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CALDERÓN Y SU HONOR CALIDOSCÓPICO
Anthropos (Barcelona), Extraordinarios 1, 1997, p. 65-72.
ISSN: 1138-0357
I. Las diversas concepciones del honor
Intentar resumir en tan solo unas páginas lo que ya ha hecho derramar ríos de tinta es una
empresa tan ardua como pretenciosa; por ello preferimos hacer una elección que nos permita ceñirnos
a dar una serie de pautas encaminadas a reflexiones posteriores sobre un tema tan manido como es
el del honor en el teatro de Calderón.
Lope de Vega, Rojas Zorrilla, Mira de Amescua y Alarcón –por no citar más que unos nombres
emblemáticos– ya lo han tratado en sus diversas vertientes; no está de menos, sin embargo, que
recordemos de manera un tanto somera el enorme abanico polifacético en el que se desenvuelve toda
comedia y del que, a nuestro entender, Calderón da debida cuenta tanto a lo largo de sus comedias
de intriga como de sus dramas y autos sacramentales. En efecto, lo que para unos era tangencial, lo
que para otros era materia prima de embrollo dramatúrgico, en nuestro autor viene a ser
quintaesenciado de manera que el honor constituye la espina dorsal de muchas de sus obras y, cabe
incluso decir, de su concepción misma del mundo.
En un libro que promete nuevos descubrimientos, Mackenzie desarrolla el dualismo que
enmarca al barroco español (vid. 1993, 1-6). Souiller apoya esta teoría cuando describe “l’opposition
fondamentale, dans la psyché caldéronienne, entre raison et instincts” (1985, 241); algo muy diferente
y con lo cual ya no estamos en modo alguno de acuerdo es en el reduccionismo amor / honor que
han propugnado algunos críticos (vid. por ej., Ter Horst, 1982: 143). Sin poner en duda la seriedad de
estos postulados, nosotros preferimos hablar de pluralidad, de incontables posibilidades que se
ofrecen a estas operas apertas, mucho mayores de las que se dan en otras manifestaciones barrocas
europeas de la época. Hablamos, pues, de abanico polifacético, especie de calidoscopio repleto de
multiformes espejos inclinados: la imagen resulta evidentemente multiplicada –aunque no
forzosamente de manera simétrica, como ocurre en el efecto calidoscópico– a medida que vamos
leyendo cada una de las páginas de las diferentes escenas que componen sus piezas de teatro. Cierto
es que en el calidoscopio es preciso mirar por el extremo opuesto: otro tanto ocurre en las comedias
del insigne autor puesto que estamos en pleno barroco. Para contemplar el rostro es preciso pasar a
través de la máscara; de las múltiples máscaras que representa cada personaje y de las infinitas posturas
que puede adoptar una misma escena: “le baroque ne fait qu’élever à la troisième puissance ce jeu
d’intelligibilité des signes de plus en plus intériorisés” (Cioranescu, 1988: 290).
Los aspectos bajo los cuales se nos puede presentar el honor en las comedias de Calderón son
esencialmente cuatro: el honor concebido como la cualidad recibida en el nacimiento, el honor
concebido como la pureza de sangre, el honor concebido como la recompensa debida a la virtud y,
finalmente, el honor concebido como la opinión. Esta escueta recapitulación de lo que hemos podido
estudiar en otros momentos, tan dispar a otras concepciones del honor en diferentes países, supone
la posibilidad de afrontar el tema desde muy diversas costaneras.
Cabe resaltar, por ejemplo, que las dos primeras hacen referencia al honor que un personaje
determinado ha recibido sin mérito alguno por su parte; parafraseando a Calderón, le podríamos
preguntar a ese personaje que se vanagloria de haber nacido noble o “puro de mala sangre de moro
o judío”: ¿qué mérito cometiste para ganarlo naciendo? Por el contrario, lo mismo ocurre en sentido
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opuesto cuando un personaje cometió el delito de nacer, pongamos por caso, plebeyo o morisco. Así,
no hay duda alguna sobre el deshonor que conlleva un nacimiento indigno, máxime en una sociedad
tan estricta como la de la España del Siglo de Oro. En esa época, donde reglas y formalidades
contaban sobremanera, el hecho de proceder de origen “impropio” conllevaba consecuencias tan
nefastas como el mismo deshonor del personaje independientemente de su mismo valor personal:
baste pensar, por ejemplo, en Los Lances de amor y fortuna o en Amar después de la muerte o el Tuzaní de la
Alpujarra, para confirmar lo que venimos diciendo.
Muy otro es el caso de quien no ha recibido ese honor que le otorga la sociedad sino que más
bien se sabe portador de una valía cuyo artífice es su propia virtud. A nadie se le escapa que una
primera manifestación verbal del carácter interior de este honor es esa frase –“frase estándar”, por
utilizar un término acuñado por Pitt-Rivers (1983: 22)– que sale una y otra vez de los labios de tantos
personajes del teatro del Siglo de Oro: “yo soy quien soy”. Esto que podría parecer banal o incluso
trivial para la concepción pragmática contemporánea no lo era, ni mucho menos, en aquella época.
Nos parece altamente reveladora la insistencia de tantos y tantos personajes que se obstinan en repetir
estas palabras precisamente cuando todos los elementos exteriores parecen volverse adversos. En ella
vemos una nueva reivindicación de los derechos del honor basado sobre la virtud frente a la tiranía
de los aspectos más aparentes del honor. Baste pensar en esas primeras escenas de Don Sanche
d’Aragon, “comedia heroica” francesa adaptada sobre nuestro Palacio confuso, donde Carlos, interpelado
por los nobles debido a su insolencia, no repara en más consideraciones para responderles: “Seigneur,
ce que je suis ne me fait point de honte” (A. I, esc. III, v. 195). Estas palabras y la energía con que el
soldado las pronuncia transparentan muy bien el cuidado que Carlos pone en no verse disminuir ni
siquiera a sus propios ojos (Georges, 1954: 126). En efecto, a pesar de los requerimientos de la
jerarquía social, Carlos confía sola y exclusivamente en lo que él es. Frente al desprecio de que es
objeto por parte de Don Manrique, el soldado responde con el aplomo del que obtiene su dignidad
no de lo que los demás piensen de él –algo que más abajo denominamos el honor-opinión–, sino de
lo que él mismo es en sí y para sí. Confrontado al resto de los asistentes, Carlos parece sentir en lo
más profundo de su ser una fuerza interior que le estimula a dirigirse a la reina –su última tabla de
salvación– alegando su condición y ser de soldado:
No soy más ni tengo más,
(…)
estos me llaman plebeyo
y yo tu hechura me llamo.
(El Palacio confuso, J. I).
Pero un segundo ejemplo –y que a nosotros se nos antoja más significativo– es el que nos
ofrece el mismo Calderón en su Hombre pobre todo es trazas. Como es bien sabido, Félix y Leonelo se
dirigen a la iglesia de San Jerónimo a fin de arreglar sus cuentas con el galán Don Diego. En efecto,
este había osado cortejar a sus dos damas de manera solapada, esto es, bajo nombres diferentes, lo
cual había provocado un equívoco acerca de su verdadera identidad. Así pues, los dos jóvenes
caballeros, pensando cada uno por su cuenta que él y no otro ha sido ofendido en primer lugar, se
disputan –cosa nada sorprendente en esta extrapolación del pundonor– el privilegio de entablar en
primer lugar el duelo con Don Diego; ahora bien, como no llegan a entenderse, deciden preguntarle
al galanteador quién es en realidad y a cuál de las dos doncellas ha cortejado primero. El joven galán,
sin saber qué respuesta dar y acosado por sus adversarios, deja a un lado toda consideración sobre su
dignidad al tiempo que se apoya en lo único que le es propio:
Yo soy el que soy, y basta
haber al campo salido
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para reñir.
(1991, J. III, p. 232).
II. El honor y la opinión
Estábamos contemplando el interior del calidoscopio calderoniano y de repente algo nos llama
de modo especial la atención; una imagen borrosa que sin embargo parece prometer panoramas
inusitados. En efecto, se trata de algo tan importante en la dramaturgia de nuestro autor: el honor
concebido como reputación social. Este aspecto requiere que nos detengamos a considerarlo de
manera más precisa, dar marcha atrás, como si de una película se tratase, y enfocarlo con la mayor
resolución posible porque el objeto reúne coloraciones hasta ahora inusitadas.
Poco a poco la sociedad ha ido cambiando, modulándose con el correr de los tiempos,
adquiriendo nuevas perspectivas, hasta el punto de que ahora todo parece reducirse a la opinión: el
honor ya no es lo que el personaje ha recibido en su nacimiento, su cualidad de noble o de cristiano
viejo; tampoco es lo que el personaje piense de sí mismo o su virtud adquirida: el honor ha venido a
cristalizarse en lo que un tercero piense del personaje en cuestión.
Parece vano decir que los tiempos han cambiado mucho desde que Alfonso X el Sabio
publicara sus Siete Partidas. No estará de más recordar que este definía la fama como el buen estado
del hombre que vive derechamente según la ley y las buenas costumbres, sin mancha ni
remordimiento de conciencia (cfr. partida VII, título VI, ley I, p. 555). Para el gran rey se trataba de una
característica inmutable y propia al hombre de bien, muy cercana a las opiniones de Aristóteles (vid.
Ética a Nicómaco), que más tarde serán la divisa de Pinciano y, en ocasiones, del mismo Cervantes
(decimos “en ocasiones” pues basta con leer La Fuerza de la sangre para defender el partido contrario:
“más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta”). No obstante en el
siglo XVII español, el honor –y de modo especial en nuestro autor–, la fama se reduce a la buena
opinión, a la opinión, sin más; lo cual supone que ha perdido esta estabilidad de antaño: cambiante
como el barroco, la opinión no es ya el atributo del hombre de bien, sino más bien del hombre que
“parece” hombre de bien. Mucho se ha insistido sobre este nuevo orden de las apariencias, mucho y
sin embargo siempre nos quedaremos cortos porque “la honra en el mundo […] solamente es
opinión” (Guillén de Castro, El Caballero bobo). Esta friable reputación queda así sometida a todo
género de adversidades que, con muy poco esfuerzo, son capaces de echar por tierra, en apenas unos
instantes, toda la buena fama que un hombre había intentado adquirir a lo largo de toda una larga
existencia. El mismo Calderón nos lo recuerda en su Astrólogo fingido:
…que ya la opinión es
tan difícil de ganar,
cuanto fácil de perder.
(1991, J. I, p. 132).
Aunque comedia de enredo, la máxima no dista mucho de los grandes dramas del honor donde
este tema es ampliamente desarrollado. En uno de ellos, A secreto agravio, secreta venganza, queda aún
más clara, si cabe, la fragilidad de este honor que se basa en la opinión:
¡Que el honor, siendo un diamante,
pueda un frágil soplo (¡ay Dios!)
abrasarle y consumirle,
y que siendo su esplendor
más que el sol puro, un aliento
sirva de nube a este sol!
(1987, J. I, p. 427).
Y más adelante:
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¿Quién puso el honor en vaso
que es tan frágil?
(ibid., J. III, p. 446).
Así pues, cometeríamos un grave error si concibiésemos este honor como una idea platónica,
que refulge en el cielo estrellado sin consecuencias tangibles; el honor fundamentado en la opinión
actúa, poderosamente, primero en el individuo y después en su familia. No queremos poner aquí en
entredicho el universo platónico: es más, en el mundo barroco –y más precisamente durante el
período que va aproximadamente desde 1580 a 1650– asistimos a otra imagen propia del genio griego:
la invasión de las literaturas occidentales por el mito de la caverna (cfr. Souiller, 1985: 235). El mismo
Bacon escribía que a menudo algo nace de nada, puesto que las mentiras bastan para crear la opinión
y la opinión engendra las realidades (vid. Ensayos, LIV, 273, citado por Souiller). Pero resulta que en la
caverna domina la obscuridad, los fantasmas imaginarios abundan, como ocurriera en el descenso de
Don Quijote a la cueva de Montesinos o en la bajada ficticia de Quevedo en sus Sueños donde,
curiosamente, descubre el verdadero rostro de la humanidad. No supone ello que las realidades
desaparezcan: siguen ahí, pero bajo diversos matices; más sombríos, menos explicables
racionalmente, pero patentes e innegables.
Decíamos que el honor fundamentado en la opinión actúa poderosamente en el individuo y
su familia. De esta manera comprendemos mejor aún la distinción que Charles-Vincent Aubrun hacía
entre la fama y la honra. Para este crítico, la fama es “le souci du renom personnel” (1966: 117); el
hombre debe actuar de tal suerte que todas, absolutamente todas sus acciones puedan ser
consideradas honradas, hasta el punto de que ninguna de ellas pueda deslustrar su buena reputación
puesto que
estos extraños sucesos
ajan mucho las noblezas.
(1991, J. I, p. 1457).
Es el comentario que Don Carlos hace a Don Juan en No siempre lo peor es cierto; porque teme
las suputaciones que pueda hacer el vulgo a propósito de su inesperada visita. En cuanto a la honra,
Aubrun la define como “le souci du renom familial” (ibid.). Baste constatarlo en las palabras de Doña
María en la ya citada pieza del Astrólogo fingido: bien teme, y no sin razón, que su padre y los vecinos,
lleguen a conocer sus amores con Don Juan:
Y un hombre, con solo hablar,
(¡tan fácil es la deshonra!)
es bastante a quitar la honra
que muchos no pueden dar.
(1991, J. I, p. 130).
Pero aún hay más: esas apariencias no se limitan exclusivamente a lo que los demás piensen de
uno mismo; el hombre es, según dicen, un ser social por naturaleza, y en la sociedad del Siglo de Oro
todo estaba tan íntimamente ligado –nación, religión y familia– que cualquier atentado perpetrado
contra uno de estos elementos suponía una afrenta directa al hombre mismo. Dejamos para otra
ocasión la nación y la religión, y concentramos nuestra atención, nuestro enfoque, en la familia y la
imagen que de ella nos ofrecen los espejos reflectantes de nuestro calidoscopio. Resulta que, además
de las apariencias y la opinión de un hombre en solitario, ocupa un lugar preponderante la opinión
que la sociedad tiene de tal o cual familia, más precisamente de la mujer en el entorno familiar: tal
será la opinión que el “vulgo” tenga de esa mujer, así será la opinión –el honor– del hombre a cuyo
cargo está encomendada dicha familia. Esto es lo que se ha dado en llamar “el honor fundado en
mujer” y que pasamos a reseñar muy someramente.
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Dura lex, sed lex: según Beysterveldt (1966: 214), existe una estricta ley que constriñe al hombre,
quiéralo o no, a dejar en manos de la mujer –por lo general en su hija, su esposa o su amada– el bien
más preciado en esta época: su honor. No faltan personajes masculinos que elevan al cielo llantos
inacabables gimiendo contra esta ley que les parece injusta y arbitraria. Esta ley es, de alguna manera,
el emblema, el símbolo del honor-opinión. García Valdecasas, estudiando la complejidad de este
honor del hombre que reposa sobre la conducta de la mujer, reconoce enfrentarse a un problema
histórico todavía no resuelto. Aun con todo, en su estudio sobre el hidalgo y el honor, intenta
proporcionarnos una explicación plausible. Considera el crítico en cuestión aquellos que para él son
los tres elementos principales que han influenciado la cultura hispánica: la herencia de la antigüedad
grecorromana, los principios cristianos y las costumbres de los pueblos germánicos. Precisamente en
el choque que entre ellos se produjo el honor español entroncaría con sus orígenes. Después de haber
profundizado en el estudio del honor y la venganza en la epopeya griega y germánica, García
Valdecasas declara de manera categórica que las costumbres épicas y las creencias cristianas conviven
juntas y se integran en el alma medieval (cfr. 1958: 156-159). Si la venganza por el honor ultrajado es
anticristiana, sin embargo, dejar reposar el honor sobre la mujer es una idea profundamente cristiana
puesto que “la mujer es la gloria del varón” (I, Cor, XI, 7). Razón no le falta, y textos como el citado
abundan en la Biblia, donde la mujer adquiere un papel hasta entonces desconocido. Así, en el libro
de los Proverbios, leemos que “corona de su marido es la mujer hacendosa [léase virtuosa]; así como
es carcoma de sus huesos la mujer de malas costumbres” (XII, 4). La primera parte de esta cita refuerza
la importancia de la castidad de la mujer, conditio sine qua non para aumentar esa “gloria” del varón; a
su vez, la segunda parte viene a subrayar el peligro que corre el honor del hombre cuando la mujer
cuya custodia le ha sido encomendada no ha sabido guardar el suyo. El texto de los Proverbios nos
parece muy importante, pero quedamos aún más fascinados al leer otro que resume mejor aún cuanto
venimos diciendo al tiempo que anuncia graves consecuencias sobre el honor del hombre que reposa
sobre la conducta virtuosa de la mujer: “La hija es para el padre una secreta inquietud y el cuidado
que le causa le quita el sueño […] por temor de que mientras es doncella sea manchada su pureza, y
se halle estar encinta en la casa paterna. […] A la hija desenvuelta, guárdala con estrecha custodia, no
sea que algún día te haga el escarnio de tus enemigos, la fábula de la ciudad y la befa de la plebe”
(Eclesiástico, XLII, 9-11). No andaba pues descaminado García Valdecasas, al menos en lo que
concierne a la tradición bíblica y su impronta en la sociedad española. Por nuestra parte, consideramos
que la huella grecorromana es menor de lo que este crítico propugna –al menos en el caso que ahora
nos concierne–. Por lo que respecta a la tradición germánica, siguiendo la línea trazada por los
eruditos estudios de Sánchez Albornoz, no podemos negar el enorme peso de los visigodos en la
historia de la Península. No obstante nos parece que se ha olvidado aquí la influencia del mundo
musulmán, el cual nos parece, cuando menos, el cuarto elemento que ha influido en la cultura
hispánica. Es cierto que el papel desempeñado por la mujer en la religión y la cultura musulmanas no
es capital; al menos, no lo suficiente como para modificar en gran medida la concepción del honor
del hidalgo o del caballero castellano. En efecto, la invasión musulmana, lejos de perturbar la cohesión
familiar cristiana y los valores hispánicos, los refuerza por acto reflejo: de igual manera que todo
elemento perjudicial para un miembro del cuerpo humano provoca una reacción instantánea de
autodefensa por parte del resto de los miembros. Precisamente porque el invasor musulmán era
extraño a la idea del matrimonio cristiano, la estima espiritual de la mujer cobra mayor fuerza aún
acentuando la comunión existente entre todos los hispano-cristianos.
Quizás ahora se comprenda con más hondura por qué este honor del hombre, honor que
reposa sobre la conducta virtuosa de la mujer, era indispensable para poder formar parte, sin
escrúpulo de ningún género, de la comunidad española. A contrario, diríamos que cuando el honor de
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la mujer se siente amenazado, otro tanto ocurre simultáneamente con el del hombre, de manera que
este último no puede ya ser considerado como hombre honrado por la sociedad, la cual lo rechaza
como elemento impuro. Creemos, pues, que la idea del honor-opinión, de la buena o mala reputación
del hombre independientemente de sus actos, reivindica sus derechos, pero esta vez dicha idea es
íntimamente dependiente de la conducta de la mujer. Durante el Renacimiento y más tarde incluso
con más intensidad en el barroco, uno de los ejemplos más claros del honor como un bien que
depende de la opinión pública y como un valor social –que no ético–, era el hecho de que un miembro
masculino de una familia, por muy recta que fuera su propia conducta y por muy bien merecida que
fuera su buena reputación, venía a perder su honor cuando una mujer de su familia también lo perdía.
Esto equivale a decir que la castidad de la mujer tenía mucho que ver con la buena o mala reputación
de los demás miembros de la familia, y más directamente con la opinión del hombre que estaba
encargado de salvaguardar el honor de dicha mujer. Convertido en piedra angular sobre la que
reposaba el honor del hombre, digamos parafraseando el título de una pieza de Lope que solo la
mujer guarda, en este universo del honor-opinión, la llave del honor masculino.
Dentro de estos parámetros se comprende mejor que a los miembros femeninos de las familias
se los “enclaustrara”, incluso podríamos decir que literalmente se los “emparedara”, como ocurre en
algunas obras de Calderón, con el único objetivo de evitar miradas, palabras o relaciones que pudieran
dar lugar a malentendidos; como diríamos hoy día, que pudieran dar que hablar… Beysterveldt ha
expresado con otros términos esta desconfianza masculina respecto a la ligereza de la mujer:
L’homme est incapable de soutenir son honneur par ses propres vertus, il doit abandonner ce soin à la
femme; mais en même temps il se refuse à reconnaître l’efficacité de la seule ressource dont dispose la
femme pour défendre son honneur, qui est sa conduite vertueuse. C’est bien cette forme redoublée,
sous laquelle s’exprime la négation de la validité de l’honor-virtud, qui constitue un aspect essentiel de
l’honneur théâtral du Siècle d’Or espagnol. Le fait que la femme, en dernier ressort, est incapable de
répondre pleinement aux exigences de l’honor-opinión, justifie l’incurable défiance de l’homme à l’égard
de la femme, son incessante vigilance et son intervention décisive au moment suprême dont la femme
devient bien souvent la victime innocente (1966: 204).
Así pues, estas mujeres viven enclaustradas, vigiladas. El hogar familiar queda así cerrado a
todo contacto con el exterior y, con el objetivo de responder a las exigencias del honor-opinión,
asistimos a una especie de distribución de papeles: a las mujeres les ha tocado en suerte la virtud
expresada por la pureza sexual; a los hombres, la obligación de defender el honor de las mujeres. El
marido deja su honor sobre la fidelidad de su esposa, lo cual se constata una y otra vez en los dramas
de honor de Calderón de la Barca. Otro tanto ocurre en sus comedias de intriga, como Los Empeños
de un acaso, donde Don Félix exclama, espada en mano, al apercibir en la negrura de la noche el perfil
de un hombre en casa de su amada:
No puede estar aquí nadie,
que matarlo o conocerlo
ya no me importe.
(1991, J. I, p. 1047).
Tal era la situación en la que se encontraban la esposa y la amada. Otro tanto ocurre con la
hija o la hermana. En esta España severa, el padre deja a un lado su papel de educador para convertirse
en celoso guardián que, más que en la formación de su hija, debe ocuparse de velar por su honor. No
es otra la razón por la que, cuando Don Alonso se dispone a salir de su casa, de su “torre de cristal”,
ordena a la criada:
Inés, cierra tú esa puerta,
y hasta que yo vuelva, abierta
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no esté.
(ibid., J. I, p. 1043).
En la ausencia del padre o después de su muerte, este papel recae en el hermano quien
inmediatamente pasa a erigirse en defensor del honor familiar (para el desarrollo de este tema, vid.
Ter Horst, 1982: 141 y s.). Es él, y no otro, quien debe preservar la buena reputación de la familia al
abrigo de la maldiciente opinión pública. Hablábamos de “emparedar” a las mujeres; y no lo decíamos
a la ligera: en la comedia Casa con dos puertas, mala es de guardar, Marcela se encuentra en una situación
que hoy sería inconcebible. Su hermano Félix ha acogido en casa a su amigo Lisardo, quien está de
paso en Ocaña para obtener la cruz de una orden militar. Temiendo que la gente pueda pensar que
ha alojado en su casa a un amigo con ánimo de proyectar en un futuro un posible casamiento para su
hermana, Félix encierra a esta última en una pequeña estancia de la casa no sin antes disimular la
antigua puerta de comunicación con la puerta de Marcela: tan bien lo hace, que Lisardo, alojado en
casa de Félix, no llegará ni siquiera a saber que su amigo tiene una hermana núbil. Tal era la ley del
honor-opinión, la susceptibilidad de los guardianes del honor femenino: no de la mujer misma,
remachamos, sino del esposo, el amante, el padre y el hermano: así debía quedar, día y noche, lejos
del trato con otros hombres, como si estuviera enclaustrada en un convento.
III. Pérdida y recuperación del honor perdido
Comenzamos en este breve desbroce con los celos que siente el personaje femenino al verse
substituido por una rival. Ello es debido a que la mujer que ha exteriorizado su sentimiento amoroso,
viéndose desdeñada en favor de una tercera, experimenta el sentimiento de arrebato propio del
despecho amoroso. En Casa con dos puertas, mala es de guardar, una joven siente en lo más profundo de
su alma las congojas de los celos: creyendo que su galán prefiere a otra mujer, ella se siente
despreciada. Es esta una especie de deshonor que no debemos olvidar. Como tendremos ocasión de
ver, este desdén siembra un desasosiego en el alma de la joven que se considera ultrajada, una desazón
cuya consecuencia inmediata es la furia con todas las consecuencias que de ella se desprenden:
LAURA
¿Qué haré yo, que rendida,
a pesar de mi vida,
vivo? ¿Qué es esto, cielos?
Más bien se deja ver que estos son celos,
porque una ardiente rabia
que el sentimiento agravia,
una rabiosa ira
que la razón admira,
un compuesto veneno
de que el pecho está lleno,
una templada furia
que el corazón injuria;
¿qué áspid, qué monstruo, qué animal, qué fiera,
fuera, ¡ay Dios!, que no fuera,
compuesta de tan varios desconsuelos
la hidra de los celos?
Pues ellos solos son a quien los mira,
furia, rabia, veneno, injuria y ira.
(1991, J. I, p. 283).
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Bellísima enumeración, solo comparable con algunas como la del monólogo de Segismundo…
Pero finalicemos esta observación sobre los celos femeninos recalcando que, por lo general, el autor
se servía de ellos como de un motivo recurrente para mejor manejar sus intrigas. Lo había hecho
Zorrilla en su pieza Entre bobos anda el juego, lo hace ahora Calderón en su Hombre pobre todo es trazas
(vid. 1991, J. I, p. 209).
Mucho se ha escrito sobre los celos y su efecto dramático. Razones no faltan y piezas tampoco.
Piénsese en la ópera del pseudo-Cicognini Le Gelosie Fortunate del Principe Rodrigo, inspirada en una obra
española desconocida y que más tarde sugeriría el Don Garcie de Navarre ou Le Prince Jaloux de Molière.
Permítasenos solamente una cita del libreto de esta ópera, unas palabras que reflejan a la perfección
lo que representan los celos:
TEOBALDO
La gelosia è un sospetto, che una belleza amata, u possedutta, possa ò amare, ò lasciarsi possedere da
altri; e perciò si suol dire, che nell’Amor venale non si dà gelosia; perche la gelosia è un sospetto, e
quello porta seco la certezza del mancamento (A. I, esc. V, p. 26-27).
En el Don Garcie de Navarre que acabamos de citar, el príncipe sospecha que Doña Elvira,
princesa de León, no le es fiel. De ahí la duda –veneno que engendra el miedo de la mentira, como
diría Cioranescu (1983: 323)– y las funestas consecuencias que se derivan de la mentira, puesto que
“mentir es considerado como la conducta más deshonesta” (Pitt-Rivers, 1983: 32).
Pues bien, a nadie se le escapa que los celos, en este mundo hecho por y para los hombres,
son más dramáticos aún cuando la víctima es un personaje masculino. La mujer, tanto por los
requerimientos teatrales como por una innata rebelión al sometimiento de que es objeto, pronto
intenta romper esta vigilancia; Ter Horst lo resume brillantemente con estas palabras: “The cloistered
female psyche yearns to break out, the excluded male psyche to break in” (1982: 121). En otras
ocasiones –piénsese en El Alcalde de Zalamea–, no será ella la manipuladora principal de la trama, sino
más bien un tercer hombre quien ha venido a poner –o presuntamente habría podido llegar a poner–
sus ojos sobre la dama, hija o esposa; incluso, por muy casto que haya sido el comportamiento de la
mujer, no faltan ocasiones en que basta con que se levante una leve sospecha, pesada como una losa,
haciendo brotar en el ánimo del varón increíbles arrebatos de cólera: escenas no faltan en los dramas
de honor calderonianos.
El caso es que, teniendo, si no más, tanta importancia como la misma vida, estos casos que
tanto ajan el honor del hombre suponen inmediatamente un deshonor solo comparable con la pérdida
de la misma vida. Ante este desprecio que se hace de su persona, ante la pérdida de valía que
experimenta en lo más profundo de su ser, considerado incapaz de hacer respetar su virilidad, su
masculinidad, su valor como defensor de algo tan íntimo, el hombre cae en el deshonor. Deshonrado,
pero todavía físicamente vivo, hará insólitos esfuerzos por recuperar el honor perdido; arrebatos que
suelen ir acompañados de cólera.
Mediante este procedimiento, el autor aprovecha el inmenso margen de maniobra que le
brindan las pasiones de los personajes; desaforados y sin rumbo, estos delirios son los que han dado
lugar a los grandes dramas de honor del insigne escritor: El médico de su honra, El pintor de su deshonra,
A secreto agravio, secreta venganza.
Como ahora veremos, los personajes masculinos de las piezas calderonianas se muestran
implacables. El hecho de que Gutierre Alfonso Solís preparase con tanto cuidado el asesinato de su
esposa, ofendía, qué duda cabe, los valores cristianos. Cabe argüir que entonces Calderón desarrollaba
su rechazo contra la tiranía del código social del honor; y, si de hecho llega a admitir sus máximas,
ello se limita a una serie de dramas que según Ter Horst, van de 1620 a 1630 (vid. 1982: 145;
permítasenos, por nuestra parte, alargar estas fechas hasta bien entrada la década de los treinta). Razón
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no le falta a Valbuena Briones cuando prefiere minusvalorar este asunto para mejor centrarse en la
capacidad del dramaturgo en conmover al público (vid. 1965: 126). Por su parte, el autor no toma
partido, solamente se conduce de acuerdo con un credo medieval (incluso podemos situar la trama
de esta obra en 1369) que todavía poseía fuerza en el siglo XVII. El caso es que el esposo, en El médico
de su honra, siente muy suyo el honor de su esposa, hasta el punto de constituirse en juez de la virtud
ajena: una virtud que, por lo que vamos viendo, no le era en definitiva tan ajena. Cegado y lleno de
desconfianza, Gutierre acaba poniendo en práctica las leyes LXII y XCIII de Estilo.
En la pieza maestra A secreto agravio, secreta venganza, tal y como indica el mismo título, nada se
ha proclamado todavía sobre los tejados; el deshonor no es manifiesto, y si el espectador lo conoce
es solo porque el protagonista se lo revela en un soliloquio donde da cuenta de sus más recónditos
sentimientos. No en vano Don Lope es portugués, y “en la literatura española de la época los
portugueses aparecen caracterizados reiteradamente como arrogantes, celosos y vengativos”
(Valbuena Briones, 1965: 149); algo que viene a confirmar la lectura de El amor médico, de Tirso de
Molina. Sospechoso, pues, del castellano Don Luis, decide vigilar a su mujer; pesquisas que le
confirman el adulterio que se avecina. Pero como aún nadie sabe de su deshonra, no duda Don Lope
en cortar por lo sano, dar muerte al galán y prender fuego al lecho de su esposa –“esta / flor en tanto
fuego helada, / que solo el fuego pudiera / abrasarla…” (1987, J. III, p. 453)–, metáfora singular del
fuego de los celos y la rabia de su deshonor que nadie llegará a saber.
Dentro de lo diferente que es El pintor de su deshonra, también concurre el hado –si acaso se
puede hablar de fatum pagano en los dramas de Calderón– que viene a confrontarse con decisiones
honrosas, como la de Serafina. Malmaridada, como lo era Doña Leonor en A secreto agravio, Serafina
decide defender su reputación a pesar de las circunstancias adversas. Pero los rayos invocados por la
dama que intenta defender su honor y los disparos que se oyen vaticinando el desenlace final,
conjugan un perfecto paralelismo con ese fuego abrasador –rayos de luz y fuego de disparos– que se
abren paso cuando Don Juan retrata con diestro pincel su deshonra.
Pruebas –o falsas pruebas–, mentira –o apariencia de mentira, que todo se combina en el
barroco–, dudas y sospecha: condimentos del deshonor, del honor perdido o que vendrá a perderse
cuando el “vulgo” maldiciente llegue a tener suposiciones –fundadas o no, que todo da igual en la
palestra– de la ligereza de su mujer o de su amada: es lo que ocurre en los dramas de Calderón.
Sin embargo, no está de más recordar que el barroco es un escenario de pasión y desvaríos,
pero, ante todo, es un teatro de vida –nueva paradoja– que reclama una y otra vez la recuperación, la
rehabilitación de esa vida, lo cual no es posible sino recuperando el honor perdido.
Uno de los aspectos que se desprenden de las hazañas guerreras es la gloria que el soldado
alcanza en ellas. Los caballeros adquirían una especie de lustre del que antes carecían. Ahora bien, si
la nación venía a estar falta de enemigos –piénsese en las órdenes militares, de modo especial en la
progresiva depauperación que conocieron algunas de ellas a medida que iban desapareciendo
enemigos que les dieran razón de existir–, estos caballeros se veían entonces desprovistos del medio
más extraordinario y quedaban entonces “condenados” a obtener dicho predicamento que da el
coraje mediante los desafíos y los duelos con otros sujetos del reino. Pero no es suficiente con querer
querellarse con alguien: es preciso que el adversario esté revestido de ese brillo que solo proporcionan
el nacimiento y la bravura en la batalla. No es otra la razón por la que algunos caballeros, como el
conde en Las Mocedades del Cid de Guillén de Castro o en el mismo Cid de Corneille, habían rechazado
de buenas a primeras un combate con el joven Rodrigo: ¿qué gloria podría obtener un conde, cuya
espada se había teñido en tantas ocasiones con la sangre de los moros, al vencer en simple duelo a un
jovenzuelo que aún no había tenido la posibilidad de demostrar su valor contra los enemigos de la
patria?
10
Por otro lado, también es preciso, según estas leyes del honor, que la venganza sea lo más
manifiesta posible, como se deja ver, por ejemplo, en Donde no hay agravios no hay celos, de Rojas Zorrilla,
donde el joven Don Juan responde a su escudero Sancho, quien le ha propuesto que desafíe a su
enemigo en pleno campo:
DON JUAN
…No.
Porque aunque se satisfacen
en el campo las venganzas,
en casos de honor tan graves,
aunque venza a mi enemigo
no quiero yo aventurarme
a que no se cuente bien,
que allí no lo mira nadie.
Hemos hablado de Gutierre y de su esposa Mencía, de Don Lope y Doña Leonor, de Don
Juan y Serafina. Autoinvestido con la potestad de médico, Gutierre solo buscaba curar –curarse a sí
mismo, de ahí el adjetivo posesivo del título– una enfermedad espiritual: el deshonor que, si no se
atajaba, acarrearía la muerte de su íntimo ser castellano y español. Si el alma solo es de Dios, como
leemos en El Alcalde de Zalamea, no es menos cierto que esta alma solo asiste en el único lugar que le
ha sido reservado, esto es: el honor (cfr. 1987, J. III, p. 340). Y, sin embargo, lo curioso es que siempre
percute y repercute en nuestro interior la crueldad de los maridos que dan fin a los días de sus mujeres;
el caso es que “en la red de circunstancias férreamente encadenadas –azar, recelo, miedo, ocultación,
disimulo, malentendido–, el hombre no parece tener otra salida que matar a la mujer, aunque la
decisión de matar le cause sufrimiento e, incluso […] le haga prorrumpir en palabras donde expresa
su desesperación y su deseo de autoaniquilamiento” (Ruiz Ramón, 1984: 183). Pero téngase en cuenta
que estas venganzas encaminadas a la recuperación del honor son venganzas “en frío”: por todas
partes aparecen rayos quemadores, fuegos abrasadores y disparos, mas no por ello cada uno de los
asesinatos de la cónyuge es resultado del azar o del acaloramiento inmediato: la venganza auténtica
es un plato que se come en frío, que mejor se saborea si es premeditada de modo que no deja cabida
alguna al error: la deshonra no era ocasional; la recuperación del honor tampoco había de serlo. De
ahí que se mezclen tantas contradicciones, las de la insoluble unidad dialéctica (cfr. ibid.); concurrencia
de oposiciones y paradojas donde si imbrican íntimamente lo lógico y lo absurdo, lo necesario y lo
monstruoso, llenando de emoción y colorido este honor de espejismos en el interior de nuestro
calidoscopio.
Sociedad de apariencias, habíamos dicho; apariencias que reclamaban que, al igual que cuando
el deshonor era clamado sobre los tejados –esto es, de oreja a oreja, a tiempo y a destiempo–, su
recuperación también fuera lo más aparente y estruendosa posible: si el agravio había sido secreto, la
venganza venía a serlo también; en caso contrario, todos habían de saber que el ofendido recobraba
una vida allí mismo donde la había perdido. Los sentidos pasaban a un primer plano: los labios habían
de proclamarlo, los ojos debían verlo y los oídos oírlo.
Quizás tras este recorrido nuestro calidoscopio, el de Calderón y su concepción del honor,
haya quedado menos confuso. Hemos visto cómo poco a poco, pero con tesón, ha ido cristalizándose
en varias de sus acepciones y de modo especial en la última de ellas: la del honor concebido como
buena reputación. Los mil colores que habíamos visto desde el extremo opuesto parecían esmaltes,
pero ahora comprendemos que son el reflejo nítido de la vida que parecía haberse perdido y que
viene a conjugarse en íntima simbiosis con el honor de sus personajes.
11
Bibliografía
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AUBRUN (Charles-Vincent), La Comédie espagnole (1600-1680), París, Presses Universitaires de France, 1966.
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(1956).
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  • 1. 1 CALDERÓN Y SU HONOR CALIDOSCÓPICO Anthropos (Barcelona), Extraordinarios 1, 1997, p. 65-72. ISSN: 1138-0357 I. Las diversas concepciones del honor Intentar resumir en tan solo unas páginas lo que ya ha hecho derramar ríos de tinta es una empresa tan ardua como pretenciosa; por ello preferimos hacer una elección que nos permita ceñirnos a dar una serie de pautas encaminadas a reflexiones posteriores sobre un tema tan manido como es el del honor en el teatro de Calderón. Lope de Vega, Rojas Zorrilla, Mira de Amescua y Alarcón –por no citar más que unos nombres emblemáticos– ya lo han tratado en sus diversas vertientes; no está de menos, sin embargo, que recordemos de manera un tanto somera el enorme abanico polifacético en el que se desenvuelve toda comedia y del que, a nuestro entender, Calderón da debida cuenta tanto a lo largo de sus comedias de intriga como de sus dramas y autos sacramentales. En efecto, lo que para unos era tangencial, lo que para otros era materia prima de embrollo dramatúrgico, en nuestro autor viene a ser quintaesenciado de manera que el honor constituye la espina dorsal de muchas de sus obras y, cabe incluso decir, de su concepción misma del mundo. En un libro que promete nuevos descubrimientos, Mackenzie desarrolla el dualismo que enmarca al barroco español (vid. 1993, 1-6). Souiller apoya esta teoría cuando describe “l’opposition fondamentale, dans la psyché caldéronienne, entre raison et instincts” (1985, 241); algo muy diferente y con lo cual ya no estamos en modo alguno de acuerdo es en el reduccionismo amor / honor que han propugnado algunos críticos (vid. por ej., Ter Horst, 1982: 143). Sin poner en duda la seriedad de estos postulados, nosotros preferimos hablar de pluralidad, de incontables posibilidades que se ofrecen a estas operas apertas, mucho mayores de las que se dan en otras manifestaciones barrocas europeas de la época. Hablamos, pues, de abanico polifacético, especie de calidoscopio repleto de multiformes espejos inclinados: la imagen resulta evidentemente multiplicada –aunque no forzosamente de manera simétrica, como ocurre en el efecto calidoscópico– a medida que vamos leyendo cada una de las páginas de las diferentes escenas que componen sus piezas de teatro. Cierto es que en el calidoscopio es preciso mirar por el extremo opuesto: otro tanto ocurre en las comedias del insigne autor puesto que estamos en pleno barroco. Para contemplar el rostro es preciso pasar a través de la máscara; de las múltiples máscaras que representa cada personaje y de las infinitas posturas que puede adoptar una misma escena: “le baroque ne fait qu’élever à la troisième puissance ce jeu d’intelligibilité des signes de plus en plus intériorisés” (Cioranescu, 1988: 290). Los aspectos bajo los cuales se nos puede presentar el honor en las comedias de Calderón son esencialmente cuatro: el honor concebido como la cualidad recibida en el nacimiento, el honor concebido como la pureza de sangre, el honor concebido como la recompensa debida a la virtud y, finalmente, el honor concebido como la opinión. Esta escueta recapitulación de lo que hemos podido estudiar en otros momentos, tan dispar a otras concepciones del honor en diferentes países, supone la posibilidad de afrontar el tema desde muy diversas costaneras. Cabe resaltar, por ejemplo, que las dos primeras hacen referencia al honor que un personaje determinado ha recibido sin mérito alguno por su parte; parafraseando a Calderón, le podríamos preguntar a ese personaje que se vanagloria de haber nacido noble o “puro de mala sangre de moro o judío”: ¿qué mérito cometiste para ganarlo naciendo? Por el contrario, lo mismo ocurre en sentido
  • 2. 2 opuesto cuando un personaje cometió el delito de nacer, pongamos por caso, plebeyo o morisco. Así, no hay duda alguna sobre el deshonor que conlleva un nacimiento indigno, máxime en una sociedad tan estricta como la de la España del Siglo de Oro. En esa época, donde reglas y formalidades contaban sobremanera, el hecho de proceder de origen “impropio” conllevaba consecuencias tan nefastas como el mismo deshonor del personaje independientemente de su mismo valor personal: baste pensar, por ejemplo, en Los Lances de amor y fortuna o en Amar después de la muerte o el Tuzaní de la Alpujarra, para confirmar lo que venimos diciendo. Muy otro es el caso de quien no ha recibido ese honor que le otorga la sociedad sino que más bien se sabe portador de una valía cuyo artífice es su propia virtud. A nadie se le escapa que una primera manifestación verbal del carácter interior de este honor es esa frase –“frase estándar”, por utilizar un término acuñado por Pitt-Rivers (1983: 22)– que sale una y otra vez de los labios de tantos personajes del teatro del Siglo de Oro: “yo soy quien soy”. Esto que podría parecer banal o incluso trivial para la concepción pragmática contemporánea no lo era, ni mucho menos, en aquella época. Nos parece altamente reveladora la insistencia de tantos y tantos personajes que se obstinan en repetir estas palabras precisamente cuando todos los elementos exteriores parecen volverse adversos. En ella vemos una nueva reivindicación de los derechos del honor basado sobre la virtud frente a la tiranía de los aspectos más aparentes del honor. Baste pensar en esas primeras escenas de Don Sanche d’Aragon, “comedia heroica” francesa adaptada sobre nuestro Palacio confuso, donde Carlos, interpelado por los nobles debido a su insolencia, no repara en más consideraciones para responderles: “Seigneur, ce que je suis ne me fait point de honte” (A. I, esc. III, v. 195). Estas palabras y la energía con que el soldado las pronuncia transparentan muy bien el cuidado que Carlos pone en no verse disminuir ni siquiera a sus propios ojos (Georges, 1954: 126). En efecto, a pesar de los requerimientos de la jerarquía social, Carlos confía sola y exclusivamente en lo que él es. Frente al desprecio de que es objeto por parte de Don Manrique, el soldado responde con el aplomo del que obtiene su dignidad no de lo que los demás piensen de él –algo que más abajo denominamos el honor-opinión–, sino de lo que él mismo es en sí y para sí. Confrontado al resto de los asistentes, Carlos parece sentir en lo más profundo de su ser una fuerza interior que le estimula a dirigirse a la reina –su última tabla de salvación– alegando su condición y ser de soldado: No soy más ni tengo más, (…) estos me llaman plebeyo y yo tu hechura me llamo. (El Palacio confuso, J. I). Pero un segundo ejemplo –y que a nosotros se nos antoja más significativo– es el que nos ofrece el mismo Calderón en su Hombre pobre todo es trazas. Como es bien sabido, Félix y Leonelo se dirigen a la iglesia de San Jerónimo a fin de arreglar sus cuentas con el galán Don Diego. En efecto, este había osado cortejar a sus dos damas de manera solapada, esto es, bajo nombres diferentes, lo cual había provocado un equívoco acerca de su verdadera identidad. Así pues, los dos jóvenes caballeros, pensando cada uno por su cuenta que él y no otro ha sido ofendido en primer lugar, se disputan –cosa nada sorprendente en esta extrapolación del pundonor– el privilegio de entablar en primer lugar el duelo con Don Diego; ahora bien, como no llegan a entenderse, deciden preguntarle al galanteador quién es en realidad y a cuál de las dos doncellas ha cortejado primero. El joven galán, sin saber qué respuesta dar y acosado por sus adversarios, deja a un lado toda consideración sobre su dignidad al tiempo que se apoya en lo único que le es propio: Yo soy el que soy, y basta haber al campo salido
  • 3. 3 para reñir. (1991, J. III, p. 232). II. El honor y la opinión Estábamos contemplando el interior del calidoscopio calderoniano y de repente algo nos llama de modo especial la atención; una imagen borrosa que sin embargo parece prometer panoramas inusitados. En efecto, se trata de algo tan importante en la dramaturgia de nuestro autor: el honor concebido como reputación social. Este aspecto requiere que nos detengamos a considerarlo de manera más precisa, dar marcha atrás, como si de una película se tratase, y enfocarlo con la mayor resolución posible porque el objeto reúne coloraciones hasta ahora inusitadas. Poco a poco la sociedad ha ido cambiando, modulándose con el correr de los tiempos, adquiriendo nuevas perspectivas, hasta el punto de que ahora todo parece reducirse a la opinión: el honor ya no es lo que el personaje ha recibido en su nacimiento, su cualidad de noble o de cristiano viejo; tampoco es lo que el personaje piense de sí mismo o su virtud adquirida: el honor ha venido a cristalizarse en lo que un tercero piense del personaje en cuestión. Parece vano decir que los tiempos han cambiado mucho desde que Alfonso X el Sabio publicara sus Siete Partidas. No estará de más recordar que este definía la fama como el buen estado del hombre que vive derechamente según la ley y las buenas costumbres, sin mancha ni remordimiento de conciencia (cfr. partida VII, título VI, ley I, p. 555). Para el gran rey se trataba de una característica inmutable y propia al hombre de bien, muy cercana a las opiniones de Aristóteles (vid. Ética a Nicómaco), que más tarde serán la divisa de Pinciano y, en ocasiones, del mismo Cervantes (decimos “en ocasiones” pues basta con leer La Fuerza de la sangre para defender el partido contrario: “más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta”). No obstante en el siglo XVII español, el honor –y de modo especial en nuestro autor–, la fama se reduce a la buena opinión, a la opinión, sin más; lo cual supone que ha perdido esta estabilidad de antaño: cambiante como el barroco, la opinión no es ya el atributo del hombre de bien, sino más bien del hombre que “parece” hombre de bien. Mucho se ha insistido sobre este nuevo orden de las apariencias, mucho y sin embargo siempre nos quedaremos cortos porque “la honra en el mundo […] solamente es opinión” (Guillén de Castro, El Caballero bobo). Esta friable reputación queda así sometida a todo género de adversidades que, con muy poco esfuerzo, son capaces de echar por tierra, en apenas unos instantes, toda la buena fama que un hombre había intentado adquirir a lo largo de toda una larga existencia. El mismo Calderón nos lo recuerda en su Astrólogo fingido: …que ya la opinión es tan difícil de ganar, cuanto fácil de perder. (1991, J. I, p. 132). Aunque comedia de enredo, la máxima no dista mucho de los grandes dramas del honor donde este tema es ampliamente desarrollado. En uno de ellos, A secreto agravio, secreta venganza, queda aún más clara, si cabe, la fragilidad de este honor que se basa en la opinión: ¡Que el honor, siendo un diamante, pueda un frágil soplo (¡ay Dios!) abrasarle y consumirle, y que siendo su esplendor más que el sol puro, un aliento sirva de nube a este sol! (1987, J. I, p. 427). Y más adelante:
  • 4. 4 ¿Quién puso el honor en vaso que es tan frágil? (ibid., J. III, p. 446). Así pues, cometeríamos un grave error si concibiésemos este honor como una idea platónica, que refulge en el cielo estrellado sin consecuencias tangibles; el honor fundamentado en la opinión actúa, poderosamente, primero en el individuo y después en su familia. No queremos poner aquí en entredicho el universo platónico: es más, en el mundo barroco –y más precisamente durante el período que va aproximadamente desde 1580 a 1650– asistimos a otra imagen propia del genio griego: la invasión de las literaturas occidentales por el mito de la caverna (cfr. Souiller, 1985: 235). El mismo Bacon escribía que a menudo algo nace de nada, puesto que las mentiras bastan para crear la opinión y la opinión engendra las realidades (vid. Ensayos, LIV, 273, citado por Souiller). Pero resulta que en la caverna domina la obscuridad, los fantasmas imaginarios abundan, como ocurriera en el descenso de Don Quijote a la cueva de Montesinos o en la bajada ficticia de Quevedo en sus Sueños donde, curiosamente, descubre el verdadero rostro de la humanidad. No supone ello que las realidades desaparezcan: siguen ahí, pero bajo diversos matices; más sombríos, menos explicables racionalmente, pero patentes e innegables. Decíamos que el honor fundamentado en la opinión actúa poderosamente en el individuo y su familia. De esta manera comprendemos mejor aún la distinción que Charles-Vincent Aubrun hacía entre la fama y la honra. Para este crítico, la fama es “le souci du renom personnel” (1966: 117); el hombre debe actuar de tal suerte que todas, absolutamente todas sus acciones puedan ser consideradas honradas, hasta el punto de que ninguna de ellas pueda deslustrar su buena reputación puesto que estos extraños sucesos ajan mucho las noblezas. (1991, J. I, p. 1457). Es el comentario que Don Carlos hace a Don Juan en No siempre lo peor es cierto; porque teme las suputaciones que pueda hacer el vulgo a propósito de su inesperada visita. En cuanto a la honra, Aubrun la define como “le souci du renom familial” (ibid.). Baste constatarlo en las palabras de Doña María en la ya citada pieza del Astrólogo fingido: bien teme, y no sin razón, que su padre y los vecinos, lleguen a conocer sus amores con Don Juan: Y un hombre, con solo hablar, (¡tan fácil es la deshonra!) es bastante a quitar la honra que muchos no pueden dar. (1991, J. I, p. 130). Pero aún hay más: esas apariencias no se limitan exclusivamente a lo que los demás piensen de uno mismo; el hombre es, según dicen, un ser social por naturaleza, y en la sociedad del Siglo de Oro todo estaba tan íntimamente ligado –nación, religión y familia– que cualquier atentado perpetrado contra uno de estos elementos suponía una afrenta directa al hombre mismo. Dejamos para otra ocasión la nación y la religión, y concentramos nuestra atención, nuestro enfoque, en la familia y la imagen que de ella nos ofrecen los espejos reflectantes de nuestro calidoscopio. Resulta que, además de las apariencias y la opinión de un hombre en solitario, ocupa un lugar preponderante la opinión que la sociedad tiene de tal o cual familia, más precisamente de la mujer en el entorno familiar: tal será la opinión que el “vulgo” tenga de esa mujer, así será la opinión –el honor– del hombre a cuyo cargo está encomendada dicha familia. Esto es lo que se ha dado en llamar “el honor fundado en mujer” y que pasamos a reseñar muy someramente.
  • 5. 5 Dura lex, sed lex: según Beysterveldt (1966: 214), existe una estricta ley que constriñe al hombre, quiéralo o no, a dejar en manos de la mujer –por lo general en su hija, su esposa o su amada– el bien más preciado en esta época: su honor. No faltan personajes masculinos que elevan al cielo llantos inacabables gimiendo contra esta ley que les parece injusta y arbitraria. Esta ley es, de alguna manera, el emblema, el símbolo del honor-opinión. García Valdecasas, estudiando la complejidad de este honor del hombre que reposa sobre la conducta de la mujer, reconoce enfrentarse a un problema histórico todavía no resuelto. Aun con todo, en su estudio sobre el hidalgo y el honor, intenta proporcionarnos una explicación plausible. Considera el crítico en cuestión aquellos que para él son los tres elementos principales que han influenciado la cultura hispánica: la herencia de la antigüedad grecorromana, los principios cristianos y las costumbres de los pueblos germánicos. Precisamente en el choque que entre ellos se produjo el honor español entroncaría con sus orígenes. Después de haber profundizado en el estudio del honor y la venganza en la epopeya griega y germánica, García Valdecasas declara de manera categórica que las costumbres épicas y las creencias cristianas conviven juntas y se integran en el alma medieval (cfr. 1958: 156-159). Si la venganza por el honor ultrajado es anticristiana, sin embargo, dejar reposar el honor sobre la mujer es una idea profundamente cristiana puesto que “la mujer es la gloria del varón” (I, Cor, XI, 7). Razón no le falta, y textos como el citado abundan en la Biblia, donde la mujer adquiere un papel hasta entonces desconocido. Así, en el libro de los Proverbios, leemos que “corona de su marido es la mujer hacendosa [léase virtuosa]; así como es carcoma de sus huesos la mujer de malas costumbres” (XII, 4). La primera parte de esta cita refuerza la importancia de la castidad de la mujer, conditio sine qua non para aumentar esa “gloria” del varón; a su vez, la segunda parte viene a subrayar el peligro que corre el honor del hombre cuando la mujer cuya custodia le ha sido encomendada no ha sabido guardar el suyo. El texto de los Proverbios nos parece muy importante, pero quedamos aún más fascinados al leer otro que resume mejor aún cuanto venimos diciendo al tiempo que anuncia graves consecuencias sobre el honor del hombre que reposa sobre la conducta virtuosa de la mujer: “La hija es para el padre una secreta inquietud y el cuidado que le causa le quita el sueño […] por temor de que mientras es doncella sea manchada su pureza, y se halle estar encinta en la casa paterna. […] A la hija desenvuelta, guárdala con estrecha custodia, no sea que algún día te haga el escarnio de tus enemigos, la fábula de la ciudad y la befa de la plebe” (Eclesiástico, XLII, 9-11). No andaba pues descaminado García Valdecasas, al menos en lo que concierne a la tradición bíblica y su impronta en la sociedad española. Por nuestra parte, consideramos que la huella grecorromana es menor de lo que este crítico propugna –al menos en el caso que ahora nos concierne–. Por lo que respecta a la tradición germánica, siguiendo la línea trazada por los eruditos estudios de Sánchez Albornoz, no podemos negar el enorme peso de los visigodos en la historia de la Península. No obstante nos parece que se ha olvidado aquí la influencia del mundo musulmán, el cual nos parece, cuando menos, el cuarto elemento que ha influido en la cultura hispánica. Es cierto que el papel desempeñado por la mujer en la religión y la cultura musulmanas no es capital; al menos, no lo suficiente como para modificar en gran medida la concepción del honor del hidalgo o del caballero castellano. En efecto, la invasión musulmana, lejos de perturbar la cohesión familiar cristiana y los valores hispánicos, los refuerza por acto reflejo: de igual manera que todo elemento perjudicial para un miembro del cuerpo humano provoca una reacción instantánea de autodefensa por parte del resto de los miembros. Precisamente porque el invasor musulmán era extraño a la idea del matrimonio cristiano, la estima espiritual de la mujer cobra mayor fuerza aún acentuando la comunión existente entre todos los hispano-cristianos. Quizás ahora se comprenda con más hondura por qué este honor del hombre, honor que reposa sobre la conducta virtuosa de la mujer, era indispensable para poder formar parte, sin escrúpulo de ningún género, de la comunidad española. A contrario, diríamos que cuando el honor de
  • 6. 6 la mujer se siente amenazado, otro tanto ocurre simultáneamente con el del hombre, de manera que este último no puede ya ser considerado como hombre honrado por la sociedad, la cual lo rechaza como elemento impuro. Creemos, pues, que la idea del honor-opinión, de la buena o mala reputación del hombre independientemente de sus actos, reivindica sus derechos, pero esta vez dicha idea es íntimamente dependiente de la conducta de la mujer. Durante el Renacimiento y más tarde incluso con más intensidad en el barroco, uno de los ejemplos más claros del honor como un bien que depende de la opinión pública y como un valor social –que no ético–, era el hecho de que un miembro masculino de una familia, por muy recta que fuera su propia conducta y por muy bien merecida que fuera su buena reputación, venía a perder su honor cuando una mujer de su familia también lo perdía. Esto equivale a decir que la castidad de la mujer tenía mucho que ver con la buena o mala reputación de los demás miembros de la familia, y más directamente con la opinión del hombre que estaba encargado de salvaguardar el honor de dicha mujer. Convertido en piedra angular sobre la que reposaba el honor del hombre, digamos parafraseando el título de una pieza de Lope que solo la mujer guarda, en este universo del honor-opinión, la llave del honor masculino. Dentro de estos parámetros se comprende mejor que a los miembros femeninos de las familias se los “enclaustrara”, incluso podríamos decir que literalmente se los “emparedara”, como ocurre en algunas obras de Calderón, con el único objetivo de evitar miradas, palabras o relaciones que pudieran dar lugar a malentendidos; como diríamos hoy día, que pudieran dar que hablar… Beysterveldt ha expresado con otros términos esta desconfianza masculina respecto a la ligereza de la mujer: L’homme est incapable de soutenir son honneur par ses propres vertus, il doit abandonner ce soin à la femme; mais en même temps il se refuse à reconnaître l’efficacité de la seule ressource dont dispose la femme pour défendre son honneur, qui est sa conduite vertueuse. C’est bien cette forme redoublée, sous laquelle s’exprime la négation de la validité de l’honor-virtud, qui constitue un aspect essentiel de l’honneur théâtral du Siècle d’Or espagnol. Le fait que la femme, en dernier ressort, est incapable de répondre pleinement aux exigences de l’honor-opinión, justifie l’incurable défiance de l’homme à l’égard de la femme, son incessante vigilance et son intervention décisive au moment suprême dont la femme devient bien souvent la victime innocente (1966: 204). Así pues, estas mujeres viven enclaustradas, vigiladas. El hogar familiar queda así cerrado a todo contacto con el exterior y, con el objetivo de responder a las exigencias del honor-opinión, asistimos a una especie de distribución de papeles: a las mujeres les ha tocado en suerte la virtud expresada por la pureza sexual; a los hombres, la obligación de defender el honor de las mujeres. El marido deja su honor sobre la fidelidad de su esposa, lo cual se constata una y otra vez en los dramas de honor de Calderón de la Barca. Otro tanto ocurre en sus comedias de intriga, como Los Empeños de un acaso, donde Don Félix exclama, espada en mano, al apercibir en la negrura de la noche el perfil de un hombre en casa de su amada: No puede estar aquí nadie, que matarlo o conocerlo ya no me importe. (1991, J. I, p. 1047). Tal era la situación en la que se encontraban la esposa y la amada. Otro tanto ocurre con la hija o la hermana. En esta España severa, el padre deja a un lado su papel de educador para convertirse en celoso guardián que, más que en la formación de su hija, debe ocuparse de velar por su honor. No es otra la razón por la que, cuando Don Alonso se dispone a salir de su casa, de su “torre de cristal”, ordena a la criada: Inés, cierra tú esa puerta, y hasta que yo vuelva, abierta
  • 7. 7 no esté. (ibid., J. I, p. 1043). En la ausencia del padre o después de su muerte, este papel recae en el hermano quien inmediatamente pasa a erigirse en defensor del honor familiar (para el desarrollo de este tema, vid. Ter Horst, 1982: 141 y s.). Es él, y no otro, quien debe preservar la buena reputación de la familia al abrigo de la maldiciente opinión pública. Hablábamos de “emparedar” a las mujeres; y no lo decíamos a la ligera: en la comedia Casa con dos puertas, mala es de guardar, Marcela se encuentra en una situación que hoy sería inconcebible. Su hermano Félix ha acogido en casa a su amigo Lisardo, quien está de paso en Ocaña para obtener la cruz de una orden militar. Temiendo que la gente pueda pensar que ha alojado en su casa a un amigo con ánimo de proyectar en un futuro un posible casamiento para su hermana, Félix encierra a esta última en una pequeña estancia de la casa no sin antes disimular la antigua puerta de comunicación con la puerta de Marcela: tan bien lo hace, que Lisardo, alojado en casa de Félix, no llegará ni siquiera a saber que su amigo tiene una hermana núbil. Tal era la ley del honor-opinión, la susceptibilidad de los guardianes del honor femenino: no de la mujer misma, remachamos, sino del esposo, el amante, el padre y el hermano: así debía quedar, día y noche, lejos del trato con otros hombres, como si estuviera enclaustrada en un convento. III. Pérdida y recuperación del honor perdido Comenzamos en este breve desbroce con los celos que siente el personaje femenino al verse substituido por una rival. Ello es debido a que la mujer que ha exteriorizado su sentimiento amoroso, viéndose desdeñada en favor de una tercera, experimenta el sentimiento de arrebato propio del despecho amoroso. En Casa con dos puertas, mala es de guardar, una joven siente en lo más profundo de su alma las congojas de los celos: creyendo que su galán prefiere a otra mujer, ella se siente despreciada. Es esta una especie de deshonor que no debemos olvidar. Como tendremos ocasión de ver, este desdén siembra un desasosiego en el alma de la joven que se considera ultrajada, una desazón cuya consecuencia inmediata es la furia con todas las consecuencias que de ella se desprenden: LAURA ¿Qué haré yo, que rendida, a pesar de mi vida, vivo? ¿Qué es esto, cielos? Más bien se deja ver que estos son celos, porque una ardiente rabia que el sentimiento agravia, una rabiosa ira que la razón admira, un compuesto veneno de que el pecho está lleno, una templada furia que el corazón injuria; ¿qué áspid, qué monstruo, qué animal, qué fiera, fuera, ¡ay Dios!, que no fuera, compuesta de tan varios desconsuelos la hidra de los celos? Pues ellos solos son a quien los mira, furia, rabia, veneno, injuria y ira. (1991, J. I, p. 283).
  • 8. 8 Bellísima enumeración, solo comparable con algunas como la del monólogo de Segismundo… Pero finalicemos esta observación sobre los celos femeninos recalcando que, por lo general, el autor se servía de ellos como de un motivo recurrente para mejor manejar sus intrigas. Lo había hecho Zorrilla en su pieza Entre bobos anda el juego, lo hace ahora Calderón en su Hombre pobre todo es trazas (vid. 1991, J. I, p. 209). Mucho se ha escrito sobre los celos y su efecto dramático. Razones no faltan y piezas tampoco. Piénsese en la ópera del pseudo-Cicognini Le Gelosie Fortunate del Principe Rodrigo, inspirada en una obra española desconocida y que más tarde sugeriría el Don Garcie de Navarre ou Le Prince Jaloux de Molière. Permítasenos solamente una cita del libreto de esta ópera, unas palabras que reflejan a la perfección lo que representan los celos: TEOBALDO La gelosia è un sospetto, che una belleza amata, u possedutta, possa ò amare, ò lasciarsi possedere da altri; e perciò si suol dire, che nell’Amor venale non si dà gelosia; perche la gelosia è un sospetto, e quello porta seco la certezza del mancamento (A. I, esc. V, p. 26-27). En el Don Garcie de Navarre que acabamos de citar, el príncipe sospecha que Doña Elvira, princesa de León, no le es fiel. De ahí la duda –veneno que engendra el miedo de la mentira, como diría Cioranescu (1983: 323)– y las funestas consecuencias que se derivan de la mentira, puesto que “mentir es considerado como la conducta más deshonesta” (Pitt-Rivers, 1983: 32). Pues bien, a nadie se le escapa que los celos, en este mundo hecho por y para los hombres, son más dramáticos aún cuando la víctima es un personaje masculino. La mujer, tanto por los requerimientos teatrales como por una innata rebelión al sometimiento de que es objeto, pronto intenta romper esta vigilancia; Ter Horst lo resume brillantemente con estas palabras: “The cloistered female psyche yearns to break out, the excluded male psyche to break in” (1982: 121). En otras ocasiones –piénsese en El Alcalde de Zalamea–, no será ella la manipuladora principal de la trama, sino más bien un tercer hombre quien ha venido a poner –o presuntamente habría podido llegar a poner– sus ojos sobre la dama, hija o esposa; incluso, por muy casto que haya sido el comportamiento de la mujer, no faltan ocasiones en que basta con que se levante una leve sospecha, pesada como una losa, haciendo brotar en el ánimo del varón increíbles arrebatos de cólera: escenas no faltan en los dramas de honor calderonianos. El caso es que, teniendo, si no más, tanta importancia como la misma vida, estos casos que tanto ajan el honor del hombre suponen inmediatamente un deshonor solo comparable con la pérdida de la misma vida. Ante este desprecio que se hace de su persona, ante la pérdida de valía que experimenta en lo más profundo de su ser, considerado incapaz de hacer respetar su virilidad, su masculinidad, su valor como defensor de algo tan íntimo, el hombre cae en el deshonor. Deshonrado, pero todavía físicamente vivo, hará insólitos esfuerzos por recuperar el honor perdido; arrebatos que suelen ir acompañados de cólera. Mediante este procedimiento, el autor aprovecha el inmenso margen de maniobra que le brindan las pasiones de los personajes; desaforados y sin rumbo, estos delirios son los que han dado lugar a los grandes dramas de honor del insigne escritor: El médico de su honra, El pintor de su deshonra, A secreto agravio, secreta venganza. Como ahora veremos, los personajes masculinos de las piezas calderonianas se muestran implacables. El hecho de que Gutierre Alfonso Solís preparase con tanto cuidado el asesinato de su esposa, ofendía, qué duda cabe, los valores cristianos. Cabe argüir que entonces Calderón desarrollaba su rechazo contra la tiranía del código social del honor; y, si de hecho llega a admitir sus máximas, ello se limita a una serie de dramas que según Ter Horst, van de 1620 a 1630 (vid. 1982: 145; permítasenos, por nuestra parte, alargar estas fechas hasta bien entrada la década de los treinta). Razón
  • 9. 9 no le falta a Valbuena Briones cuando prefiere minusvalorar este asunto para mejor centrarse en la capacidad del dramaturgo en conmover al público (vid. 1965: 126). Por su parte, el autor no toma partido, solamente se conduce de acuerdo con un credo medieval (incluso podemos situar la trama de esta obra en 1369) que todavía poseía fuerza en el siglo XVII. El caso es que el esposo, en El médico de su honra, siente muy suyo el honor de su esposa, hasta el punto de constituirse en juez de la virtud ajena: una virtud que, por lo que vamos viendo, no le era en definitiva tan ajena. Cegado y lleno de desconfianza, Gutierre acaba poniendo en práctica las leyes LXII y XCIII de Estilo. En la pieza maestra A secreto agravio, secreta venganza, tal y como indica el mismo título, nada se ha proclamado todavía sobre los tejados; el deshonor no es manifiesto, y si el espectador lo conoce es solo porque el protagonista se lo revela en un soliloquio donde da cuenta de sus más recónditos sentimientos. No en vano Don Lope es portugués, y “en la literatura española de la época los portugueses aparecen caracterizados reiteradamente como arrogantes, celosos y vengativos” (Valbuena Briones, 1965: 149); algo que viene a confirmar la lectura de El amor médico, de Tirso de Molina. Sospechoso, pues, del castellano Don Luis, decide vigilar a su mujer; pesquisas que le confirman el adulterio que se avecina. Pero como aún nadie sabe de su deshonra, no duda Don Lope en cortar por lo sano, dar muerte al galán y prender fuego al lecho de su esposa –“esta / flor en tanto fuego helada, / que solo el fuego pudiera / abrasarla…” (1987, J. III, p. 453)–, metáfora singular del fuego de los celos y la rabia de su deshonor que nadie llegará a saber. Dentro de lo diferente que es El pintor de su deshonra, también concurre el hado –si acaso se puede hablar de fatum pagano en los dramas de Calderón– que viene a confrontarse con decisiones honrosas, como la de Serafina. Malmaridada, como lo era Doña Leonor en A secreto agravio, Serafina decide defender su reputación a pesar de las circunstancias adversas. Pero los rayos invocados por la dama que intenta defender su honor y los disparos que se oyen vaticinando el desenlace final, conjugan un perfecto paralelismo con ese fuego abrasador –rayos de luz y fuego de disparos– que se abren paso cuando Don Juan retrata con diestro pincel su deshonra. Pruebas –o falsas pruebas–, mentira –o apariencia de mentira, que todo se combina en el barroco–, dudas y sospecha: condimentos del deshonor, del honor perdido o que vendrá a perderse cuando el “vulgo” maldiciente llegue a tener suposiciones –fundadas o no, que todo da igual en la palestra– de la ligereza de su mujer o de su amada: es lo que ocurre en los dramas de Calderón. Sin embargo, no está de más recordar que el barroco es un escenario de pasión y desvaríos, pero, ante todo, es un teatro de vida –nueva paradoja– que reclama una y otra vez la recuperación, la rehabilitación de esa vida, lo cual no es posible sino recuperando el honor perdido. Uno de los aspectos que se desprenden de las hazañas guerreras es la gloria que el soldado alcanza en ellas. Los caballeros adquirían una especie de lustre del que antes carecían. Ahora bien, si la nación venía a estar falta de enemigos –piénsese en las órdenes militares, de modo especial en la progresiva depauperación que conocieron algunas de ellas a medida que iban desapareciendo enemigos que les dieran razón de existir–, estos caballeros se veían entonces desprovistos del medio más extraordinario y quedaban entonces “condenados” a obtener dicho predicamento que da el coraje mediante los desafíos y los duelos con otros sujetos del reino. Pero no es suficiente con querer querellarse con alguien: es preciso que el adversario esté revestido de ese brillo que solo proporcionan el nacimiento y la bravura en la batalla. No es otra la razón por la que algunos caballeros, como el conde en Las Mocedades del Cid de Guillén de Castro o en el mismo Cid de Corneille, habían rechazado de buenas a primeras un combate con el joven Rodrigo: ¿qué gloria podría obtener un conde, cuya espada se había teñido en tantas ocasiones con la sangre de los moros, al vencer en simple duelo a un jovenzuelo que aún no había tenido la posibilidad de demostrar su valor contra los enemigos de la patria?
  • 10. 10 Por otro lado, también es preciso, según estas leyes del honor, que la venganza sea lo más manifiesta posible, como se deja ver, por ejemplo, en Donde no hay agravios no hay celos, de Rojas Zorrilla, donde el joven Don Juan responde a su escudero Sancho, quien le ha propuesto que desafíe a su enemigo en pleno campo: DON JUAN …No. Porque aunque se satisfacen en el campo las venganzas, en casos de honor tan graves, aunque venza a mi enemigo no quiero yo aventurarme a que no se cuente bien, que allí no lo mira nadie. Hemos hablado de Gutierre y de su esposa Mencía, de Don Lope y Doña Leonor, de Don Juan y Serafina. Autoinvestido con la potestad de médico, Gutierre solo buscaba curar –curarse a sí mismo, de ahí el adjetivo posesivo del título– una enfermedad espiritual: el deshonor que, si no se atajaba, acarrearía la muerte de su íntimo ser castellano y español. Si el alma solo es de Dios, como leemos en El Alcalde de Zalamea, no es menos cierto que esta alma solo asiste en el único lugar que le ha sido reservado, esto es: el honor (cfr. 1987, J. III, p. 340). Y, sin embargo, lo curioso es que siempre percute y repercute en nuestro interior la crueldad de los maridos que dan fin a los días de sus mujeres; el caso es que “en la red de circunstancias férreamente encadenadas –azar, recelo, miedo, ocultación, disimulo, malentendido–, el hombre no parece tener otra salida que matar a la mujer, aunque la decisión de matar le cause sufrimiento e, incluso […] le haga prorrumpir en palabras donde expresa su desesperación y su deseo de autoaniquilamiento” (Ruiz Ramón, 1984: 183). Pero téngase en cuenta que estas venganzas encaminadas a la recuperación del honor son venganzas “en frío”: por todas partes aparecen rayos quemadores, fuegos abrasadores y disparos, mas no por ello cada uno de los asesinatos de la cónyuge es resultado del azar o del acaloramiento inmediato: la venganza auténtica es un plato que se come en frío, que mejor se saborea si es premeditada de modo que no deja cabida alguna al error: la deshonra no era ocasional; la recuperación del honor tampoco había de serlo. De ahí que se mezclen tantas contradicciones, las de la insoluble unidad dialéctica (cfr. ibid.); concurrencia de oposiciones y paradojas donde si imbrican íntimamente lo lógico y lo absurdo, lo necesario y lo monstruoso, llenando de emoción y colorido este honor de espejismos en el interior de nuestro calidoscopio. Sociedad de apariencias, habíamos dicho; apariencias que reclamaban que, al igual que cuando el deshonor era clamado sobre los tejados –esto es, de oreja a oreja, a tiempo y a destiempo–, su recuperación también fuera lo más aparente y estruendosa posible: si el agravio había sido secreto, la venganza venía a serlo también; en caso contrario, todos habían de saber que el ofendido recobraba una vida allí mismo donde la había perdido. Los sentidos pasaban a un primer plano: los labios habían de proclamarlo, los ojos debían verlo y los oídos oírlo. Quizás tras este recorrido nuestro calidoscopio, el de Calderón y su concepción del honor, haya quedado menos confuso. Hemos visto cómo poco a poco, pero con tesón, ha ido cristalizándose en varias de sus acepciones y de modo especial en la última de ellas: la del honor concebido como buena reputación. Los mil colores que habíamos visto desde el extremo opuesto parecían esmaltes, pero ahora comprendemos que son el reflejo nítido de la vida que parecía haberse perdido y que viene a conjugarse en íntima simbiosis con el honor de sus personajes.
  • 11. 11 Bibliografía ALFONSO X EL SABIO, Las Siete Partidas, 3 tomos, reed., Madrid, 1807, Imprenta Real. AUBRUN (Charles-Vincent), La Comédie espagnole (1600-1680), París, Presses Universitaires de France, 1966. BEYSTERVELDT (A. A. van), Répercussions du souci de la pureté de sang sur la conception de l’honneur dans la “Comedia Nueva”, Leiden, E. J. Brill, 1966. CALDERÓN DE LA BARCA, Obras completas, t. I, comedias, Ángel Valbuena Briones ed., Madrid, Aguilar, 1991 (1956). – Obras completas, t. II, dramas, Ángel Valbuena Briones ed., Madrid, Aguilar, 1987 (1969). CICOGNINI, (Giacinto-Andrea: Pseudo-Cicognini), Le Gelosie Fortunate del Prencipe [sic] Rodrigo, (1661), opera, (sic), Venecia, Nicolò Pezzana, 1661. CIORANESCU (Alexandre), Le Masque et le visage. Du baroque espagnol au classicisme français, Ginebra, Droz, 1983. – “Le baroque et la comedia”, XVIIe siècle, n 160, 1988, p. 289-294. GARCÍA VALDECASAS (Alfonso), El Hidalgo y el honor, Madrid, Revista de Occidente, 1958. GEORGES (André), “Le théâtre de Corneille est-il un théâtre de l’orgueil et de la vaine gloire?”, Revue d’Histoire du Théâtre, n 36, 1984, p. 103-131. LOSADA (José Manuel), L’Honneur au théâtre, París, Klincksieck, 1993. – “La concepción del honor en el teatro español y francés del siglo XVII: problemas de metodología”; Estado Actual de los estudios sobre el Siglo de Oro, Actas del II Congreso de la Asociación Internacional del Siglo de Oro, Manuel García Martín (ed.), Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 1993, p. 589-596. MACKENZIE (Ann L.), La escuela de Calderón. Estudio e investigación, Liverpool, Liverpool University Press, 1993. PITT-RIVERS (Julian-Alfred), Anthropologie de l’honneur. La mésaventure de Sichem, París, Le Sycomore, 1983. RUIZ RAMÓN (Francisco), Calderón y la tragedia, Madrid, Alhambra, 1984. SOUILLER (Didier), La Dialectique de l’ordre et de l’anarchie dans les œuvres de Shakespeare et de Calderón, Berne, Peter Lang, 1985. TER HORST (Robert), Calderón. The Secular Plays, Lexington, The University Press of Kentucky, 1982. VALBUENA BRIONES (Ángel), Perspectiva crítica de los dramas de Calderón, Madrid, Rialp, 1965.