! Que si en Sevilla ven crecer
la hierba, en Madrid la ven nacer y crecer. Pero ¿quién le quita el
prestigio a la corte cuando se vive en el fondo de una provincia? Sobre
que las almas, cuanto más simples son, más las tienta el misterio de
los grandes caminos.
Ya en Madrid, la sastra lo pasó malamente. Aunque procurase hacer
una vida amable, nueva, diversa, era por demás. Ni la corte es distinta
del resto de España, ni podemos llevar a ninguna parte más vida que la
nuestra. La Gozadora no pasaba de ser una mujer vulgar, de las que en
el tumultuoso oficio de la galantería solo ven humillación y
desencanto.
Rodando de casas en donde se recibe a cencerros tapados a casas
de las llamadas llanas, ya de la calle de la Salud, va de la de San
Marcos, extinguió Asunción las luces de su cuerpo en los altares
venusinos, y como en una parábola de libro sagrado, regreso primero a
Sevilla y luego a la Jara. Allí vive ahora con un hombre de campo, que
cuando en la mañana se levanta a la secular labranza deja a la mujer
faenando en la casa, víctima de una vaga tristeza, que viene del
recuerdo de las grandezas pasadas y que se funde como en una llama
idónea en el trajín diario, en la vida cotidiana, que no está hecha de
violencias ni zozobras, sino de esa perseverancia a la que muy pocas
cosas resisten.
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25
V
EL BRIGANTE
Mi primo Joseíco era uno de esos hombres que dan la impresión de
no haber sido nunca niños. Riñonudo, corajudo, capaz de darle un tajo
en las entrañas al lucero de la mañana, escupiendo por el colmillo
desde los doce años, con faca en faja, ideas atravesadas y un corazón
que no le cabía en el pecho, ¡qué iba a hacer el pobrecito más que
cuatro o cinco asesinatos para ir tirando! De las mujeres se servía tan
sólo los momentos en que aparejadas son a deleite; a los hombres ni
los tomaba en cuenta. «¡Vaya hombres!», solía decir él con aires de
amargura. Sin Italia donde amar, Flandes donde beber, América donde
barbarizar, ¿qué hacía este trágico del siglo XVI en la España de
Moret y Montero Ríos? Siquiera lo hubiesen hecho subsecretario,
como a don Natalio Rivas, o ministro, como a don Manuel García
Prieto, menos mal. Habrían encauzado, ya que no sus energías,
siquiera sus ambiciones. Pero condenar vida tan ejecutiva a pura
contemplación, poner la piel de merino a quien era león del Atlas,
reducirlo a soportar uno de esos pueblos en que el dolor común
«lacera el alma como una pena familiar», era demasiado para hombre
capaz de muy magnas empresas. Si a Joseíco se le hubiese utilizado en
todo su valor y esfuerzo, ya se hubiera visto quien era Joseíco.
¡Dios, que buen vasalo si oviese buen señor!
26
mas no había buen señor, y
en esta tierra angosta no podríamos vivir,
como se canta en el Poema del Cid. Para Joseíco era en extremo
angosta la tierra y desmedrados los rabadanes. Debutó en Osuna con
un desafío, como aconsejaba Stendhal que se ingresase en la vida;
pero no con un desafío a lo Cristino Martos, «junior», sino de los que
dejan a un hombre tendido en la calle sin decir Jesús. La justicia lo
condenó a diez años de presidio; su padre, que ejercía cacicazgo rural,
lo libertó en tres, y Joseíco regresó a la Jara de matón titulado, espanta
chicos y destripa hombres. Cuando se soplaba tres azumbres de lo
tinto, el pueblo entero, empavorecido, cerraba sus puertas para librarse
de Joseíco, que en ese estado era una tramontana. «¡Que viene
Joseíco!» Este era el grito con que se asustaba a los valientes, se
reducía a los cobardes y se obligaba a los infantuelos rebeldes a
ingresar en las dulzuras morfeicas.
Mas ¿cómo es posible que hombre con tales pelendengues pudiera
vivir en aquel lugarzuelo sin hacer alguna otra que fuera sonada?
Quien se consumía en su propia llama, tenía por fuerza que abrasar a
alguien de su alrededor. Una tarde apioló a un convecino, y como de
este segundo trabajo no quiso dar conocimiento a nadie, se embreñó
por entre sierras y vericuetos, comenzando la vida franca del caballista
andaluz, a quien llaman bandido los que se asustan de su propia
sombra, y grandes capitanes la Historia.
Pero como Joseíco no tuviera en la sierra con quien debatirse,
bajaba de cuando en cuando a Osuna, bien para comunicar con algún
amigo, o, lo que es más probable, para gozar tal cual mozuela
dadivosa. En esos casos presentábase Joseíco en un parador, confiando
en la hombría del posadero y en que por motivo alguno había de
delatarlo. Pero como no hay alma más propensa a la liviandad, ni
corazón más fácil de torcer, ni bolsa que con menos se colme que la
mesoneril, viendo aquel menguado, deshonra de la hermandad
mesonitante, gorgojo de las lealtades de parador, polilla del honor
posadero, que de la muerte de un hombre podía deducir él vida para sí,
denunció la presencia de Joseíco a la Guardia civil, y una pareja de
este benemérito Instituto lo dejó tendido a mansalva y traición. En
España todos los hombres valientes han muerto siempre de ese modo.
A Joseíco, además, cara a cara, no podía matarlo nadie. Y con dos
tricornios no hubiera él tenido ni para empezar…
27
VI
LA RUEDA FAMILIAR
No sé si alguno de mis antepasados estará encaramado en el Argote
de Molina, o Guillermo Imhoff me habrá descubierto ascendencia
nobiliaria, porque eso de las genealogías apenas si ha tenido para mi
mayor interés, pues
donde Dios quiso, nací,
que por mi comienzo a ser.
Vana pretensión la de pedirle al pasado lo que no puede dar de sí.
Cada cual ande conforme con las gentes de quien procede, que de los
abuelos a unos les viene sequedad, desaliño y modos villanazos, y a
otros, como en síntesis insuperable, maneras, buen gusto y horror a
todo lo cínico y plebeyo. Los hombres que son hombres, y las mujeres
que son mujeres, comienzan una estirpe, y ¡ay de quien no sepa
superar a sus antepasados por grandes que ellos hayan sido!
Acuérdome de haber oído que el primer duque de Sevillano contestó
al penúltimo de Alba, después de una ceremonia celebrada en Palacio,
una buena frase:
—Ahora —le dijo el de Alba— es usted como yo, duque.
—Ahora —le contestó el de Sevillano— soy yo como el primero
de Alba.
No se entienda esto como animadversión contra la casa de Alba,
donde tanto las mujeres como los hombres han sido siempre
celosísimos de sus prestigios, y el actual duque, una excepción entre
toda la botaratería ducal que pulula por Madrid. Y vamos con la
familia.
28
29
VII
EL TÍO «CAGA-ONZAS»
Es el único abuelo que he conocido, el de madre. Si alguna vez
deyectó onzas debió ser antes que yo naciera. Cuando yo lo conocí,
vivía en la casa familiar, mitad mendigo, mitad regalón, y con gran
contrariedad de mi padre. Las mañanas andaba por el pueblo pidiendo
lo que no podían darle; las tardes, recluido en la cámara, que era como
el alhorín o troje de la casa. Allí venía a verlo y a recoclearlo
la Cuquina, su coima, que lo más del día lo empleaba en recoger
trapos viejos y animales muertos por el lugar. De este mi abuelo
apenas recuerdo más que su muerte. Estaba yo sola en la casa, y vino
ya de la calle con una fiebre muy alta. Tengo en la memoria que
andaba yo divirtiéndome con un gatillo a quien le vendaba los ojos
para jugar con él. El viejo daba arriba en el camaranchón fuertes
quejidos. En su delirio evocante, la figura de Micaela la Cuquina,
pasaba como una obsesión. Cuando llegó mi madre del campo, estaba
agonizando. Yo siempre he tenido una vaga simpatía por este abuelo,
que había sido alcalde y hombre adinerado, y que antes de trabajar
prefirió pedir limosna.
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31
VIII
MI PADRE
Era mi padre un hombre parco y sentencioso en palabras,
escrupulosamente reparado en acciones, extático de movimientos,
ceñudo de semblante y nada torpe en lo de campaneárselas por la vida.
Tenía el donaire por tiempo perdido, y propio de necios lo de las
gracias. Debajo del sayal había ál. Quiero decir que sin haber cursado
en Salamanca, era hombre que en la tracamundana del garbanzo
industriaba más de lo que puede exigirse a un iletrado.
El dinero del labrador, decía, se lo lleva el vendedor. Nunca sirvas
a quien haya servido, que tanto ha de exigirte como nunca se exigió a
sí mismo, y, como esos, muchos otros apotegmas. Nacido en la gleba,
jamás solicitó del esquilmado campo jareño lo que sabía que no podía
darle. Pegujalero de origen, supo libertarse a tiempo, jordaneando con
su asnillo un día y otro, comprando fruta allá, pescado más adelante y
hortalizas donde las había, para revender, extrayéndole a la miseria de
un lugarejo español lo que moderadamente podía, para sacar la familia
adelante, entre fatigas y congojas. Las urgencias de sus necesidades
fueron grandes y repetidas, pero jamás lo arrastraron a solicitar jornal
en las haciendas de los poderosos. Y no era este desvío soberbia, sino
respeto al propio esfuerzo, tan sin recompensa en Andalucía.
Siempre he tenido al paisaje como un gran proveedor de emoción.
Yo la sentía confusa, pero hondamente, cuando con mi madre iba a los
atochares aledaños del pueblo, en busca de mi padre, que regresaba de
una de estas excursiones comerciales. El amor de mi madre y mi
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emoción de chicuela hacía de nuestros ojos avizores, que atalayaban la
campiña lejana, imán espiritual, poniendo gracia inefable en el
retorno. Sucedía esto siempre en la tarde, tramontando ya el sol, o bien
en la madrugada ungida con la gracia fragante
del rich aljofar, que plorá la aurora
como se canta en la maravillosa lengua catalana, que los señoritos
madrileños diputan por áspera y desabrida, y que el Alighiero tenía
por la más armoniosa y dulce de Europa.
Adondequiera que hoy dirijo mis recuerdos brotan las sombras de
mis padres en estas dulces horas de acendrada recepción familiar y
como sobre una inconsútil tela, borda mi deseo las suaves luces del
paisaje.
Fue mi padre hombre de bien, a carta cabal, si es que, como escribe
Cervantes, puede dársele este título al que es pobre. De pobre, en el
riguroso sentido del vocablo, no había sino la falta de metales
preciosos. Como Lázaro de Tormes cuando tenía veinte escudos, si el
Rey le hubiese llamado primo, por afrenta lo tuviera. Día de regreso
de mi padre, era lumbre en la cocina, gran fritada en la sartén, el
melón o los duraznos y a veces una jarra de ese oloroso vino andaluz,
que los pobres bebemos en España para que nos conforte el corazón y
los ricos en Londres para sacudir la melancolía. Murió mi padre en
el hospital viendo ya la ruina de la familia, la dispersión de los hijos,
la procacidad de mi hermana, soñando en el silencio de la crujía con
las tardes maravillosas del camino, con el burrito familiar, su
compañero en las trochas andaluzas, con los ojos serenos de mi madre,
con aquella casa de Martín de la Jara, donde había vivido cobijado por
el amor, que al mover el sol y las demás estrellas, da felicidad a los
pobres, alegría a los campos, oro al trigal, verdor a la retama y
desvaído azul a los cerros lontanos.
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IX
MI MADRE
Cuando digo mi madre digo mi dolor y mi culto. Dolor de no haber
podido darle un poco de tranquilidad material, pues las Parcas hilaron
demasiado apresuradamente la madeja de su vida, porque si durante
ella hube siempre de mostrarme amorosa, ya en muerte con el amor se
concertó el remordimiento.
Era la mi madre como santa de tabla primitiva, «plena de
mansedumbre, plus simple que cordera». Tenía de la vida un sentido
antiguo, y tan llena de bondad andaba su alma, que nunca la miseria
cometió mayor desafuero que dándole hijas que por fuerza hubieron
de descarriarse.
Como para caracterizar su envoltura carnal parecen escritas
aquellas estrofas en la leyenda de Santa Maria Egipciaca:
redondas avie las oreias, blancas, commo leche d’oveias,
oios negros et sobreçeias, alba frente fata las cerneias;
la faz tenie colorada, commo la rosa quando es granada;
boqua chica et por mesura; muy fermosa la catadura,
y con tan nobles adornos en lo físico aún eran mayores sus prendas
morales, pues que nunca fue ni su modo altanero, ni su silencio
taimado, ni su alegría disoluta, ni su tristeza furiosa, ni su proceder
insolencia, ni su respuesta agria, ni la modestia que aparentaba
deshonestidad en lo interior. Amaba a Dios y a las flores del campo y
esperaba poco de los hombres. Su tránsito de este mundo fue tan
tranquilo y suave como el que se revela en el que de la Virgen pintó
Mantegna, y que puede admirarse en el Prado.
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35
X
MARIQUILLA Y CURRITO
Con ellos acaba toda mi familia. Son mis hermanos mayores. Sin
embargo ¡he tenido que ser tantas veces refugio y amparo de los dos!
«Pobrecita hija mía —exclamaba a veces mi madre tomándome en sus
brazos—; ¿quién quiere a las zurrapas de la casa?» De poco les valió a
los mayores ser la flor. Desnatada y todo, ya desde arrapiezo pensé
más seriamente que los otros hermanos en levantar la casa de entre los
escombros del mal año y de los achaques paternales.
En la mocedad, fue mi hermana muchachuela muy bien plantada,
con esbelteza de columna gótica y ojos apasionados de los de líquido
fulgor. Mostraba brío y pecho para el trabajo y superbas aptitudes para
todo lo manual e imitable. Cosía, sin estimulo de que la ensalzaran,
como cualquier afamada modista; bailoteaba y canturreaba por lo
flamenco cuanto veía u oía. Sobre eso era limpia como los chorros del
oro, según la expresión habitual. En el corral de la casa y con una
cántara y un lebrillo se mostraba desnuda al sol de la mañana,
tal una Hebe rural, alegre en los incidentes de la ablución diaria. Con
tal de sentir frescura y limpieza cerca de sí, lavaba en la noche la única
muda que tenía, para ponérsela luego en la mañana, ya seca. Y con
todas esas cualidades que tanto la señalaban, mi hermana fue en la
familia el primer gran dolor, por inesperado y por inútil. ¿Qué alcanzó
con deshonrarnos, como no fuera perder su fama y averiar la nuestra
para tomar los caminos que con espanto describe el Dante?
Per me si va nell eterno dolore…
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Se despeñó mi hermana por simas donde ya no hay esperanza. Sin
ser yo émula de las Genovevas de Brabante, de las Pulquerias, de las
Rosalías, ni de ninguna otra de esas mujeres celestes que esplenden en
el Empíreo con fulgidez virginal, nunca pude llevar con serenidad
aquella caída. Tan abajo sólo puede dar mujer de acomodado rostro y
buen talle por misterioso designio de los Hados. Aquello no fue una
resolución, fue algo más grave, una fatalidad del pensamiento
y de la carne. Los endroits escatologiques por donde ella trajinó y
malbarató sus gracias, no tienen ya hoy semejante. La Frascuelo,
Dolores la Tuerta, la Candado, Mariquita Cuatro Dedos, Amalia la
Bigotes, la Colmenera, Telva las Burras, y demás prójimas que, al
comenzar este siglo en que estamos, explotaban en la Península
Ibérica la baja galantería, viéronla pasar por sus salones. Para mi
hermana no había mejor entretenimiento que andar de feria en feria,
como novillero primerizo o crupier de los que dan el pego al propio
José María Roldán. Creo que ha recorrido todos los prostíbulos (que
en Méjico se dicen congales, en Buenos Aires quilombos, bayús en
Cuba, y casas de remolienda en Chile) de la España citerior y ulterior,
desde Julia Romana, en la Bética, hasta Ilerda, en la Tarraconense.
Pero donde más gozaba ella era entre vinateros y chalanes, gente ruda
de Andalucía y de la Mancha; ferias de Almagro, donde siempre
mataba Mazzantini; ferias de Úbeda y de Cazorla; ferias de
Valdepeñas y Andújar, y más abajo, en la Andalucía extremeña, ferias
de Llerena, donde «tomó el Litri un cornalón en el vientre», de un
marqués de los Castellones «que se traía las negras».
Era mi hermana una de esas bribonas de Merimée con navaja en la
liga y redaños de matachín. Ha dado y recibido puñaladas. Las
mujeres de las casas que frecuentaba la temían, y alguna que otra la
amó con pasión dolorosa. Tuvo majos a quienes dominó siempre, y
reuniéndose en ella un carácter violento con una gran afición a todo lo
íntimo y doméstico, jamás pudo soportar mucho tiempo la vida
recoleta del hogar. Como fue siempre y ante todo una mujer sensual;
mezclábase en su corazón el odio y el egoísmo, la cólera y hasta el
amor por modo desconcertante. Nos separaron siempre cosas
insignificantes, pero tan fuertes como las influencias del aire que hace
vivir o morir. Nunca le perdoné del todo que replicase a mi padre
37
moribundo, cuando éste la incitaba a trabajar: «Yo no trabajo para
vagos». Figúrense como me sublevaría aquella injusticia, viendo al
que tanto había bregado por nosotros sobre un jergón lleno de rastrojo,
en un cuchitril de tres varas cuadradas, pocos días antes de morir.
Sin embargo, mi hermana nunca ha sido una mujer del todo mala.
Sus errores la llevaron a vivir la mitad de la vida en hospitales. Con un
poco de educación y otro poco de letras hubiera sido una mujer
prodigiosa. Tenía la virtud insuperable de determinarse en todo
momento, de estar toda entera en el instante en que vivía, de no
abrigar un pensamiento que no fuera acción, y esa necesidad del alma
de verterse fuera tomaba en ella un carácter impetuoso, río caudal que
nadie represó, energía sin método, puerta sin quicio, lo que pudo ser y
no fue. Alabemos y reverenciemos al Estado español, que por los años
de 1897 tenía pueblos de cuatrocientos vecinos desasistidos de toda
nutrición espiritual, quiero decir sin escuelas. «Porque el que no sabe
—clamaba por esos días Costa— es como el que no ve, y sólo el que
ve y sabe adonde va y por donde va y domina su camino puede ejercer
de hecho señorío sobre su persona.»
De mi hermano Currito apenas puedo decir nada bueno ni nada
malo. Mientras vivió mi madre supo honrarla dándole lo único que
puede dar un jornalero: las dos pesetillas que se ganan en el muelle, en
el campo o en la fábrica. De su infancia conservo recuerdos de una
dulzura inefable. Me traía nidos, que era cosa de que yo gustaba en
extremo, y para mí robaba las guindas rojas y la morada uva en los
ajenos predios. Juntos andábamos por los campos, y uno contra otro
sufrimos la miseria familiar, descalcitos por las carreteras, como
en éxodo que parecía inacabable.
Después, cuando me vio a mí en astillero de señora, con chapeo
sobre el moño, botines de ante y trajes tailleur, quiso aprovecharse,
como es de razón humana y uso entre gente ignara, de mis pobres
pesetas, que yo con tanto azacaneo ganaba. Algunas me costó. Anduve
en conatos de hacerlo hombre de provecho; pero de nada sirvieron mis
buenas intenciones. Al pobre Currito, ¡oh, dolor!, tampoco le
enseñaron ni a plumear, ni a leer, ni a contar y, sobre eso, gustaba, no
de tirarle, de arrancarle la oreja a Jorge, y un poquitín el Cazalla de la
Sierra. ¡Caballeros, hay que hacerse cargo, que eso de ser pobre y
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virtuoso es demasiado pedir! Como no podemos escapar al imperio de
la ley de expiación, eje inflexible del mundo moral, alrededor del que
giran los destinos humanos, Currito, que tan irregular fue siempre para
todo, trabaja actualmente sin intermitencias, día a día, fuera de
España, en la próvida América, al lado de su mujer, una gitana de la
Cava, y de cuatro o cinco hijos, que ya ni sé cuántos son, mientras yo
sigo llevando a cuestas lo que Margarita de Angulema llamaba
l´ennui comun a toute creature bien née.
39
XI
PASABA YO MI VIDA…
Fue mi vida de niña una mezcla de inocencia y curiosidad, de
apasionamiento y de tristeza, que aun hoy, al meterme por la maraña
de los recuerdos, no acierto a definir. Entre la pobreza literal que me
acompañó hasta los diez y ocho años, como un impertinente lazarillo,
sentía yo una predestinación extraña, como si columbrara que mi
suerte podría variar a mi arbitrio y que acabarían mis penalidades
materiales el día que me decidiese a instalarme en otro rango. ¿Cómo
este sentimiento, confuso en la infancia, mas concreto, pero informe
aún, en la juventud, llegó a realizarse? ¿Será que hay, en medio de la
incertidumbre que rodea nuestra vida, adivinaciones de los caminos
futuros? Si no fuese así, ¿puede una niña, pelona, con el calcañar en el
suelo, la chambrilla hecha un harapo y la faldita un puro remiendo,
sentir, como una adivinación oscura e imprecisa, que tanto dolor no
duraría toda la vida?
La algarabía de los pájaros me levantaba con la mañana. Barría el
dintel de la casa y, como no era menester cuidar del puchero, porque
nunca se ponía, dábame dos o tres vueltas por el pueblo, solicitando de
las vecinas, ya media hogaza de pan o una perrilla, por traerles tres o
cuatro, cuando no cinco, cántaros de agua, y cuéntese con que la
fuente estaba bien retirada. ¿No recordáis la vida de Coseta en la
posada de los Thenardier? Pues algo semejante. Así pasaron siete años
de mi vida, sin más episodios mencionables que la recogida de un
cochinillo medio muerto tras las bardas de una corraliza, que luego,
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ya de cerdo bien criado, vendió mi madre en muy buena plata, y
picantes bellaquerías que mutuamente ensayamos una amiguilla y yo,
imitando a los perros, dignas de figurar en algún cuento drolático o
bien en un poema de Valerio Catulo.
Simplicidad y benevolencia fueron las características de mis años
infantiles. Vine a mi casa fuera de tiempo, a ser carga más que
beneficio. Mi padre me llamaba Juanillo y me montaba a horcajadas
sobre el pollino. Era una manera alegórica de decirme cuáles hubieran
sido sus deseos. Un muchacho, ya desde los ocho años ayuda a su
padre. En fin, que sobre ser las mujeres tan desdichadas de naturaleza,
aún se nos recibe de mal talante. Aquí de lo del clérigo madrileño:
Sólo quisiera saber,
para apurar mis desvelos
(dejando a una parte, ¡oh, cielos!,
el delito de nacer),
¿qué más os pude ofender
para castigarme más?
¿No nacieron los demás?
Pues, si los demás nacieron,
¿qué privilegio tuvieron
que yo no goce jamás?
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XII
EL ÉXODO Y LAS DESVENTURAS DEL CAMINO
Semejante —dice San Gregorio el Grande— es la Biblia a un río
cuyas aguas, en ciertos parajes, un recental pudiera vadearlas; tan
profundas en otros que, a su albedrío, nadaría un rebaño de elefantes.
Así la vida, que para unos se ofrece fácil, muelle, blanda a la caricia,
moldeable cera, llanura sin barrancos, mansa a toda exigencia, y para
otros ruda, áspera, desabrida, no nada humana. Que si en los tiempos
en que D. Iñigo López de Mendoza borroneaba la Come dieta de
Ponça, eran
benditos aquellos que con el açada
sustentan su vida e viven contentos,
en estos que a nosotros nos tocó vivir, ¡quién dijera las amarguras
pasadas, los días sin pan, las noches al sereno y sin más cobija que el
cielo ni más amparo que nuestra esperanza! Cierto que siempre, lo
mismo a mis padres que a mí, nos asistió en grado eminente esta
segunda virtud teologal. De la Jara a Carmona, de Carmona a Ronda,
de Ronda a Brenes, de Brenes a Sanlúcar, de Sanlúcar a Sevilla, ha
recorrido nuestro agobio todos los caminos, y a mi memoria viene
hoy, como sugerido por este recuerdo, el paisaje andaluz lleno de una
agria vitalidad, el campanario entre cuatro casucas dolientes, la plata
de los olivares sobre la gracia de las colinas y los molinos que ya
enmudecieron. En Carmona trabajamos en las capacherías —tres
reales de sol a sol—; a Ronda fuimos a la aceituna; a Brenes, a la
escarda; a Sanlúcar, a la siega; a Sevilla, de nuevo a los capachos.
42
Trabajando tres personas nunca llegamos a reunir para hacer comidas
regulares: de la miseria no se salía. ¡Y cómo se puede salir con el
modo que tienen los ricos en España de apreciar el trabajo del pobre!
Mas de nosotros nunca brotó una queja. Ya en la Jara levantábamos el
garbanzo a dos reales la jornada.
¡Oh, poesía, que todo lo ennobleces! ¡Oh, ficción de ingenios en
ocio, que haces de la verdad mentira, y mieles de los acíbares! ¿Cómo
te olvidas de cantar el dolor de los hijos del hombre? ¿Cómo no
divisas la extenuación de la miseria, al lado de la robustez de la
opulencia; el trabajo forzado de los unos, compensando la ociosidad
de los otros; las infelices chozas, cerca del soberbio propileo; los
andrajos de la pobreza entre el ostentoso lujo; las mas inútiles
profusiones en medio de las necesidades mas apremiantes? ¿Acaso no
acontecían todas estas injusticias sobre aquella tierra andaluza, tan
desfigurada por los que bebieron en la fuente de Hipocrene sus
inspiraciones? Hasta poeta tan responsable como el autor de Las
Cantigas tenía «esta Espanna» como «el parayso de Dios»,
«palanciana en palabras, complida de todo bien», «alumbrada de cera,
alumbrada de olio, alegre de azafrán».
Mas algo ha de permitírsele a la gaya ciencia, que al cabo es
fingimiento, y bien venga cuando con cobertura hermosa se disfraza.
A mí, que tengo poco de poetisa, que no hay estro con abatida
condición, mal me iba lo de ver flores donde no hay sino cardos. O
puede que haya las dos cosas y a los pobres les este vedado el deleite
de una de ellas.
Kennst der das Land wo die Citronem blühem?
Conozco la tierra donde florece el limonero, pero donde yo nunca lo
he podido oler…
43
XIII
ABORRECÍ LA VIDA…
Con el camino vino la desdicha. El cántaro se quebró junto al
manantial mismo. Supe demasiado pronto lo que no ha de conocerse
sino tarde y a nuestra costa. A punto estuve en mis columbinos once
años de caer en las garras de un gavilán. Un cortijero, en los caminos
de Carmona, viendo mi buena traza, propúsole a mi padre a
prohijarme, y hubiera éste cedido ante un mejor acomodo para mí, que
a tales renunciamientos lleva la miseria, si el santo egoísmo de
mi madre no me salvaguarda. Después un viejo que había deshonrado
a su hija, pretendió en Brenes mancillarme. Bascas siento hoy
recordando el baboseo de aquel sátiro que, con sus manos sarmentosas
y térreas, buscaba entre mis piernecitas lo que la pobreza no podía
resguardar por falta de tela para los interiores.
Esto pasaba en primavera. Frontero del campo donde trabajábamos
florecía un almendral. Sin embargo, yo pensé, ¡tan niña!, que
empalidecía el mundo, que la tierra toda olía a hojas secas, y que no se
puede ser buena cuando faltan los gastos de representación que la
honestidad exige. Iniciarse antes de tiempo trae sus ventajas. Me
preparé a defenderme contra la pezuña de Sileno y contra el
egoísmo humano. Conociendo que eso de la moral era negocio muy
aleatorio y enteramente relativo, unos los principios pero varias las
situaciones, convine conmigo en defender mi reclusa doncellería sin
melindres ni ¡ay que me pierdes! De los escarmentados se hacen los
arteros, y no haya lamentos donde hay aviso, que ni yo iba a curar las
llagas de un mundo que todo él anda ulcerado, ni a las mujeres nos
toca en estos casos sino ver, callar y aprender, que quien a las primeras
comienza espantándose y acaba a las ultimas resignándose, no divisara
de la vida sino el lado amarillento y pálido. Quien anda aprende, que
no es sólo vivir, sino navegar. Por el Cancionero supe
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que las romeras a veces
suelen fincar en rameras;
que si hasta señoras principales amenazan a hombres sin segundo con
irse tierra adelante
como una mujer errada
y dar su cuerpo
a quien bien se me antojara,
a los moros por dinero
y a los cristianos de gracia,
yo, que no iba para reina, ni tampoco para gastarme en generosidades,
abrí el ojo y quedé alerta para toda mi vida.
45
XIV
SOMBRERO TENDRÁS, ANICA
Locura dice verdad, y aquella vieja de la Jara adivinó que a mí me
había de dar por el señorío. Era una pobre destartalada a quien hizo
agresiva la cruel chacota de aquel pueblo ignorante.
No puedo darme cuenta de cómo andaba de razón. Si la tenía
perturbada habría de ser de tanto decir verdades. En su conciencia no
se estragaba ni una. Trapicheo que sabía, trapicheo que clamaba. Si la
mujer del sacristán, que era una pendona con todos sus accidentes y
propiedades, se revolcaba en el catre con el alcalde, allá iba la loca
proclamándolo por calles y plazas. Gaceta viviente, donde no la había
escrita, era, dentro de su locura, el flagelo de todos los que se
descarriaban: de las mujeres que admitían martelo a hurto de sus
maridos, o de los hombres que por vengar agravios metían la mula en
el cebadal del vecino o levantaban panales en colmenares ajenos.
—Mira, Juan —le dijo un día la loca a mi padre—: vi a di a Seviya
y le vi a mercá a tu Anica un sombrero de muncho señorío. Y mu bien
que le va a cae...
Tan bien me cayó, que siempre he pensado en aquella predicción
de la pobrecita Sebastiana la loca, heraldo de verdades y agorera
puntualísima.
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47
XV
COMO LA FIERA CORRIENTE
DEL GRAN BETIS…
Así nos arrastró a nosotros la vida hacia el Corral Montaño, en
Triana. Cuantos jareños emigraban a Sevilla, allí iban a parar. Si en el
Horco tenebroso hay algún barrio para desdichados, seguro estoy de
que no iguala a este hórrido albañal humano. Allí la miseria lugareña
se mezclaba con el tumulto gitano. Sólo en esos poemas de lirismo
fangoso, que se llaman las novelas de Zola, se encuentra algo
semejante. Dormíamos sobre paja, cubriéndonos con nuestras propias
míseras ropillas, todos en un mismo habitáculo. En el muladar de Job
no se posaron tantas desolaciones. Mi padre, muriendo; mi madre,
adolecida; los diez y ocho años de mi hermana, con muchas ganas de
levantar el vuelo; Frasquito y yo, piantes y casi mamantes,
buscándonos el pan por donde podíamos.
La vida nos baqueteaba bien a su talante. Cierto que era preciso no
andar con ella en muchas contemplaciones. A mi hermana, tan pronto
cerró el ojo mi padre, se le desjarretó la honra por la membrana más
preciada. Pudo sacarle a la doncellez mejor precio; pero desde aquel
antro, ¿quién hubiera aspirado a más? La vieja que la propuso «andar
en malos pasos» dudo que tratara con la Nobleza viviendo, como
vivía, en aquel mismo Corral. Si las alcahuetas fueran de otro
jaez, se excusarían, como dice Cervantes, «muchos males que se
causan por andar este oficio entre gente idiota y de poco
entendimiento, como son mujercillas de poco más o menos.» Aquella
Santa Sinclética, a lo laico y desvergonzado, con quien tropezó
Mariquilla, debía tener del numerario una idea asaz limitada. Creo que
a mi hermana le valió el himeneo hasta sesenta reales de vellón, en
blanquillas y piezas de a dos, para mayor escarnio. Pero ¡quién repara
en pequeñeces cuando quiere volar!
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49
XVI
FORTUNA ME HA TRAÍDO A TAL
¿Cómo pudo mi madre abandonarme en un asilo? A eso sólo obliga
la necesidad. La suya debió ser de tal suerte, que ni a titubear le dio
tiempo. Bien que ella pasara sus tristezas; pero contra el no poder
alimentar a un hijo no hay argumento que valga. Si me llevo al asilo
sería porque no podía mantenerme.
¿Se me permitirá que no tenga por las Hermanas de San Vicente de
Paul esa admiración que sienten hasta los escritores radicales? Las he
conocido de modo que no pudieron engañarme, ni debo yo engañar
tampoco. A los conventos, como a todas partes, va bueno y malo:
fregatrices que quieren libertarse del estropajo y almas llenas de
exaltación y pureza. Pensar que no haya más que corazones sencillos
es desconocer la duplicidad del espíritu humano, que se resuelve y
desdobla en tan variadas manifestaciones.
Yo era una niña. Para qué decir que yo era una niña buena. Todas
las niñas son buenas. ¿Por qué me daban a mí siempre una mantilla
rota para ir a misa? Yo no sabía que estaba rota. Eran las demás
quienes se mofaban de estos fallos de la mantilla. Un día no pude ya
más. Pues que se me quería deprimir con aquel trapo deshecho, ¿qué
clase de muchachita era yo distinta de las demás en un lugar donde el
mismo dolor e igual abandono a todas nos unía? Si estábamos bajo
la égida de la caridad y, sobre todo, si aquellas mujeres, nuestras
madres adoptivas, rezumaban por todas sus tocas el espíritu de Cristo,
50
¿cómo se permitían establecer diferencias y preferir a unas sobre
otras? Irritada contra toda aquella miseria caritativa, me rebelé y
rompí la mantilla ultrajante. Nunca lo hubiera hecho. La hermana que
esto vio, repugnancia me da recordarlo, propinóme tal patada en el
vientre, que de resultas de ella pase a la enfermería y de allí al
hospital. Mas como Dios no quiere que las cosas sean de una sola
manera y sí que haya en el mundo moral como un flujo y reflujo en el
infinito mar de lo divino, donde ni el tiempo tiene dimensión ni el
espacio puede precisarse, he aquí que hoy no se distinguir la coz
monjil de las suavidades que puso en mi corazón un cura viejecito,
uno de esos varones dignos de los días en que, según la expresión de
San Bonifacio, eran de madera los cálices y de oro los sacerdotes, y
que, de visita en aquel establecimiento de caridad, me dejó unos
dulces y una estampa que yo quise de San Juan, recordando el nombre
de mi padre, recién muerto. La acción del uno me compensaba de la
barbarie de la otra, y por un momento perdone el mal que me habían
hecho.
51
XVII
EL MISTERIO DE LAS REVERENDAS MADRES
Me figuro que por espíritu religioso ha de entenderse aquel que
muestre una cierta inquietud por todos los problemas de tejas arriba,
que no son, en definitiva, más de dos: el de saber de dónde venimos y
el de pesquisar adónde vamos, o bien una tendencia natural, aunque no
muy difundida, de llevarle a Dios la cuenta de los secretos que aún no
ha revelado, lo que en modo alguno presume indiscernido
asentimiento a los dogmas de la Iglesia católica. Así, por ejemplo, y
perdóneseme esta herética pravedad, he pensado siempre que D.
Leopoldo Alas era un espíritu más religioso que el cardenal Sancha, o
que D. Miguel de Unamuno lo es en mucha mayor medida que el
cardenal Cos y Macho, que tanto honra a su segundo apellido. Pues
bien; yo, que me he educado, digámoslo así, entre Trinitarias, no he
creído ni conveniente ni perspicuo acatar el arcano y misterioso
símbolo de la Trinidad. Todo ello con permiso, naturalmente, de don
Ramón del Valle Inclán, que tan a lo místico ha disertado acerca del
ternario y del logos espermático, y del señor vizconde de
Chateaubriand, que en el capítulo III de su obra Genio del
Cristianismo, teoriza sobre el mismo tema, invocando a Platón, a
Máximo de Tiro, a Pitágoras, a Tertuliano, a los misioneros ingleses de
Otaiti, al padre Calmette y a los naturales del Thibet, que unas veces
llaman a Dios Konciosa, otras, Koncikocik, y algunas, Koncioksum.
52
Sin duda que ello se debe al haber sido yo víctima de los que
representan hoy el trinitarismo en el mundo y que tan poco conservan
del espíritu de los fundadores de la Orden, de aquel Juan de Mata o de
aquel otro Félix de Valois, que si ellos se dedicaron a libertar esclavos,
los actuales los abandonan en las tinieblas de la ignorancia, que es
forma de dependencia espiritual aborrecible.
Una señora caritativa, con caridad de las que no se exhiben, me
propuso llevarme al colegio de las Trinitarias, que por aquella sazón
acababan de establecerse en Sevilla. Como merced de Dios acepté la
oferta. Iban, por fin, a descorrerse los cendales de mi ignorancia, y yo,
que por entonces aspiraba ya a muy más alta gloria, vi el cielo abierto.
Mas no embargantes mis anhelos, el velo no se descorrió por parte
alguna, y tan sin letras estaba yo a los tres años de colegiatura, como
el día en que mi madre me parió. En aquel conventículo, con el
taparrabos de la enseñanza pública y gratuita, se hacía chocolate,
jabón, alpargatas y bordados, a espaldas del fisco. Era una pequeña
fábrica en que un centenar de niñas trabajábamos gratuitamente desde
las cinco de la mañana hasta las siete de la noche, atraídas por el
señuelo pedagógico, espejito que las reverendas madres usaban para
cazar desvalidas alondras. Es posible que esto no lo crean, si es que en
páginas tan depravadas ponen ojos, las señoritas que se han educado
en el Sagrado Corazón de Jesús. ¡Mire usted que en tres años no
enseñar a leer ni a escribir! ¡Vamos, eso que se lo cuenten a otra gente!
Pues así es, sin que necesite advertir que tamaño abandono andaba
asistido de cuatro piltraquillos de carne que sobrenadando en un
potaje, bien de chicharos, bien de garbanzos, daba una impresión por
extremo fantástica de lo que ha de ser una comida alimenticia. Mas
como yo, ante todo, soy ecua en lo de enjuiciar acontecimientos y
personas, he de decir que, por primera vez en mi vida, comí todos los
días y caliente. De las madres ¡qué voy a contar!: las había idiotas, las
había crueles, las había ¡cómo no!, simpáticas. Idiotas, como en el
mundo, habíalas a rodo. Se distinguían porque andaban siempre de
ojos bajos y cabeza colgante como breva madura. Ni sus nombres
recuerdo. Así eran de insignificantes. De las crueles si tengo bien
presente a una que Luzbel tenga en sus hornallas, y que como a
encargada de la despensa solíamos ver para demandarle un currusco
53
de pan, por el que siempre andábamos alampando. ¡Dios mío, y como
se espitraba de cólera la vejezuela! Porque tenía la tal sus sesenta
sobre los lomos y era seca, cejijunta, de ojos hundidos, nariz adunca y
una voz entre aternerada y tabacuna, pues no soltaba el rape ni para ir
al coro. Mujer más para servir a Goya de modelo que para espécimen
de virgen cristiana. ¡Y qué saque tenía la condenada en llegando la
hora del condumio! Aquellas no parecían quijadas de persona racional
y civilizada, sino de antropófago, que ante su caverna se come, bajo la
tutela de un moriche, el anca de un semejante. Si era solomo lo que
ante sus ojos se ponía, ¡con que delectación lo admiraba!; si pera de
donguindo, ¡cómo se la engullía hasta el pezón! ¿Cuál era el apelativo
de esta extraña tarasca? Pues, señor, no lo sé. El que sí retengo es el de
la madre Lourdes, tan guapa, tan briosa, tan buena. Del estilo de esta
simpática monja había de buscarlas sin duda, en otros tiempos, el
catolicismo batallador, inquieto, andariego y proselitista de aquella
Teresa de Cepeda, tan humana, tan divina y tan española. Porque la
madre Lourdes realizaba con aquel nombre de sabor forastero el ideal
de la mujer castellana que viviendo en Cristo no desdeña el mundo,
porque también entre los pucheros anda Dios.
No se crea que en este lugar donde tanta austeridad reinaba, la vida
anduviese refrenada y cobarde. Por el contrario, las niñas se amaban
unas a otras, y quién osaba elevar su corazón hasta las esposas de
Cristo, y quién guardaba pelo de las monjas en unos sobrecitos, y
quién se destrozo la cara porque la madre Lourdes le impuso una
corrección. Dos de las mayores, que, como Alfeo y Aretusa,
mezclaban sus aguas, huyeron una noche juntas, con gran escándalo
de la Comunidad. A otras dos, como trataran de ensayar pasiones que
ya en Lesbos tuvieron cumplido desarrollo, se las expulsó ab irato.
Pero la gran campanada, que ni aun con el empeño de todas las
monjas puestas de acuerdo para ello pudo quedar sin resonancia, la dio
con una niña de las talluditas un jesuíta de apellido Zermeño, padre
espiritual del colegio, que ya en el confesonario me había instruido a
mí sobre liviandades que pertenecen al campo de la mequialogía. El
hecho fue que lo encontraron en el ropero del convento abriendo con
la zagalona en cuestión el libro de Ruth por aquel escabroso capítulo
III, en que «ella vino calladamente y descubrió los pies y acostóse…»
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55
XVIII
MI PRIMER CONTACTO
CON LA CIVILIZACIÓN
Viendo mi madre que andaba yo enfermiza, pues que me había
picado el tábano místico, y con mis tiernos doce años usaba cilicios
—que por cierto nos hacían pagar en el colegio a cinco reales—
capaces de infundir espanto a un cenobita, y considerando que el
interés mistagógico de aquellas buenas señoras trinitarias era de todo
punto nulo, acordó sacarme, llevándome a convalecer cerca de una su
hermana, que vivía en Bollullos del Condado, que es provincia de
Huelva.
Por vez primera viajé en ferrocarril. En este primer contacto con la
civilización me dieron mareos, o en buena prosa naturalista, que
vomité. Sin embargo, desde entonces, cuando la civilización está
escasa, ando desatinada y con vértigos. Lo cual prueba, entre otras
cosas, la ya conocida inconstancia de los conceptos primordiales.
Mi vida en Bollullos tiene poco que contar. Era yo entonces una
virgencita de martirologio, asistida de esa mística transparencia que
tiene la carne macerada y anémica. Todos me regalaban: las mujeres,
porque les enseñase oraciones que había aprendido en el convento; los
hombres, por ese respeto inconsciente que la fragilidad inspira
siempre a la fortaleza. Mas no hubo remedio sino volver a Sevilla. Y
volví…
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57
XIX
TRISTE DE LAS MOZAS A QUIEN TRAJO EL CIELO
POR CASAS AJENAS A SERVIR A DUEÑOS
Cuando Cervantes, en la comedia La Entretenida, escribía los
versos que a mí me sirven de dístico, no sabía él bien lo exactos que
eran. Ninguna más dura esclavitud que la ancilaria. Nunca me avine
del todo con ella; pero ¡qué remedio! La necesidad, que en griego era
diosa mayor y condicionaba la vida humana y hasta la de los propios
héroes, con imperio fatal e ineluctable, me arrojó a tan extrema
pesadumbre. La primera casa en que serví fue la de D. Francisco
Marañón, dueño de una espartería de la puerta de Triana, en la que
trabajaba mi madre. Vivía don Francisco con una hermana solterona.
No he conocido nada más desdichado que aquella célibe, poseída por
el demonio de la histeria y llena de fanatismo y crueldad. Antes de que
la mañana sonriera con sus tonos violetas entre las sombras del
oriente, ya andaba ella
avestruz de muchos días,
tarasca de muchos meses,
gritándome porque me levantase. Oíamos siempre misa de cuatro y
media en San Jacinto. Después comenzaba el ajetreo de la casa, en
donde todo había de tener brillo: la loza, la madera, los pucheros, todo
menos mi trabajo, porque ya es bien que se diga que no me pagaban ni
pataquilla con el gracioso efugio de «quien te llena el pico te hace
rico», y otras lindezas por el estilo. Y menos mal que D. Francisco,
58
enfundado en sus sesenta años, era persona de sosiego y respetuoso
con las doncellas de labor, que ya se podía pasar el trancazo de no
tener salario por el gustazo de que la respetasen a una.
Como lo mismo servía para un barrido que para un mandado,
haciendo uno me salió un noviecito muy pinturero y bien aliñado, con
su chaquetilla de alpaca nueva, que dejaba al descubierto las regiones
glúteas, y sombrerito negro del más puro estilo cañí. Me duró bien
poco. Sabido es que la dicha no se hace nunca vieja en manos de los
mortales, y aquella que era mi primera felicidad se desvaneció tan
rápidamente como pasa la nave, huye la nube y se esfuma la sombra.
Una tarde, viéndome mi madre en una esquina, más cerca de mi
cortejo que lo que se ha establecido por conveniente, salió toda
desalada adonde yo, como una Galatea contrahecha y de fregadero,
escuchaba, poco más o menos, lo que sobre las rocas del mar de
Sicilia dijo el Cíclope a la legítima y auténtica, y tomándome de una
oreja, me destripó el idilio.
Salí de casa de la Marañona para ganar treinta reales donde una
señora anciana, con aire de gran dama del siglo XVIII, toda nieve el
pelo y el alma, de un mirar triste, tranquilo y piadoso, entregada por
entero a las lecturas más absurdas y entretenidas. En las noches, antes
de dormir, y muchas tardes mientras costureaba, llamábame para que
la oyese leer. Eran novelas impresas en Burdeos, París y Barcelona
desde el año 1820 al de 1838: La Sansimomiama, de madame Josefina
Lebassu, empedrada de dísticos de Lamartine y Byron —¡a pesar de tu
juventud y palidez, tu frente descubre las huellas de las pasiones
ardientes!—; la Delfina, de madame de Staël-Holstein, traducida por
D. Angel Caamaño; Alberto, o el desierto de Strathnaver, de mistress
Helme, autora de Luisa, o la cabaña en el valle; Las visiones del
castillo de los Pirineos, de Ana Radcliffe; Malvina, de madame
Cottin; Alejo, o la casita en los bosques, de Drucray-Duminil; Las
veladas de la quinta, por la condesa de Genlis; Carlos y María, por
madame de Sousa, y muchísimas otras que ya no retengo en el magín.
Debo horas gratísimas a esta señora, que, haciendo una vida tan
absurda, me enseñó a deletrear sus libracos y a suspirar con una
porción de héroes fantásticos, a quien ella daba tanto lugar de su vida,
y con los cuales se confundía tan a lo dramático, que no era raro oírle
por los pasillos de la casa: «¡Ay, Dios, no sé qué va a ser de esa Tarsila
si triunfan las asechanzas del infame vizconde de Argentuil!...»
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Un día me dijo que se retiraba a un convento de «señoras de piso»
y que ya mis servicios le sobraban. Me entristeció aquella nueva; pero
¿qué hacer? Decididamente a mí me estaba reservado quedarme
siempre ante todo lo lisonjero con la miel en los labios. Ya iban dos
ensayos de felicidad río abajo: el novio jacarandoso y esta señora tan
desorbitada, pero tan acogedora, tan sencilla, tan buena. Del contacto
con ella me ha quedado una gran antipatía por todas las personas que
no tienen imaginación, hacia esos seres que no conocen otro universo
que el que comienza y acaba en ellos mismos. Nunca he sentido más
hondamente la solidaridad humana como cerca de esta dama, que sin
los embarazos de la jerarquía me hacía partícipe, con gesto amoroso,
de la vida de todos aquellos tipos semiheroicos, semimamarrachos, es
cierto, pero que algún tiempo fueron para mí y para ella la única
humanidad viviente, puesto que nos contaban sus amores y dolores,
cauces por donde el espíritu discurre, buscando en los demás
afinidades misteriosas.
Pasé después por muchas otras casas. Por una de la calle de Bailén,
en la que el patrón, que era notario, me cantaba por los rincones
endechas amorosas; por otra de la calle de Pagés del Corro, en la que
una señora cuarentona, creo que se llamaba María Vargas, tenía
conmigo asiduidades y delicadezas en extremo equívocas, y por la de
más allá, en la que el ama, que andaba en amistades por lo liviano con
un compadre de su esposo, me echó porque al compadre le plugo
mostrarme buen rostro. No sabía ella que yo, bien porque sea de
naturaleza fría, que en esas victorias sobre una misma no ha de haber
nunca vanagloria, o bien porque no me hiciera muchas ilusiones con
respecto a los hombres, que entiendo ser principio de relativa cordura,
no estaba dispuesta a ser esclava y barragana, todo en una pieza.
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61
XX
TENGO UN NOVIO ZAPATERO
Como volví a mi casa, aunque le ayudara a mi madre en los
capachos, el tiempo que tenía libre andaba por la vecindad o bien de
callejeo.
Vivíamos entonces en la calle del Ruiseñor, que está trasera de la
iglesia de San Jacinto, y que más que rúa es callejón o pasadizo. De
los vecinos recuerdo a un pobre limosnero que, sabiéndonos en gran
necesidad, repartía con nosotros los pedazos de pan duro que a él le
regalaban, y que para poder comerlos metíamos en un paño húmedo, y
a una cubana ya otoñal, pero todavía de muy buen ver, que vivía con
su amasio y dos hijas de rostro armonioso y divino como las
ensalzadas en la Antología. Una de ellas, la mayor y más bella, acabó
por escaparse con el amante de la madre, y a la menor, Matilde, que
había entrado a servir en una casa de huéspedes, le mostró un aprendiz
de médico lo fácil que es rebasar la línea que divide la Eva inocente de
la Eva pecadora. Con esta Matilde tuve yo ocasión de dormir en la
misma cama, y como ambas éramos dieciochenas y muy más que
cachondillas, ensayamos un arbitrio, que a estar iniciadas en los
misterios lésbicos fuera excusado, y era que, acostadas una de un lado
y otra de otro, jugueteábamos entrepernadas, sobre lo que llamaba una
abadesa del siglo XVII la zona de en medio y también el trópico de
Capricornio. Volví a encontrar a mi pajeante compañera haciendo vida
de cortesana en Madrid. Iba con frecuencia, a las veces acompañada
de su propia madre, a casa de la imponderable Aurelia, que a su turno
se presentara en esta verídica y estupenda historia.
62
Pues con aquello de andar de zoca en colodra y de casa de las
vecinas a la puerta de la calle, me brotó un novio, Manuel Torres,
maestro de obra prima, que es como llaman a los zapateros, y no sé
por qué. Era el tal de los que aun viniendo del vulgacho andan siempre
muy rasurados y copetudos. Si no me doblaba la edad, le iría a los
alcances. Nunca me pareció de buena facha, aunque mi madre opinara
en contra, que le pasaba lo que al personaje de Rojas Zorrilla,
visto es muy mala figura,
pero escuchado es peor,
pues de pelmazo «tenía un rato largo», que pocos me he echado yo al
semblante que fueran más. Mas como era persona de reposo, mi madre
me lo autorizó, y yo, que no quería andar de non entre las demás
rapazas de la calle, me lo apropincué con toda clase de reservas
mentales. Quiero decir que andaba yo muy cautelosa, y como el galán
no era muy audaz, nada sacó fuera de algún besuqueíllo desabrido y
sin mayores consecuencias.
Durante el noviazgo me llevó alguna que otra vez al teatro del
Duque, donde recuerdo haberle visto a una señora obesa, que creo que
se llamaba Joaquina Pino, El tambor de granaderos y El puñao de
rosas. De la primera de esas obras recuerdo los tiros; de la otra me
llega una vaga reminiscencia de los gritos que daba un serrano andaluz
invitando al popular a que lo aplaudiesen.
Como lo que verdaderamente nos caracteriza son las pasiones, y las
de Torres eran el orden a punta de lezna, me hizo un amor tranquilo,
de los de cartabón y pauta. Iban mis diez y ocho años granando y era
aquella demasiada serenidad para los ímpetus de mi corazón. Por lo
que un buen día dile esquinazo al doncel y de nuevo me quedé
compuesta y sin novio.
63
XXI
COSI DICE ’L MIO CORE, E POI SOSPIRA
Si he bebido la leche de la ternura humana, ¿por qué padeció mi
corazón tanto tiempo de sequedades? ¿Por qué no descifré sino hasta
muy tarde este enigma que abarca todas las delicias de la vida y las
amarguras de la muerte? ¿Cómo permaneció recóndita esta fuerza de
amor que recama la existencia y transfigura el mundo? Es que no hay
páramo más desolado, ni yermo con mayores arideces, que este de la
pasión. Como el amor divino, es el humano rudo ascetismo. Por eso en
la Tebaida espiritual ha dicho no sé quién: «son tan raros los grandes
amorosos como los grandes penitentes». Luché yo contra la gracia de
amar, tremenda como un castigo, suave como un beso materno, hasta
que empezó la soledad a rodearme. Entretanto fue el amor como
borrachera, de la que siempre salía triste y dudando de mí misma.
Cuando conocí que era sacrificio me reconcilié con mi imperfección y
con mis flaquezas. Al amor, con que no tropecé pero que supe crearme
yo misma, he inmolado libertad, quietud, deleite. Me fui fiel, que es la
mayor virtud cuando en ello no hay propósito. Busqué la carne,
pero el alma de la carne. Lo que pudo ser un sueño fugaz lo mantuve
sin convertirlo en turbia ilusión. De la realidad saqué irrealidades.
Respetuosa con mi vida interior, con mi verdad íntima, extraje toda la
poesía del alma sin miedo a quedarme exhausta. Combatí conmigo y
con los demás para mantener los fueros de mi amor de amar, y con
eso, ahora lo veo bien, le di a la existencia interés y energía. En un
mundo absurdo supe mantener la austeridad de mi corazón aceptando
la desventura de mi vida, pero sin colgarla a la ventana como una
rodilla…
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65
XXII
MIS MANOS, SEÑOR, MIS MANOS
Estábame yo desocupada y la necesidad en mi mansión muy
vigilante. Ya en las casas donde serví me habían entrado comezones de
convertir el asedio de los amos en plata contante y sonante, pues de las
señoras poco podía esperarse. Alguna de ellas había intentado
desquitarme a la hora de marchar —por no poder resistir las escaseces
calagurritanas a que me sometían— dos pesetas que me propinara de
aguinaldos en la Nochebuena. Que esto de la belleza parece incitar a
los hombres a entender el amor del modo más bajo y estúpido,
que es lo de ir a la cama, y a las mujeres que nada deben a la
naturaleza, a entristecerse del bien ajeno. De suerte que lo que había
de ser mérito ensalzable, pues que por ningún modo se manifiesta
mejor la omnipotencia de Dios que por estas manifestaciones de
belleza natural, viene a convertirse en vejamen y deservicio, pues que
los unos la buscan para violentarla y las otras la desprecian con
pretextillos fútiles; que ya es manido aquello de:
no es hermosa la que es,
sino la que lo parece,
o vale más hermosura de alma que perfección de rostro, y otras
naderías por el orden. No conozco más hermosas que las que andan
bien combinadas de rostro, ni quita que el cuerpo sea bello, sino por el
contrario, para que el alma también lo sea, que como de natura somos
avaros, nos gusta allegar perfecciones y añadir unas a otras, pues así
como a los grandes señores su situación en el mundo les obliga a
comportarse como tales, así a quien se ve de líneas armoniosamente
distribuidas le entra prurito de contornearse el alma. Ni Teresa de
Jesús, para llegar a santa, necesitó ser un coco, ni Byron por ser bello
reveló menos poesía al mundo.
66
Acuérdome de que aquella jamona que siendo mi ama andaba con
ganas de que diéramos el salto de Leucade en una cama de metro y
medio de ancho, una vez que le daba yo cuenta de mis designios de
volar por cielos más propicios, tales que ¡oh, ingenuidad! los de la
corte, me decía la muy machorra haciéndome mofa: «Pues el único
modo de que llames la atención en Madrid es salir por las calles con
un rabo en la frente.» Con un rabo precisamente, no, pero con algo
muy parecido, un sombrero de Georgett de a 300 francos, me encontró
su hermano Juan a los cuatro años en la Puerta del Sol.
Como andaba yo muy calculadora, no quise echarle a los perros mis
quince años llenos de fragancia. De la liberalidad de aquellos
asediantes sólo podía esperar tres duros para un mantoncillo, o unas
pesetejas para mi madre, con lo cual no salía yo tan abastecida que
remediase mis faltas, ni mi madre tan reparada que pudiese hacer
frente a sus dolencias, al paro forzoso de mi hermano, ni al invierno,
que se presentaba crudo y lluvioso.
Mi tío Talavera, a quien solía pedirle una pesetilla en momentos de
angustiosísima estrechez, y que por cierto me parcheaba de lo lindo,
libertad que yo le autoricé siempre en buena cuenta de la emoción
familiar y haciéndome la desentendida, me proporcionó un jornalillo
en el almacen de aceitunas de Barea, muy cerca, por cierto, de donde
vivíamos. Aunque el trabajo era duro, nunca me eché atrás cuando fue
preciso arrimar el hombro. No era, pues, la rudeza del trabajo lo que
me entristecía, ni tampoco me importaba gran cosa el que el sobrino
del dueño y el aperador me anduviesen dragoneando, que hasta en las
necesarias me los encontraba, sino el tener que andar con mis manos
metidas en salmuera. ¡Viérase el ajamiento que en una semana
padecieron! ¡Con lo que a mí me gustaba contemplármelas hasta de
niña, cuando lavaba, entre la transparencia de las aguas, como dos
palomas moribundas! Mas como ni el sacrificio de mis manos fuera
propicio a los señores Barea, que era muy otro el que ellos me pedían,
y andaba yo muy matrera y avisada para imponérmelo, a poco de estar
en el almacén fui despedida.
67
XXIII
ENTRE LOS VUELOS DEL CAPOTILLO
Vivir en Triana y no tener un novio torerillo es como ser madrileña
y no haber bailado nunca en la Bombilla con un teniente. El mío se
llamaba Juanillo, y no debía ser precisamente un émulo de Cúchares,
pues nunca le entendí haber malgastado su tiempo en capeíllas por los
poblachos, de la Pascua a San Miguel. Era más bien un «afisionao» de
los que en las ventas y tabernuchos se jactan de conocer más de toros
«que la paloma asú». Desconozco cuáles sean las aptitudes de tan
poéticas aves para el noble ejercicio de la torería; pero cuando Juanillo
lo aseguraba, algo debe de haber en esa relación columbino-
tauromáquica.
¿Cómo se las arregló este condenado, a quien yo no quería ni más
ni menos que al otro, para poner en vacilación mi carne mortal y
pecadora? ¿Sería la confluencia de mis detonantes diez y ocho
primaveras con su alegría dicharachera? ¿O acaso que la naturaleza
más se venga de nosotros cuando más queremos escurrirle el bulto?
¿O bien que llegó en sazón y a la hora oportuna? Me acuesto a este
último parecer.
Lo cierto es que el muy pillo, la última noche que pasó en Sevilla,
pues se marchaba al servicio del Rey a la mañana siguiente, pidió
permiso a mi madre para quedarse conmigo, y en un descuido de la
pobrecita vieja se me llevo lo más preciado de mi persona entre los
vuelillos de su capote de torero que nunca había toreado, pero al lado
del que todos los Frascuelos que nazcan y los Lagartijos que broten
serán puras bagatelas. Lo que es a mí, la estocada me la dio en los
propios rubios.
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69
XXIV
PRAGMATISMO
Andaba yo, pues, por aquellas fechas como aquella joven que pinta
Tíbulo que engaña a los que la vigilan y con insegura mano y
suspendido el pie por el temor busca el camino que debe conducirla al
lecho de su amante…
Hoc duce, custodes furtim transgresse jacentes.
Era, pues, la hora de hacer un barrido general en la conciencia, o
dígase más en filosófico, de llevar a cabo una muy seria introspección.
Por cierto que nunca entró en mis cálculos casarme con un hombre
de mi esfera, suponiendo que yo perteneciese a alguna. Para pobreza
bastaba ya la pasada. Ni yo había nacido para soportar lo real sin
amenidades, negocio que siempre me pareció superior a mí, ni nunca
tomé aquella vida que llevaba sino como muy transitoria, que bien que
toda ella lo sea mientras llega la hora de la queda eterna, hay también
en lo provisional sus gradaciones. Todo lo que me rodeaba lo sentía yo
por debajo de mí, o, si se quiere, fuera de mí. Nunca llegó mi rencor a
desear una nivelación inhumana, sin duda porque siempre me mantuve
obligada y confortada con el propio aprecio.
El plebeyismo me ha parecido abominable. Si los pobres
mantuvieran su escasez en una atmósfera más adamantina, segura
estoy de que los ricos cederían un poco de su necio orgullo. Pero el
plebeyismo invade; al menos en tierra española, todos los ámbitos, y
no es posible escapar a su influencia.
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Los ejemplos que se me ofrecían eran por demás penosos: de una
parte, mujeres bellas que en diez años se habían marchitado y
consumido por los callejones en donde acecha el amor-tiniebla, o bien
casadas que escarnecían a sus maridos con el tendero de la esquina
para que les vendiese al fiado o se dejaban maltratar, y vestían como
harapientas y andaban cargadas de hijos.
No me quedaba otra desembocadura que la de la cocotería. Pasé,
pues, el Rubicón, en este caso el Guadalquivir, por la puente de Triana
de la mano de una de esas viejas vecindonas que tan gentilmente se
prestan a esta clase de menesteres. Al otro lado del río me esperaba un
señor, ¡qué digo, un señor!, todo un rajá de los que «apalean los
billetes», «habillelan lo suyo», y a la hora del «apoquinen» saben
cómo hay que quedar. Además estaba pasando por mí las «ducas», y
«me camelaba» con «fatiguitas de muerte», que me conocía por
haberme visto «de pasá» por La Campana «munchos días». ¿Quién,
ante semejantes insinuaciones, no hubiera cedido? En efecto; el tal
nababo me llevó en carretela por las Delicias, me agasajó en Eritaña,
me presentó por fin en el Pasaje de Oriente, ante una mesa con tales
bastimentos, que yo quedé aturdida. ¿Cómo se trajelaba una todo
aquello? Por angas o por mangas abandoné sobre la tabla la mitad de
las vituallas con el corazón traspasado por tanto derroche. Pero nada
fue eso comparado con los sudores y vergüenzas que pasé cuando tuve
que desnudarme ante aquel hombre —que por mí, según la vieja,
había pasado las «morás», que era otra de las cosas que había
pasado—, con una camisilla de muletón, y unas medias preciosas, que
eran de estreno, a rayas blancas y negras, que talmente parecía una
cebra engualdrapada.
Me retuvo aquel ciudadano entre sus robustos brazos como tres
días, al fin de los que, dándome un azotito en el nalgatorio y como
hasta cinco duros, me despidió con promesa de volver a llamarme.
Después estuve con algunos que de mocita me habían seguido, y
varias veces con aquel notario de la calle de Bailén, que ya conocéis, y
que bien por ahorrarse la cama, bien por cautela, se desfogaba
conmigo en su propia casa y despacho, no digo en las barbas, porque
no las tenía, pero sí en el bigotito de su señora, que era una moruchilla
muy maja.
71
XXV
AMPARITO «LA ONUBENSE»
Lanzada ya a la vida ancha y sin escrúpulos de la galantería, quise
ser pecadora solapada y delincuente oscura, de modo que se
sospechase y no se jurase que, si a mí no, a mi madre había de
guardarle respetos, y no me llenaba mucho lo de que fueran
diciéndoles las gentes: «ayer vimos a la Anica de este modo o del otro,
con tal macho o cual señorón». Por otra parte, realizado como estaba
ya el desconcierto plenario, no era por demás probar fortuna en otros
lugares, que a quien se muda dicen que Dios le ayuda.
Andaba por aquellas fechas en Sevilla una alcahueta de Huelva,
llamada Amparito, que mantenía casa llana de las de a dos duros, que
en provincias es asunto de muchas campanillas, y con ella volé sin
decir adiós, que me mudo. Era, en efecto, la casa de Amparito
mansión de mucho recato. Lo más del día pasábamoslo mano sobre
mano, unas haciendo labor y otras, las menos, de palique, que más que
lugar de placer parecía casa de religión. No en balde se dice como por
chunga conventos a esa clase de sitios, ni se ande creyendo que está
tan desconcertado el paralelo, que si en los monasterios hay abadesas
de mala catadura, estas que se llaman amas o madrotas, a su modo
abadesas aseglaradas, no son menos difíciles de soportar. La tal
Amparito, el diablo la tenga sancochada, era mujer repolluda, la
cabeza grande, los ojos chicos y un sí es no es taimados, y los labios
como brocal de pozo. Le chirriaba la voz que parecía garrucha, y
andaba medio motilona por causa de un tifus que había padecido.
72
Cuando en sus tiempos hizo vida tunanta, contaba ella que no le cedía
ni a la propia marquesa de Pompadour. De aquel marquesado no
conservaba ya, por cierto, las ejecutorias.
Conmigo navegó bien. Cada abrazo que me daba faltábale poco
para descostillarme. Sobre mostrarme buen talante, era Amparito de
las que piensan que muera Marta y muera harta, y así ni escatimaba la
comida ni olvidaba el pichel de vino de la Palma, que engendra la
combustión de ella. Lo único que allí escaseaba era el agua. Con una
tinaja de la zarca para beber y tres cubos para los demás menesteres de
la casa, suponía la buena Amparito que era suficiente, y, vamos de
verdades, a las demás no se nos hacía tampoco muy necesaria. Yo fui
adepta de la Sacrosanta Religión del Agua mucho más tarde. Trabajo,
no había cosa mayor. Los cabritos que frecuentaban la casa eran
contados y escogidos, de los que dan poco que hacer, temen el
escándalo, y casi todo se les va en conversación. El día que nos
ocupábamos dos veces había repique y salía manga con ciriales.
Teníamos más de mujeres de tertulia que de cama. Pues bien, uno de
los tertulianos…
73
XXVI
ELACAUDALADO DON PEPE
Este don José González de León, que a mí me cayó en suerte, era
de esos señores a la española actual, con una corteza bondadosa y una
almendra cuajada de suspicacia y avaricia. Cuentero y fanfarrón no
había otro. Para dar una peseta hacía gestos de arrojar la escarcela
rebosante de áureos doblones. Teniendo un mediano caudalejo,
aparentaba de adinerado. Siendo de fatigado entendimiento, gustaba
de lucir entre inteligentes. En fin, que era un regular botarate.
Pues fue a este precipicio de petulancia e idiotez donde me
asomaron mis venturas, que siendo don José punto fuerte en casa de
Amparito, luego se concertó con ella para sonsacarme, retrayéndome a
lugar más recogido. De buen grado acepté yo la propuesta, viendo que
nada perdía, pues que lo que se va a comer de mogollón sabe todo a
pechuga, que al cabo don José, como hombre casado que era, poco
tiempo tenía para molestarme.
Pero la fortuna, que es ciega; el tiempo, que es loco, y las cosas
todas, que están armadas en el fuste de la mudanza, hizo que viniera a
enterarse de aquel contubernio la esposa de mi buen González, y con
ello que se me planteara a mí el problema de establecerme en Sevilla.
74
El muy majagranzas quería que le fuese fiel con una mesada de quince
duros para lo que ustedes gusten mandar. «A ver cómo te poltas», me
decía al despedirme. Cómo me iba a poltal. Llegar a Sevilla y
ponerme al habla con Felisa Amores y con Manolito el Maricón, todo
fue la misma cosa. Se imaginaba el Rockefeller onubense que yo con
trescientos reales iba a comer, vestir y echar a perros. Harto me
parecía que por estipendio tan mezquino pudiera solazarse conmigo a
su guisa y cuando se le antojara. No lo soportaba yo de tan buen rejo
como para autorizarle imposiciones y exigencias.
Sucedió que andando él con celillos y viendo de tropezarme en
renuncio, echó mano del ya conocido truco de enviarme a buscar en
nombre de otro por una de las alcahuetas que me tenían de asidua. No
andaba yo muy remisa en acudir a esos llamados, por lo que de
numerario en ellos deducía, y aunque me dio en la nariz de lo que se
trataba, que ya hendía yo un cabello por veinte partes, fui a
tropezarme con quien por demás me pesaba. ¡Allí oyeran proclamar
con insufrible desentono y taladrantes chirriones todo lo que por mí
había hecho, o bien con emolientes y dulzones vocablos las súplicas
para que no le abandonase, o ya con despotiquez orgullosa o desprecio
denigrativo pretender atropellarme y aniquilarme como si de su
particular pertenencia fuera, o me hubiese comprado en cualquier
Bazar de Oriente! Con lo que yo, que tengo mi alma en mis carnes y
no me dejo de nadie tan aina, di sobre él como burro en centeno verde,
y saqué a plaza que todo cuanto había dicho con voz desentonada,
carraspeña y becerril se lo fuera a contar a su distinguidísima abuela, y
que lo que me suplicaba no podía tomarlo sino a hinchazón, viento y
hojarasca, que no se correspondía ni el garbo de las acciones ni lo
sentido de los afectos proclamados, con que tuviera yo la naveta de
vacío, que obras y dineros son amores, y lo demás bobería.
Él, que se vio tildar de ratero e interesado en casa donde se jactaba
de rumboso, empezó entre sudores diaforéticos a insultarme con
groseros dicterios y ramplonadas, hasta que, viendo que no podía
conmigo y que yo le hablaba barba a barba, tomó el olivo, y yo quedé
satisfecha, que a quien juzga la modestia por encogimiento, bien le
está soportar que le descubran e interpreten su magnanimidad por
soberbia y su grandeza de corazón por vanidoso orgullo.
75
XXVII
IRME QUIERO, MADRE
Ya de regreso en casa, pensé que era preciso marcharse de Sevilla.
Una mujer que quiere hacer algo más que vegetar y vive en una ciudad
pequeña, termina necesariamente por pudrirse y deshacerse. En un año
se pasa demasiadas veces por las mismas manos y acaba una por
indigestársele a los hombres. Bien que nuestro cuerpo sea terreno y
desmoronadizo, donde poco se cuida, pronto comienza a padecer
injuria, y como en los lugares chicos el estímulo de componerse es
menos que mediano, llega una más luego que debiera a lo que el que
el Comendador de Montizón llamaba «arrabal de senectud». Que no
en vano se ha dicho que el campo envejece, embrutece y envilece. Y
en España, fuera de Madrid y Barcelona, todo es paisaje.
Con lo que, y sabiendo que andaba por aquellos días brujuleando
por Sevilla a la búsqueda de madamitas para una casa de Madrid, más
sonada que nariz con romadizo, una cierta Soledad, dime a buscarla y
no me fue muy difícil, que como las tales no suelen frecuentar los
alcázares ni las casas donde reina la honestidad, pronto la alcancé, que
por donde andas ando.
Viendo mi palmito, luego se dio a partido, describiéndome, como
es de rigor en estos casos, un porvenir tan risueño, candesco y
piramidal, que yo ni a titubear alcancé. Como iba con ganas de darme
a mí misma la razón, encontré que no había en ella concepto sin
arrimo ni consejo sin autoridad. ¿Cómo pensar que no fuese cierto lo
de la sarta de perlas, lo de los collares de brillantes, lo de las arracadas
76
de zafiros y lo de los anillos de rubíes que para mí trabajaban ya los
joyeros de la corte? ¿Cómo dudar de que sería solicitada por príncipes
y duques, marqueses y condes de los que empapelan las habitaciones
con papiros de a mil pesetas, y alfombran el suelo con tapices
persianos, más mullidos que una nube y más costosos que un cortijo?
Y ¿cómo olvidarse de los piafantes corceles y de las estofadas
berlinas, y de los banquetes que hicieran llorar de envidia a Cayo
Pompeyo Trimalción? Cierto que todo esto había de diferirse hasta no
llegar a Madrid, ciudad feérica, compendio de esplendores,
suntuosidad y fausto. Entretanto, ella me adelantaba treinta pesetas,
que con cincuenta que yo le saqué a cuatro cachivaches que
ornamentaban la casa Gonzalo-leonina, tuve que dejar a mi madre. Al
fin y al cabo, hambre que espera hartura no es hambre, y ya entraba
en mis cálculos regresar de allí a tres meses, y comprar el palacio de
San Telmo y alguna que otra chuchería por el estilo.
77
INTERLUDIO
JUSTIFICATIVO
78
79
Llegado a esta página, dirá el lector, ¿qué clase de bachillera es
esta que así pretende venir a despatarrarnos con un librejo todo él
taraceado de romance arcaico, español modernísimo, sentencias,
hemistiquios, citas, versos y latinajos? Aquí hay gazapo, y detrás de
esta mujercilla alguien se esconde. En este predicamento andamos las
mujeres en España, que no podemos dar de nosotras sino decadencias
pueriles, palabras ruidosas o conceptos desaliñados, guardándose los
hombres para sí la compostura del estilo y la geométrica sublimidad
de los pensamientos. Me desnudo de toda pasión para decirle al sexo
fuerte que deponen en contrario, desde Santa Teresa de Jesús a Emilia
Pardo Bazán, muy buenas testigos.
Sobradamente sé que he debido cribar en cernero de apretado
cedazo no pocos parrafillos por donde asoman granzones de erudición
de no muy buena calidad, y que otros no he debido echarlos a perder
con impertinentísimos escolios y añadiduras. Mas ¿por qué ha de
exigírseme a mí, que soy lega en las absconditences de la crisopeya
literaria, lo que a los demás se les perdona? Cierto que mezclar voces
magnificentes con palabras triviales y comunes, es grave pecado. Pero
ni soy yo la primera que desdeñando el estilo doctrinal o didascálico
escribe a la papillota, de manera incuriosa, desgreñada, charra y
guedejuda, ni andan las letras españolas tan sobradas de grandes
ingenios que no pueda yo escupir en corro y pensar que todo el mundo
es país.
Lean por vida suya al doctor en garambainas D. Cristóbal de Castro,
y verán como a mí se me juzga más blandamente. Alléguenme al
estupendo erudito D. Julio Cejador, que anda por ahí con un
conceptazo de sabiduría aturrullante, y pensarán que no es mi
entendimiento tan cerrado de poros como para sonrojarme.
80
Compárenme, que aunque comparación no sea razón, a veces es
necesidad; compárenme, digo, con la Colombine, y advertirán que
vengo siendo a su lado aquella perla que, desatada en vino o en agua,
se bebió Cleopatra a la salud de Antonio. Donde tanto escritor publica
sin punta de sindéresis, ni pizca de entendimiento, ni asomo de
meollo, que más que de personas leídas dan cara de pantominos y
charlatanes, bien puedo permitirme yo echar mi cuarto a espadas, que
dentro del gremio plumífero-femíneo, exceptuando a la susomentada
Condesa, para calificarme a mí se necesitan apodos con cinco dedos
de tacón.
De emoción trepido ya pensando en los peros que van a ponerle a
este librejo los críticos sorumbáticos que tanto abundan. Vaya con la
dragoncilla, dirán, que sobre querer arrastrar con su cola a medio
mundo sideral, pretende empujarnos sus masturbaciones a trágala
perra. Escamonde, escamonde su obrilla y salga más acicalada a la
calle, que por este fielato no pasa ese matute. Eso si es que no se dan
la mano para ponerme cuestiúnculas de poco más o menos, o bien
conspiran en silencio contra mí. Por cierto que semejantes
conspiraciones me tienen muy descuidada, pues de este libro, cuando
no haya quien compre toda la edición para retirarla, sobrará quien lo
busque para recrearse.
De memoria me sé yo a esos críticos, que a la tercera paletada se
les cansa la alegoría, y que bostezando ignorancia se las dan de
personas, porque aprendieron de memoria cuatro sentencias que
encajan a diestro y siniestro. Si piensan que pasan por entendidos,
sepan que sólo los que son tan botos como ellos quedan boquiabiertos:
a los inteligentes les abruma tanta pedantería. Ha de mostrarse la
cultura por modo alusivo, como brote de árbol lozano, y en manera
alguna como farol de colorines que se cuelga del ramaje. Bien que
prefiera sin titubeos a estos que por no haber sabido leer necesitan
demostrar que leyeron, que a los que hacen gala de su calvicie
intelectual y desdeñan la referencia traída con oportunidad, el latín que
no entienden o la cita del autor que no conocen.
LA ENTRETENIDA INDISCRETA (1918) Ana Díaz (Pedro González-Blanco)
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LA ENTRETENIDA INDISCRETA (1918) Ana Díaz (Pedro González-Blanco)

  • 1.
  • 2. 2
  • 3. 3 INTROITO ¿Quién es esta bella zagala que sirve de frontispicio? Pues ni más ni menos que Pedro González-Blanco (otros que su hermano Andrés, Cela que su hermano Edmundo), Ana Díaz para los amigos (el cachondo, en su doble acepción, Joaquín Belda, que en un artículo dice haberla conocido, después de los casos Juana García Noreña y Remedios Orad, ya no me fío ni de mi sombra), y Carmen de Burgos para los ignorantes, para los vendeburras, léase Munárriz. La sana costumbre de hacerse pasar por mujer para que la polémica dé cuartos al pregonero, al editor, por mero pudor elitista, o para evitar denuncias, hablamos de un libro polémico, que no pornográfico, que pone nombre y apellidos a puteros. Lo que viene siendo una, o uno, María de Zayas de principios del siglo XX, hablo de fecha de escritura, el mejor Siglo de Oro recorre sus páginas, del Lazarillo a Cervantes («La entretenida»). González-Blanco (para que todo quede en familia), consigue hacer compatible el lenguaje castizo, popular, con la erudición intelectual, a la manera del también asturiano Pérez de Ayala en la genial «Belarmino y Apolonio» (1921), pero con algo más de calle, de barrio (Pedro era un entusiasta reivindicador de los Quintero). Un lenguaje recio, denso, sucio, concreto, que combina a la perfección con los cancioneros, con los refraneros, con los romanceros. Hay una fuerza, un salvajismo, un humor oscuro, una gracia, dignas de Goya. Desde luego lo que no es, ni de coña, la obra de un debutante, de una debutante, hay oficio, soltura, sobradez, dominio del vocabulario, de la sintaxis, a raudales, algo que no se consigue solo con lecturas, hay una precisión, concisión, periodísticas (de cuando el periodismo no era el estirar la nada de ahora). Por lo que mi hipótesis es que el autor del libro es el putañero Pedro González-Blanco (me fío de José Alfonso, amigo de Belda y de los González-Blanco:“No conocíamos a la tal Anita ni por el nombre ni por la foto, que es lo mismo que decir que “ni por el forro. A la postre resultó que la cortesana de marras era Pedro González Blanco. ¡Nos gastó una buena broma literaria!”), gran articulista-ensayista, que desperdició su talento en traducciones y biografías. Una forma como otra cualquiera de arrimar cebolleta al poder, en este caso americano, indiano. Julio Tamayo
  • 4. 4
  • 5. 5 ÍNDICE INTROITO………………..………………………………………………………3 LA ENTRETENIDA INDISCRETA (1918) PROEMIO..................................................………………………………............9 LIBRO PRIMERO.................................………………………………...............13 I. —Soy jareña......................……………………………………………............15 II. —Los tipos representativos………………………………………………......17 III. —El cantaor...........................…………………………………………….....19 IV. —La ramera...........................…………………………………………….....21 V. —El brigante......…………………………………………………………......25 VI. —La rueda familiar......……………………………………………...............27 VII. —El tío Caga-onzas......……………………………………………............29 VIII. —Mi padre...............……………………………………………………....31 IX. —Mi madre......………………………………………...…………………...33 X. —Mariquilla y Currito.…………………………………………....................35 XI. —Pasaba yo mi vida...........……………………………………………........39 XII. —El éxodo y las desventuras del camino.................………….....................41 XIII. —Aborrecí la vida..........……………………………………………..........43 XIV. —Sombrero tendrás, Anica………………………………………...……...45 XV. —Como la fiera corriente del gran Betis...............……………....................47 XVI. —Fortuna me ha traído a tal…………………………………………...….49 XVII.—El misterio de las Reverendas Madres................…………....................51 XVIII.—Mi primer contacto con la civilización..............…………....................55 XIX. —Triste de las mozas, etc.…………………………………………….......57 XX. —Tengo un novio zapatero………………………………………………...61 XXI. —Cosi dice ’l mio core, e poi sospira........…………..................................63 XXII. —Mis manos, Señor, mis manos…………………………………...…….65 XXIII. —Entre los vuelos del capotillo..........................…………......................67 XXIV. —Pragmatismo.............…………………………………………….........69 XXV. —Amparito la Onubense………………………………………….....………...71 XXVI. —El acaudalado Don Pepe…………………………………………..….73 XXVII.—Irme quiero, madre....………………………………………………...75
  • 6. 6 INTERLUDIO JUSTIFICATIVO.............………………………………...........77 LIBRO SEGUNDO....................…………………………………………..........83 I. —La egregia Matildona..........………………………………………………...85 II. —Don Álvaro o la fuerza del sino…………………………………………...91 III. —No hay belleza como suerte……………………………………………....93 IV. —Aurelia y el ganadero.......………………………………………………...97 V. —Don Pio, la Ninón y la Cinegesis...............………….......................….....101 VI. —Era del año la estación florida……………………………………….….105 VII. —La piel de nutria............………………………………………….…......111 VIII. —La emoción histórica....……………………………………………......115 IX. —Entre nobles anda el juego………………………………………………117 X. —Cuando quiso Angelita.......……………………………………………....119 XI. —Los siderúrgicos..........……………………………………………..........123 XII. —La camiseta del Machaco…………………………………………………....127 XIII. —Historia de un suicida.....……………………………………………....129 XIV. —Mercedes la Loca y otras que tal bailan...………..................................135 XV. —Somos las mensajeras del amor......................………….........................139 XVI. —La yunta de Silao..........…………………………………………….....143 XVII. —Nuevo caso de amor.....……………………………………………....145 XVIII.—Don Saturno, don Claudio y otros hipocritones....…………...............147 XIX —La sin par Amalita.........……………………………………………......151 XX. —Historias edificantes.……………………………………………...........155 XXI. —Páguenme el alboroque, que me voy....……….................................…161 APÉNDICE……………………………………………………….……..……..163 “La entretenida indiscreta” Joaquín Belda……………………………….…….163
  • 8. 8
  • 9. 9 PROEMIO Pues, amables o desabridos lectores: en cuanto llevo de vida me arrojé a más apurada empresa que a la que hoy pretendo dar cabo, ni peor ni mejor que cualquiera de esa media docena de plumíferas que andan entretejidas por entre la anarquía de las letras españolas y que a cada bimestre partean uno de esos libracos donde vocifera la ignorancia y tartamudea el pensamiento. Este que tienes en las manos, curioso y nada pío lector, con todas sus tachas y desmedrado ingenio, lleva el adorno de una esencial cualidad, que es la de estar escrito por quien nunca tuvo propósitos de plumear, y sobre negocio visto y vivido, no a la manera del señor García Sanchiz, que habla de París con candores y sutilezas provinciales, o de doña Carmen de Burgos, que da consejos de higiene sin haberse tomado nunca el trabajo de escobillearse los dientes. Decir que el libro se hace sin plan ni deliberación fuera redundancia retórica o postuleo de suave crítica. No; el libro está pensado, y mucho; lo que puede suceder es que, siendo mis entendederas broncas, mi saber pegadizo, el estilo agrio y mazorral, se escape de las manos lo que yo pretendí realizar ameno. Cierto que pude encargar este prologuillo a un literato de los de fuste actual y estatua probable, para ir así amadrigada con gente de pro; pero ¿lo hubiera encontrado? Pienso que no. Están los tiempos muy asustadizos, y este librejo es de verbo ad verbum, un dechado de escándalo.
  • 10. 10 No porque yo me lo proponga, que al escribir nadie debe proponerse nada, y más en esto de la moralidad o inmoralidad de las intenciones, a no ser que se haga obra didáctica o se pretenda enturbiar con formas inferiores de sensualidad los ocios de un cadete español o la imaginación de una jovenzuela intertropical. Mas yo no soy ni tan sesuda como don Rafael Altamira ni tan ingenua como aquel D’Annunzio de Villanueva de la Serena que se llamó Felipe Trigo. La algarada no se formará alrededor de este libro por lo que en él se comenta, que ya es viejo de mil años lo de que non ha mala palabra si non es a mal tenida, sino porque cada quien tiene aquí su nombre propio y cada lugar su localización precisa, y cuando alguna vez desbarre no será porque me ponga a ello, sino porque, como es de todos sabido, no hay facultad tan flaca, traicionera y vacilante, como esta de la memoria. Desafío, pero no desafío a nadie, que no soy liebre de la puerta de «La Peña», de esos que tienen a su cargo el almotacén del honor nacional, ya fungiendo de padrinos de duelos sin quebrantos, ya de policías desasalariados contra la Sacrosanta Amargura Española, encarnada en unos cuantos obreros de barrios excéntricos que, ¡pobrecitos!, se atrevieron a protestar después de tanta resignación. Mas así son estos señoritos de bien mandados. Puros para rocines de recuero. Pero tornemos a poner los bolos y vaya de juego. Quería decir que nada de lo que aquí se estampa es inexacto o abultado; que a lo más que me corro es a conceder cierta indeterminación de lugar y tiempo en algunos, muy pocos, casos. Ningún propósito, vuelvo a repetir, lleva este libro; pero si alguno tuviera sería el de servir de picota a cabritos con menos piedad que dinero, de vejamen a celestinas con buenas mañas y malas cuentas y de escarmiento a mujeres del oficio brujular, de esas que comen porque Dios las echó al mundo guapillas y los hombres al hospital convertidas en basura.
  • 11. 11 No creo que se tilde mi lenguaje de desgarrado porque a vegadas salgan las cosas como se dicen, que achaque de libros españoles es lo de decirle puta a la que es loca de su cuerpo y alcahueta a la que oficia de tercera. Quisiera emplear más floridos voquibles y que las cosas que aquí se cuentan salieran mejor agestadas; pero no hay por qué engualdrapar verdades, y padezcan esta vez cochura por hermosura. Sobre que el libro este no es un romance de la frontera donde Amarilis o Jarifa se lamenten, sino paramento viejo de remiendos y ensalada de hierbas dulces y amargas. Por innata rectitud de criterio y hasta por temperamento repugné siempre ciertas formas apuradas de la licencia, y sin duda no fui tallada para el menester en que me licenció la necesidad. Si alguna mujer vino a este mundo con ganas de satisfacer los instintos primordiales de la especie o, en cristiano, de ser madre, yo he sido una, y no hesitaría en afirmar que la gloria y el milagro, de un hijo me hubiera libertado de la miseria moral en que he vivido. Pero no es en nuestra mano crearnos el destino, sino sufrirlo y ni que valgan protestas. No nos gastamos en rebusca de adjetivos para calificar a la cabritería dorada, ni en aderezo de inocuidades románticas para describir el tipo moral de las Margaritas Gautier que «postinean» por ese hórrido poblacón que la estulticia de un rey colocó en el centro matemático de España. Para, que desfigurar a nadie. Los hombres que en Madrid y en España entera están por sus medios de fortuna más cerca de las mujeres de vida airada o galante son de una insignificancia aterradora. Las mujeres, ¿qué vamos a ser, recibiendo la inspiración de semejantes mastuerzos? ¿Cómo van a comunicarnos una idealidad que no tienen, una cultura que no adquirieron, unas maneras que sólo guardan para en visita? Porque el señorito madrileño, bilbaíno, sevillano o de cualquier otro lugar, el señorito español, en resumen, por una inconcebible inclinación al plebeyismo, se produce, en encontrando ambiente adecuado, como el ultimo mozo de estoques. Vive con un espíritu subalterno en una animalidad envilecida. Y no se les levanta ningún falso testimonio. Los conozco que si los soltaran a potrero de buena pastura de fijo agradecerían la merced, contrapunteando con patético y egregio tono la ya conocida manifestación equina del regocijo.
  • 12. 12 Recibe este libro tú, que nada tienes que hacer con los que aquí danzan amablemente, y hazle buen lado, que si los demás se duelen, a ti poco te ha de importar, que duelo ajeno de pelo cuelga. Sin duda que te habrás ya percatado; pero, por si no, vale advertirlo, que no viví en el Paracleto ni me educaron entre gentes alcurniadas, ni tengo nada que agradecer a nadie, que hija de mis obras soy y de mi madre, que me lanzo al mundo. Tal como llego a ti, tómame, que después de este vendrán otros volúmenes y en todos te preparo divertimiento, unas veces con longuicuas y sabrosas reminiscencias; otras, con glosas a la vida exultante y vandálica que llevé por más de una década, que nada es de rechazarse, si no es la calentura terciana y el unto de mosca, pues, como muy bien sentía el remoto Rabbi de Carrión, Por nacer en espino la rosa yo non siento que pierda, ni el buen vino por salir de sarmiento. En el Océano Pacífico, Septiembre de 1918.
  • 14. 14
  • 15. 15 I SOY JAREÑA… De Martín de la Jara, cerca de Osuna, en la provincia de Sevilla. Dos hileras de casas a lo largo de un camino vecinal y otras cuantas desbarrancándose por una torrentera. La iglesia, sin estilo arquitectónico definido, apenas tiene carácter: refugio de viejas, frontón de muchachuelos. En la Jara se arrastra una vida áspera, bárbara, sensual, entre tolvaneras de polvo y lamentos de la gente. Pueblo triste de la Andalucía alegre, que, bajo una luz cruda y magnificente, vive sin escuelas, sin carreteras, sin policía en los campos, sin ninguna manifestación de esas por donde el Estado se muestra tutelar, soportando resignadamente, a cambio de tanta desidia, las cargas con que el arbitrismo hacendario español grava la pobreza. En este villaje donde nací, era ella de tal suerte que nadie comía caliente. Si el hogar se levanta alrededor del fuego, en la Jara no había, hogar, ni Prometeo que lo inventara. De gazpacho y porra no se salía. Es decir, no salía la gente que trabajaba la tierra, que la que garantizaba el cielo, el señor Vicario —un cura de ama mantecosa, escopeta y perro— se embanastaba cada fritada de torreznos como para darle dentera al propio Pantagruel. Los muchachuelos, ya que no comiendo, nos consolábamos oliendo, y con aquel husmeo por los alrededores de la abadía quedaba colmado nuestro cyranismo culinario. Y tan estupendo era el aroma a guisotes, que a nosotros se nos antojaban aderezados por serafines de sartén y arcángeles de tartera.
  • 16. 16 La vida deslizábase monótona y uniforme. El tiempo se devanaba tedioso y acongojado. Desconocíanse los placeres de la comunicación. Nadie se decidía a echar con nadie una platicadita desinteresada. Cuando se hablaba era para lamentarse o murmurar. De vez en vez, el fisco arramblaba con una tierra paniega, se helaba la aceituna, los gitanos le robaban la cabalgadura al «señó Frasquito», o se marchaba Juanillo a «serví al rey». Y nunca pasaba cosa más sonada.
  • 17. 17 II LOS TIPOS REPRESENTATIVOS No quiero menoscabar las glorias locales. Nunca padecí dentera porque otros se comieran el agraz, ni me gusta malear mi crédito, mellándole a los demás su honra y fama. De la Jara han salido tres estupendos paradigmas de todo lo bueno y mezquino, levantado y bajazo que encierra el pueblo andaluz: el Niño de la Jara, Asunción la Gozadora y Joseíco el Caballista, este último, pariente mío, bandido de muy bien puestos riñones y uno de los pocos hombres malogrados que hubo en España en el último tercio del siglo XIX.
  • 18. 18
  • 19. 19 III EL «CANTAOR» Que el Niño se «cantiñeaba» lo suyo no tiene duda. Cuando debutó en la Universidad del Flamenco, por otro nombre Café de Novedades, «olim» Burrero, era un aeda completo, de pies a cabeza. Pero no un «cantaorcillo» de los que ahora se cosechan, sino el tipo clásico de los que, a través de las generaciones, conservan estilo y sentimiento para hacerse eco de los últimos lamentos de una religión extinguida. Para el Niño, marianas, tarantas y garrotines eran como flecos y escurriduras del verdadero cante, estilos decadentes, lo que el «rococó» en Arquitectura, o los versos de Gustavo Khan en Poesía, o más bien liviandad de «cantaor» que se acoge a lo fácil y llevadero con mengua y ajamiento del canon clásico. Porque con ser esto del cante flamenco negocio desordenado e inquietador y presuponer el clasicismo ordenación y serenidad, es lo cierto que los «cantaores» se dividen arbitrariamente en clásicos y malos. Clásicos son aquellos que saben hacia que lado cae el corazón y el estilo. Malos son los que nunca pudieron arrancarse por «la verdad». Después de don Antonio Chacón y a la par de él, en vitos, polos, cañas, serranas, seguidillas gitanas o cualquiera otra expresión del flamenco puro y andaluz —porque eso del flamenco de Levante es harina de otro costal—, el Niño no ha tenido hasta hoy mayores competencias. Oyéndolo ha dicho el profundo pensador bético-liberal don Pedro Rodríguez de la Borbolla: «En música no hay más que el flamenco del Niño y las óperas de Wagner».
  • 20. 20 De otro lado, la fama del Niño se nos aparece hoy pura y radiante. Para llegar a ella no se sirvió de la recomendación de ningún cacique, aunque parezca inverosímil. El Niño ascendió de manijero a grande hombre, tan suave y fatalmente, como un manantial donde apenas brota agua, a río caudaloso. Fue el Niño a Sevilla con prurito de mercar cuatro chucherías que la parienta y los churumbeles habían menester, dejo oír los tesoros de su voz, y las sirenas del cante jondo y de la manzanilla de Sanlúcar lo atrajeron a sus playas, ofreciéndole cinco pesetas por día y lo que cayera en las juergas. Ofrecerle al Niño un duro era amancebado con la felicidad. Yo vi emigrar hacia las regiones de la dicha, a veinte reales diarios, en pollinas enjamugadas como en los cuentos orientales, o dígase sin exageración, como cuando la alcaldesa iba a los baños de Carratraca, a la familia del «cantaor» famoso, prez de España, ornamento de Martín de la Jara, archivo de la flamenquería jipiable. Del Niño en vida se hablaba en la Jara como del Gran Visir. Los mozos del pueblo andaban desgañitándose por eras y sembrados, viendo de emular al Niño y pensando en que, como a él, se les podría entrar, en un dos por tres, la fortuna por la garganta. Pero aquel Niño era mucho Niño, y cuando un pueblo alumbra un Niño de esta especie se queda con la matriz seca por lo menos para dos siglos. No esperéis, pues, ¡oh, jareños!, otro Niño como el Niño aquél, hasta el siglo XXII, siglo más, siglo menos.
  • 21. 21 IV LA RAMERA La otra eximia del pueblo fue Asunción la sastra, por mal nombre la Gozadora, hija del alfayate de Martín de la Jara. Esta historia de Asunción tiene sus dejos de amargura. Dificulto que Asunción fuera una niña romántica. Las niñas románticas son víctimas de la literatura y creación de ella, y en la Jara no he divisado yo novelas ni libros por el orden, mientras allí anduve. A lo más que en cuestión de literatura se avanzaba por aquellos pagos era a las coplas de ciego: «Historia del tío Viejo-Bueno, que en Albalate de las Nogueras dio muerte, etc...», o bien a las aventuras de «José María el Tempranillo», o a las de «Los Siete Niños de Écija». Y aun esta poesía de papel de estraza llegaba a la Jara por los arcaduces de los que menestereaban ir a Osuna o a Los Corrales. Si Asunción no leyó las exaltadas páginas de Flaubert o de Zola, o siquiera las de Insúa o López de Haro, y si a la Jara no iban ni para un remedio Homeros de a perra grande la Iliada, ¿cómo se lanzó a tan romántica aventura? Misterio singular que permanecerá indescifrable por falta de hermeneutas, o bien porque a nadie le importa que una mujer se desgarre de su casa con un militroncho, dejando a su padre la aguja suspendida en el aire, y la estupefacción haciendo muecas en el semblante. Aquel buen hombre, que había cubierto las vergüenzas de todo un pueblo por más de un cuarto de siglo, no pudo soportar la que su hija le echaba encima con aquella fuga, y, adoleciendo, dio en morir.
  • 22. 22 ¡Oh, estas tragedias entre castrenses y sastreriles dejan a las esquileas a medio camino! Véase cuán estragadas de elección andamos siempre las mujeres y cómo quien de ligero se cree tiene que soportar la burla que le viniere. Que el hijo de Júpiter y de Juno abandonó a la sastra, por demás está decirlo, pues que como en verso que participa de lo ripioso y de lo lapidario ha escrito el Sr. Cano y Masas: La hartura engendró el hastío, borró el olvido la escena y ¿qué quedó?… Pues mi señor Académico: quedó, con permiso de usted, una mujer de las que tienen que acostarse al refugio de lo que llaman casa de citas o compromiso. ¿Y a cuál sino a la de Felisa Amores, que con la Natalia y Manolito el Sacristán se repartían por entonces el cetro del alcahuetismo hispalense? Arreada de negro y con el alias de la Viuda, se ocupo, durmió y juergueó con media Sevilla. Que eso del luto es gancho que las trotaconventos utilizan para pescar cabritos, y cierto que con él se sacan, no ya bípedos de cuello parado y botines de charol, sino tiburones del fondo de la bahía de Veracruz. Quien dice Sevilla dice maravilla; pero dice también tíos que le escatiman a las mujeres hasta el agua corriente. Duros y peñascosos son todos los celtíberos para eso de soltarle la guita a las señoras; pero donde están los sevillanos que se callen los nacidos en las restantes cuarenta y ocho provincias de España. Mucha juerga, mucha manzanilla, mucho jaleo guitarril y gargantil, pero moneda acuñada, ¡que si quieres! Como la marchosería es facultad en que se doctoran todos, y los marchosos «chanelan» un disparate en eso del acoso y derribo del hombrerío, «pa que te vi a contá». ¡Poquito serranos que son ellos en la arena!
  • 23. 23 Como nunca puede salirse de un gran peligro sin peligro, Asuncioncilla salió de este bregar con hombres de a diez pesetas hecha una verdadera llaga. Quiero decir que la averiaron, y con su lacra a las espaldas mudó de postura, que es en estos casos cambiar de dolor, ¡porque vaya niños los de Madrid! Que si en Sevilla ven crecer la hierba, en Madrid la ven nacer y crecer. Pero ¿quién le quita el prestigio a la corte cuando se vive en el fondo de una provincia? Sobre que las almas, cuanto más simples son, más las tienta el misterio de los grandes caminos. Ya en Madrid, la sastra lo pasó malamente. Aunque procurase hacer una vida amable, nueva, diversa, era por demás. Ni la corte es distinta del resto de España, ni podemos llevar a ninguna parte más vida que la nuestra. La Gozadora no pasaba de ser una mujer vulgar, de las que en el tumultuoso oficio de la galantería solo ven humillación y desencanto. Rodando de casas en donde se recibe a cencerros tapados a casas de las llamadas llanas, ya de la calle de la Salud, va de la de San Marcos, extinguió Asunción las luces de su cuerpo en los altares venusinos, y como en una parábola de libro sagrado, regreso primero a Sevilla y luego a la Jara. Allí vive ahora con un hombre de campo, que cuando en la mañana se levanta a la secular labranza deja a la mujer faenando en la casa, víctima de una vaga tristeza, que viene del recuerdo de las grandezas pasadas y que se funde como en una llama idónea en el trajín diario, en la vida cotidiana, que no está hecha de violencias ni zozobras, sino de esa perseverancia a la que muy pocas cosas resisten.
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  • 25. 25 V EL BRIGANTE Mi primo Joseíco era uno de esos hombres que dan la impresión de no haber sido nunca niños. Riñonudo, corajudo, capaz de darle un tajo en las entrañas al lucero de la mañana, escupiendo por el colmillo desde los doce años, con faca en faja, ideas atravesadas y un corazón que no le cabía en el pecho, ¡qué iba a hacer el pobrecito más que cuatro o cinco asesinatos para ir tirando! De las mujeres se servía tan sólo los momentos en que aparejadas son a deleite; a los hombres ni los tomaba en cuenta. «¡Vaya hombres!», solía decir él con aires de amargura. Sin Italia donde amar, Flandes donde beber, América donde barbarizar, ¿qué hacía este trágico del siglo XVI en la España de Moret y Montero Ríos? Siquiera lo hubiesen hecho subsecretario, como a don Natalio Rivas, o ministro, como a don Manuel García Prieto, menos mal. Habrían encauzado, ya que no sus energías, siquiera sus ambiciones. Pero condenar vida tan ejecutiva a pura contemplación, poner la piel de merino a quien era león del Atlas, reducirlo a soportar uno de esos pueblos en que el dolor común «lacera el alma como una pena familiar», era demasiado para hombre capaz de muy magnas empresas. Si a Joseíco se le hubiese utilizado en todo su valor y esfuerzo, ya se hubiera visto quien era Joseíco. ¡Dios, que buen vasalo si oviese buen señor!
  • 26. 26 mas no había buen señor, y en esta tierra angosta no podríamos vivir, como se canta en el Poema del Cid. Para Joseíco era en extremo angosta la tierra y desmedrados los rabadanes. Debutó en Osuna con un desafío, como aconsejaba Stendhal que se ingresase en la vida; pero no con un desafío a lo Cristino Martos, «junior», sino de los que dejan a un hombre tendido en la calle sin decir Jesús. La justicia lo condenó a diez años de presidio; su padre, que ejercía cacicazgo rural, lo libertó en tres, y Joseíco regresó a la Jara de matón titulado, espanta chicos y destripa hombres. Cuando se soplaba tres azumbres de lo tinto, el pueblo entero, empavorecido, cerraba sus puertas para librarse de Joseíco, que en ese estado era una tramontana. «¡Que viene Joseíco!» Este era el grito con que se asustaba a los valientes, se reducía a los cobardes y se obligaba a los infantuelos rebeldes a ingresar en las dulzuras morfeicas. Mas ¿cómo es posible que hombre con tales pelendengues pudiera vivir en aquel lugarzuelo sin hacer alguna otra que fuera sonada? Quien se consumía en su propia llama, tenía por fuerza que abrasar a alguien de su alrededor. Una tarde apioló a un convecino, y como de este segundo trabajo no quiso dar conocimiento a nadie, se embreñó por entre sierras y vericuetos, comenzando la vida franca del caballista andaluz, a quien llaman bandido los que se asustan de su propia sombra, y grandes capitanes la Historia. Pero como Joseíco no tuviera en la sierra con quien debatirse, bajaba de cuando en cuando a Osuna, bien para comunicar con algún amigo, o, lo que es más probable, para gozar tal cual mozuela dadivosa. En esos casos presentábase Joseíco en un parador, confiando en la hombría del posadero y en que por motivo alguno había de delatarlo. Pero como no hay alma más propensa a la liviandad, ni corazón más fácil de torcer, ni bolsa que con menos se colme que la mesoneril, viendo aquel menguado, deshonra de la hermandad mesonitante, gorgojo de las lealtades de parador, polilla del honor posadero, que de la muerte de un hombre podía deducir él vida para sí, denunció la presencia de Joseíco a la Guardia civil, y una pareja de este benemérito Instituto lo dejó tendido a mansalva y traición. En España todos los hombres valientes han muerto siempre de ese modo. A Joseíco, además, cara a cara, no podía matarlo nadie. Y con dos tricornios no hubiera él tenido ni para empezar…
  • 27. 27 VI LA RUEDA FAMILIAR No sé si alguno de mis antepasados estará encaramado en el Argote de Molina, o Guillermo Imhoff me habrá descubierto ascendencia nobiliaria, porque eso de las genealogías apenas si ha tenido para mi mayor interés, pues donde Dios quiso, nací, que por mi comienzo a ser. Vana pretensión la de pedirle al pasado lo que no puede dar de sí. Cada cual ande conforme con las gentes de quien procede, que de los abuelos a unos les viene sequedad, desaliño y modos villanazos, y a otros, como en síntesis insuperable, maneras, buen gusto y horror a todo lo cínico y plebeyo. Los hombres que son hombres, y las mujeres que son mujeres, comienzan una estirpe, y ¡ay de quien no sepa superar a sus antepasados por grandes que ellos hayan sido! Acuérdome de haber oído que el primer duque de Sevillano contestó al penúltimo de Alba, después de una ceremonia celebrada en Palacio, una buena frase: —Ahora —le dijo el de Alba— es usted como yo, duque. —Ahora —le contestó el de Sevillano— soy yo como el primero de Alba. No se entienda esto como animadversión contra la casa de Alba, donde tanto las mujeres como los hombres han sido siempre celosísimos de sus prestigios, y el actual duque, una excepción entre toda la botaratería ducal que pulula por Madrid. Y vamos con la familia.
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  • 29. 29 VII EL TÍO «CAGA-ONZAS» Es el único abuelo que he conocido, el de madre. Si alguna vez deyectó onzas debió ser antes que yo naciera. Cuando yo lo conocí, vivía en la casa familiar, mitad mendigo, mitad regalón, y con gran contrariedad de mi padre. Las mañanas andaba por el pueblo pidiendo lo que no podían darle; las tardes, recluido en la cámara, que era como el alhorín o troje de la casa. Allí venía a verlo y a recoclearlo la Cuquina, su coima, que lo más del día lo empleaba en recoger trapos viejos y animales muertos por el lugar. De este mi abuelo apenas recuerdo más que su muerte. Estaba yo sola en la casa, y vino ya de la calle con una fiebre muy alta. Tengo en la memoria que andaba yo divirtiéndome con un gatillo a quien le vendaba los ojos para jugar con él. El viejo daba arriba en el camaranchón fuertes quejidos. En su delirio evocante, la figura de Micaela la Cuquina, pasaba como una obsesión. Cuando llegó mi madre del campo, estaba agonizando. Yo siempre he tenido una vaga simpatía por este abuelo, que había sido alcalde y hombre adinerado, y que antes de trabajar prefirió pedir limosna.
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  • 31. 31 VIII MI PADRE Era mi padre un hombre parco y sentencioso en palabras, escrupulosamente reparado en acciones, extático de movimientos, ceñudo de semblante y nada torpe en lo de campaneárselas por la vida. Tenía el donaire por tiempo perdido, y propio de necios lo de las gracias. Debajo del sayal había ál. Quiero decir que sin haber cursado en Salamanca, era hombre que en la tracamundana del garbanzo industriaba más de lo que puede exigirse a un iletrado. El dinero del labrador, decía, se lo lleva el vendedor. Nunca sirvas a quien haya servido, que tanto ha de exigirte como nunca se exigió a sí mismo, y, como esos, muchos otros apotegmas. Nacido en la gleba, jamás solicitó del esquilmado campo jareño lo que sabía que no podía darle. Pegujalero de origen, supo libertarse a tiempo, jordaneando con su asnillo un día y otro, comprando fruta allá, pescado más adelante y hortalizas donde las había, para revender, extrayéndole a la miseria de un lugarejo español lo que moderadamente podía, para sacar la familia adelante, entre fatigas y congojas. Las urgencias de sus necesidades fueron grandes y repetidas, pero jamás lo arrastraron a solicitar jornal en las haciendas de los poderosos. Y no era este desvío soberbia, sino respeto al propio esfuerzo, tan sin recompensa en Andalucía. Siempre he tenido al paisaje como un gran proveedor de emoción. Yo la sentía confusa, pero hondamente, cuando con mi madre iba a los atochares aledaños del pueblo, en busca de mi padre, que regresaba de una de estas excursiones comerciales. El amor de mi madre y mi
  • 32. 32 emoción de chicuela hacía de nuestros ojos avizores, que atalayaban la campiña lejana, imán espiritual, poniendo gracia inefable en el retorno. Sucedía esto siempre en la tarde, tramontando ya el sol, o bien en la madrugada ungida con la gracia fragante del rich aljofar, que plorá la aurora como se canta en la maravillosa lengua catalana, que los señoritos madrileños diputan por áspera y desabrida, y que el Alighiero tenía por la más armoniosa y dulce de Europa. Adondequiera que hoy dirijo mis recuerdos brotan las sombras de mis padres en estas dulces horas de acendrada recepción familiar y como sobre una inconsútil tela, borda mi deseo las suaves luces del paisaje. Fue mi padre hombre de bien, a carta cabal, si es que, como escribe Cervantes, puede dársele este título al que es pobre. De pobre, en el riguroso sentido del vocablo, no había sino la falta de metales preciosos. Como Lázaro de Tormes cuando tenía veinte escudos, si el Rey le hubiese llamado primo, por afrenta lo tuviera. Día de regreso de mi padre, era lumbre en la cocina, gran fritada en la sartén, el melón o los duraznos y a veces una jarra de ese oloroso vino andaluz, que los pobres bebemos en España para que nos conforte el corazón y los ricos en Londres para sacudir la melancolía. Murió mi padre en el hospital viendo ya la ruina de la familia, la dispersión de los hijos, la procacidad de mi hermana, soñando en el silencio de la crujía con las tardes maravillosas del camino, con el burrito familiar, su compañero en las trochas andaluzas, con los ojos serenos de mi madre, con aquella casa de Martín de la Jara, donde había vivido cobijado por el amor, que al mover el sol y las demás estrellas, da felicidad a los pobres, alegría a los campos, oro al trigal, verdor a la retama y desvaído azul a los cerros lontanos.
  • 33. 33 IX MI MADRE Cuando digo mi madre digo mi dolor y mi culto. Dolor de no haber podido darle un poco de tranquilidad material, pues las Parcas hilaron demasiado apresuradamente la madeja de su vida, porque si durante ella hube siempre de mostrarme amorosa, ya en muerte con el amor se concertó el remordimiento. Era la mi madre como santa de tabla primitiva, «plena de mansedumbre, plus simple que cordera». Tenía de la vida un sentido antiguo, y tan llena de bondad andaba su alma, que nunca la miseria cometió mayor desafuero que dándole hijas que por fuerza hubieron de descarriarse. Como para caracterizar su envoltura carnal parecen escritas aquellas estrofas en la leyenda de Santa Maria Egipciaca: redondas avie las oreias, blancas, commo leche d’oveias, oios negros et sobreçeias, alba frente fata las cerneias; la faz tenie colorada, commo la rosa quando es granada; boqua chica et por mesura; muy fermosa la catadura, y con tan nobles adornos en lo físico aún eran mayores sus prendas morales, pues que nunca fue ni su modo altanero, ni su silencio taimado, ni su alegría disoluta, ni su tristeza furiosa, ni su proceder insolencia, ni su respuesta agria, ni la modestia que aparentaba deshonestidad en lo interior. Amaba a Dios y a las flores del campo y esperaba poco de los hombres. Su tránsito de este mundo fue tan tranquilo y suave como el que se revela en el que de la Virgen pintó Mantegna, y que puede admirarse en el Prado.
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  • 35. 35 X MARIQUILLA Y CURRITO Con ellos acaba toda mi familia. Son mis hermanos mayores. Sin embargo ¡he tenido que ser tantas veces refugio y amparo de los dos! «Pobrecita hija mía —exclamaba a veces mi madre tomándome en sus brazos—; ¿quién quiere a las zurrapas de la casa?» De poco les valió a los mayores ser la flor. Desnatada y todo, ya desde arrapiezo pensé más seriamente que los otros hermanos en levantar la casa de entre los escombros del mal año y de los achaques paternales. En la mocedad, fue mi hermana muchachuela muy bien plantada, con esbelteza de columna gótica y ojos apasionados de los de líquido fulgor. Mostraba brío y pecho para el trabajo y superbas aptitudes para todo lo manual e imitable. Cosía, sin estimulo de que la ensalzaran, como cualquier afamada modista; bailoteaba y canturreaba por lo flamenco cuanto veía u oía. Sobre eso era limpia como los chorros del oro, según la expresión habitual. En el corral de la casa y con una cántara y un lebrillo se mostraba desnuda al sol de la mañana, tal una Hebe rural, alegre en los incidentes de la ablución diaria. Con tal de sentir frescura y limpieza cerca de sí, lavaba en la noche la única muda que tenía, para ponérsela luego en la mañana, ya seca. Y con todas esas cualidades que tanto la señalaban, mi hermana fue en la familia el primer gran dolor, por inesperado y por inútil. ¿Qué alcanzó con deshonrarnos, como no fuera perder su fama y averiar la nuestra para tomar los caminos que con espanto describe el Dante? Per me si va nell eterno dolore…
  • 36. 36 Se despeñó mi hermana por simas donde ya no hay esperanza. Sin ser yo émula de las Genovevas de Brabante, de las Pulquerias, de las Rosalías, ni de ninguna otra de esas mujeres celestes que esplenden en el Empíreo con fulgidez virginal, nunca pude llevar con serenidad aquella caída. Tan abajo sólo puede dar mujer de acomodado rostro y buen talle por misterioso designio de los Hados. Aquello no fue una resolución, fue algo más grave, una fatalidad del pensamiento y de la carne. Los endroits escatologiques por donde ella trajinó y malbarató sus gracias, no tienen ya hoy semejante. La Frascuelo, Dolores la Tuerta, la Candado, Mariquita Cuatro Dedos, Amalia la Bigotes, la Colmenera, Telva las Burras, y demás prójimas que, al comenzar este siglo en que estamos, explotaban en la Península Ibérica la baja galantería, viéronla pasar por sus salones. Para mi hermana no había mejor entretenimiento que andar de feria en feria, como novillero primerizo o crupier de los que dan el pego al propio José María Roldán. Creo que ha recorrido todos los prostíbulos (que en Méjico se dicen congales, en Buenos Aires quilombos, bayús en Cuba, y casas de remolienda en Chile) de la España citerior y ulterior, desde Julia Romana, en la Bética, hasta Ilerda, en la Tarraconense. Pero donde más gozaba ella era entre vinateros y chalanes, gente ruda de Andalucía y de la Mancha; ferias de Almagro, donde siempre mataba Mazzantini; ferias de Úbeda y de Cazorla; ferias de Valdepeñas y Andújar, y más abajo, en la Andalucía extremeña, ferias de Llerena, donde «tomó el Litri un cornalón en el vientre», de un marqués de los Castellones «que se traía las negras». Era mi hermana una de esas bribonas de Merimée con navaja en la liga y redaños de matachín. Ha dado y recibido puñaladas. Las mujeres de las casas que frecuentaba la temían, y alguna que otra la amó con pasión dolorosa. Tuvo majos a quienes dominó siempre, y reuniéndose en ella un carácter violento con una gran afición a todo lo íntimo y doméstico, jamás pudo soportar mucho tiempo la vida recoleta del hogar. Como fue siempre y ante todo una mujer sensual; mezclábase en su corazón el odio y el egoísmo, la cólera y hasta el amor por modo desconcertante. Nos separaron siempre cosas insignificantes, pero tan fuertes como las influencias del aire que hace vivir o morir. Nunca le perdoné del todo que replicase a mi padre
  • 37. 37 moribundo, cuando éste la incitaba a trabajar: «Yo no trabajo para vagos». Figúrense como me sublevaría aquella injusticia, viendo al que tanto había bregado por nosotros sobre un jergón lleno de rastrojo, en un cuchitril de tres varas cuadradas, pocos días antes de morir. Sin embargo, mi hermana nunca ha sido una mujer del todo mala. Sus errores la llevaron a vivir la mitad de la vida en hospitales. Con un poco de educación y otro poco de letras hubiera sido una mujer prodigiosa. Tenía la virtud insuperable de determinarse en todo momento, de estar toda entera en el instante en que vivía, de no abrigar un pensamiento que no fuera acción, y esa necesidad del alma de verterse fuera tomaba en ella un carácter impetuoso, río caudal que nadie represó, energía sin método, puerta sin quicio, lo que pudo ser y no fue. Alabemos y reverenciemos al Estado español, que por los años de 1897 tenía pueblos de cuatrocientos vecinos desasistidos de toda nutrición espiritual, quiero decir sin escuelas. «Porque el que no sabe —clamaba por esos días Costa— es como el que no ve, y sólo el que ve y sabe adonde va y por donde va y domina su camino puede ejercer de hecho señorío sobre su persona.» De mi hermano Currito apenas puedo decir nada bueno ni nada malo. Mientras vivió mi madre supo honrarla dándole lo único que puede dar un jornalero: las dos pesetillas que se ganan en el muelle, en el campo o en la fábrica. De su infancia conservo recuerdos de una dulzura inefable. Me traía nidos, que era cosa de que yo gustaba en extremo, y para mí robaba las guindas rojas y la morada uva en los ajenos predios. Juntos andábamos por los campos, y uno contra otro sufrimos la miseria familiar, descalcitos por las carreteras, como en éxodo que parecía inacabable. Después, cuando me vio a mí en astillero de señora, con chapeo sobre el moño, botines de ante y trajes tailleur, quiso aprovecharse, como es de razón humana y uso entre gente ignara, de mis pobres pesetas, que yo con tanto azacaneo ganaba. Algunas me costó. Anduve en conatos de hacerlo hombre de provecho; pero de nada sirvieron mis buenas intenciones. Al pobre Currito, ¡oh, dolor!, tampoco le enseñaron ni a plumear, ni a leer, ni a contar y, sobre eso, gustaba, no de tirarle, de arrancarle la oreja a Jorge, y un poquitín el Cazalla de la Sierra. ¡Caballeros, hay que hacerse cargo, que eso de ser pobre y
  • 38. 38 virtuoso es demasiado pedir! Como no podemos escapar al imperio de la ley de expiación, eje inflexible del mundo moral, alrededor del que giran los destinos humanos, Currito, que tan irregular fue siempre para todo, trabaja actualmente sin intermitencias, día a día, fuera de España, en la próvida América, al lado de su mujer, una gitana de la Cava, y de cuatro o cinco hijos, que ya ni sé cuántos son, mientras yo sigo llevando a cuestas lo que Margarita de Angulema llamaba l´ennui comun a toute creature bien née.
  • 39. 39 XI PASABA YO MI VIDA… Fue mi vida de niña una mezcla de inocencia y curiosidad, de apasionamiento y de tristeza, que aun hoy, al meterme por la maraña de los recuerdos, no acierto a definir. Entre la pobreza literal que me acompañó hasta los diez y ocho años, como un impertinente lazarillo, sentía yo una predestinación extraña, como si columbrara que mi suerte podría variar a mi arbitrio y que acabarían mis penalidades materiales el día que me decidiese a instalarme en otro rango. ¿Cómo este sentimiento, confuso en la infancia, mas concreto, pero informe aún, en la juventud, llegó a realizarse? ¿Será que hay, en medio de la incertidumbre que rodea nuestra vida, adivinaciones de los caminos futuros? Si no fuese así, ¿puede una niña, pelona, con el calcañar en el suelo, la chambrilla hecha un harapo y la faldita un puro remiendo, sentir, como una adivinación oscura e imprecisa, que tanto dolor no duraría toda la vida? La algarabía de los pájaros me levantaba con la mañana. Barría el dintel de la casa y, como no era menester cuidar del puchero, porque nunca se ponía, dábame dos o tres vueltas por el pueblo, solicitando de las vecinas, ya media hogaza de pan o una perrilla, por traerles tres o cuatro, cuando no cinco, cántaros de agua, y cuéntese con que la fuente estaba bien retirada. ¿No recordáis la vida de Coseta en la posada de los Thenardier? Pues algo semejante. Así pasaron siete años de mi vida, sin más episodios mencionables que la recogida de un cochinillo medio muerto tras las bardas de una corraliza, que luego,
  • 40. 40 ya de cerdo bien criado, vendió mi madre en muy buena plata, y picantes bellaquerías que mutuamente ensayamos una amiguilla y yo, imitando a los perros, dignas de figurar en algún cuento drolático o bien en un poema de Valerio Catulo. Simplicidad y benevolencia fueron las características de mis años infantiles. Vine a mi casa fuera de tiempo, a ser carga más que beneficio. Mi padre me llamaba Juanillo y me montaba a horcajadas sobre el pollino. Era una manera alegórica de decirme cuáles hubieran sido sus deseos. Un muchacho, ya desde los ocho años ayuda a su padre. En fin, que sobre ser las mujeres tan desdichadas de naturaleza, aún se nos recibe de mal talante. Aquí de lo del clérigo madrileño: Sólo quisiera saber, para apurar mis desvelos (dejando a una parte, ¡oh, cielos!, el delito de nacer), ¿qué más os pude ofender para castigarme más? ¿No nacieron los demás? Pues, si los demás nacieron, ¿qué privilegio tuvieron que yo no goce jamás?
  • 41. 41 XII EL ÉXODO Y LAS DESVENTURAS DEL CAMINO Semejante —dice San Gregorio el Grande— es la Biblia a un río cuyas aguas, en ciertos parajes, un recental pudiera vadearlas; tan profundas en otros que, a su albedrío, nadaría un rebaño de elefantes. Así la vida, que para unos se ofrece fácil, muelle, blanda a la caricia, moldeable cera, llanura sin barrancos, mansa a toda exigencia, y para otros ruda, áspera, desabrida, no nada humana. Que si en los tiempos en que D. Iñigo López de Mendoza borroneaba la Come dieta de Ponça, eran benditos aquellos que con el açada sustentan su vida e viven contentos, en estos que a nosotros nos tocó vivir, ¡quién dijera las amarguras pasadas, los días sin pan, las noches al sereno y sin más cobija que el cielo ni más amparo que nuestra esperanza! Cierto que siempre, lo mismo a mis padres que a mí, nos asistió en grado eminente esta segunda virtud teologal. De la Jara a Carmona, de Carmona a Ronda, de Ronda a Brenes, de Brenes a Sanlúcar, de Sanlúcar a Sevilla, ha recorrido nuestro agobio todos los caminos, y a mi memoria viene hoy, como sugerido por este recuerdo, el paisaje andaluz lleno de una agria vitalidad, el campanario entre cuatro casucas dolientes, la plata de los olivares sobre la gracia de las colinas y los molinos que ya enmudecieron. En Carmona trabajamos en las capacherías —tres reales de sol a sol—; a Ronda fuimos a la aceituna; a Brenes, a la escarda; a Sanlúcar, a la siega; a Sevilla, de nuevo a los capachos.
  • 42. 42 Trabajando tres personas nunca llegamos a reunir para hacer comidas regulares: de la miseria no se salía. ¡Y cómo se puede salir con el modo que tienen los ricos en España de apreciar el trabajo del pobre! Mas de nosotros nunca brotó una queja. Ya en la Jara levantábamos el garbanzo a dos reales la jornada. ¡Oh, poesía, que todo lo ennobleces! ¡Oh, ficción de ingenios en ocio, que haces de la verdad mentira, y mieles de los acíbares! ¿Cómo te olvidas de cantar el dolor de los hijos del hombre? ¿Cómo no divisas la extenuación de la miseria, al lado de la robustez de la opulencia; el trabajo forzado de los unos, compensando la ociosidad de los otros; las infelices chozas, cerca del soberbio propileo; los andrajos de la pobreza entre el ostentoso lujo; las mas inútiles profusiones en medio de las necesidades mas apremiantes? ¿Acaso no acontecían todas estas injusticias sobre aquella tierra andaluza, tan desfigurada por los que bebieron en la fuente de Hipocrene sus inspiraciones? Hasta poeta tan responsable como el autor de Las Cantigas tenía «esta Espanna» como «el parayso de Dios», «palanciana en palabras, complida de todo bien», «alumbrada de cera, alumbrada de olio, alegre de azafrán». Mas algo ha de permitírsele a la gaya ciencia, que al cabo es fingimiento, y bien venga cuando con cobertura hermosa se disfraza. A mí, que tengo poco de poetisa, que no hay estro con abatida condición, mal me iba lo de ver flores donde no hay sino cardos. O puede que haya las dos cosas y a los pobres les este vedado el deleite de una de ellas. Kennst der das Land wo die Citronem blühem? Conozco la tierra donde florece el limonero, pero donde yo nunca lo he podido oler…
  • 43. 43 XIII ABORRECÍ LA VIDA… Con el camino vino la desdicha. El cántaro se quebró junto al manantial mismo. Supe demasiado pronto lo que no ha de conocerse sino tarde y a nuestra costa. A punto estuve en mis columbinos once años de caer en las garras de un gavilán. Un cortijero, en los caminos de Carmona, viendo mi buena traza, propúsole a mi padre a prohijarme, y hubiera éste cedido ante un mejor acomodo para mí, que a tales renunciamientos lleva la miseria, si el santo egoísmo de mi madre no me salvaguarda. Después un viejo que había deshonrado a su hija, pretendió en Brenes mancillarme. Bascas siento hoy recordando el baboseo de aquel sátiro que, con sus manos sarmentosas y térreas, buscaba entre mis piernecitas lo que la pobreza no podía resguardar por falta de tela para los interiores. Esto pasaba en primavera. Frontero del campo donde trabajábamos florecía un almendral. Sin embargo, yo pensé, ¡tan niña!, que empalidecía el mundo, que la tierra toda olía a hojas secas, y que no se puede ser buena cuando faltan los gastos de representación que la honestidad exige. Iniciarse antes de tiempo trae sus ventajas. Me preparé a defenderme contra la pezuña de Sileno y contra el egoísmo humano. Conociendo que eso de la moral era negocio muy aleatorio y enteramente relativo, unos los principios pero varias las situaciones, convine conmigo en defender mi reclusa doncellería sin melindres ni ¡ay que me pierdes! De los escarmentados se hacen los arteros, y no haya lamentos donde hay aviso, que ni yo iba a curar las llagas de un mundo que todo él anda ulcerado, ni a las mujeres nos toca en estos casos sino ver, callar y aprender, que quien a las primeras comienza espantándose y acaba a las ultimas resignándose, no divisara de la vida sino el lado amarillento y pálido. Quien anda aprende, que no es sólo vivir, sino navegar. Por el Cancionero supe
  • 44. 44 que las romeras a veces suelen fincar en rameras; que si hasta señoras principales amenazan a hombres sin segundo con irse tierra adelante como una mujer errada y dar su cuerpo a quien bien se me antojara, a los moros por dinero y a los cristianos de gracia, yo, que no iba para reina, ni tampoco para gastarme en generosidades, abrí el ojo y quedé alerta para toda mi vida.
  • 45. 45 XIV SOMBRERO TENDRÁS, ANICA Locura dice verdad, y aquella vieja de la Jara adivinó que a mí me había de dar por el señorío. Era una pobre destartalada a quien hizo agresiva la cruel chacota de aquel pueblo ignorante. No puedo darme cuenta de cómo andaba de razón. Si la tenía perturbada habría de ser de tanto decir verdades. En su conciencia no se estragaba ni una. Trapicheo que sabía, trapicheo que clamaba. Si la mujer del sacristán, que era una pendona con todos sus accidentes y propiedades, se revolcaba en el catre con el alcalde, allá iba la loca proclamándolo por calles y plazas. Gaceta viviente, donde no la había escrita, era, dentro de su locura, el flagelo de todos los que se descarriaban: de las mujeres que admitían martelo a hurto de sus maridos, o de los hombres que por vengar agravios metían la mula en el cebadal del vecino o levantaban panales en colmenares ajenos. —Mira, Juan —le dijo un día la loca a mi padre—: vi a di a Seviya y le vi a mercá a tu Anica un sombrero de muncho señorío. Y mu bien que le va a cae... Tan bien me cayó, que siempre he pensado en aquella predicción de la pobrecita Sebastiana la loca, heraldo de verdades y agorera puntualísima.
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  • 47. 47 XV COMO LA FIERA CORRIENTE DEL GRAN BETIS… Así nos arrastró a nosotros la vida hacia el Corral Montaño, en Triana. Cuantos jareños emigraban a Sevilla, allí iban a parar. Si en el Horco tenebroso hay algún barrio para desdichados, seguro estoy de que no iguala a este hórrido albañal humano. Allí la miseria lugareña se mezclaba con el tumulto gitano. Sólo en esos poemas de lirismo fangoso, que se llaman las novelas de Zola, se encuentra algo semejante. Dormíamos sobre paja, cubriéndonos con nuestras propias míseras ropillas, todos en un mismo habitáculo. En el muladar de Job no se posaron tantas desolaciones. Mi padre, muriendo; mi madre, adolecida; los diez y ocho años de mi hermana, con muchas ganas de levantar el vuelo; Frasquito y yo, piantes y casi mamantes, buscándonos el pan por donde podíamos. La vida nos baqueteaba bien a su talante. Cierto que era preciso no andar con ella en muchas contemplaciones. A mi hermana, tan pronto cerró el ojo mi padre, se le desjarretó la honra por la membrana más preciada. Pudo sacarle a la doncellez mejor precio; pero desde aquel antro, ¿quién hubiera aspirado a más? La vieja que la propuso «andar en malos pasos» dudo que tratara con la Nobleza viviendo, como vivía, en aquel mismo Corral. Si las alcahuetas fueran de otro jaez, se excusarían, como dice Cervantes, «muchos males que se causan por andar este oficio entre gente idiota y de poco entendimiento, como son mujercillas de poco más o menos.» Aquella Santa Sinclética, a lo laico y desvergonzado, con quien tropezó Mariquilla, debía tener del numerario una idea asaz limitada. Creo que a mi hermana le valió el himeneo hasta sesenta reales de vellón, en blanquillas y piezas de a dos, para mayor escarnio. Pero ¡quién repara en pequeñeces cuando quiere volar!
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  • 49. 49 XVI FORTUNA ME HA TRAÍDO A TAL ¿Cómo pudo mi madre abandonarme en un asilo? A eso sólo obliga la necesidad. La suya debió ser de tal suerte, que ni a titubear le dio tiempo. Bien que ella pasara sus tristezas; pero contra el no poder alimentar a un hijo no hay argumento que valga. Si me llevo al asilo sería porque no podía mantenerme. ¿Se me permitirá que no tenga por las Hermanas de San Vicente de Paul esa admiración que sienten hasta los escritores radicales? Las he conocido de modo que no pudieron engañarme, ni debo yo engañar tampoco. A los conventos, como a todas partes, va bueno y malo: fregatrices que quieren libertarse del estropajo y almas llenas de exaltación y pureza. Pensar que no haya más que corazones sencillos es desconocer la duplicidad del espíritu humano, que se resuelve y desdobla en tan variadas manifestaciones. Yo era una niña. Para qué decir que yo era una niña buena. Todas las niñas son buenas. ¿Por qué me daban a mí siempre una mantilla rota para ir a misa? Yo no sabía que estaba rota. Eran las demás quienes se mofaban de estos fallos de la mantilla. Un día no pude ya más. Pues que se me quería deprimir con aquel trapo deshecho, ¿qué clase de muchachita era yo distinta de las demás en un lugar donde el mismo dolor e igual abandono a todas nos unía? Si estábamos bajo la égida de la caridad y, sobre todo, si aquellas mujeres, nuestras madres adoptivas, rezumaban por todas sus tocas el espíritu de Cristo,
  • 50. 50 ¿cómo se permitían establecer diferencias y preferir a unas sobre otras? Irritada contra toda aquella miseria caritativa, me rebelé y rompí la mantilla ultrajante. Nunca lo hubiera hecho. La hermana que esto vio, repugnancia me da recordarlo, propinóme tal patada en el vientre, que de resultas de ella pase a la enfermería y de allí al hospital. Mas como Dios no quiere que las cosas sean de una sola manera y sí que haya en el mundo moral como un flujo y reflujo en el infinito mar de lo divino, donde ni el tiempo tiene dimensión ni el espacio puede precisarse, he aquí que hoy no se distinguir la coz monjil de las suavidades que puso en mi corazón un cura viejecito, uno de esos varones dignos de los días en que, según la expresión de San Bonifacio, eran de madera los cálices y de oro los sacerdotes, y que, de visita en aquel establecimiento de caridad, me dejó unos dulces y una estampa que yo quise de San Juan, recordando el nombre de mi padre, recién muerto. La acción del uno me compensaba de la barbarie de la otra, y por un momento perdone el mal que me habían hecho.
  • 51. 51 XVII EL MISTERIO DE LAS REVERENDAS MADRES Me figuro que por espíritu religioso ha de entenderse aquel que muestre una cierta inquietud por todos los problemas de tejas arriba, que no son, en definitiva, más de dos: el de saber de dónde venimos y el de pesquisar adónde vamos, o bien una tendencia natural, aunque no muy difundida, de llevarle a Dios la cuenta de los secretos que aún no ha revelado, lo que en modo alguno presume indiscernido asentimiento a los dogmas de la Iglesia católica. Así, por ejemplo, y perdóneseme esta herética pravedad, he pensado siempre que D. Leopoldo Alas era un espíritu más religioso que el cardenal Sancha, o que D. Miguel de Unamuno lo es en mucha mayor medida que el cardenal Cos y Macho, que tanto honra a su segundo apellido. Pues bien; yo, que me he educado, digámoslo así, entre Trinitarias, no he creído ni conveniente ni perspicuo acatar el arcano y misterioso símbolo de la Trinidad. Todo ello con permiso, naturalmente, de don Ramón del Valle Inclán, que tan a lo místico ha disertado acerca del ternario y del logos espermático, y del señor vizconde de Chateaubriand, que en el capítulo III de su obra Genio del Cristianismo, teoriza sobre el mismo tema, invocando a Platón, a Máximo de Tiro, a Pitágoras, a Tertuliano, a los misioneros ingleses de Otaiti, al padre Calmette y a los naturales del Thibet, que unas veces llaman a Dios Konciosa, otras, Koncikocik, y algunas, Koncioksum.
  • 52. 52 Sin duda que ello se debe al haber sido yo víctima de los que representan hoy el trinitarismo en el mundo y que tan poco conservan del espíritu de los fundadores de la Orden, de aquel Juan de Mata o de aquel otro Félix de Valois, que si ellos se dedicaron a libertar esclavos, los actuales los abandonan en las tinieblas de la ignorancia, que es forma de dependencia espiritual aborrecible. Una señora caritativa, con caridad de las que no se exhiben, me propuso llevarme al colegio de las Trinitarias, que por aquella sazón acababan de establecerse en Sevilla. Como merced de Dios acepté la oferta. Iban, por fin, a descorrerse los cendales de mi ignorancia, y yo, que por entonces aspiraba ya a muy más alta gloria, vi el cielo abierto. Mas no embargantes mis anhelos, el velo no se descorrió por parte alguna, y tan sin letras estaba yo a los tres años de colegiatura, como el día en que mi madre me parió. En aquel conventículo, con el taparrabos de la enseñanza pública y gratuita, se hacía chocolate, jabón, alpargatas y bordados, a espaldas del fisco. Era una pequeña fábrica en que un centenar de niñas trabajábamos gratuitamente desde las cinco de la mañana hasta las siete de la noche, atraídas por el señuelo pedagógico, espejito que las reverendas madres usaban para cazar desvalidas alondras. Es posible que esto no lo crean, si es que en páginas tan depravadas ponen ojos, las señoritas que se han educado en el Sagrado Corazón de Jesús. ¡Mire usted que en tres años no enseñar a leer ni a escribir! ¡Vamos, eso que se lo cuenten a otra gente! Pues así es, sin que necesite advertir que tamaño abandono andaba asistido de cuatro piltraquillos de carne que sobrenadando en un potaje, bien de chicharos, bien de garbanzos, daba una impresión por extremo fantástica de lo que ha de ser una comida alimenticia. Mas como yo, ante todo, soy ecua en lo de enjuiciar acontecimientos y personas, he de decir que, por primera vez en mi vida, comí todos los días y caliente. De las madres ¡qué voy a contar!: las había idiotas, las había crueles, las había ¡cómo no!, simpáticas. Idiotas, como en el mundo, habíalas a rodo. Se distinguían porque andaban siempre de ojos bajos y cabeza colgante como breva madura. Ni sus nombres recuerdo. Así eran de insignificantes. De las crueles si tengo bien presente a una que Luzbel tenga en sus hornallas, y que como a encargada de la despensa solíamos ver para demandarle un currusco
  • 53. 53 de pan, por el que siempre andábamos alampando. ¡Dios mío, y como se espitraba de cólera la vejezuela! Porque tenía la tal sus sesenta sobre los lomos y era seca, cejijunta, de ojos hundidos, nariz adunca y una voz entre aternerada y tabacuna, pues no soltaba el rape ni para ir al coro. Mujer más para servir a Goya de modelo que para espécimen de virgen cristiana. ¡Y qué saque tenía la condenada en llegando la hora del condumio! Aquellas no parecían quijadas de persona racional y civilizada, sino de antropófago, que ante su caverna se come, bajo la tutela de un moriche, el anca de un semejante. Si era solomo lo que ante sus ojos se ponía, ¡con que delectación lo admiraba!; si pera de donguindo, ¡cómo se la engullía hasta el pezón! ¿Cuál era el apelativo de esta extraña tarasca? Pues, señor, no lo sé. El que sí retengo es el de la madre Lourdes, tan guapa, tan briosa, tan buena. Del estilo de esta simpática monja había de buscarlas sin duda, en otros tiempos, el catolicismo batallador, inquieto, andariego y proselitista de aquella Teresa de Cepeda, tan humana, tan divina y tan española. Porque la madre Lourdes realizaba con aquel nombre de sabor forastero el ideal de la mujer castellana que viviendo en Cristo no desdeña el mundo, porque también entre los pucheros anda Dios. No se crea que en este lugar donde tanta austeridad reinaba, la vida anduviese refrenada y cobarde. Por el contrario, las niñas se amaban unas a otras, y quién osaba elevar su corazón hasta las esposas de Cristo, y quién guardaba pelo de las monjas en unos sobrecitos, y quién se destrozo la cara porque la madre Lourdes le impuso una corrección. Dos de las mayores, que, como Alfeo y Aretusa, mezclaban sus aguas, huyeron una noche juntas, con gran escándalo de la Comunidad. A otras dos, como trataran de ensayar pasiones que ya en Lesbos tuvieron cumplido desarrollo, se las expulsó ab irato. Pero la gran campanada, que ni aun con el empeño de todas las monjas puestas de acuerdo para ello pudo quedar sin resonancia, la dio con una niña de las talluditas un jesuíta de apellido Zermeño, padre espiritual del colegio, que ya en el confesonario me había instruido a mí sobre liviandades que pertenecen al campo de la mequialogía. El hecho fue que lo encontraron en el ropero del convento abriendo con la zagalona en cuestión el libro de Ruth por aquel escabroso capítulo III, en que «ella vino calladamente y descubrió los pies y acostóse…»
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  • 55. 55 XVIII MI PRIMER CONTACTO CON LA CIVILIZACIÓN Viendo mi madre que andaba yo enfermiza, pues que me había picado el tábano místico, y con mis tiernos doce años usaba cilicios —que por cierto nos hacían pagar en el colegio a cinco reales— capaces de infundir espanto a un cenobita, y considerando que el interés mistagógico de aquellas buenas señoras trinitarias era de todo punto nulo, acordó sacarme, llevándome a convalecer cerca de una su hermana, que vivía en Bollullos del Condado, que es provincia de Huelva. Por vez primera viajé en ferrocarril. En este primer contacto con la civilización me dieron mareos, o en buena prosa naturalista, que vomité. Sin embargo, desde entonces, cuando la civilización está escasa, ando desatinada y con vértigos. Lo cual prueba, entre otras cosas, la ya conocida inconstancia de los conceptos primordiales. Mi vida en Bollullos tiene poco que contar. Era yo entonces una virgencita de martirologio, asistida de esa mística transparencia que tiene la carne macerada y anémica. Todos me regalaban: las mujeres, porque les enseñase oraciones que había aprendido en el convento; los hombres, por ese respeto inconsciente que la fragilidad inspira siempre a la fortaleza. Mas no hubo remedio sino volver a Sevilla. Y volví…
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  • 57. 57 XIX TRISTE DE LAS MOZAS A QUIEN TRAJO EL CIELO POR CASAS AJENAS A SERVIR A DUEÑOS Cuando Cervantes, en la comedia La Entretenida, escribía los versos que a mí me sirven de dístico, no sabía él bien lo exactos que eran. Ninguna más dura esclavitud que la ancilaria. Nunca me avine del todo con ella; pero ¡qué remedio! La necesidad, que en griego era diosa mayor y condicionaba la vida humana y hasta la de los propios héroes, con imperio fatal e ineluctable, me arrojó a tan extrema pesadumbre. La primera casa en que serví fue la de D. Francisco Marañón, dueño de una espartería de la puerta de Triana, en la que trabajaba mi madre. Vivía don Francisco con una hermana solterona. No he conocido nada más desdichado que aquella célibe, poseída por el demonio de la histeria y llena de fanatismo y crueldad. Antes de que la mañana sonriera con sus tonos violetas entre las sombras del oriente, ya andaba ella avestruz de muchos días, tarasca de muchos meses, gritándome porque me levantase. Oíamos siempre misa de cuatro y media en San Jacinto. Después comenzaba el ajetreo de la casa, en donde todo había de tener brillo: la loza, la madera, los pucheros, todo menos mi trabajo, porque ya es bien que se diga que no me pagaban ni pataquilla con el gracioso efugio de «quien te llena el pico te hace rico», y otras lindezas por el estilo. Y menos mal que D. Francisco,
  • 58. 58 enfundado en sus sesenta años, era persona de sosiego y respetuoso con las doncellas de labor, que ya se podía pasar el trancazo de no tener salario por el gustazo de que la respetasen a una. Como lo mismo servía para un barrido que para un mandado, haciendo uno me salió un noviecito muy pinturero y bien aliñado, con su chaquetilla de alpaca nueva, que dejaba al descubierto las regiones glúteas, y sombrerito negro del más puro estilo cañí. Me duró bien poco. Sabido es que la dicha no se hace nunca vieja en manos de los mortales, y aquella que era mi primera felicidad se desvaneció tan rápidamente como pasa la nave, huye la nube y se esfuma la sombra. Una tarde, viéndome mi madre en una esquina, más cerca de mi cortejo que lo que se ha establecido por conveniente, salió toda desalada adonde yo, como una Galatea contrahecha y de fregadero, escuchaba, poco más o menos, lo que sobre las rocas del mar de Sicilia dijo el Cíclope a la legítima y auténtica, y tomándome de una oreja, me destripó el idilio. Salí de casa de la Marañona para ganar treinta reales donde una señora anciana, con aire de gran dama del siglo XVIII, toda nieve el pelo y el alma, de un mirar triste, tranquilo y piadoso, entregada por entero a las lecturas más absurdas y entretenidas. En las noches, antes de dormir, y muchas tardes mientras costureaba, llamábame para que la oyese leer. Eran novelas impresas en Burdeos, París y Barcelona desde el año 1820 al de 1838: La Sansimomiama, de madame Josefina Lebassu, empedrada de dísticos de Lamartine y Byron —¡a pesar de tu juventud y palidez, tu frente descubre las huellas de las pasiones ardientes!—; la Delfina, de madame de Staël-Holstein, traducida por D. Angel Caamaño; Alberto, o el desierto de Strathnaver, de mistress Helme, autora de Luisa, o la cabaña en el valle; Las visiones del castillo de los Pirineos, de Ana Radcliffe; Malvina, de madame Cottin; Alejo, o la casita en los bosques, de Drucray-Duminil; Las veladas de la quinta, por la condesa de Genlis; Carlos y María, por madame de Sousa, y muchísimas otras que ya no retengo en el magín. Debo horas gratísimas a esta señora, que, haciendo una vida tan absurda, me enseñó a deletrear sus libracos y a suspirar con una porción de héroes fantásticos, a quien ella daba tanto lugar de su vida, y con los cuales se confundía tan a lo dramático, que no era raro oírle por los pasillos de la casa: «¡Ay, Dios, no sé qué va a ser de esa Tarsila si triunfan las asechanzas del infame vizconde de Argentuil!...»
  • 59. 59 Un día me dijo que se retiraba a un convento de «señoras de piso» y que ya mis servicios le sobraban. Me entristeció aquella nueva; pero ¿qué hacer? Decididamente a mí me estaba reservado quedarme siempre ante todo lo lisonjero con la miel en los labios. Ya iban dos ensayos de felicidad río abajo: el novio jacarandoso y esta señora tan desorbitada, pero tan acogedora, tan sencilla, tan buena. Del contacto con ella me ha quedado una gran antipatía por todas las personas que no tienen imaginación, hacia esos seres que no conocen otro universo que el que comienza y acaba en ellos mismos. Nunca he sentido más hondamente la solidaridad humana como cerca de esta dama, que sin los embarazos de la jerarquía me hacía partícipe, con gesto amoroso, de la vida de todos aquellos tipos semiheroicos, semimamarrachos, es cierto, pero que algún tiempo fueron para mí y para ella la única humanidad viviente, puesto que nos contaban sus amores y dolores, cauces por donde el espíritu discurre, buscando en los demás afinidades misteriosas. Pasé después por muchas otras casas. Por una de la calle de Bailén, en la que el patrón, que era notario, me cantaba por los rincones endechas amorosas; por otra de la calle de Pagés del Corro, en la que una señora cuarentona, creo que se llamaba María Vargas, tenía conmigo asiduidades y delicadezas en extremo equívocas, y por la de más allá, en la que el ama, que andaba en amistades por lo liviano con un compadre de su esposo, me echó porque al compadre le plugo mostrarme buen rostro. No sabía ella que yo, bien porque sea de naturaleza fría, que en esas victorias sobre una misma no ha de haber nunca vanagloria, o bien porque no me hiciera muchas ilusiones con respecto a los hombres, que entiendo ser principio de relativa cordura, no estaba dispuesta a ser esclava y barragana, todo en una pieza.
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  • 61. 61 XX TENGO UN NOVIO ZAPATERO Como volví a mi casa, aunque le ayudara a mi madre en los capachos, el tiempo que tenía libre andaba por la vecindad o bien de callejeo. Vivíamos entonces en la calle del Ruiseñor, que está trasera de la iglesia de San Jacinto, y que más que rúa es callejón o pasadizo. De los vecinos recuerdo a un pobre limosnero que, sabiéndonos en gran necesidad, repartía con nosotros los pedazos de pan duro que a él le regalaban, y que para poder comerlos metíamos en un paño húmedo, y a una cubana ya otoñal, pero todavía de muy buen ver, que vivía con su amasio y dos hijas de rostro armonioso y divino como las ensalzadas en la Antología. Una de ellas, la mayor y más bella, acabó por escaparse con el amante de la madre, y a la menor, Matilde, que había entrado a servir en una casa de huéspedes, le mostró un aprendiz de médico lo fácil que es rebasar la línea que divide la Eva inocente de la Eva pecadora. Con esta Matilde tuve yo ocasión de dormir en la misma cama, y como ambas éramos dieciochenas y muy más que cachondillas, ensayamos un arbitrio, que a estar iniciadas en los misterios lésbicos fuera excusado, y era que, acostadas una de un lado y otra de otro, jugueteábamos entrepernadas, sobre lo que llamaba una abadesa del siglo XVII la zona de en medio y también el trópico de Capricornio. Volví a encontrar a mi pajeante compañera haciendo vida de cortesana en Madrid. Iba con frecuencia, a las veces acompañada de su propia madre, a casa de la imponderable Aurelia, que a su turno se presentara en esta verídica y estupenda historia.
  • 62. 62 Pues con aquello de andar de zoca en colodra y de casa de las vecinas a la puerta de la calle, me brotó un novio, Manuel Torres, maestro de obra prima, que es como llaman a los zapateros, y no sé por qué. Era el tal de los que aun viniendo del vulgacho andan siempre muy rasurados y copetudos. Si no me doblaba la edad, le iría a los alcances. Nunca me pareció de buena facha, aunque mi madre opinara en contra, que le pasaba lo que al personaje de Rojas Zorrilla, visto es muy mala figura, pero escuchado es peor, pues de pelmazo «tenía un rato largo», que pocos me he echado yo al semblante que fueran más. Mas como era persona de reposo, mi madre me lo autorizó, y yo, que no quería andar de non entre las demás rapazas de la calle, me lo apropincué con toda clase de reservas mentales. Quiero decir que andaba yo muy cautelosa, y como el galán no era muy audaz, nada sacó fuera de algún besuqueíllo desabrido y sin mayores consecuencias. Durante el noviazgo me llevó alguna que otra vez al teatro del Duque, donde recuerdo haberle visto a una señora obesa, que creo que se llamaba Joaquina Pino, El tambor de granaderos y El puñao de rosas. De la primera de esas obras recuerdo los tiros; de la otra me llega una vaga reminiscencia de los gritos que daba un serrano andaluz invitando al popular a que lo aplaudiesen. Como lo que verdaderamente nos caracteriza son las pasiones, y las de Torres eran el orden a punta de lezna, me hizo un amor tranquilo, de los de cartabón y pauta. Iban mis diez y ocho años granando y era aquella demasiada serenidad para los ímpetus de mi corazón. Por lo que un buen día dile esquinazo al doncel y de nuevo me quedé compuesta y sin novio.
  • 63. 63 XXI COSI DICE ’L MIO CORE, E POI SOSPIRA Si he bebido la leche de la ternura humana, ¿por qué padeció mi corazón tanto tiempo de sequedades? ¿Por qué no descifré sino hasta muy tarde este enigma que abarca todas las delicias de la vida y las amarguras de la muerte? ¿Cómo permaneció recóndita esta fuerza de amor que recama la existencia y transfigura el mundo? Es que no hay páramo más desolado, ni yermo con mayores arideces, que este de la pasión. Como el amor divino, es el humano rudo ascetismo. Por eso en la Tebaida espiritual ha dicho no sé quién: «son tan raros los grandes amorosos como los grandes penitentes». Luché yo contra la gracia de amar, tremenda como un castigo, suave como un beso materno, hasta que empezó la soledad a rodearme. Entretanto fue el amor como borrachera, de la que siempre salía triste y dudando de mí misma. Cuando conocí que era sacrificio me reconcilié con mi imperfección y con mis flaquezas. Al amor, con que no tropecé pero que supe crearme yo misma, he inmolado libertad, quietud, deleite. Me fui fiel, que es la mayor virtud cuando en ello no hay propósito. Busqué la carne, pero el alma de la carne. Lo que pudo ser un sueño fugaz lo mantuve sin convertirlo en turbia ilusión. De la realidad saqué irrealidades. Respetuosa con mi vida interior, con mi verdad íntima, extraje toda la poesía del alma sin miedo a quedarme exhausta. Combatí conmigo y con los demás para mantener los fueros de mi amor de amar, y con eso, ahora lo veo bien, le di a la existencia interés y energía. En un mundo absurdo supe mantener la austeridad de mi corazón aceptando la desventura de mi vida, pero sin colgarla a la ventana como una rodilla…
  • 64. 64
  • 65. 65 XXII MIS MANOS, SEÑOR, MIS MANOS Estábame yo desocupada y la necesidad en mi mansión muy vigilante. Ya en las casas donde serví me habían entrado comezones de convertir el asedio de los amos en plata contante y sonante, pues de las señoras poco podía esperarse. Alguna de ellas había intentado desquitarme a la hora de marchar —por no poder resistir las escaseces calagurritanas a que me sometían— dos pesetas que me propinara de aguinaldos en la Nochebuena. Que esto de la belleza parece incitar a los hombres a entender el amor del modo más bajo y estúpido, que es lo de ir a la cama, y a las mujeres que nada deben a la naturaleza, a entristecerse del bien ajeno. De suerte que lo que había de ser mérito ensalzable, pues que por ningún modo se manifiesta mejor la omnipotencia de Dios que por estas manifestaciones de belleza natural, viene a convertirse en vejamen y deservicio, pues que los unos la buscan para violentarla y las otras la desprecian con pretextillos fútiles; que ya es manido aquello de: no es hermosa la que es, sino la que lo parece, o vale más hermosura de alma que perfección de rostro, y otras naderías por el orden. No conozco más hermosas que las que andan bien combinadas de rostro, ni quita que el cuerpo sea bello, sino por el contrario, para que el alma también lo sea, que como de natura somos avaros, nos gusta allegar perfecciones y añadir unas a otras, pues así como a los grandes señores su situación en el mundo les obliga a comportarse como tales, así a quien se ve de líneas armoniosamente distribuidas le entra prurito de contornearse el alma. Ni Teresa de Jesús, para llegar a santa, necesitó ser un coco, ni Byron por ser bello reveló menos poesía al mundo.
  • 66. 66 Acuérdome de que aquella jamona que siendo mi ama andaba con ganas de que diéramos el salto de Leucade en una cama de metro y medio de ancho, una vez que le daba yo cuenta de mis designios de volar por cielos más propicios, tales que ¡oh, ingenuidad! los de la corte, me decía la muy machorra haciéndome mofa: «Pues el único modo de que llames la atención en Madrid es salir por las calles con un rabo en la frente.» Con un rabo precisamente, no, pero con algo muy parecido, un sombrero de Georgett de a 300 francos, me encontró su hermano Juan a los cuatro años en la Puerta del Sol. Como andaba yo muy calculadora, no quise echarle a los perros mis quince años llenos de fragancia. De la liberalidad de aquellos asediantes sólo podía esperar tres duros para un mantoncillo, o unas pesetejas para mi madre, con lo cual no salía yo tan abastecida que remediase mis faltas, ni mi madre tan reparada que pudiese hacer frente a sus dolencias, al paro forzoso de mi hermano, ni al invierno, que se presentaba crudo y lluvioso. Mi tío Talavera, a quien solía pedirle una pesetilla en momentos de angustiosísima estrechez, y que por cierto me parcheaba de lo lindo, libertad que yo le autoricé siempre en buena cuenta de la emoción familiar y haciéndome la desentendida, me proporcionó un jornalillo en el almacen de aceitunas de Barea, muy cerca, por cierto, de donde vivíamos. Aunque el trabajo era duro, nunca me eché atrás cuando fue preciso arrimar el hombro. No era, pues, la rudeza del trabajo lo que me entristecía, ni tampoco me importaba gran cosa el que el sobrino del dueño y el aperador me anduviesen dragoneando, que hasta en las necesarias me los encontraba, sino el tener que andar con mis manos metidas en salmuera. ¡Viérase el ajamiento que en una semana padecieron! ¡Con lo que a mí me gustaba contemplármelas hasta de niña, cuando lavaba, entre la transparencia de las aguas, como dos palomas moribundas! Mas como ni el sacrificio de mis manos fuera propicio a los señores Barea, que era muy otro el que ellos me pedían, y andaba yo muy matrera y avisada para imponérmelo, a poco de estar en el almacén fui despedida.
  • 67. 67 XXIII ENTRE LOS VUELOS DEL CAPOTILLO Vivir en Triana y no tener un novio torerillo es como ser madrileña y no haber bailado nunca en la Bombilla con un teniente. El mío se llamaba Juanillo, y no debía ser precisamente un émulo de Cúchares, pues nunca le entendí haber malgastado su tiempo en capeíllas por los poblachos, de la Pascua a San Miguel. Era más bien un «afisionao» de los que en las ventas y tabernuchos se jactan de conocer más de toros «que la paloma asú». Desconozco cuáles sean las aptitudes de tan poéticas aves para el noble ejercicio de la torería; pero cuando Juanillo lo aseguraba, algo debe de haber en esa relación columbino- tauromáquica. ¿Cómo se las arregló este condenado, a quien yo no quería ni más ni menos que al otro, para poner en vacilación mi carne mortal y pecadora? ¿Sería la confluencia de mis detonantes diez y ocho primaveras con su alegría dicharachera? ¿O acaso que la naturaleza más se venga de nosotros cuando más queremos escurrirle el bulto? ¿O bien que llegó en sazón y a la hora oportuna? Me acuesto a este último parecer. Lo cierto es que el muy pillo, la última noche que pasó en Sevilla, pues se marchaba al servicio del Rey a la mañana siguiente, pidió permiso a mi madre para quedarse conmigo, y en un descuido de la pobrecita vieja se me llevo lo más preciado de mi persona entre los vuelillos de su capote de torero que nunca había toreado, pero al lado del que todos los Frascuelos que nazcan y los Lagartijos que broten serán puras bagatelas. Lo que es a mí, la estocada me la dio en los propios rubios.
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  • 69. 69 XXIV PRAGMATISMO Andaba yo, pues, por aquellas fechas como aquella joven que pinta Tíbulo que engaña a los que la vigilan y con insegura mano y suspendido el pie por el temor busca el camino que debe conducirla al lecho de su amante… Hoc duce, custodes furtim transgresse jacentes. Era, pues, la hora de hacer un barrido general en la conciencia, o dígase más en filosófico, de llevar a cabo una muy seria introspección. Por cierto que nunca entró en mis cálculos casarme con un hombre de mi esfera, suponiendo que yo perteneciese a alguna. Para pobreza bastaba ya la pasada. Ni yo había nacido para soportar lo real sin amenidades, negocio que siempre me pareció superior a mí, ni nunca tomé aquella vida que llevaba sino como muy transitoria, que bien que toda ella lo sea mientras llega la hora de la queda eterna, hay también en lo provisional sus gradaciones. Todo lo que me rodeaba lo sentía yo por debajo de mí, o, si se quiere, fuera de mí. Nunca llegó mi rencor a desear una nivelación inhumana, sin duda porque siempre me mantuve obligada y confortada con el propio aprecio. El plebeyismo me ha parecido abominable. Si los pobres mantuvieran su escasez en una atmósfera más adamantina, segura estoy de que los ricos cederían un poco de su necio orgullo. Pero el plebeyismo invade; al menos en tierra española, todos los ámbitos, y no es posible escapar a su influencia.
  • 70. 70 Los ejemplos que se me ofrecían eran por demás penosos: de una parte, mujeres bellas que en diez años se habían marchitado y consumido por los callejones en donde acecha el amor-tiniebla, o bien casadas que escarnecían a sus maridos con el tendero de la esquina para que les vendiese al fiado o se dejaban maltratar, y vestían como harapientas y andaban cargadas de hijos. No me quedaba otra desembocadura que la de la cocotería. Pasé, pues, el Rubicón, en este caso el Guadalquivir, por la puente de Triana de la mano de una de esas viejas vecindonas que tan gentilmente se prestan a esta clase de menesteres. Al otro lado del río me esperaba un señor, ¡qué digo, un señor!, todo un rajá de los que «apalean los billetes», «habillelan lo suyo», y a la hora del «apoquinen» saben cómo hay que quedar. Además estaba pasando por mí las «ducas», y «me camelaba» con «fatiguitas de muerte», que me conocía por haberme visto «de pasá» por La Campana «munchos días». ¿Quién, ante semejantes insinuaciones, no hubiera cedido? En efecto; el tal nababo me llevó en carretela por las Delicias, me agasajó en Eritaña, me presentó por fin en el Pasaje de Oriente, ante una mesa con tales bastimentos, que yo quedé aturdida. ¿Cómo se trajelaba una todo aquello? Por angas o por mangas abandoné sobre la tabla la mitad de las vituallas con el corazón traspasado por tanto derroche. Pero nada fue eso comparado con los sudores y vergüenzas que pasé cuando tuve que desnudarme ante aquel hombre —que por mí, según la vieja, había pasado las «morás», que era otra de las cosas que había pasado—, con una camisilla de muletón, y unas medias preciosas, que eran de estreno, a rayas blancas y negras, que talmente parecía una cebra engualdrapada. Me retuvo aquel ciudadano entre sus robustos brazos como tres días, al fin de los que, dándome un azotito en el nalgatorio y como hasta cinco duros, me despidió con promesa de volver a llamarme. Después estuve con algunos que de mocita me habían seguido, y varias veces con aquel notario de la calle de Bailén, que ya conocéis, y que bien por ahorrarse la cama, bien por cautela, se desfogaba conmigo en su propia casa y despacho, no digo en las barbas, porque no las tenía, pero sí en el bigotito de su señora, que era una moruchilla muy maja.
  • 71. 71 XXV AMPARITO «LA ONUBENSE» Lanzada ya a la vida ancha y sin escrúpulos de la galantería, quise ser pecadora solapada y delincuente oscura, de modo que se sospechase y no se jurase que, si a mí no, a mi madre había de guardarle respetos, y no me llenaba mucho lo de que fueran diciéndoles las gentes: «ayer vimos a la Anica de este modo o del otro, con tal macho o cual señorón». Por otra parte, realizado como estaba ya el desconcierto plenario, no era por demás probar fortuna en otros lugares, que a quien se muda dicen que Dios le ayuda. Andaba por aquellas fechas en Sevilla una alcahueta de Huelva, llamada Amparito, que mantenía casa llana de las de a dos duros, que en provincias es asunto de muchas campanillas, y con ella volé sin decir adiós, que me mudo. Era, en efecto, la casa de Amparito mansión de mucho recato. Lo más del día pasábamoslo mano sobre mano, unas haciendo labor y otras, las menos, de palique, que más que lugar de placer parecía casa de religión. No en balde se dice como por chunga conventos a esa clase de sitios, ni se ande creyendo que está tan desconcertado el paralelo, que si en los monasterios hay abadesas de mala catadura, estas que se llaman amas o madrotas, a su modo abadesas aseglaradas, no son menos difíciles de soportar. La tal Amparito, el diablo la tenga sancochada, era mujer repolluda, la cabeza grande, los ojos chicos y un sí es no es taimados, y los labios como brocal de pozo. Le chirriaba la voz que parecía garrucha, y andaba medio motilona por causa de un tifus que había padecido.
  • 72. 72 Cuando en sus tiempos hizo vida tunanta, contaba ella que no le cedía ni a la propia marquesa de Pompadour. De aquel marquesado no conservaba ya, por cierto, las ejecutorias. Conmigo navegó bien. Cada abrazo que me daba faltábale poco para descostillarme. Sobre mostrarme buen talante, era Amparito de las que piensan que muera Marta y muera harta, y así ni escatimaba la comida ni olvidaba el pichel de vino de la Palma, que engendra la combustión de ella. Lo único que allí escaseaba era el agua. Con una tinaja de la zarca para beber y tres cubos para los demás menesteres de la casa, suponía la buena Amparito que era suficiente, y, vamos de verdades, a las demás no se nos hacía tampoco muy necesaria. Yo fui adepta de la Sacrosanta Religión del Agua mucho más tarde. Trabajo, no había cosa mayor. Los cabritos que frecuentaban la casa eran contados y escogidos, de los que dan poco que hacer, temen el escándalo, y casi todo se les va en conversación. El día que nos ocupábamos dos veces había repique y salía manga con ciriales. Teníamos más de mujeres de tertulia que de cama. Pues bien, uno de los tertulianos…
  • 73. 73 XXVI ELACAUDALADO DON PEPE Este don José González de León, que a mí me cayó en suerte, era de esos señores a la española actual, con una corteza bondadosa y una almendra cuajada de suspicacia y avaricia. Cuentero y fanfarrón no había otro. Para dar una peseta hacía gestos de arrojar la escarcela rebosante de áureos doblones. Teniendo un mediano caudalejo, aparentaba de adinerado. Siendo de fatigado entendimiento, gustaba de lucir entre inteligentes. En fin, que era un regular botarate. Pues fue a este precipicio de petulancia e idiotez donde me asomaron mis venturas, que siendo don José punto fuerte en casa de Amparito, luego se concertó con ella para sonsacarme, retrayéndome a lugar más recogido. De buen grado acepté yo la propuesta, viendo que nada perdía, pues que lo que se va a comer de mogollón sabe todo a pechuga, que al cabo don José, como hombre casado que era, poco tiempo tenía para molestarme. Pero la fortuna, que es ciega; el tiempo, que es loco, y las cosas todas, que están armadas en el fuste de la mudanza, hizo que viniera a enterarse de aquel contubernio la esposa de mi buen González, y con ello que se me planteara a mí el problema de establecerme en Sevilla.
  • 74. 74 El muy majagranzas quería que le fuese fiel con una mesada de quince duros para lo que ustedes gusten mandar. «A ver cómo te poltas», me decía al despedirme. Cómo me iba a poltal. Llegar a Sevilla y ponerme al habla con Felisa Amores y con Manolito el Maricón, todo fue la misma cosa. Se imaginaba el Rockefeller onubense que yo con trescientos reales iba a comer, vestir y echar a perros. Harto me parecía que por estipendio tan mezquino pudiera solazarse conmigo a su guisa y cuando se le antojara. No lo soportaba yo de tan buen rejo como para autorizarle imposiciones y exigencias. Sucedió que andando él con celillos y viendo de tropezarme en renuncio, echó mano del ya conocido truco de enviarme a buscar en nombre de otro por una de las alcahuetas que me tenían de asidua. No andaba yo muy remisa en acudir a esos llamados, por lo que de numerario en ellos deducía, y aunque me dio en la nariz de lo que se trataba, que ya hendía yo un cabello por veinte partes, fui a tropezarme con quien por demás me pesaba. ¡Allí oyeran proclamar con insufrible desentono y taladrantes chirriones todo lo que por mí había hecho, o bien con emolientes y dulzones vocablos las súplicas para que no le abandonase, o ya con despotiquez orgullosa o desprecio denigrativo pretender atropellarme y aniquilarme como si de su particular pertenencia fuera, o me hubiese comprado en cualquier Bazar de Oriente! Con lo que yo, que tengo mi alma en mis carnes y no me dejo de nadie tan aina, di sobre él como burro en centeno verde, y saqué a plaza que todo cuanto había dicho con voz desentonada, carraspeña y becerril se lo fuera a contar a su distinguidísima abuela, y que lo que me suplicaba no podía tomarlo sino a hinchazón, viento y hojarasca, que no se correspondía ni el garbo de las acciones ni lo sentido de los afectos proclamados, con que tuviera yo la naveta de vacío, que obras y dineros son amores, y lo demás bobería. Él, que se vio tildar de ratero e interesado en casa donde se jactaba de rumboso, empezó entre sudores diaforéticos a insultarme con groseros dicterios y ramplonadas, hasta que, viendo que no podía conmigo y que yo le hablaba barba a barba, tomó el olivo, y yo quedé satisfecha, que a quien juzga la modestia por encogimiento, bien le está soportar que le descubran e interpreten su magnanimidad por soberbia y su grandeza de corazón por vanidoso orgullo.
  • 75. 75 XXVII IRME QUIERO, MADRE Ya de regreso en casa, pensé que era preciso marcharse de Sevilla. Una mujer que quiere hacer algo más que vegetar y vive en una ciudad pequeña, termina necesariamente por pudrirse y deshacerse. En un año se pasa demasiadas veces por las mismas manos y acaba una por indigestársele a los hombres. Bien que nuestro cuerpo sea terreno y desmoronadizo, donde poco se cuida, pronto comienza a padecer injuria, y como en los lugares chicos el estímulo de componerse es menos que mediano, llega una más luego que debiera a lo que el que el Comendador de Montizón llamaba «arrabal de senectud». Que no en vano se ha dicho que el campo envejece, embrutece y envilece. Y en España, fuera de Madrid y Barcelona, todo es paisaje. Con lo que, y sabiendo que andaba por aquellos días brujuleando por Sevilla a la búsqueda de madamitas para una casa de Madrid, más sonada que nariz con romadizo, una cierta Soledad, dime a buscarla y no me fue muy difícil, que como las tales no suelen frecuentar los alcázares ni las casas donde reina la honestidad, pronto la alcancé, que por donde andas ando. Viendo mi palmito, luego se dio a partido, describiéndome, como es de rigor en estos casos, un porvenir tan risueño, candesco y piramidal, que yo ni a titubear alcancé. Como iba con ganas de darme a mí misma la razón, encontré que no había en ella concepto sin arrimo ni consejo sin autoridad. ¿Cómo pensar que no fuese cierto lo de la sarta de perlas, lo de los collares de brillantes, lo de las arracadas
  • 76. 76 de zafiros y lo de los anillos de rubíes que para mí trabajaban ya los joyeros de la corte? ¿Cómo dudar de que sería solicitada por príncipes y duques, marqueses y condes de los que empapelan las habitaciones con papiros de a mil pesetas, y alfombran el suelo con tapices persianos, más mullidos que una nube y más costosos que un cortijo? Y ¿cómo olvidarse de los piafantes corceles y de las estofadas berlinas, y de los banquetes que hicieran llorar de envidia a Cayo Pompeyo Trimalción? Cierto que todo esto había de diferirse hasta no llegar a Madrid, ciudad feérica, compendio de esplendores, suntuosidad y fausto. Entretanto, ella me adelantaba treinta pesetas, que con cincuenta que yo le saqué a cuatro cachivaches que ornamentaban la casa Gonzalo-leonina, tuve que dejar a mi madre. Al fin y al cabo, hambre que espera hartura no es hambre, y ya entraba en mis cálculos regresar de allí a tres meses, y comprar el palacio de San Telmo y alguna que otra chuchería por el estilo.
  • 78. 78
  • 79. 79 Llegado a esta página, dirá el lector, ¿qué clase de bachillera es esta que así pretende venir a despatarrarnos con un librejo todo él taraceado de romance arcaico, español modernísimo, sentencias, hemistiquios, citas, versos y latinajos? Aquí hay gazapo, y detrás de esta mujercilla alguien se esconde. En este predicamento andamos las mujeres en España, que no podemos dar de nosotras sino decadencias pueriles, palabras ruidosas o conceptos desaliñados, guardándose los hombres para sí la compostura del estilo y la geométrica sublimidad de los pensamientos. Me desnudo de toda pasión para decirle al sexo fuerte que deponen en contrario, desde Santa Teresa de Jesús a Emilia Pardo Bazán, muy buenas testigos. Sobradamente sé que he debido cribar en cernero de apretado cedazo no pocos parrafillos por donde asoman granzones de erudición de no muy buena calidad, y que otros no he debido echarlos a perder con impertinentísimos escolios y añadiduras. Mas ¿por qué ha de exigírseme a mí, que soy lega en las absconditences de la crisopeya literaria, lo que a los demás se les perdona? Cierto que mezclar voces magnificentes con palabras triviales y comunes, es grave pecado. Pero ni soy yo la primera que desdeñando el estilo doctrinal o didascálico escribe a la papillota, de manera incuriosa, desgreñada, charra y guedejuda, ni andan las letras españolas tan sobradas de grandes ingenios que no pueda yo escupir en corro y pensar que todo el mundo es país. Lean por vida suya al doctor en garambainas D. Cristóbal de Castro, y verán como a mí se me juzga más blandamente. Alléguenme al estupendo erudito D. Julio Cejador, que anda por ahí con un conceptazo de sabiduría aturrullante, y pensarán que no es mi entendimiento tan cerrado de poros como para sonrojarme.
  • 80. 80 Compárenme, que aunque comparación no sea razón, a veces es necesidad; compárenme, digo, con la Colombine, y advertirán que vengo siendo a su lado aquella perla que, desatada en vino o en agua, se bebió Cleopatra a la salud de Antonio. Donde tanto escritor publica sin punta de sindéresis, ni pizca de entendimiento, ni asomo de meollo, que más que de personas leídas dan cara de pantominos y charlatanes, bien puedo permitirme yo echar mi cuarto a espadas, que dentro del gremio plumífero-femíneo, exceptuando a la susomentada Condesa, para calificarme a mí se necesitan apodos con cinco dedos de tacón. De emoción trepido ya pensando en los peros que van a ponerle a este librejo los críticos sorumbáticos que tanto abundan. Vaya con la dragoncilla, dirán, que sobre querer arrastrar con su cola a medio mundo sideral, pretende empujarnos sus masturbaciones a trágala perra. Escamonde, escamonde su obrilla y salga más acicalada a la calle, que por este fielato no pasa ese matute. Eso si es que no se dan la mano para ponerme cuestiúnculas de poco más o menos, o bien conspiran en silencio contra mí. Por cierto que semejantes conspiraciones me tienen muy descuidada, pues de este libro, cuando no haya quien compre toda la edición para retirarla, sobrará quien lo busque para recrearse. De memoria me sé yo a esos críticos, que a la tercera paletada se les cansa la alegoría, y que bostezando ignorancia se las dan de personas, porque aprendieron de memoria cuatro sentencias que encajan a diestro y siniestro. Si piensan que pasan por entendidos, sepan que sólo los que son tan botos como ellos quedan boquiabiertos: a los inteligentes les abruma tanta pedantería. Ha de mostrarse la cultura por modo alusivo, como brote de árbol lozano, y en manera alguna como farol de colorines que se cuelga del ramaje. Bien que prefiera sin titubeos a estos que por no haber sabido leer necesitan demostrar que leyeron, que a los que hacen gala de su calvicie intelectual y desdeñan la referencia traída con oportunidad, el latín que no entienden o la cita del autor que no conocen.