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1 
Infancia posmoderna 
El camino lento de la 
Desinfantilizacion (o infantilización 
generalizada) 
MARIANO NARODOWSKI* 
1) ¿QUÉ FUE LA INFANCIA MODERAN? 
2) ADIÓS A LA INFANCIA 
3) INFANCIAS DESREALIZADAS 
4) ¿FIN DE LA INFANCIA? 
¿QUÉ FUE LA INFAMVIA MODERNA? 
¿Qué es esa cosa llamada infancia? En este 
primer apartado intentaremos demostrar el 
carácter histórico y no natural de la infancia: a 
esta altura ya es redundante afirmar que la 
infancia tal y como la conocemos no es un 
producto “de la naturaleza” sino una 
construcción histórica propia de la modernidad. 
Para lograr ese ob­jetivo, 
se habrán de 
reseñar, aunque brevemente, las principales 
con­tribuciones 
efectuadas en la investigación 
acerca de la infancia des­de 
puntos de vista 
históricos y filosóficos. 
Siguiendo los aportes del clásico estudio de 
Philippe Ariès, El niño y la vida familiar en el 
antiguo régimen, es posible describir las dos 
series que componen este trabajo: la primera 
plantea que es posible definir una etapa 
anterior (al siglo XIII o XIV) en la que nuestros 
actuales sentimien­tos 
de infancia no existían 
en la cultura occidental. Según Aries, los niños 
no eran ni queridos ni odiados en los términos 
que esos senti­mientos 
se expresan en el 
presente. Compartían con los adultos las 
actividades lúdicas, educacionales y 
productivas. Y no se diferen­ciaban 
mayormente de los adultos ni por la ropa que 
portaban ni por los trabajos que efectuaban ni 
por las cosas que normalmente decían o 
callaban. 
La segunda serie es la que describe la 
transición de la antigua a la nueva concepción 
de infancia en Occidente, para lo que se 
destacan dos sentimientos concurrentes de 
infancia: uno es el «mignotage» (mimoseo), 
por el que se reconoce la especificidad del niño 
en algunas nuevas actitudes femeninas, como 
la de las madres y las «nurses», especialmente 
a partir del siglo XVII. Este sentimiento expresa 
la dependencia personal del niño al adulto y la 
necesidad de protección por parte de éste. 
Esto se complementa con una concep­ción 
del 
niño como un ser moralmente heterónomo y 
con el surgi­miento 
del moderno sentimiento 
de amor maternal. El otro senti­miento 
surge 
con el interés por la infancia, pero ahora como 
objeto de estudio y normalización, siendo los 
pedagogos los sujetos desta­cados 
en este 
proceso, y la escuela o, mejor dicho, el proceso 
de escolarización, el escenario observable de 
este interés. 
La obra de Aries, a pesar de sus posteriores 
críticas tal vez a causa de su carácter inicial, 
demuestra claramente que la “infancia” es un 
fenómeno histórico y no meramente natural y 
las características de la misma en el Occidente 
moderno pueden delinearse a partir de la
2 
heteronomía, la dependencia y la negociación 
de obediencia con el adulto a cambio de 
protección. 
Desde el punto de vista histórico, es posible 
afirmar que la institución escolar moderna es el 
dispositivo que se construye para encerrar a la 
niñez y a la adolescencia. Encerradas tanto 
desde el punto de vista corpóreo (encierro 
"material"), como también desde las categorías 
que la pedagogía ha elaborado para 
construirlas (encierro "epistémico"). Se 
observan así dos fenómenos complementarios: 
por un lado, la infancia es la clave de la 
existencia de la pedagogía en tanto dis­curso 
científico; por otro, es imposible comprender el 
proceso de construcción de una infancia 
moderna sin considerar el discurso pedagógico 
como operador y dador de sentidos acerca de 
lo que “es” o “debe ser” la infancia. 
En este contexto, la pedagogía construye un 
concepto que le es propio: el con­cepto 
de 
alumno, cosa que se obtiene separando el 
concepto de infancia para poder luego 
reintegrarlo en el ámbito de las institucio­nes 
escolares. En esta reinserción (o sea, en el 
propio concepto de alumno), persisten los 
elementos capitales de la infancia 
(heteronomía, necesidad de protección, etc.), 
pero ahora reconvertidas, aplicadas en un 
contexto diferente. Para la pedagogía, la 
infancia es un hecho dado, un supuesto 
indiscutible a partir del cual se construye 
teórica y prácticamente al alumno. 
Para el discurso pedagógico la cuestión 
consiste en situar a los cuerpos en posición de 
alumno, a partir de su condición 
presun­tamente 
"natural” (es decir, 
naturalizada por la pedagogía) de niños o 
adolescentes. Así, estos cuerpos quedan 
situados dentro de un supuesto del discurso 
pedagógico para el que la posición de alumno 
implica, en mayor o menor grado, la posición 
de infante, por lo que quien se constituye en 
alumno, cualquiera sea su edad, es situado en 
el «como si» de una cierta infancia heterónoma 
y obediente. 
Justamente, el ser alumno en la institución 
escolar moderna es básicamente ocupar el 
lugar heterónomo de no – saber, contrapuesto 
a la figura del docente, un adulto autónomo 
que sabe. Por lo tanto, la escolarización no 
consiste en otra cosa que el proceso de 
infantilización de una parte de la población, la 
que será restituida en la escuela, pero como 
"alumnos". Esta infantilización no opera 
so­lamente 
sobre niños: todo aquel que ocupe 
el lugar de alumno (sea niño, adolescente o 
adulto) deberá resignar su autonomía en 
cuanto a su saber y posicionarse en forma 
dependiente y heterónoma frente a un docente 
que habrá de decidir qué se enseña, cómo se 
enseña y para qué se enseña. 
El ser alumno de la institución escolar moderna 
consistía en un espacio de inscripción de 
saberes y poderes; un cuerpo inerme que debe 
ser formado, disciplinado, educado, en función 
a una utopía sociopolítica preestablecida y de
3 
acuerdo con ciertas pautas metodológicas. Ser 
alumno no era otra cosa que ser un cuerpo en 
ma­nos 
de un educador. Y por ser indefenso, 
ignorante, carente de ra­zón, 
el alumno debía 
obediencia a su maestro, porque iba a ser éste 
quien lo guiaría a una situación de autonomía 
en la que la obedien­cia 
ya no sería necesaria. 
Esta administración de la infancia se basa en el 
saber pedagógico; saber que va 
determi­nando, 
a lo largo del tiempo, lo 
positivo y lo negativo, lo beneficio­so 
y lo 
perjudicial, lo normal y lo patológico para la 
infancia. No es posible hallar criterios 
pedagógicos universales ni para fijar a los 
niños en las instituciones escolares: todos los 
criterios son históricos y sociales. Tampoco se 
trata de condiciones "naturales" o 
"genéricamente humanas", aunque la 
pe­dagogía 
y la psicología del niño tiendan a 
presentar esas condicio­nes 
como si fueran 
esencias inherentes a un ser a-histórico, 
eterno. Y como si la pedagogía y la psicología 
del niño tuviesen la mágica capacidad de 
develar esas esencias. 
Al revisar, por ejemplo, los criterios de 
“normalidad” de los alumnos de las escuelas 
francesas del siglo XVIII (los que aparecen en 
la Conduite des Ecoles Chretiennes de Jean 
Baptiste de La Salle), se observa que un mal 
alumno es caracterizado como un ser "vicio­so" 
y que por tanto no debe ser aceptado en una 
escuela. Este argu­mento 
hoy está 
completamente descartado: el vicio (y su 
contrapar­te, 
la virtud) ya no son categorías 
pedagógicas predominantes, pues­to 
que la 
pedagogía actual no enjuicia moralmente a los 
alumnos, al menos no abiertamente. 
Por otra parte, la decisión político-educativa de 
exclusión de­finitiva 
de la infancia del proceso 
de escolarización se daba en po­quísimos 
casos: es el momento en que el alumno deja 
de ser consi­derado 
corno un "niño" y pasa a 
ser tratado como un "menor". Su lugar ya no 
será la escuela sino institutos especiales de 
reducación. Sus desvíos ya no serán 
"indisciplina escolar", sino "delincuencia 
infantil-juvenil" y la pedagogía ya nada tiene 
que hacer con ellos: son objetos de análisis de 
la psiquiatría y del derecho penal. 
Pero seamos honestos, lo normal y lo 
patológico en las escuelas son conceptos 
relativos a las historias y a las culturas. Por 
ejemplo, y sin ir muy lejos, la convivencia en 
una misma sala de clases de niñas y niños hoy 
es recomendable para "una formación 
equilibrada de la personalidad del alumno", 
pero no hace más de cuarenta años se discutía 
si esto acaso "alentaba la perversión y la 
inmoralidad". ¿O acaso por qué -todavía hoy-chicos 
y chicas forman filas separadas como 
forma de evitar todo contacto corporal? En 
resumen, lo que hoy llamamos indisciplina 
escolar hace cincuenta o se­senta 
años podría 
haber sido asunto de psiquiatras o de 
abogados penalistas... 
Es necesario tener en cuenta, entonces, que 
tanto el objeto "in­fancia" 
o el objeto 
"adolescencia", entendidos desde el discurso
4 
psicológico o pedagógico, no constituyen ni 
objetos ni explicaciones "natu­rales". 
Cuerpo 
dócil en el sentido de Foucault, cuerpo 
maleable, la infancia es construida como ese 
lugar de heteronomía y juego del que siempre 
sentimos nostalgias. Un espejo en el que se 
refleja nues­tra 
racionalidad adulta, 
heterónoma, severa. Un lugar construido a 
partir de la carencia de razón, de autonomía. 
De la carencia de saber. 
ADIÓS A LA INFANCIA 
¿Qué quedó de esa administración de los 
cuerpos? ¿Hasta dónde es posible hoy insistir 
en la actualidad con la idea de la existencia de 
un cuerpo heterónomo, obediente y 
dependiente de las decisiones adultas, un 
cuerpo procesado por entero en las 
instituciones escolares? 
No se trata de una crisis de vacío, sino de una 
crisis en la que la infancia “moderna” declina, 
pero reconvirtiéndose: esto es, fugando hacia 
dos grandes polos. Uno es el polo de la 
infancia hiperrealizada, la infancia de la 
realidad virtual. Se trata de los chicos que 
realizan su infancia con Internet, 
computadoras, sesenta y cinco canales de 
cable, vídeo, y que hasta ya mucho tiempo 
dejaron de ocupar el lugar del no saber. Suelen 
ser conside­rados 
como "pequeños monstruos" 
por sus padres y sus maestros y parecen no 
generar cariño o ternura o, al menos, no ese 
cariño o esa ternura que guardábamos 
tradicionalmente para la infancia moder­na. 
No 
sucintan en sus adultos “protectores” 
demasiada necesidad de protección. 
En la modernidad, ser niño era solamente 
esperar el ser adulto, preparándose para el 
momento en que ello aconteciera. Momento 
que se mostraba con ceremonias de iniciación: 
los pantalones largos, una excursión al 
prostíbulo, la fiesta de quince años, el primer 
sueldo, el ingreso al servicio militar. La infancia 
era la espera; ser niño solamente consistía en 
esperar. Por el contrario, la actual infancia 
hiperrealizada conforma una demanda de 
inmediatez, contenida en una cultura mediática 
de la satisfacción consumista: no sé qué es lo 
que quiero pero lo quiero ya. La iniciación a la 
adultez se ha visto diluida en cientos de 
experiencias mediáticas. 
Se trata de niños que se han realizado como 
tales, atravesan­do 
el período infantil con una 
velocidad vertiginosa. Especialmente desde el 
punto de vista del saber, encuentran una 
facilidad envidia­ble 
para dar cuenta de nuevos 
desafíos tecnológicos. Son parte de una 
infancia digital. Adolescentes portadores de un 
cuerpo y habilidades envidiadas culturalmente: 
nadie quiere ser adulto, estar a un paso de las 
arrugas de la vejez. En esta cultura digital, la 
experiencia es un valor inservible, como un 
peine sin dientes para pelados, porque todo 
nuevo desafío se impone en forma 
radicalmente diferenciada, a punto tal de 
anular la histo­ria. 
Y la vejez, la ancianidad, 
que otrora se ostentaban como un pun­to 
de 
llegada, como la cúspide de una vida, como un
5 
título nobiliario que se compraba con años de 
vida, en la actualidad es despreciada y 
denostada: las arrugas deben ser operadas y el 
modelo social son las modelos adolescentes 
que sobre las pasarelas mediáticas 
transpor­tan 
cuerpos vírgenes de paso del 
tiempo, sin estrías, sin arrugas, sin los golpes 
de la vida. Nuestros modelos ya no se 
encuentran en el pasado sino en el aquí y 
ahora. 
La obra de Douglas Rushkoff propone a esta 
infancia como el ejemplo paradigmático de una 
nueva cultura, de la cultura de re­des, 
de 
interacción digital; infancia y adolescencia que 
en vez de depender del adulto son capaces de 
guiar éste en un mundo en caos. 
En este escenario, niños y adolescentes 
hiperrealizados en­sayan 
el mundo que viene, 
juegan en el contexto de las incertidumbres y 
el desorden virtual, con la única convicción 
posible: que no existe un único camino para 
llegar en la medida en que no se gobierne el 
entorno. El surfista no domina a la ola, sólo se 
vale de ella sin esperanzas de domesticarla, sin 
posibili­dad 
alguna de ser un sujeto soberano 
de su propia actividad. En cuanto al punto de 
llegada, el final es el punto del que se parte: ya 
no hay "progreso" sino una circularidad cada 
vez más perfecta y eficiente. 
Niños y adolescentes de vídeo – juegos cada 
vez más comple­jos, 
en los que el premio ya no 
es el "juego gratis", como en los viejos pinballs 
en los que merced al esfuerzo lúdico se 
conseguía apropiarse, sin pagar, de más y más 
partidos. El premio ahora es la permanencia y 
no el ahorro. El premio es tener “nuevas vidas” 
que podrán proseguir con el juego cuando el 
enemigo haya eliminado las vidas que 
teníamos; el premio es conseguir más energía 
para poder seguir jugando; el premio ahora es 
el continúe por medio del cual se dura más 
tiempo en el entreteni­miento. 
En esta suerte 
de surf-virtual, lo importante es no ser 
volteado por la ola, no caerse, seguir, siempre 
seguir. Lógica de la satisfacción inmediata en la 
que ya no se juega a acumular para el futuro. 
Toda forma de acumulación es para ser jugada 
de inmediato. 
Videojuegos en los que la virtualidad es 
arrancada de la propia pantalla y, 
paradójicamente, restituida a una nueva 
realidad. Ca­rreras 
de motos que se suceden 
en la pantalla, pero que se manejan con una 
moto. ¿Verdadera la moto? ¿Qué importancia 
tiene? Al fin de cuentas, los límites de lo 
verdadero se desvanecen en el momento en 
que la carrocería tiembla y el pequeño jugador 
toma conciencia (visualmente por medio de la 
pantalla, pero táctilmente por medio del 
temblor del manubrio) de que la moto ha 
chocado. Videojuegos donde es posible 
acometer un genocidio privado y virtual 
empuñando la réplica perfecta de una 
ametralladora Uzzy. 
Niños con el control remoto en la mano, 
convirtiéndose en todopoderosos emperadores 
mediáticos, capaces de recorrer los se­senta 
y 
cinco canales de la televisión por cable sin
6 
vacilar ni por un instante, y adueñándose de 
experiencias y saberes que a nosotros nos 
costó décadas procesar. Chicos aburridos de 
pantallas, satu­rados 
de pantallas, adoradores 
de pantallas, navegadores de panta­llas. 
Infancia hiperrealizándose en una pantalla. 
Pantallas a su vez constantes, incansables. 
Pantallas non stop que transmiten las 
veinticuatro horas del día, los trescientos 
sesenta y cinco días del año. Programación 
especializada en la que el programa infantil ya 
no se transmite de cinco a seis de la tarde 
solamente, ya no es necesario esperar la hora 
de la merienda para ver los dibujitos: por el 
contrario, el estilo Cartoon Network supone la 
presencia imbatible de la televisión: en este 
mundo de incertezas hay pocas cosas que 
invariablemente van a acontecer. La televisión 
es una de ellas. 
Chicos procesados mediáticamente en la 
flexibilidad constante, en el cambio perpetuo. 
Chicos cuya ecología tiende al movimiento y a 
la percepción de que son ellos los que, 
finalmente, cono­cen 
la clave del mundo por 
venir, del futuro que ya llegó hace rato. Chicos 
que, como en la película de los Power Rangers, 
son los úni­cos 
no hipnotizados por el malvado 
pasado y los que podrán de­tener, 
no sin cierto 
alarde de vanidad, la caída de sus padres al 
precipicio. 
INFANCIAS DESREALIZADAS 
El otro punto de fuga que presenta el fin de la 
infancia lo constituye el polo que está 
conformado por la infancia desrealizada. Es la 
infancia que es independiente, que es 
autónoma, porque vive en la calle, porque 
trabaja a edad muy temprana. Son también los 
chicos y las chicas de la noche, que pudieron 
construir una serie de códigos que les brindan 
cierta autonomía económica y cultural y les 
permite realizarse, mejor dicho des – realizarse 
como infancia. Son niños hacia los cuales 
difícilmente tendremos un sentimiento 
moderno de infancia, ternura y protección. Hay 
una niñez que no está infantilizada una niñez 
que no es obediente (porque no precisa 
obedecer, en muchos casos), una niñez que no 
es dependiente (es independiente en la 
negociación cotidiana para lograr su sustento) 
y, por lo tanto, una niñez que es autónoma ­y 
que en la calle construye sus propias 
categorías morales. Una niñez que, al verla 
sola o en grupo, difícilmente nos causa ternura. 
Ésta es la infancia no de la realidad virtual de 
las redes de computación y los canales de 
cable sino la infancia de la vieja realidad real. 
Es el fantasma de lo que debió ser 
históricamente erradicado. Se trata de la 
infancia excluida físicamente de estas 
relaciones de saber, pero también excluida 
institu­cionalmente: 
así como la invención de 
imprenta produjo el analfabetismo, Internet 
está también creando una nueva generación de 
analfabetos virtuales. 
Alguien podría pensar: "si bien Internet no 
existió siempre, chicos de la calle sí que 
existieron siempre: ¿hay algo de nuevo en este
7 
esquema de híper y desrealización?". Sí, niños 
pobres existieron siempre, por supuesto. Y es 
también cier­to 
qué ya desde los inicios del 
siglo XIX, en los albores de la Revo­lución 
Industrial europea, la escuela pública se 
presentaba como el ámbito capaz de absorber 
justamente a esos niños. Charles Dickens nos 
narraba las desventuras de un Oliver Twist sin 
padres y sin maestros, sobreviviendo por las 
suyas en los bajos fondos londinenses. Pero a 
diferencia de los tiempos actuales, en el 
con­texto 
de la institución escolar de la 
modernidad, el relato político y pedagógico 
dominante suponía que todos esos chicos iban 
a ser salvados por la escuela y especialmente 
por la escuela pública. La utopía sociopolítica 
se posicionaba redimiendo a la in­fancia 
abandonada e incluyéndola en una sociedad de 
todos. Oliver era rescatado por un buen 
burgués caritativo que iba a restituirle a su 
verdadera madre, que para liberarlo de todo 
mal iba a enviarlo a la escuela. 
Ese tipo de relato hoy está cuestionado. Si se 
leen con aten­ción 
los documentos de los 
organismos financieros internacionales se verá 
que ya comienza a aceptarse la idea que no va 
a haber infan­cia 
realizada para esos chicos y 
que, a lo sumo, el Estado o las organizaciones 
no gubernamentales tienen que efectuar 
políticas de compensación. Ya no hay educador 
que los integre a la po­sibilidad 
de hacerlos 
dependientes y heterónomos. Y surge una 
nue­va 
categoría de niño incorregible: el 
infante o adolescente marginal sin retorno, 
para el cual nuestras naciones bajan la edad de 
imputabilidad de los delitos penales y hasta 
piden la pena de muerte para los delitos 
atroces cometidos por menores. 
Ésta infancia comienza a ser considerada como 
altamente peligrosa por la sencilla razón de 
que se sospecha de su carácter infantil. ¿Cómo 
van a ser heterónomos estos niños? Son más 
bien portadores de una sospecha atroz: detrás 
de su máscara a la que debemos ternura por 
ser niños biológicos, se encuentran los adultos 
en pequeño dispuestos a todo. Como en el 
libro del periodista brasileño Gilberto 
Dimenstein, Meninas da Noite, en el que se 
denuncia la situación de las niñas y 
adolescentes prostitutas en los garimpos 
(minas de oro de la Amazonia) y en los 
suburbios miserables de las grandes ciudades 
del Brasil: las páginas centrales eran cu­biertas 
por fotos de algunas de las chicas 
entrevistadas, quienes posaban para el 
fotógrafo mostrando sus atributos eróticos. 
Yux­taposición 
fatal, capaz de hacer 
desvanecer los más altruistas sueños de 
redención y emancipación de esos cuerpos 
sonrientes, provocativos, definitivamente 
ambiguos, infantiles y adultos a la vez; con la 
mirada inocente que sabemos descubrir en los 
ni­ños 
y, en el mismo momento, con la 
sensualidad mercantilizada en liquidación. 
En otras palabras, el problema no consiste en 
determinar si ha aumentado el número de 
chicos habituados al robo, al asesinato, a la 
prostitución o a la comercialización de
8 
sustancias prohibidas. Se trata de verificar que 
lo que está cesando es nuestra capacidad de 
darles una respuesta que implique su 
reinserción en términos de in­fancia 
moderna: 
heterónoma, dependiente y obediente. 
Las funcionarios y directivos de escuelas de 
una provincia argentina, por ejemplo, discuten 
si es o no conveniente instalar detectores de 
metal (como los que se utilizan en los 
aeropuertos) en las puertas de las escuelas, 
con el objeto de identificar presuntos alumnos 
de entre seis y doce años de edad que sean 
portadores de armas. Así, cuando en las 
escuelas secundarias de la ciudad de Bue­nos 
Aires los alumnos festejan el fin de curso en 
forma violenta, los responsables adultos 
discuten, básicamente, el carácter penal de la 
conducta. No importa que esas prácticas se 
repitan desde hace décadas y que, incluso, las 
del pasado fuesen aún más violentas: a pesar 
de las voces marciales de los pundonorosos 
defenso­res 
del orden autoritario, que hablan 
de "libertinaje en las escuelas", hoy somos 
menos tolerantes que antes con cierto tipo de 
niños, con cierto tipo de jóvenes. Cada vez se 
reduce más el margen de tolerancia estipulado 
para cierto tipo de niños: la infancia 
desrealizada es, sobre, una situación 
exis­tencial 
intolerable. 
Lenta pero sostenidamente, la infancia 
desrealizada es deja­da 
de analizar por 
categorías de la pedagogía o de la psicología 
edu­cacional, 
y esta despedagogización se 
convierte en una forma sutil pero efectiva de 
judicialización del cuerpo infantil y juvenil: para 
entender a estos niños y a estos jóvenes ya no 
debemos recurrir a tratados de pedagogía sino 
a tratados de derecho penal o a tratados de 
psiquiatría legal. Es el momento en que los 
niños y los adolescentes se convierten en 
"menores". Su lugar ya no es la es­cuela 
sino 
el instituto correccional e, incluso, la cárcel: la 
inviabili­dad 
de ese cuerpo infantil condenado a 
esquivar su destino de ser protegido encontró, 
por desgracia, su lugar. 
¿FIN DE LA INFANCIA? 
Algo está cambiando, tal vez definitivamente, 
en nuestra infancia. El niño era un ser 
indefenso, que necesitaba nuestro amor, 
nuestros cuidados v nuestras enseñanzas. 
Debía obedecernos porque su razón era 
incompleta y sus conocimientos no eran útiles 
en la sociedad de los adultos. Infancia era igual 
a dependencia, obediencia y heteronomía. Y 
ahora, ¿por qué tienen que obedecemos? 
Los adultos que debíamos protegerlos, 
suponíamos que ellos eran "los únicos 
privilegiados". Este fin de época, en cambio, 
los pone en el lugar de privilegio de la 
experiencia virtual y el saber informático y 
telemático. Su mundo es tan legítimo como el 
mundo adulto: consumen, luego existen; y si 
no consumen, emergen con violencia y 
finalmente existen, aunque esa emergencia les 
cueste el encierro, la prisión y hasta la muerte. 
Chicos que portan cultura legítima y obligan a 
sus padres y maestros a adaptarse a ella: ya
9 
no es el chico el que debe callar frente a la 
cultura escolar sino la escuela la que se debe 
adaptarse a nue­vas 
situaciones. Escuelas con 
computadoras y videos. Libros de lec­tura 
que 
parecen revistas de historietas. Personajes de 
libros de tex­tos 
escolares calcados de los 
dibujitos animados y docentes que se definen 
como «animadores». 
Chicos hiperadaptados a los medios y a la 
violencia. Infan­tes 
que se realizan, pero no a 
través de la obediencia y la ternura sino del 
descubrimiento de las posibilidades de operar 
con eficiencia en un mundo que cambia con 
ellos. Y la reacción desesperada se expresa en 
adultos nostálgicos que castigan con 
amonestaciones, que les lavan la boca con 
detergente, que los desnudan en público, que 
los llaman drogadictos por festejar el fin de 
curso o que ruegan por el descenso de la edad 
de imputabilidad penal y hasta por la pena de 
muerte para la delincuencia infantil y juvenil. 
Manifestaciones per­versas 
de la añoranza de 
un tiempo que se fue. Infantilización a la 
fuerza, que demuestra nuestra merma en la 
capacidad disciplinadora; nuestra impotencia 
adulta. 
Entre la infancia hiperrealizada y la infancia 
desrealizada se encuentran la mayoría de los 
chicos que nosotros conocemos. Diga­mos 
esto, son dos polos de atracción: la infancia de 
la realidad virtual y la infancia de la realidad 
real. Una infancia de la realidad virtual 
“armónica y equilibrada” versus una infancia de 
la realidad real violenta y marginal. ¿Es posible 
la síntesis? 
Chicos cada vez "más adultos" (las comillas 
muestran que no hay palabras para esta 
situación) por su capacidad de elección y su 
independencia tecnológica. Y paradójicamente, 
cada vez más indefensos frente a la influencia 
más mediática y la compulsión al consumo: lo 
que los hace poderosos, obviamente, también 
los debilita. Chicos que nos obligan a 
reflexionar acerca de una nueva época, de 
nuevas ilusiones, nuevas desilusiones y, 
especialmente, de nue­vas 
infancias. Chicos 
que nos muestran que a la escuela del siglo 
XVII (ésa que está a la vuelta de nuestras 
casas) le cuesta una enor­midad 
brindar 
respuestas a estas nuevas, indeterminables y 
tal vez infinitas infancias. 
Mientras tanto, ellos siguen viviendo miles de 
posibilidades: combatiendo por un Mundo Ideal 
junto a los Caballeros del Zodíaco, abriendo 
puertas de taxis, soñado cotizar millones en la 
primera de un equipo de fútbol, trabajando 
para ayudar en casa, navegando en Internet, 
peleando por una vacante en la escuela de la 
zona, consumiendo pegamento o cocaína o lo 
que en este instantes les imponga el mercado. 
Mientras todo esto ocurre, nosotros, los 
adultos, sus educa­dores, 
tratamos 
infructuosamente de reconstruir ese espejo en 
el que se reflejaba nuestra racionalidad. Pero 
esto ya no-es del todo posible. El espejo se 
rompió, las partes han estallado y las imágenes 
que los fragmentos nos devuelven ya no nos
10 
permiten reconstruimos a nosotros mismos 
desde nuestros orígenes. Al contrario, mirar 
hacia el mundo de los chicos, no significa 
retro­traemos 
nostálgicamente hacia nuestro 
propio pasado, como hubie­ra 
ocurrido antaño. 
Mirar al mundo de los chicos significa mirar 
para adelante: ellos son nuestro propio futuro 
o, más simplemente, nosotros seremos ellos.

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  • 1. 1 Infancia posmoderna El camino lento de la Desinfantilizacion (o infantilización generalizada) MARIANO NARODOWSKI* 1) ¿QUÉ FUE LA INFANCIA MODERAN? 2) ADIÓS A LA INFANCIA 3) INFANCIAS DESREALIZADAS 4) ¿FIN DE LA INFANCIA? ¿QUÉ FUE LA INFAMVIA MODERNA? ¿Qué es esa cosa llamada infancia? En este primer apartado intentaremos demostrar el carácter histórico y no natural de la infancia: a esta altura ya es redundante afirmar que la infancia tal y como la conocemos no es un producto “de la naturaleza” sino una construcción histórica propia de la modernidad. Para lograr ese ob­jetivo, se habrán de reseñar, aunque brevemente, las principales con­tribuciones efectuadas en la investigación acerca de la infancia des­de puntos de vista históricos y filosóficos. Siguiendo los aportes del clásico estudio de Philippe Ariès, El niño y la vida familiar en el antiguo régimen, es posible describir las dos series que componen este trabajo: la primera plantea que es posible definir una etapa anterior (al siglo XIII o XIV) en la que nuestros actuales sentimien­tos de infancia no existían en la cultura occidental. Según Aries, los niños no eran ni queridos ni odiados en los términos que esos senti­mientos se expresan en el presente. Compartían con los adultos las actividades lúdicas, educacionales y productivas. Y no se diferen­ciaban mayormente de los adultos ni por la ropa que portaban ni por los trabajos que efectuaban ni por las cosas que normalmente decían o callaban. La segunda serie es la que describe la transición de la antigua a la nueva concepción de infancia en Occidente, para lo que se destacan dos sentimientos concurrentes de infancia: uno es el «mignotage» (mimoseo), por el que se reconoce la especificidad del niño en algunas nuevas actitudes femeninas, como la de las madres y las «nurses», especialmente a partir del siglo XVII. Este sentimiento expresa la dependencia personal del niño al adulto y la necesidad de protección por parte de éste. Esto se complementa con una concep­ción del niño como un ser moralmente heterónomo y con el surgi­miento del moderno sentimiento de amor maternal. El otro senti­miento surge con el interés por la infancia, pero ahora como objeto de estudio y normalización, siendo los pedagogos los sujetos desta­cados en este proceso, y la escuela o, mejor dicho, el proceso de escolarización, el escenario observable de este interés. La obra de Aries, a pesar de sus posteriores críticas tal vez a causa de su carácter inicial, demuestra claramente que la “infancia” es un fenómeno histórico y no meramente natural y las características de la misma en el Occidente moderno pueden delinearse a partir de la
  • 2. 2 heteronomía, la dependencia y la negociación de obediencia con el adulto a cambio de protección. Desde el punto de vista histórico, es posible afirmar que la institución escolar moderna es el dispositivo que se construye para encerrar a la niñez y a la adolescencia. Encerradas tanto desde el punto de vista corpóreo (encierro "material"), como también desde las categorías que la pedagogía ha elaborado para construirlas (encierro "epistémico"). Se observan así dos fenómenos complementarios: por un lado, la infancia es la clave de la existencia de la pedagogía en tanto dis­curso científico; por otro, es imposible comprender el proceso de construcción de una infancia moderna sin considerar el discurso pedagógico como operador y dador de sentidos acerca de lo que “es” o “debe ser” la infancia. En este contexto, la pedagogía construye un concepto que le es propio: el con­cepto de alumno, cosa que se obtiene separando el concepto de infancia para poder luego reintegrarlo en el ámbito de las institucio­nes escolares. En esta reinserción (o sea, en el propio concepto de alumno), persisten los elementos capitales de la infancia (heteronomía, necesidad de protección, etc.), pero ahora reconvertidas, aplicadas en un contexto diferente. Para la pedagogía, la infancia es un hecho dado, un supuesto indiscutible a partir del cual se construye teórica y prácticamente al alumno. Para el discurso pedagógico la cuestión consiste en situar a los cuerpos en posición de alumno, a partir de su condición presun­tamente "natural” (es decir, naturalizada por la pedagogía) de niños o adolescentes. Así, estos cuerpos quedan situados dentro de un supuesto del discurso pedagógico para el que la posición de alumno implica, en mayor o menor grado, la posición de infante, por lo que quien se constituye en alumno, cualquiera sea su edad, es situado en el «como si» de una cierta infancia heterónoma y obediente. Justamente, el ser alumno en la institución escolar moderna es básicamente ocupar el lugar heterónomo de no – saber, contrapuesto a la figura del docente, un adulto autónomo que sabe. Por lo tanto, la escolarización no consiste en otra cosa que el proceso de infantilización de una parte de la población, la que será restituida en la escuela, pero como "alumnos". Esta infantilización no opera so­lamente sobre niños: todo aquel que ocupe el lugar de alumno (sea niño, adolescente o adulto) deberá resignar su autonomía en cuanto a su saber y posicionarse en forma dependiente y heterónoma frente a un docente que habrá de decidir qué se enseña, cómo se enseña y para qué se enseña. El ser alumno de la institución escolar moderna consistía en un espacio de inscripción de saberes y poderes; un cuerpo inerme que debe ser formado, disciplinado, educado, en función a una utopía sociopolítica preestablecida y de
  • 3. 3 acuerdo con ciertas pautas metodológicas. Ser alumno no era otra cosa que ser un cuerpo en ma­nos de un educador. Y por ser indefenso, ignorante, carente de ra­zón, el alumno debía obediencia a su maestro, porque iba a ser éste quien lo guiaría a una situación de autonomía en la que la obedien­cia ya no sería necesaria. Esta administración de la infancia se basa en el saber pedagógico; saber que va determi­nando, a lo largo del tiempo, lo positivo y lo negativo, lo beneficio­so y lo perjudicial, lo normal y lo patológico para la infancia. No es posible hallar criterios pedagógicos universales ni para fijar a los niños en las instituciones escolares: todos los criterios son históricos y sociales. Tampoco se trata de condiciones "naturales" o "genéricamente humanas", aunque la pe­dagogía y la psicología del niño tiendan a presentar esas condicio­nes como si fueran esencias inherentes a un ser a-histórico, eterno. Y como si la pedagogía y la psicología del niño tuviesen la mágica capacidad de develar esas esencias. Al revisar, por ejemplo, los criterios de “normalidad” de los alumnos de las escuelas francesas del siglo XVIII (los que aparecen en la Conduite des Ecoles Chretiennes de Jean Baptiste de La Salle), se observa que un mal alumno es caracterizado como un ser "vicio­so" y que por tanto no debe ser aceptado en una escuela. Este argu­mento hoy está completamente descartado: el vicio (y su contrapar­te, la virtud) ya no son categorías pedagógicas predominantes, pues­to que la pedagogía actual no enjuicia moralmente a los alumnos, al menos no abiertamente. Por otra parte, la decisión político-educativa de exclusión de­finitiva de la infancia del proceso de escolarización se daba en po­quísimos casos: es el momento en que el alumno deja de ser consi­derado corno un "niño" y pasa a ser tratado como un "menor". Su lugar ya no será la escuela sino institutos especiales de reducación. Sus desvíos ya no serán "indisciplina escolar", sino "delincuencia infantil-juvenil" y la pedagogía ya nada tiene que hacer con ellos: son objetos de análisis de la psiquiatría y del derecho penal. Pero seamos honestos, lo normal y lo patológico en las escuelas son conceptos relativos a las historias y a las culturas. Por ejemplo, y sin ir muy lejos, la convivencia en una misma sala de clases de niñas y niños hoy es recomendable para "una formación equilibrada de la personalidad del alumno", pero no hace más de cuarenta años se discutía si esto acaso "alentaba la perversión y la inmoralidad". ¿O acaso por qué -todavía hoy-chicos y chicas forman filas separadas como forma de evitar todo contacto corporal? En resumen, lo que hoy llamamos indisciplina escolar hace cincuenta o se­senta años podría haber sido asunto de psiquiatras o de abogados penalistas... Es necesario tener en cuenta, entonces, que tanto el objeto "in­fancia" o el objeto "adolescencia", entendidos desde el discurso
  • 4. 4 psicológico o pedagógico, no constituyen ni objetos ni explicaciones "natu­rales". Cuerpo dócil en el sentido de Foucault, cuerpo maleable, la infancia es construida como ese lugar de heteronomía y juego del que siempre sentimos nostalgias. Un espejo en el que se refleja nues­tra racionalidad adulta, heterónoma, severa. Un lugar construido a partir de la carencia de razón, de autonomía. De la carencia de saber. ADIÓS A LA INFANCIA ¿Qué quedó de esa administración de los cuerpos? ¿Hasta dónde es posible hoy insistir en la actualidad con la idea de la existencia de un cuerpo heterónomo, obediente y dependiente de las decisiones adultas, un cuerpo procesado por entero en las instituciones escolares? No se trata de una crisis de vacío, sino de una crisis en la que la infancia “moderna” declina, pero reconvirtiéndose: esto es, fugando hacia dos grandes polos. Uno es el polo de la infancia hiperrealizada, la infancia de la realidad virtual. Se trata de los chicos que realizan su infancia con Internet, computadoras, sesenta y cinco canales de cable, vídeo, y que hasta ya mucho tiempo dejaron de ocupar el lugar del no saber. Suelen ser conside­rados como "pequeños monstruos" por sus padres y sus maestros y parecen no generar cariño o ternura o, al menos, no ese cariño o esa ternura que guardábamos tradicionalmente para la infancia moder­na. No sucintan en sus adultos “protectores” demasiada necesidad de protección. En la modernidad, ser niño era solamente esperar el ser adulto, preparándose para el momento en que ello aconteciera. Momento que se mostraba con ceremonias de iniciación: los pantalones largos, una excursión al prostíbulo, la fiesta de quince años, el primer sueldo, el ingreso al servicio militar. La infancia era la espera; ser niño solamente consistía en esperar. Por el contrario, la actual infancia hiperrealizada conforma una demanda de inmediatez, contenida en una cultura mediática de la satisfacción consumista: no sé qué es lo que quiero pero lo quiero ya. La iniciación a la adultez se ha visto diluida en cientos de experiencias mediáticas. Se trata de niños que se han realizado como tales, atravesan­do el período infantil con una velocidad vertiginosa. Especialmente desde el punto de vista del saber, encuentran una facilidad envidia­ble para dar cuenta de nuevos desafíos tecnológicos. Son parte de una infancia digital. Adolescentes portadores de un cuerpo y habilidades envidiadas culturalmente: nadie quiere ser adulto, estar a un paso de las arrugas de la vejez. En esta cultura digital, la experiencia es un valor inservible, como un peine sin dientes para pelados, porque todo nuevo desafío se impone en forma radicalmente diferenciada, a punto tal de anular la histo­ria. Y la vejez, la ancianidad, que otrora se ostentaban como un pun­to de llegada, como la cúspide de una vida, como un
  • 5. 5 título nobiliario que se compraba con años de vida, en la actualidad es despreciada y denostada: las arrugas deben ser operadas y el modelo social son las modelos adolescentes que sobre las pasarelas mediáticas transpor­tan cuerpos vírgenes de paso del tiempo, sin estrías, sin arrugas, sin los golpes de la vida. Nuestros modelos ya no se encuentran en el pasado sino en el aquí y ahora. La obra de Douglas Rushkoff propone a esta infancia como el ejemplo paradigmático de una nueva cultura, de la cultura de re­des, de interacción digital; infancia y adolescencia que en vez de depender del adulto son capaces de guiar éste en un mundo en caos. En este escenario, niños y adolescentes hiperrealizados en­sayan el mundo que viene, juegan en el contexto de las incertidumbres y el desorden virtual, con la única convicción posible: que no existe un único camino para llegar en la medida en que no se gobierne el entorno. El surfista no domina a la ola, sólo se vale de ella sin esperanzas de domesticarla, sin posibili­dad alguna de ser un sujeto soberano de su propia actividad. En cuanto al punto de llegada, el final es el punto del que se parte: ya no hay "progreso" sino una circularidad cada vez más perfecta y eficiente. Niños y adolescentes de vídeo – juegos cada vez más comple­jos, en los que el premio ya no es el "juego gratis", como en los viejos pinballs en los que merced al esfuerzo lúdico se conseguía apropiarse, sin pagar, de más y más partidos. El premio ahora es la permanencia y no el ahorro. El premio es tener “nuevas vidas” que podrán proseguir con el juego cuando el enemigo haya eliminado las vidas que teníamos; el premio es conseguir más energía para poder seguir jugando; el premio ahora es el continúe por medio del cual se dura más tiempo en el entreteni­miento. En esta suerte de surf-virtual, lo importante es no ser volteado por la ola, no caerse, seguir, siempre seguir. Lógica de la satisfacción inmediata en la que ya no se juega a acumular para el futuro. Toda forma de acumulación es para ser jugada de inmediato. Videojuegos en los que la virtualidad es arrancada de la propia pantalla y, paradójicamente, restituida a una nueva realidad. Ca­rreras de motos que se suceden en la pantalla, pero que se manejan con una moto. ¿Verdadera la moto? ¿Qué importancia tiene? Al fin de cuentas, los límites de lo verdadero se desvanecen en el momento en que la carrocería tiembla y el pequeño jugador toma conciencia (visualmente por medio de la pantalla, pero táctilmente por medio del temblor del manubrio) de que la moto ha chocado. Videojuegos donde es posible acometer un genocidio privado y virtual empuñando la réplica perfecta de una ametralladora Uzzy. Niños con el control remoto en la mano, convirtiéndose en todopoderosos emperadores mediáticos, capaces de recorrer los se­senta y cinco canales de la televisión por cable sin
  • 6. 6 vacilar ni por un instante, y adueñándose de experiencias y saberes que a nosotros nos costó décadas procesar. Chicos aburridos de pantallas, satu­rados de pantallas, adoradores de pantallas, navegadores de panta­llas. Infancia hiperrealizándose en una pantalla. Pantallas a su vez constantes, incansables. Pantallas non stop que transmiten las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año. Programación especializada en la que el programa infantil ya no se transmite de cinco a seis de la tarde solamente, ya no es necesario esperar la hora de la merienda para ver los dibujitos: por el contrario, el estilo Cartoon Network supone la presencia imbatible de la televisión: en este mundo de incertezas hay pocas cosas que invariablemente van a acontecer. La televisión es una de ellas. Chicos procesados mediáticamente en la flexibilidad constante, en el cambio perpetuo. Chicos cuya ecología tiende al movimiento y a la percepción de que son ellos los que, finalmente, cono­cen la clave del mundo por venir, del futuro que ya llegó hace rato. Chicos que, como en la película de los Power Rangers, son los úni­cos no hipnotizados por el malvado pasado y los que podrán de­tener, no sin cierto alarde de vanidad, la caída de sus padres al precipicio. INFANCIAS DESREALIZADAS El otro punto de fuga que presenta el fin de la infancia lo constituye el polo que está conformado por la infancia desrealizada. Es la infancia que es independiente, que es autónoma, porque vive en la calle, porque trabaja a edad muy temprana. Son también los chicos y las chicas de la noche, que pudieron construir una serie de códigos que les brindan cierta autonomía económica y cultural y les permite realizarse, mejor dicho des – realizarse como infancia. Son niños hacia los cuales difícilmente tendremos un sentimiento moderno de infancia, ternura y protección. Hay una niñez que no está infantilizada una niñez que no es obediente (porque no precisa obedecer, en muchos casos), una niñez que no es dependiente (es independiente en la negociación cotidiana para lograr su sustento) y, por lo tanto, una niñez que es autónoma ­y que en la calle construye sus propias categorías morales. Una niñez que, al verla sola o en grupo, difícilmente nos causa ternura. Ésta es la infancia no de la realidad virtual de las redes de computación y los canales de cable sino la infancia de la vieja realidad real. Es el fantasma de lo que debió ser históricamente erradicado. Se trata de la infancia excluida físicamente de estas relaciones de saber, pero también excluida institu­cionalmente: así como la invención de imprenta produjo el analfabetismo, Internet está también creando una nueva generación de analfabetos virtuales. Alguien podría pensar: "si bien Internet no existió siempre, chicos de la calle sí que existieron siempre: ¿hay algo de nuevo en este
  • 7. 7 esquema de híper y desrealización?". Sí, niños pobres existieron siempre, por supuesto. Y es también cier­to qué ya desde los inicios del siglo XIX, en los albores de la Revo­lución Industrial europea, la escuela pública se presentaba como el ámbito capaz de absorber justamente a esos niños. Charles Dickens nos narraba las desventuras de un Oliver Twist sin padres y sin maestros, sobreviviendo por las suyas en los bajos fondos londinenses. Pero a diferencia de los tiempos actuales, en el con­texto de la institución escolar de la modernidad, el relato político y pedagógico dominante suponía que todos esos chicos iban a ser salvados por la escuela y especialmente por la escuela pública. La utopía sociopolítica se posicionaba redimiendo a la in­fancia abandonada e incluyéndola en una sociedad de todos. Oliver era rescatado por un buen burgués caritativo que iba a restituirle a su verdadera madre, que para liberarlo de todo mal iba a enviarlo a la escuela. Ese tipo de relato hoy está cuestionado. Si se leen con aten­ción los documentos de los organismos financieros internacionales se verá que ya comienza a aceptarse la idea que no va a haber infan­cia realizada para esos chicos y que, a lo sumo, el Estado o las organizaciones no gubernamentales tienen que efectuar políticas de compensación. Ya no hay educador que los integre a la po­sibilidad de hacerlos dependientes y heterónomos. Y surge una nue­va categoría de niño incorregible: el infante o adolescente marginal sin retorno, para el cual nuestras naciones bajan la edad de imputabilidad de los delitos penales y hasta piden la pena de muerte para los delitos atroces cometidos por menores. Ésta infancia comienza a ser considerada como altamente peligrosa por la sencilla razón de que se sospecha de su carácter infantil. ¿Cómo van a ser heterónomos estos niños? Son más bien portadores de una sospecha atroz: detrás de su máscara a la que debemos ternura por ser niños biológicos, se encuentran los adultos en pequeño dispuestos a todo. Como en el libro del periodista brasileño Gilberto Dimenstein, Meninas da Noite, en el que se denuncia la situación de las niñas y adolescentes prostitutas en los garimpos (minas de oro de la Amazonia) y en los suburbios miserables de las grandes ciudades del Brasil: las páginas centrales eran cu­biertas por fotos de algunas de las chicas entrevistadas, quienes posaban para el fotógrafo mostrando sus atributos eróticos. Yux­taposición fatal, capaz de hacer desvanecer los más altruistas sueños de redención y emancipación de esos cuerpos sonrientes, provocativos, definitivamente ambiguos, infantiles y adultos a la vez; con la mirada inocente que sabemos descubrir en los ni­ños y, en el mismo momento, con la sensualidad mercantilizada en liquidación. En otras palabras, el problema no consiste en determinar si ha aumentado el número de chicos habituados al robo, al asesinato, a la prostitución o a la comercialización de
  • 8. 8 sustancias prohibidas. Se trata de verificar que lo que está cesando es nuestra capacidad de darles una respuesta que implique su reinserción en términos de in­fancia moderna: heterónoma, dependiente y obediente. Las funcionarios y directivos de escuelas de una provincia argentina, por ejemplo, discuten si es o no conveniente instalar detectores de metal (como los que se utilizan en los aeropuertos) en las puertas de las escuelas, con el objeto de identificar presuntos alumnos de entre seis y doce años de edad que sean portadores de armas. Así, cuando en las escuelas secundarias de la ciudad de Bue­nos Aires los alumnos festejan el fin de curso en forma violenta, los responsables adultos discuten, básicamente, el carácter penal de la conducta. No importa que esas prácticas se repitan desde hace décadas y que, incluso, las del pasado fuesen aún más violentas: a pesar de las voces marciales de los pundonorosos defenso­res del orden autoritario, que hablan de "libertinaje en las escuelas", hoy somos menos tolerantes que antes con cierto tipo de niños, con cierto tipo de jóvenes. Cada vez se reduce más el margen de tolerancia estipulado para cierto tipo de niños: la infancia desrealizada es, sobre, una situación exis­tencial intolerable. Lenta pero sostenidamente, la infancia desrealizada es deja­da de analizar por categorías de la pedagogía o de la psicología edu­cacional, y esta despedagogización se convierte en una forma sutil pero efectiva de judicialización del cuerpo infantil y juvenil: para entender a estos niños y a estos jóvenes ya no debemos recurrir a tratados de pedagogía sino a tratados de derecho penal o a tratados de psiquiatría legal. Es el momento en que los niños y los adolescentes se convierten en "menores". Su lugar ya no es la es­cuela sino el instituto correccional e, incluso, la cárcel: la inviabili­dad de ese cuerpo infantil condenado a esquivar su destino de ser protegido encontró, por desgracia, su lugar. ¿FIN DE LA INFANCIA? Algo está cambiando, tal vez definitivamente, en nuestra infancia. El niño era un ser indefenso, que necesitaba nuestro amor, nuestros cuidados v nuestras enseñanzas. Debía obedecernos porque su razón era incompleta y sus conocimientos no eran útiles en la sociedad de los adultos. Infancia era igual a dependencia, obediencia y heteronomía. Y ahora, ¿por qué tienen que obedecemos? Los adultos que debíamos protegerlos, suponíamos que ellos eran "los únicos privilegiados". Este fin de época, en cambio, los pone en el lugar de privilegio de la experiencia virtual y el saber informático y telemático. Su mundo es tan legítimo como el mundo adulto: consumen, luego existen; y si no consumen, emergen con violencia y finalmente existen, aunque esa emergencia les cueste el encierro, la prisión y hasta la muerte. Chicos que portan cultura legítima y obligan a sus padres y maestros a adaptarse a ella: ya
  • 9. 9 no es el chico el que debe callar frente a la cultura escolar sino la escuela la que se debe adaptarse a nue­vas situaciones. Escuelas con computadoras y videos. Libros de lec­tura que parecen revistas de historietas. Personajes de libros de tex­tos escolares calcados de los dibujitos animados y docentes que se definen como «animadores». Chicos hiperadaptados a los medios y a la violencia. Infan­tes que se realizan, pero no a través de la obediencia y la ternura sino del descubrimiento de las posibilidades de operar con eficiencia en un mundo que cambia con ellos. Y la reacción desesperada se expresa en adultos nostálgicos que castigan con amonestaciones, que les lavan la boca con detergente, que los desnudan en público, que los llaman drogadictos por festejar el fin de curso o que ruegan por el descenso de la edad de imputabilidad penal y hasta por la pena de muerte para la delincuencia infantil y juvenil. Manifestaciones per­versas de la añoranza de un tiempo que se fue. Infantilización a la fuerza, que demuestra nuestra merma en la capacidad disciplinadora; nuestra impotencia adulta. Entre la infancia hiperrealizada y la infancia desrealizada se encuentran la mayoría de los chicos que nosotros conocemos. Diga­mos esto, son dos polos de atracción: la infancia de la realidad virtual y la infancia de la realidad real. Una infancia de la realidad virtual “armónica y equilibrada” versus una infancia de la realidad real violenta y marginal. ¿Es posible la síntesis? Chicos cada vez "más adultos" (las comillas muestran que no hay palabras para esta situación) por su capacidad de elección y su independencia tecnológica. Y paradójicamente, cada vez más indefensos frente a la influencia más mediática y la compulsión al consumo: lo que los hace poderosos, obviamente, también los debilita. Chicos que nos obligan a reflexionar acerca de una nueva época, de nuevas ilusiones, nuevas desilusiones y, especialmente, de nue­vas infancias. Chicos que nos muestran que a la escuela del siglo XVII (ésa que está a la vuelta de nuestras casas) le cuesta una enor­midad brindar respuestas a estas nuevas, indeterminables y tal vez infinitas infancias. Mientras tanto, ellos siguen viviendo miles de posibilidades: combatiendo por un Mundo Ideal junto a los Caballeros del Zodíaco, abriendo puertas de taxis, soñado cotizar millones en la primera de un equipo de fútbol, trabajando para ayudar en casa, navegando en Internet, peleando por una vacante en la escuela de la zona, consumiendo pegamento o cocaína o lo que en este instantes les imponga el mercado. Mientras todo esto ocurre, nosotros, los adultos, sus educa­dores, tratamos infructuosamente de reconstruir ese espejo en el que se reflejaba nuestra racionalidad. Pero esto ya no-es del todo posible. El espejo se rompió, las partes han estallado y las imágenes que los fragmentos nos devuelven ya no nos
  • 10. 10 permiten reconstruimos a nosotros mismos desde nuestros orígenes. Al contrario, mirar hacia el mundo de los chicos, no significa retro­traemos nostálgicamente hacia nuestro propio pasado, como hubie­ra ocurrido antaño. Mirar al mundo de los chicos significa mirar para adelante: ellos son nuestro propio futuro o, más simplemente, nosotros seremos ellos.