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D Í A 10 DE M A Y O
BEATO JUAN DE AVILA
APÓSTOL DE ANDALUCÍA (1500 - 1569)
I
N IC IÁB ASE el año 1500. Almodóvar del Campo, modesta villa de la hoy
provincia de Ciudad Real, contaba entre sus moradores a Alfonso de
Ávila y Catalina Chicona, virtuosos consortes y padres de este niño,
que nació en el ines de enero y se llamó Juan. Sus padres notaron pron-
to en él los nías sorprendentes rasgos de virtud. I)e pequeño diríase un ángel
ile piedad. Tenía sólo cinco años y al declinar de la tarde se le veía entrar
en la iglesia, dontle rezaba largamente de rodillas sin temor al frió y la so-
k-dad. A veces le vencía el sueño y ilormíase al pie de los altares, dontle le
encontraban luego tendidito y yerto.
Cuando tardaba en volver de la escuela su madre no se inquietaba en
demasía, segura «le «iue algún rincón de la parroquia ocultaba su personilla;
desde allí adoraba a solas al Dios del tabernáculo.
La humiklad crecía en él al par que su piedad, l'n día su madre le puso
mi trajecito nuevo y elegante, con aplicaciones de terciopelo; otro cualquiera
habría sacado vanidad de ello. A Juan, en cambio, le pareció ese vestido
demasiado ostentoso para él. Por lo cual, apenas dió con un muchacho po-
bre y harapiento, llevándole a un sitio retirado le propuso un cambio de
ropas, cosa que el otro aceptó eomplacitlísimo; luego, Juan, ingenuo y sa-
tisfecho, vino a contar la aventura a su madre.
ESTUDIANTE DE DERECHO. — TRES AÑOS DE SOLEDAD
OS padres de Juan, contando con sacar de su hijo un legisperito, le
enviaron a los 14 años a la célebre Universidad de Salamanca. Dios,
empero, abrigaba designios más altos respecto del adolescente caste-
llano. Juan de Ávila debía brillar como un ¡lustre Maestro en los pulpitos
más afamados de España.
A ello se debe, sin duda, el menosprecio que sintió luego por la» cosas de
este mundo; modificó sus pretensiones, condescendiendo primero con los pro-
pósitos de sus padres y dándose finalmente por entero al solo servicio del
Señor. Por obedecer estudiaba las «negras leyes», como él decía; pero una
vez que su padre se hubo penetrado de los íntimos anhelos del hijo, temiendo
contrariar su vocación, le separó de la Universidad.
Entonces Juan escogió para sí lo más recoleto de la casa paterna y allí
vivió como un recluso durante tres años, entregándose a la oración y peni-
tencia continuas. Dormía sobre un haz de sarmientos, vestía áspero cilicio
y se castigaba a menudo con sangrientas disciplinas.
Su ideal fué desde entonces la santidad. Dios le comunicó, además, el
deseo de saber. Un religioso franciscano, de paso por Almodóvar, quiso vi-
sitar a un joven cuya virtud tanto le ponderaban. Viole y quedó gratamente
impresionado; con discreta libertad le señaló, sin embargo, una deficiencia
que creyó observar en su género de vida.
— No te es lícito — le dijo— enterrar, como lo haces, los talentos que Dios
te ha confiado. Deber tuyo es hacerlos fructificar: estudia las ciencias que
un día te permitirán servir a la Iglesia. En vez del Derecho, estudia las
Ciencias Sagradas. Este estudio procurará a tu alma alimento más sustancial
y delicioso, y, además, la necesaria aptitud para trabajar en la gloria de
Dios y provecho del prójimo.
Juan meditó tan prudentes advertencias, y poco después, a los veinte
años, comenzó en la Universidad de Alcalá la Filosofía y la Teología bajo
la dirección del ilustre Domingo de Soto, de la Orden de Predicadores. El
alumno fué pronto digno de su maestro y llegó a ser uno de los valores
más celebrados de la España de entonces. Mas, ¡qué modelo de estudiante!
Pasaba el tiempo en el estudio y la oración y no conocía más camino que
el del colegio y el de la iglesia. Pronto hallóse en disposición de recibir las
sagradas Órdenes y ofrecer el santo sacrificio de la Misa, lo que hizo por
primera vez en su ciudad natal. Sucediéronse los años y siguió Juan de
Ávila, ya ausente, siendo el dechado de los escolares de Alcalá, a propuesta
de sus mismos Profesores.
AUGURIOS MARAVILLOSOS. — BELLAS ILUSIONES.
LA VOLUNTAD DE UN ARZOBISPO
Y
A tenednos a Juan sacerdote. A l subir las gradas del altar experimentó
un gran pesar, pero sólo uno: el de no contar ya con el cariño de
sus excelentes padres, habitantes de la gloria desde algunos años.
Solían, por entonces, los misaeantanos solemnizar la primera misa con un
ágape familiar. Juan, aquel día, el más feliz de su vida, convocó a doce po-
bres, amigos suyos predilectos, lavóles los pies, los obsequió con un traje
y luego les sirvió con sus manos una abundante comida. Nunca se vieron
en Almodóvar alegrías más puras ni más santa reunión.
Juan amaba mucho a Dios: ese amor le inspiró las santas osadías que en
aquellos mismos tiempos soñaban Teresa y su hermano Rodrigo: salir de
Europa, hacerse a la mar en busca de otras latitudes, evangelizar a los in-
fieles y, por ese medio atrevido, lograr la palma del martirio. De algo más
edad que Teresa y más avisado que ella, el novel sacerdote se decidió por
América, como tierra virgen y escasa de fe católica. Así que, vendido todo
su haber y dado a los menesterosos, se quedó únicamente con lo indispen-
sable. Supo que el nuevo obispo de Tlaxcala partía para Méjico y se ofreció
a acompañarle en su viaje.
Con este intento esperó en Sevilla la época más favorable para el embar-
que. Un venerable prebendado le conoció entonces y quedó cautivado de su
piedad.
— ¡Qué riqueza — se dijo— representa este hombre para España! ¡Qué
tesoro para la diócesis hispalense!
Pero al saber su inmediata partida para las misiones de ultramar sintiólo
grandemente y se propuso impedirlo: era, sin duda, un instrumento de la
Providencia en los caminos de Juan. Éste alegó su promesa y puso tenaz
resistencia.
Sin darse por vencido, el otro presentó a Juan ante don Alfonso Man-
rique, arzobispo de Sevilla, futuro cardenal de la santa Iglesia. Pronto se
percató el prudente prelado de las cualidades extraordinarias de Juan y,
terciando en la contienda, determinó guardarle en su vasta diócesis.
— N o puedo — suplicó el Beato— , me he comprometido ya con el señor
obispo de Tlaxcala.
— Puesto que no basta mi ruego — atajó el arzobispo— , usaré de mi au-
toridad. En virtud de obediencia, oídlo, quedaos. ¡Dios lo quiere!
— Si tal es la voluntad del Señor — concluyó Juan— , no haya más. H á-
gase en mí conforme vos decís.
Permaneció, pues, en Sevilla y el prelado tuvo en él al más celoso de sus
auxiliares en la obra pastoral.
EL SECRETO DEL BUEN PREDICADOR. — UN NUEVO
SAN PABLO
S
U actividad apostólica se multiplicó hasta los límites del prodigio.
Fué un predicador fecundo, al mismo tiempo sencillo y hábil, al que
bastaban una cuantas notas muy breves para pronunciar un sermón
elocuentísimo y lleno de doctrina. Sabía llegar derechamente al alma de la
multitud por medio de un lenguaje llano y repleto de imágenes y compara-
ciones sacadas de la vida cotidiana.
Juan de Ávila, en los largos años de su apostolado, convierte incré-
dulos; fortalece espíritus vacilantes; aconseja sabiamente a mentalidades al-
tísimas y espíritus de extraordinaria pureza; infunde alegría y confianza
en los tristes y medrosos; escribe cartas luminosas a pequeños y a grandes,
en las que siempre dice la palabra atinada, oportuna y consoladora; es, fi-
nalmente, el mentor generoso de todo un pueblo, el guía que todos atien-
den, el faro a quien todos acuden.
Preguntábale un día cierto sacerdote joven sobre los medios eficaces de
que puede echar mano el predicador.
— No conozco más que uno — le contestó— : amar mucho a Jesús. Es el
mejor. «Cada sermón de Juan de Ávila — escribe un contemporáneo suyo—
era una red hábilmente lanzada en mares propicios».
Su primera plática en Sevilla, el día de Santa María Magdalena de 1529.
duró dos horas — cosa ésta muy meridional y muy sevillana— y conmovió
a todo el auditorio. N o bien hubo Juan abandonado el púlpito, precipitóse
a sus pies la muchedumbre y luego asediaron su confesonario cual si hubie-
ran escuchado una misión.
Tomó por modelo a San Pablo en sus predicaciones: leyó una y mil veces
sus epístolas hasta sabérselas de memoria, de modo que sus sermones eran
como glosas sencillas de aquella sublime doctrina. Escuchábale en cierta
ocasión un teólogo dominico comentar uno de los pasajes más oscuros del
Apóstol y resumió así sus impresiones:
— Esta mañana — dijo— he oído a San Pablo explicado por San Pablo.
LA MISIÓN DE CÓRDOBA
A
N D A L U C ÍA fué el campo habitual del apostolado de Juan. Llamado
a Córdoba, con repetidas instancias, por el obispo don Juan de T o-
ledo, operó en pocos días una verdadera transformación. Córdoba
tenía de ello gran necesidad. La corrupción abarcaba a todas las clases
sociales: la juventud se daba a los placeres, la nobleza al lujo desenfrenado,
r
E
L Reato Maestro Juan de Á vila acoge a Juan de Dios, e ilum i-
nado con luces de lo alto ve las gracias extraordinarias con que
el Señor le favorece. Aprueba su resolución de pasar por loco, para
expiar la vida pasada, y promete ser su director espiritual para
ayudarle a cum plir la voluntad del Cielo.
106 10 D E M A Y O |
- . (
el pueblo a las insanas emociones del juego; el mismo clero llevaba vida me- '
nos edificante. Pero, llega el siervo de Dios, rehúsa el magnífico alojamiento
que le tenían preparado en el palacio episcopal, y prefiere ocupar una hu-
milde habitación en el hospital de San Bartolomé: desde ella veía de con-
tinuo el tabernáculo de la iglesia vecina: allí trataba con Dios, presente
en el altar, las graves cuestiones de su oficio.
Mediada apenas la misión el cambio fué notorio: cerráronse las casas de
juego, cesaron los odios inveterados, los escándalos no se repitieron. Córdoba
imitó a Nínive en la penitencia como la imitara en la disolución. Sin dar
muestras de cansancio, aquel Jonás, más fiel que el enviado bíblico, dis-
tribuía sus días entre el confesonario y el pulpito. «Acostumbro — decía—
a golpear el hierro cuando está caliente: por eso acabo siempre mis sermo-
nes exhortando vivamente a la purificación penitencial».
A veces no bastaban las horas del día para recoger y completar el fruto
producido en un sermón: desde el tribunal de la penitencia logró, en efecto,
mayor número de conversiones que desde la cátedra del Espíritu Santo. Y
lo más notable del caso es que sus convertidos perseveraban en sus nuevos
saludables propósitos.
En Córdoba consolidó su obra fundando una escuela gratuita que él
mismo dotaba de maestros. En la fundación del seminario de la Asunción,
le ayudó eficazmente con sus liberalidades don Pedro López, afamado mé-
dico del emperador Carlos V. Además, introdujo en aquella ciudad a los
Padres de la Compañía de Jesús, recientemente organizada y a la que Juan
de Ávila profesó durante toda su vida hondísima veneración.
Algún tiempo había acariciado la idea de crear una Orden semejante,
pero, al saber que Ignacio de Loyola había realizado su pensamiento, ex-
clamó sin deje alguno de amargura:
— Mis deseos se han cumplido. Ignacio ha llevado a término feliz el
proyecto que yo había concebido. Y es que Ignacio es un gigante en la vir-
tud y yo no soy más que un parvulillo. ¡Bendito sea Dios!
ALGUNOS DISCÍPULOS DEL BEATO JUAN DE ÁVILA
N
UESTRO Beato tuvo entre sus virtudes la de formar hombres; más
aún. formó santos, algunos de los cuales le han precedido en los
altares y le sobrepasan en los honores litúrgicos. Dos de los de su
época son hechura de Juan de Ávila: San Francisco de Borja y San Juan de
Dios. En ambos la predicación del Apóstol de Andalucía ejerce decisiva in-
fluencia. Caen sus palabras como luz bendita sobre el primer estremeci-
miento profundo del alma caballeresca del primero. Y a llevaba éste en sí
la iv ni idea de no servir más a señor que se pudiese morir. Y en.sazón tan
■>i"iri una oyó a Juan de Ávila, comunicó con él, le dijo sus angustias y tur-
h.n iiiiK's, y el pastor supo ver en el acto la calidad excelente de la oveja
i|ii¡- no acogía a su amparo y cuidado.
I .imbién fué la palabra encendida de Juan de Ávila la que despertó las
• normes energías espirituales que en su seno guardaba Juan de Dios. Y fué
*»niil¡i Teresa la que recibió del Venerable Maestro una orientación segura,
t lué el insigne Varón de Loyola quien en momentos atribulados vió llegar
muís letras de Juan de Ávila que le animaban a seguir su labor. Y fué, final-
mente. el insigne reformador extremeño, San Pedro de Alcántara, prodigio
ile penitencia y de doctrina.
Pocas cosas corroboran hoy la grandeza de Juan de Ávila y la estimación
qu e supo granjearse como su correspondencia con las grandes figuras reli-
giosas del momento.
Detengámonos brevemente en las tres siguientes: Es una aquel momento
Interesantísimo del magisterio de Juan de Ávila en que le pusieron por
ileliinte el libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús, con objeto de que lo
leyese, opinara sobre él y diese su consejo.
El Beato leyó atentamente el libro y remitió a la Fundadora un dicta-
men que la consoló profundamente. Lo revela ella misma en su estilo epis-
tolar inconfundible a su amiga e intermediaria ante el Maestro, doña Luisa
ile la Cerda:
«L o del libro trae vuestra señoría tan bien negociado que no puede ser
mejor, y así olvido cuantos disgustos me ha proporcionado. E l Maestro
Avila me escribe largo, y le contesta todo: sólo dice que es menester decla-
rar unas cosas y mudar los vocablos de otras, que esto es fácil. Harto me he
holgado de ver tan buen recaudo, porque importa mucho; bien parece quien
aconsejó se enviase.»
Habla el Maestro en su dictamen, de «cosas» que han aprovechado el
ánima de la Fundadora. «N o veo por qué condenarlas, añade; inclinóme
más a tenerlas por buenas...»
En carta a Iñigo de Loyola no sólo llama a la Compañía «obra de Dios»,
sino que viene a condenar a los que daban en perseguirla y calumniarla,
considerando esto como una muestra verdadera de favor divino, pues ya
se ha visto que tales cosas suele deparar el Señor a quienes en su servicio
se emplean.
JUAN DE ÁVILA Y JUAN DE DIOS
STO merece apartado especial. En 1537 se encuentran en Granada
estos dos hombres: Ávila es un apóstol consumado, y Juan un verda-
dero aventurero. Predicaba un día el apóstol sobre la obligación de
evitar el pecado y de morir antes que ofender al Señor. A los pies del pul-
pito atiende el aventurero. De pronto el singular oyente, no pudiendo re-
sistir más la acción de la gracia en su alma, sálese gritando: «¡Misericordia,
misericordia!» Y arrancábase la barba y los cabellos. Tómanla los chicos
con él como es corriente en tales casos y le llaman «loco». Llegado a su
tenderete coge sus mercancías, libros y estampas y las distribuye a la gente
y da su dinero a los pobres. Llega hasta despojarse de sus vestidos sin dejar
de repetir: «¡Misericordia, Señor, misericordia y piedad de este desgraciado
Luego habla a solas con Juan de Ávila. Éste, ilustrado de lo alto, descu-
bre las gracias extraordinarias que adornan al convertido, aprueba sus pro-
pósitos de expiación y le promete la ayuda de sus consejos y su dirección.
Desde aquel día, tumo nuevamente nacido a la vida de la gracia, llamóse
el hombre Juan de Dios. Y en cumplimiento de sus propósitos hizo tan bien
el loco, que hubo de ser internado en un manicomio, donde sobrellevó con
inaudita paciencia el rudo tratamiento que entonces se usaba con esta clase
de dolientes.
Así habría seguido hasta la muerte, si el santo Director, juzgando ya su-
ficientes las humillaciones sufridas, no le hubiera ordenado frenar su fervor
y aconsejado se entregase a cosas más útiles del servicio de Dios. Obedeció ,
el humilde discípulo y acometió, bajo la dirección del Maestro, las levan- ¡
tadas obras de caridad cristiana que le han dado tanta nombradía ante Dios
y ante los hombres, con la fundación de la gloriosa Orden de los Hermanos
Hospitalarios.
eó contra él todas las armas de sus arsenales. Primero echó
i calumnia. Hacia 1533, Juan de Ávila fué acusado al Tri-
bunal de la Inquisición: achacábanle demasiada severidad de doctrina. Mien-
tras su causa se sustanciaba, fué encarcelado.
Empero, el acusado no perdió un punto su serenidad. «Dios — decía— ,
sabe mi inocencia y esto basta». Pasados varios meses, el Santo seguía preso.
pecador!»
ÚLTIMOS AÑOS. — PADECIMIENTOS Y MUERTE
demonio ante las conversiones obradas por el siervo de
l.os jueces interpretaron torcidamente su silencio: tuviéronle por culpable,
va que nada deponía en propia defensa.
Descubierta al fin la espantosa trama urdida por los calumniadores,
brilló inmaculada la reputación de nuestro bianaventurado y sus excelsas
virtudes. En seguida reanudó sus predicaciones en la ciudad del Betis con
mayor éxito que nunca.
Su fama traspuso fronteras y llegó a oídos de Paulo III; entre los fami-
liares del Papa había un gentilhombre natural de Baeza, ciudad en que Juan
desempeñó algún tiempo funciones sacerdotales. Este influyente caballero
pretendía de antiguo dotar a su pueblo natal de escuelas, seminario, e in-
cluso de una Universidad; tan sólo aguardaba el oportuno momento. Creyó
crio entonces y habló de sus pretensiones al Sumo Pontífice. El Papa ex-
pidió. en efecto, un Breve que confiaba a nuestro Beato la realización del
proyecto: el Papa otorgaba a la nueva Universidad insignes privilegios, es-
tablecía en ella todas las facultades mayores y concedía al claustro la co-
Inción de grados.
Omitimos el relatar por menudo los desvelos de Juan para responder a
los deseos del Papa, sus trabajos y fatigas, las energías desplegadas y los re-
sultados que alcanzó. La muestra de confianza recibida con esto motivo ma-
nifiesta claramente el alto concepto de que gozaba en Roma.
Pasó el Beato los postreros años de su vida en medio de continuadas
dolencias. Llevaba un cuarto de siglo entregado a un rudo -apostolado que
minó su naturaleza: dolores de estómago, frecuentes accesos de tos, infla-
mación de ojos, quemaduras, fiebres y otros males hicieron del anciano ope-
rario del Señor un varón de dolores.
Con frecuencia se le oía decir:
— Aumentad, Señor, mis sufrimientos; pero dadme a la vez la paciencia
de sobrellevarlos.
Ocurrió su preciosa muerte el 10 de mayo de 1569.
Al expirar hizo público su deseo de ser inhumado en la iglesia de los
Jesuítas, lo que se cumplió piadosamente. Aun se ve hoy en Montilla, en
la antigua iglesia de los hijos de San Ignacio, la tumba del apóstol de An-
dalucía y el epitafio grabado en su memoria.
Su Santidad León X III le elevó al honor de los altares, proclamándole
lieato en 1894.
A instancias del Eminentísimo Cardenal Arzobispo de Granada, Dr.
Agustín Parrado y García, Su Santidad Pío X II. por Breve Apostólico
dado en Roma el 2 de julio de 19-46. declaró al Beato Juan de Ávila, con-
fesor. principal Patrono, ante Dios, del clero secular de España.

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10

  • 1. D Í A 10 DE M A Y O BEATO JUAN DE AVILA APÓSTOL DE ANDALUCÍA (1500 - 1569) I N IC IÁB ASE el año 1500. Almodóvar del Campo, modesta villa de la hoy provincia de Ciudad Real, contaba entre sus moradores a Alfonso de Ávila y Catalina Chicona, virtuosos consortes y padres de este niño, que nació en el ines de enero y se llamó Juan. Sus padres notaron pron- to en él los nías sorprendentes rasgos de virtud. I)e pequeño diríase un ángel ile piedad. Tenía sólo cinco años y al declinar de la tarde se le veía entrar en la iglesia, dontle rezaba largamente de rodillas sin temor al frió y la so- k-dad. A veces le vencía el sueño y ilormíase al pie de los altares, dontle le encontraban luego tendidito y yerto. Cuando tardaba en volver de la escuela su madre no se inquietaba en demasía, segura «le «iue algún rincón de la parroquia ocultaba su personilla; desde allí adoraba a solas al Dios del tabernáculo. La humiklad crecía en él al par que su piedad, l'n día su madre le puso mi trajecito nuevo y elegante, con aplicaciones de terciopelo; otro cualquiera habría sacado vanidad de ello. A Juan, en cambio, le pareció ese vestido demasiado ostentoso para él. Por lo cual, apenas dió con un muchacho po- bre y harapiento, llevándole a un sitio retirado le propuso un cambio de ropas, cosa que el otro aceptó eomplacitlísimo; luego, Juan, ingenuo y sa- tisfecho, vino a contar la aventura a su madre.
  • 2. ESTUDIANTE DE DERECHO. — TRES AÑOS DE SOLEDAD OS padres de Juan, contando con sacar de su hijo un legisperito, le enviaron a los 14 años a la célebre Universidad de Salamanca. Dios, empero, abrigaba designios más altos respecto del adolescente caste- llano. Juan de Ávila debía brillar como un ¡lustre Maestro en los pulpitos más afamados de España. A ello se debe, sin duda, el menosprecio que sintió luego por la» cosas de este mundo; modificó sus pretensiones, condescendiendo primero con los pro- pósitos de sus padres y dándose finalmente por entero al solo servicio del Señor. Por obedecer estudiaba las «negras leyes», como él decía; pero una vez que su padre se hubo penetrado de los íntimos anhelos del hijo, temiendo contrariar su vocación, le separó de la Universidad. Entonces Juan escogió para sí lo más recoleto de la casa paterna y allí vivió como un recluso durante tres años, entregándose a la oración y peni- tencia continuas. Dormía sobre un haz de sarmientos, vestía áspero cilicio y se castigaba a menudo con sangrientas disciplinas. Su ideal fué desde entonces la santidad. Dios le comunicó, además, el deseo de saber. Un religioso franciscano, de paso por Almodóvar, quiso vi- sitar a un joven cuya virtud tanto le ponderaban. Viole y quedó gratamente impresionado; con discreta libertad le señaló, sin embargo, una deficiencia que creyó observar en su género de vida. — No te es lícito — le dijo— enterrar, como lo haces, los talentos que Dios te ha confiado. Deber tuyo es hacerlos fructificar: estudia las ciencias que un día te permitirán servir a la Iglesia. En vez del Derecho, estudia las Ciencias Sagradas. Este estudio procurará a tu alma alimento más sustancial y delicioso, y, además, la necesaria aptitud para trabajar en la gloria de Dios y provecho del prójimo. Juan meditó tan prudentes advertencias, y poco después, a los veinte años, comenzó en la Universidad de Alcalá la Filosofía y la Teología bajo la dirección del ilustre Domingo de Soto, de la Orden de Predicadores. El alumno fué pronto digno de su maestro y llegó a ser uno de los valores más celebrados de la España de entonces. Mas, ¡qué modelo de estudiante! Pasaba el tiempo en el estudio y la oración y no conocía más camino que el del colegio y el de la iglesia. Pronto hallóse en disposición de recibir las sagradas Órdenes y ofrecer el santo sacrificio de la Misa, lo que hizo por primera vez en su ciudad natal. Sucediéronse los años y siguió Juan de Ávila, ya ausente, siendo el dechado de los escolares de Alcalá, a propuesta de sus mismos Profesores.
  • 3. AUGURIOS MARAVILLOSOS. — BELLAS ILUSIONES. LA VOLUNTAD DE UN ARZOBISPO Y A tenednos a Juan sacerdote. A l subir las gradas del altar experimentó un gran pesar, pero sólo uno: el de no contar ya con el cariño de sus excelentes padres, habitantes de la gloria desde algunos años. Solían, por entonces, los misaeantanos solemnizar la primera misa con un ágape familiar. Juan, aquel día, el más feliz de su vida, convocó a doce po- bres, amigos suyos predilectos, lavóles los pies, los obsequió con un traje y luego les sirvió con sus manos una abundante comida. Nunca se vieron en Almodóvar alegrías más puras ni más santa reunión. Juan amaba mucho a Dios: ese amor le inspiró las santas osadías que en aquellos mismos tiempos soñaban Teresa y su hermano Rodrigo: salir de Europa, hacerse a la mar en busca de otras latitudes, evangelizar a los in- fieles y, por ese medio atrevido, lograr la palma del martirio. De algo más edad que Teresa y más avisado que ella, el novel sacerdote se decidió por América, como tierra virgen y escasa de fe católica. Así que, vendido todo su haber y dado a los menesterosos, se quedó únicamente con lo indispen- sable. Supo que el nuevo obispo de Tlaxcala partía para Méjico y se ofreció a acompañarle en su viaje. Con este intento esperó en Sevilla la época más favorable para el embar- que. Un venerable prebendado le conoció entonces y quedó cautivado de su piedad. — ¡Qué riqueza — se dijo— representa este hombre para España! ¡Qué tesoro para la diócesis hispalense! Pero al saber su inmediata partida para las misiones de ultramar sintiólo grandemente y se propuso impedirlo: era, sin duda, un instrumento de la Providencia en los caminos de Juan. Éste alegó su promesa y puso tenaz resistencia. Sin darse por vencido, el otro presentó a Juan ante don Alfonso Man- rique, arzobispo de Sevilla, futuro cardenal de la santa Iglesia. Pronto se percató el prudente prelado de las cualidades extraordinarias de Juan y, terciando en la contienda, determinó guardarle en su vasta diócesis. — N o puedo — suplicó el Beato— , me he comprometido ya con el señor obispo de Tlaxcala. — Puesto que no basta mi ruego — atajó el arzobispo— , usaré de mi au- toridad. En virtud de obediencia, oídlo, quedaos. ¡Dios lo quiere! — Si tal es la voluntad del Señor — concluyó Juan— , no haya más. H á- gase en mí conforme vos decís. Permaneció, pues, en Sevilla y el prelado tuvo en él al más celoso de sus auxiliares en la obra pastoral.
  • 4. EL SECRETO DEL BUEN PREDICADOR. — UN NUEVO SAN PABLO S U actividad apostólica se multiplicó hasta los límites del prodigio. Fué un predicador fecundo, al mismo tiempo sencillo y hábil, al que bastaban una cuantas notas muy breves para pronunciar un sermón elocuentísimo y lleno de doctrina. Sabía llegar derechamente al alma de la multitud por medio de un lenguaje llano y repleto de imágenes y compara- ciones sacadas de la vida cotidiana. Juan de Ávila, en los largos años de su apostolado, convierte incré- dulos; fortalece espíritus vacilantes; aconseja sabiamente a mentalidades al- tísimas y espíritus de extraordinaria pureza; infunde alegría y confianza en los tristes y medrosos; escribe cartas luminosas a pequeños y a grandes, en las que siempre dice la palabra atinada, oportuna y consoladora; es, fi- nalmente, el mentor generoso de todo un pueblo, el guía que todos atien- den, el faro a quien todos acuden. Preguntábale un día cierto sacerdote joven sobre los medios eficaces de que puede echar mano el predicador. — No conozco más que uno — le contestó— : amar mucho a Jesús. Es el mejor. «Cada sermón de Juan de Ávila — escribe un contemporáneo suyo— era una red hábilmente lanzada en mares propicios». Su primera plática en Sevilla, el día de Santa María Magdalena de 1529. duró dos horas — cosa ésta muy meridional y muy sevillana— y conmovió a todo el auditorio. N o bien hubo Juan abandonado el púlpito, precipitóse a sus pies la muchedumbre y luego asediaron su confesonario cual si hubie- ran escuchado una misión. Tomó por modelo a San Pablo en sus predicaciones: leyó una y mil veces sus epístolas hasta sabérselas de memoria, de modo que sus sermones eran como glosas sencillas de aquella sublime doctrina. Escuchábale en cierta ocasión un teólogo dominico comentar uno de los pasajes más oscuros del Apóstol y resumió así sus impresiones: — Esta mañana — dijo— he oído a San Pablo explicado por San Pablo. LA MISIÓN DE CÓRDOBA A N D A L U C ÍA fué el campo habitual del apostolado de Juan. Llamado a Córdoba, con repetidas instancias, por el obispo don Juan de T o- ledo, operó en pocos días una verdadera transformación. Córdoba tenía de ello gran necesidad. La corrupción abarcaba a todas las clases sociales: la juventud se daba a los placeres, la nobleza al lujo desenfrenado,
  • 5. r E L Reato Maestro Juan de Á vila acoge a Juan de Dios, e ilum i- nado con luces de lo alto ve las gracias extraordinarias con que el Señor le favorece. Aprueba su resolución de pasar por loco, para expiar la vida pasada, y promete ser su director espiritual para ayudarle a cum plir la voluntad del Cielo.
  • 6. 106 10 D E M A Y O | - . ( el pueblo a las insanas emociones del juego; el mismo clero llevaba vida me- ' nos edificante. Pero, llega el siervo de Dios, rehúsa el magnífico alojamiento que le tenían preparado en el palacio episcopal, y prefiere ocupar una hu- milde habitación en el hospital de San Bartolomé: desde ella veía de con- tinuo el tabernáculo de la iglesia vecina: allí trataba con Dios, presente en el altar, las graves cuestiones de su oficio. Mediada apenas la misión el cambio fué notorio: cerráronse las casas de juego, cesaron los odios inveterados, los escándalos no se repitieron. Córdoba imitó a Nínive en la penitencia como la imitara en la disolución. Sin dar muestras de cansancio, aquel Jonás, más fiel que el enviado bíblico, dis- tribuía sus días entre el confesonario y el pulpito. «Acostumbro — decía— a golpear el hierro cuando está caliente: por eso acabo siempre mis sermo- nes exhortando vivamente a la purificación penitencial». A veces no bastaban las horas del día para recoger y completar el fruto producido en un sermón: desde el tribunal de la penitencia logró, en efecto, mayor número de conversiones que desde la cátedra del Espíritu Santo. Y lo más notable del caso es que sus convertidos perseveraban en sus nuevos saludables propósitos. En Córdoba consolidó su obra fundando una escuela gratuita que él mismo dotaba de maestros. En la fundación del seminario de la Asunción, le ayudó eficazmente con sus liberalidades don Pedro López, afamado mé- dico del emperador Carlos V. Además, introdujo en aquella ciudad a los Padres de la Compañía de Jesús, recientemente organizada y a la que Juan de Ávila profesó durante toda su vida hondísima veneración. Algún tiempo había acariciado la idea de crear una Orden semejante, pero, al saber que Ignacio de Loyola había realizado su pensamiento, ex- clamó sin deje alguno de amargura: — Mis deseos se han cumplido. Ignacio ha llevado a término feliz el proyecto que yo había concebido. Y es que Ignacio es un gigante en la vir- tud y yo no soy más que un parvulillo. ¡Bendito sea Dios! ALGUNOS DISCÍPULOS DEL BEATO JUAN DE ÁVILA N UESTRO Beato tuvo entre sus virtudes la de formar hombres; más aún. formó santos, algunos de los cuales le han precedido en los altares y le sobrepasan en los honores litúrgicos. Dos de los de su época son hechura de Juan de Ávila: San Francisco de Borja y San Juan de Dios. En ambos la predicación del Apóstol de Andalucía ejerce decisiva in- fluencia. Caen sus palabras como luz bendita sobre el primer estremeci- miento profundo del alma caballeresca del primero. Y a llevaba éste en sí
  • 7. la iv ni idea de no servir más a señor que se pudiese morir. Y en.sazón tan ■>i"iri una oyó a Juan de Ávila, comunicó con él, le dijo sus angustias y tur- h.n iiiiK's, y el pastor supo ver en el acto la calidad excelente de la oveja i|ii¡- no acogía a su amparo y cuidado. I .imbién fué la palabra encendida de Juan de Ávila la que despertó las • normes energías espirituales que en su seno guardaba Juan de Dios. Y fué *»niil¡i Teresa la que recibió del Venerable Maestro una orientación segura, t lué el insigne Varón de Loyola quien en momentos atribulados vió llegar muís letras de Juan de Ávila que le animaban a seguir su labor. Y fué, final- mente. el insigne reformador extremeño, San Pedro de Alcántara, prodigio ile penitencia y de doctrina. Pocas cosas corroboran hoy la grandeza de Juan de Ávila y la estimación qu e supo granjearse como su correspondencia con las grandes figuras reli- giosas del momento. Detengámonos brevemente en las tres siguientes: Es una aquel momento Interesantísimo del magisterio de Juan de Ávila en que le pusieron por ileliinte el libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús, con objeto de que lo leyese, opinara sobre él y diese su consejo. El Beato leyó atentamente el libro y remitió a la Fundadora un dicta- men que la consoló profundamente. Lo revela ella misma en su estilo epis- tolar inconfundible a su amiga e intermediaria ante el Maestro, doña Luisa ile la Cerda: «L o del libro trae vuestra señoría tan bien negociado que no puede ser mejor, y así olvido cuantos disgustos me ha proporcionado. E l Maestro Avila me escribe largo, y le contesta todo: sólo dice que es menester decla- rar unas cosas y mudar los vocablos de otras, que esto es fácil. Harto me he holgado de ver tan buen recaudo, porque importa mucho; bien parece quien aconsejó se enviase.» Habla el Maestro en su dictamen, de «cosas» que han aprovechado el ánima de la Fundadora. «N o veo por qué condenarlas, añade; inclinóme más a tenerlas por buenas...» En carta a Iñigo de Loyola no sólo llama a la Compañía «obra de Dios», sino que viene a condenar a los que daban en perseguirla y calumniarla, considerando esto como una muestra verdadera de favor divino, pues ya se ha visto que tales cosas suele deparar el Señor a quienes en su servicio se emplean.
  • 8. JUAN DE ÁVILA Y JUAN DE DIOS STO merece apartado especial. En 1537 se encuentran en Granada estos dos hombres: Ávila es un apóstol consumado, y Juan un verda- dero aventurero. Predicaba un día el apóstol sobre la obligación de evitar el pecado y de morir antes que ofender al Señor. A los pies del pul- pito atiende el aventurero. De pronto el singular oyente, no pudiendo re- sistir más la acción de la gracia en su alma, sálese gritando: «¡Misericordia, misericordia!» Y arrancábase la barba y los cabellos. Tómanla los chicos con él como es corriente en tales casos y le llaman «loco». Llegado a su tenderete coge sus mercancías, libros y estampas y las distribuye a la gente y da su dinero a los pobres. Llega hasta despojarse de sus vestidos sin dejar de repetir: «¡Misericordia, Señor, misericordia y piedad de este desgraciado Luego habla a solas con Juan de Ávila. Éste, ilustrado de lo alto, descu- bre las gracias extraordinarias que adornan al convertido, aprueba sus pro- pósitos de expiación y le promete la ayuda de sus consejos y su dirección. Desde aquel día, tumo nuevamente nacido a la vida de la gracia, llamóse el hombre Juan de Dios. Y en cumplimiento de sus propósitos hizo tan bien el loco, que hubo de ser internado en un manicomio, donde sobrellevó con inaudita paciencia el rudo tratamiento que entonces se usaba con esta clase de dolientes. Así habría seguido hasta la muerte, si el santo Director, juzgando ya su- ficientes las humillaciones sufridas, no le hubiera ordenado frenar su fervor y aconsejado se entregase a cosas más útiles del servicio de Dios. Obedeció , el humilde discípulo y acometió, bajo la dirección del Maestro, las levan- ¡ tadas obras de caridad cristiana que le han dado tanta nombradía ante Dios y ante los hombres, con la fundación de la gloriosa Orden de los Hermanos Hospitalarios. eó contra él todas las armas de sus arsenales. Primero echó i calumnia. Hacia 1533, Juan de Ávila fué acusado al Tri- bunal de la Inquisición: achacábanle demasiada severidad de doctrina. Mien- tras su causa se sustanciaba, fué encarcelado. Empero, el acusado no perdió un punto su serenidad. «Dios — decía— , sabe mi inocencia y esto basta». Pasados varios meses, el Santo seguía preso. pecador!» ÚLTIMOS AÑOS. — PADECIMIENTOS Y MUERTE demonio ante las conversiones obradas por el siervo de
  • 9. l.os jueces interpretaron torcidamente su silencio: tuviéronle por culpable, va que nada deponía en propia defensa. Descubierta al fin la espantosa trama urdida por los calumniadores, brilló inmaculada la reputación de nuestro bianaventurado y sus excelsas virtudes. En seguida reanudó sus predicaciones en la ciudad del Betis con mayor éxito que nunca. Su fama traspuso fronteras y llegó a oídos de Paulo III; entre los fami- liares del Papa había un gentilhombre natural de Baeza, ciudad en que Juan desempeñó algún tiempo funciones sacerdotales. Este influyente caballero pretendía de antiguo dotar a su pueblo natal de escuelas, seminario, e in- cluso de una Universidad; tan sólo aguardaba el oportuno momento. Creyó crio entonces y habló de sus pretensiones al Sumo Pontífice. El Papa ex- pidió. en efecto, un Breve que confiaba a nuestro Beato la realización del proyecto: el Papa otorgaba a la nueva Universidad insignes privilegios, es- tablecía en ella todas las facultades mayores y concedía al claustro la co- Inción de grados. Omitimos el relatar por menudo los desvelos de Juan para responder a los deseos del Papa, sus trabajos y fatigas, las energías desplegadas y los re- sultados que alcanzó. La muestra de confianza recibida con esto motivo ma- nifiesta claramente el alto concepto de que gozaba en Roma. Pasó el Beato los postreros años de su vida en medio de continuadas dolencias. Llevaba un cuarto de siglo entregado a un rudo -apostolado que minó su naturaleza: dolores de estómago, frecuentes accesos de tos, infla- mación de ojos, quemaduras, fiebres y otros males hicieron del anciano ope- rario del Señor un varón de dolores. Con frecuencia se le oía decir: — Aumentad, Señor, mis sufrimientos; pero dadme a la vez la paciencia de sobrellevarlos. Ocurrió su preciosa muerte el 10 de mayo de 1569. Al expirar hizo público su deseo de ser inhumado en la iglesia de los Jesuítas, lo que se cumplió piadosamente. Aun se ve hoy en Montilla, en la antigua iglesia de los hijos de San Ignacio, la tumba del apóstol de An- dalucía y el epitafio grabado en su memoria. Su Santidad León X III le elevó al honor de los altares, proclamándole lieato en 1894. A instancias del Eminentísimo Cardenal Arzobispo de Granada, Dr. Agustín Parrado y García, Su Santidad Pío X II. por Breve Apostólico dado en Roma el 2 de julio de 19-46. declaró al Beato Juan de Ávila, con- fesor. principal Patrono, ante Dios, del clero secular de España.