1. HISTORIA DE ROMA-LIB. I
tas horas de la noche, ella estaba entregada a hilar en vela con
sus criadas, sentada en el centro de la casa. El premio de este
certamen femenino fue para Lucrecia. Al llegar su esposo y los 10
Tarquinios fueron recibidos con afabilidad. El marido vencedor
invita cortésmente a los príncipes. En esa ocasión se apoderó de
Sexto Tarquinio la mala pasión de poseer por la fuerza a Lucrecia;
le seducen tanto su belleza como su reconocida honestidad.
Por fin, después de la juvenil diversión de la noche, vol- 11
vieron al campamento.
Al cabo de unos pocos días, Sexto Tarquinio, sin saberlo Co- 58
latino y con un solo acompañante, fue a Colacia. Afablemente 2
recibido allí por personas que ignoraban su plan, después de cenar
fue conducido al dormitorio de los huéspedes. Ardiendo de
amor, cuando parecía que reinaba la tranquilidad y estaban todos
dormidos, entró con la espada desenvainada donde dormía
Lucrecia y, apretando con la mano izquierda el pecho de la mujer,
dijo: «Calla, Lucrecia; soy Sexto Tarquinio; tengo una espada
en la mano; morirás si dejas escapar una palabra.» Espan- 3
tada al despertar, no veía ninguna ayuda y una muerte casi in,
minente; Tarquinio confesaba su amor, suplicaba, mezclaba
amenazas con los ruegos, presionaba en todos los sentidos el ánimo
de la mujer. Cuando la vio obstinada y que ni siquiera la 4
doblegaba el temor a la muerte, añade a este miedo el de la deshonra:
dijo que pondría al lado de ella muerta un esclavo desnudo
degollado, para que se dijera que la habían matado en un
vil adulterio. Ante este terror, fue vencido su obstinado pudor 5
por una pasión aparentemente victoriosa. Cuando partió de allí
Tarquinio, lleno de arrogancia por haber arrancado el honor de
la mujer, Lucrecia, abrumada de tristeza por esta desgracia,
mandó un mismo mensaje a Roma a su padre y a Ardea a su
esposo: que vinieran con un amigo de confianza cada uno; que
era preciso que lo hicieran y pronto; que había ocurrido algo
atroz. Espurio Lucrecio vino con P. Valerio, el hijo de Volesio, 6
Colatino con L. Junio Bruto, con quien casualmente volvía a
Roma cuando le encontró el mensajero de su esposa.
Encuentran a Lucrecia sentada en su cuarto llena de tristeza.
A la llegada de los suyos, le saltaron las lágrimas; a la pre- 7
gunta de su esposo, «¿estás bien?», respondió: «No, ¿cómo puede
2. estar bien una mujer que ha perdido la honra? La huella de
otro hombre está marcada en tu lecho, Colatino. Mas sólo el
cuerpo ha sido violado, mi alma es inocente; la muerte será testigo.
Pero dadme las manos y vuestra palabra de que no habrá
impunidad para el adúltero. Es Sexto Tarquinio, que converti- 8
do de huésped en enemigo, anoche, armado y con violencia, me
arrancó un placer fatal para mí y para él, si vosotros sois hombres.
» Dan todos por orden su palabra; la consuelan, enferma 9
del alma como está, culpando del delito al autor en vez de a la
víctima, diciéndole que delinque la mente, no el cuerpo, y que
donde falta la intención falta la culpa. «Vosotros, dijo, veréis 10
qué se merece él; yo, aunque me reconozco sin culpa, no me libero
del castigo; en adelante ninguna mujer sin honra vivirá sobre
el precedente de Lucrecia.» Un cuchillo que tenía escondi - 11
do en el vestido lo clavó en su corazón y, desplomándose sobre
su propia herida, cayó moribunda. Gritan al unísono el marido
yel padre.
Bruto, mientras ellos lloraban, arrancó el cuchillo con la san- 59
gre chorreante de la herida de Lucrecia y, blandiéndolo ante sÍ,
dijo: «Por esta sangre castÍsima antes del atropello real, juro, y
a vosotros, dioses, os pongo por testigos, que yo castigaré a L.
Tarquinio el Soberbio con su criminal esposa y a toda la raza
de sus hijos con hierro y fuego y con toda la violencia de que
desde este momento sea capaz y que no permitiré que ellos ni
ningún otro reine en Roma.» Entregó después el cuchillo a Co- 2
latino, seguidamente a Lucrecio y a Valerio, llenos de estupor
ante la milagrosa sorpresa del nuevo carácter nacido en el pecho
de Bruto. Juraron según la fórmula, y todos, volviendo del
llanto a la cólera, siguieron como jefe a Bruto que les convocaba
ya a derribar la monarquía.
Sacan de la casa el cuerpo de Lucrecia y lo bajan al foro, y 3
grita la gente, como suele ocurrir, por lo inesperado de la novedad
y por la indignación. Todos por su parte lamentan el crimen
y la violencia del príncipe. Les conmueve tanto la tristeza 4
del padre como Bruto, condenando las lágrimas y los lamentos
inútiles, y alentándolos a tomar las armas como convenía a hombres
y a Romanos, contra los que se han atrevido a actos
hostiles.
Los jóvenes más bravos se presentaron voluntarios con sus 5
armas; les siguió el resto de la juventud. Dejando una guarnición
3. a las puertas con centinelas para que nadie anunciara aquella
revuelta a la familia real, los demás, armados bajo el mando
de Bruto, se dirigieron a Roma. Cuando llegaron allí, por to- 6
dos los lugares por donde pasa la multitud armada produce espanto
y revuelo; pero cuando las gentes ven que la encabezan
los principales ciudadanos, comprenden que cualquier cosa de
que se trate no es temeraria. No menor conmoción causa en 7
Roma que la que había producido en Colacia un suceso tan
atroz; en consecuencia, de todos los rincones de la ciudad la gente
corre al foro. En cuanto la comitiva llegó a él, un pregonero
convocó al pueblo ante el tribuno de los Céleres, magistratura
que entonces desempeñaba Bruto '16. Allí, Bruto pronunció un 8
96 Si los ce/eres eran la escolta del rey no es verosímil que su mando
estuviera
confiado a Bruto. Cicerón (de rep. II 47) asegura que Bruto no ocupaba
ningún cargo: era un priuatus. En todo caso ese tribunado no era propiamente
una magistratura, aunque en vez de escolta se entienda que celeres era
equivalente
a equites, y el jefe de la caballería un subordinado directo del rey.
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