Narodowsky. infancia posmoderna, el camino lento de la desinfantilizacion
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Infancia posmoderna
El camino lento de la
Desinfantilizacion (o infantilización
generalizada)
MARIANO NARODOWSKI*
1) ¿QUÉ FUE LA INFANCIA MODERAN?
2) ADIÓS A LA INFANCIA
3) INFANCIAS DESREALIZADAS
4) ¿FIN DE LA INFANCIA?
¿QUÉ FUE LA INFAMVIA MODERNA?
¿Qué es esa cosa llamada infancia? En este
primer apartado intentaremos demostrar el
carácter histórico y no natural de la infancia: a
esta altura ya es redundante afirmar que la
infancia tal y como la conocemos no es un
producto “de la naturaleza” sino una
construcción histórica propia de la modernidad.
Para lograr ese objetivo,
se habrán de
reseñar, aunque brevemente, las principales
contribuciones
efectuadas en la investigación
acerca de la infancia desde
puntos de vista
históricos y filosóficos.
Siguiendo los aportes del clásico estudio de
Philippe Ariès, El niño y la vida familiar en el
antiguo régimen, es posible describir las dos
series que componen este trabajo: la primera
plantea que es posible definir una etapa
anterior (al siglo XIII o XIV) en la que nuestros
actuales sentimientos
de infancia no existían
en la cultura occidental. Según Aries, los niños
no eran ni queridos ni odiados en los términos
que esos sentimientos
se expresan en el
presente. Compartían con los adultos las
actividades lúdicas, educacionales y
productivas. Y no se diferenciaban
mayormente de los adultos ni por la ropa que
portaban ni por los trabajos que efectuaban ni
por las cosas que normalmente decían o
callaban.
La segunda serie es la que describe la
transición de la antigua a la nueva concepción
de infancia en Occidente, para lo que se
destacan dos sentimientos concurrentes de
infancia: uno es el «mignotage» (mimoseo),
por el que se reconoce la especificidad del niño
en algunas nuevas actitudes femeninas, como
la de las madres y las «nurses», especialmente
a partir del siglo XVII. Este sentimiento expresa
la dependencia personal del niño al adulto y la
necesidad de protección por parte de éste.
Esto se complementa con una concepción
del
niño como un ser moralmente heterónomo y
con el surgimiento
del moderno sentimiento
de amor maternal. El otro sentimiento
surge
con el interés por la infancia, pero ahora como
objeto de estudio y normalización, siendo los
pedagogos los sujetos destacados
en este
proceso, y la escuela o, mejor dicho, el proceso
de escolarización, el escenario observable de
este interés.
La obra de Aries, a pesar de sus posteriores
críticas tal vez a causa de su carácter inicial,
demuestra claramente que la “infancia” es un
fenómeno histórico y no meramente natural y
las características de la misma en el Occidente
moderno pueden delinearse a partir de la
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heteronomía, la dependencia y la negociación
de obediencia con el adulto a cambio de
protección.
Desde el punto de vista histórico, es posible
afirmar que la institución escolar moderna es el
dispositivo que se construye para encerrar a la
niñez y a la adolescencia. Encerradas tanto
desde el punto de vista corpóreo (encierro
"material"), como también desde las categorías
que la pedagogía ha elaborado para
construirlas (encierro "epistémico"). Se
observan así dos fenómenos complementarios:
por un lado, la infancia es la clave de la
existencia de la pedagogía en tanto discurso
científico; por otro, es imposible comprender el
proceso de construcción de una infancia
moderna sin considerar el discurso pedagógico
como operador y dador de sentidos acerca de
lo que “es” o “debe ser” la infancia.
En este contexto, la pedagogía construye un
concepto que le es propio: el concepto
de
alumno, cosa que se obtiene separando el
concepto de infancia para poder luego
reintegrarlo en el ámbito de las instituciones
escolares. En esta reinserción (o sea, en el
propio concepto de alumno), persisten los
elementos capitales de la infancia
(heteronomía, necesidad de protección, etc.),
pero ahora reconvertidas, aplicadas en un
contexto diferente. Para la pedagogía, la
infancia es un hecho dado, un supuesto
indiscutible a partir del cual se construye
teórica y prácticamente al alumno.
Para el discurso pedagógico la cuestión
consiste en situar a los cuerpos en posición de
alumno, a partir de su condición
presuntamente
"natural” (es decir,
naturalizada por la pedagogía) de niños o
adolescentes. Así, estos cuerpos quedan
situados dentro de un supuesto del discurso
pedagógico para el que la posición de alumno
implica, en mayor o menor grado, la posición
de infante, por lo que quien se constituye en
alumno, cualquiera sea su edad, es situado en
el «como si» de una cierta infancia heterónoma
y obediente.
Justamente, el ser alumno en la institución
escolar moderna es básicamente ocupar el
lugar heterónomo de no – saber, contrapuesto
a la figura del docente, un adulto autónomo
que sabe. Por lo tanto, la escolarización no
consiste en otra cosa que el proceso de
infantilización de una parte de la población, la
que será restituida en la escuela, pero como
"alumnos". Esta infantilización no opera
solamente
sobre niños: todo aquel que ocupe
el lugar de alumno (sea niño, adolescente o
adulto) deberá resignar su autonomía en
cuanto a su saber y posicionarse en forma
dependiente y heterónoma frente a un docente
que habrá de decidir qué se enseña, cómo se
enseña y para qué se enseña.
El ser alumno de la institución escolar moderna
consistía en un espacio de inscripción de
saberes y poderes; un cuerpo inerme que debe
ser formado, disciplinado, educado, en función
a una utopía sociopolítica preestablecida y de
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acuerdo con ciertas pautas metodológicas. Ser
alumno no era otra cosa que ser un cuerpo en
manos
de un educador. Y por ser indefenso,
ignorante, carente de razón,
el alumno debía
obediencia a su maestro, porque iba a ser éste
quien lo guiaría a una situación de autonomía
en la que la obediencia
ya no sería necesaria.
Esta administración de la infancia se basa en el
saber pedagógico; saber que va
determinando,
a lo largo del tiempo, lo
positivo y lo negativo, lo beneficioso
y lo
perjudicial, lo normal y lo patológico para la
infancia. No es posible hallar criterios
pedagógicos universales ni para fijar a los
niños en las instituciones escolares: todos los
criterios son históricos y sociales. Tampoco se
trata de condiciones "naturales" o
"genéricamente humanas", aunque la
pedagogía
y la psicología del niño tiendan a
presentar esas condiciones
como si fueran
esencias inherentes a un ser a-histórico,
eterno. Y como si la pedagogía y la psicología
del niño tuviesen la mágica capacidad de
develar esas esencias.
Al revisar, por ejemplo, los criterios de
“normalidad” de los alumnos de las escuelas
francesas del siglo XVIII (los que aparecen en
la Conduite des Ecoles Chretiennes de Jean
Baptiste de La Salle), se observa que un mal
alumno es caracterizado como un ser "vicioso"
y que por tanto no debe ser aceptado en una
escuela. Este argumento
hoy está
completamente descartado: el vicio (y su
contraparte,
la virtud) ya no son categorías
pedagógicas predominantes, puesto
que la
pedagogía actual no enjuicia moralmente a los
alumnos, al menos no abiertamente.
Por otra parte, la decisión político-educativa de
exclusión definitiva
de la infancia del proceso
de escolarización se daba en poquísimos
casos: es el momento en que el alumno deja
de ser considerado
corno un "niño" y pasa a
ser tratado como un "menor". Su lugar ya no
será la escuela sino institutos especiales de
reducación. Sus desvíos ya no serán
"indisciplina escolar", sino "delincuencia
infantil-juvenil" y la pedagogía ya nada tiene
que hacer con ellos: son objetos de análisis de
la psiquiatría y del derecho penal.
Pero seamos honestos, lo normal y lo
patológico en las escuelas son conceptos
relativos a las historias y a las culturas. Por
ejemplo, y sin ir muy lejos, la convivencia en
una misma sala de clases de niñas y niños hoy
es recomendable para "una formación
equilibrada de la personalidad del alumno",
pero no hace más de cuarenta años se discutía
si esto acaso "alentaba la perversión y la
inmoralidad". ¿O acaso por qué -todavía hoy-chicos
y chicas forman filas separadas como
forma de evitar todo contacto corporal? En
resumen, lo que hoy llamamos indisciplina
escolar hace cincuenta o sesenta
años podría
haber sido asunto de psiquiatras o de
abogados penalistas...
Es necesario tener en cuenta, entonces, que
tanto el objeto "infancia"
o el objeto
"adolescencia", entendidos desde el discurso
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psicológico o pedagógico, no constituyen ni
objetos ni explicaciones "naturales".
Cuerpo
dócil en el sentido de Foucault, cuerpo
maleable, la infancia es construida como ese
lugar de heteronomía y juego del que siempre
sentimos nostalgias. Un espejo en el que se
refleja nuestra
racionalidad adulta,
heterónoma, severa. Un lugar construido a
partir de la carencia de razón, de autonomía.
De la carencia de saber.
ADIÓS A LA INFANCIA
¿Qué quedó de esa administración de los
cuerpos? ¿Hasta dónde es posible hoy insistir
en la actualidad con la idea de la existencia de
un cuerpo heterónomo, obediente y
dependiente de las decisiones adultas, un
cuerpo procesado por entero en las
instituciones escolares?
No se trata de una crisis de vacío, sino de una
crisis en la que la infancia “moderna” declina,
pero reconvirtiéndose: esto es, fugando hacia
dos grandes polos. Uno es el polo de la
infancia hiperrealizada, la infancia de la
realidad virtual. Se trata de los chicos que
realizan su infancia con Internet,
computadoras, sesenta y cinco canales de
cable, vídeo, y que hasta ya mucho tiempo
dejaron de ocupar el lugar del no saber. Suelen
ser considerados
como "pequeños monstruos"
por sus padres y sus maestros y parecen no
generar cariño o ternura o, al menos, no ese
cariño o esa ternura que guardábamos
tradicionalmente para la infancia moderna.
No
sucintan en sus adultos “protectores”
demasiada necesidad de protección.
En la modernidad, ser niño era solamente
esperar el ser adulto, preparándose para el
momento en que ello aconteciera. Momento
que se mostraba con ceremonias de iniciación:
los pantalones largos, una excursión al
prostíbulo, la fiesta de quince años, el primer
sueldo, el ingreso al servicio militar. La infancia
era la espera; ser niño solamente consistía en
esperar. Por el contrario, la actual infancia
hiperrealizada conforma una demanda de
inmediatez, contenida en una cultura mediática
de la satisfacción consumista: no sé qué es lo
que quiero pero lo quiero ya. La iniciación a la
adultez se ha visto diluida en cientos de
experiencias mediáticas.
Se trata de niños que se han realizado como
tales, atravesando
el período infantil con una
velocidad vertiginosa. Especialmente desde el
punto de vista del saber, encuentran una
facilidad envidiable
para dar cuenta de nuevos
desafíos tecnológicos. Son parte de una
infancia digital. Adolescentes portadores de un
cuerpo y habilidades envidiadas culturalmente:
nadie quiere ser adulto, estar a un paso de las
arrugas de la vejez. En esta cultura digital, la
experiencia es un valor inservible, como un
peine sin dientes para pelados, porque todo
nuevo desafío se impone en forma
radicalmente diferenciada, a punto tal de
anular la historia.
Y la vejez, la ancianidad,
que otrora se ostentaban como un punto
de
llegada, como la cúspide de una vida, como un
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título nobiliario que se compraba con años de
vida, en la actualidad es despreciada y
denostada: las arrugas deben ser operadas y el
modelo social son las modelos adolescentes
que sobre las pasarelas mediáticas
transportan
cuerpos vírgenes de paso del
tiempo, sin estrías, sin arrugas, sin los golpes
de la vida. Nuestros modelos ya no se
encuentran en el pasado sino en el aquí y
ahora.
La obra de Douglas Rushkoff propone a esta
infancia como el ejemplo paradigmático de una
nueva cultura, de la cultura de redes,
de
interacción digital; infancia y adolescencia que
en vez de depender del adulto son capaces de
guiar éste en un mundo en caos.
En este escenario, niños y adolescentes
hiperrealizados ensayan
el mundo que viene,
juegan en el contexto de las incertidumbres y
el desorden virtual, con la única convicción
posible: que no existe un único camino para
llegar en la medida en que no se gobierne el
entorno. El surfista no domina a la ola, sólo se
vale de ella sin esperanzas de domesticarla, sin
posibilidad
alguna de ser un sujeto soberano
de su propia actividad. En cuanto al punto de
llegada, el final es el punto del que se parte: ya
no hay "progreso" sino una circularidad cada
vez más perfecta y eficiente.
Niños y adolescentes de vídeo – juegos cada
vez más complejos,
en los que el premio ya no
es el "juego gratis", como en los viejos pinballs
en los que merced al esfuerzo lúdico se
conseguía apropiarse, sin pagar, de más y más
partidos. El premio ahora es la permanencia y
no el ahorro. El premio es tener “nuevas vidas”
que podrán proseguir con el juego cuando el
enemigo haya eliminado las vidas que
teníamos; el premio es conseguir más energía
para poder seguir jugando; el premio ahora es
el continúe por medio del cual se dura más
tiempo en el entretenimiento.
En esta suerte
de surf-virtual, lo importante es no ser
volteado por la ola, no caerse, seguir, siempre
seguir. Lógica de la satisfacción inmediata en la
que ya no se juega a acumular para el futuro.
Toda forma de acumulación es para ser jugada
de inmediato.
Videojuegos en los que la virtualidad es
arrancada de la propia pantalla y,
paradójicamente, restituida a una nueva
realidad. Carreras
de motos que se suceden
en la pantalla, pero que se manejan con una
moto. ¿Verdadera la moto? ¿Qué importancia
tiene? Al fin de cuentas, los límites de lo
verdadero se desvanecen en el momento en
que la carrocería tiembla y el pequeño jugador
toma conciencia (visualmente por medio de la
pantalla, pero táctilmente por medio del
temblor del manubrio) de que la moto ha
chocado. Videojuegos donde es posible
acometer un genocidio privado y virtual
empuñando la réplica perfecta de una
ametralladora Uzzy.
Niños con el control remoto en la mano,
convirtiéndose en todopoderosos emperadores
mediáticos, capaces de recorrer los sesenta
y
cinco canales de la televisión por cable sin
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vacilar ni por un instante, y adueñándose de
experiencias y saberes que a nosotros nos
costó décadas procesar. Chicos aburridos de
pantallas, saturados
de pantallas, adoradores
de pantallas, navegadores de pantallas.
Infancia hiperrealizándose en una pantalla.
Pantallas a su vez constantes, incansables.
Pantallas non stop que transmiten las
veinticuatro horas del día, los trescientos
sesenta y cinco días del año. Programación
especializada en la que el programa infantil ya
no se transmite de cinco a seis de la tarde
solamente, ya no es necesario esperar la hora
de la merienda para ver los dibujitos: por el
contrario, el estilo Cartoon Network supone la
presencia imbatible de la televisión: en este
mundo de incertezas hay pocas cosas que
invariablemente van a acontecer. La televisión
es una de ellas.
Chicos procesados mediáticamente en la
flexibilidad constante, en el cambio perpetuo.
Chicos cuya ecología tiende al movimiento y a
la percepción de que son ellos los que,
finalmente, conocen
la clave del mundo por
venir, del futuro que ya llegó hace rato. Chicos
que, como en la película de los Power Rangers,
son los únicos
no hipnotizados por el malvado
pasado y los que podrán detener,
no sin cierto
alarde de vanidad, la caída de sus padres al
precipicio.
INFANCIAS DESREALIZADAS
El otro punto de fuga que presenta el fin de la
infancia lo constituye el polo que está
conformado por la infancia desrealizada. Es la
infancia que es independiente, que es
autónoma, porque vive en la calle, porque
trabaja a edad muy temprana. Son también los
chicos y las chicas de la noche, que pudieron
construir una serie de códigos que les brindan
cierta autonomía económica y cultural y les
permite realizarse, mejor dicho des – realizarse
como infancia. Son niños hacia los cuales
difícilmente tendremos un sentimiento
moderno de infancia, ternura y protección. Hay
una niñez que no está infantilizada una niñez
que no es obediente (porque no precisa
obedecer, en muchos casos), una niñez que no
es dependiente (es independiente en la
negociación cotidiana para lograr su sustento)
y, por lo tanto, una niñez que es autónoma y
que en la calle construye sus propias
categorías morales. Una niñez que, al verla
sola o en grupo, difícilmente nos causa ternura.
Ésta es la infancia no de la realidad virtual de
las redes de computación y los canales de
cable sino la infancia de la vieja realidad real.
Es el fantasma de lo que debió ser
históricamente erradicado. Se trata de la
infancia excluida físicamente de estas
relaciones de saber, pero también excluida
institucionalmente:
así como la invención de
imprenta produjo el analfabetismo, Internet
está también creando una nueva generación de
analfabetos virtuales.
Alguien podría pensar: "si bien Internet no
existió siempre, chicos de la calle sí que
existieron siempre: ¿hay algo de nuevo en este
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esquema de híper y desrealización?". Sí, niños
pobres existieron siempre, por supuesto. Y es
también cierto
qué ya desde los inicios del
siglo XIX, en los albores de la Revolución
Industrial europea, la escuela pública se
presentaba como el ámbito capaz de absorber
justamente a esos niños. Charles Dickens nos
narraba las desventuras de un Oliver Twist sin
padres y sin maestros, sobreviviendo por las
suyas en los bajos fondos londinenses. Pero a
diferencia de los tiempos actuales, en el
contexto
de la institución escolar de la
modernidad, el relato político y pedagógico
dominante suponía que todos esos chicos iban
a ser salvados por la escuela y especialmente
por la escuela pública. La utopía sociopolítica
se posicionaba redimiendo a la infancia
abandonada e incluyéndola en una sociedad de
todos. Oliver era rescatado por un buen
burgués caritativo que iba a restituirle a su
verdadera madre, que para liberarlo de todo
mal iba a enviarlo a la escuela.
Ese tipo de relato hoy está cuestionado. Si se
leen con atención
los documentos de los
organismos financieros internacionales se verá
que ya comienza a aceptarse la idea que no va
a haber infancia
realizada para esos chicos y
que, a lo sumo, el Estado o las organizaciones
no gubernamentales tienen que efectuar
políticas de compensación. Ya no hay educador
que los integre a la posibilidad
de hacerlos
dependientes y heterónomos. Y surge una
nueva
categoría de niño incorregible: el
infante o adolescente marginal sin retorno,
para el cual nuestras naciones bajan la edad de
imputabilidad de los delitos penales y hasta
piden la pena de muerte para los delitos
atroces cometidos por menores.
Ésta infancia comienza a ser considerada como
altamente peligrosa por la sencilla razón de
que se sospecha de su carácter infantil. ¿Cómo
van a ser heterónomos estos niños? Son más
bien portadores de una sospecha atroz: detrás
de su máscara a la que debemos ternura por
ser niños biológicos, se encuentran los adultos
en pequeño dispuestos a todo. Como en el
libro del periodista brasileño Gilberto
Dimenstein, Meninas da Noite, en el que se
denuncia la situación de las niñas y
adolescentes prostitutas en los garimpos
(minas de oro de la Amazonia) y en los
suburbios miserables de las grandes ciudades
del Brasil: las páginas centrales eran cubiertas
por fotos de algunas de las chicas
entrevistadas, quienes posaban para el
fotógrafo mostrando sus atributos eróticos.
Yuxtaposición
fatal, capaz de hacer
desvanecer los más altruistas sueños de
redención y emancipación de esos cuerpos
sonrientes, provocativos, definitivamente
ambiguos, infantiles y adultos a la vez; con la
mirada inocente que sabemos descubrir en los
niños
y, en el mismo momento, con la
sensualidad mercantilizada en liquidación.
En otras palabras, el problema no consiste en
determinar si ha aumentado el número de
chicos habituados al robo, al asesinato, a la
prostitución o a la comercialización de
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sustancias prohibidas. Se trata de verificar que
lo que está cesando es nuestra capacidad de
darles una respuesta que implique su
reinserción en términos de infancia
moderna:
heterónoma, dependiente y obediente.
Las funcionarios y directivos de escuelas de
una provincia argentina, por ejemplo, discuten
si es o no conveniente instalar detectores de
metal (como los que se utilizan en los
aeropuertos) en las puertas de las escuelas,
con el objeto de identificar presuntos alumnos
de entre seis y doce años de edad que sean
portadores de armas. Así, cuando en las
escuelas secundarias de la ciudad de Buenos
Aires los alumnos festejan el fin de curso en
forma violenta, los responsables adultos
discuten, básicamente, el carácter penal de la
conducta. No importa que esas prácticas se
repitan desde hace décadas y que, incluso, las
del pasado fuesen aún más violentas: a pesar
de las voces marciales de los pundonorosos
defensores
del orden autoritario, que hablan
de "libertinaje en las escuelas", hoy somos
menos tolerantes que antes con cierto tipo de
niños, con cierto tipo de jóvenes. Cada vez se
reduce más el margen de tolerancia estipulado
para cierto tipo de niños: la infancia
desrealizada es, sobre, una situación
existencial
intolerable.
Lenta pero sostenidamente, la infancia
desrealizada es dejada
de analizar por
categorías de la pedagogía o de la psicología
educacional,
y esta despedagogización se
convierte en una forma sutil pero efectiva de
judicialización del cuerpo infantil y juvenil: para
entender a estos niños y a estos jóvenes ya no
debemos recurrir a tratados de pedagogía sino
a tratados de derecho penal o a tratados de
psiquiatría legal. Es el momento en que los
niños y los adolescentes se convierten en
"menores". Su lugar ya no es la escuela
sino
el instituto correccional e, incluso, la cárcel: la
inviabilidad
de ese cuerpo infantil condenado a
esquivar su destino de ser protegido encontró,
por desgracia, su lugar.
¿FIN DE LA INFANCIA?
Algo está cambiando, tal vez definitivamente,
en nuestra infancia. El niño era un ser
indefenso, que necesitaba nuestro amor,
nuestros cuidados v nuestras enseñanzas.
Debía obedecernos porque su razón era
incompleta y sus conocimientos no eran útiles
en la sociedad de los adultos. Infancia era igual
a dependencia, obediencia y heteronomía. Y
ahora, ¿por qué tienen que obedecemos?
Los adultos que debíamos protegerlos,
suponíamos que ellos eran "los únicos
privilegiados". Este fin de época, en cambio,
los pone en el lugar de privilegio de la
experiencia virtual y el saber informático y
telemático. Su mundo es tan legítimo como el
mundo adulto: consumen, luego existen; y si
no consumen, emergen con violencia y
finalmente existen, aunque esa emergencia les
cueste el encierro, la prisión y hasta la muerte.
Chicos que portan cultura legítima y obligan a
sus padres y maestros a adaptarse a ella: ya
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no es el chico el que debe callar frente a la
cultura escolar sino la escuela la que se debe
adaptarse a nuevas
situaciones. Escuelas con
computadoras y videos. Libros de lectura
que
parecen revistas de historietas. Personajes de
libros de textos
escolares calcados de los
dibujitos animados y docentes que se definen
como «animadores».
Chicos hiperadaptados a los medios y a la
violencia. Infantes
que se realizan, pero no a
través de la obediencia y la ternura sino del
descubrimiento de las posibilidades de operar
con eficiencia en un mundo que cambia con
ellos. Y la reacción desesperada se expresa en
adultos nostálgicos que castigan con
amonestaciones, que les lavan la boca con
detergente, que los desnudan en público, que
los llaman drogadictos por festejar el fin de
curso o que ruegan por el descenso de la edad
de imputabilidad penal y hasta por la pena de
muerte para la delincuencia infantil y juvenil.
Manifestaciones perversas
de la añoranza de
un tiempo que se fue. Infantilización a la
fuerza, que demuestra nuestra merma en la
capacidad disciplinadora; nuestra impotencia
adulta.
Entre la infancia hiperrealizada y la infancia
desrealizada se encuentran la mayoría de los
chicos que nosotros conocemos. Digamos
esto, son dos polos de atracción: la infancia de
la realidad virtual y la infancia de la realidad
real. Una infancia de la realidad virtual
“armónica y equilibrada” versus una infancia de
la realidad real violenta y marginal. ¿Es posible
la síntesis?
Chicos cada vez "más adultos" (las comillas
muestran que no hay palabras para esta
situación) por su capacidad de elección y su
independencia tecnológica. Y paradójicamente,
cada vez más indefensos frente a la influencia
más mediática y la compulsión al consumo: lo
que los hace poderosos, obviamente, también
los debilita. Chicos que nos obligan a
reflexionar acerca de una nueva época, de
nuevas ilusiones, nuevas desilusiones y,
especialmente, de nuevas
infancias. Chicos
que nos muestran que a la escuela del siglo
XVII (ésa que está a la vuelta de nuestras
casas) le cuesta una enormidad
brindar
respuestas a estas nuevas, indeterminables y
tal vez infinitas infancias.
Mientras tanto, ellos siguen viviendo miles de
posibilidades: combatiendo por un Mundo Ideal
junto a los Caballeros del Zodíaco, abriendo
puertas de taxis, soñado cotizar millones en la
primera de un equipo de fútbol, trabajando
para ayudar en casa, navegando en Internet,
peleando por una vacante en la escuela de la
zona, consumiendo pegamento o cocaína o lo
que en este instantes les imponga el mercado.
Mientras todo esto ocurre, nosotros, los
adultos, sus educadores,
tratamos
infructuosamente de reconstruir ese espejo en
el que se reflejaba nuestra racionalidad. Pero
esto ya no-es del todo posible. El espejo se
rompió, las partes han estallado y las imágenes
que los fragmentos nos devuelven ya no nos
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permiten reconstruimos a nosotros mismos
desde nuestros orígenes. Al contrario, mirar
hacia el mundo de los chicos, no significa
retrotraemos
nostálgicamente hacia nuestro
propio pasado, como hubiera
ocurrido antaño.
Mirar al mundo de los chicos significa mirar
para adelante: ellos son nuestro propio futuro
o, más simplemente, nosotros seremos ellos.