1. D IA 25 DE M A Y O
SAN G R EG O RIO VII
PAPA (-’• 1085)
A
los que en lo concerniente a nuestra sacrosanta religión, hombres
de poca fe, se lamentan en demasía de la difícil situación creada
a la Iglesia Católica en nuestros tiempos por los satélites de
Satanás, como si ya las potestades infernales hubieran de quedar
triunfantes de la Esposa de Jesucristo y avasallarla para siempre como a
cosa de los hombres; no será fuera de lugar ni carente de provecho incitarles
a la lectura de la vida de un gran hombre: San Gregorio V II. el genio del
siglo X I y tal vez el más ilustre batallador por la fe que se ha sentado en
la cátedra de San Pedro.
El siglo X fué para la Iglesia y Europa, época de decadencia lamentable
en todos los aspectos: moral, disciplinario y religioso. La escandalosa que-
rella de las Investiduras, cuya separación fué particularmente aguda en
Alemania, ocupó muchos años de aquella centuria y la siguiente.
El sistema feudal, imperante en aquellos tiempos, había organizado la
propiedad tomando como base las relaciones del vasallo para con su señor.
Los territorios del vasallo eran feudo del señor más poderoso, y los obispos
y abades debían rendir homenaje a los señores seglares, si dependían de ellos.
2. Este homenaje, legítimo en sí, tomó la forma de la investidura por el
báculo y el anillo. El señor enviaba al prelado elegido estas dos insignias>
no para simbolizar el poder espiritual sobre la diócesis, el cual únicamente
recibía del Papa, sino para indicar con ello su dependencia frente a un
superior temporal. Cuando los príncipes eran buenos, el mal era menor.
Sucedía a veces que los obispos y abades, por la buena administración, se
enriquecían, no conociéndose en sus vastos dominios ni la miseria ni el ham-
bre. Pero constituía esto una tentación muy delicada para los príncipes, y
a la vez que su munificencia interesada gustaba de engrandecer la situación
material de la Iglesia, se esmeraban en asegurar por todos los medios la
dependencia de la misma ante el Estado.
Mientras en Alemania hubo emperadores piadosos, como Otón II, Otón III,
San Enrique, Enrique III, etc., la elección de los obispos fué irrreprochable.
Pero, desgraciadamente, la Iglesia, sociedad a la vez divina y humana,
debía sufrir las consecuencias de extravíos y errores humanos lamentables.
Los obispados y abadías, tales como los habían constituido los emperadores,
los hacían soberanamente envidiables para los ambiciosos. Del deseo de
las prelacias a su solicitación, de ésta a la oferta de dinero, luego a la cos-
tumbre de ofrecer presentes, después a la simonía, al tráfico sacrilego, no
había más que una serie de pasos sobre resbaladiza pendiente, que fué rá-
pidamente recorrida. No tardó en llegar el día en que los Emperadores se
creyeron con derecho a nombrar los Papas. Para reintegrar a la Iglesia en
su libertad plena, y a sus pastores en las virtudes sacerdotales, la Provi-
dencia suscitó un hombre extraordinario que debía ser ante todo lin gran
Papa y un gran Santo.
HILDEBRANDO. — SU EDUCACIÓN MONÁSTICA
H
ILDEBRANDO Aldobrandeschi, cuyo nombre significa «fuego de las
batallas» y que sus enemigos interpretaban «fuego del infierno»,
el futuro Gregorio V II, nació en Italia entre los años 1013 y 1024.
Su familia era de modesta condición y residía en un lugar de la diócesis
de Saona, a pocas leguas de Siena. El padre, Bonizo, tenía un hermano,
religioso benedictino, llamado Lorenzo, que por sus méritos había sido nom-
brado abad del monasterio de Santa María del Monte Aventino, en Roma.
El joven Hildebrando, que demostraba rara inteligencia, fué enviado al lado
de su tío; tuvo así la ventaja inapreciable, sobre todo en aquella época, de
ser educado en un monasterio.
En 1045 el papa Gregorio VI, que, no obstante lo irregular de su elec-
ción, hizo buen papel en aquella época de depravación, le nombró su se-
3. eretario y capellán. Hildebrando, entonces subdiácono, fué de este modo
iniciado providencialmente en los negocios de la Iglesia romana, a la que
más tarde debía gobernar con gran sabiduría y fortaleza. En el ejercicio de
sus funciones, entró en relación con uno de los más eminentes personajes
de aquellos tiempos: San Pedro Damián.
Al año siguiente, Gregorio VI renunció a la dignidad pontificia para ir
a terminar humildemente sus días en Alemania, a donde le había desterrado
el emperador Enrique III; Hildebrando le siguió en el destierro. Después
de la muerte de este Papa se dirigió a Francia, donde abrazó el estado mo-
nástico en la abadía benedictina de Cluny.
En 1049, San Bruno, obispo de Toul, nombrado Papa por el emperador
Enrique III de Alemania, se dirigía a Roma. San Hugo de Cluny, acom-
pañado de Hildebrando, fué a Besanzón para saludarle. Pero Hildebrando
tuvo el valor de reprochar sinceramente al Pontífice la ilegitimadad de su
elección. Bruno, lejos de incomodarse, le dió a conocer la rectitud de sus
intenciones; díjole que había sido nombrado a pesar suyo por el emperador,
y que no aceptaría el Sumo Pontificado hasta ser elegido por el clero y el
pueblo de Roma, según la costumbre y las reglas entonces en uso. Hilde-
brando cedió ante estas razones, y Bruno, admirado del valor y sabiduría
de su contradictor, le llevó consigo a Roma.
HILDEBRANDO, SABIO E INTRÉPIDO CONSEJERO
DE CINCO PAPAS
B
RUNO, llegado a Roma como simple peregrino y elegido con entu-
siasmo y según las leyes canónicas, el 2 de febrero de 1049, se sentó
en la Cátedra apostólica con el nombre de León IX . Este virtuoso
y santo Pontífice confió a Hildebrando, dándole el título de arcediano, la
administración temporal de la Iglesia romana, luego, ayudado por su nuevo
consejero, que muy pronto llegó a ser su brazo derecho, emprende con ánimo
y energía apostólicas la reforma del clero y el restablecimiento de las leyes
de la Iglesia. Un Concilio convocado en Roma el año 1049, condena severa-
mente a los obispos y sacerdotes simoníacos (es decir, a los que habían
comprado su dignidad con dinero), y a los eclesiásticos que rehusasen guar-
dar el celibato.
Varios prelados indignos son depuestos y reemplazados por hombres
virtuosos. Para poner en ejecución sus decretos, San León IX recorre Italia
y Francia, y hace tres viajes a Alemania. El mismo Hildebrando, en calidad
de legado apostólico, preside en Tours un Concilio que condena al filósofo
herético Berenguer.
4. Cuando después de cinco años de heroicos y santos trabajos San León IX
subió al cielo a recibir la recompensa (1054), era tal la estima que el clero
y el pueblo de Roma tenían de la sabiduría y virtud de Hildebrando, que
quisieron atenerse a su criterio para la elección del nuevo Papa. Hildebrando,
a la sazón legado en Alemania, propuso que nombraran 9 Gebardo, obispo
de Eichstátt. No gustó esta designación al emperador Enrique III, y por
su parte el humilde obispo rehusó tan grande honor. Mas el arcediano triun-
fó, venciendo todos los obstáculos, y Gebardo, elegido Papa con el nombre
de Víctor II (1054-1057), continuó con energía y decisión la obra de su
antecesor San León IX .
El mismo año, Hildebrando. a quien el Pontífice nombró su legado en
Francia, presidió un Concilio en Lyón para juzgar al arzobispo de esta dió-
cesis, acusado muy justamente de simonía. Después de comprar con dinero
el silencio de los testigos, el culpable se presentó con seguridad delante del
Concilio. Nadie dijo una sola palabra de acusación contra él. En vista de
esto, el Legado, dando un profundo suspiro, exclamó, dirigiéndose al arzobis-
po culpable:
— ¿Crees que el Espíritu Santo, cuyos dones se te acusa de haber com-
prado, sea de la misma sustancia que el Padre y el Hijo?
— I.o creo —respondió el obispo.
— Decid, pues —añadió el legado— : « G loria al Padre, y al H ijo , y al
E spíritu S an to».
El culpable comenzó a repetir: « G loria al Padre, y al H ijo , y ...», y no
pudo nombrar al Espíritu Santo, aunque lo intentó por tres veces. Lleno de
terror se arrojó a los pies del Legado y confesó su culpa. Fué depuesto del
episcopado y reemplazado por un prelado digno.
Esteban X (1057-1058), sucesor de Víctor II. viéndose a punto de morir,
recomendó a los romanos no procedieran a la elección de nuevo Papa antes
del regreso de Hildebrando, a la sazón en Alemania. Apresuróse el Legado
a volver, y, a su llegada, encontró elegido a Benedicto X por un grupo de
partidarios; en su lugar hizo elegir en 1059 a Nicolás II (1059-1061), bajo
cuya presidencia hubo un Concilio en Roma que confirió a los Cardenales
la parte principal en la elección de los Papas, a fin de prevenir diversos abu-
sos. El alcance de esta providencia se dejó sentir vivamente en Alemania.
A la muerte de Nicolás II, el Papa legítimo, Alejandro II, tuvo que
luchar, ayudado por Hildebrando y la suntuosa Casa de Toscaria, contra
el antipapa Honorio II. Alejandro II dió un golpe decisivo al partido del
cisma en el Concilio de Mantua, gracias a los esfuerzos combinados de los
dos Cardenales, Hildebrando y San Pedro Damián, y a los de San Hannón,
arzobispo de Colonia; continuó sin debilidad la guerra de sus esforzados
predecesores contra los hombres indignos que habían invadido las digni-
dades y los cargos eclesiásticos, y murió en 1073.
5. Tmrm n r11111111111111111111111111irm
A
TEMORIZADO el emperador de Alemania, pasa los Alpes en
lo más crudo del invierno y se presenta ante Gregorio V i l
— refugiado en el castillo de Canosa, bajo la protección de la con-
desa Matilde— y promete enmienda. Perdónale el Papa, pero el
hipócrita vuelve después a sus maldades.
6. HILDEBRANDO, PAPA
A
PENAS acabados los funerales, presididos por Hildebrando, fué elegido
Papa el ilustre arcediano por voto unánime de los Cardenales y el
clero, en medio de las entusiastas aclamaciones del pueblo, que re-
petía: «¡Hildebrando es el elegido de San Pedro!»
Hildebrando fué consagrado y tomó el nombre de Gregorio V II. Esto
fué motivo de gran alegría para los verdaderos hijos de la Iglesia. Su san-
tidad y su experiencia le habían designado desde hacía mucho tiempo para
el Papado. ¡Nadie conocía mejor la sociedad eclesiástica!; ¡ninguno como
él había puesto el dedo en la llaga!; mas el rasgo dominante era su fe
ardiente.
Con frecuencia se le representa como devorado por una ambición des-
bordante, rígida, pero flexible a la vez y capaz de adaptarse a las circuns-
tancias más difíciles. Ambicionó, ciertamente, pero no para sí, sino por la
causa santa que defendía.
Humilde, huyó siempre de las dignidades; dulce por temperamento y
tendencia natural, temía la lucha. Pero cuando su conciencia le inducía al
rigor, luchaba por Dios con indecible energía.
Su elección para tan alta dignidad no fué motivo para abandonar sus
antiguas austeridades; su mesa era suntuosa y espléndidamente servida, a
causa de los ilustres huéspedes que debían participar en ella, pero el Sumo
Pontífice no comía más que hierbas silvestres y algunas legumbres cocidas,
sin condimentar.
Para obtener de Dios las gracias necesarias a la Iglesia en tiempos
tan difíciles, organizó con el nombre de R eligio quadrata una inmensa aso-
ciación de oraciones, una a modo de Tercera Orden, que agrupaba de un
lado a los religiosos y seglares, y de otro, a las religiosas y mujeres del
mundo.
SOLICITUD UNIVERSAL DE GREGORIO VII
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ESDE los primeros días de su Pontificado, la infatigable actividad
de Gregorio V II, sostenida por su incomparable amor a la Iglesia,
se extiende a todo lo que interesa a la salvación de las almas, a
los derechos de la Iglesia y al bien de los pueblos. Resiste mucho tierno a
Roberto Guiscardo, jefe de los normandos de Italia, que pretende quitar
a la Santa Sede una parte de sus Estados; finalmente el Papa logra un
triunfo tan completo que el héroe normando le hace ofrenda del reino de
7. las Dos Sicilias que acababa de conquistar, y que quiere conservar sólo a
título de vasallo de la Santa Sede.
Gregorio V II se esfuerza por establecer en Francia la moral cristiana y
amenaza con la excomunión a Felipe I, que escandalizaba a su pueblo con
su mala conducta. Dirige al ilustre Lanfranco, arzobispo de Cantorbery, en
la reorganización de la Iglesia en Inglaterra, país que acababa de dominar
Guillermo el Conquistador. Anima a los cristianos de España en sus gloriosos
combates contra los musulmanes para reconquistar la Patria y salvar la civi-
lización y la fe, y bendice a los extranjeros que se alisten en esa cruzada.
Ejerce una acción constante sobre los países del Norte y da sabios con-
sejos al rey de Noruega para civilizar, mediante la religión cristiana, a su
reino semipagano.
Para lo mismo escribe al rey de Dinamarca y al de Hungría; otorga la
dignidad real al duque de Dalmacia y al de los Eslavos (Serbios), que juran
fidelidad inviolable al Papa. Acoge con bondad al hijo del duque de Rusia,
venido en nombre de su padre Demetrio para poner sus Estados bajo la
protección de San Pedro. Se esfuerza, aunque desgraciadamente sin feliz
éxito, en volver a la unidad de la fe a los cismáticos griegos; multiplica sus
amonestaciones a Boleslao, cruel rey de Polonia, tirano sanguinario y de-
pravado, y acaba por declararle indigno del título de rey, y permite a los
súbditos de este príncipe elegir otro soberano más honrado.
Pero su obra esencial y fundamental fué la de continuar los esfuerzos
de sus predecesores para la reforma del Clero. Apenas elegido, impugna de
frente el mal moral que desola a la Iglesia. Increpa duramente a los indignos
sacerdotes que, a pesar de su indignidad, osan tomar en sus manos el Cuerpo
de Cristo.
Por otra parte era menester acabar con la introm isión abusiva de los
emperadores en la elección de los obispos, anular las elecciones eclesiásticas
obtenidas a precio de dinero, y llegar hata la conquista plena de los de-
rechos de la Iglesia.
Gregorio V II no titubea ni un solo instante en esta empresa. «La Iglesia
católica — dirá un día— me colocó en otro tiempo, a pesar de mi indignidad
y resistencia, sobre el trono apostólico. Pues bien, en todo mi reinado no he
dejado de combatir para devolver a esta casta Esposa de Cristo, su libertad,
su esplendor y la pureza de su antigua disciplina». En un Concilio habido
en Roma al año siguiente (1075), prohíbe bajo anatema, a toda persona
seglar, cualquiera que sea su dignidad: emperador, rey, príncipe o marqués,
el conferir la investidura, y a todo clérigo, sacerdote u obispo, recibirla para
todos los beneficios, abadías y dignidades eclesiásticas.
En este concilio se fulminaron excomuniones contra los que no dieron
pruebas sinceras de arrepentimiento, y se dió un gran paso para asegurar
la completa independencia de la Iglesia.
8. LUCHAS CON ENRIQUE IV DE ALEMANIA
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STA disposición del Pontífice fué la señal de largas y terribles luchas,
sobre todo por parte de Enrique IV de Alemania, hombre impulsivo
y violento, que oprimía a sus súbditos con impuestos, y los atemo-
rizaba con crueldades. Vendía las dignidades eclesiásticas a personas am-
biciosas cargadas de crímenes.
Los sajones, sublevados contra este tirano, apelaron al juicio del Papa.
Pero Enrique, habiendo vencido a los sajones, dirigió sus esfuerzos contra
Gregorio V IL cuyos recientes decretos le exasperaban. Por orden suya, un
traidor llamado Cincio, de origen romano, penetró con un piquete de sol-
dados en la basílica de Santa María la Mayor, durante los oficios de la noche
de Navidad del año 1075. Los desdichados se abalanzaron sobre la persona
sagrada del Papa, le echaron por tierra y, cogiéndole por los cabellos, en
medio de los gritos de protesta y llanto de los fieles, le arrastraron hasta
una fortaleza, donde quedó prisionero. El pueblo, indignado, acudió a las
armas y libró al Papa, que prosiguió el curso de los oficios interrumpidos y
perdonó al traidor Cincio, a quien la muchedumbre quería quitar la vida.
Frustrada esta maquinación, Enrique reunió en Worms, en enero de 1076,
un Concilio de sus obispos indignos, y los forzó a excomulgar y deponer al
Papa, al que llamaba «loco furioso y sanguinario», y nombró Sumo Pontí-
fice a Guiberto de Ravena. Al conocer semejante atentado, Gregorio V II
fulminó excomunión contra Enrique y la suspensión de su autoridad real en
Alemania e Italia, desligando a sus súbditos del juramente de fidelidad.
Éstos, en efecto, en la Dieta de Fribur, declararon a Enrique que si
antes de un año no había hecho las paces con el Pontífice, escogerían otro
soberano. El rey, viéndose abandonado, tuvo miedo. Así pues, hacia me-
diados del invierno, franqueó los Alpes con su mujer e hijos y pocos acom-
pañantes, y fué a encontrar a Gregorio V II, por entonces refugiado en la
fortaleza de Canosa (Lombardía), en los Estados de la piadosa condesa
Matilde, heroicamente fiel a la Santa Sede. Se impuso voluntariamente tres
días de penitencia, estando desde la mañana a la noche en traje de peni-
tente, dentro de los muros del castillo, y, habiendo sido recibido al cuarto
día, se echó a los pies del Papa suplicándole le absolviera; el Pontífice,
enternecido, le levantó y volvió a la comunión de la Iglesia.
Enrique prometió reparar el nial hecho. Pero sólo fueron buenas pala-
bras. pura fórmula, una capa de dolor y arrepentimiento externos, bajo la
cual se encubría la más refinada hipocresía. Una vez entre sus partidarios
lombardos, traidor a sus promesas, reanudó sus luchas con furor y buscó
modo de apoderarse del Papa, que a duras penas logró escapar. Viendo esto
9. los príncipes alemanes, desligados por el Pontífice de su juramento de fi-
delidad, decidieron reemplazar al emperador infiel a su palabra.
Eligieron por rey a Rodolfo, duque de Anabia. El Papa censuró esta elec-
ción como prematura; y, efectivamente, poco después estalló la guerra civil
entre los dos príncipes; al fin, después de haber ensayado durante mucho
tiempo, inútilmente, de doblegar a Enrique IV, Gregorio V II le excomulgó
nuevamente en el Sínodo cuaresmal de 1080, proclamó su deposición y re-
conoció como rey a Rodolfo. Enrique respondió con el Sínodo de Brixeu,
donde treinta obispos indignos declararon depuesto a Gregorio y le opu-
sieren como antipapa al excomulgado Guiberto de Ruvena; muerto Rodolfo.
Enrique se presentó con armas en Italia para instalar en Roma a su anti-
papa, y durante tres años seguidos sitió la capital, heroicamente defendida
por los católicos fieles. Pon fin, tras un cuarto asedio, en 1084, se adueñó
de casi toda la ciudad y se hizo coronar emperador por el antipapa Cle-
mente III.
ÓLO el castillo de Santángelo le quedaba como refugio al heroico Gre-
gorio V II, cuando vino en su ayuda Roberto Guiscardo al frente de
sus 30.000 hombres, con los cuales consiguió poner en libertad al Papa.
Este se refugió en Salemo, donde murió el día 25 de mayo de 1085, a
los sesenta y cinco años de edad, pronunciando estas palabras: «He amado
la justicia y odiado la iniquidad; por esto muero en el destierro». Expiró
después de dar la absolución a todos los que él había excomulgado, a excep-
ción del emperador Enrique IV y del antipapa Clemente III.
Podemos afirmar que, no obstante la hostilidad de algunos, Gregorio V II
goza de un culto antiquísimo. El primer indicio de este culto lo hallamos
en el retrato nimbado que veinte años después de su muerte mandó hacer
el papa Anastasio IV en el célebre fresco de San Nicolás de Letrán. Gre-
gorio V IH puso su nombre en el Martirologio romano, edición de 1584.
Quinientos años después de su muerte ocurrió la «invención» de su cuerpo,
que fué hallado casi entero y revestido de los ornamentos pontificales. El 28
de agosto de 1619. por la Constitución D óm itii nostri, Paulo V concedió
celebrar el oficio del Santo, al clero y al pueblo le Salerno; y más tarde,
Clemente X I lo otorgó, el 19 de agosto de 1719, a toda la Orden benedictina.
Finalmente Benedicto X III, por decreto de 28 de septiembre de 1728, lo
extendió a toda la Iglesia, fijando la fecha del 2 de mayo, con rito doble.
Más tarde fué trasladada al 25 del mismo mes.
MUERTE DE GREGORIO VII. — SU CULTO