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1. Tormento de! fuego rúente sobre el Moldava
D Í A 16 D E M A Y O
SAN JUAN NEPOM UCENO
PR ESB ÍTE R O Y M Á R T IR (1330 1383)
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L nombre de Juan Nepomuceno es evocador de un hecho histórico
íntimamente relacionado con un punto tan transcendental para la
confesión, cual es la obligación estricta que tiene el sacerdote de
guardar fielmente el secreto de cuanto hubiere oído en ella. Es el
sigilo sacramental. Y , aunque su silencio hubiera de costarle la vida, el
confesor no puede descubrir, a quien quiera que sea, lo que ha oído en la
confesión, como ocurrió con nuestro Santo, que prefirió ser horriblemente
martirizado antes de traicionar su sagrado ministerio.
Para el pueblo checoslovaco. Juan Nepomuceno es el santo nacional, tan
venerado y popular como lo es Santiago en España.
Nació Juan en Nepomuk. de donde se origina su nombre, modesta po-
blación del distrito de Pilsen, entre Praga y la frontera bávara.
A principios del año 1330, subía del pueblo de Nepomuk dirigiéndose
al convento del Cister, situado en las cercanías de dicha ciudad, un matri-
monio entrado en años, artesanos de profesión y apellidados Wolfflein.
Venerábase en la iglesia del monasterio una milagrosa imagen de Nuestra
Señora, y a sus plantas fueron a postrarse entrambos peregrinos, suplicando
a María Santísima se dignase otorgarles descendencia. No quedaron frus-
2. tradas sus esperanzas, pues la Virgen les concedió en su día un hijo a quien,
en las aguas bautismales, impusieron el nombre de Juan.
Acaeció que, algunos meses después, comenzó el tierno infante a debi-
litarse de tal modo, que enfermó de gravedad, infundiendo a sus padres
serios temores de que su existencia pudiera extinguirse de un momento a
otro. Emprendieron aquellos piadosos consortes el camino del santuario de
la Madre de Piedad, y allí oraron fervorosamente, prometiendo a la Virgen
Nuestra Señora que, si curaba a su hijito, lo consagrarían muy de grado
al servicio del Señor y a la propagación de su culto. De regreso al hogar,
el niño, rebosando ya de vida, tendió las manecitas hacia su madre, como
queriendo acariciarla. Estaba completamente curado.
Cumpliendo agradecidos los piadosos esposos la promesa hecha a la
Virgen María, nada descuidaron, a costa de los mayores sacrificios, para
educar a su hijo lo más cristianamente posible, y encaminarle al estado
santo que pensaban darle, si tal fuese la voluntad de Dios. Enviáronle
desde muy temprana edad a la escuela, en donde aprendió Juan ante todo
el catecismo y el modo de ayudar a misa. Tan pronto como estuvo impues-
to en ambas cosas no dejó ninguna mañana de acudir al convento del Gis-
ter, donde por pura devoción ejercició el oficio de acólito, causando su
fervor la admiración de cuantos le veían.
CURSA LA CARRERA ECLESIÁSTICA
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N Juan corrían parejas la más acendrada piedad y la más despierta
inteligencia, por lo que, con muy buen acuerdo, le enviaron sus pa-
i dres a estudiar a Staab y más tarde a la universidad de Praga. Gra-
duóse allí de doctor en Sagrada Teología y Derecho Canónico.
Cumpliendo los fines de su vocación, ordenóse de sacerdote y se dis-
puso para tan elevada dignidad con un mes entero de fervorosos ejercicios
espirituales, aunando en su retiro la oración con las más ásperas mortifica-
ciones, a fin de que el Señor le hiciera más y más digno del santísimo
estado a que se había dignado llamarle.
Poseía extraordinarias dotes de elocuencia sagrada, por lo cual el pre-
lado diocesano le confirió el cargo de predicador en la iglesia de Nuestra
Señora de Tyn, en Praga. Acudía a oír sus apostólicos sermones incontable
muchedumbre, estudiantes en su mayoría. Eran por desgracia muchos de
ellos objeto de triste espectáculo para la población por su escandalosa con-
ducta. Juan fué atrayéndolos poco a poco con su arrebatadora elocuencia,
saliendo de sus sermones, aun los más desenfrenados, conmovidos y resuel-
tos a mudar de vida.
3. Resultados tan admirables, debidos a la santidad del predicador, fueron
apreciados en su justo valor por el arzobispo y su Cabildo, los cuales, bien
para premiar sus relevantes servicios, bien para asegurarse el concurso de
hombre tan distinguido, nombráronle canónigo de la catedral. Juan mos-
tróse en todo momento dechado perfecto de puntualidad y asistencia al
coro, y todo el tiempo que esta ocupación le dejaba libre empicábalo en
laborar con inflamado celo por la salvación de las almas.
CAPELLÁN Y LIMOSNERO DE LA CORTE
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N T R E el auditorio que, pendiente de los labios del elocuente canó-
nigo, le rodeaba, no era el menos asiduo el propio Venceslao, hijo
y sucesor del emperador Carlos IV de Bohemia, el cual aun no se
había mostrado el tirano y perseguidor que aparecerá más adelante, aun-
que bien se vislumbraban ya en él ciertos desórdenes que le habían de
valer, andando el tiempo, los sobrenombres de Beodo y Holgazán. Tenía
por compañera a una esposa humilde y santa, la emperatriz Juana de H o-
landa, hija de Alberto de Baviera, duque de Holanda, y nieta del empe-
rador Luis de Baviera. Excesivamente caprichoso y tornadizo, tan pronto
se ve a Venceslao amar a su esposa con delirio como manifestarle celos y
agobiarla de injurias.
Hombres de esta índole son a veces capaces de arranques que irresistible-
mente los impulsaba hacia lo bueno. Supo Venceslao, por la fama, los bri-
llantes triunfos del elocuente predicador, y quiso cerciorarse por sí mismo
de la verdad de lo que se decía. Era el domingo de Ramos. El canónigo
Wolfflein, deseoso, sin duda, de evitar males mayores que hubieran provo-
cado, a no dudarlo, un motín, tal vez inminente, de los súbditos de la
monarquía contra un soberano tan deplorable, predicó acerca del respeto
debido a la autoridad legítima. El tema, naturalmente, fué muy del agrado
de Venceslao, y en el acto determinó nombrarle obispo para la sede vacante
de Litomerice. No tuvo, sin embargo, resultado su buen intento, pues
Juan se resistió declarándose indigno de ocupar tan elevado cargo.
En esto, aprovechando las buenas disposiciones de su marido, la empe-
ratriz, que apreciaba cada día más las eminentes cualidades morales de
tan distinguido eclesiástico, tan modesto como elocuente, le hizo nombrar
capellán y limosnero de la Corte. Aceptó en su humildad el Siervo de Dios
tal ministerio, pensando en el mucho bien que podría realizar entre los
príncipes y magnates, con quienes conviviría, y en que quizás pudiera traer
al buen sendero al descaminado emperador, y, además, porque le sería dado
socorrer a los pobres, de quienes era tan amante.
4. Por de pronto, justificó Juan su título de lim osnero, y su aposento vióse
trocado en lugar de cita de los pobres y menesterosos. Su ingeniosa cari-
dad descubría las miserias más ocultas, conciliaba los altercados que sur-
gían ya en la Corte, ya en la ciudad, apaciguaba las querellas e intervenía
favorablemente en los pleitos. Justificó también el de capellán o predica-
dor de palacio, pues sus primeros sermones tuvieron la virtud de impre-
sionar fuertemente el alma del emperador, cuyos desórdenes logró atajar
por algún tiempo. Complacíase Venceslao en escuchar los prudentes conse-
jos de aquel varón de Dios, a quien creyó complacería ofreciéndole el pre-
bostazgo de Wisegrad, primera dignidad en Bohemia, después del obispa-
do: pero nuestro Santo, que despreciaba las grandezas terrenas y pompas
mundanales, declinó la real merced y ciñóse a su ministerio de capellán y
limosnero.
E Ñ O R A de mucha cordura e inocencia era la emperatriz, y digna de
esta elevada dignidad, más que por su egregia estirpe, por la nobleza
de sus virtudes. No desdeñaba servir ella misma a los indigentes,
mortificábase con ayunos y asperezas y pasaba notable parte de la noche en
oración. Eligió por director de su conciencia a Juan Nepomuceno, con cuya
dirección fué adelantando en los caminos del Señor. Lloraba como propios
los desórdenes de su esposo y procuraba expiarlos con austeridades, pidiendo
al Cielo por su consorte que. arrastrado por las pasiones y seducido por
cortesanos impíos, habíase entregado al más desenfrenado libertinaje.
La acendrada virtud de la emperatriz hubiera debido edificar y con-
mover el corazón de Venceslao; pero, lejos de eso, iba endureciéndose cada
vez más. llegando hasta el extremo de serle insoportable la preclara piedad
de su augusta esposa y a dar lugar en su alma a la duda ofensiva y deni-
grante. de todo punto infundada. Cegado por la pasión de los celos, acerca
de la fidelidad de su consorte, no la consideró ya sino como esposa infiel,
porque Andrónico. uno de los favoritos del emperador, había maquinado una
denuncia anónima contra la vida privada de la emperatriz. Acercóse ésta al
día siguiente a la Sagrada Mesa, y como supiera su tiránico marido que poco
antes se había confesado, quiso a todo trance salir de la duda que le ator-
mentaba respecto de su esposa, pretendiendo saber la verdad de los propios
labios del confesor, Juan Nepomuceno. Manda llamarle y. aludiendo al tri-
bunal de la penitencia, al cual había acudido por la mañana la emperatriz,
exígele le manifieste, al instante, cuanto supiese tocante al asunto que a él le
tenía obsesionado. Contestóle Juan por dos veces: «Nada puedo revelar de
lo que he sabido en confesión».
CONFESOR DE LA EMPERATRIZ
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ERMINADA la comida, vuelve el emperador, con más fuerza
que la vez primera, a intim ar a San Juan Nepom uceno para
que le manifieste los secretos de la confesión de la emperatriz. R e-
siste firm e y constante a tan sacrilegas demandas, y el fiero Vences-
lao le entrega al verdugo.
6. Viendo Venceslao que ni por promesas ni pr amenazas se doblegaba el
confesor de la reina, encolerizóse como una iera y, echando mano a la
espada, iba a atravesarle, cuando Andrónico — que se hallaba presente—
se interpuso, invitando a su señor a la sereniad y a que diera tiempo al
ministro de Dios para reflexionar. Condesceidió el emperador, pero fué
para que encerrasen en un calabozo al capellá. Solo, ante Dios y su con-
ciciK-'a. escribió el Santo al emperador una crta digna de la noble causa
que defendía. Leyóla aquél, y ya sea por humaa prudencia, ya por mudanza
de opinión, ordenó que soltasen al prisionero. Ais no era para mucho tiempo.
NUEVO ENCARCELAMIENTO Y TORTURAS
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STA vez el incidente fué debido a nuevt acceso de cólera y de cruel-
dad del tirano. Presentaron en la mea imperial un ave no bien
asada; enfurecióse Venceslao de tal nanera, que al punto mandó
arrojar en un horno encendido a su cocinero Aterrados quedaron los sir-
vientes y se resistían a ejecutar tan inicua orden; pero por otra parte
temían, no sin fundamento, que si no obedecan fuesen ellos condenados al
mismo suplicio.
Esta inaudita crueldad llegó a oídos de mestro Santo, quien, con celo
verdaderamente apostólico, reprendió a Veneslao en términos enérgicos,
conminándole a revocar la bárbara sentencia, y, suavizando luego el tono,
procuró apaciguarle. Mas si el desventurado cocinero logró escapar como
por milagro de tan horrible suplicio, toda la ia del emperador recayó sobre
el santo presbítero, que fué nuevamente sepütado en un hediondo calabo-
zo, sobrellevando con gozo aquellos malos traamientos.
N o tardó Venceslao en dejar traslucir sis verdaderas preocupaciones,
enviando luego un mensajero al preso con el dilema siguiente: «O revelarle
la confesión de la emperatriz o renunciar a u libertad». El Santo perma-
neció inconmovible como una roca.
En vista de ello, el emperador varió de táctica; soltó al encarcelado
y le envió nuevo mensajero suplicándole tuvera a bien olvidar lo pasado,
y, como prenda de reconciliación, se sirviesi aceptar el comer al día si-
guiente en palacio con él. Obedeció Juan y s presentó a la hora indicada,
siendo rec:b:do con toda suerte de agasajo^ Transcurrió el banquete en
medio de la más perfecta armonía hasta el tn. Entonces ordenó Venceslao
se retirasen todos los convidados y le dejasen a solas con el sacerdote Juan.
L e habló primero sobre asuntos indiferentes; :>ero no tardó en traer a cola-
ción el que tanto le intrigaba, y le intimó, ctmo otras veces, a que le ma-
nifestase los secretos que le había revelado li emperatriz en confesión.
7. Contestóle el Santo con noble libertad: «Nunca jamás consentiré en la
infamia sacrilega que me proponéis. Y por lo que toca a Vuestra Majes-
tad, tened entendido que atropelláis los derechos de Dios, único a quien
compete el discernimiento de las conciencias. En cualquier otra cosa podéis
mandar y os obedeceré; pero en esto debo responder aquello de San Pedro
a los príncipes de los. sacerdotes: «H ay que obedecer a Dios antes que a
los hombres».
Exacerbado el emperador, llama al verdugo — a quien denominaba «su
compadre»— y mándale conducir al ministro de Dios al lugar de las tor-
turas, donde le tienden en el potro y el verdugo y sus satélites le punzan
los costados con lanzas de hierro candentes. Crujen sus huesos, dislócanse
sus miembros por la violencia del tormento; desgárranse sus carnes y las
quemaduras le tornan enteramente desconocido. En medio de los tormen-
tos no cesa el mártir de invocar los nombres de Jesús y de María.
Entretanto llegó a oídos de la emperatriz la refinada crueldad con que
era tratado su confesor y, llena de aflicción y horrorizada ante el peligro
que corría el alma de su feroz marido con el sacrilegio que estaba come-
tiendo, corrió a echarse a los pies del tirano y, a fuerza de súplicas, obtuvo
la libertad de Juan Nepomuceno.
PREDICE EL SANTO SU MUERTE Y LAS CALAMIDADES
DE BOHEMIA
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L Santo, tranquilo y sereno, salió de la prisión y, así que se cerraron
las profundas heridas que había sufrido en su martirio, prosiguió
su vida apostólica con más celo que nunca y multiplicó sus buenas
obras, a fin de presentarse ante el tribunal de Dios purificado de las im-
perfecciones inherentes a la naturaleza humana.
Con estas disposiciones subió cierto día al púlpito de la catedral de Praga,
para despedirse de aquel pueblo que él había evangelizado durante tantos
años y, tomando como tema de su sermón el último discurso del Salvador
del mundo en la memorable noche de la santa Cena:
— Me veréis un poco de tiempo — dijo— , y por esta razón serán pocas
las palabras que he de dirigiros; mi fin se aproxima y pronto moriré por
guardar los mandamientos de Jesucristo y de su Iglesia.
«L a herejía — continuó— que el infierno suscitará dentro de poco, deso-
lará el reino de Jesucristo, y en este mismo reino de Bohemia, donde la
religión florece hoy tanto, serán profanados los altares, el santuario des-
truido, el uso de los Sacramentos abolido, los consejos evangélicos despre-
ciados, y todas las leyes humanas y divinas pisoteadas. Los templos y mo-
nasterios del Señor serán reducidos a cenizas; gran número de religiosos
8. perecerán al filo de la espada, o por hambrt, sed y otros bárbaros suplicios.
Los lobos entrarán al asalto en el aprisco, devorarán el rebaño y se apode-
rarán del patrimonio de Cristo. Todo serj derrumbado y escarnecido; las
potestades infernales se desencadenarán y, ¡ly de aquellos que caigan en las
manos de los falsos profetas!» .
Estas terribles predicciones, que arrantaron lágrimas al auditorio, no
tardaron en cumplirse, pues treinta años nás tarde, Juan Hus, Jerónimo
de Praga y otros herejes sembraron en todts partes sus detestables errores,
llevando el luto y la desolación a toda lohemia: quemaban las iglesias,
derribaban los monasterios y cometían vilezis, desmanes e iniquidades hasta
entonces desconocidos. Y , para colmo de nales, algún tiempo después, la
mayoría de los habitantes del país fueron arastrados a la herejía de Lutero.
A l terminar su sermón se despidió de t)dos los fieles de Praga y pidió
perdón de los malos ejemplos que pudiera haberles dado; el pueblo, sobre-
cogido de temor y de dolor, respondió de luevo con llantos y gemidos.
EL MÁRTIR.
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OMO sabía que su martirio se acerc&a, pocos días después fué nues-
tro Santo a postrarse a los pies de Nuestra Señora de Bunzel, cuya
imagen habían llevado en otro tiempo a Bohemia San Cirilo y San
Metodio con la luz de la' fe cristiana.
Tras larga y fervorosa oración, y ya a la caída de la tarde, se dirigió
a su alojamiento; al pasar junto al palaci) imperial, fué visto desde una
ventana por el cruel Venceslao, cuya cóleia se excitó al extremo de que.
haciéndole llevar a su presencia, le dijo estas brutales palabras: «Oye, tú.
cura; no se trata ya de guardar silencio. O ¡tablas inmediatamente, o mueres
sin remedio; pues, si no me dices ahora nismo lo que sabes de la empe-
ratriz, vas a beber toda el agua del río Mtldava».
Juan miró atentamente al tirano, sin dgnarse responder a sus groseras
palabras, y esperó, con la tranquilidad de quien se pone por completo en
manos de Dios, el momento de recibir la orona del martirio, que le había
sido anunciada. Esta actitud acabó de enfirecer a Venceslao que, fuera de
sí, exclamó, dirigiéndose a sus servidores: «Llevaos de aquí a este hom-
bre y, así que las sombras de la noche sein bastante espesas para ocultar
al pueblo la ejecución de la sentencia, arrojidlo al rio y que en él perezca».
Los satélites del tirano cumplieron la bárbara orden y, atado de pies y
manos, fué arrojado al río Moldava el día 19 de abril del año 1383, víspera
de la festividad de la Ascensión del Señor.
Ejecutó el inicuo emperador tan horrendo crimen al amparo de las ti-
nieblas de la noche, imaginándose que había de permanecer ignorado; pero
9. no bien e! cuerpo quedó sumergido en las aguas, cuando un resplandor ma-
ravilloso se cernió sobre las ondas; inmoble al principio, más tarde siguió
lentamente la corriente.
Tan señalado prodigio atrajo a las orillas del río a todos los habitantes
de la ciudad, ignorantes todavía de la causa que la había producido. La
misma emperatriz, a cuyos oídos llegó lo maravilloso del caso, fué a buscar
a su feroz marido para hacerle partícipe de las nuevas de tan extraordina-
ria maravilla. Imposible es pintar el espanto que se retrató en el rostro del
tirano cuando supo que el horrendo crimen que había querido ocultar en
las sombras de la noche, quedaba al descubierto por los adorables designios
de la Providencia. Lleno de horror se encerró en sus habitaciones, en las
cuales estuvo tres días sin recibir a nadie, viendo constantemente con los
ojos de la imaginación el cuerpo de su víctima, iluminado de celestiales
resplandores.
No tardó en quedar aclarado el misterio: los verdugos traicionaron el
secreto del príncipe y, en virtud de las leyes naturales, el cuerpo salió a la
superficie. El cadáver del mártir fué recogido y depositado en la iglesia
de Santa Cruz de los Penitentes, desde donde fué trasladado con gran pompa
por el cabildo, clero e inmensa muchedumbre de fieles, a la catedral.
Pronto descargó la cólera divina su furor sobre el infame Venceslao;
a los pocos años, maldecido de su pueblo y destronado por su propio her-
mano, murió sin reconciliarse con Dios mediante el Sacramento de la Pe-
nitencia. En cambio, el sepulcro del mártir fué glorioso con multitud de
milagros. San Juan Nepomuceno fué beatificado por el papa Inocencio III,
en 1721, y canonizado por Benedicto X III, el 19 de mayo de 1729.
S A N T O R A L
Santos Juan Nepomuceno, presbítero y mártir; Ubaldo, Honorato, Carentoc,
sobrino de San Patricio, Geremaro, Dómnolo, Regnoberto y Rosio, obis-
pos • Peregrino, obispo y m ártir; Aquilino, Victoriano, Félix, Vicente de
Cortona, Victorino y Genadio, mártires; Audas o Abdas, obispo siete sa-
cerdotes, nueve diáconos y siete vírgenes, mártires, en Persia; Francoveo,
solitario; Brandano, abad en Irlanda y Fidolo, en Francia; Simón Stock,
cuya devoción a ¡a Virgen fué recompensada al darle el Escapulario del
Carmen; Andrés Bobola, martirizado por los cosacos (su fiesta se celebra el
23 de este mismo mes, véase allí su vida in extenso pág. 231); Gencio,
terciario franciscano; Vitesindo, mártir en Córdoba. Santas Junia, mártir;
Máxima, virgen; Clara, virgen y mártir, compañera de Santa Ürsula.
Beata Manuela de Jesús, agustina.