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REFORZAR LA VIGENCIA DE LA CIENCIA EN LA
UNIVERSIDAD
Que la universidad es la casa donde se cultiva el pensamiento
racional, científico y crítico es una es una verdad
incuestionable. En este ámbito no hay cabida para el pensamiento
mágico, irracional, dogmático, salvo para ser cuestionado con
suficientes argumentos científicos. Sin embargo, no resulta
extraño observar en su seno una serie de seudociencias, dogmas
religiosos, supercherías y una sarta de creencias que contradicen
el más elemental sentido de la razón que debe primar en la
educación superior.
Algunas evidencias empíricas e investigaciones diagnósticas nos
han permitido reconocer que la academia todavía tiene que bregar
mucho para excluir un sinnúmero de creencias reñidas con la
ciencia. Ejemplos existen en demasía: buen número de profesores
y estudiantes dan por aceptado la posibilidad de poderes
paranormales que contradicen las leyes de la Física; creen en la
existencia de extraterrestres, ovnis, fantasmas y espíritus,
adivinaciones astrológicas, curaciones milagrosas, el alma, seres
divinos … llegan inclusive a levantar altares y realizar ritos a lo
interno de sus ambientes. A pesar de dictar y recibir varias
asignaturas científicas, sostienen el origen divino del universo, el
mundo y de la especie humana. Son las estupideces que denunciaba
Bertrand Russell hace algunas décadas.
Muchos pueden rebatir esta argumentación aduciendo que son
convicciones personales y que en ellas nadie puede intervenir, a
menos que violente la libertad de los demás o que asuma actitudes
intolerantes. En verdad, los individuos están libres de creer en lo
que ellos quieran, pero esa libertad no les da patente para difundir
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en los claustros de ciencia numerosas ideologías y dogmas
opuestos a los más elementales principios de la razón. La misma
tolerancia que se reclama, deberían ellos tener presente para
abstenerse de introducir doctrinas que van en contra de los
fundamentos científicos y del escepticismo académico.
Se puede razonar que un catedrático o una catedrática que
profese y practique sus credos y convicciones poco o nada pueden
influir en su desempeño académico. Si así fuera no habría ningún
problema, pero el caso es que estas ideologías afloran en el
currículo oculto de las asignaturas. Muchas enseñanzas, mensajes
y actitudes del profesorado están atravesadas de creencias que
discrepan con el conocimiento científico, aunque, de modo explícito
no pretendan difundirlas. El connotado epistemólogo argentino
Mario Bunge opina al respecto: “La superstición, la seudociencia y
la anticiencia, no son basura que puede ser reciclada; se trata de
virus intelectuales que pueden atacar a cualquiera hasta el
extremo de hacer enfermar a toda una cultura”
En cuanto a las seudociencias, asimismo es frecuente observar
cómo se las enseñan en las aulas, hasta con gran solemnidad,
creyendo que tienen respaldo científico por el solo hecho de
ser conocimientos de moda. Solo se exponen algunos casos
ilustrativos: el psicoanálisis, el conductismo, la psicología
positiva, el diseño inteligente, la homeopatía, el biomagnetismo,
la acupuntura, el feng Shui, el esoterismo, las medicinas
alternativas …
De igual manera, muchos saberes que se transmiten en las
universidades son auténticas falacias, sofismas, mitos, ideologías,
las cuales han servido y sirven al poder dominante. Así, las ciencias
administrativa y económica del neoliberalismo que se erige como
paradigma de conocimiento válido está plagada de imposturas que
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son recitadas ingenuamente por los profesores de estas
disciplinas: las leyes del mercado (rentabilidad, competitividad,
eficiencia), la privatización como solución a la ineficiencia Estatal,
gestión gerencialista de todos los sectores económicos, sociales,
educativos y de servicios, la calidad total, el capital humano, el
emprendimiento, el valor agregado, la igualdad de oportunidades,
la meritocracia, el capitalismo humano, la ecología verde, la
producción ilimitada, el consumo indefinido, la rentabilidad como
máximo objetivo del trabajo humano, el control científico del
personal, la ventaja corporativa y un largo etcétera.
Los campos educativo y psicológico no escapan de los mitos y
falacias, entre ellas: la educación holística, la herencia de la
inteligencia, la medición de la inteligencia y las aptitudes mentales,
la autoestima, el “coaching”, el liderazgo, las pruebas para medir
la calidad educativa y los aprendizajes, los estándares educativos,
el ISSO en la educación, las Pruebas Pisa, los rankings de calidad
educativa, los libros de autoayuda para solucionar todos los males
de la humanidad … “Todos los cerebros del mundo son impotentes
contra cualquier estupidez que esté de moda”, dijo Montaige,
La ciencia médica está llena de mentiras y fallos, debido sobre
todo a la codicia de las transnacionales farmacéuticas. “Hablar de
salud es hablar de negocios” dicen los expertos. Por lo menos el 80
% de las medicinas y productos médicos y sanitarios que se
fabrican son peligrosas para la salud humana. Ahora curar a la
persona se ha limitado solo a la receta de medicamentos, no al
tratamiento de los pacientes. Como expresa Abad (2010): “El
capitalismo entrena a los médicos, a las enfermeras y a los
trabajadores de la salud como se entrena a un ejército de
mercenarios vendedores de análisis cínicos, estudios diagnósticos,
cirugías, medicamentos y terapias. Las materias y reflexiones
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humanísticas, la conciencia social, brillan fulgurosamente por su
ausencia y precariedad. Les uniforman las cabezas con
aspiraciones y sueños burgueses para que exhiban impúdicamente
su lealtad convenenciera a los negocios de dueños de los
laboratorios que ya antes entrenaron a sus jefes”. Algunas
indagaciones de expertos han demostrado que llegan a inventar o
crear enfermedades para favorecer a los mercaderes de la
medicina.
Las ciencias ambientales no son inmunes a las demagogias y
falsedades; la mejor prueba son los numerosos peligros que se
ciernen sobre el agua, el aire, el suelo, los vegetales, los animales,
que amenazan con acabar la vida en el planeta. Los productos y
descubrimientos, supuestamente científicos, como la extensa lista
de sustancias químicas, los aditivos, los transgénicos, las técnicas
de extracción minera, explotación agrícola, turística, los
agrotóxicos … son de enseñanza frecuente en las aulas
universitarias.
El conocimiento histórico a nivel mundial, de su lado, está lleno de
mixtificaciones que han servido al poder colonial, imperial y a
nuestras burguesías criollas. Nos han fabricado líderes de
abolengo, héroes, caudillos militares, ejércitos triunfadores y un
patrioterismo guerrista a costa de la pobreza del pueblo. Difícil
negar que las conflagraciones actuales del imperio se han
fundamentado en groseras falsedades, todo con el afán de
comercializar armas que les deja altos réditos a los fabricantes,
así como para aprovecharse de los recursos mineros de las
naciones invadidas.
Después de este breve recuento, usted puede decir: ¿Con qué nos
quedamos?, ¿es que nada vale?
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No ha sido nuestra intención insinuar este mensaje. De hecho,
existe mucha ciencia válida que ha perdurado a través de los siglos,
pero hay que aquilatarla epistemológicamente para trabajarla en
las aulas. No cualquier conocimiento que asoma ahora en las redes,
gracias a las novelerías o a un trabajado marketing mercantilista,
deben se asimilado por profesores y alumnos; de hecho, la
información debe ser pasada por un riguroso tamiz crítico y
científico. A manera de receta, podría decirse que una forma de
lograr este objetivo es preguntarse: ¿cuál es la validez,
confiabilidad de un conocimiento determinado? Para responder de
manera aproximada esta inquietud es necesario contrastar las
teorías, descubrimientos e ideas, recurriendo a diversos autores
e investigadores.
La teoría epistemológica (cómo se origina y como se valida el
conocimiento para alcanzar la categoría de ciencia) que sirve
de soporte a la investigación en la universidad está, asimismo,
contaminada con una buena cantidad de concepciones erróneas
y falacias que obstaculizan la consecución del verdadero
conocimiento científico, pueden citarse:
La ciencia surge a partir de la experiencia (empirismo)
La ciencia parte de observaciones rigurosas para llegar a
la formulación de leyes (inductivismo)
El único conocimiento válido es el que puede observarse,
medirse, experimentarse (positivismo).
El conocimiento científico es válido y absoluto.
El método científico es el único instrumento para hacer
ciencia.
El conocimiento científico puede transmitirse.
La ciencia es un conocimiento descontextualizado,
ahistórico y neutral.
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Todo el anterior análisis permite reconocer que en materia de
genuina ciencia, más que nada en los países emergentes, casi todo
está por hacerse; inclusive la sociedad mundial requiere con
urgencia un nuevo conocimiento que sirva al crecimiento del
hombre, a la fraternidad humana y al respeto a la Madre Tierra, a
diferencia de la “ciencia occidental” que ha desvirtuado estos
principios. “Estamos sumergidos en el pensamiento de la
Epistemología del Norte, y estamos tan acostumbrados al
universalismo y a las teorías generales que necesitamos, sobre
todo, una teoría general sobre la imposibilidad de una teoría
general”, (Souza, 2012).
Obviamente, la auténtica ciencia no puede ser realizada por
los mercaderes porque solo miran su provecho, sino por los
jóvenes limpios de corazón e institutos comprometidos con sus
pueblos que piensan en sus semejantes antes que el reporte
económico personal o grupal. Una ciencia que no sea negocio,
sino servicio; una ciencia que eleve al hombre por sobre las
fuerzas de la irracionalidad; una ciencia que nos vuelva más
humanos; una ciencia que salve a la Pacha Mama, esas son las
impostergables tareas del paradigma del Buen Vivir. Como
sugiere el mismo Souza, una epistemología alternativa debe
integrar dos procedimientos la ecología de saberes y la
traducción intercultural en la cual intervienen, de modo
necesario, diversos enfoques creados por las culturas. ”Las
Epistemologías del Sur tienen que dialogar, argumentar,
contrargumentar con otras epistemologías. Y es ahí donde
vamos a encontrar su fuerza”.
El sociólogo venezolano Eduardo Lander (2005) nos advierte sobre
las complicaciones de generar conocimiento en una sociedad
dominada por la ciencia neoliberal. “¿Cómo reflexionar sobre la
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enseñanza de la ciencia desde estructuras fuertemente
occidentalizadas y mercantilizadas? ¿De qué manera la producción
de conocimiento estandarizada científicamente (racionalidad,
objetividad, etc.) y su apropiación pueden dialogar con otras
formas de conocimientos? ¿Se puede construir un saber científico
que cumpliendo con los estándares occidentales permita una
educación que contemple otros valores y que se autoanalice en sus
atravesamientos contextuales?”
De otro lado, la mejor muestra de carácter dominante del
conocimiento occidental es la ínfima presencia del conocimiento
ancestral en las aulas universitarias. ¿Puede usted testificar que
sus profesores hayan introducido en sus enseñanzas aportes del
conocimiento indígena o de otras culturas?
El valorizar el conocimiento ancestral no significa cerrar
fronteras a todos los conocimientos del primer mundo, de hecho,
existen mucho saber universal que puede contribuir al progreso
socioeconómico y cultural de los pueblos emergentes, pero se
requiere aquilatar suficientemente estos conocimientos para
juzgar si ameritan su enseñanza en las aulas. Ya lo decía hace
muchos años el patriota latinoamericano José Martí: “Injértese
en nuestra cultura, lo mejor de la cultura universal, pero el tronco
ha de seguir siendo nuestra cultura”.
Al respecto, las palabras de Walsh (2001) amplían estas nuevas
concepciones: “Más bien representa la construcción de nuevos
marcos epistemológicos que incorporen y negocien ambos
conocimientos, el indígena y el occidentalizado (y sus bases
teóricas como experienciales), considerando siempre
fundamentales la colonialidad de poder y la diferencia colonial a la
que han estado sometidos”. Los pensadores de la colonialidad,
sugieren que ambas corrientes deben dialogar, no debatir, sus
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posiciones no son antagónicas ni adversarias, sino más bien
compañeras y cómplices. Las sabias palabras de Freire (200”)
confirman esta tesis: “No pienso auténticamente si los otros no
piensan también. Simplemente no puedo pensar por los otros, ni sin
los otros”.
Pero este diálogo es casi imposible desde la “superioridad”
epistemológica del norte, porque a lo largo de la historia con la
llegada de la modernidad a nuestros pueblos, se reprimieron y
desprestigiaron las formas de conocimiento indígena, se
desmantelaron sus sistemas legales, su organización económica,
sus relaciones comunitarias, su filosofía, sus símbolos y patrones
de expresión. Solo en los últimos tiempos se está reconociendo,
por ejemplo, el valor de la cosmovisión andina para el cuidado del
medioambiente, para la convivencia de los pueblos y para la
instauración de la economía solidaria.
El pensador argentino Walter Mignolo (2001), va más allá al sugerir
que los académicos deberían dedicar tiempo al ejercicio
intelectual que los lleve a tomar un papel más protagónico en la
producción de conocimientos válidos y pertinentes que deben ser
construidos por ellos mismos. El autor formula tres preguntas
claves que deberían plantear todos los académicos en su labor:
¿Qué tipo de conocimiento/comprensión (epistemología y
hermenéutica) queremos/necesitamos producir y trasmitir?
¿A quiénes y para qué?
¿Qué métodos/teorías son relevantes para el
conocimiento/comprensión que queremos/necesitamos
producir y transmitir?
¿Con qué fines queremos/necesitamos producir y transmitir
tal tipo de conocimiento/comprensión?
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Todas estas reflexiones deben ser una voz de alerta para los
nuevos docentes que han asimilado una gran cantidad de
saberes de las áreas natural, social, técnica y cultural
originados en el primer mundo. Se copia conocimientos o
verdades elaboradas y se las reproduce en las aulas, sin
percibir que esa ciencia puede estar contribuyendo a
profundizar la dependencia de las naciones menos
desarrolladas. Para Foucault (1998), detrás de la fachada de
la VERDAD se esconde toda una voluntad de poder y esta
VERDAD no es más que una justificación para aplastar y
dominar, para exigir conformidad y sumisión. Y es que el
conocimiento, el saber, impone una doble represión: la que
condena al silencio los discursos “excluidos” y la que determina
y ordena los discursos “aceptables”.
De tal modo, que usted como flamante académico debería tener en
cuenta la advertencia del pensador norteamericano Michael Apple;
“Bien harían los educadores primero averiguar ¿a quién pertenece
un conocimiento determinado, a quién sirve y qué beneficios
obtiene? No se trata pues de pararse frente a un grupo de
estudiantes y transferir ciencia y tecnología, a diestra y siniestra,
sin saber que esa ciencia puede estar sirviendo a objetivos
espurios del usufructo económico y del dominio”.
Debe concienciar usted, además, que esta convencional forma de
actuar ubica a los catedráticos en una posición poco digna, pues se
convierten en simples cajas de resonancia, con todas las
limitaciones que tienen, de lo que se descubre o inventa en otras
naciones, en especial del primer mundo. ¿Se ha preguntado cuánto
del conocimiento que recibió como estudiante fue producto de las
investigaciones, los descubrimientos y las invenciones de sus
profesores?
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Si responde que ha sido casi inexistente, deduzca la labor que le
corresponde desplegar como docente universitario con sus futuros
discípulos. Como explican Vélez y otros (2002): “Este panorama
problemático, nos conduce a los docentes universitarios a la
condición de repetidores de discursos, de validadores de
pensamiento, de obreritos racionales del conocimiento en sus
relaciones continuistas de poder, donde la unicidad ha estado
presente para los modelos de generación del saber; como de
enseñanza aprendizaje, educando para la obediencia mental y la
parálisis perpetua del siglo de la ilustración de nuestras
universidades”.
Este discernimiento no significa, insistamos, oponerse sin
mayor argumento a la ciencia foránea, sino saber acoger
críticamente aquel conocimiento que sirve para el desarrollo
nacional o, por lo menos, adaptarlo a nuestras particularidades
contextuales. Aunque lo mejor sería que los docentes
universitarios dedicaran tiempo y esfuerzo a la búsqueda de
nuevos descubrimientos que aporten a superar los males y
rezagos de su país y, de modo complementario, que ese saber
pueda ser discutido y hasta desarrollado en las aulas, para
motivar el espíritu investigativo de sus discípulos.
El problema es que, en la sociedad gobernada por un poder
oligárquico, de modo necesario, impondrá sus intereses de tipo
económico, político, ideológico y cultural a través del
conocimiento científico. Y actualmente el neoliberalismo, con su
expresión concreta el mercado, es quien controla, de manera
abrumadora, el conocimiento que se crea y difunde en el mundo.
De Souza propone deconstruir estos conocimientos dentro de
los centros de educación: “El conocimiento significativo y las
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innovaciones relevantes para la mayoría históricamente excluida
sólo pueden emerger de mentes descolonizadas.”
Aunque estas reflexiones le pueden parecer convincentes, usted y
muchos académicos y no se diga los profesionales comunes pueden
impugnarlas, inclusive de modo airado; su réplica sería más menos
la siguiente: “Solo un ciego podría negar que la ciencia y la
tecnología que vive el mundo no es conocimiento válido y poderoso,
solo hace falta ver los grandes adelantos que la humanidad ha
alcanzado gracias a la ciencia sobre todo occidental”. En efecto,
vivimos obnubilados por los viajes espaciales, la energía nuclear, la
robótica, la informática, la tecnología comunicacional, la
manipulación genética, los avances médicos, los electrodomésticos
cada vez más sofisticados, las ciudades deslumbrantes, los
supermercados opulentos, los espectáculos rutilantes y un largo
etcétera, todo lo cual demostraría la superioridad del desarrollo
capitalista fundamentada en el avance científico-tecnológico.
Ante esta objeción numerosos intelectuales del mundo entre
ellos Chomsky, Morin, Bauman, Saramago, Galeano se
preguntan: ¿en qué medida estos portentosos avances
tecnocientíficos han contribuido a eliminar desgracias del
planeta: subsistencia infrahumana de mil millones de habitantes
y cuatro mil millones en condiciones precarias; creciente
desempleo que margina sobre todo a la juventud; explotación
de la fuerza productiva de los obreros; aumento del número de
migrantes; agotamiento del suelo, aire y agua; extinción de
especies animales y vegetales; aparición de nuevas pandemias;
aumento escandaloso de la concentración de la riqueza;
crecimiento de múltiples formas de corrupción; difusión del
terrorismo y de las guerras; intensificación del armamentismo;
tugurización creciente en las grandes ciudades; vigencia del
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racismo y la xenofobia; profundización de la alienación de los
seres humanos, extensión del comercio de personas; en fin, el
listado podría extenderse.
Si toda la riqueza acumulada en pocas manos y toda la ciencia del
mundo no han podido solucionar estos males, y en algunos casos los
han profundizado, resulta todo un estigma para la humanidad, en
general, y para ciencia occidental en forma específica. La
eliminación solo de los gastos en armamento, en guerras y el
narcotráfico (3 billones dólares anuales), excluiría de la faz de la
tierra todos los cuadros estremecedores que viven los habitantes
del mundo: pobreza y hambre de niños y mujeres, desempleados,
marginados, migrantes, desplazados, esclavos, enfermos por
condiciones insalubres …¿cómo explicarnos esta abominable
contradicción si no es por el imperio de un sistema antihumano que
se precia de los adelantos de la ciencia y la técnica?
Esta reflexión avala las palabras de Innerarity (2013), de que
el conocimiento, más que un medio para saber, es un
instrumento para convivir, expresado en su libro La democracia
del conocimiento. “Su función más importante no consiste en
reflejar una supuesta verdad objetiva, sino en convertirse en
el dispositivo más poderoso a la hora de configurar un espacio
democrático de vida común entre los seres humanos”.
Estos hechos obligan a estar de acuerdo con Morin (2011) quien
dice que vivimos en un Titanic planetario:” La nave espacial Tierra
se propulsa mediante cuatro motores incontrolados: la ciencia, la
técnica, la economía y el lucro, poseedores, cada uno, de una
sed insaciable: la sed de conocimiento (ciencia), la de poder
(técnica), de la posesión y la de las riquezas … La economía
propulsada y propulsora de un capitalismo desenfrenado, fuera
de todo control, que contribuye a esa carrera al abismo”.
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Ahora bien, ¿qué pueden hacer los que trabajan en las casas de la
ciencia? es la inquietud ineludible. Gravísima responsabilidad la de
generar ciencia para lograr eliminar o corregir los baldones del
planeta Tierra, que golpean con mayor crudeza a los pueblos del
Sur. Por supuesto, que será muy difícil que la simple copia del
conocimiento científico hegemónico o imitando los modos de vida
de las metrópolis se pueda eliminar la lacra del subdesarrollo,
porque la mayoría de ese conocimiento ha sido concebido y
utilizado para sojuzgar a los pueblos. Sobre este tipo de ciencia
Chomsky dice: “En los problemas comunes de la vida humana, la
ciencia nos dice muy poco, y los científicos, como personas, sin
duda no son ninguna guía. De hecho, son a menudo la peor de guía,
ya que a menudo tienden a concentrarse, como un láser, en sus
propios intereses profesionales, y saben muy poco sobre el
mundo”. En síntesis, cualquier progreso servirá de poco si no
aporta al genuino adelanto de la humanidad, pues hasta ahora la
población de la Tierra ha sido puesta al servicio del crecimiento
económico, cuyos mayores beneficiarios han sido una minúscula
élite del mundo.
Pero quizás lo más estremecedor sea que los prodigiosos adelantos
científico-tecnológicos no hayan contribuido al crecimiento moral
de la humanidad, cuando puede verse por doquier los más
grotescos atentados contra los seres humanos. Según, Hedges
(2015) la creencia que el avance de la ciencia podría traer un
mundo más ético es un engaño dentro del orden capitalista.
“La ingenua creencia en que la historia es lineal, en que el
progreso moral acompaña al progreso técnico, es una forma de
ilusión colectiva. Paraliza nuestra capacidad para actuar de
forma radical y nos apacigua con un falso sentido de seguridad.
Quienes se agarran al mito del progreso humano, creyendo que
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el mundo se mueve inevitablemente hacia un estado moral y
material superior, se convierten en rehenes del poder. Sólo
quienes aceptan la posibilidad muy real de la distopía, del auge
de un despiadado totalitarismo corporativo, reforzado por el
aparato de seguridad y vigilancia más terrorífico en la historia
humana, podrán llevar a cabo el autosacrificio necesario para
la sublevación”.
No está demás advertir que la ciencia por sí misma no es la
causante de los males del mundo, sino quienes la han desfigurado
y pervertido, convirtiéndola en una mercancía que aumenta el
poder económico de las élites. “Desgajada la ciencia de su
compromiso con la humanidad se convierte en un monstruo que
no se detiene ante nada ni ante nadie” (Hernández Aristu,
2001).
Una arista poco estudiada de la promoción de la ciencia en la
universidad ha sido el papel de la mujer en la producción científica.
Por desgracia, los chauvinismos patriarcales, androcéntricos,
machistas de la cultura occidental han provocado que por milenios
la mujer se reducido a posiciones secundarias en el concierto
intelectual, cultural, no se diga científico. Aunque la misma ciencia
ha desvirtuado el infamante prejuicio de la inferioridad de la
mujer, diversos atavismos propios del sistema dominante
perduran, lo prueba diversos hechos como la diferencia salarial, la
menor presencia en cargos de directivos, la escasa promoción de
la mujer y la convicción de que la maternidad limita sus
aspiraciones académicas.
Aunque hay avances para superar estas rémoras, ciertamente la
academia debería ser la primera institución social que devuelva la
mujer su rol en la producción intelectual, cultural y científica. Este
objetivo requiere que primero eliminemos las telarañas mentales,
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de hombres y mujeres, que hemos internalizado de la sociedad
judeo-cristiana y del capitalismo androcéntrico. En segundo lugar,
la docencia universitaria debe promover el permanente trabajo
investigativo individual y colectivo de los dos géneros. En tercer
lugar, generar motivaciones científicas con mayor intensidad en
las estudiantes mujeres.
Sin acciones concretas para incentivar y promover la participación
de las mujeres en la producción científica, estaremos perdiendo el
50 % del potencial intelectual de nuestras instituciones y del país,
y dados los requerimientos nacionales en ciencia y cultura, no
podemos darnos el lujo de perder ese potencial. “Debemos lograr
una comunidad científica, accesible e igualitaria que efectúe sin
trabas la crítica intersubjetiva que nos proporcione un
conocimiento fiable. Y eso nos posible, si se deja de lado a la mitad
de la humanidad” (Eulalia Pérez, 2013).