1. LAS BUENAS PRÁCTICAS EN EL AULA DE CLASES.
El conocimiento y la difusión de buenas prácticas sirve para reconocer el mérito
y buen hacer de nuestros colegas. Y eso, por sí solo, ya es una buena noticia
ante la patente falta de reconocimiento o de meritocracia en la labor docente.
Que esa difusión sirva, además, para mejorarnos profesionalmente exige mucho
más que la simple presentación en jornadas, congresos o publicaciones.
Tras la sugerente visión del trabajo de algún compañero o compañera docente
surge un agridulce desencanto. Y no tanto por la incapacidad de uno de estar a
la altura profesional de los mejores, como porque no es posible importar toda la
tupida red de significados, de normas tácitas, de relaciones afectivas, etc. que
emana de la praxis observada.
Porque las buenas prácticas siempre son contextuales: dependen en demasía
del modelo didáctico implícito, de los rituales de cada aula o centro, de la
personalidad del docente, de la tipología de los alumnos y alumnas, de los
objetivos concretos de aprendizaje de cada disciplina.
Todas las prácticas docentes brillantes poseen una naturaleza propia, un vigor
pedagógico y una energía latente que crean un verdadero “punto caliente” para
el aprendizaje. Aunque pudiéramos reproducir las buenas prácticas de otros en
nuestra aula, estas carecerían de la lógica del surgimiento que las engendra y
en nuestro aquí y ahora serían artificiales y faltas de impulso.
Así que, ante una práctica excelente, la actitud enriquecedora quizás debería
estar orientada a comprender los principios pedagógicos o metodológicos que la
inspiran y a promover procesos propios, que surjan de nuestra especificidad.
Nada de replicar, imitar o reproducir. Más bien inspirar nuevas prácticas a partir
de la apropiación de los mismos principios que han tomado cuerpo en otra aula.