1. Santa soledad Moneda de Teodosio el Magno
D ÍA 9 DE M A Y O
SAN GREGORIO NACIANCENO
OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA (328? - 389)
A
principios de siglo IV vivía en Arianzo, población próxima a Na-
cianzo. en la región de Capadocia, una santa mujer, llamada Nona
o Nonna, cuyos días transcurrían envueltos en la negra sombra del
desconsuelo por carecer de sucesión. Su mayor anhelo era tener
un hijo para ofrecérselo al Señor, a quien no cesaba de rogar a esta intención.
Al fin Dios escuchó sus plegarias: L'na noche, después de sus acostumbradas
faenas y súplicas, Nona se entregó al sueño; mas no tardó en despertarla
lu presencia de un hermosísimo niño, y al mismo tiempo oyó estas palabras:
«Éste es el hijo que el cielo te concede; llámale Gregorio, porque así lo
quiere Dios». Sucedió esto el año 328 ó 329.
Nona se vió inundada de dicha al poder dar cumplimiento a sus deseos:
ya tenía un hijo para ofrecerlo a Dios.
Posteriormente, Nona fué madre de San Cesáreo y de Santa Gorgonia.
(ion sus fervorosas plegarias consiguió la conversión de su esposo, llamado
también Gregorio, quien abjuró los errores del paganismo y fué dechado de
virtudes cristianas. Ejerció el cargo de primer magistrado de Nacianzo, cargo
que abandonó al ser elevado por sus conciudadanos a la dignidad episcopal.
La fiesta de Santa Nona se celebra el 5 de agosto.
2. EDUCACIÓN DOMÉSTICA. — TEMPESTAD CALMADA
A R A Nona no había tesoro más precioso que la inocencia de sus hijos.
cuya educación no quiso confiar a nadie. Ella misma les enseñó a
leer en las páginas admirables de la Biblia, cuyas sabias lecciones
les hizo conocer y amar.
Al modo como la buena semilla depositada en buena tierra produce
ciento por uno. así los dones divinos fructificaron felizmente en el alma
virtuosa de Gregorio, hábilmente preparada por su madre Santa Nona.
Y a desde niño manifestó Gregorio sumo horror a todo lo que fuera peca-
minoso. El temor de Dios inspiraba sus actos y los novísimos, particular-
mente el juicio, fueron tema ordinario de sus meditaciones.
Como el cordero huye del lobo, su mayor enemigo, huía Gregorio de
espectáculos, festines y compañías peligrosas. Por otra parte, se entregó
a la oración con tal fervor y constancia, que el cielo le deparó señalados
favores.
Un día — refiere él mismo— advertí cerca de mí dos vírgenes de extra-
ordinaria hermosura y sobrehumana majestad. Podía tomárselas por her-
manas. La sencillez y modestia de sus vestidos, más blancos que la nieve,
eran su más preciado adorno. A su vista sentí un estremecimiento celestial.
Mas. ..cómo manifestar lo que pasó en mi interior cuando ambas cubrieron
mi rostro de besos? «Somos — me dijeron— la Sabiduría y la Castidad;
nos sentamos cabe Cristo Rey. Síguenos; acepta nuestra ley, y un día te
llevaremos a contemplar los esplendores de la inmortal Trinidad».
Con alma y vida se entregó Gregorio a la sabiduría y a !a castidad, y
merced a ellas pudo progresar en los estudios y acrecentar así su ciencia y su
piedad. Muy pronto aconteció que nada tuvieron que enseñarle los maestros
más aventajados de Nacianzo. de Cesarea de Capadoeia. de Cesarca de Pa-
lestina y de Alejandría; empero, como nuestro bienaventurado buscaba an-
sioso la sabiduría, no por vanidad humana, sino por deseo de acercarse más
a Dios, embarcóse con rumbo a la ciudad de Atenas, a la sazón emporio
de las letras y las urtes.
Mas el enemigo de las almas, que no podía ver sin espanto tanta perfec-
ción en una criatura humana, buscó el medio de perder el cuerpo del Santo,
ya que nada podía contra su alma, cuya virtud se hallaba a prueba de toda
tentación. Presentía ti demonio que Gregorio iba a arrebatarle innumerables
almas que consideraba suyas y quiso impedirlo a todo trance. Para que no lle-
gase al término de su viaje, suscitó una furiosa tempestad que llenó de cons-
ternación a los tripulantes y pasajeros y puso a la nave en grave peligro de
naufragar.
3. (Gregorio no sentía la inminente pérdida de su cuerpo, sino la desdicha
.... I:i muerte llevaba a su alma, aun no regenerada por las aguas salvadoras
*1*1 Kantismo, para cuya recepción la Iglesia exigía larga preparación. Morir
. ii i mojante estado era idea que le aterraba y hacía prorrumpir en des-
mrradorcs lamentos y en sentidos ofrecimientos de consagrar a Dios el resto
ili- sus días si le otorgaba el don de recibir el sacramento regenerador.
Mientras esto ocurría en los mares por donde navegaba nuestro Santo,
ni madre Santa Nona tenía en sueños revelación del riesgo que corría su
lujo, y, arrojándose del lecho en que descansaba, puesta de rodillas, im-
ploraba de Dios la salvación de aquel amado fruto de sus entrañas. El Señor
oyó sus angustiosas súplicas, pues cuando más violenta se desataba la borras-
m. uno de los criados que acompañaban a Gregorio exclamó lleno de alegría:
— Estamos salvados. Veo a mi señora caminar sobre las aguas, guiando
i-l barco a puerto de salvación. — E inmediatamente cesó la tempestad, y
l.i nave llegó sin contratiempo alguno al término de su viaje. Fué tal la
impresión que este milagro produjo entre los paganos que en el barco iban,
■|ii<- todos se convirtieron a la religión verdadera.
EL AMIGO SINCERO Y EL FALSO
•
S
E R ÍA el año 360 cuando Gregorio llegó a Atenas. Su primer cuidado
fué recibir los sacramentos del Bautismo, la Penitencia y la Eucaris-
tía, pues en ellos encontraría la fuerza necesaria para resistir al em-
bute de las olas licenciosas de aquella corrompida sociedad.
De eficaz ayuda para Gregorio fué la sincera amistad que trabó con
Sun Basilio, unido a él con los lazos irrompibles de un intenso amor a la
irtud y de una perfecta concordancia de creencias religiosas. Esta amistad
contribuyó poderosamente a un constante progreso en la perfección de
.iinbos. El propio San Gregorio nos describe este santo compañerismo en los
«iguicntes términos:
— Teníamos ambos — dice— el mismo propósito: los dos queríamos que
nuestra amistad fuera eterna, y nos preparase a la bienaventuranza inmortal.
Krcíprocamente nos servíamos de maestros y de guardianes; nos exhortábamos
ii la piedad, y no tratábamos con los compañeros de vida desarreglada. No
... . en la ciudad más que dos caminos: el de la iglesia y el de las
•souelas; aquellos por donde se iba a las fiestas mundanas y a los es-
invtáculos nos eran completamente desconocidos.
Al mismo tiempo que crecían en virtud, progresaban en ciencia, y eran
rilados por sus maestros como modelos de aplicación y sabiduría; esto les
Inicia ser muy apreciados por sus condiscípulos, entre los que se contaba
4. el que más tarde subió al solio imperial y es conocido en la Historia con
el execrable nombre de Juliano el Apóstata.
Este futuro perseguidor de los cristianos trató de intimar con nuestros
dos bienaventurados; pero Dios los preservó de tan peligrosa compañía ins-
pirándoles una santa repugnancia hacia aquel falso amigo, de quien San
Gregorio hizo este pronóstico, que los hechos se encargaron de declara*
como profético: «¡Qué monstruo está alimentando en su seno el imperio
romano!»
Terminados los estudios, ambos amigos tenían que abandonar a Atenas,
y, por tanto, la separación era inevitable. Mas antes de llevarla a cabo, se
retiraron a las orillas del Iris, donde permanecieron un tiempo saboreando
las dulzuras de la vida monástica. No obstante las vivas instancias de sus
compañeros y profesores, Basilio se alejó de la ciudad, aunque con gran
pena, mientras que Gregorio aceptó una cátedra de elocuencia, en la que
brilló como eminentísimo profesor. En 361 abandonó secretamente la cátedra
y regresó a Nacianzo, al lado de su familia.
EN NACIANZO, — VUELVE A LA SOLEDAD
E
L amor filial le dictó esta resolución. Su padre, extenuado por la vejez
e imposibilitado para gobernar solo a su Iglesia, reclamó el socorro
y apoyo de Gregorio. Éste se veía entonces combatido por los ape-
titos de la carne y, para vencerlos, se entregó a ejercicios austerísimos de
penitencia: maceraba su cuerpo, ayunaba con el mayor rigor y servíale de
lecho la dura tierra; alternaba estas mortificaciones con la oración y medí»
tación, y así logró poner en fuga a la sensualidad, que trataba de enseño-
rearse de su cuerpo y de su alma.
Desde las soledades del Ponto, adonde se había retirado al terminar sus
estudios en Atenas, San Basilio ponderaba a Gregorio las excelencias de la
vida eremítica a que vivía entregado, lejos del bullicio y del trato con el
mundo; y como nuestro Santo sentía el mismo amor que su amigo a la
vida contemplativa, no necesitó éste hacer muchos esfuerzos para atraerle!
aprovechando la primera ocasión que se le ofreció para poner por obra su»
propósitos, partió para el Ponto, donde, reunido otra vez con San Basilio(
emprendieron ambos el género de vida que San Gregorio describe en estol
términos:
— ¡Oh. quién pudiera devolverme las salmodias y vigilias de aquello*
tiempos! ¡Quién me diera repetir aquellas ascensiones hacia el cielo por la
contemplación; aquella vida desligada de las miserias del cuerpo; aquella
ardiente virtud; aquel estudio de la divina palabra y la luz que de ella
surgía en nuestros entendimientos, bajo la inspiración del Espíritu Santo!..i
5. D
ICEN las doncellas al Santo: — «A7o te sorprenda, ¡oh Grego-
rio !, que nos lleguemos a ti y te demostremos cariño, porque
has de saber que somos la Sabiduría y la Castidad, Dios nos ha
enviado para que tengamos contigo buena amistad y te acompañe-
mos durante toda tú vida. Síguenos».
6. Así caminaban ambos bienaventurados por las vías de la perfección es-
piritual, cuando Juliano el Apóstata — que había subido al solio imperial—
tuvo la osadía de escribir a Basilio, invitándole a trasladarse a su Corte para
ayudar con sus consejos al que había sido «su compañero de estudios».
Dicho Santo, como es de suponer, se negó a tal petición, sin que nada le
importara arrostrar por ello las iras del emperador renegado. Gregorio hizo
más, escribió, a su hermano Cesáreo, médico de cámara del tirano, una her-
mosa carta en la que se leen estas palabras:
«A l permanecer en la Corte, o seguirás siendo cristiano de corazón y la
voz pública te colocará en el número de los cobardes que viven con des-
honor y afrenta, o te olvidarás de tus creencias, buscando únicamente las
dignidades humanas a toda costa, y abandonando el cuidado de lo que más
importa, que es la salvación de tu alma. En este caso, si logras escapar
de las llamas del infierno, sentirás, al menos, el humo pestilente.»
Esta carta produjo en Cesáreo saludable impresión, y, comprendiendo
el peligro que corría quedándose al lado del emperador, corrió a refugiarse
cabe San Gregorio y San Basilio, con los que compartió su vida de oración
y penitencia.
RECIBE LAS ÓRDENES SAGRADAS
A
SÍ vivían santamente los tres admirables varones, cuando el anciano
obispo, padre de nuestro Santo, viendo que día a día le faltaban
las fuerzas, mandó otra vez a Gregorio que fuese a auxiliarle en sus
arduas tareas episcopales, y, para más sujetarle a ellas, le ordenó de pres-
bítero. adscribiéndole a su sede. Pero la vida del desierto le atraía con tal
fuerza, que en la primera ocasión que se le ofreció se volvió a su amada
soledad, de la que hubieron de sacarle casi a viva fuerza los fieles de N a-
cianzo, obligándole a regresar a dicha ciudad para que predicase la doctrina
de Cristo.
Una de las disposiciones más inicuas de Juliano el Apóstata para des-
arraigar el catolicismo en su Imperio, fué la de prohibir a los cristianos
que se dedicasen a la enseñanza, y la de impedir a los alumnos de las es-
cuelas el uso de libros de carácter religioso. Gregorio vió el peligro que tales
providencias entrañaban para la causa de la religión, y, a fin de evitarlo,
escribió gran número de composiciones poéticas sobre temas de teología,
moral, pasajes de la Sagrada Escritura y otros motivos tomados de los
himnos, idilios, elegías, odas y tragedias, con los que contrarrestó el per-
nicioso influjo de los libros paganos que el apóstata emperador había decla-
rado de texto en las escuelas.
7. 1.11 muerte del tirano (363) puso término a tan inicua persecución y dió
motivo a nuestro bienaventurado para pronunciar uno de sus más hermosos
sermones. No fueron menos notables las oraciones fúnebres que pronunció
i ii honor de su hermana Santa Gorgonia, de su madre Santa Nona y de su
hermano San Cesáreo, muertos sucesivamente en poco espacio de tiempo.
ICii medio de sus penas recibió la visita de su amigo San Basilio, que de-
seaba dividir la vasta diócesis de Cesarea y repartirla entre varios sufra-
gáneos; Basilio logró, no sin trabajo, que Gregorio aceptase el obispado de
Visima, en Capadocia, y él mismo le impuso las manos, hacia el 371 ó 372.
I as responsabilidades del cargo episcopal, y los quehaceres y preocupaciones
de colector de diezmos, que le pedía San Basilio, le pesaban sobremanera,
por lo que se lo advirtió a su amigo y se volvió a la soledad, de donde
le sacó el cuidado y respeto que debía a su padre, ya extenuado y acabado.
I'.l anciano le confió la Iglesia de Nacianzo y bajó a la tumba en 374. Dos
años rigió Gregorio con singular acierto la sede naciancena. y al cabo la
ilc¡ó definitivamente para encerrarse en un monasterio.
IOS, en sus adorables designios, había dispuesto, sin embargo, que
Gregorio Naeianceno se hallaba más entregado a la vida contemplativa, una
embajada de fieles de Constantinopla fué a buscarle a su retiro para expo-
nerle los males que hacía a la causa católica el obispo arriano Demófilo, el
eual se había apoderado de la sede de Constantinopla, convirtiéndola en cen-
tro de toda clase de errores y herejías.
— ¡Verbo divino! — exclamó el humilde Gregorio— : por T i vivía aquí
y por ti abandonaré este lugar. Envíame a uno de tus ángeles, para que me
guíe en el camino que voy a emprender por tu amor.
Con lágrimas en los ojos se despidió de la humilde celda en que tan
apacible y santamente se deslizaban sus tranquilos días, y partió para Cons-
tantinopla, en donde la situación de los verdaderos cristianos no podía ser
más aflictiva. Sin recursos, sin influencia, perseguidos en todas partes, sólo
podían dar a nuestro Santo el testimonio de su adhesión; ni siquiera pudieron
ofrecerle un albergue decoroso, donde pudiera vivir con la dignidad que
requería su elevado cargo. Tuvo, pues, que buscar alojamiento en casa de
nno de sus deudos. Los primeros pasos para atraer a la verdad a aquel
pueblo extraviado fueron en extremo difíciles. Él mismo da cuenta de ellos,
eon santo gracejo, en los siguientes términos:
ARZOBISPO DE CONSTANTINOPLA
aquella lumbrera de la Iglesia no permaneciera oculta bajo el ce-
lemín. sino que brillase sobre el candelero; por eso. cuando San
8. — Si conmigo hubiera entrado — dice— la peste en la ciudad, no hubiera
sido más odiado. Se me acusaba de idólatra, porque predicaba el misterio
de la Santísima Trinidad. Sobre mi casa caía diariamente una granizada
de piedras, sobre todo a la hora de la comida, como si creyeran que estaba
hambriento de alimento tan indigesto.
A fuerza de paciencia y mansedumbre, consiguió hacerse oír de sus ene-
migos, cuyo cariño supo conquistar. Obtenido éste, su triunfo fué fácil,
pues a sus sermones acudía en masa la población, que quedó tan conven-
cida de la verdad de la doctrina católica, como prendada de la elocuencia
del santo predicador que la exponía. Entonces ganó Gregorio el sobrenombre
de Teólogo, con el que en lo sucesivo fué designado, y que sólo había obte-
nido, antes que él, el glorioso San Juan Evangelista.
El crédito que adquirió San Gregorio, no sólo entre los fieles, sino aun
entre muchos arríanos, concitó contra él el odio de los jefes de dicha secta,
que, recurriendo a la violencia, penetraron un día en la iglesia en que
aquél predicaba, profanaron los altares, rompieron la silla episcopal y ma-
taron a varios sacerdotes. Los fieles, indignados, querían ir inmediatamente
a pedir venganza al emperador Teodosio; pero a ello se opuso el santo pre-
lado, pronunciando estas hermosas palabras:
— La paciencia vale más que el castigo, pues si el castigo ahuyenta el
mal, la paciencia conduce al bien.
Y así sucedió, efectivamente; porque los enemigos más encarnizados de
San Gregorio se convirtieron, admirados de tanta mansedumbre, y, sin nin-
guna oposición del pueblo, pudo Teodosio desterrar de la sede de nuestro
Santo a todos lo sacerdotes arrianos, que durante largo tiempo la habían
perturbado.
No quiere esto decir que cesaran para el santo prelado las luchas con los
herejes; bastantes hubo que prosiguieron haciéndole cruda guerra, hasta el
extremo de pagar a un joven para que le asesinara; pero en el momento de
ir a cometer éste tan odioso crimen, el arrepentimiento penetró en su alma
y, arrojándose a los pies de San Gregorio, le confesó el delito que había
pensado ejecutar. «H ijo mío — le dijo por toda respuesta nuestro bienaven-
turado— , vete en paz; que Dios te proteja como acaba de protegerme. Pro-
cura, en adelante, hacerte digno de Dios y de m í.»
Mas no siempre conseguía esta bondad efectos tan saludables. En cierta
ocasión, un diácono sacrilego, disimulando su mala conducta y aspirando
secretamente a la dignidad de Gregorio, sorprendió la buena fe de éste, hasta
el punto de que, desde la cátedra sagrada, hizo un elogio de aquél, al que
llamó su «noble y valeroso amigo», con gran escándalo de los fieles, que
conocían los desórdenes del diácono. Éste, al mismo tiempo que así enga-
ñaba a nuestro Santo, se hacía consagrar clandestinamente Patriarca de
9. Omstantinopla; empero tan inicua conducta hizo nacer en el santo prelado,
iki la indignación que en otro pecho menos generoso que el suyo hubiera
estallado, sino un mayor deseo de retirarse a la soledad para tener tan sólo
(ruto con Dios.
I)ió prueba evidente de estos santos anhelos en el concilio celebrado en
<ionstantinopla en 381, el cual, además de condenar el arrianismo y anate-
matizar a los falsos diáconos, confirmó a San Gregorio en el gobierno de la
M-dc que con tanta fortuna regía. Algunos opusieron reparos a esta confirma-
ción, sosteniendo que había abandonado sin la competente autorización su
primer obispado; Gregorio, lejos de refutar aquella infundada acusación, ex-
clamó con acento conmovedor:
— Hombres de Dios: vosotros estáis aquí reunidos para establecer la con-
cordia y la unidad, y no he de ser yo quien ponga obstáculos a tan grande
impresa. Se discute mi poder, y yo renuncio a él. Puedo, como Jonás, aun-
ipic no he sido causa de la tempestad, salvar la nave arrojándome al mar.
Desde ahora ruego al cielo para que mi sucesor se muestre defensor heroico
ilr la fe. Dios os guarde a todos, y sólo os pido que conservéis siquiera un
poco de buen recuerdo mío.
Se despidió de su pueblo y encaminóse a Nacianzo, con ánimo de termi-
imr allí sus días. Continuó, sin embargo, administrando la diócesis por es-
pacio de dos años, hasta que en 383 se nombró para sucederle a su primo
Iulalio, que fué, asimismo, muy santo prelado. Gregorio se retiró, no lejos
«lo la ciudad episcopal, y reanudó la vida de oración y de penitencia, que
constituían su mayor anhelo.
A pesar de esto, el enemigo de las almas intentó aún encender en él los
ardores de la concupiscencia. «¿Cómo escapar del vició? — se preguntaba
(iregorio— . ¡Sálvame en tus brazos, oh Jesús, mi Rey y mi Redentor!»
decía.
Sus súplicas fueron escuchadas, pues el Señor le llamó a su amoroso seno
ruando contaba más de sesenta años de edad, el 9 de mayo de 389, después
tic una vida consagrada enteramente a Dios, según el voto de su piadosa
y bienaventurada madre.
Sus admirables escritos dogmáticos le valieron el título de Doctor de la
Iglesia. Gracias a sus obras, aunque muerto de cuerpo, siguió vivo y muy
vivo de espíritu. Por ellas, San Basilio Magno le llama «pozo profundo y
Imca de Cristo».
Su santo cuerpo, enterrado primeramente en Nacianzo, fué trasladado
a ( ionstantinopla el año 950 y colocado en la iglesia de los Doce Apóstoles,
■londc permaneció hasta que, a la caída del Imperio griego, en 1204, fué
transportado a Roma, en cuya basílica Vaticana se venera hoy día.