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VIÑETAS ARGENTINAS: LOS OFICIOS BARRIALES
La infancia es la patria de los hombres, es verdad. De todos los hombres y siempre. Y no es verdad que todo tiempo
pasado fue mejor. Ni mejor ni peor, distinto, aunque no tanto. Los requerimientos de la evocación y la recurrente
nostalgia, a veces nos ciegan y mienten en las debidas jerarquías y en el propio protagonismo. Cambian los
escenarios y algunas exterioridades, hay novedades todos los días, nuevos artefactos cada vez más difíciles, modas,
etc. pero esencialmente el hombre suele ser el mismo de siempre. Cada generación construye su propia patria. No es
que se lo proponga “racionalmente”. La vive simplemente, la reconoce y la recorre naturalmente. Un itinerario que
también fue realizado antes y que cada vez es una novedad, porque son nuevas las personas que lo hacen. Algunos
hasta llegan a intuir tenuemente el fenómeno de que por ahí ya pasaron antes, donde escucharon esto o ya lo vimos,
como un “dejabú” generacional y que algunos suelen atesorar silenciosamente, como un misterio de la creación.
Otros pretenden, ruidosamente, una exclusividad histórica imposible e injusta. Hay de todo en la viña del Señor.
Luego, con el correr del tiempo, sedimenta la crónica. Cada historia se encadena con la anterior y así, lenta y
vitalmente, a paso de hombre, se va construyendo la tradición. Los oficios barriales con que nos relacionamos cada
uno, siempre han de tener vigencia en la medida que subsista el medio que los reclama y genera. Hasta donde
sabemos los barrios y sus gentes, los microprocesos y la microhistoria, no van ha desaparecer jamás. Así que
descansando confiadamente en el futuro, recordamos. Don Casildo y su almacén, con la mezcla de olores
inconfundibles y únicos, que cada tanto nos sorprenden reencontrándolos en otros sitios y tiempos. Se compraba el
Jalvá por peso, ¡que rico! Con los frascos de vidrio inmensos llenos de caramelos azucarados y que comprábamos con
el viejo antes de ir al box del Estadio Norte. Don Francisco, el tanísimo verdulero con carro grande techado y de
caballo y que me daba la “yapa”, generosidad que por supuesto todavía existe con otros nombres y ese también. El
quinielero, un señor mayor, canoso, pelado y regordete que recorría puntualmente la calle Alem todas las mañanas. A
veces se tragaba las anotaciones numéricas ante la proximidad de la taquería “no arreglada”. Cada vez que cambiaba
el comisario de la primera, se tenía que comer unos días en cana. Una vuelta y en esas circunstancias, lo atropellaron
dos canas de civil. Como lo vieron masticando, lo empezaron a acogotar para que escupiera las pruebas del delito.
Rápidamente el quinielero escupió ¡una inocente pera! que le había regalado el verdulero. Las mujeres del barrio,
todas presentes en el escándalo y obviamente partidarias del quinielero, nunca dejaron de burlarse de los celosos
“guardianes” del orden. Los carboneros de la calle San Luis, dos hermanos gordos, de boina, caras antiguas, bigotito
y eternamente ennegrecidos. El vendedor de plumeros y escobillones, que era un hombre alto, erguido y muy tostado.
Canoso y digno solía hablar en latín mientras caminaba llevando gran cantidad de mercadería en los hombros. Para
nosotros era todo un misterio. La leyenda barrial lo ubicaba en algún campo de batalla de la segunda guerra mundial
y con secuelas psiquiátricas leves. Era muy perseverante, lo mismo que el limonero que era una fija y de un solo
producto. Todos con su estilo y voceo particular, que resuena y los imito en mi memoria. El botellero que compraba
bronce, cama vieja, fierro viejo, diarios, botellas, colchones y palos de escoba. Llegamos a trabajar denodadamente
para juntar cosas para venderle. Generalmente pasaba con un carro grande los sábados, porque había más gente en sus
casas, principalmente los hombres que de alguna cosa se desprendían. De un taller naval vecino nos expulsaron
violentamente cuando vieron que habíamos “adquirido” una pieza pesada que estaba en el piso y que pensábamos
negociar con el botellero. El colchonero con su cardadora en la puerta de las viviendas y trabajando por unas horas.
El siempre puntual afilador de cuchillos que con su flauta se lo escuchaba venir desde la lejanía. La peluquería Ciotta,
con los sillones regulables y el olor a colonia y talco, donde el morochaje se sentía importante haciéndose afeitar, y
era correcto. Porque además ¿cómo poder reemplazar esa tertulia de mayores en la peluquería, ese momento
imperdible donde el peluquero, por lo general sabiéndoselas a todas, sentenciaba sabio y solemne? La feria
municipal, de calle 1º de Mayo y Mendoza, ahora hay una placita, con puestos de aves (mataban la gallina a la vista)
y huevos, pescados y carnes rojas, todas especialidades. El zapatero medio mulato de calle Mendoza entre Alem y
Ayacucho, que se había comprado un auto de carrera viejísimo y lo había pintado de rojo furioso. El hielero de barra
y el camión tanque querosenero, ambos a domicilio. Los carritos de los helados Laponia que se estacionaban en el
Monumento a la Bandera. El vendedor con carro de triciclo, de la panadería árabe. La modista de la vieja en la calle
Laprida, casi esquina Tres de Febrero. Época de menos confección y modistas más baratas. La librería, de último
momento, “El Escolar”, de Buenos Aires y Tres de febrero, y que nunca cerraba. Siempre algún mapa u “hoja de
calcar” hacía falta un domingo por la noche. Los “crotos” fijos, que comían de la caridad en el barrio. Fueron
“clientes” de una familia vecina por años y los atendía la empleada, viejísima, que si mal no recuerdo le decían la
“Yaya”. El sodero de sifón metálico y que también vendía los jugos “Nora”, que eran de una botellita petisa y gorda y
eran riquísimos. El cartero, caminante perpetuo con una enorme bolsa de cuero y el buzón de la esquina, esos clásicos
rojos y con techo abovedado, cubrían el excelente servicio postal estatal argentino. Todo nos parece que era inocente.
Aunque de allí, de esos barrios, de esa época y de esas vivencias salió de todo, como de cualquier otro lugar. Porque
los tipos humanos, se repiten. No había droga, que todo lo pudre. Al menos tan generalizada, promovida y pública.
Había robos, pero no originados en las adicciones. El barrio supo tener sus propios ladrones, estafadores, perseguidos
políticos, bataclanas, borrachos famosos, hasta un químico inventor, fabricante de aceites esenciales, y que hoy se han
popularizado tanto como rebusque “perfumero”. Todos supieron usar correctamente, sin disturbios y
democráticamente, como corresponde, a todos los oficios barriales ¡ÉXITOS PARA TODOS Y ADELANTE CON
LOS FAROLES!

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Algunos hasta llegan a intuir tenuemente el fenómeno de que por ahí ya pasaron antes, donde escucharon esto o ya lo vimos, como un “dejabú” generacional y que algunos suelen atesorar silenciosamente, como un misterio de la creación. Otros pretenden, ruidosamente, una exclusividad histórica imposible e injusta. Hay de todo en la viña del Señor. Luego, con el correr del tiempo, sedimenta la crónica. Cada historia se encadena con la anterior y así, lenta y vitalmente, a paso de hombre, se va construyendo la tradición. Los oficios barriales con que nos relacionamos cada uno, siempre han de tener vigencia en la medida que subsista el medio que los reclama y genera. Hasta donde sabemos los barrios y sus gentes, los microprocesos y la microhistoria, no van ha desaparecer jamás. Así que descansando confiadamente en el futuro, recordamos. Don Casildo y su almacén, con la mezcla de olores inconfundibles y únicos, que cada tanto nos sorprenden reencontrándolos en otros sitios y tiempos. Se compraba el Jalvá por peso, ¡que rico! Con los frascos de vidrio inmensos llenos de caramelos azucarados y que comprábamos con el viejo antes de ir al box del Estadio Norte. Don Francisco, el tanísimo verdulero con carro grande techado y de caballo y que me daba la “yapa”, generosidad que por supuesto todavía existe con otros nombres y ese también. El quinielero, un señor mayor, canoso, pelado y regordete que recorría puntualmente la calle Alem todas las mañanas. A veces se tragaba las anotaciones numéricas ante la proximidad de la taquería “no arreglada”. Cada vez que cambiaba el comisario de la primera, se tenía que comer unos días en cana. Una vuelta y en esas circunstancias, lo atropellaron dos canas de civil. Como lo vieron masticando, lo empezaron a acogotar para que escupiera las pruebas del delito. Rápidamente el quinielero escupió ¡una inocente pera! que le había regalado el verdulero. Las mujeres del barrio, todas presentes en el escándalo y obviamente partidarias del quinielero, nunca dejaron de burlarse de los celosos “guardianes” del orden. Los carboneros de la calle San Luis, dos hermanos gordos, de boina, caras antiguas, bigotito y eternamente ennegrecidos. El vendedor de plumeros y escobillones, que era un hombre alto, erguido y muy tostado. Canoso y digno solía hablar en latín mientras caminaba llevando gran cantidad de mercadería en los hombros. Para nosotros era todo un misterio. La leyenda barrial lo ubicaba en algún campo de batalla de la segunda guerra mundial y con secuelas psiquiátricas leves. Era muy perseverante, lo mismo que el limonero que era una fija y de un solo producto. Todos con su estilo y voceo particular, que resuena y los imito en mi memoria. El botellero que compraba bronce, cama vieja, fierro viejo, diarios, botellas, colchones y palos de escoba. Llegamos a trabajar denodadamente para juntar cosas para venderle. Generalmente pasaba con un carro grande los sábados, porque había más gente en sus casas, principalmente los hombres que de alguna cosa se desprendían. De un taller naval vecino nos expulsaron violentamente cuando vieron que habíamos “adquirido” una pieza pesada que estaba en el piso y que pensábamos negociar con el botellero. El colchonero con su cardadora en la puerta de las viviendas y trabajando por unas horas. El siempre puntual afilador de cuchillos que con su flauta se lo escuchaba venir desde la lejanía. La peluquería Ciotta, con los sillones regulables y el olor a colonia y talco, donde el morochaje se sentía importante haciéndose afeitar, y era correcto. Porque además ¿cómo poder reemplazar esa tertulia de mayores en la peluquería, ese momento imperdible donde el peluquero, por lo general sabiéndoselas a todas, sentenciaba sabio y solemne? 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