1. HIPÓCRATES*
“Si Dios te marcó, algo en ti vio”, afirma tranquilamente un antiguo dicho popular. En aquellas palabras el conformismo,
el fatalismo, y el eco de una creencia muy antigua se dan cita. Los males físicos, el dolor, las deformidades constituían –en
aquella época– interferencias visibles de los dioses irritados, de la felicidad carnal del hombre pecador. Las enfermedades
eran consideradas castigo, freno de ambiciones desmedidas y disciplina para los excesos físicos.
Partiendo de esa creencia (rayana en la superstición), las enfermedades, el dolor y cuanto achaque físico tuviese el
hombre, sólo podrían hallar alivio mediante la suspensión de los designios punitivos de los dioses. Y aun cuando nuestros
antepasados procurasen que la intención divina de curar se manifestase a través de hierbas, polvos, baños o vapores
medicinales, las aplicaciones de dichos remedios debía hacerse por intermedio de prácticas religiosas y, con asistencia o
auxilio directo de sacerdotes, quienes fungían como el intérprete ideal de las disposiciones divinas.
Siguiendo esta tendencia, el hombre fue seleccionando los múltiples dioses del paganismo: dios de la paz, dios de la
guerra, dios de la fertilidad, dios de las tinieblas, dios del amor, dios de los montes y aguas. El dios que en la antigüedad se
designó para ayudar al mortal en sus dolencias fue Asclepio, hijo de dioses prestigiados por la veneración popular (Apolo y
Cronis). La ascensión del nuevo dios fue muy rápida, tanto que terminó provocando la suprema enfermedad de los dioses de
la mitología: los celos. Zeus, la máxima divinidad del Olimpo griego, utilizó sus poderes para librarse de una popularidad que
le incomodaba, haciendo fulminar con un divino rayo, a su exitoso rival.
El prestigio de Asclepio se inició con su mención en los poemas homéricos. Al principio ganó la admiración de los
hombres, al ser un héroe entre los héroes humanos. Cansado de matar, solicitó al legendario centauro Quirón1
que lo iniciase
en la ciencia de curar. Si antes como guerrero abría innumerables heridas, ahora como Dios, se dedicaría a cerrarlas.
1
El más sabio y más justo de todos los centauros, hijo de Saturno y Filira. Habitaba en el Pelión y fue preceptor de Hércules. Según una leyenda,
murió en la lucha sostenida por Hércules contra los centauros.
2. En el preciso momento en que toma aquella decisión nace la divinidad de Asclepio (nombre que siglos más tarde los
romanos trocarían por el de Esculapio). Dado su inicial origen humano es que los monumentos más antiguos nos muestran un
Asclepio joven, robusto, resuelto y con vestiduras guerreras. ¡Aquélla era una imagen más de un guerrero que la de una
divinidad!
Más tarde, ya libre de las formas humanas y de la ruda aspereza del guerrero helénico, se le muestra con el clásico perfil
de la benevolencia divina. Es en Tesalia, donde a sus monumentos se les añade el bastón, la taza, la serpiente y el gallo –
figuras representativas de la medicina de aquella era–. Las divinidades poseían familia y, Asclepio no fue una excepción, y
para una mayor coherencia de la idealización que realizaba el pueblo a través de sus dioses, la familia del reciente dios fue
dedicada al bienestar de los mortales: Hepiones, la esposa velada por la expulsión de los espíritus malignos que se hubiesen
apoderado del ser humano; su hija, Higia, simbolizaba la anhelada salud, y era representada por una joven de envidiable
cuerpo, codiciada por los hombres y envidiada por las mujeres; el hijo, Telésforo, a quien se le otorgó funciones de genio, era
quien presidía a los convalecientes.
Ya con la estructura necesaria en toda divinidad helénica, el pueblo se dedicó a erigir fastuosos templos en honor de su
nuevo dios. En Atenas, Cos, Pérgamo y en muchas otras ciudades importantes surgieron templos en su honor, en donde
acudían a postrarse, bajo la divina protección de los santuarios allí erigidos, multitudes de enfermos, a los que
inevitablemente se les agregaban pacientes de males crónicos, quienes no sólo imploraban una pronta y milagrosa cura, sino
que también prestaban oído a los consejos y remedios de los curanderos, que en gran número frecuentaban dichos templos,
reclutando allí a sus incrédulos pacientes.
Es a partir del siglo V a.C., y alrededor de los templos levantados en honor a Asclepio, que el mundo helénico fue
tomando conocimiento del arte de curar, arte que nació, de manera casi simultánea en diversos centros médicos fuera de la
Grecia territorial. De hecho, esta intromisión de manos humanas en tareas divinas, parte de Sicilia y Cos –isla del mar Egeo,
cuna de Hipócrates–. Otro centro de reconocida fama médica fue, por ejemplo, Crotona, de donde es originario Democedes,
quien pasó a la historia con el privilegio de haber sido reconocido desde el año 515 a.C., como el primer médico en sí. El
hecho que lo transporta al reconocimiento de generaciones futuras se debe a que encontrándose en Susa (en tiempos del rey
Darío, era la residencia oficial de la suntuosa corte del imperio persa), se le presentó la ocasión de tratar a la esposa del
3. poderoso monarca. Pese a las numerosas protestas de los curanderos oficiales de la corte real, la reina Adossa fue
encomendada a Democedes, quien supo aprovechar la oportunidad y curó a la soberana, logrando el reconocimiento y
agradecimiento público del rey de los persas.
Originario, igualmente de la anteriormente mencionada Crotona, fue Alcmeón quien no sólo investigó, sino que dejó
importantes manuscritos sobre el cuerpo humano, siendo sus trabajos de los primeros que se tiene conocimiento. Igualmente
se dedicó al estudio y observación del nervio óptico y de la trompa de Eustaquio. Es posible que de él haya llegado a
Hipócrates la teoría de que la salud física es el resultado de un equilibrio perfecto entre las condiciones espirituales y
corporales. Por otro lado, el predecesor hipocrático más famoso en el Asia fue Eurifrón, quien dedicó su vida a curar a
quienes padecían de “prisión de vientre” y pleuresía. De poderse confirmar aquellos datos, Eurifrón se convertiría en el
primer especialista del que se tenga conocimiento.
Y si bien a estos y a otros pioneros de la actual medicina les faltó quien los encumbrase y elevase, Hipócrates, en cambio,
gozó de las necesarias amistades para dicha tarea. Amigo de Demócrito y, llevado a la posteridad por la pluma de Suidas2
y
poseedor además de una extraordinaria personalidad, de una viva inteligencia, y de un acertado celo profesional, pudo y supo
recoger muchas de las enseñanzas y principios de sus antecesores. Todo esto reunido sobre la base de sus propios éxitos y la
fama que ellos le acarrearon, fue lo suficientemente fuerte para otorgarle el título de “Padre de la Medicina”, título que pese a
los siglos transcurridos desde aquella remota era, nunca le ha sido rebatido.
Se sabe dónde nació, con quién creció y de quién aprendió el arte de la medicina. Pero el pueblo necesitaba algo más que
un buen linaje; no se atrevían a desafiar la ira de los divinos e implacables dioses. Por tal motivo, y con el fin de evitar la
incómoda ira, el vulgo reconoció a Hipócrates estirpe divina. Sólo de esa manera podrían adorar a Asclepio y hacerse curar
por su enviado divino a la flagelada tierra.
La verdad es que Hipócrates siempre consideró como a sus verdaderos padres al generoso matrimonio que lo cobijó
desde tierna edad, y que no sólo lo trataron con especial deferencia, sino que lo educaron e iniciaron en el aprendizaje de la
2
Gramático y lexicógrafo griego del siglo X, autor de Léxico histórico, biográfico y literario.
4. medicina. Heráclides, su padre adoptivo, se ganaba la vida ejerciendo en los atrios de los templos elevados en honor a
Asclepio, la medicina popular. Aunque él y los demás que se dedicaban a aquella ciencia eran constantemente arrojados y
hostilizados por los sacerdotes-curanderos, quienes veían en aquella actividad una competencia muy seria al tradicional medio
de vida de los fieles sacerdotes. Fenareta, la mujer de Heráclides, ayudaba a su marido saliendo en busca de dolientes y
convenciéndoles de las maravillosas curaciones de su esposo, era además la encargada del mantenimiento del rudimentario y
primitivo laboratorio, donde Heráclides preparaba sus brebajes y polvos curativos.
Para Heráclides y Fenareta la vida transcurría relativamente tranquila, la medicina había logrado crear una cierta aura de
respeto en torno a su marido, y jamás les faltaba alimento. No tenían de que lamentarse, a no ser de los permanentes celos que
dicha profesión causaba entre los sacerdotes-curanderos del dios Asclepio, y de la competencia, cada vez mayor, de los
vendedores de amuletos.
Durante los años de adolescencia de Hipócrates, su padre adoptivo encontró una mayor competencia, ya no sólo en los
anteriormente mencionados, sino en los curanderos que de todas partes del mundo acudían en procura de la rica y selecta
clientela helénica.
Estos y otros problemas, que se agravaban de día a día, obligaron a Heráclides y a su esposa, a meditar sobre el futuro del
joven Hipócrates, a quien ambos amaban como a un auténtico hijo carnal. En base a ese cariño que manifestaban por el hijo
adoptivo es que decidieron hacerlo heredero de no sólo sus conocimientos, sino de su eventual clientela. Hipócrates fue
mandado a estudiar con los mejores preceptores helénicos, y en especial, con el famoso Heródico de Selimbría. Tras su
aprendizaje en aquella ciudad, el joven Hipócrates viajó con objeto de entrar en contacto con desconocidas técnicas del nuevo
arte de la curación, pero contrariando una vieja costumbre, no enfiló hacia el Oriente y Egipto –como era costumbre entre
todos los hombres destacados de aquella época– sino que enrumbó hacia las islas helénicas que se encontraban al norte de la
península, para luego encaminarse hacia la altiva y poderosa Macedonia, que por aquellos momentos era una de las naciones
más fuertes del mundo mediterráneo.
Su arribo a Macedonia, y la consolidación de su fama fueron elementos inmediatos; más aún cuando se anunció que un
médico griego (y a esto agréguese; que todo cuanto subía de la culta Grecia, era superior para los rudos montañeses) les traía
5. los últimos adelantos en el novel arte de la medicina. Para beneficio inmediato de Hipócrates su arribo fue ampliamente
comentado en la corte del soberano macedónico: Pérdicas II3
, quien a la sazón padecía de diversos males contraídos en los
campos de batalla. Al enterarse el rey del valor y fama del notable griego, solicitó que concurriese a su corte a efecto de
someterse a un examen del renombrado Hipócrates.
Y si bien la historia no nos precisa cuáles fueron los males del rey Pérdicas II, sí nos narra el éxito obtenido por
Hipócrates en el tratamiento administrado a su real paciente. A partir de aquella fecha, todos los momentos de Hipócrates
fueron grandes momentos en medio de la fastuosa corte macedónica. No sólo los nobles, sino los jefes militares solicitaban
audiencia con el majestuoso griego; aunque más importante que el éxito en sí, para Hipócrates tenía una máxima importancia
el poder disponer del material humano tan necesario para poner en práctica los conocimientos adquiridos. Y en base a
aquellas experiencias, es que pudo combatir con rotundo suceso una peligrosa epidemia que amenazaba extenderse al resto
del continente. La epidemia en referencia fue traída por las huestes guerreras que incursionaban por las entradas del gi-
gantesco y codiciado imperio asiático. Mientras la epidemia diezmaba al pueblo, fue poco lo que el rey se preocupó; pero el
avance epidémico era inexorable y empezó a cobrar sus primeras víctimas entre los nobles de la corte real, circunstancias en
las que el rey solicitó a Hipócrates que hallase el medio de impedir la propagación de la epidemia, que ya no sólo amenazaba
diezmar la nación macedónica, sino el mundo en sí.
Ni Pérdicas II, ni Hipócrates aceptaban (como aceptaba y creía el pueblo) que la peste flagelaba el país como medio de
castigo divino por los excesos cometidos por el rey y su soldadesca. Hipócrates más bien aceptó la epidemia como un favor
que le proporcionaban los dioses, antes que como un castigo. La plaga le daba oportunidad de trabar contacto con un viejo y
temible enemigo, que de tiempo en tiempo salía de Oriente para internarse en el continente griego dejando muerte y miseria
tras sí. Para un médico como él, interesado no sólo en el conocimiento, sino en la búsqueda de nuevos medios de cura para
antiguos males, valía la pena asistir al proceso epidémico de miles de pobladores –aun cuando esta asistencia implicase el
riesgo de contagio–. Cada víctima de la peste le significaba una nueva experiencia; una nueva mutación de color en el
paciente, era una confirmación de anteriores observaciones, que a la larga acrecentaba el caudal de conocimientos del padre
de la medicina.
3
Rey de Macedonia; murió en el año 413 a.C.
6. La peste al llegar a centros poblados rápidamente alcanzaba su punto máximo de virulencia. ¡Hombre atacado, era
hombre muerto! Hipócrates, al igual que la epidemia, iba de casa en casa; donde hubiese una víctima allí se encontraba él. De
esta manera sus observaciones eran abundantes y muy ricas en experiencias y apreciaciones que tarde o temprano debían
rendir sus frutos. Verificaba los óbitos diurnos y nocturnos, de los viejos y jóvenes, de hombres y mujeres, de los que una vez
contraído el mal, eran colocados al aire libre, y de los que eran situados en ambientes cerrados.
Todos morían por igual y con un lapso casi idéntico de tiempo en que habían contraído la temible y mortal peste.
Examinó campesinos, marineros, soldados, mercenarios; y todos, todos sin excepción, morían por igual. Examinó a los
“apestados” de acuerdo a sus oficios: alfareros, cargadores, hortelanos, comerciantes, viñateros, etc., en esa rama la
mortandad era igualmente grande. Súbitamente reparó en un hecho significativo. Desde que la peste surgiera nadie recordaba
haber enterrado a algún herrero, varios de ellos habían contraído la peste, pero milagrosamente habían logrado salvarse de la
inmisericorde muerte.
¡Sólo los herreros habían logrado salvarse…!
De este notable hecho, Hipócrates partió hacia una deducción simplista pero evidente: los herreros trabajan en la forja,
trabajan en íntima convivencia con las llamas y el calor. Por ende Hipócrates concluyó por deducir que en las llamas, en el
fuego, existía algún poder preventivo, o por lo menos curativo. ¡En las llamas estaba la salvación!
Apenas estaba comprobando este oportuno descubrimiento, cuando se enteró de que la peste empezaba a asolar el norte
de su natal Grecia. La impiedosa peste, luego de haber talado a Macedonia, bajaba en busca de nuevas víctimas amenazando
acabar con su amada Atenas.
Prontamente dispuso el retorno, el cual, y pese a los ruegos y promesas de Pérdicas II, se realizó de inmediato. Hipócrates
no podía estar recibiendo honores y obsequios mientras sus compatriotas eran mortalmente amenazados por la peste; más aún,
cuando era poseedor del prometedor secreto de cómo combatirla y derrotarla.
7. Su viaje fue una carrera angustiosa contra el tiempo: la peste avanzaba, ya se enseñoreaba en los campos, aldeas y
ciudades del norte de Grecia. Su prisa se compensó con su arribo a Atenas antes de que la peste causara pérdidas irreparables.
Inmediatamente se puso en contacto con las autoridades de su natal Atenas, y sólo por el prestigio que había adquirido en
la corte macedónica y en lucha contra la epidemia que avanzaba inexorablemente por toda Grecia, es que logró que aceptasen
su tesis del calor, como medio de combatir la epidemia. Su plan, en líneas generales, era rodear a Atenas de una gigantesca
hoguera; el gobierno y el pueblo colaboraron decididamente con el plan de Hipócrates, y en las plazas, calles principales,
bosques aledaños y en las puertas de acceso a la amurallada Atenas se mantenían durante veinticuatro horas del día hogueras.
El entusiasmo del pueblo y del gobierno por el plan de Hipócrates se redobló conforme a las noticias que llegaban del interior
de Grecia, que era prácticamente diezmado por la epidemia, contrastando con el hecho real de que la epidemia en ningún
momento logró penetrar en la capital griega.
El prestigio y renombre de Hipócrates colindaba en esos momentos con la veneración que era reservada a los dioses de la
mitología. Había alcanzado tal prestigio que ninguna voz se alzó en su contra, cuando Hipócrates fue sustituyendo
gradualmente la medicina hecha de oraciones y supersticiones, en la real medicina basada en remedios. De esa manera y
escudado en su incuestionable prestigio, que lo colocaba a salvo de las intrigas político-religiosas, y de las naturales
rivalidades profesionales, pudo rescatar el arte de la medicina de la prisión en que la había recluido la filosofía y la religión de
antaño. Con tal rescate Hipócrates brindó a la medicina una doctrina y una seriedad ética y técnica que aún hoy en día son
ampliamente aceptadas.
* Texto extraído del tomo II, “Científicos”, de la colección “Grandes Hombres de la Historia” del autor peruano Eduardo
Congrains.