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DE QUÉ MANERA UN DEDAL LLEGÓ A SER
          EL BUEN DIOS


Cuando me asomé a la ventana, las nubes vespertinas
seguían estando allí. Parecían esperar. ¿Es que querrán
también una historia? Se lo propuse. Pero no me oían,
ni por asomo. Para hacerme más accesible y acortar la
distancia, les grité: «También yo soy una nube
crepuscular.» Se pararon; sin duda me observaban.
Después alargaron hacia mí sus alas sutiles de un rojizo
transparente. Que ésta es la manera como se saludan
las nubes vespertinas. Me habían reconocido.

«Estamos sobre la tierra -expusieron-, cabalmente
sobre Europa. ¿Y tú?» Yo titubeaba: «Hay aquí un
territorio.» « ¿Cómo es?», indagaban. «En este
momento formulaba yo crepúsculo con cosas.» «Es
también Europa», dijo riendo una nube joven. «Puede
ser -convine-; pero he oído decir siempre que las cosas
de Europa están muertas.» «Sí, por supuesto -dijo otra,
despectiva. Pero qué desatino: ¡cosas vivas!» «Ahora -
me obstiné-, creo que viven. Ésta es precisamente la
diferencia. Pueden tener empleos muy varios, y, por
ejemplo, una cosa que vino al mundo como lápiz o
chimenea no debe por tal razón desesperar todavía de
su porvenir. Un lápiz puede llegar a ser un día bastón y
si a mano viene mástil, pero una chimenea llegará a ser,
por lo menos, la puerta de una ciudad.»
«¡Me pareces una nube vespertina bien simple! », dijo la
nubecilla que ya antes se había mostrado tan indiscreta.
Un nubarrón entrado en años temió que pudieran
haberme agraviado. «Hay países muy, pero muy
variados -terció él, apaciguador-; estuve una vez sobre
un pequeño principado alemán, y aún hoy me obstino
en no creer que perteneciese a Europa.» Le agradecí su
intervención y dije: «Por lo que veo, será difícil
ponernos de acuerdo. Si me lo permiten, les contaré de
la manera más llana lo que no ha mucho pude
contemplar debajo de mí, creo será lo mejor»
«Aceptado», concedió la prudente nubecilla en nombre
de las demás. Al punto comencé:

«Hay hombres en una habitación. Yo me mantengo a
una altura razonable, debo advertirlo, y la escena se
desarrolla así: por lo que puedo apreciar, son niños;
pero ya los precisaré de antemano: son niños. Esto es:
en una habitación hay niños. Dos, cinco, seis, siete
niños. Me llevaría demasiado tiempo el indagar sus
nombres. Por otra parte parecen los niños conversar
con vehemencia sobre algo; con esta ocasión
vendremos en conocimiento de uno u otro de sus
nombres. Hará ya tiempo que están así, pues el mayor
(oigo que le llaman Hans) observa, como concluyendo:
"No, decididamente, esto no puede seguir.

He oído decir que, antes, los padres han solido contar
siempre por la noche, o cuando menos en las noches en
que lo tenían merecido, historias a los niños hasta que
se dormían: ¿sigue hoy sucediendo así?" (Una pequeña
pausa.) Después prosiguió el mismo Hans,
respondiendo: "Nunca jamás se da, ya. Yo, por mi
parte, pues que soy algo crecido, les hago merced de
buena gana de aquel par de míseros dragones con que
me atemorizarían, pero desde luego, es preciso que nos
hablen de brujas, enanos, príncipes y gigantes."
"Tengo una tía -terció un pequeño-que me cuenta a
veces..." "¡Ah, qué! -cortó con sequedad Hans-, las tías
no valen, mienten." Toda la reunión pareció intimidada
frente a tal afirmación, atrevida pero incontrastable.
Hans prosiguió: "Además, se trata aquí, ante todo, de
los padres, puesto que a ellos les compete hasta cierto
punto el deber de instruirnos en este aspecto; para con
los demás debe haber más tolerancia. Uno no puede
exigírselo.

Pero pido sólo un instante de atención: ¿qué hacen
nuestros padres? Van de acá para allá con caras hoscas
y preocupadas, nada les está bien, gritan y castigan, y, a
pesar de ello, son tan indiferentes, que si se hundiese el
mundo apenas caerían en la cuenta. Tienen algo que
llaman ideales, ¿serán tal vez una especie de niñitos a
quienes no deben dejar solos y que dan mucho
quehacer? Pero, en tal caso, no deberían habernos
tenido. Ahora pienso, oh niños: que nuestros padres
nos abandonen, triste es, por cierto. Pero lo
soportaríamos, no obstante, si no se añadiera además
una consecuencia: que los mayores por encima de todo
se vuelven torpes, van detrás, si así me es permitido
expresarme.

Nosotros no podemos evitar su decadencia, porque no
ejercemos influjo alguno sobre ellos, y volviendo tarde
de la escuela nadie pretenderá que nos pongamos al
trabajo y tratemos de interesarles por algo que valga la
pena. Resulta, además, muy molesto, cuando uno está
sentado bajo la lámpara y la madre se obstina en no
comprender la doctrina pitagórica. Ahora no sucede
otra cosa. Pero si los mayores se vuelven más y más
torpes… nada importa. ¿Qué podemos perder con ello?
¿La educación? Sí, se quitan el sombrero los unos ante
los otros, y si por ventura sale a relucir una calva, ríen.
En una palabra: ríen de continuo. Si nosotros no
fuésemos, de cuando en cuando, tan oportunos en
ponernos a llorar no habría equilibrio en            los
acontecimientos. Ahora están llenos de orgullo:
sostienen, incluso, que el emperador es mayor. Yo he
leído en los periódicos que el rey de España es un niño,
lo mismo que los demás reyes y emperadores… ¡no os
dejéis embaucar!

Pero entre lo superfluo tienen los mayores también algo
que a nosotros no nos puede ser en manera alguna
indiferente: el Buen Dios. Yo no le he visto, en verdad,
todavía, en casa de ninguno de ellos, pero resulta
sospechoso. Se me ha ocurrido que en su dispersión,
ocupaciones y prisa puedan haberlo perdido, donde
sea. Y cuidado que es algo indispensable en extremo.
Sin Él no podrían darse muchas cosas: ni el sol salir, ni
los niños venir al mundo, ni cocerse el pan. Y dejando
aparte lo de la casa del panadero, es el Buen Dios el
que se sienta en el molino y muele. Con facilidad puede
uno encontrar los motivos por los que el Buen Dios es
algo indispensable. Pero, por muy claro que sea, los
mayores no se ocupan de Él y, como consecuencia,
debemos ser nosotros quienes lo hagamos.

Escuchad lo que se me ha ocurrido. Somos siete niños,
ni más ni menos. Cada día llevará uno de nosotros al
Buen Dios; de esta manera estará toda la semana con
nosotros. Y siempre sabremos dónde se encuentra”.
Aquí se presentó un grave conflicto. ¿Cómo podrían
lograrlo? ¿Es que se podía tomar al Buen Dios en la
mano o meterlo en el bolsillo? A esto refirió un
pequeño: “Yo estaba solo en mi habitación. Una
lamparilla ardía cerca de mí y me hallaba sentado en mi
cama rezando la oración de la noche en voz alta. Algo
se movió en mis manos juntitas. Era blando y cálido
como un pajarillo. No podía separar las manos porque
la plegaria no estaba terminada. Pero sentía una gran
curiosidad y oraba con una prisa terrible. Después en el
‘amén’ hice esto (el pequeño separó las manos y estiró
los dedos), pero nada había allí." Todos se lo
figuraban. Ni Hans encontró salida. Los niños tenían
los ojos fijos en él. Y, de pronto, tomó la palabra: "¡Pero
qué tontería! cualquier cosa puede ser el Buen Dios.
Con sólo que se le nombre así." Se volvió al muchacho
pelirrojo que estaba más cercano. "Un animal, no.
Huye. Pero una cosa, ¿comprendes?, no se mueve; vas
a la habitación durante el día, por la noche, siempre
continúa en su lugar; luego, puede ser el Buen Dios."

Poco a poco se fueron convenciendo los demás. "Pero
nos conviene un objeto de pequeño tamaño, que pueda
llevarse siempre encima, en otro caso no tendría razón
de ser. ¡Vaciad vuestros bolsillos! "Fueron apareciendo
con esto cosas muy singulares: serpentinas,
cortaplumas, goma de mascar, plumas, bramantes,
piedrecitas, tornillos, pipas, platillos de madera y
muchas más, que yo no podía distinguir de lejos, o
cuyo nombre no se me ocurre. Y todas aquellas cosas
permanecían en las manos poco profundas de los niños,
como atemorizadas ante la súbita posibilidad de llegar
a ser el Buen Dios, y aquella que podía relumbrar un
poco para agradar a Hans, relumbraba.

Por largo tiempo estuvo indecisa la elección. Por fin, se
encontró en poder de la pequeña Resi un dedal que
había tomado en cierta ocasión de su madre. Era
reluciente como de plata y por su belleza vino a ser el
Buen Dios. El propio Hans se lo metió en el bolsillo,
pues por él comenzaba el turno, y los niños anduvieron
todo el día tras él, y de él se enorgullecían. Sólo a duras
penas se llegó a un acuerdo acerca de quién lo había de
llevar al día siguiente, y Hans fijó con razonable
arbitrio la distribución para toda la semana a fin de que
no hubiese motivo de discordia.»

Aquel ajuste pareció conveniente en grado sumo. Al
que tenía al Buen Dios en un momento determinado se
le podía conocer por los signos exteriores. Pues el
agraciado iba algo más erguido y festivo y ponía una
cara como los domingos. Los tres primeros días no
hablaron los niños de otra cosa. A cada momento uno
de ellos solicitaba ver al Buen Dios, y si bien el dedal
no había cambiado bajo el influjo de su inmensa
dignidad, lo propio del dedal se mostraba ahora sólo
como una modesta apariencia alrededor de su auténtica
figura. Todo iba según el orden previsto. El jueves lo
tuvo Pablo, el viernes la pequeña Ana.

Y el sábado llegó. Los niños jugaban al marro y se
acosaban sin aliento unos a otros, cuando Hans, de
repente dijo en voz alta: "¿Quién tiene ahora al Buen
Dios. Todos se pararon. Cada uno miraba a su vecino.
Ninguno se acordaba de haberle visto desde hacía dos
días. Hans los contó, para averiguar a quién
correspondía el turno; resultó ser a la pequeña María. Y
ahora, sin más, se requirió el Buen Dios de la pequeña
María. ¿Qué había que hacer? La pequeña María
rebuscó en sus bolsillos. De pronto le vino a las mientes
que lo había tomado por la mañana, pero ahora no lo
tenía; con probabilidad lo habría perdido mientras
jugaban.

Y cuando volvieron a casa los niños, la pequeña se
quedó rezagada, buscando. La hierba estaba bastante
crecida. Por dos veces pasó gente que le preguntaba si
había     perdido     algo.   La      niña    contestaba
invariablemente: “Un dedal”, y proseguía en la
búsqueda. Los transeúntes la solían acompañar un rato,
pero pronto se cansaban de andar agachados, y uno le
indicó, alejándose: “¡Ve a casa, rica; que ya comprarán
otro nuevo!” Con todo, siguió buscando la pequeña
María.

La pradera se iba llenando de más profundo misterio
con el crepúsculo, y la hierba comenzaba a
humedecerse. Llegó entonces un hombre. Se inclinó
sobre la niña. “¿Qué buscas?” Esta vez contestó la
pequeña María, no muy distante del llanto, pero
valiente y obstinada: “Al Buen Dios”. El recién venido
sonrió, la tomó simplemente la mano y ella se dejó
llevar como si todo estuviese ya resuelto. En el camino
dijo el acompañante: “Y mira, ¡si será raro, que yo he
encontrado un bonito dedal!”

Las nubecillas vespertinas estaban ya impacientes
desde hacía algún rato. Ahora se volvió la blanca
nubecilla, que había aumentado, entretanto, de
volumen: “Perdone: ¿no podría saber el nombre del
país sobre el que…?, pero las demás nubes bogaron
cielo adentro y arrastraron consigo a la de edad
avanzada.

                                              Rainer María Rilke,
                                        poeta checo (1875-1926),
                           en su Historias del Buen Dios (1900)

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De CóMo Un Dedal Pasó A Ser El Buen Dios

  • 1. DE QUÉ MANERA UN DEDAL LLEGÓ A SER EL BUEN DIOS Cuando me asomé a la ventana, las nubes vespertinas seguían estando allí. Parecían esperar. ¿Es que querrán también una historia? Se lo propuse. Pero no me oían, ni por asomo. Para hacerme más accesible y acortar la distancia, les grité: «También yo soy una nube crepuscular.» Se pararon; sin duda me observaban. Después alargaron hacia mí sus alas sutiles de un rojizo transparente. Que ésta es la manera como se saludan las nubes vespertinas. Me habían reconocido. «Estamos sobre la tierra -expusieron-, cabalmente sobre Europa. ¿Y tú?» Yo titubeaba: «Hay aquí un territorio.» « ¿Cómo es?», indagaban. «En este momento formulaba yo crepúsculo con cosas.» «Es también Europa», dijo riendo una nube joven. «Puede ser -convine-; pero he oído decir siempre que las cosas de Europa están muertas.» «Sí, por supuesto -dijo otra, despectiva. Pero qué desatino: ¡cosas vivas!» «Ahora - me obstiné-, creo que viven. Ésta es precisamente la diferencia. Pueden tener empleos muy varios, y, por ejemplo, una cosa que vino al mundo como lápiz o chimenea no debe por tal razón desesperar todavía de su porvenir. Un lápiz puede llegar a ser un día bastón y si a mano viene mástil, pero una chimenea llegará a ser, por lo menos, la puerta de una ciudad.» «¡Me pareces una nube vespertina bien simple! », dijo la nubecilla que ya antes se había mostrado tan indiscreta. Un nubarrón entrado en años temió que pudieran haberme agraviado. «Hay países muy, pero muy
  • 2. variados -terció él, apaciguador-; estuve una vez sobre un pequeño principado alemán, y aún hoy me obstino en no creer que perteneciese a Europa.» Le agradecí su intervención y dije: «Por lo que veo, será difícil ponernos de acuerdo. Si me lo permiten, les contaré de la manera más llana lo que no ha mucho pude contemplar debajo de mí, creo será lo mejor» «Aceptado», concedió la prudente nubecilla en nombre de las demás. Al punto comencé: «Hay hombres en una habitación. Yo me mantengo a una altura razonable, debo advertirlo, y la escena se desarrolla así: por lo que puedo apreciar, son niños; pero ya los precisaré de antemano: son niños. Esto es: en una habitación hay niños. Dos, cinco, seis, siete niños. Me llevaría demasiado tiempo el indagar sus nombres. Por otra parte parecen los niños conversar con vehemencia sobre algo; con esta ocasión vendremos en conocimiento de uno u otro de sus nombres. Hará ya tiempo que están así, pues el mayor (oigo que le llaman Hans) observa, como concluyendo: "No, decididamente, esto no puede seguir. He oído decir que, antes, los padres han solido contar siempre por la noche, o cuando menos en las noches en que lo tenían merecido, historias a los niños hasta que se dormían: ¿sigue hoy sucediendo así?" (Una pequeña pausa.) Después prosiguió el mismo Hans, respondiendo: "Nunca jamás se da, ya. Yo, por mi parte, pues que soy algo crecido, les hago merced de buena gana de aquel par de míseros dragones con que me atemorizarían, pero desde luego, es preciso que nos hablen de brujas, enanos, príncipes y gigantes." "Tengo una tía -terció un pequeño-que me cuenta a veces..." "¡Ah, qué! -cortó con sequedad Hans-, las tías
  • 3. no valen, mienten." Toda la reunión pareció intimidada frente a tal afirmación, atrevida pero incontrastable. Hans prosiguió: "Además, se trata aquí, ante todo, de los padres, puesto que a ellos les compete hasta cierto punto el deber de instruirnos en este aspecto; para con los demás debe haber más tolerancia. Uno no puede exigírselo. Pero pido sólo un instante de atención: ¿qué hacen nuestros padres? Van de acá para allá con caras hoscas y preocupadas, nada les está bien, gritan y castigan, y, a pesar de ello, son tan indiferentes, que si se hundiese el mundo apenas caerían en la cuenta. Tienen algo que llaman ideales, ¿serán tal vez una especie de niñitos a quienes no deben dejar solos y que dan mucho quehacer? Pero, en tal caso, no deberían habernos tenido. Ahora pienso, oh niños: que nuestros padres nos abandonen, triste es, por cierto. Pero lo soportaríamos, no obstante, si no se añadiera además una consecuencia: que los mayores por encima de todo se vuelven torpes, van detrás, si así me es permitido expresarme. Nosotros no podemos evitar su decadencia, porque no ejercemos influjo alguno sobre ellos, y volviendo tarde de la escuela nadie pretenderá que nos pongamos al trabajo y tratemos de interesarles por algo que valga la pena. Resulta, además, muy molesto, cuando uno está sentado bajo la lámpara y la madre se obstina en no comprender la doctrina pitagórica. Ahora no sucede otra cosa. Pero si los mayores se vuelven más y más torpes… nada importa. ¿Qué podemos perder con ello? ¿La educación? Sí, se quitan el sombrero los unos ante los otros, y si por ventura sale a relucir una calva, ríen. En una palabra: ríen de continuo. Si nosotros no
  • 4. fuésemos, de cuando en cuando, tan oportunos en ponernos a llorar no habría equilibrio en los acontecimientos. Ahora están llenos de orgullo: sostienen, incluso, que el emperador es mayor. Yo he leído en los periódicos que el rey de España es un niño, lo mismo que los demás reyes y emperadores… ¡no os dejéis embaucar! Pero entre lo superfluo tienen los mayores también algo que a nosotros no nos puede ser en manera alguna indiferente: el Buen Dios. Yo no le he visto, en verdad, todavía, en casa de ninguno de ellos, pero resulta sospechoso. Se me ha ocurrido que en su dispersión, ocupaciones y prisa puedan haberlo perdido, donde sea. Y cuidado que es algo indispensable en extremo. Sin Él no podrían darse muchas cosas: ni el sol salir, ni los niños venir al mundo, ni cocerse el pan. Y dejando aparte lo de la casa del panadero, es el Buen Dios el que se sienta en el molino y muele. Con facilidad puede uno encontrar los motivos por los que el Buen Dios es algo indispensable. Pero, por muy claro que sea, los mayores no se ocupan de Él y, como consecuencia, debemos ser nosotros quienes lo hagamos. Escuchad lo que se me ha ocurrido. Somos siete niños, ni más ni menos. Cada día llevará uno de nosotros al Buen Dios; de esta manera estará toda la semana con nosotros. Y siempre sabremos dónde se encuentra”. Aquí se presentó un grave conflicto. ¿Cómo podrían lograrlo? ¿Es que se podía tomar al Buen Dios en la mano o meterlo en el bolsillo? A esto refirió un pequeño: “Yo estaba solo en mi habitación. Una lamparilla ardía cerca de mí y me hallaba sentado en mi cama rezando la oración de la noche en voz alta. Algo se movió en mis manos juntitas. Era blando y cálido
  • 5. como un pajarillo. No podía separar las manos porque la plegaria no estaba terminada. Pero sentía una gran curiosidad y oraba con una prisa terrible. Después en el ‘amén’ hice esto (el pequeño separó las manos y estiró los dedos), pero nada había allí." Todos se lo figuraban. Ni Hans encontró salida. Los niños tenían los ojos fijos en él. Y, de pronto, tomó la palabra: "¡Pero qué tontería! cualquier cosa puede ser el Buen Dios. Con sólo que se le nombre así." Se volvió al muchacho pelirrojo que estaba más cercano. "Un animal, no. Huye. Pero una cosa, ¿comprendes?, no se mueve; vas a la habitación durante el día, por la noche, siempre continúa en su lugar; luego, puede ser el Buen Dios." Poco a poco se fueron convenciendo los demás. "Pero nos conviene un objeto de pequeño tamaño, que pueda llevarse siempre encima, en otro caso no tendría razón de ser. ¡Vaciad vuestros bolsillos! "Fueron apareciendo con esto cosas muy singulares: serpentinas, cortaplumas, goma de mascar, plumas, bramantes, piedrecitas, tornillos, pipas, platillos de madera y muchas más, que yo no podía distinguir de lejos, o cuyo nombre no se me ocurre. Y todas aquellas cosas permanecían en las manos poco profundas de los niños, como atemorizadas ante la súbita posibilidad de llegar a ser el Buen Dios, y aquella que podía relumbrar un poco para agradar a Hans, relumbraba. Por largo tiempo estuvo indecisa la elección. Por fin, se encontró en poder de la pequeña Resi un dedal que había tomado en cierta ocasión de su madre. Era reluciente como de plata y por su belleza vino a ser el Buen Dios. El propio Hans se lo metió en el bolsillo, pues por él comenzaba el turno, y los niños anduvieron todo el día tras él, y de él se enorgullecían. Sólo a duras
  • 6. penas se llegó a un acuerdo acerca de quién lo había de llevar al día siguiente, y Hans fijó con razonable arbitrio la distribución para toda la semana a fin de que no hubiese motivo de discordia.» Aquel ajuste pareció conveniente en grado sumo. Al que tenía al Buen Dios en un momento determinado se le podía conocer por los signos exteriores. Pues el agraciado iba algo más erguido y festivo y ponía una cara como los domingos. Los tres primeros días no hablaron los niños de otra cosa. A cada momento uno de ellos solicitaba ver al Buen Dios, y si bien el dedal no había cambiado bajo el influjo de su inmensa dignidad, lo propio del dedal se mostraba ahora sólo como una modesta apariencia alrededor de su auténtica figura. Todo iba según el orden previsto. El jueves lo tuvo Pablo, el viernes la pequeña Ana. Y el sábado llegó. Los niños jugaban al marro y se acosaban sin aliento unos a otros, cuando Hans, de repente dijo en voz alta: "¿Quién tiene ahora al Buen Dios. Todos se pararon. Cada uno miraba a su vecino. Ninguno se acordaba de haberle visto desde hacía dos días. Hans los contó, para averiguar a quién correspondía el turno; resultó ser a la pequeña María. Y ahora, sin más, se requirió el Buen Dios de la pequeña María. ¿Qué había que hacer? La pequeña María rebuscó en sus bolsillos. De pronto le vino a las mientes que lo había tomado por la mañana, pero ahora no lo tenía; con probabilidad lo habría perdido mientras jugaban. Y cuando volvieron a casa los niños, la pequeña se quedó rezagada, buscando. La hierba estaba bastante crecida. Por dos veces pasó gente que le preguntaba si
  • 7. había perdido algo. La niña contestaba invariablemente: “Un dedal”, y proseguía en la búsqueda. Los transeúntes la solían acompañar un rato, pero pronto se cansaban de andar agachados, y uno le indicó, alejándose: “¡Ve a casa, rica; que ya comprarán otro nuevo!” Con todo, siguió buscando la pequeña María. La pradera se iba llenando de más profundo misterio con el crepúsculo, y la hierba comenzaba a humedecerse. Llegó entonces un hombre. Se inclinó sobre la niña. “¿Qué buscas?” Esta vez contestó la pequeña María, no muy distante del llanto, pero valiente y obstinada: “Al Buen Dios”. El recién venido sonrió, la tomó simplemente la mano y ella se dejó llevar como si todo estuviese ya resuelto. En el camino dijo el acompañante: “Y mira, ¡si será raro, que yo he encontrado un bonito dedal!” Las nubecillas vespertinas estaban ya impacientes desde hacía algún rato. Ahora se volvió la blanca nubecilla, que había aumentado, entretanto, de volumen: “Perdone: ¿no podría saber el nombre del país sobre el que…?, pero las demás nubes bogaron cielo adentro y arrastraron consigo a la de edad avanzada. Rainer María Rilke, poeta checo (1875-1926), en su Historias del Buen Dios (1900)