Planificacion Anual 4to Grado Educacion Primaria 2024 Ccesa007.pdf
Combate de el pangal
1. 25/10/2014 Legión de Los Andes - Combate de El Pangal
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Combate de El Pangal
23 de Septiembre 1820
El 18 de septiembre de 1820, el día clásico de nuestra
independencia, pasaba, en efecto, el Biobío por Monterrey
el coronel Pico con su gruesa columna de caballería,
resuelto a dar a aquella un golpe de muerte. Excusado es
decir que venía preparado para el caso, con la confesión
general y absolución de culpas que habían hecho
previamente los frailes de Benavides, pues esta era la
práctica ordinaria en todas las empresas de aquel devoto
bandido.
Sabedor entre tanto Pico de que Yumbel estaba débilmente
guarnecido (pues ignoraba la aproximación de Viel por aquel
rumbo), emprendió su marcha para atacar aquella plaza,
acampando en la noche del 19 en la hacienda de San Cristóbal, propiedad de los desgraciados
hermanos Miguel, distante 4 km de la villa por el sur.
A la mañana siguiente, el activo comandante en jefe de los dragones subió la elevada cuchilla
que separa San Cristóbal de Yumbel, seguido sólo de una partida de 20 hombres, dejando
órdenes a Zapata, Ferrebú y demás jefes para qué limpias en las armas y se mantuviese un
tranquilos, pues nada se tenían del lejano enemigo. Pico iba a practicar un simple reconocimiento
sobre la villa para regresar enseguida al campamento.
Pero acontecía que a esa misma hora el comandante Viel, que había ocupado sosegadamente a
Yumbel el día anterior, salía de la aldea con su escuadrón para dirigirse a Rere en busca de O
´Carrol; y a eso de las nueve de la mañana pudo divisar por la falda de la cuchilla del sur un grupo
de gente armada. Juzgo Viel que eran los dragones de O´Carrol avanzando a su encuentro, y se
adelantó con su ayudante y un corneta a recibirlos. Más a poco los reconoció como enemigos, y
volvió a atrás a incorporarse con su cuerpo. Tomó consigo la primera mitad de la columna, y se
adelantó intrépida mente sobre la descubierta enemiga, ordenando a su segundo, el mayor
argentino don Bernardino Escribano, le siguiese a la distancia de tres cuadras.
Las dos partidas continuaron acercándose hasta ponerse a tan corta distancia que podían oír los
gritos y retos de muerte que les dirigía Pico, desprendiéndose de su descubierta. En el momento
favorable lo cargó, sin embargo, Viel, y con tanta decisión que arrolló a los contrarios hasta la
cima de la cuchilla. Uno de sus soldados, el valiente sargento de granaderos Juan Alanís, se
metió sable en mano entre los soldados de Pico, y como éste viniera montado en un soberbio
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caballo, y quisiera hacerle frente de hombre a hombre, se vio cortado de su tropa. No le quedó
entonces otra salvación que correr al monte favorecido de la pujanza del caballo. Más Alanís no
le dio suelta, y le persigo con tanto ahínco que le hizo desmontarse en la espesura y precipitarse
a pie por un barranco. Le sirvió aquí al soldado montañés su práctica de los cerros, como antiguo
minero, pues de otra manera habría sin remedio perecido. El bravo Alanís cogió, sin embargo, el
valioso caballo del caudillo que llevaba a su grupo un trofeo más valioso todavía, cuál era la
carretera de Pico, contenida dentro de una pequeña maleta acharolada.
Pero mientras el jefe realista era tenido tan a mal traer en el fondo de una quebrada, sucedía que
su partida exploradora apoyada en la altura por todas las fuerzas que habían salido de las casas
de San Cristóbal al ruido de los tiros, se rehacía y cargaba sobre Viel, abrumándolo con su peso.
No pudo éste resistir ni con la mitad que le acompañaba de cerca ni con todo el escuadrón aquel
empuje tan poderoso como imprevisto, y hubo de bajar precipitadamente la escabrosa loma en
que estaba comprometido, siendo lanceado por la espalda y dispersado en todas direcciones con
pérdida de pocas vidas, pero, lo que era mucho peor, difundiéndose en su tropa acostumbrada a
vencer con una funesta desmoralización.
Pudo a pesar de todo eligiese patriota rehacer su columna en el llano, y habiendosele reunido
aquí el grado Alanís, coligió por los papeles tomados a Pico, y que aquél le presentara, que Los
Angeles podían verse en inminente peligro, si no se reunía oportunamente con O´Carrol. En
consecuencia, dejando a un lado a Yumbel, dirigió se hacía Rere con la mayor celeridad posible.
Minutos después, Pico, rescatado de su crítica posición por su fiel asistente José María Siniago,
un valiente soldado de Concepción, entró a Yumbel, y allí celebró su triunfo haciendo fusilar,
conforme a las instrucciones de su superior, un desgraciado destino de Vilorio, llamado San
Martín por que era patriota, y junto con él a que el soldado Capilla, que hemos dicho en otra
ocasión se había quedado rezagado, alegando el cansancio del caballo, hecho acaso verdadero,
pero que el terrible guerrillero calificó de cobardía. Antes que él, el feroz italiano Mainery, teniente
de dragones, había ofrecido el holocausto a la impensada victoria de la montaña dos infelices
niños, que creyendo vencedor a Viel, estaban repicando en el campanario del pueblo.
Tales eran los horribles e inevitables coronarios de todos los triunfos y de todas las derrotas de
aquella malhadada contienda, que no sin amplia razón hemos denominado ¡la guerra a muerte!
En la tarde del día 21 de septiembre se reunieron las divisiones patriotas en las mismas casas de
San Cristóbal, donde Pico había racionado sus tropas al amanecer del 20.
Reunidos Viel y O´Carrol, la inminencia del peligro había pasado, porque Pico no podría atacarlas
en detalle, y al contrario, los jefes patriotas se hallaban en actitud de batirlo con una masa
aguerrida de 400 caballos, dos piezas de artillería y un cuadro de buenos infantes, sostenidos por
considerables milicias de caballería. Freire podía, pues, respirar en Concepción y sentirse
desembarazado para castigar a Benavides, si osaba pasar el río para buscarle en sus propios
cuarteles.
Pico, entretanto, atribuyendo a la carga de Yumbel sobre los granaderos un resultado efímero, se
dirigía con su columna hacia los bancos del Laja, por donde esperaba refuerzos considerables
que debía traerle Bocardo de los partidos de Quilapalo, Santa Bárbara y Nacimiento, al paso que
otros grupos se le acercarían por el lado de Tucapel, bajando de la montaña, a virtud de órdenes
previas impartidas para que el movimiento simultáneo y general.
Cuando O´Carrol y Viel se reunían en San Cristóbal en la tarde del 21 de septiembre, Pico se
acampaba por consiguiente a orillas del Laja, interpuesto entre Yumbel y Los Angeles, y a 10
leguas distante de aquellos.
En vista de estas posiciones respectivas, el partido que la estrategia aconsejaba a los jefes
patriotas era tan claro que casi no podía dudarse de su éxito; tal era emprender a toda prisa sobre
Los Angeles, sin hacer caso de Pico, con el doble objeto de cubrir aquella importantísima plaza y
operar una concentración de fuerzas de las tres armas que los había invencibles, pues Alcázar
había infantes y cañones y Viel y O´Carrol sólo caballos.
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Más, por una fatalidad propia del precario espíritu humano, sobrevino una inesperada rivalidad en
la que tanta culpa tenía el olvido imprudente del General en jefe como la calurosa vanidad de sus
lugartenientes. En el momento de celebrar un acuerdo decisivo, bien y O´Carrol se pusieron a
disputar sobre cual tomaría el mando en jefe, pues uno y otro tenían análogas instrucciones (de
reunirse simplemente el uno al otro) e idéntica graduación de tenientes coroneles. Fue preciso
someter aquel punto delicado a la decisión de una junta de guerra, y prevaleció en ella la opinión
del comandante Cruz, que se debía reconocer a O´Carrol como jefe, atendiendo a la mayor
antigüedad de sus despachos.
Era el comandante Viel a la sazón un bizarro soldado, joven, valiente, tan experimentado como O
´Carrol en las guerras europeas y tan ardiente y engreído como él. Envueltos en mala hora en
aquellas peligrosas y nimias disensiones y acalorados los ánimos por una cuestión de suyo ajena
a tan valerosos soldados, olvidaron uno y otro o no acertaron en resolver la dificultad militar en
que se encontraban. El comandante Viel ha dicho, más tarde (1857) que él indicó el acertado plan
de marchar a Los Angeles a incorporarse con Alcázar, pero que prevaleció la opinión contraria de
O´Carrol, dirigida a perseguir a Pico, de quien se sabía iba retirándose hacia el Laja. El imparcial
comandante Cruz sostiene, no obstante, contra ambos, que el plan de socorrer a Alcázar en Los
Angeles no fue insinuado ni por uno de otro jefe, y añade que si no hubiera sido, él se habría
plegado con calor a ese dictamen, pues, a la verdad, es el único cuerdo y bien meditado en
crítico momento.
Aquella infausta riña iba a dejar, empero, oculta en el campo patriota una amarga levadura que no
tardaría sino horas en acarrear a la República un día de llanto. O´Carrol y Viel eran jóvenes,
valientes, amaba la gloria de las armas tanto como tenían a pechos el esplendor de las banderas
a que habían jurado alianza. Pero al mismo tiempo, aquellos dos soldados extranjeros estaban,
aún antes de encontrarse, hondamente divididos. El uno ostentaba en su uniforme encarnado la
cruz de la Flor de Lis que habían otorgado los Borbones a los que les restituyeran su trono,
mientras que el otro, vencido, al contrario, en Waterloo, llevaba escondido en su corazón a que el
odio inextinguible que por aquellos días habitaban en todo pecho francés las brisas de Santa
Elena.
Bajo estas penosas impresiones, que como hemos visto afectaban a todo el campo patriota por
medio de sus capitanes, se movió a quien en demanda de Pico en la mañana del 22 de
septiembre, y caminando lentamente todo el día por guardar el paso a la infantería y a los
cañones arrastrados por bueyes, sólo llegaron muy avanzada la noche al sitio llamado el
Manzano, a orillas del Laja. Por una peripecia característica de aquella tierra en la que la
movilidad era el primer elemento de éxito, Pico se encontraba acampado en aquel mismo sitio,
más allá de un pajonal y a la distancia sólo de tres cuadras.
Ambas divisiones pasaron en silencio aquella noche, teniendo los jinetes los caballos por la brida
y sin soltar las armas los pocos infantes que venían con O´Carrol. Por otra rara circunstancia,
ambos beligerantes estuvieron ignorantes aquella noche de su proximidad y de su mutuo peligro.
Al amanecer de la mañana siguiente, sin embargo, unos milicianos que intentaron enlazar unas
yeguas que estaban en el campo, dieron la alarma al jefe enemigo, que en esos momentos
repartía a su tropa la escasa ración matinal. Mandó en consecuencia Pico a su gente abandonar
el rancho, y montando a caballo a toda prisa, emprendió su marcha rigo arriba. Su propósito era
no el huir sino reunirse a los refuerzos que aguardaba de la montaña de las cabeceras del ultra
Biobío, obedeciendo además estrictamente a las órdenes que le había comunicado Benavides de
no empeñar combate sino estaba seguro de vencer. Aquella misma noche, además, había llegado
a su campo el coronel Bocardo sólo con sus ayudantes y un puñado de indios con el objetivo
principal de instruirle de la reunión del enemigo en Yumbel en la tarde de la víspera y de la
aproximación de indios y montoneros por los vados de arriba del Biobío y del Duqueco.
Se hubiera creído que O´Carrol, absorto todavía con las desazones de la junta de guerra y
vacilante sobre la responsabilidad que de suyo había asumido, no se atrevía a tomar ningún
partido decisivo. En dos ocasiones uno de sus mismos subalternos se le acercó rogándole que le
permitirá cargar, aprovechando la ventaja del terreno, pero el jefe patriota continuaba su marcha
silencioso sin consentir en ello. Acaso ya se agitaba en su alma, juntos con los recuerdos de su
ternura aquella vaca zozobra precursora de la muerte, que se llama por el vulgo ¡la voz del
corazón!
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Eran ya las dos de la tarde; la marcha de ambas divisiones había durado más de seis horas; los
caballos iba retirándose, y en todas direcciones sólo divisaban los soldados de la patria,
descontentos con aquella persecución infructuosa, inmensas columnas de humo que salían del
fondo de los bosques. Era la señal convenida con las diversas partidas que obedecían a
Benavides para encontrarse en un sitio señalado de antemano, a fin de obrar en concierto contra
el enemigo.
En ese mismo momento la columna patriota descendía a un pequeño llano cubierto con la fresca
verdura de la primavera, y conocido con el nombre de Pangal, por la abundancia de la planta
acuática llamada pangue que allí crecía. Era aquella una cancha de guerra, un palenque hecho a
propósito para un combate de caballería.
Lo comprendido así el dirigente Pico, que iba ya avergonzandose de huir tanto trecho, sólo por
cumplir órdenes ajenas a las que se sometía al de su grado y sólo por respeto a la disciplina que
él mismo había creado. Llamó en consecuencia a Zapata, a quien acaso amaba tanto, como en el
fondo de su corazón aborrecía a Benavides, y conferenciando un instante, sin detener sus
caballos, resolvieron ambos hacer frente al enemigo y por un movimiento rápido sobre sus
flancos y retaguardia, envolverlo en el llano, exterminándolo si era posible.
Aquel pensamiento y su ejecución fueron rápidos como el rayo. Pico desplegó dos de sus
escuadrones por el frente y los arengó con energía, diciéndoles que iban a cargar a lanza y sable,
imponiendo pena de la vida al que dispararse un tiro. Y sin más que esto, como era de uso en
tales casos, se vino a toda brida sobre la columna patriota que sólo tuvo tiempo de desplegar en
batalla haciendo una descarga general de carabina y uno o dos disparos de cañón. Se contuvo
con lo vivo del fuego la línea de Pico, y quedó como paralizada un largo rato a tan corta distancia
de los jinetes de O´Carrol que podían tocarse con sus armas. Los dragones, que ocupaban el
centro de la línea, se mantenían con su sable guardia, pues O´Carrol había omitido con la
precipitación del lance, el darles la voz de cargar, mientras que los dragones de Pico, por su
parte, contenidos de propósito por este, los tocaban con sus lanzas. "El enemigo, dice uno de los
propios soldados del cuerpo de O´Carrol, dio la voz.-- Enristren lanza y carecen, hijos de...--. Más
como a nuestro comandante se le olvidó dar la voz de cargen, sucedió que una y otra línea
estaríamos más de cinco minutos mirándonos la cara. Ellos con un lanza enristrada que nos
formaban un tejido de ellas por encima de las orejas de sus caballos, y nosotros con sable en
mano".
Pero entre tanto había sucedido que intrépido Zapata, metiéndose por entre el humo de la primera
descarga de la fila patriota, había pasado flanco derecho de aquella, que cubrían los cazadores
de Cruz, hasta dominar su retaguardia; y enristrando enseguida lanzas había caído con un
denuedo irresistible sobre los infantes y cañones (que en ese instante mismo avanzaban hacia el
frente tirados a la cincha de las cabalga duras de algunos milicianos), y los envolvieron creando
una espantosa confusión por retaguardia.
Aquella no habría sido, de decisiva consecuencia en la jornada, si los cazadores de Cruz
hubiesen conservado en esta aciaga ocasión esa serenidad de espíritu que tantas veces había
inmortalizado su nombre en los combates de la Patria Nueva. Pero fuese uno de esos pánicos
inexplicables que suelen apoderarse del soldado; fuese que una de sus compañías contuviesen
un gran número de reclutas, como lo asegura su jefe, lo cierto fue que flaquearon al sentirse
súbitamente cargados por la espalda, y sin poder ser dominados por su valeroso comandante, se
envolvieron entre sí y echaron a correr hacia la izquierda, aumentando el torbellino que Zapata
creaba entre los infantes dueños ya de los cañones y del parque.
"La derecha de nuestra línea, dice el oficial Verdugo, al llegar a este lance, que la componía el
escuadrón de cazadores, mandado por el comandante Cruz, arrancó a la izquierda y la izquierda a
la derecha: de suerte que en el centro se formó la confusión, y como los indios nos lanceaban
nuestra retaguardia, entonces tuvimos que romper las filas del enemigo, quedando la mayor parte
de los nuestros en sus lanzas".
Para mayor desdicha, en el momento en que los cazadores se desbandaban por la derecha,
enredándose en los lazos de los milicianos que arrastraban los cañones, el escuadrón de Ferrebú
cargaba por la izquierda a los granaderos de Viel, atemorizados todavía por el encuentro de
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Yumbel, y los hacían replegarse hacia el centro perdiendo rápidamente su terreno.
Fue aquel el momento crítico de la batalla, y el bravo O´Carrol, vuelto en sí de su primer estupor,
al ver tan súbitamente cambiaba la posición y la fortuna de los suyos, torció su caballo hacia el
centro en protección de sus alas y de sus cañones; dando él mismo el ejemplo del heroísmo y
metiéndose, sable en mano, en medio de la vorágine de cuchilladas que formaban los
combatientes. Pico entonces, no encontrando ya resistencia por el frente, dilató su línea en un
vasto semicírculo como para atar por sus extremidades las filas de Ferrebú y de Zapata; y de
este modo el campo de batalla quedó convertido, según una expresión tuvimos hace años a uno
de los jefes que en él se distinguieron, en "un corral de sables y de lanzas", en que iban rindiendo
la vida los mejores hijos de Chile.
Tal fue la batalla o más bien la matanza del Pangal que Pico se jactaba en sus partes al virrey
del Perú de haber ganado en cuatro minutos. Y así era la verdad, porque el tiempo que quedó de
aquel aciago día no fue de combate sino de atroz carnicería.
El primero en caer en manos de la turba vencedora fue el valiente O´Carrol. Sin querer abandonar
el sitio en que morían sus soldados, se batía como un león sableando a los que lo acometían en
tropel, cuando de improviso sintió su brazo detenido por un arma, que según él mismo dijo en
seguida, hasta entonces le era desconocida. Era que el capitán Alarcón, del escuadrón de
Zapata, hombre ágil y jinetes, le había echado el lazo desde la distancia comprimiendo contra su
pecho el brazo en que llevaba levantado el sable y derribando lo del caballo con la tirada.
Conducido a la presencia de Pico, el bizarro prisionero le cumplimentó por la buena apariencia de
su gente. ¡Son unos pobres huasos, señor! Le contestó con ironía el fiero montañez. Y
conociendo por la voz que su interlocutor era extranjero, le dijo que se preparase para morir, en
cumplimiento de órdenes terminantes del rey de España, ya que el mismo rey, por quien O´Carrol
había peleado en 100 combates a fin de volver a colocarlo sobre su inmerecido trono.
¡Cuatro disparos de carabina enviaron pocos instantes después el alma del cautivo a la
eternidad!...
Así pereció a los dos años de su residencia en Chile y a los 30 escasos de su edad, aquel
brillante oficial europeo que había conquistado en su patria una de las más altas graduaciones
permitidas al valor y a la juventud por las leyes sedentarias y aristocráticas bajo cuyo imperio
servía, los montoneros de la frontera no mataron en él aún sableador vulgar sino al último de
aquellos adalides de la edad antigua que morían en fiera lid, pero consagrando su postrimero
suspiro a la amada de su corazón...
Sus compañeros fueron más felices. Su émulo de la mañana, el esforzado Viel, con el español
Acosta era del mejor jefe estratégico de caballería que a la sazón teníamos, logró abrirse paso
hacia Yumbel, seguido de ocho granaderos, mientras que el mayor Escribano se salvaba en
dirección de Chillan con el mayor número de aquellos. Los valientes segundos de O´Carrol,
Acosta e Ibáñez, sólo consiguieron reunir 27 dragones dispersos, pues aquel desgraciado cuerpo
pereció casi por entero sirviendo de escudos con sus pechos a su denodado jefe que cayó con
ellos. De la infantería de Talcamávida sucumbió hasta el último hombre, y de los artilleros escapó
solo un soldado y su jefe, a quien Viel hizo montar a la grupa de su caballo, sacrificándose en
ese acto un generoso granadero llamado Figueroa, que fue enlazado y muerto. Era y joven oficial
así salvado a que el valeroso e inquieto Pedro Uriarte, campeón de posteriores revueltas y que,
aunque sólo un niño de 15 años, había prestado notables servicios en su breve carrera.
Sólo el comandante Cruz sacó su cuerpo organizado, perdiendo sólo 13 de los 80 cazadores con
que formaban la batalla. Arrebatados aquellos más por un pánico momentáneo que por la presión
del enemigo, lograron rehacerse, y se retiraron en columna, con precipitación pero en orden, hasta
una milla del sitio en que había tenido lugar el encuentro. Allí se les incorporaron los 27 dragones
salvados por Acosta y allí también dieron muerte a un esforzado oficial del enemigo el capitán de
dragones Zorondo, imberbe mancebo de 19 años, hijo de Los Angeles, y a quien, exaltado por el
entusiasmo de la victoria, sus soldados habían visto saltar sobre 1 caballo de refresco sin
necesitar poner el pie en el estribo, y seguir a toda brida y espada en mano sobre los fugitivos.
Cuando ya volvía teñido de sangre a incorporarse a su campo, lo mataron los mismos que en su
carrera había ido dejando rezagados.
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Su propio Cavallo sirvió empero a otros jinetes digno de heredarlo. Fue éste el ayudante de
cazadores don Manuel Bulnes, que había hecho prodigios de valor y cansado de tal manera su
montura en la refriega, que si su primo Cruz no lo protege, perece como O´Carrol en manos de los
guerrilleros. La conducta de este joven capitán había sido tan conspicua en esa prueba que en
medio de las aclamaciones de todos sus camaradas, el general Freire le nombró desde aquel día
su ayudante de campo, que de esta suerte se designaba, sin saberlo, un sucesor, cuanto más
altos destinos llegaron para ambos.
Entretanto, no menos de 300 cadáveres de la columna patriota, dragones, artilleros, infantes e
infelices milicianos, quedaron sembrados en el ominoso sitio del Pangal, y el terrible Pico,
ascendido a coronel sobre el campo de batalla, celebró su cruel victoria fusilando en el acto
mismo de alcanzarla a 23 desgraciados, únicos que no habían tenido la suerte de perecer en el
fragor de la pelea. Sólo perdonó a un soldado llamado Gallegos, porque tuvo la buena fortuna de
decir que había pertenecido al antiguo batallón de Concepción, cuerpo que Benavides miraba con
cierta predilección, por haber servido en sus filas y había en consecuencia dado orden de que se
tratara a sus soldados con alguna benignidad.
Las pérdidas del enemigo fueron escasísimas, porque hemos dicho que los patriotas quedaron
encerrados casi sin poder hacer uso de los sables, o fueron envueltos por los lazos, no durando
lo fuerte del encuentro ni medio un cuarto de hora. Uno de los soldados vencedores recuerda sólo
haber sabido la pérdida del capitán Zorondo y haber visto herido en la boca al dragón Nicolás
Morales, a quien por su elevada estatura llamaban sus camaradas Cayunmangue, del nombre del
cerro poblado de misterios y románticas leyendas que domina todas las campiñas del Itata.
Después determinada su obra de exterminio y de saqueo, pues no quedó en el campo un solo
cadáver que tuviese siquiera un par de ojotas, (tal era la avida desnudez de los soldados de ultra
Biobío), Pico se movió hacia abajo del Laja, acampandose al día siguiente, y mientras los
dispersos del Pangal llegaban despavoridos a Concepción y Chillan, en el vado de Curamilahue,
donde blanqueaban todavía apilados bajo los árboles los huesos de los soldados que por aquellos
mismos días (septiembre 20 de 1819) habían perdido allí los dos Segueles.
¡Así era aquella guerra! ¡Se celebraba el aniversario de una matanza con otra mayor, y las tropas
se movían de un campo sembrado de cadáveres recién inmolados para ir a dormir a otros sobre
los huesos de los que habían caído anteriormente!
Tal fue con todos sus auténticos detalles la funesta acción del Pangal que acarreó la pérdida de
la provincia de Concepción, equivalente entonces a la mitad de Chile, y abrió las puertas de la
capital, por la cuarta vez durante la guerra de la independencia, al invasor realista.
La Guerra a Muerte / Benjamin V. Mackenna