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El caballo de Troya
J. Félix Angulo Rasco
Pertenece al Dpto. de Didáctica y Organización Escolar de la
Universidad de Málaga

La calidad es un problema de todos y no sólo de expertos y administradores. Se cuestiona el
uso de los indicadores educativos para conocer la calidad de la enseñanza. También se
repasan algunos indicadores de la OCDE, su contenido y sus implicaciones tecnocráticas.

calidad de la educación, indicadores de rendimiento, Reforma educativa actual

«Malos tiempos para la lírica»
Golpes Bajos.
En el número 199, de enero de 1992, Cuadernos de Pedagogía publicó un monográfico sobre calidad de la
enseñanza, en el que se incluía un artículo sobre indicadores educativos («El Proyecto de la OCDE. Indicadores
educativos»). En los países que han alcanzado un cierto nivel de desarrollo económico, con una tasa de escolaridad aceptable y una cierta —aunque siempre precaria e insuficiente— tradición curricular, la poco clara noción de
calidad de la enseñanza se convierte en una de las preocupaciones más importantes, e incluso prioritarias, sobre el
sistema educativo.
Además de la calidad, la introducción de la tecnología en las escuelas y la promoción de la igualdad de
oportunidades, por poner algunos ejemplos significativos, son otros tantos temas que empiezan a ocupar el espacio
público de nuestras preocupaciones y de la retórica oficial. En realidad, quién no estaría de acuerdo con elevar,
mejorar o mantener la calidad educativa de nuestras escuelas y centros de enseñanza (incluida la universidad); con
que los alumnos adquieran ciertos conocimientos sobre informática y que exista un espacio, material y conceptual,
para ella en las escuelas; y, en fin, con que sean los más «capacitados» los que progresen en el sistema educativo,
con independencia de su origen social y su disponibilidad económica.
Sin embargo, no resulta tan evidente que la introducción de la informática se tenga que hacer tal como se
está haciendo: utilizando los programas y los equipos actuales y sin una mínima reflexión sobre sus orígenes y los
intereses particulares y cuestionables que han generado su aparición y motivan su generalización. Tampoco es tan
indudable que la realización de la «igualdad de oportunidades» encuentre en la meritocracia y en el individualismo
insolidario sus más claros puntales, o, dicho más concretamente, que sea necesario utilizar desmesuradamente
exámenes nacionales tan faltos, siempre, de justicia social (1).
Por lo mismo, no acaba de parecerme tan lógico que hablar de la calidad de enseñanza, de la calidad de
nuestras escuelas y del trabajo de nuestros docentes, tenga que remitirse, en primera y a veces en última instancia,
a los así llamados indicadores. Por ello, cuando en el monográfico antes citado se incluye un artículo sobre indicadores, no solamente se valida públicamente una conexión bastante discutible (como intentaré demostrar), sino que
este acontecimiento aparentemente inocuo (como los anteriormente citados) se constituye en un ejemplo más de
un fenómeno ideológico y público, bastante generalizado y no menos preocupante, que yo denomino «Caballo de
Troya».
Como el Caballo de Troya, las preocupaciones públicas y sociales sobre la calidad, la informática o la igualdad de oportunidades, llaman la atención por su magnitud, su importancia, su necesidad o su futuro, pero, al igual
que el Caballo de Troya, hay que ser muy cuidadosos y no esperar a que lo que realmente guarda en su interior, y
por debajo de las decoraciones, engalanamientos y retóricas externas, pueda sorprendernos al llegar la noche.
Antes de aceptar que estos problemas se conviertan en realidades inapelables, antes de creernos que son conquis-
tas y exigencias incuestionables de nuestra prosperidad, y antes de que lo que se esconde en su interior delimite y
determine los parámetros de nuestra reflexión y de nuestra práctica, es imprescindible colocar el discurso retórico
que lo justifica y la estrategia material y operativa por la que se implanten, en el objetivo de nuestra crítica.
La pregunta inicial, pues, no puede ser otra que la siguiente: ¿son los indicadores un instrumento adecuado
para sintetizar los significados, intereses, expectativas y deseos, múltiples, diversos y aún controvertidos, que
subyacen a la idea de calidad de enseñanza?; es decir, ¿qué esconde el Caballo de Troya en su interior?
INDICADORES Y NECESIDADES POLÍTICAS
En principio, existen tres justificaciones para la utilización de indicadores tanto en la educación como en
otros ámbitos sociales, sean éstos economía, sanidad, trabajo o justicia. Primero, la complejidad de cada sistema y
la multiplicidad de sus funciones; segundo, la responsabilidad política y presupuestaria del Estado sobre dichos
sistemas y su correcta y equitativa incidencia en la sociedad; y, tercero, con un tono e incidencia más internacional
que los anteriores, el conocimiento comparativo de los logros o carencias de estos diversos sistemas para la creación de nuevas políticas públicas o la consolidación de las actuales (es decir, la toma de decisiones políticas y la
planificación estructural y presupuestaria). Para todo ello se requiere un conocimiento preciso y concreto de su
funcionamiento y resultados, de la calidad del servicio prestado y, en general, la utilización de información relevante y susceptible de comparación.
Por lo tanto, parece que los indicadores, entendidos como un estadístico sobre la conducta y el estado del
sistema educativo, pueden contribuir marcadamente a las lógicas demandas de conocimiento y mejora. Sin embargo, estas justificaciones, que son las que suelen aparecer en primer lugar, no son en realidad más que el ornamento
superficial de otras mucho más sustantivas y mucho más reales. ¿Cuáles son estas justificaciones internas?
No hace falta ser un adivino o un científico social avezado para darse cuenta de que no estamos en tiempos
de bonanza económica y política. Junto a la crisis política del Estado y a la falta de legitimidad de la democracia
existente(2), nos encontramos inmersos en un profundo declive económico que se ve agudizado tanto por el
aumento incontrolado de los costos como por la poco equitativa distribución de los recursos. En esta situación, las
respuestas que los gobiernos adoptan, como forma de autolegitimarse y de lograr una armonización con dichas
presiones económicas, suelen ser, ya sin rubor, la aprobación e implantación de políticas tecnocráticas. Y en esta
orientación ya no es posible distinguir gobiernos conservadores de gobiernos socialdemócratas, ideólogos orgánicos de izquierda o de derecha. Parece que una vez asentados en el poder y revitalizando viejos sueños positivistas,
los gobiernos (sean cuales fueren) no tienen otra forma de actuación política que la tecnocrática, para responder a
los mismos problemas sociales, políticos y económicos que, en cierto sentido, esta misma respuesta contribuye a
ampliar, mantener, y aún a generar.
Cuando hablamos de tecnocracia, mencionamos varias cosas a la vez:
— Primero, estamos enunciando una forma de comprender las relaciones sociales y su conocimiento, que se
apoya en la sofisticación del conocimiento científico-técnico desarrollado, en nuestro caso, en las ciencias sociales. Un conocimiento que, venga de la psicometría o la econometría, se presenta a sí mismo como neutral, objetivo
y con un alto grado de fiabilidad y validez.
— En segundo lugar, los datos y las mediciones, los índices y los indicadores obtenidos, son así un instrumento «ideal» para tomar decisiones, aventurar predicciones y conocer la situación en la que un subsistema social
y político se encuentra. De esta manera, se afirma, una política pública surgida o afianzada en las constataciones
científicas o en los desarrollos tecnológicos de supuestas leyes y tendencias sociales (sean económicas o psicológicas) adquieren el marchamo de ser inter-clasistas, no ideológicas y orientadas al bien común general de todos los
ciudadanos.
— En tercer lugar, y en razón de los dos puntos anteriores, la decisión política se convierte en una cuestión
de pericia técnicas y no de valores sociales, de dominio experto de la instrumentalidad adoptada y no de visiones
éticas y sociales (a menudo tachadas de utópicas). Gran parte del terreno político queda reducido, así, al dominio
de los arcanos científico-técnicos (3), convirtiéndose, paulatinamente, en un coto cerrado de discurso, con conceptos propios fuertemente cuantitativos y regidos por una lógica administrativo-burocrática.
De esta manera, y si se me permite la expresión, la tecnocracia se convierte explícitamente en una especie de
cultura hegemónica (4), que determina nuestras apreciaciones sobre los problemas que nos rodean y las soluciones
que podríamos adoptar, clausurando incluso nuestra experiencia y comprensión valorativa y práctica de los mismos.
EL MERCADO DE LA EDUCACIÓN
Pero, ¿qué valores sustantivos justifican los indicadores? (5) Para este punto no es necesario inventar nada,
basta con dejar hablar a los expertos que los defienden y los proponen. H.J. Walberg (6), por ejemplo, ha señalado
que los líderes de las naciones modernas han colocado como prioridad política fundamental la consecución de la
eficiencia y la eficacia del sistema educativo. Eficacia y eficiencia que ha de redundar en la competición, cooperación y producción económica. Los indicadores pueden —en este sentido y sabiamente comparados con resultados anteriores del mismo sistema, con los resultados en otros sistemas educativos u otros indicadores sociales,
preferentemente económicos—, indicar tanto el nivel de eficiencia-efectividad, como el grado de productividad
del tema educativo. Otros dos expertos, esta vez adscritos a la Administración española (M. Alvaro Page y Mª del
Carmen Izquierdo), redundan en estas ideas señalando que tener información sobre el sistema educativo y su
calidad es establecer, principalmente, la relación «coste-beneficio del producto educativo» (7).
Éstos parecen ser los valores que, medidos a través de indicadores, han de asumir las políticas y las soluciones que vayan a adoptarse, e incluso los que han de regir la práctica de nuestras escuelas. Extendiendo el argumento la calidad del sistema educativo ha de ser entendida económicamente en razón de su productividad (8) la
relación coste-beneficio, la eficacia y la eficiencia de su funcionamiento.
El sistema educativo se convierte, de esta manera, en una empresa que ha de rendir los mismos beneficios
mensurables que cualquier otra. La enseñanza deja de ser principalmente un servicio social a los ciudadanos, o lo
es en la medida en que, implicada en la producción general, eleva las tasas de beneficio en razón de lo invertido en
ella. Como en un supermercado, los padres y los alumnos son atendidos y entendidos como consumidores. Su
ciudadanía se restringe al consumo y a la compra de un producto y una mercancía económicamente rentable. La
calidad de enseñanza es, entonces, la rentabilidad de las mercancías que el sistema educativo produce.
El lector podrá pensar que la interpretación que acaba de hacerse es muy extremista, y que en realidad lo que
los indicadores pretenden, adecuadamente utilizados, es mejorar nuestra información sobre el sistema educativo,
y que conceptos como los empleados para su explicación no son más que concesiones a la retórica. Quizá, para
despejar estas dudas, baste con analizar brevemente el significado operativo de alguno de los conceptos citados,
ayudándonos de algunos ejemplos.
LA MEDICIÓN DEL PRODUCTO Y LA SATISFACCIÓN DEL CONSUMIDOR
La eficiencia se mide por el tiempo empleado en alcanzar unos niveles u objetivos previamente establecidos,
así como aminorando las entradas (invasión) para el logro de un mismo o determinado nivel de salida (productos)
en el sistema. La eficacia se puede determinar a través del número de objetivos logrados o del estado de progreso
en su consecución (9). Por lo tanto, y además de la utilización comparativa de otros indicadores, la productividad
está referida doblemente a la relación inversión-producto-tiempo y al logro de los objetivos o niveles deseados.
¿Cómo medir, así pues, la productividad? ¿Cómo determinar la eficacia y la eficiencia del sistema educativo? Éste es el lugar en el que operativamente entran los indicadores es decir, las mediciones, las estadísticas y los
índices. En países occidentales con mucha más tradición tecnocrática que el nuestro (aunque las distancias se
estén acortando), como Estados Unidos e Inglaterra, se han empleado con profusión parecido tipo de procedimientos operativos. En ambos casos la tecnología desarrollada y utilizada es la de pruebas objetivas, test y exámenes
nacionales. Es decir, aquel tipo de instrumentos que según el credo tecnocrático permiten medir resultados con
objetividad, fiabilidad, validez y neutralidad (10).
No podemos descartar que la orientación y la tecnología empleada en los casos citados sea la que se adopte
en nuestro país, teniendo en cuenta tanto las funciones que la LOGSE establece para el futuro Instituto Nacional
de Calidad y Evaluación (art. 62.3.), la publicación de los decretos de mínimos y la «experiencia» generada en la
evaluación de la reforma de las Enseñanzas Medias recientemente publicada, como por lo que algunos expertos
nacionales han anunciado. En este caso no resisto la tentación de citar unas significativas palabras de Tiana Ferrer(11):
«Hay que evaluar los programas o, en una concepción más amplia, el currículum. Es necesario conocer en qué
medida están logrando los niños y jóvenes españoles los objetivos mínimos que han sido legalmente fijados [...] Y
ello [...] a través de un estudio diagnóstico de rendimiento» (12).
Aquí como allí, el rendimiento de la educación medido a través de las citadas pruebas es en definitiva el
procedimiento por el que podemos conocer la calidad productiva del sistema (13). «Calidad» y «rendimiento»,
según el logro de los objetivos-contenidos mínimos fijados, se convierten en conceptos sinónimos.
Esta misma perspectiva, pues, domina los indicadores que actualmente está desarrollando la OCDE. No
quiero ahorrar ni su análisis ni su lectura, porque, desde luego, son el ejemplo más evidente de lo que hasta ahora
estoy afirmando (14). No obstante, me gustaría detenerme tanto en su tono general, como, particularmente, en
algunos de ellos.
De los cuatro grupos (redes de trabajo, como se los denomina) en los que los citados indicadores están
divididos, el primero señala directamente a lo que acabamos de mencionar: «Resultados de los alumnos». Este
grupo lo componen tres indicadores que miden comparativamente los rendimientos de los alumnos de «cada país»,
la relación entre lo aprendido (rendimientos reales) y lo enseñando (rendimientos posibles o máximos) y la homogeneidad del rendimiento en un sistema escolar determinado.
Pero decíamos antes que la productividad de un sistema depende además de la doble relación inversiónproducto-tiempo y del logro de objetivos deseados. Para completar esta visión estructurada de la productividad, se
incluyen los grupos siguientes: «educación-mercado de trabajo» y «funcionamiento de las escuelas y sistemas
escolares». Si con el primero de éstos se miden los beneficios de la inversión realizada y el producto educativo
alcanzado a través de su repercusión general en el mercado de trabajo, los costes de la formación profesional de los
desempleados, el status de la fuerza de trabajo y otros parecidos; con el segundo se traslada la inversión-producto
a las escuelas y al sistema mismo, relacionando, fundamentalmente, el tiempo de tarea empleado y la cantidad de
personal, instrucción y contenidos impartidos «(temas recubiertos»).
Por último, el grupo cuarto se centra en las actitudes y expectativas. Grupo que, al parecer, es el menos
desarrollado de todos, aunque se hayan deslindado áreas de trabajo que van desde la dirección y gestión de los
centros escolares hasta la política educativa. Debe llamarnos la atención este último punto, en razón de que justamente sea el grupo dedicado al conocimiento de aspectos menos cuantitativos del sistema y más subjetivos aquel
que se encuentre en un estado de desarrollo operativo menos avanzado. No obstante, la textura operativa de los
indicadores anteriores no nos da ninguna esperanza con respecto a la forma que adoptarán definitivamente los de
este último grupo. Veamos un par de ejemplos. El indicador 1 (red de trabajo primera) Distribución comparativa de
las puntuaciones, pretende «comparar la distribución de las puntuaciones de rendimiento de cada país con una
distribución internacional. Es [...] una medida del lugar en el que se colocan los estudiantes de varios países en un
continuo internacional [...]. Por supuesto, cuando se habla de puntuaciones se está haciendo referencia a las
obtenidas mediante instrumentos o pruebas comparables y no a calificaciones escolares». La calidad de enseñanza, en lo que atañe a este indicador, depende de que la población escolar de un país tenga unos resultados, comparativamente, superiores a los del resto. Situarse en los puestos de cabeza del ranking de puntuaciones significa
situarse en los puestos de cabeza de la calidad del sistema. Pero no se analizan las características propias de las
culturas nacionales, no se tienen tampoco en cuenta las situaciones contextuales de aprendizaje-enseñanza y se da
por supuesto que el conocimiento a aprender es el mismo para todos, que todos los escolares lo aprenden de la
misma manera y que, además, es posible desarrollar una prueba de conocimiento suficientemente objetiva, válida
y fiable como para ser inmune a éstas, educativamente importantes, características culturales, sociales y personales (15).
El indicador 5 (red de trabajo tercera), Tiempo de tarea, se define como «la media del tiempo dedicado por
los alumnos al trabajo escolar durante un año. El trabajo escolar se define como el relacionado directamente con
las tareas escolares de los alumnos, ya sea en la escuela o en otro sitio, trabajo individual, en grupo o con el
profesor». Por la misma razón que el anterior, la calidad de enseñanza depende, no de la calidad de la tarea, del
contenido o de las experiencias de aprendizaje sino de la cantidad de tiempo empleado en ellas, sea cual fuere su
textura, sentido y relevancia. Se supone aquí que a más tiempo, más aprendizaje, o dicho de otra manera: la calidad
del aprendizaje es la cantidad de tiempo de aprendizaje empleado (16).
La defensa de que sean éstos los indicadores seleccionados y estas mediciones las prescritas suele hacerse
invocando la alta dificultad técnica que supone medir en educación. Se mide lo que se puede medir, dependiendo
del desarrollo de la tecnología psico y econométrica, de tal manera que el grado de sofisticación de los instrumentos disponibles determina el grado de sofisticación de los datos obtenibles. De alguna manera esto es cierto, pero lo
es también que, aunque técnicamente sofisticadas, éstas y otras mediciones parecidas son, como acabamos de ver,
tan simplificadoras que hacen irreconocible la actividad social que pretenden mostrarnos.»(17)
Sin embargo, no se suele caer en la cuenta que los desvelos instrumentales de los tecnócratas se centran en
aquello que se quiere medir y no en otra cosa, es decir, en lo que se valora y en lo que se quiere compatibilizar con
el modelo de escuela, de enseñanza y de sistema educativo que previamente se posee(18). No nos encontramos (o
no nos encontramos solamente) con una falta de imaginación, ni con un limitado desarrollo de la tecnología de
medición; nos encontramos, en realidad, con una intencionalidad clara que, estipulando el tipo de datos que se
desea, pretende determinar nuestras formas de concebir e interpretar la enseñanza y el funcionamiento del sistema
educativo, y que apuesta políticamente (con el beneplácito y la anuencia de los expertos) por un tipo de escuela
concreto. Veamos un ejemplo más, referido también a la OCDE.
El indicador 16 denominado Transmisión de una ética basada en el éxito de los estudiantes pretende medir
(dos procedimientos utilizados para conseguir unos resultados, que se traducen en las actitudes y expectativas de
los miembros del centro —incluidos los estudiantes—, en relación a las capacidades de estos últimos para obtener
un alto rendimiento académico»(19). Lo que quiere decir que además de una escuela productiva se pretende una
enseñanza en la que el éxito y el beneficio, cueste lo que cueste y por encima de quien o lo que sea, se constituyan
en sus objetivos sustantivos. Esta ética conservadora (20), desde luego, nada tiene que ver con la solidaridad, la
defensa de la libertad, la tolerancia, el respeto mutuo, la comprensión, la justicia y la equidad en la enseñanza y en
las escuelas. Es, por el contrario, el justo (y, en su lógica, ineludible) complemento de la concepción productivista
que recorre a éstos como a otros indicadores empleados en educación (21).
Así pues, la calidad de una escuela y de un sistema educativo depende grosso modo y fundamentalmente de
cuestiones como las puntuaciones nacionales (y su homogeneidad) e internacionales, medidas según tests; la relación cantidad de contenido enseñado y aprendido; la repercusión en el mercado de trabajo; las horas de instrucción recibidas; el tiempo dedicado a las tareas; los temas de contenido enseñado; la asimilación de la ética del
éxito; y otras por el estilo (22). Reduciendo la calidad a indicadores, la competitividad económica se traslada a la
competitividad educativa; y la productividad, a los resultados del sistema de enseñanza. Nuestras preocupaciones
por la calidad de la enseñanza se ven así restringidas a la satisfacción que podamos alcanzar, o con la que queramos
conformarnos, como consumidores de un producto rentable, barato y útil.
SERVICIO TECNOCRÁTICO Y EXCLUSIÓN CIUDADANA
Tendríamos que preguntarnos ahora, para completar el panorama, para quién o quiénes resultan relevantes
los indicadores, a quién o quiénes sirven y, lo que es todavía más importante a quién o quiénes se excluye. Pregunta que no podemos contestar tendenciosa y engañosamente diciendo que para toda la sociedad.
Aunque parte de la respuesta ha podido ser vislumbrada por lo escrito hasta ahora, citemos no obstante y de
nuevo a los expertos. Según Alvaro Page y Mª del Carmen Izquierdo (23), «cada vez es más necesario que aquellos que tienen poder de decisión estén informados acerca de si mejora o no la calidad educativa, sobre cómo
funcionan los sistemas educativos... En suma, que estén al día de lo que está sucediendo en los centros escolares
y cuáles son los resultados producidos por el proceso de escolarización».
Es agradable contemplar la claridad con la que, a veces, nuestros expertos se manifiestan. En este caso el
mensaje es inequívoco: la utilización de indicadores es patrimonio exclusivo de los que detentan el poder, es decir
de los altos puestos de la Administración y del gobierno. En principio, no es asunto de la sociedad civil. En todo
caso la representatividad plebiscitaria, tantas veces invocada, de los administradores políticos es la más clara
justificación de que en ellos reside y se encuentra la potestad, no sólo de decidir, sino de actuar en razón y en bien
de la sociedad en su conjunto. Mensaje político al que hay que añadir el que los mismos expertos se cuidan de
difundir: los indicadores en educación son un tema tan complejo y que exige tanta especialización, que su creación, discusión e implantación compete inevitablemente a las instituciones especializadas y a los expertos que en
ellas se cobijan.(24)
Ésta es otra de las atribuciones de la tecnocracia. Como perspectiva política no sólo indica en manos de
quién está tomar las decisiones y en función de qué. La tecnocracia se distingue también por a quién y qué
excluye. Es decir, los indicadores en educación, como buen instrumento tecnocrático, sustraen, excluyendo, a la
sociedad civil: su voz, sus ideas y su participación en los problemas sociales, económicos y políticos que históricamente han de afrontar los sistemas educativos. La usurpación y el silencio consiguiente se legitiman a través de la
falsa y peligrosa concepción de que los problemas, como decía, son tan complejos, que sólo merecen ser escuchados y tenidos en cuenta las voces, las argumentaciones (cuando las haya) y los datos de aquellos que tienen un
acceso privilegiado a los arcanos de cierto conocimiento y a las decisiones políticas.
Los indicadores no están para que los ciudadanos conozcan los problemas y los logros del sistema educativo
que financian y en el que participan y se relacionan (directa o indirectamente). Los indicadores, y la tecnocracia
en general —imponiendo un modelo de enseñanza y de escuela, un sistema de valores, y unas preocupaciones
productivistas y burocráticas particulares—, existen para que aceptemos, sin discusión, la cultura economicista
que, lentamente pero sin pausa, va invadiendo nuestra vida cotidiana, nuestros propios intereses y nuestras sensibilidades. No es a la argumentación a la que se dirigen los indicadores, sino al acatamiento y al silencio de la
sociedad civil, y a la anulación de su participación e incidencia. Las críticas al exceso de democracia que han
expuesto grupos e intelectuales conservadores tienen aquí, en el uso de indicadores como baremos de calidad
educativa, uno de sus más firmes pilares(25).
CALIDAD Y DEMOCRACIA
No desearía que el lector sacase la conclusión de que la calidad no es un problema importante. La calidad de
enseñanza debería ser, por el contrario, una de las preocupaciones prioritarias para la sociedad civil, y no sólo un
reducto de ejercicio técnico-administrativo. Pero, como he intentado mostrar a lo largo de estas páginas, la reducción de la calidad a lo que unos indicadores puedan mostrarnos, con ser una empresa costosa, es, sin duda, la
opción más fácil y la más engañosa.
¿Cómo conocer y mejorar la calidad de nuestro sistema de enseñanza? Aunque la respuesta no es fácil, si es
posible, en el espacio que queda, señalar una idea central que, a mi entender, debería significar cualquier proceso
de conocimiento y mejora de la calidad. La mejora de nuestras escuelas y del sistema educativo no puede realizarse utilizando e imponiendo una lógica productivista y tecnocrática, sino, todo lo contrario, a través del desarrollo
de una lógica democrática y educativa.
Esto quiere decir que intentar conocer y actuar para mejorar la calidad de enseñanza debería suponer conocer y actuar de tal manera que, en primer lugar, fomentase el desarrollo de la participación de todos los sectores y
grupos implicados y relacionados con la educación y, en segundo lugar, que nos permitiera y ayudase a pensar y
argumentar, sin caer en demagogias y en superficialidades, sobre el funcionamiento, las dificultades, avatares y
logros de nuestras instituciones educativas, sean éstas netamente administrativas o escolares.
¿Qué sentido tiene y qué significa, para maestros, escuelas, asociaciones de padres, grupos de renovación y
CEPs, calidad de la enseñanza?; ¿qué información es útil y relevante para estos grupos educativos?; ¿qué información creen ellos que podría mejorar el sistema educativo, aportándoles enfoques diferentes, ofreciéndoles visiones
y puntos de vista que desconozcan e iluminando parcelas de su trabajo cotidiano? Son preguntas que deberían
encauzar cualquier proyecto sobre la calidad de enseñanza, porque de la respuesta a éstas y a otras parecidas
preguntas, va a depender el carácter democrático y educativo de lo que hagamos (26).
La calidad es un problema de todos y no sólo de expertos y de administradores. Necesitamos información
relevante y diversificada (en fuentes, metodologías e intereses) sobre el funcionamiento de nuestro sistema educativo (27). Pero no podemos aceptar y asumir sin paliativos que la información relevante y pertinente sea aquella
que expertos y administradores nos quieren presentar como tal.
La participación democrática y la educación de los ciudadanos requiere que todos estemos informados
inteligentemente, pero no que se nos diga que no estamos capacitados para participar porque no estamos suficientemente ilustrados para pensar y decidir. Más vale prender una fogata con el Caballo de Troya de los indicadores
en una noche estrellada de San Juan que dejarnos embaucar por su magnitud técnica y su acabado métrico. Nues-
tros alumnos nos lo agradecerán.
Se puede solicitar copia de cualesquiera de las referencias citadas a la siguiente dirección: J.F. Angulo. Dpto. de
Didáctica y Organización Escolar. Complejo de Educación. Desp. 7.06. Campus Teatinos. Universidad de
Málaga. 29010 Málaga.

(1)

Análisis críticos sobre la informática aplicada a la educación se encuentran en M.J. Streibel:
«Análisis crítico de tres enfoques del uso de la informática en la educación», Revista de
Educación, 288 (1988), pp. 305-333; y en Douglas D. Noble: The Classroom Arsenal. Military
research, information technology and public education, Londres: The Falmer Press, 1991
sobre las pruebas y exámenes nacionales pueden consultarse, además de las referencias
citadas en la nota 10, las siguientes: P. Broadfoot: «Evaluation and the social order in
advance industrial societies: the educational dilemma», International Review of Applied
Psychology (vol. 32, 1983), pp. 307-325; y en castellano, Ph. Perrenoud: La construcción
del éxito y del fracaso escolar, Madrid: Morata, 1992; y C. Baudelot y R. Establet: El nivel
educativo sube, Madrid: Morata, 1990.

(2)

Esto es lo que señalan, cada uno a su manera, P. Flores d’Arcais: «La democracia tomada
en serio», Claves de Razón Práctica, 2 (1990), pp. 2-14; D. Held: Modelos de Democracia,
Madrid: Alianza, 1991; y Victor Pérez Díaz: «La emergencia de la España democrática»,
Claves de Razón Práctica, 13 (1991), pp. 62-80.

(3)

Digo «gran parte», porque además no funciona de manera automática sino relativa. Víctor
Pérez Díaz ha llamado la atención sobre el neoclientelismo en la vida política española:
«La emergencia de la España democrática. La «invención» de una tradición y la dudosa
institucionalización de una democracia», Claves de Razón Práctica, 13 (1991), pp. 62-80.

(4)

Mucho más importante de lo que imaginamos en la sociedad postindustrial en la que
estamos. Esto es algo que ha sabido ver el sociólogo neoconservador norteamericano D.
Bell: El advenimiento de la sociedad post-industrial, Madrid: Alianza, 1986.

(5)

Ver notas.

(6)

H.J. Walberg, N. Bottani y I. Delfau: «OECD indicators of Educational Productivity [Indicadores de la OCDE y Productividad de la Educación]», Educational Researcher, 4 (vol.
19, 1990), pp. 30-33.

(7)

M. Alvaro Page y Mª del Carmen Izquierdo: «Para saber más», Cuadernos de Pedagogía,
199 (1992), pp. 25-26. (Los subrayados son míos.)

(8)

Tal como viene señalado en el título del artículo de H.J. Walberg, N. Bottani y I. Delfau:
«OECD Indicators of Educational Productivity [Indicadores de la OCDE y Productividad
de la Educación]» Educational Researcher, 4 (vol. 19, 1990), pp. 30-33.

(9)

Así es como vienen definidos en M.D. Merrill: «Can the adjective instructional modify the
noun science?», Educational Technology, 20 (2) (1980), pp. 3744; y éstas son las definiciones que críticamente recoge N. Norris: Evaluation, economics and performance indicators.
Artículo presentado al simposio «On Judging Quality in Educations, Conferencia anual de
la British Educational Research Association, Nottingham Polytechnic. De 28 al 31 de agosto de 1991, (multicopiado).

(10)

En el primero encontramos desde 1960 el «National Assessment of Educational Progres»
(Medición Nacional del Progreso Educativo) y recientemente el «Educational Testing Service»
(Servicio de Test en Educación). En el segundo destaca el «Assessment of Performance
Unit» (Unidad de Medición del Logro) establecido en 1970. La lectura crítica sobre el
trabajo de estas dos instituciones es considerable, aunque desgraciadamente en su mayoría en inglés. Pero puede consultarse, no obstante, los siguientes: P. Broadfoot (ed.):
Selection, certification and Control. Social Issues in Educational Assessment, Londres:
The Falmer Press, 1984; C. Power y R. Wood: «National assessment: A reviev of programs
in Australia, the United Kingdom, and the United States», Comparative Education Review,
28 (1984), 3, pp. 355-377; y, en castellano,. G.L. Theisen; P.P.W. Achola y F.M. Bokari: «La
insuficiencia de los estudios internacionales sobre el rendimiento», en P.G. Altbach y G.P.
Kelly (comps): Nuevos enfoques en educación comparada, Madrid: Mondadori, 1983, p.
37-61; y J.F. Angulo: Descentralicación y evaluación en el Sistema Educativo español.
Algunas claves para el pesimismo, Dpto. de Didáctica y Organización Escolar, Universidad
de Málaga, 1992 (multicopiado).

(11)

Ver notas.

(12)

Tiana Ferrer: «El sistema educativo», Cuadernos de Pedagogía, 185 (1990), pp. 34-35. No
hay que olvidar que para Tiana Ferrer la evaluación de la reforma de las Enseñanzas
Medias, llevada a cabo con tests y pruebas objetivas de rendimiento, es, en sus palabras,
«el germen de lo que debe ser la evaluación permanente del sistema educativo» (p. 34).
Para una crítica más extensa de estas ideas puede consultarse a J.F. Angulo: Descentralización y evaluación en el sistema educativo español: Algunas claves para el pesimismo, Dpto.
de Didáctica y Organización Escolar. Universidad de Málaga, 1992 (multicopiado).

(13)

Ver notas.
(14)

Alvaro Page, M.: «El proyecto de la OCDE. Indicadores educativos», Cuadernos de Pedagogía, 199 (enero 1992), pp. 13-17.

(15)

Aquí interviene otra cuestión que es necesario destacar y es la siguiente: cuando se afirma
que es posible construir psicométricamente una prueba de este calibre, se está dando por
supuesto que los currícula nacionales de las distintas naciones implicadas en la medición
de sus productos educativos son suficientemente semejantes y homogéneos como para
llevar a cabo esta empresa. En cierta medida es cierto que existe una tendencia en dicho
sentido. El excelente trabajo de Benavot, A. y otros: «El conocimiento para las masas:
Modelos mundiales y currícula nacionales», Revista de Educación, 295 (1991) pp. 317-344,
ha llamado la atención sobre ello. Pero esto no quiere decir que a pesar de la convergencia
cultural a la que tienden las políticas curriculares en Occidente, ésta acabe, inevitablemente, en una estandarización absoluta del trabajo, la enseñanza y el aprendizaje en las escuelas. Los centros escolares son, para bien y para mal, más complejos de lo que imaginan
nuestros psicómetras (que, por cierto, no tienen por costumbre pisar centros de enseñanza). Estas ideas están analizadas con mayor detalle en Angulo, J.F.: Descentralización y
evaluación en el Sistema Educativo español. Algunas claves para el pesimismo, Dpto. de
Didáctica y Organización Escolar. Universidad de Málaga, 1992 (multicopiado).

(16)

Ver notas.

(17)

G.F. Madaus, un especialista en psicometría y evaluación, ha señalado que «cuanto más
dependa la toma de decisiones del uso de un indicador social cuantitativo, mayor será la
distorsión y corrupción que provoque sobre el proceso que registra». (The influence of
testing on the curriculum», en L.N. Tanner (ed.): Critical issues in curriculum, Chicago:
87th Yearbook of the National Society for the Study of Education, The NSSE, (1988), pp.
83-121.

(18)

Con independencia de su posible falta de imaginación o del limitado desarrollo de la
tecnología de medición de que disponga. Por contraste puede verse el interesante estudio
sobre la pobreza, mucho más sensible al objeto de estudio, mucho más imaginativo
metodológicamente y con una mayor orientación política. Equipo EDIS: Pobreza y
Marginación, Madrid: Documentación Social, 1981.

(19)

M. Alvaro Page: «El proyecto de la OCDE. Indicadores educativos», Cuadernos de Pedagogía, 199 (enero 1992), p. 16.

(20)

No creo que haga falta recordar que el éxito, la excelencia y la competitividad, tal como se
trasluce en la descripción del indicador, pertenecen a una ética meritocrática, cercana al
individualismo posesivo de las capacidades innatas, que caracteriza a los gobiernos más
conservadores. Véase el trabajo, especialmente clarificador sobre este punto, de Th.S.
Popkewitz; A. Pitman y A. Barry: «El milenarismo en la reforma educativa de los años
ochenta», Revista de Educación, 291(1990), pp. 81-103.

(21)

Lo que vale también para un proyecto anterior de la OCDE, como puede verse en CarrHill, R., y Magnussen, O.: Los indicadores de resultados en los sistemas de enseñanza,
Madrid: OCDE/MEC, 1975.

(22)

Ver notas.

(23)

M. Alvaro Page y Mª del Carmen Izquierdo: «Para saber más», Cuadernos de Pedagogía,
199 (enero 1992), pp. 25-26.

(24)

Si el lector desea un ejemplo más en este sentido, basta con que lea el apartado «Para saber
más», del monográfico citado sobre calidad de la enseñanza. De cuarenta y siete referencias sólo una está escrita en castellano, las cuarenta y seis restantes lo están en inglés. De
éstas, veintiseis pertenecen a informes y contribuciones, a congresos, conferencias o a la
OCDE (a la que corresponden trece de las veintiseis). Difícil me parece que los docentes
puedan (y quieran) tener acceso a esta información para saber más.

(25)

Las lamentaciones conservadoras sobre la «excesiva» democracia en las sociedades occidentales vienen claramente explicadas en D. Held: Modelos de democracia, Madrid: Alianza,
1992.

(26)

Por otro lado, los temas de sexismo, de marginación, de minorías, de calidad y relevancia
de los contenidos, formación del profesorado, de descentralización, de participación democrática y de financiación, por destacar unos cuantos temas, ¿no guardan una relación
directa con la calidad de la enseñanza? Éste no es, ni mucho menos, el mensaje que se
transmite a los lectores en los indicadores. El artículo citado de Alvaro Page puede contrastarse provechosamente con los de J.M. Alvarez Méndez: «La ética de la calidad»,
Cuadernos de Pedagogía, 199 (enero 1992), pp. 8-12, y de J. Doménech i Francesch y J.
Viñas i Cirera: «Cien medidas para mejorar la escuela pública», Cuadernos de Pedagogía,
199, pp. 22-24.

(27)

Ver notas.

(5)

Es más que curioso que la traducción al castellano de la palabra inglesa achievement (en realidad
«logro»), sea siempre la de rendimiento (output, efficiency o yield en inglés).(11) Actualmente director del
CIDE, sede del futuro Instituto Nacional de Calidad y Evaluación.
(13)

También hay que recordar la profusión con la que el CIDE financia —generosamente— estudios
sobre el rendimiento en los distintos niveles del sistema educativo.

(16)

El lector debe tener en cuenta aquí que de los indicadores presentados en el artículo citado, ninguno
hace mención a la «calidad, significatividad y relevancia» del aprendizaje, los contenidos o las experiencias
desarrolladas por los alumnos; una cuestión, desde luego, política, cultural y ética, pero no técnica. Para
comprender con mayor profundidad el sustrato de este indicador es imprescindible leer con detenimiento la
fórmula que se adjunta en el texto. ¡Todo un logro de ingeniería métrica!

(22)

La formulación de muchos de los indicadores raya la simplonería más descarada (por no decir otra
cosa). Así los indicadores 11 y 12 quieren («indicar», respectivamente las formas de tomar las decisiones en
educación y el lugar donde se toman. Según el primero, existen tres formas: de manera absolutamente
independiente, junto, con o después de consultar a otra autoridad y ateniéndose a un marco general que
viene impuesto por otra autoridad. La manera de calcularlo es dividir las decisiones tomadas en cada forma,
por las tomadas de todas las formas consideradas en conjunto. Parece, además, que las decisiones tienen que
ser tomadas siempre, o bien con independencia de una autoridad o bien con su anuencia. Parece que no
interesa, no existen, ni (en caso de que existan) tienen relevancia en la calidad de la enseñanza, decisiones
tomadas en colaboración a través de un proceso de discusión y análisis conjunto. El segundo (indicador 12)
quiere resaltar el lugar donde se toman las formas de decisión del indicador anterior: centros, nivel intermedio y nivel de estado. Aquí se calcula dividiendo las decisiones tomadas en cada lugar por la sumatoria de las
decisiones. Como solamente se hace mención de la cantidad de las decisiones, es difícil entender su relevancia, las dificultades que introduce, su necesidad, y su contenido y oportunidad, y otras cuestiones por el
estilo. La calidad de las decisiones se reduce a la forma de decisión más adoptada y al nivel de decisión con
mayor puntuación relativa en relación al total de formas y niveles. En fin, toda una muestra de sabiduría.

(27)

Mucho más teniendo en cuenta la falta de conocimiento sobre su gestión (o el secretismo), con la que
se prodigan los gobiernos, incluido especialmente el nuestro.

Cuadernos de Pedagogía (1992) nº 206:62-69

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El Caballo de Troya

  • 1. El caballo de Troya J. Félix Angulo Rasco Pertenece al Dpto. de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Málaga La calidad es un problema de todos y no sólo de expertos y administradores. Se cuestiona el uso de los indicadores educativos para conocer la calidad de la enseñanza. También se repasan algunos indicadores de la OCDE, su contenido y sus implicaciones tecnocráticas. calidad de la educación, indicadores de rendimiento, Reforma educativa actual «Malos tiempos para la lírica» Golpes Bajos. En el número 199, de enero de 1992, Cuadernos de Pedagogía publicó un monográfico sobre calidad de la enseñanza, en el que se incluía un artículo sobre indicadores educativos («El Proyecto de la OCDE. Indicadores educativos»). En los países que han alcanzado un cierto nivel de desarrollo económico, con una tasa de escolaridad aceptable y una cierta —aunque siempre precaria e insuficiente— tradición curricular, la poco clara noción de calidad de la enseñanza se convierte en una de las preocupaciones más importantes, e incluso prioritarias, sobre el sistema educativo. Además de la calidad, la introducción de la tecnología en las escuelas y la promoción de la igualdad de oportunidades, por poner algunos ejemplos significativos, son otros tantos temas que empiezan a ocupar el espacio público de nuestras preocupaciones y de la retórica oficial. En realidad, quién no estaría de acuerdo con elevar, mejorar o mantener la calidad educativa de nuestras escuelas y centros de enseñanza (incluida la universidad); con que los alumnos adquieran ciertos conocimientos sobre informática y que exista un espacio, material y conceptual, para ella en las escuelas; y, en fin, con que sean los más «capacitados» los que progresen en el sistema educativo, con independencia de su origen social y su disponibilidad económica. Sin embargo, no resulta tan evidente que la introducción de la informática se tenga que hacer tal como se está haciendo: utilizando los programas y los equipos actuales y sin una mínima reflexión sobre sus orígenes y los intereses particulares y cuestionables que han generado su aparición y motivan su generalización. Tampoco es tan indudable que la realización de la «igualdad de oportunidades» encuentre en la meritocracia y en el individualismo insolidario sus más claros puntales, o, dicho más concretamente, que sea necesario utilizar desmesuradamente exámenes nacionales tan faltos, siempre, de justicia social (1). Por lo mismo, no acaba de parecerme tan lógico que hablar de la calidad de enseñanza, de la calidad de nuestras escuelas y del trabajo de nuestros docentes, tenga que remitirse, en primera y a veces en última instancia, a los así llamados indicadores. Por ello, cuando en el monográfico antes citado se incluye un artículo sobre indicadores, no solamente se valida públicamente una conexión bastante discutible (como intentaré demostrar), sino que este acontecimiento aparentemente inocuo (como los anteriormente citados) se constituye en un ejemplo más de un fenómeno ideológico y público, bastante generalizado y no menos preocupante, que yo denomino «Caballo de Troya». Como el Caballo de Troya, las preocupaciones públicas y sociales sobre la calidad, la informática o la igualdad de oportunidades, llaman la atención por su magnitud, su importancia, su necesidad o su futuro, pero, al igual que el Caballo de Troya, hay que ser muy cuidadosos y no esperar a que lo que realmente guarda en su interior, y por debajo de las decoraciones, engalanamientos y retóricas externas, pueda sorprendernos al llegar la noche. Antes de aceptar que estos problemas se conviertan en realidades inapelables, antes de creernos que son conquis-
  • 2. tas y exigencias incuestionables de nuestra prosperidad, y antes de que lo que se esconde en su interior delimite y determine los parámetros de nuestra reflexión y de nuestra práctica, es imprescindible colocar el discurso retórico que lo justifica y la estrategia material y operativa por la que se implanten, en el objetivo de nuestra crítica. La pregunta inicial, pues, no puede ser otra que la siguiente: ¿son los indicadores un instrumento adecuado para sintetizar los significados, intereses, expectativas y deseos, múltiples, diversos y aún controvertidos, que subyacen a la idea de calidad de enseñanza?; es decir, ¿qué esconde el Caballo de Troya en su interior? INDICADORES Y NECESIDADES POLÍTICAS En principio, existen tres justificaciones para la utilización de indicadores tanto en la educación como en otros ámbitos sociales, sean éstos economía, sanidad, trabajo o justicia. Primero, la complejidad de cada sistema y la multiplicidad de sus funciones; segundo, la responsabilidad política y presupuestaria del Estado sobre dichos sistemas y su correcta y equitativa incidencia en la sociedad; y, tercero, con un tono e incidencia más internacional que los anteriores, el conocimiento comparativo de los logros o carencias de estos diversos sistemas para la creación de nuevas políticas públicas o la consolidación de las actuales (es decir, la toma de decisiones políticas y la planificación estructural y presupuestaria). Para todo ello se requiere un conocimiento preciso y concreto de su funcionamiento y resultados, de la calidad del servicio prestado y, en general, la utilización de información relevante y susceptible de comparación. Por lo tanto, parece que los indicadores, entendidos como un estadístico sobre la conducta y el estado del sistema educativo, pueden contribuir marcadamente a las lógicas demandas de conocimiento y mejora. Sin embargo, estas justificaciones, que son las que suelen aparecer en primer lugar, no son en realidad más que el ornamento superficial de otras mucho más sustantivas y mucho más reales. ¿Cuáles son estas justificaciones internas? No hace falta ser un adivino o un científico social avezado para darse cuenta de que no estamos en tiempos de bonanza económica y política. Junto a la crisis política del Estado y a la falta de legitimidad de la democracia existente(2), nos encontramos inmersos en un profundo declive económico que se ve agudizado tanto por el aumento incontrolado de los costos como por la poco equitativa distribución de los recursos. En esta situación, las respuestas que los gobiernos adoptan, como forma de autolegitimarse y de lograr una armonización con dichas presiones económicas, suelen ser, ya sin rubor, la aprobación e implantación de políticas tecnocráticas. Y en esta orientación ya no es posible distinguir gobiernos conservadores de gobiernos socialdemócratas, ideólogos orgánicos de izquierda o de derecha. Parece que una vez asentados en el poder y revitalizando viejos sueños positivistas, los gobiernos (sean cuales fueren) no tienen otra forma de actuación política que la tecnocrática, para responder a los mismos problemas sociales, políticos y económicos que, en cierto sentido, esta misma respuesta contribuye a ampliar, mantener, y aún a generar. Cuando hablamos de tecnocracia, mencionamos varias cosas a la vez: — Primero, estamos enunciando una forma de comprender las relaciones sociales y su conocimiento, que se apoya en la sofisticación del conocimiento científico-técnico desarrollado, en nuestro caso, en las ciencias sociales. Un conocimiento que, venga de la psicometría o la econometría, se presenta a sí mismo como neutral, objetivo y con un alto grado de fiabilidad y validez. — En segundo lugar, los datos y las mediciones, los índices y los indicadores obtenidos, son así un instrumento «ideal» para tomar decisiones, aventurar predicciones y conocer la situación en la que un subsistema social y político se encuentra. De esta manera, se afirma, una política pública surgida o afianzada en las constataciones científicas o en los desarrollos tecnológicos de supuestas leyes y tendencias sociales (sean económicas o psicológicas) adquieren el marchamo de ser inter-clasistas, no ideológicas y orientadas al bien común general de todos los ciudadanos. — En tercer lugar, y en razón de los dos puntos anteriores, la decisión política se convierte en una cuestión de pericia técnicas y no de valores sociales, de dominio experto de la instrumentalidad adoptada y no de visiones éticas y sociales (a menudo tachadas de utópicas). Gran parte del terreno político queda reducido, así, al dominio de los arcanos científico-técnicos (3), convirtiéndose, paulatinamente, en un coto cerrado de discurso, con conceptos propios fuertemente cuantitativos y regidos por una lógica administrativo-burocrática. De esta manera, y si se me permite la expresión, la tecnocracia se convierte explícitamente en una especie de
  • 3. cultura hegemónica (4), que determina nuestras apreciaciones sobre los problemas que nos rodean y las soluciones que podríamos adoptar, clausurando incluso nuestra experiencia y comprensión valorativa y práctica de los mismos. EL MERCADO DE LA EDUCACIÓN Pero, ¿qué valores sustantivos justifican los indicadores? (5) Para este punto no es necesario inventar nada, basta con dejar hablar a los expertos que los defienden y los proponen. H.J. Walberg (6), por ejemplo, ha señalado que los líderes de las naciones modernas han colocado como prioridad política fundamental la consecución de la eficiencia y la eficacia del sistema educativo. Eficacia y eficiencia que ha de redundar en la competición, cooperación y producción económica. Los indicadores pueden —en este sentido y sabiamente comparados con resultados anteriores del mismo sistema, con los resultados en otros sistemas educativos u otros indicadores sociales, preferentemente económicos—, indicar tanto el nivel de eficiencia-efectividad, como el grado de productividad del tema educativo. Otros dos expertos, esta vez adscritos a la Administración española (M. Alvaro Page y Mª del Carmen Izquierdo), redundan en estas ideas señalando que tener información sobre el sistema educativo y su calidad es establecer, principalmente, la relación «coste-beneficio del producto educativo» (7). Éstos parecen ser los valores que, medidos a través de indicadores, han de asumir las políticas y las soluciones que vayan a adoptarse, e incluso los que han de regir la práctica de nuestras escuelas. Extendiendo el argumento la calidad del sistema educativo ha de ser entendida económicamente en razón de su productividad (8) la relación coste-beneficio, la eficacia y la eficiencia de su funcionamiento. El sistema educativo se convierte, de esta manera, en una empresa que ha de rendir los mismos beneficios mensurables que cualquier otra. La enseñanza deja de ser principalmente un servicio social a los ciudadanos, o lo es en la medida en que, implicada en la producción general, eleva las tasas de beneficio en razón de lo invertido en ella. Como en un supermercado, los padres y los alumnos son atendidos y entendidos como consumidores. Su ciudadanía se restringe al consumo y a la compra de un producto y una mercancía económicamente rentable. La calidad de enseñanza es, entonces, la rentabilidad de las mercancías que el sistema educativo produce. El lector podrá pensar que la interpretación que acaba de hacerse es muy extremista, y que en realidad lo que los indicadores pretenden, adecuadamente utilizados, es mejorar nuestra información sobre el sistema educativo, y que conceptos como los empleados para su explicación no son más que concesiones a la retórica. Quizá, para despejar estas dudas, baste con analizar brevemente el significado operativo de alguno de los conceptos citados, ayudándonos de algunos ejemplos. LA MEDICIÓN DEL PRODUCTO Y LA SATISFACCIÓN DEL CONSUMIDOR La eficiencia se mide por el tiempo empleado en alcanzar unos niveles u objetivos previamente establecidos, así como aminorando las entradas (invasión) para el logro de un mismo o determinado nivel de salida (productos) en el sistema. La eficacia se puede determinar a través del número de objetivos logrados o del estado de progreso en su consecución (9). Por lo tanto, y además de la utilización comparativa de otros indicadores, la productividad está referida doblemente a la relación inversión-producto-tiempo y al logro de los objetivos o niveles deseados. ¿Cómo medir, así pues, la productividad? ¿Cómo determinar la eficacia y la eficiencia del sistema educativo? Éste es el lugar en el que operativamente entran los indicadores es decir, las mediciones, las estadísticas y los índices. En países occidentales con mucha más tradición tecnocrática que el nuestro (aunque las distancias se estén acortando), como Estados Unidos e Inglaterra, se han empleado con profusión parecido tipo de procedimientos operativos. En ambos casos la tecnología desarrollada y utilizada es la de pruebas objetivas, test y exámenes nacionales. Es decir, aquel tipo de instrumentos que según el credo tecnocrático permiten medir resultados con objetividad, fiabilidad, validez y neutralidad (10). No podemos descartar que la orientación y la tecnología empleada en los casos citados sea la que se adopte en nuestro país, teniendo en cuenta tanto las funciones que la LOGSE establece para el futuro Instituto Nacional de Calidad y Evaluación (art. 62.3.), la publicación de los decretos de mínimos y la «experiencia» generada en la evaluación de la reforma de las Enseñanzas Medias recientemente publicada, como por lo que algunos expertos
  • 4. nacionales han anunciado. En este caso no resisto la tentación de citar unas significativas palabras de Tiana Ferrer(11): «Hay que evaluar los programas o, en una concepción más amplia, el currículum. Es necesario conocer en qué medida están logrando los niños y jóvenes españoles los objetivos mínimos que han sido legalmente fijados [...] Y ello [...] a través de un estudio diagnóstico de rendimiento» (12). Aquí como allí, el rendimiento de la educación medido a través de las citadas pruebas es en definitiva el procedimiento por el que podemos conocer la calidad productiva del sistema (13). «Calidad» y «rendimiento», según el logro de los objetivos-contenidos mínimos fijados, se convierten en conceptos sinónimos. Esta misma perspectiva, pues, domina los indicadores que actualmente está desarrollando la OCDE. No quiero ahorrar ni su análisis ni su lectura, porque, desde luego, son el ejemplo más evidente de lo que hasta ahora estoy afirmando (14). No obstante, me gustaría detenerme tanto en su tono general, como, particularmente, en algunos de ellos. De los cuatro grupos (redes de trabajo, como se los denomina) en los que los citados indicadores están divididos, el primero señala directamente a lo que acabamos de mencionar: «Resultados de los alumnos». Este grupo lo componen tres indicadores que miden comparativamente los rendimientos de los alumnos de «cada país», la relación entre lo aprendido (rendimientos reales) y lo enseñando (rendimientos posibles o máximos) y la homogeneidad del rendimiento en un sistema escolar determinado. Pero decíamos antes que la productividad de un sistema depende además de la doble relación inversiónproducto-tiempo y del logro de objetivos deseados. Para completar esta visión estructurada de la productividad, se incluyen los grupos siguientes: «educación-mercado de trabajo» y «funcionamiento de las escuelas y sistemas escolares». Si con el primero de éstos se miden los beneficios de la inversión realizada y el producto educativo alcanzado a través de su repercusión general en el mercado de trabajo, los costes de la formación profesional de los desempleados, el status de la fuerza de trabajo y otros parecidos; con el segundo se traslada la inversión-producto a las escuelas y al sistema mismo, relacionando, fundamentalmente, el tiempo de tarea empleado y la cantidad de personal, instrucción y contenidos impartidos «(temas recubiertos»). Por último, el grupo cuarto se centra en las actitudes y expectativas. Grupo que, al parecer, es el menos desarrollado de todos, aunque se hayan deslindado áreas de trabajo que van desde la dirección y gestión de los centros escolares hasta la política educativa. Debe llamarnos la atención este último punto, en razón de que justamente sea el grupo dedicado al conocimiento de aspectos menos cuantitativos del sistema y más subjetivos aquel que se encuentre en un estado de desarrollo operativo menos avanzado. No obstante, la textura operativa de los indicadores anteriores no nos da ninguna esperanza con respecto a la forma que adoptarán definitivamente los de este último grupo. Veamos un par de ejemplos. El indicador 1 (red de trabajo primera) Distribución comparativa de las puntuaciones, pretende «comparar la distribución de las puntuaciones de rendimiento de cada país con una distribución internacional. Es [...] una medida del lugar en el que se colocan los estudiantes de varios países en un continuo internacional [...]. Por supuesto, cuando se habla de puntuaciones se está haciendo referencia a las obtenidas mediante instrumentos o pruebas comparables y no a calificaciones escolares». La calidad de enseñanza, en lo que atañe a este indicador, depende de que la población escolar de un país tenga unos resultados, comparativamente, superiores a los del resto. Situarse en los puestos de cabeza del ranking de puntuaciones significa situarse en los puestos de cabeza de la calidad del sistema. Pero no se analizan las características propias de las culturas nacionales, no se tienen tampoco en cuenta las situaciones contextuales de aprendizaje-enseñanza y se da por supuesto que el conocimiento a aprender es el mismo para todos, que todos los escolares lo aprenden de la misma manera y que, además, es posible desarrollar una prueba de conocimiento suficientemente objetiva, válida y fiable como para ser inmune a éstas, educativamente importantes, características culturales, sociales y personales (15). El indicador 5 (red de trabajo tercera), Tiempo de tarea, se define como «la media del tiempo dedicado por los alumnos al trabajo escolar durante un año. El trabajo escolar se define como el relacionado directamente con las tareas escolares de los alumnos, ya sea en la escuela o en otro sitio, trabajo individual, en grupo o con el profesor». Por la misma razón que el anterior, la calidad de enseñanza depende, no de la calidad de la tarea, del contenido o de las experiencias de aprendizaje sino de la cantidad de tiempo empleado en ellas, sea cual fuere su textura, sentido y relevancia. Se supone aquí que a más tiempo, más aprendizaje, o dicho de otra manera: la calidad del aprendizaje es la cantidad de tiempo de aprendizaje empleado (16).
  • 5. La defensa de que sean éstos los indicadores seleccionados y estas mediciones las prescritas suele hacerse invocando la alta dificultad técnica que supone medir en educación. Se mide lo que se puede medir, dependiendo del desarrollo de la tecnología psico y econométrica, de tal manera que el grado de sofisticación de los instrumentos disponibles determina el grado de sofisticación de los datos obtenibles. De alguna manera esto es cierto, pero lo es también que, aunque técnicamente sofisticadas, éstas y otras mediciones parecidas son, como acabamos de ver, tan simplificadoras que hacen irreconocible la actividad social que pretenden mostrarnos.»(17) Sin embargo, no se suele caer en la cuenta que los desvelos instrumentales de los tecnócratas se centran en aquello que se quiere medir y no en otra cosa, es decir, en lo que se valora y en lo que se quiere compatibilizar con el modelo de escuela, de enseñanza y de sistema educativo que previamente se posee(18). No nos encontramos (o no nos encontramos solamente) con una falta de imaginación, ni con un limitado desarrollo de la tecnología de medición; nos encontramos, en realidad, con una intencionalidad clara que, estipulando el tipo de datos que se desea, pretende determinar nuestras formas de concebir e interpretar la enseñanza y el funcionamiento del sistema educativo, y que apuesta políticamente (con el beneplácito y la anuencia de los expertos) por un tipo de escuela concreto. Veamos un ejemplo más, referido también a la OCDE. El indicador 16 denominado Transmisión de una ética basada en el éxito de los estudiantes pretende medir (dos procedimientos utilizados para conseguir unos resultados, que se traducen en las actitudes y expectativas de los miembros del centro —incluidos los estudiantes—, en relación a las capacidades de estos últimos para obtener un alto rendimiento académico»(19). Lo que quiere decir que además de una escuela productiva se pretende una enseñanza en la que el éxito y el beneficio, cueste lo que cueste y por encima de quien o lo que sea, se constituyan en sus objetivos sustantivos. Esta ética conservadora (20), desde luego, nada tiene que ver con la solidaridad, la defensa de la libertad, la tolerancia, el respeto mutuo, la comprensión, la justicia y la equidad en la enseñanza y en las escuelas. Es, por el contrario, el justo (y, en su lógica, ineludible) complemento de la concepción productivista que recorre a éstos como a otros indicadores empleados en educación (21). Así pues, la calidad de una escuela y de un sistema educativo depende grosso modo y fundamentalmente de cuestiones como las puntuaciones nacionales (y su homogeneidad) e internacionales, medidas según tests; la relación cantidad de contenido enseñado y aprendido; la repercusión en el mercado de trabajo; las horas de instrucción recibidas; el tiempo dedicado a las tareas; los temas de contenido enseñado; la asimilación de la ética del éxito; y otras por el estilo (22). Reduciendo la calidad a indicadores, la competitividad económica se traslada a la competitividad educativa; y la productividad, a los resultados del sistema de enseñanza. Nuestras preocupaciones por la calidad de la enseñanza se ven así restringidas a la satisfacción que podamos alcanzar, o con la que queramos conformarnos, como consumidores de un producto rentable, barato y útil. SERVICIO TECNOCRÁTICO Y EXCLUSIÓN CIUDADANA Tendríamos que preguntarnos ahora, para completar el panorama, para quién o quiénes resultan relevantes los indicadores, a quién o quiénes sirven y, lo que es todavía más importante a quién o quiénes se excluye. Pregunta que no podemos contestar tendenciosa y engañosamente diciendo que para toda la sociedad. Aunque parte de la respuesta ha podido ser vislumbrada por lo escrito hasta ahora, citemos no obstante y de nuevo a los expertos. Según Alvaro Page y Mª del Carmen Izquierdo (23), «cada vez es más necesario que aquellos que tienen poder de decisión estén informados acerca de si mejora o no la calidad educativa, sobre cómo funcionan los sistemas educativos... En suma, que estén al día de lo que está sucediendo en los centros escolares y cuáles son los resultados producidos por el proceso de escolarización». Es agradable contemplar la claridad con la que, a veces, nuestros expertos se manifiestan. En este caso el mensaje es inequívoco: la utilización de indicadores es patrimonio exclusivo de los que detentan el poder, es decir de los altos puestos de la Administración y del gobierno. En principio, no es asunto de la sociedad civil. En todo caso la representatividad plebiscitaria, tantas veces invocada, de los administradores políticos es la más clara justificación de que en ellos reside y se encuentra la potestad, no sólo de decidir, sino de actuar en razón y en bien de la sociedad en su conjunto. Mensaje político al que hay que añadir el que los mismos expertos se cuidan de difundir: los indicadores en educación son un tema tan complejo y que exige tanta especialización, que su creación, discusión e implantación compete inevitablemente a las instituciones especializadas y a los expertos que en
  • 6. ellas se cobijan.(24) Ésta es otra de las atribuciones de la tecnocracia. Como perspectiva política no sólo indica en manos de quién está tomar las decisiones y en función de qué. La tecnocracia se distingue también por a quién y qué excluye. Es decir, los indicadores en educación, como buen instrumento tecnocrático, sustraen, excluyendo, a la sociedad civil: su voz, sus ideas y su participación en los problemas sociales, económicos y políticos que históricamente han de afrontar los sistemas educativos. La usurpación y el silencio consiguiente se legitiman a través de la falsa y peligrosa concepción de que los problemas, como decía, son tan complejos, que sólo merecen ser escuchados y tenidos en cuenta las voces, las argumentaciones (cuando las haya) y los datos de aquellos que tienen un acceso privilegiado a los arcanos de cierto conocimiento y a las decisiones políticas. Los indicadores no están para que los ciudadanos conozcan los problemas y los logros del sistema educativo que financian y en el que participan y se relacionan (directa o indirectamente). Los indicadores, y la tecnocracia en general —imponiendo un modelo de enseñanza y de escuela, un sistema de valores, y unas preocupaciones productivistas y burocráticas particulares—, existen para que aceptemos, sin discusión, la cultura economicista que, lentamente pero sin pausa, va invadiendo nuestra vida cotidiana, nuestros propios intereses y nuestras sensibilidades. No es a la argumentación a la que se dirigen los indicadores, sino al acatamiento y al silencio de la sociedad civil, y a la anulación de su participación e incidencia. Las críticas al exceso de democracia que han expuesto grupos e intelectuales conservadores tienen aquí, en el uso de indicadores como baremos de calidad educativa, uno de sus más firmes pilares(25). CALIDAD Y DEMOCRACIA No desearía que el lector sacase la conclusión de que la calidad no es un problema importante. La calidad de enseñanza debería ser, por el contrario, una de las preocupaciones prioritarias para la sociedad civil, y no sólo un reducto de ejercicio técnico-administrativo. Pero, como he intentado mostrar a lo largo de estas páginas, la reducción de la calidad a lo que unos indicadores puedan mostrarnos, con ser una empresa costosa, es, sin duda, la opción más fácil y la más engañosa. ¿Cómo conocer y mejorar la calidad de nuestro sistema de enseñanza? Aunque la respuesta no es fácil, si es posible, en el espacio que queda, señalar una idea central que, a mi entender, debería significar cualquier proceso de conocimiento y mejora de la calidad. La mejora de nuestras escuelas y del sistema educativo no puede realizarse utilizando e imponiendo una lógica productivista y tecnocrática, sino, todo lo contrario, a través del desarrollo de una lógica democrática y educativa. Esto quiere decir que intentar conocer y actuar para mejorar la calidad de enseñanza debería suponer conocer y actuar de tal manera que, en primer lugar, fomentase el desarrollo de la participación de todos los sectores y grupos implicados y relacionados con la educación y, en segundo lugar, que nos permitiera y ayudase a pensar y argumentar, sin caer en demagogias y en superficialidades, sobre el funcionamiento, las dificultades, avatares y logros de nuestras instituciones educativas, sean éstas netamente administrativas o escolares. ¿Qué sentido tiene y qué significa, para maestros, escuelas, asociaciones de padres, grupos de renovación y CEPs, calidad de la enseñanza?; ¿qué información es útil y relevante para estos grupos educativos?; ¿qué información creen ellos que podría mejorar el sistema educativo, aportándoles enfoques diferentes, ofreciéndoles visiones y puntos de vista que desconozcan e iluminando parcelas de su trabajo cotidiano? Son preguntas que deberían encauzar cualquier proyecto sobre la calidad de enseñanza, porque de la respuesta a éstas y a otras parecidas preguntas, va a depender el carácter democrático y educativo de lo que hagamos (26). La calidad es un problema de todos y no sólo de expertos y de administradores. Necesitamos información relevante y diversificada (en fuentes, metodologías e intereses) sobre el funcionamiento de nuestro sistema educativo (27). Pero no podemos aceptar y asumir sin paliativos que la información relevante y pertinente sea aquella que expertos y administradores nos quieren presentar como tal. La participación democrática y la educación de los ciudadanos requiere que todos estemos informados inteligentemente, pero no que se nos diga que no estamos capacitados para participar porque no estamos suficientemente ilustrados para pensar y decidir. Más vale prender una fogata con el Caballo de Troya de los indicadores en una noche estrellada de San Juan que dejarnos embaucar por su magnitud técnica y su acabado métrico. Nues-
  • 7. tros alumnos nos lo agradecerán. Se puede solicitar copia de cualesquiera de las referencias citadas a la siguiente dirección: J.F. Angulo. Dpto. de Didáctica y Organización Escolar. Complejo de Educación. Desp. 7.06. Campus Teatinos. Universidad de Málaga. 29010 Málaga. (1) Análisis críticos sobre la informática aplicada a la educación se encuentran en M.J. Streibel: «Análisis crítico de tres enfoques del uso de la informática en la educación», Revista de Educación, 288 (1988), pp. 305-333; y en Douglas D. Noble: The Classroom Arsenal. Military research, information technology and public education, Londres: The Falmer Press, 1991 sobre las pruebas y exámenes nacionales pueden consultarse, además de las referencias citadas en la nota 10, las siguientes: P. Broadfoot: «Evaluation and the social order in advance industrial societies: the educational dilemma», International Review of Applied Psychology (vol. 32, 1983), pp. 307-325; y en castellano, Ph. Perrenoud: La construcción del éxito y del fracaso escolar, Madrid: Morata, 1992; y C. Baudelot y R. Establet: El nivel educativo sube, Madrid: Morata, 1990. (2) Esto es lo que señalan, cada uno a su manera, P. Flores d’Arcais: «La democracia tomada en serio», Claves de Razón Práctica, 2 (1990), pp. 2-14; D. Held: Modelos de Democracia, Madrid: Alianza, 1991; y Victor Pérez Díaz: «La emergencia de la España democrática», Claves de Razón Práctica, 13 (1991), pp. 62-80. (3) Digo «gran parte», porque además no funciona de manera automática sino relativa. Víctor Pérez Díaz ha llamado la atención sobre el neoclientelismo en la vida política española: «La emergencia de la España democrática. La «invención» de una tradición y la dudosa institucionalización de una democracia», Claves de Razón Práctica, 13 (1991), pp. 62-80. (4) Mucho más importante de lo que imaginamos en la sociedad postindustrial en la que estamos. Esto es algo que ha sabido ver el sociólogo neoconservador norteamericano D. Bell: El advenimiento de la sociedad post-industrial, Madrid: Alianza, 1986. (5) Ver notas. (6) H.J. Walberg, N. Bottani y I. Delfau: «OECD indicators of Educational Productivity [Indicadores de la OCDE y Productividad de la Educación]», Educational Researcher, 4 (vol. 19, 1990), pp. 30-33. (7) M. Alvaro Page y Mª del Carmen Izquierdo: «Para saber más», Cuadernos de Pedagogía, 199 (1992), pp. 25-26. (Los subrayados son míos.) (8) Tal como viene señalado en el título del artículo de H.J. Walberg, N. Bottani y I. Delfau: «OECD Indicators of Educational Productivity [Indicadores de la OCDE y Productividad de la Educación]» Educational Researcher, 4 (vol. 19, 1990), pp. 30-33. (9) Así es como vienen definidos en M.D. Merrill: «Can the adjective instructional modify the noun science?», Educational Technology, 20 (2) (1980), pp. 3744; y éstas son las definiciones que críticamente recoge N. Norris: Evaluation, economics and performance indicators. Artículo presentado al simposio «On Judging Quality in Educations, Conferencia anual de la British Educational Research Association, Nottingham Polytechnic. De 28 al 31 de agosto de 1991, (multicopiado). (10) En el primero encontramos desde 1960 el «National Assessment of Educational Progres» (Medición Nacional del Progreso Educativo) y recientemente el «Educational Testing Service» (Servicio de Test en Educación). En el segundo destaca el «Assessment of Performance Unit» (Unidad de Medición del Logro) establecido en 1970. La lectura crítica sobre el trabajo de estas dos instituciones es considerable, aunque desgraciadamente en su mayoría en inglés. Pero puede consultarse, no obstante, los siguientes: P. Broadfoot (ed.): Selection, certification and Control. Social Issues in Educational Assessment, Londres: The Falmer Press, 1984; C. Power y R. Wood: «National assessment: A reviev of programs in Australia, the United Kingdom, and the United States», Comparative Education Review, 28 (1984), 3, pp. 355-377; y, en castellano,. G.L. Theisen; P.P.W. Achola y F.M. Bokari: «La insuficiencia de los estudios internacionales sobre el rendimiento», en P.G. Altbach y G.P. Kelly (comps): Nuevos enfoques en educación comparada, Madrid: Mondadori, 1983, p. 37-61; y J.F. Angulo: Descentralicación y evaluación en el Sistema Educativo español. Algunas claves para el pesimismo, Dpto. de Didáctica y Organización Escolar, Universidad de Málaga, 1992 (multicopiado). (11) Ver notas. (12) Tiana Ferrer: «El sistema educativo», Cuadernos de Pedagogía, 185 (1990), pp. 34-35. No hay que olvidar que para Tiana Ferrer la evaluación de la reforma de las Enseñanzas Medias, llevada a cabo con tests y pruebas objetivas de rendimiento, es, en sus palabras, «el germen de lo que debe ser la evaluación permanente del sistema educativo» (p. 34). Para una crítica más extensa de estas ideas puede consultarse a J.F. Angulo: Descentralización y evaluación en el sistema educativo español: Algunas claves para el pesimismo, Dpto. de Didáctica y Organización Escolar. Universidad de Málaga, 1992 (multicopiado). (13) Ver notas.
  • 8. (14) Alvaro Page, M.: «El proyecto de la OCDE. Indicadores educativos», Cuadernos de Pedagogía, 199 (enero 1992), pp. 13-17. (15) Aquí interviene otra cuestión que es necesario destacar y es la siguiente: cuando se afirma que es posible construir psicométricamente una prueba de este calibre, se está dando por supuesto que los currícula nacionales de las distintas naciones implicadas en la medición de sus productos educativos son suficientemente semejantes y homogéneos como para llevar a cabo esta empresa. En cierta medida es cierto que existe una tendencia en dicho sentido. El excelente trabajo de Benavot, A. y otros: «El conocimiento para las masas: Modelos mundiales y currícula nacionales», Revista de Educación, 295 (1991) pp. 317-344, ha llamado la atención sobre ello. Pero esto no quiere decir que a pesar de la convergencia cultural a la que tienden las políticas curriculares en Occidente, ésta acabe, inevitablemente, en una estandarización absoluta del trabajo, la enseñanza y el aprendizaje en las escuelas. Los centros escolares son, para bien y para mal, más complejos de lo que imaginan nuestros psicómetras (que, por cierto, no tienen por costumbre pisar centros de enseñanza). Estas ideas están analizadas con mayor detalle en Angulo, J.F.: Descentralización y evaluación en el Sistema Educativo español. Algunas claves para el pesimismo, Dpto. de Didáctica y Organización Escolar. Universidad de Málaga, 1992 (multicopiado). (16) Ver notas. (17) G.F. Madaus, un especialista en psicometría y evaluación, ha señalado que «cuanto más dependa la toma de decisiones del uso de un indicador social cuantitativo, mayor será la distorsión y corrupción que provoque sobre el proceso que registra». (The influence of testing on the curriculum», en L.N. Tanner (ed.): Critical issues in curriculum, Chicago: 87th Yearbook of the National Society for the Study of Education, The NSSE, (1988), pp. 83-121. (18) Con independencia de su posible falta de imaginación o del limitado desarrollo de la tecnología de medición de que disponga. Por contraste puede verse el interesante estudio sobre la pobreza, mucho más sensible al objeto de estudio, mucho más imaginativo metodológicamente y con una mayor orientación política. Equipo EDIS: Pobreza y Marginación, Madrid: Documentación Social, 1981. (19) M. Alvaro Page: «El proyecto de la OCDE. Indicadores educativos», Cuadernos de Pedagogía, 199 (enero 1992), p. 16. (20) No creo que haga falta recordar que el éxito, la excelencia y la competitividad, tal como se trasluce en la descripción del indicador, pertenecen a una ética meritocrática, cercana al individualismo posesivo de las capacidades innatas, que caracteriza a los gobiernos más conservadores. Véase el trabajo, especialmente clarificador sobre este punto, de Th.S. Popkewitz; A. Pitman y A. Barry: «El milenarismo en la reforma educativa de los años ochenta», Revista de Educación, 291(1990), pp. 81-103. (21) Lo que vale también para un proyecto anterior de la OCDE, como puede verse en CarrHill, R., y Magnussen, O.: Los indicadores de resultados en los sistemas de enseñanza, Madrid: OCDE/MEC, 1975. (22) Ver notas. (23) M. Alvaro Page y Mª del Carmen Izquierdo: «Para saber más», Cuadernos de Pedagogía, 199 (enero 1992), pp. 25-26. (24) Si el lector desea un ejemplo más en este sentido, basta con que lea el apartado «Para saber más», del monográfico citado sobre calidad de la enseñanza. De cuarenta y siete referencias sólo una está escrita en castellano, las cuarenta y seis restantes lo están en inglés. De éstas, veintiseis pertenecen a informes y contribuciones, a congresos, conferencias o a la OCDE (a la que corresponden trece de las veintiseis). Difícil me parece que los docentes puedan (y quieran) tener acceso a esta información para saber más. (25) Las lamentaciones conservadoras sobre la «excesiva» democracia en las sociedades occidentales vienen claramente explicadas en D. Held: Modelos de democracia, Madrid: Alianza, 1992. (26) Por otro lado, los temas de sexismo, de marginación, de minorías, de calidad y relevancia de los contenidos, formación del profesorado, de descentralización, de participación democrática y de financiación, por destacar unos cuantos temas, ¿no guardan una relación directa con la calidad de la enseñanza? Éste no es, ni mucho menos, el mensaje que se transmite a los lectores en los indicadores. El artículo citado de Alvaro Page puede contrastarse provechosamente con los de J.M. Alvarez Méndez: «La ética de la calidad», Cuadernos de Pedagogía, 199 (enero 1992), pp. 8-12, y de J. Doménech i Francesch y J. Viñas i Cirera: «Cien medidas para mejorar la escuela pública», Cuadernos de Pedagogía, 199, pp. 22-24. (27) Ver notas. (5) Es más que curioso que la traducción al castellano de la palabra inglesa achievement (en realidad «logro»), sea siempre la de rendimiento (output, efficiency o yield en inglés).(11) Actualmente director del CIDE, sede del futuro Instituto Nacional de Calidad y Evaluación.
  • 9. (13) También hay que recordar la profusión con la que el CIDE financia —generosamente— estudios sobre el rendimiento en los distintos niveles del sistema educativo. (16) El lector debe tener en cuenta aquí que de los indicadores presentados en el artículo citado, ninguno hace mención a la «calidad, significatividad y relevancia» del aprendizaje, los contenidos o las experiencias desarrolladas por los alumnos; una cuestión, desde luego, política, cultural y ética, pero no técnica. Para comprender con mayor profundidad el sustrato de este indicador es imprescindible leer con detenimiento la fórmula que se adjunta en el texto. ¡Todo un logro de ingeniería métrica! (22) La formulación de muchos de los indicadores raya la simplonería más descarada (por no decir otra cosa). Así los indicadores 11 y 12 quieren («indicar», respectivamente las formas de tomar las decisiones en educación y el lugar donde se toman. Según el primero, existen tres formas: de manera absolutamente independiente, junto, con o después de consultar a otra autoridad y ateniéndose a un marco general que viene impuesto por otra autoridad. La manera de calcularlo es dividir las decisiones tomadas en cada forma, por las tomadas de todas las formas consideradas en conjunto. Parece, además, que las decisiones tienen que ser tomadas siempre, o bien con independencia de una autoridad o bien con su anuencia. Parece que no interesa, no existen, ni (en caso de que existan) tienen relevancia en la calidad de la enseñanza, decisiones tomadas en colaboración a través de un proceso de discusión y análisis conjunto. El segundo (indicador 12) quiere resaltar el lugar donde se toman las formas de decisión del indicador anterior: centros, nivel intermedio y nivel de estado. Aquí se calcula dividiendo las decisiones tomadas en cada lugar por la sumatoria de las decisiones. Como solamente se hace mención de la cantidad de las decisiones, es difícil entender su relevancia, las dificultades que introduce, su necesidad, y su contenido y oportunidad, y otras cuestiones por el estilo. La calidad de las decisiones se reduce a la forma de decisión más adoptada y al nivel de decisión con mayor puntuación relativa en relación al total de formas y niveles. En fin, toda una muestra de sabiduría. (27) Mucho más teniendo en cuenta la falta de conocimiento sobre su gestión (o el secretismo), con la que se prodigan los gobiernos, incluido especialmente el nuestro. Cuadernos de Pedagogía (1992) nº 206:62-69