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¿QUÉ ES MÁS IMPORTANTE: LAS CAUSAS O LOS MOTIVOS…?
Por: Pedro Fulleda Bandera
Uno de los principales retos que afrontan las personas en su cotidiano quehacer es
comprender por qué ocurren los múltiples y en ocasiones inesperados sucesos que rodean
su existencia. Y esto es muy importante, pues de ello depende una toma de decisiones
acertadas para salir exitosos en cada caso. Ante la influencia de factores externos, que
constantemente llegan por diferentes vías y agentes, tanto ambientales como humanos, las
personas tienen dos tipos básicos de actuación: de manera reactiva y de forma racional.
El modo reactivo responde a instintos propios de nuestra condición animal, inscriptos
indeleblemente en nuestros códigos genéticos, por los cuales toda acción provoca una
reacción. De modo que obramos instantáneamente, sin que medie una evaluación de los
hechos y las circunstancias en que se producen, con el único interés de la preservación
individual, desencadenando lo que se conoce como instinto de conservación. Así, si
escuchamos un disparo en nuestra cercanía la reacción inmediata será encoger el cuerpo,
bajar nuestra altura corporal, y no ponernos a discernir en dónde se produjo la detonación o
qué grado de amenaza representa para nosotros. Es una reacción que puede salvarnos la
vida, pero que igualmente nos puede hacer correr en la dirección equivocada.
El modo racional responde a procesos mentales propios de nuestra condición
humana, y por tanto exclusivos del Homo Sapiens, por los cuales sometemos toda influencia
sensorial al filtro de la racionalidad, a partir del conocimiento adquirido tanto por la
experiencia personal como por el aprendizaje, para evaluar el nivel de amenaza a nuestra
integridad, y entonces actuaremos en consecuencia no de forma impulsiva, sino consciente.
Un ejemplo para ilustrarlo: estamos en un descampado, y escuchamos el poderoso
estallido de un trueno; lo reactivo es arrojarnos de inmediato al suelo, para no ser el objeto
más elevado en el entorno, lo cual es adecuado, pero sin dudas innecesario, porque la
racionalidad nos indica lo siguiente: el trueno que escuchamos ya no nos alcanzará, pues la
descarga eléctrica viaja más rápido que el sonido, y si logramos oírlo es porque ya cayó en
otro sitio, y además, si lo hemos leído en algún sitio sabremos que el tiempo entre el
relámpago que anuncia la caída del rayo y el trueno correspondiente permite calcular a qué
distancia estamos del fenómeno, si se acerca o se aleja, por lo que tal vez estemos en
condiciones para llegar, tranquilamente, a un lugar seguro.
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De modo que las respuestas racionales son las más adecuadas ante factores
externos de diversa índole, sin olvidar, por supuesto, que en numerosas ocasiones la
magnitud del peligro obliga a actuar de forma reactiva, cuando es evidente una amenaza
inminente, pero incluso en estos casos extremos saldremos mejor parados si estamos
preparados, lo cual es un resultado de la racionalidad en nuestro comportamiento habitual.
El secreto está en desarrollar la capacidad de prevenir y actuar frente a riesgos y amenazas
del entorno, con lo que nuestras reacciones no serán primitivas, sino que responderán a
habilidades conscientemente adquiridas y perfeccionadas. Es lo que ocurre con un maestro
en artes marciales que, inesperadamente, recibe un asalto en la calle; su preparación
racional le permitirá responder instintivamente al ataque, con más efectividad que alguien no
previamente preparado, devolviendo no manotazos al aire, sino contundentes maniobras
que aniquilen a los agresores.
Los casos extremos que he puesto como ejemplos no se dan, afortunadamente, todos
los días y en todos los contextos. Pero, lo que sí se da continuamente son situaciones
provocadas por el comportamiento de las personas que nos rodean, incluso nuestros seres
más queridos en el seno familiar, generando estados de ánimo desagradables y traumáticos,
ante los cuales tendremos, inevitablemente, dos maneras de responder: de forma reactiva o
de modo racional. La primera generará sin dudas un conflictivo círculo de acción-reacción,
que de ningún modo permitirá resolver el problema, sino más bien lo agrandará. En cuanto
a la segunda, es obviamente la respuesta adecuada, pero para eso tendríamos que estar
preparados para el correcto ejercicio de nuestra racionalidad.
Todos los seres humanos pertenecemos a la gran especie Homo Sapiens, el “hombre
que sabe”, que apareció en el planeta hace más de 300 mil años, para finalmente
conquistarlo, superando a las demás especies de homínidos e incluso a la propia Naturaleza.
La Antropología otorga una definición superior a nuestra especie, con el nombre Homo
Sapiens Sapiens, que significa “hombre que sabe que sabe”. Pero, fatalmente, esto no
identifica a toda la diversidad de seres humanos que han existido, existen y existirán sobre
la Tierra, pues, si bien todos poseemos, por dictamen genético, la propiedad de ser
inteligentes, muchísimos más que los deseados no tienen la capacidad necesaria para
ejercer de forma adecuada dicha propiedad. En resumen: “no saben que saben…” Para ese
elevado por ciento de seres humanos la racionalidad es un concepto desconocido. Y todas
sus acciones en el cotidiano quehacer están dictadas por un brutal y primitivo principio de
reacción, con sus catastróficas consecuencias tanto en el plano familiar como social.
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La clave para desarrollar y aplicar la racionalidad en nuestras acciones es muy
sencilla, y así como el modo reactivo se basa en la fórmula acción-reacción, el racional tiene
como fundamento otro modelo: el de causa-efecto. El fundamento de dicho modelo es un
principio inherente a la propia existencia material en el Universo: todo proceso, no importa
su naturaleza y magnitud, es el efecto de una causa que le da origen, y a la vez se convierte
en causa de un efecto subsiguiente, en un proceso indetenible de transformaciones
dialécticamente indetenible a todo lo largo de la existencia. Nada escapa a esta dinámica,
desde las infinitas extensiones cósmicas, hasta las relaciones interpersonales en la sociedad
humana.
Para diversas corrientes filosóficas a lo largo de la historia del pensamiento científico,
el determinismo es la piedra angular para explicar la existencia, resumiéndose como que
todo efecto está determinado por una causa, y se convierte a su vez en causa de un nuevo
efecto, en una espiral ascendente de desarrollo mediante una acumulación de cambios
cuantitativos que provocan transformaciones cualitativas. Incluso fenómenos caóticos e
imprevistos, muy comunes en la existencia, responden a procesos causales, en algunos
casos sumamente complejos y difíciles de comprender, y en otros aún desconocidos por la
ciencia.
Pero, dejando de lado las complejidades del quehacer científico, es posible en la
simple cotidianeidad de las relaciones interpersonales aplicar los fundamentos de un
determinismo efectivo y singular, desarrollando la capacidad para descubrir, en las acciones
de quienes nos rodean, las verdaderas causas, y no aquello que pudiera justificarlas a simple
vista: motivos que pueden desencadenar los efectos, pero que, en ningún modo los originan.
El principal error en la evaluación del comportamiento humano consiste en confundir
causas con motivos. Toda actuación tendrá ambos componentes, pero las consecuencias
de unas y otros son muy diferentes. Mientras las causas generan efectos y son la real
explicación de su existencia, los motivos provocan que se manifiesten. Las causas de un
determinado proceso pueden estar latentes durante largos períodos de tiempo, incubándose
en la existencia individual o social, pero sólo cuando ocurra un determinado motivo tal efecto
se presentará. Las causas son como el barril de pólvora, mientras que los motivos serán la
chispa que lo hará estallar. Una enfermedad se manifiesta por los síntomas que motivan
malestar y deterioro de la salud, pero la verdadera causa no está en la fiebre o el dolor, sino
en el mal funcionamiento de un determinado órgano o sistema corporal.
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Así que para un correcto ejercicio de racionalidad en la toma de decisiones en el
marco de las relaciones humanas es indispensable tener la necesaria capacidad para
distinguir las verdaderas causas de un efecto, de los motivos que pudieron desencadenarlo.
Por ejemplo: un estallido de violencia entre ambos miembros de una pareja parecería
motivado por una cierta actuación de alguno de sus integrantes, un acto indebido o una
palabra mal interpretada. En medio de la crisis sería imposible para ellos identificar a ese
motivo como solamente “la gota que colmó la copa”, desconociendo que la verdadera causa
del conflicto es otra realidad, que fue acumulándose hasta provocar que la copa estuviese
llena hasta su borde. En tal caso, la ayuda de un psicólogo u otro profesional, como
observador externo y no comprometido con esa realidad, podría evidenciar causas como:
incomunicación en la pareja, ausencia de confianza mutua, exclusión en las decisiones,
problemas traumáticos o de personalidad en algún miembro, etc. De modo que la correcta
solución del conflicto estaría en abordar las causas y no agotarse en la exposición de los
motivos.
Estoy ahora en condiciones de responder la pregunta con que titulo este artículo: ¿qué
es más importante: las causas o los motivos…?
Sin dudas no es adecuado quedarse sólo con los motivos de los efectos, sobre todo
si estos son problemáticos, pues con eso sólo comprenderemos por qué se manifestaron,
pero no por qué surgieron, de modo que no podremos resolverlos exitosamente. Es preciso
descubrir las causas, y cómo modificarlas para eliminar el trauma causado. Sin embargo,
siempre se requerirá de acciones que permitan a los efectos manifestarse, darse a conocer,
y esa es la misión de los motivos. En resumen, son importantes tanto unas como otros,
cuando se aplican con absoluta racionalidad en nuestra toma de decisiones.
No basta con albergar profundos sentimientos hacia una persona… es indispensable
demostrarle amor, hacer que se sienta amada. El amor es la verdadera causa de nuestra
actuación, y nuestras acciones amorosas conllevan los motivos para obtener, como efecto,
una profunda y verdadera relación interpersonal. Tal es, en definitiva, la clave de la
felicidad…