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D Í A 20 DE M A Y O
SAN BERNARDINO DE SENA
FRANCISCANO (1380 - 1444)
E
STE ilustre confesor, esclarecido devoto de la Santísima Virgen, vino
al mundo en la ciudad toscana de Massa, el 7 de septiembre de 1380.
Sus padres, Tulo y Ñera, pertenecían a la nobleza de su país, pero
se distinguieron más por su virtud que por su nobleza.
Tulo era magistrado de Sena, su ciudad natal; Ñera, mujer eminentemente
piadosa, tuvo la dicha de verse madre de un hijo en quien tenía puestas
sus más caras ilusiones y las más halagüeñas esperanzas. Mas no ¡e fué dado
presenciar los sublimes ejemplos de virtud que más tarde diera su hijo, pues
Ilios le arrebató la vida cuando Bernardino frisaba en los tres años.
Mas, aunque huérfano, no se encontró el niño abandonado y falto de edu-
cación, pues Diana, tía suya, muy piadosa y adornada de las más bellas
prendas fué para él una segunda madre, según el encargo que recibiera de
su hermana Ñera, antes de que ésta cerrara sus ojos a la luz de este mundo.
A los siete años, Bernardino perdió a su padre y quedó enteramente bajo
la dirección y custodia de su tía, la cual, mirando aquél vástago como un
depósito sagrado, continuó inspirándole las sabias máximas del Evangelio
y educándole con el mismo esmero de sus padres.
Bernardino, atento y sumiso siempre a su tía y demás parientes, supo
corresponder a los desvelos que estos se imponían para su educación, y, así.
no es de extrañar que pronto afloraran los gérmenes de virtud que aquella
alma privilegiada encerraba. Y a en tan tierna edad su corazón era un jardín
en el que crecían las fragantes flores de la humildad, modestia, afabilidad,
devoción, caridad y otras virtudes. Se complacía en rezar, visitar iglesias y
oír sermones. Gustábale remedar a los predicadores, cuyos sermones repetía
con mucha gracia y exactitud.
La caridad para con el prójimo fué en él una virtud característica. De
entre los muchos ejemplos que podríamos aducir en confirmación de este
aserto sólo citaremos el siguiente: Un día, después de distribuir las limosnas
que fueron, sin duda, más numerosas que de ordinario, Diana despidió, sin
socorrerle, a un pobre por temor de que escaseara el pan para los de casa,
mas el acto fué visto por Bemardino, quien, aproximándose a su tía, le
dijo: «Tía, por amor de Dios, demos algo a este pobre; prefiero quedarme
yo sin bocado antes que dejar sin pan a este desgraciado». Diana, conmovida
por la nobleza de sentimientos del niño, abrazóle y accedió a sus deseos.
Toda la vida de Bernardino, incluso la de su niñez, fué la de un santo;
aun en los juegos más pueriles se le veía siempre aficionado a lo que podía
excitar la devoción.
Cumplido que hubo los once años, fué a vivir con unos tíos paternos.
Cristóbal y Ángel Albizzeschi, los cuales, viendo en Bernardino muy nota-
bles disposiciones para el estudio le confiaron a dos célebres maestros: Ono-
fre el Gramático y Juan de Espoleto, en cuyas aulas se distinguió pronto,
sobresaliendo entre todos sus condiscípulos, no sólo por la inteligencia y
sabiduría sino también por su docilidad y virtud.
Sumamente atento a las inspiraciones del divino Espíritu, supo Bernar-
dino mantenerse inmaculado en un ambiente de alumnos universitarios en-
cenagados en la disolución y liviandad. Cuando oía alguna palabra malso-
nante o poco honesta, encendíase al momento su rostro con subidos colores
que. bien a las claras, declaraban la amargura que su alma experimentaba.
Cierto día en que de los labios de un condiscípulo suyo salió una expre-
sión deshonesta, Bernardino, siempre tan amable, se irguió repentinamente
y, lanzando por los ojos llamas de santa indignación le dió un bofetón
tan violento, que sonó en toda la plaza donde solían reunirse los escolares
antes de entrar en las aulas. El procaz estudiante, objeto de mofa de sus
demás compañeros, se retiró confuso y sin ganas de replicar. Pero esta elo-
cuente lección le impresionó tan profundamente, que desde entonces resol-
vió corregirse. Fué fiel cumplidor de su promesa. Más tarde, cada vez que
oía predicar a Bernardino, recordaba esta corrección y derramaba abundan-
tes lágrimas.
Ante una virtud tan resuelta, el vicio no tenía más remedio que bajar
la cabeza y ceder terreno; bastó aquel escarmiento para que ningún com-
pañero del Santo pronunciase palabras soeces en su presencia, y si alguno
las pronunciaba en su ausencia, era suficiente que cualquiera exclamase:
«■¡Que viene Bernardino!», para que las lenguas más livianas enmudecieran.
¿Cuál era el secreto de una energía tan extraordinaria para defender los
tueros de la pureza? La ardiente y filial devoción de Bernardino a la Vir-
gen Santísima.
EL SIERVO DE MARÍA
E
R A Bernardino tan sumamente devoto de María Santísima, que no
pasaba día que no le ofreciese los debidos obsequios: oraciones, v i-
sitas, sacrificios. Todos los sábados ayunaba en su honor. Estas prác-
ticas recibieron la debida recompensa, pues la Santísima Virgen concedió
a su fiel siervo una fuerza extraordinaria para combatir las pasiones.
Con frecuencia era objeto de las burlas de sus compañeros por negarse al
trato con los demás. Pero cierto día en que estas burlas se extremaron, Ber-
nardino se enfrentó con sus compañeros, a quienes atajó, diciéndoles: «L a
señora de mis amores es la más hermosa del mundo». Y , habiendo ellos mos-
trado interés por verla, el Santo los condujo a una iglesia, donde les mostró
la imagen de la Reina de los cielos.
Una de sus primas, llamada Tobía, terciaria franciscana, mujer devota y
santa, viendo que nuestro bienaventurado era uno de los jóvenes más apues-
tos de la ciudad, quiso prevenirle contra las seducciones de la carne; pero
apenas comenzó a exhortarle, le interrumpió Bernardino exclamando:
— Estoy ya preso en las del amor, hasta el punto de que moriría de
pena el día en que no pudiera ver a la que tanto amo.
Otras veces, al ausentarse de casa, decía: «V oy a ver a mi amada, más
noble y hermosa que todas las doncellas de Sena».
Estas palabras alarmaron a Tobía, quien, interpretando a su modo las
frases de nuestro Santo, se imaginó que, efectivamente, su sobrino se hallaba
preso en las redes de un amor sensual. Para cerciorarse de ello, determinó
seguirle; mas fueron grandes su admiración y alegría cuando observó que
Bernardino, deteniéndose ante una escultura de la Virgen colocada sobre una
de las puertas de la ciudad, cayó de rodillas, y. después de haber orado largo
tiempo ante la imagen, volvióse a su casa sin deternerse en parte alguna.
Tobía había descubierto el secreto de su sobrino y podía estar tranquila
de su porvenir. El pensamiento de la Reina de los cielos llenaba, en efecto,
su espíritu y la pureza inmaculada de María cautivaba su corazón.
A la edad de trece años terminó sus estudios de Filosofía y se dedicó
a los de Derecho civil y canónico y, por último, a los de Teología. La lee-
tura de la Sagrada Escritura era su mayor :ncanto; todas las demás ciencias
perdieron atractivo para él; en las máxim¡s del Evangelio halló el modelo
a que se propuso ajustar todos los actos cb su vida.
SIERVO DE LOS POBRES
B
E R N A R D IN O , constante admirador de la caridad evangélica, quiso
ejercitarse en ella; para ello, apenas acabó sus estudios, ingresó en la
cofradía llamada de los «Disciplinados de la Virgen», consagrada al
cuidado de los enfermos. Se entregó con un celo extraordinario al servicio de
estos seres dolientes. Contaba a la sazón diecisiete años.
Espectáculo hermoso y conmovedor erí ver a este joven de cuerpo es-
belto y delicado, criado con todos los refinamientos propios de la abundancia
de bienes de fortuna, trocar sus galas poi un hábito grosero, y las como-
didades de su casa por las repulsivas molestias inherentes al cuidado de los
enfermos pobres en un hospital, sin que le desanimaran las heridas del
amor propio, ni las repugnancias de la carne. Alternaba estos penosos ejer-
cicios de caridad con largas meditaciones y asombrosas austeridades.
Hacia el año 1400, durante el pontificido de Bonifacio IX , los pueblos
de aquella comarca viéronse atacados de uta desoladora peste que arruinaba
y dejaba sumidas en la orfandad a millares de familias. N o se vió libre de
esta epidemia la ciudad de Sena, cuyo hcspital se hallaba atestado de en-
fermos y en él morían diariamente unas veinte personas.
El personal auxiliar iba exterminándosf poco a poco, de tal manera que
pronto los enfermos se vieron abandonacos a sí mismos, pues no había
quien quisiera reemplazar a los enfermeros fallecidos. Ello produjo el llanto
y la consternación en toda la casa, en la que no se oían más que ayes y
gemidos que desgarraban el corazón. En esta circunstancia, Bemardino dio
admirables ejemplos de caridad, pues nc solamente expuso su vida asis-
tiendo a los pobres apestados, sino que, con sus exhortaciones y ejemplos
consiguió que doce hombres se le juntaran en la meritoria labor; durante
cuatro meses, vióse a estos mártires de la ibnegación, entregados con heroico
celo a la curación de los enfermos, sin que la pestilencia de sus llagas ni
las continuas vigilias bastasen para hacerlts vacilar en su noble empresa.
Poco tiempo después, Bemardino, agorado por tantas fatigas, cayó gra-
vemente enfermo con una calentura que le retuvo en cama por espacio de
cuatro meses. Los que le rodeaban compadecíanse de sus angustias; pero el
Santo, con la frente serena y la sonrisa e» los labios, daba continuas mues-
tras de la tranquilidad de su alma y de la paciencia y resignación con que
sufría aquellos dolores que Dios le enviaba.
E
L duque Visconti manda una im portante suma de dinero a San
Bernardino de Sena, rogándole que lo acepte para atender a
sus necesidades. Rehúsalo el Santo; mas, ante la insistencia del du-
que, lo acepta, vase a la prisión y, en presencia del emisario, lo
distribuye entre los que sufren condena por deudas.
Logró al fin restablecerse y, después de haber cuidado y asistido por es-
pacio de u i i año a una tía suya de noventa años, ciega, tullida, cubierta de
llagas y muy necesitada, pensó en dar cumplimiento a sus deseos de per-
fección ingresando en una Orden religiosa.
EN LA ORDEN FRANCISCANA
R
E TIR Ó SE nuestro Santo a casa de un amigo suyo que vivía en una
barriada extrema de la ciudad. Allí vivió como solitario, entregado
de lleno a la oración y a la penitencia, para atraer las luces del cielo
sobre la senda que debía emprender.
Cierto día que desahogaba su corazón a los pies de un crucifijo, oyó dis-
tintamente una voz que le decía: «Bernardino, heme aquí despojado de
todo y enclavado en una cruz por amor tuyo; si tú me amas y buscas, aquí
me hallarás; pero procura estar desnudo y crucificado como lo estoy yo.
porque de esta manera me hallarás más fácilmente». Para seguir estos conse-
jos, Bernardino resolvió ingresar en la Orden de San Francisco, en la que
vistió el hábito en el convento de Colombario, a pocos kilómetros de Sena,
el 8 de septiembre de 1402, vigésimo segundo aniversario de su natalicio.
Conviene observar cómo en dicha festividad, y en los tres años sucesivos,
profesó, cantó misa y pronunció el primer sermón. Así quiso la Reina del
cielo presidir su triple vocación de religioso, de sacerdote y de apóstol.
Y a desde los comienzos de su vida religiosa, no se contentó Bernardino
con practicar la regla de San Francisco, de suyo tan austera, sino que se
esforzó en destruir en sí mismo, mediante vigilias, ayunos y mortificaciones,
todo apego desordenado al mundo. Corría ansioso tras el desprecio, las hu-
millaciones y malos tratos, y jamás disfrutaba tanto como al verse inju-
riado por los chicos cuando pasaba por la calle, o cuando le tiraban piedras
a causa de la pobreza de su hábito o la desnudez de sus pies: «Dejémosles
que se diviertan — decía a su compañero— , así nos dan ocasión de ganar
el cielo».
PREDICADOR
H
ECHA la profesión, dispusieron los superiores que hiciera valer su
talento en la predicación. Grande fué la dificultad que se le pre-
sentó para ello, pues la debilidad de su yoz, unida a una pertinaz
ronquera, le hacían poco apto para las tareas del púlpito. Mas no se desani-
mó por eso, sino que acudió a la Santísima Virgen, quien inmediatamente
dio robustez y claridad a su voz y le adornó además con todas las cualida-
des de un buen predicador.
No se podía oír su palabra cálida e inflamada de caridad sin quedar
hondamente emocionado. Los pecadores, poseídos súbitamente de arrepenti-
miento y amargura, confesábanse con él y volvían a sus casas enmendados.
Los jugadores iban a entregarle los dados, naipes y todos los instrumentos
de juegos ilícitos; y las mujeres sus atavíos, trenzas, afeites y otros objetos
de vanidad, que realzan el cuerpo con detrimento del alma.
Ardía entonces en Italia la guerra entre güelfos y gibelinos; la discordia
causaba los más terribles estragos entre los habitantes de un mismo pueblo
y los miembros de una misma familia; pero el celo de nuestro Santo supo
poner, en Sena, término a situación tan desastrosa, logrando apaciguar los
ánimos a fuerza de exhortaciones, y reconciliando a los adversarios.
A l don de la elocuencia unía el de milagros, siendo muchos y muy se-
ñalados los que obró durante su vida. He aquí algunos:
Una niña, que padecía de dos úlceras terribles, una de las cuales radi-
caba en el pecho y por la que salía el aire de los pulmones, fué curada por
el Santo con sólo darle su bendición.
Acercósele cierto día un pobre leproso a pedirle limosna y, no teniendo
el Santo otra cosa que darle, le entregó sus zapatos; apenas se los calzó aquel
desventurado, sanó completamente de su repugnante enfermedad.
En otra ocasión tuvo que trasladarse a Mantua para predicar; pero fué
detenido por la caudalosa corriente del río. que no pudo vadear. Pidió a un
batelero que le pasara a la otra orilla, pero se negó a ello porque Bernardino
no tenía dinero con que pagarle; mas no por eso se apuró nuestro bienaven-
turado; antes al contrario, poniendo su confianza en Dios, tendió su manto
sobre las aguas, y montado en él a modo de barco ganó sin dificultad la
orilla opuesta. Dios se complacía muchas veces en obrar señalados prodi-
gios para dar mayor fuerza a la predicación de nuestro Santo, y así sucedió,
entre otras, en ocasión en que. haciendo e l ,panegírico de la Santísima Vir-
gen. citó estas palabras del Apocalipsis: «Una gran señal apareció en el
cielo». En el mismo instante descendió sobre su cabeza una estrella de extra-
ordinario resplandor que deslumbró a todos los oyentes.
Era tan prudente y discreto en sus invectivas, que sabía reprender los
vicios sin señalar a los culpables, de modo que nadie podía ofenderse. Sin
embargo, como la verdad suele ser amarga, el duque de Milán, Felipe María
Visconti, amigo de la lisonja, se dió por aludido en un sermón de Bernardino
contra este defecto. Resentido el duque amenazó al Santo en caso de con-
tinuar abusando — decía él— de su ministerio. Pero el apóstol, sin inmu-
tarse, le contestó humildemente «que su misión era la de combatir el vicio
do quiera se hallase; que no había indicado a persona alguna, y que extra-
ñaba sobremanera que de su doctrina sacase resentimiento y no enmienda,
añadiéndole por último que estaba determinado a hacer oír a los fieles las
verdades del Evangelio, y que tendría a gran dicha el ser perseguido por
esta causa». Convencido Visconti de las razones que asistían a Bernardino,
le envió, por conducto de un oficial de palacb, una bolsa con quinientos
ducados; pero el Santo se resistió a aceptarla, y dijo al enviado:
— Decid a vuestro señor y dueño, que nuestro padre San Francisco atiende
a todas las necesidades de sus hijos y no les deji otro cuidado que el de ser-
vir a Dios y ser útiles a sus prójimos.
Cuando el oficial transmitió tan hermosa respjesta al duque, admiróse éste
en gran manera y volvió a enviar el dinero a luestro bienaventurado, para
que lo distribuyera entre los pobres.
— Si tal es el deseo de vuestro señor — contestó entonces San Bernardi-
no— , venid conmigo a la cárcel y pronto podré.s dar fe de que se han cum-
plido sus caritativos propósitos.
Avínose a ello el mensajero y, una vez llegados a la prisión, con aquellos
ducados libró el Santo a gran número de personas que se hallaban encar-
celadas por deudas. Desde aquel momento la aersión injustificada del duque
se convirtió en veneración hacia Bernardino, quien sin obstáculos de nin-
gún género, siguió predicando contra los vicios de los grandes y logró una
saludable mudanza en las costumbres de la mbleza milanesa.
Bernardino, apóstol inspirado y taumaturg* insigne, a ejemplo de Jesu-
cristo, practicaba cuanto enseñaba a los demás. Jamás pudo nadie advertir
la menor contradicción entre sus palabras y sus obras. Predicaba la humildad,
y la practicaba hasta el anonadamiento; exhortaba a la caridad, y se pri-
vaba hasta de lo más necesario a su sustento para socorrer a los desgraciados,
ensalzaba la virtud de la castidad, y su pureza era realmente angelical.
«Haced penitencia», decía a los pecadores, y las mortificaciones corporales
que se imponía infundían espanto en el ánimo de los religiosos más austeros.
LJEDE decirse que San Bernardino de Sena fué el iniciador del culto
al dulcísimo Nombre de Jesús. A l final de sus sermones mostraba al
pueblo una tabla en la que se hallaba grabado en letras de oro el
monograma JHS e invitaba a los fieles a postrarse ante ella para venerar
el nombre del Redentor del mundo.
Esta devoción, tildada en un principio de novedad peligrosa, le atrajo
no pocas contradicciones. Las palabras con que llamaba al pueblo fueron
interpretadas torcidamente, y a tal punto llegaron las calumnias contra el
Santo, que el papa Martín V' le llamó a su presencia y le prohibió propagar
EL SANTO NOMBRE DE JESÚS
el culto mencionado. Bernardino se sometió humildemente sin decir ni una
palabra de justificación; pero Dios se encargó de salir en defensa de su siervo,
y no tardó el Papa en descubrir la impostura de los que acusaban al Santo
de propagar devociones supersticiosas.
Llamó entonces nuevamente a nuestro bienaventurado, y no sólo alabó
su celo por el culto divino, sino que le permitió seguir propagando el del
dulce Nombre de Jesús y le rogó aceptase el obispado de Sena, dignidad
que rehusó humilde pero firmemente, como asimismo los obispados de Ca-
rrara y Urbino, que le ofreció el papa Eugenio IV , sucesor de Martín V.
Fué elegido vicario general de su Orden, cargo que no pudo renunciar
porque le fué impuesto en nombre de la santa obediencia; restableció la
disciplina en algunos conventos en que se hallaba un tanto relajada y fundó
otros nuevos bajo la advocación de Santa M aría de Jesús, advocación que
comprendía las dos devociones tan gratas a su corazón. Como prueba de la
prosperidad que, debido a su celo alcanzó la Orden seráfica en Italia, bas-
tará decir que, no existiendo en aquellos reinos cuando él tomó el hábito
más que veinte monasterios con doscientos religiosos, al morir el Santo se
elevaba el número de los primeros a más de trescientos y el de los segundos
a cinco mil.
A causa de los quebrantos sufridos en su salud por las terribles peni-
tencias que se imponía, a los tres años de su elección hubo de descargar
parte del peso de su espinoso cargo en San Juan de Capistrano, su discípulo,
que le sucedió cuando su creciente debilidad le imposibilitó en absoluto para
desempeñar la vicaría. Su último acto como vicario general fué restablecer
la paz que se había turbado en Massa, lugar de su nacimiento.
Poco después cayó en cama para no levantarse más, acometido de una
calentura violenta, en uno de cuyos accesos se le apareció San Pedro Celes-
tino y le anunció que su fin estaba próximo. Inmediatamente pidió Ber-
nardino que le fueran administrados los Santos Sacramentos, los cuales
recibió con extraordinario fervor. A ejemplo de su padre San Francisco,
rogó a sus Hermanos que le tendieran sobre el duro suelo para entregar su
alma a Dios, la cual voló al cielo el 20 de mayo de 1444, víspera de la
Ascensión, cuando sus Hermanos en religión entonaban la siguiente antífona:
«Padre, he dado a conocer a los hombres tu Santo Nombre, y ahora voy a
T i». Había vivido en la tierra sesenta y cuatro años.
Los grandes prodigios obrados por él en vida, y los que continuaron
después junto a su sepulcro, apresuraron el proceso de su canonización, co-
menzado en el pontificado de Eugenio IV y fallado favorablemente en el de
Nicolás V el año 1440, o sea cinco años después de su dichoso tránsito.

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  • 1. D Í A 20 DE M A Y O SAN BERNARDINO DE SENA FRANCISCANO (1380 - 1444) E STE ilustre confesor, esclarecido devoto de la Santísima Virgen, vino al mundo en la ciudad toscana de Massa, el 7 de septiembre de 1380. Sus padres, Tulo y Ñera, pertenecían a la nobleza de su país, pero se distinguieron más por su virtud que por su nobleza. Tulo era magistrado de Sena, su ciudad natal; Ñera, mujer eminentemente piadosa, tuvo la dicha de verse madre de un hijo en quien tenía puestas sus más caras ilusiones y las más halagüeñas esperanzas. Mas no ¡e fué dado presenciar los sublimes ejemplos de virtud que más tarde diera su hijo, pues Ilios le arrebató la vida cuando Bernardino frisaba en los tres años. Mas, aunque huérfano, no se encontró el niño abandonado y falto de edu- cación, pues Diana, tía suya, muy piadosa y adornada de las más bellas prendas fué para él una segunda madre, según el encargo que recibiera de su hermana Ñera, antes de que ésta cerrara sus ojos a la luz de este mundo. A los siete años, Bernardino perdió a su padre y quedó enteramente bajo la dirección y custodia de su tía, la cual, mirando aquél vástago como un depósito sagrado, continuó inspirándole las sabias máximas del Evangelio y educándole con el mismo esmero de sus padres. Bernardino, atento y sumiso siempre a su tía y demás parientes, supo
  • 2. corresponder a los desvelos que estos se imponían para su educación, y, así. no es de extrañar que pronto afloraran los gérmenes de virtud que aquella alma privilegiada encerraba. Y a en tan tierna edad su corazón era un jardín en el que crecían las fragantes flores de la humildad, modestia, afabilidad, devoción, caridad y otras virtudes. Se complacía en rezar, visitar iglesias y oír sermones. Gustábale remedar a los predicadores, cuyos sermones repetía con mucha gracia y exactitud. La caridad para con el prójimo fué en él una virtud característica. De entre los muchos ejemplos que podríamos aducir en confirmación de este aserto sólo citaremos el siguiente: Un día, después de distribuir las limosnas que fueron, sin duda, más numerosas que de ordinario, Diana despidió, sin socorrerle, a un pobre por temor de que escaseara el pan para los de casa, mas el acto fué visto por Bemardino, quien, aproximándose a su tía, le dijo: «Tía, por amor de Dios, demos algo a este pobre; prefiero quedarme yo sin bocado antes que dejar sin pan a este desgraciado». Diana, conmovida por la nobleza de sentimientos del niño, abrazóle y accedió a sus deseos. Toda la vida de Bernardino, incluso la de su niñez, fué la de un santo; aun en los juegos más pueriles se le veía siempre aficionado a lo que podía excitar la devoción. Cumplido que hubo los once años, fué a vivir con unos tíos paternos. Cristóbal y Ángel Albizzeschi, los cuales, viendo en Bernardino muy nota- bles disposiciones para el estudio le confiaron a dos célebres maestros: Ono- fre el Gramático y Juan de Espoleto, en cuyas aulas se distinguió pronto, sobresaliendo entre todos sus condiscípulos, no sólo por la inteligencia y sabiduría sino también por su docilidad y virtud. Sumamente atento a las inspiraciones del divino Espíritu, supo Bernar- dino mantenerse inmaculado en un ambiente de alumnos universitarios en- cenagados en la disolución y liviandad. Cuando oía alguna palabra malso- nante o poco honesta, encendíase al momento su rostro con subidos colores que. bien a las claras, declaraban la amargura que su alma experimentaba. Cierto día en que de los labios de un condiscípulo suyo salió una expre- sión deshonesta, Bernardino, siempre tan amable, se irguió repentinamente y, lanzando por los ojos llamas de santa indignación le dió un bofetón tan violento, que sonó en toda la plaza donde solían reunirse los escolares antes de entrar en las aulas. El procaz estudiante, objeto de mofa de sus demás compañeros, se retiró confuso y sin ganas de replicar. Pero esta elo- cuente lección le impresionó tan profundamente, que desde entonces resol- vió corregirse. Fué fiel cumplidor de su promesa. Más tarde, cada vez que oía predicar a Bernardino, recordaba esta corrección y derramaba abundan- tes lágrimas. Ante una virtud tan resuelta, el vicio no tenía más remedio que bajar la cabeza y ceder terreno; bastó aquel escarmiento para que ningún com-
  • 3. pañero del Santo pronunciase palabras soeces en su presencia, y si alguno las pronunciaba en su ausencia, era suficiente que cualquiera exclamase: «■¡Que viene Bernardino!», para que las lenguas más livianas enmudecieran. ¿Cuál era el secreto de una energía tan extraordinaria para defender los tueros de la pureza? La ardiente y filial devoción de Bernardino a la Vir- gen Santísima. EL SIERVO DE MARÍA E R A Bernardino tan sumamente devoto de María Santísima, que no pasaba día que no le ofreciese los debidos obsequios: oraciones, v i- sitas, sacrificios. Todos los sábados ayunaba en su honor. Estas prác- ticas recibieron la debida recompensa, pues la Santísima Virgen concedió a su fiel siervo una fuerza extraordinaria para combatir las pasiones. Con frecuencia era objeto de las burlas de sus compañeros por negarse al trato con los demás. Pero cierto día en que estas burlas se extremaron, Ber- nardino se enfrentó con sus compañeros, a quienes atajó, diciéndoles: «L a señora de mis amores es la más hermosa del mundo». Y , habiendo ellos mos- trado interés por verla, el Santo los condujo a una iglesia, donde les mostró la imagen de la Reina de los cielos. Una de sus primas, llamada Tobía, terciaria franciscana, mujer devota y santa, viendo que nuestro bienaventurado era uno de los jóvenes más apues- tos de la ciudad, quiso prevenirle contra las seducciones de la carne; pero apenas comenzó a exhortarle, le interrumpió Bernardino exclamando: — Estoy ya preso en las del amor, hasta el punto de que moriría de pena el día en que no pudiera ver a la que tanto amo. Otras veces, al ausentarse de casa, decía: «V oy a ver a mi amada, más noble y hermosa que todas las doncellas de Sena». Estas palabras alarmaron a Tobía, quien, interpretando a su modo las frases de nuestro Santo, se imaginó que, efectivamente, su sobrino se hallaba preso en las redes de un amor sensual. Para cerciorarse de ello, determinó seguirle; mas fueron grandes su admiración y alegría cuando observó que Bernardino, deteniéndose ante una escultura de la Virgen colocada sobre una de las puertas de la ciudad, cayó de rodillas, y. después de haber orado largo tiempo ante la imagen, volvióse a su casa sin deternerse en parte alguna. Tobía había descubierto el secreto de su sobrino y podía estar tranquila de su porvenir. El pensamiento de la Reina de los cielos llenaba, en efecto, su espíritu y la pureza inmaculada de María cautivaba su corazón. A la edad de trece años terminó sus estudios de Filosofía y se dedicó a los de Derecho civil y canónico y, por último, a los de Teología. La lee-
  • 4. tura de la Sagrada Escritura era su mayor :ncanto; todas las demás ciencias perdieron atractivo para él; en las máxim¡s del Evangelio halló el modelo a que se propuso ajustar todos los actos cb su vida. SIERVO DE LOS POBRES B E R N A R D IN O , constante admirador de la caridad evangélica, quiso ejercitarse en ella; para ello, apenas acabó sus estudios, ingresó en la cofradía llamada de los «Disciplinados de la Virgen», consagrada al cuidado de los enfermos. Se entregó con un celo extraordinario al servicio de estos seres dolientes. Contaba a la sazón diecisiete años. Espectáculo hermoso y conmovedor erí ver a este joven de cuerpo es- belto y delicado, criado con todos los refinamientos propios de la abundancia de bienes de fortuna, trocar sus galas poi un hábito grosero, y las como- didades de su casa por las repulsivas molestias inherentes al cuidado de los enfermos pobres en un hospital, sin que le desanimaran las heridas del amor propio, ni las repugnancias de la carne. Alternaba estos penosos ejer- cicios de caridad con largas meditaciones y asombrosas austeridades. Hacia el año 1400, durante el pontificido de Bonifacio IX , los pueblos de aquella comarca viéronse atacados de uta desoladora peste que arruinaba y dejaba sumidas en la orfandad a millares de familias. N o se vió libre de esta epidemia la ciudad de Sena, cuyo hcspital se hallaba atestado de en- fermos y en él morían diariamente unas veinte personas. El personal auxiliar iba exterminándosf poco a poco, de tal manera que pronto los enfermos se vieron abandonacos a sí mismos, pues no había quien quisiera reemplazar a los enfermeros fallecidos. Ello produjo el llanto y la consternación en toda la casa, en la que no se oían más que ayes y gemidos que desgarraban el corazón. En esta circunstancia, Bemardino dio admirables ejemplos de caridad, pues nc solamente expuso su vida asis- tiendo a los pobres apestados, sino que, con sus exhortaciones y ejemplos consiguió que doce hombres se le juntaran en la meritoria labor; durante cuatro meses, vióse a estos mártires de la ibnegación, entregados con heroico celo a la curación de los enfermos, sin que la pestilencia de sus llagas ni las continuas vigilias bastasen para hacerlts vacilar en su noble empresa. Poco tiempo después, Bemardino, agorado por tantas fatigas, cayó gra- vemente enfermo con una calentura que le retuvo en cama por espacio de cuatro meses. Los que le rodeaban compadecíanse de sus angustias; pero el Santo, con la frente serena y la sonrisa e» los labios, daba continuas mues- tras de la tranquilidad de su alma y de la paciencia y resignación con que sufría aquellos dolores que Dios le enviaba.
  • 5. E L duque Visconti manda una im portante suma de dinero a San Bernardino de Sena, rogándole que lo acepte para atender a sus necesidades. Rehúsalo el Santo; mas, ante la insistencia del du- que, lo acepta, vase a la prisión y, en presencia del emisario, lo distribuye entre los que sufren condena por deudas.
  • 6. Logró al fin restablecerse y, después de haber cuidado y asistido por es- pacio de u i i año a una tía suya de noventa años, ciega, tullida, cubierta de llagas y muy necesitada, pensó en dar cumplimiento a sus deseos de per- fección ingresando en una Orden religiosa. EN LA ORDEN FRANCISCANA R E TIR Ó SE nuestro Santo a casa de un amigo suyo que vivía en una barriada extrema de la ciudad. Allí vivió como solitario, entregado de lleno a la oración y a la penitencia, para atraer las luces del cielo sobre la senda que debía emprender. Cierto día que desahogaba su corazón a los pies de un crucifijo, oyó dis- tintamente una voz que le decía: «Bernardino, heme aquí despojado de todo y enclavado en una cruz por amor tuyo; si tú me amas y buscas, aquí me hallarás; pero procura estar desnudo y crucificado como lo estoy yo. porque de esta manera me hallarás más fácilmente». Para seguir estos conse- jos, Bernardino resolvió ingresar en la Orden de San Francisco, en la que vistió el hábito en el convento de Colombario, a pocos kilómetros de Sena, el 8 de septiembre de 1402, vigésimo segundo aniversario de su natalicio. Conviene observar cómo en dicha festividad, y en los tres años sucesivos, profesó, cantó misa y pronunció el primer sermón. Así quiso la Reina del cielo presidir su triple vocación de religioso, de sacerdote y de apóstol. Y a desde los comienzos de su vida religiosa, no se contentó Bernardino con practicar la regla de San Francisco, de suyo tan austera, sino que se esforzó en destruir en sí mismo, mediante vigilias, ayunos y mortificaciones, todo apego desordenado al mundo. Corría ansioso tras el desprecio, las hu- millaciones y malos tratos, y jamás disfrutaba tanto como al verse inju- riado por los chicos cuando pasaba por la calle, o cuando le tiraban piedras a causa de la pobreza de su hábito o la desnudez de sus pies: «Dejémosles que se diviertan — decía a su compañero— , así nos dan ocasión de ganar el cielo». PREDICADOR H ECHA la profesión, dispusieron los superiores que hiciera valer su talento en la predicación. Grande fué la dificultad que se le pre- sentó para ello, pues la debilidad de su yoz, unida a una pertinaz ronquera, le hacían poco apto para las tareas del púlpito. Mas no se desani- mó por eso, sino que acudió a la Santísima Virgen, quien inmediatamente
  • 7. dio robustez y claridad a su voz y le adornó además con todas las cualida- des de un buen predicador. No se podía oír su palabra cálida e inflamada de caridad sin quedar hondamente emocionado. Los pecadores, poseídos súbitamente de arrepenti- miento y amargura, confesábanse con él y volvían a sus casas enmendados. Los jugadores iban a entregarle los dados, naipes y todos los instrumentos de juegos ilícitos; y las mujeres sus atavíos, trenzas, afeites y otros objetos de vanidad, que realzan el cuerpo con detrimento del alma. Ardía entonces en Italia la guerra entre güelfos y gibelinos; la discordia causaba los más terribles estragos entre los habitantes de un mismo pueblo y los miembros de una misma familia; pero el celo de nuestro Santo supo poner, en Sena, término a situación tan desastrosa, logrando apaciguar los ánimos a fuerza de exhortaciones, y reconciliando a los adversarios. A l don de la elocuencia unía el de milagros, siendo muchos y muy se- ñalados los que obró durante su vida. He aquí algunos: Una niña, que padecía de dos úlceras terribles, una de las cuales radi- caba en el pecho y por la que salía el aire de los pulmones, fué curada por el Santo con sólo darle su bendición. Acercósele cierto día un pobre leproso a pedirle limosna y, no teniendo el Santo otra cosa que darle, le entregó sus zapatos; apenas se los calzó aquel desventurado, sanó completamente de su repugnante enfermedad. En otra ocasión tuvo que trasladarse a Mantua para predicar; pero fué detenido por la caudalosa corriente del río. que no pudo vadear. Pidió a un batelero que le pasara a la otra orilla, pero se negó a ello porque Bernardino no tenía dinero con que pagarle; mas no por eso se apuró nuestro bienaven- turado; antes al contrario, poniendo su confianza en Dios, tendió su manto sobre las aguas, y montado en él a modo de barco ganó sin dificultad la orilla opuesta. Dios se complacía muchas veces en obrar señalados prodi- gios para dar mayor fuerza a la predicación de nuestro Santo, y así sucedió, entre otras, en ocasión en que. haciendo e l ,panegírico de la Santísima Vir- gen. citó estas palabras del Apocalipsis: «Una gran señal apareció en el cielo». En el mismo instante descendió sobre su cabeza una estrella de extra- ordinario resplandor que deslumbró a todos los oyentes. Era tan prudente y discreto en sus invectivas, que sabía reprender los vicios sin señalar a los culpables, de modo que nadie podía ofenderse. Sin embargo, como la verdad suele ser amarga, el duque de Milán, Felipe María Visconti, amigo de la lisonja, se dió por aludido en un sermón de Bernardino contra este defecto. Resentido el duque amenazó al Santo en caso de con- tinuar abusando — decía él— de su ministerio. Pero el apóstol, sin inmu- tarse, le contestó humildemente «que su misión era la de combatir el vicio do quiera se hallase; que no había indicado a persona alguna, y que extra- ñaba sobremanera que de su doctrina sacase resentimiento y no enmienda,
  • 8. añadiéndole por último que estaba determinado a hacer oír a los fieles las verdades del Evangelio, y que tendría a gran dicha el ser perseguido por esta causa». Convencido Visconti de las razones que asistían a Bernardino, le envió, por conducto de un oficial de palacb, una bolsa con quinientos ducados; pero el Santo se resistió a aceptarla, y dijo al enviado: — Decid a vuestro señor y dueño, que nuestro padre San Francisco atiende a todas las necesidades de sus hijos y no les deji otro cuidado que el de ser- vir a Dios y ser útiles a sus prójimos. Cuando el oficial transmitió tan hermosa respjesta al duque, admiróse éste en gran manera y volvió a enviar el dinero a luestro bienaventurado, para que lo distribuyera entre los pobres. — Si tal es el deseo de vuestro señor — contestó entonces San Bernardi- no— , venid conmigo a la cárcel y pronto podré.s dar fe de que se han cum- plido sus caritativos propósitos. Avínose a ello el mensajero y, una vez llegados a la prisión, con aquellos ducados libró el Santo a gran número de personas que se hallaban encar- celadas por deudas. Desde aquel momento la aersión injustificada del duque se convirtió en veneración hacia Bernardino, quien sin obstáculos de nin- gún género, siguió predicando contra los vicios de los grandes y logró una saludable mudanza en las costumbres de la mbleza milanesa. Bernardino, apóstol inspirado y taumaturg* insigne, a ejemplo de Jesu- cristo, practicaba cuanto enseñaba a los demás. Jamás pudo nadie advertir la menor contradicción entre sus palabras y sus obras. Predicaba la humildad, y la practicaba hasta el anonadamiento; exhortaba a la caridad, y se pri- vaba hasta de lo más necesario a su sustento para socorrer a los desgraciados, ensalzaba la virtud de la castidad, y su pureza era realmente angelical. «Haced penitencia», decía a los pecadores, y las mortificaciones corporales que se imponía infundían espanto en el ánimo de los religiosos más austeros. LJEDE decirse que San Bernardino de Sena fué el iniciador del culto al dulcísimo Nombre de Jesús. A l final de sus sermones mostraba al pueblo una tabla en la que se hallaba grabado en letras de oro el monograma JHS e invitaba a los fieles a postrarse ante ella para venerar el nombre del Redentor del mundo. Esta devoción, tildada en un principio de novedad peligrosa, le atrajo no pocas contradicciones. Las palabras con que llamaba al pueblo fueron interpretadas torcidamente, y a tal punto llegaron las calumnias contra el Santo, que el papa Martín V' le llamó a su presencia y le prohibió propagar EL SANTO NOMBRE DE JESÚS
  • 9. el culto mencionado. Bernardino se sometió humildemente sin decir ni una palabra de justificación; pero Dios se encargó de salir en defensa de su siervo, y no tardó el Papa en descubrir la impostura de los que acusaban al Santo de propagar devociones supersticiosas. Llamó entonces nuevamente a nuestro bienaventurado, y no sólo alabó su celo por el culto divino, sino que le permitió seguir propagando el del dulce Nombre de Jesús y le rogó aceptase el obispado de Sena, dignidad que rehusó humilde pero firmemente, como asimismo los obispados de Ca- rrara y Urbino, que le ofreció el papa Eugenio IV , sucesor de Martín V. Fué elegido vicario general de su Orden, cargo que no pudo renunciar porque le fué impuesto en nombre de la santa obediencia; restableció la disciplina en algunos conventos en que se hallaba un tanto relajada y fundó otros nuevos bajo la advocación de Santa M aría de Jesús, advocación que comprendía las dos devociones tan gratas a su corazón. Como prueba de la prosperidad que, debido a su celo alcanzó la Orden seráfica en Italia, bas- tará decir que, no existiendo en aquellos reinos cuando él tomó el hábito más que veinte monasterios con doscientos religiosos, al morir el Santo se elevaba el número de los primeros a más de trescientos y el de los segundos a cinco mil. A causa de los quebrantos sufridos en su salud por las terribles peni- tencias que se imponía, a los tres años de su elección hubo de descargar parte del peso de su espinoso cargo en San Juan de Capistrano, su discípulo, que le sucedió cuando su creciente debilidad le imposibilitó en absoluto para desempeñar la vicaría. Su último acto como vicario general fué restablecer la paz que se había turbado en Massa, lugar de su nacimiento. Poco después cayó en cama para no levantarse más, acometido de una calentura violenta, en uno de cuyos accesos se le apareció San Pedro Celes- tino y le anunció que su fin estaba próximo. Inmediatamente pidió Ber- nardino que le fueran administrados los Santos Sacramentos, los cuales recibió con extraordinario fervor. A ejemplo de su padre San Francisco, rogó a sus Hermanos que le tendieran sobre el duro suelo para entregar su alma a Dios, la cual voló al cielo el 20 de mayo de 1444, víspera de la Ascensión, cuando sus Hermanos en religión entonaban la siguiente antífona: «Padre, he dado a conocer a los hombres tu Santo Nombre, y ahora voy a T i». Había vivido en la tierra sesenta y cuatro años. Los grandes prodigios obrados por él en vida, y los que continuaron después junto a su sepulcro, apresuraron el proceso de su canonización, co- menzado en el pontificado de Eugenio IV y fallado favorablemente en el de Nicolás V el año 1440, o sea cinco años después de su dichoso tránsito.