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Revista Estudios, Universidad de Costa Rica. No. 21, pág. 137-148, lSSN: 1659-1925 I 2008
EL CONTRATO SOCIAL DE ROUSSEAU: EL PROBLEMA DE LA NATURAL
ENEMISTAD ENTRE LA SOBERANÍA Y EL GOBIERNO
Roberto Cañas Quirás
RESUMEN
Este artículo versa sobre el Contrato Social de Rousseau, a fin de analizar el choque entre la soberanía,
representada por el pueblo reunido en corporación, y el gobierno, como su ministro o representante,
siempre dispuesto a usurparla. Este enfrentamiento insoluble conduce a replantearnos los conceptos de
representación política, libertad e igualdad, ley, legislador, formas de gobierno, democracia, anarquía
política, entre otros.
Palabras clave: representación política, libertad, igualdad, ley, legislador, formas de gobierno, democracia
y anarquía política.
ABSTRACT
This article deals about Rousseau's Social Contract, which analyzes the confrontation between the
establishment of a Sovereign, represented by the people joined as a political body, and the government, as
the magistrate or chief chosen by them, which is always abusive. This insoluble confrontation leads us to
redefine our concepts of political representation, liberty and fraternity, law, legislator, different forms of
government, democracy, political anarchy, and many others.
Keywords: political representation, liberty, fraternity, law, legislator, different forms of government,
democracy, and political anarchy.
INTRODUCCIÓN
La obra de Rousseau es inclasificable,
pues aparece caracterizado con rasgos contra-
dictorios: ilustrado y romántico (o antiilustra-
do), individualista y colectivista, idealizador del
«buen salvaje» y del «contrato social», reformista
y revolucionario. Para algunos es precursor de
Marx, al establecer la total absorción del indivi-
duo por parte de la vida social y de la cancela-
ción de los intereses antagónicos en el seno del
Estado. Por otra parte, Kant lo llamó el «Newton
de la moral». De Rousseau se remonta la idea de
una autolegislación, de que la obediencia a la ley
autoimpuesta es libertad, mientras que en Kant el
deber es la libre sumisión a la ley moral impuesta
por la propia razón. En otro ámbito, Rousseau es
el gran teórico de la pedagogía moderna, en el
que la educación está basada desde la infancia en
el desarrollo sensorial, en experiencias programa-
das y en los intereses y necesidades de la persona.
Es incluso considerado un precursor indiscuti-
ble de pedagogos románticos como Pestalozzi
y Froebel, de la «escuela activa» de Dewey y
Montessori, y de las «pedagogías libertarias».
En todo caso, Rousseau es uno de los filósofos
más importantes del siglo XVIII y ha habido
en nuestro tiempo una especie de renacimiento
roussoniano, pues también se lo percibe como un
precursor de las polaridades existencialistas de la
138 REVISTA ESTUDIOS No. 21/2008/ ISSN: 1659-1925/137-148
autenticidad y la mala fe, o como un precursor
de la posmodernidad, al haber sido un crítico del
progreso y la cultura moderna.
El Contrato Social de Rousseau significa
un prisma desde el cual pueden verse los diversos
colores de la realidad política. Pero no sólo de
su tiempo, porque también nos permiten repen-
sar nociones que se enfrentan como libertad o
derecho del más fuerte, participación política
del pueblo o representatividad, bien común o
interés privado, unidad política o divisibilidad
de poderes de la república, voluntad general o
pluralismo político, soberanía o gobierno. Estas
problemáticas se analizan en este artículo, prin-
cipalmente relacionándolas con aspectos de la
política contemporánea, sobre todo para destacar
la necesidad de fomentar Estados cada vez más
soberanos y donde el gobierno ejerza un papel
menos protagónico.
I. EL PACTO SOCIAL Y LA VOLUNTAD
GENERAL
«El hombre ha nacido libre, y sin embargo,
en todas partes se halla encadenado. Hay quien
se cree amo de los demás, cuando no deja de ser
más esclavo que ellos. ¿Cómo se ha producido
este cambio? Lo ignoro. ¿Qué puede legitimarlo?
Creo poder responder a esta cuestión». Estas
líneas famosas dan apertura al Contrato Social y
su autor es claro de que no trata de referirse a un
asunto de historia, sino de legitimidad, de dere-
cho a la libertad humana como una característica
natural e inalienable.
Nadie debe atentar o despojar de la liber-
tad a ningún ser humano bajo ningún pretexto
y, en caso de hacerla, su dominio es ilegítimo.
Por eso la obligación social no podría fundarse
legítimamente en la fuerza. Así las cosas, no hay
derecho del más fuerte. Se obedece por necesi-
dad y no por deber, incluso se deja de obedecer
cuando la fuerza cesa.
Rousseau critica la máxima de San Pablo,
según la cual «todo poder viene de Dios», reco-
mendando la obediencia pasiva a los esclavos
(Colosenses, III, 22-25). En su lugar, se antepone
el ejemplo del Cíclope que había encerrado en su
caverna a Ulises y sus compañeros con el fin de
devorarlos, y que éstos en lugar de aguardar con
tranquilidad a que les tocara su turno, más bien
se revelaron picándole su único ojo mediante
un engaño.
Otro argumento que tampoco tiene vali-
dez es que la obligación social está fundada en la
autoridad del padre, y que el gobernante vendría a
ser su sustituto. Todas estas son tesis absolutistas,
que creen que «el género humano pertenece a un
centenar de hombres», o que «la especie humana
se divide en rebaños de ganado, cada uno con su
jefe que lo guarda para devorarlo», y «que los
reyes son dioses y los pueblos animales».
El único fundamento legítimo de la obli-
gación se encuentra en el contrato establecido
entre todos los miembros que se integran en
sociedad, con el fin de no perder la libertad origi-
nal y ganar los beneficios que derivan de la vida
asociada. En esta línea Rousseau se traza como
objetivo: «Encontrar una forma de asociación
que defienda y proteja de toda la fuerza común
la persona y los bienes de cada asociado, y por la
cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca,
sin embargo, más que a sí mismo y quede tan
libre como antes».
Existe un giro vertiginoso que se opera del
Discurso sobre la desigualdad al Contrato Social,
pues ya no se focaliza los factores negativos de la
sociabilidad, sino que se subrayan las prerrogati-
vas de vivir en comunidad:
«Este pasaje desde el estado de naturaleza
hasta el estado social produce en el hombre un
cambio muy notable, reemplazando en su con-
ducta el instinto por la justicia y otorgando a
sus acciones unas relaciones morales de las que
antes estaban exentas. Sólo así, cuando la voz
del deber sustituye el impulso físico y el derecho
sustituye el apetito, el hombre que hasta enton-
ces se había limitado a contemplarse a sí mismo,
se ve obligado a actuar según otros principios,
consultando con su razón antes de escuchar
a sus inclinaciones. Sin embargo, aunque en
este nuevo estado se prive de muchas de las
ventajas que le concede la naturaleza, obtiene
compensaciones muy grandes, sus facultades se
ejercitan y se amplían, sus ideas se desarrollan,
CAÑAS: El Contrato social de Rousseau: el problema de la natural enemistad ...
sus sentimientos se ennoblecen y su alma se eleva
hasta un grado tal que -si el mal uso de la nueva
condición a menudo no le degradase, haciendo
que baje más abajo incluso de su nivel origi-
nario- tendría que bendecir sin pausa el feliz
instante que lo arrancó para siempre de allí, con-
virtiendo al animal estúpido y limitado que era,
en un ser inteligente, en un hombre» (pp. 26-27).
He aquí la recuperación de la antigua
naturaleza, esta vez bajo condiciones sociales.
Ello consiste en una traslación de un estado a
otro, donde no se puede dejar de ganar. En torno
a estos puntos comenta Chevallier (1972, 152):
«La transformación del hombre natural en ciu-
dadano transformó sus instintos, los modificó
químicamente. El hombre fue, para su bien y
para el bien de todos, desnaturado por la institu-
ción social legítima (opuesta a la sociedad falsa
e injusta, estigmatizada en el famoso Discurso
sobre el origen de la desigualdad, anterior al
Contrato). El hombre transportó su "yo a la uni-
dad común, de suerte que cada particular no se
cree ya uno, sino parte del todo"».
Este principio de regeneración estaría dado
por un nuevo orden social, cuyo poder legítimo
que garantiza el verdadero contrato está constitui-
do por la voluntad general: «Cada uno de nosotros
pone en común su persona y todo su poder bajo
la suprema dirección de la voluntad general, y
recibimos en cuerpo a cada miembro como parte
indivisible del todo» (p. 23). Esta frase apunta
a que cada asociado se priva por completo, con
todos sus derechos, a favor de la comunidad. Por
consiguiente, la condición es igual para todos,
pues cada uno se compromete hacia los demás.
O dicho en otros términos, cada uno dándose a
todos, no se da a nadie en particular. Por eso la
elaboración de un nuevo tipo de sociedad con
derechos legítimos sólo puede darse con plena
libertad de parte de sus contratantes, tratándose
de un acto de deliberación previa. En este sen-
tido Grimsley considera: «La constitución de la
sociedad depende de una opción racional y no de
sentimientos espontáneos» (1977, p. 119).
¿Pero qué es exactamente la «voluntad
general»? La idea de la voluntad general
presupone una alta moralidad o una regeneración
139
moral, pues es «en cada individuo un acto puro
del entendimiento que razona, permaneciendo
las pasiones en silencio». Significa renunciar a
los intereses egoístas y particulares, en beneficio
del bienestar colectivo. No se trata de la tota-
lidad absoluta, sino de la mayoría moralmente
calificada, para decidir sobre el bienestar general
o el bien común. La voluntad general implica
un estado de conciencia moral para decidir el
destino general de la comunidad. Así lo explica
Hampsher-Monk: «La voluntad general es aque-
llo que la Asamblea soberana de todos los ciuda-
danos debe decidir, si sus deliberaciones fueran
tal como deben ser» (1996, p. 216).
Puede apreciarse que de acuerdo con
Rousseau existen tres períodos sobre los cuales
pasa el ser humano: el estado de inocencia, carac-
terizado por el estado natural, el de decadencia,
caracterizado por el estado social vigente, y el de
restauración moral, caracterizado por el contrato
social. Asimismo, en el estado de naturaleza pre-
dominaba la obediencia humana a los instintos
naturales, en el estado social predominan las
pasiones y voluntades particulares, y en el contra-
to social predominaría la obediencia humana a la
voluntad general y a los derechos legítimos.
La verdadera libertad, que supone una
previa moralidad, es la facultad de hacer prevale-
cer sobre la voluntad particular la voluntad gene-
ral, eliminando el amor de sí mismo en beneficio
del amor del grupo. Su origen se remonta de la
piedad natural hacia el prójimo, transformada
mediante la educación moral al plano político del
interés común, al de la solidaridad como el valor
más elevado.
La teoría política de Rousseau es una
radical socialización humana, una total colecti-
vización, con el propósito de que no aparezcan
y pululen los intereses privados. En este sentido
el contrato social garantiza una igualdad, pues
todos los asociados tienen iguales derechos en el
seno de la comunidad.
11. LA SOBERANÍA
El soberano es la voluntad general,
y como voluntad, es actividad, decisión. El
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soberano quiere el interés general, constituyén-
dose como un cuerpo, como un todo, cuya exis-
tencia activa se da cuando el pueblo está reunido.
La soberanía, o poder del cuerpo político sobre
todos sus miembros, se identifica con la voluntad
general, y sus características fundamentales son:
inalienable, indivisible, infalible y absoluta.
Inalienable. En los Estados mal dirigidos
lo que se transmite es el poder, pero no la volun-
tad. La voluntad general no puede alienarse,
o sea, cambiar de naturaleza, cederse o repre-
sentarse. Una voluntad no puede encadenarse
para el futuro delegándola en un representante
o diputado:
«El soberano puede muy bien decir: en este
momento quiero lo que quiere tal hombre, o, al
menos, lo que él dice que quiere; pero no puede
decir: lo que este hombre quiera mañana, lo
querré yo también; puesto que es absurdo que la
voluntad se encadene para el porvenir» (p. 32).
El modelo de Rousseau es el de la demo-
cracia ginebrina, con sus plebiscitos en que cada
cual decide, sobre las leyes propuestas por los
magistrados. Rechaza en cambio el régimen
representativo, no impresionándole el Parlamento
inglés: «El pueblo inglés cree ser libre, pero se
equivoca; sólo lo es durante la elección de los
miembros del Parlamento; una vez elegidos, se
convierte en esclavo, no es nada». Por eso no se
debe de identificar «soberanía del pueblo» con
«representación electoral».
Indivisible. Por la misma razón que la
soberanía es inalienable, es indivisible. Cuando
la voluntad es general se refiere al cuerpo del
pueblo, se declara un acto de soberanía y se con-
vierte en ley. Por el contrario, cuando la voluntad
no es general se refiere solamente a una parte del
pueblo, siendo una voluntad particular, un acto
de magistratura o un decreto.
Dividir la soberanía es matarla. Y aún
reconociéndola una en su principio, pero en la
práctica dividiéndola en poder legislativo, ejecu-
tivo, judicial y ministerios, es también debilitar-
la. Los políticos realizarían desde la perspectiva
roussoniana un Frankenstein político, como si
compusiesen al hombre con varios cuerpos,
como si hiciesen del soberano un ser fantástico,
formado de partes unidas. Su equivocación es
haber tomado los poderes como «partes», cuando
no son ni pueden ser más que «emanaciones» de
la soberanía. Teóricos como Montesquieu, que
dividen la república en poderes autónomos en
condición de igualdad, siguen una lógica que no
es favorable al pueblo en su conjunto.
Infalible. La voluntad general no puede
errar, porque ésta «es siempre recta y siempre
tiende a la utilidad pública» (p. 35). El principio
democrático es que el pueblo que se ha colectivi-
zado, que ha silenciado los intereses particulares,
quiere siempre y necesariamente el bien de todos
y de cada uno. Sin embargo, ello no implica
que las deliberaciones de otros pueblos tengan
siempre la misma rectitud, pues a menudo se les
engaña y parece querer su mal.
Hay que distinguir, por tanto, dos tipos
de voluntades, la «voluntad de todos», que mira
hacia el interés privado, que es la suma de las
voluntades particulares, y la «voluntad general»,
que mira hacia el interés común, formado por el
pueblo calificado, que no se ha dejado manipular
en su elección.
Para que haya voluntad general cada
ciudadano debidamente informado «sólo opi-
nará por sí mismo», y se eliminará la «sociedad
parcial en el Estado». Ello significa extirpar
del seno social los partidos, asociaciones o
facciones, que se constituyen en contra del gran
cuerpo político. La postura roussoniana estaría
en contra de la tendencia moderna basada en el
«pluralismo», que considera que la esencia de
un Estado democrático se halla en la prolifera-
ción de una rica variedad de organizaciones y
grupos de presión que buscan influir sobre el
electorado y la opinión pública. Ello generaría
un contrafuerte contra la «dictadura de la mayo-
ría», a fin de que la diversidad de los grupos
garantice hasta cierto punto a los ciudadanos el
que sus puntos de vista sean llevados a la arena
política. Pero la soberanía del filósofo ginebrino
no podría permitir una «competencia entre par-
tidos», una elección periódica entre líderes polí-
ticos, pues todos ellos no son más que enemigos
del conjunto social, al buscar llevar a la práctica
sus intereses particulares.
CAÑAS: El Contrato social de Rousseau: el problema de la natural enemistad ...
La filosofía política roussoniana, que pre-
tende eliminar las sociedades parciales dentro
del Estado, no concordaría con la perspectiva de
Maquiavelo, quien no considera que los «tumul-
tos» que protestan o las facciones que pugnan
con intereses contrarios a los que tienen el poder,
sean nocivos para la libertad de una república.
Tanto el filósofo florentino como Rousseau esti-
man que la antigua Roma fue el mejor gobierno
que ha existido. Sin embargo, Maquiavelo en los
Discursos dice que Roma, como cualquier otra
república, hubo en todo tiempo «dos disposicio-
nes distintas», la de la plebe y la de sus adversa-
rios las clases superiores, el senado o patricios.
En el conflicto de estas clases antagónicas se
formó un equilibrio tensamente establecido, que
incidió para que ninguno de los dos bandos
pudiese oprimir o pisotear los intereses del otro.
Su conclusión es que «quienes condenan las pug-
nas entre nobles y plebeyos están denigrando las
cosas mismas que fueron la causa básica de que
Roma conservara su libertad». De la discordia
civil es de donde surgen leyes que benefician el
conjunto de la comunidad y los «tumultos», que
«merecen el mayor elogio», fueron en la antigua
Roma la consecuencia de una intensa participa-
ción política y de las virtudes cívicas más eleva-
das. Por consiguiente, «toda legislación favorable
a la libertad es producida por el choque entre las
clases», siendo el conflicto de los intereses de
clases no el elemento corrosivo, sino más bien los
pilares de una sociedad activamente política.
A partir de estos aspectos, surgirían las
preguntas: ¿La cancelación los intereses dis-
tintos de las clases sociales en el seno de una
comunidad, no implicaría sino un único punto
de vista que podría conducir a una dictadura?
¿Podría ocurrir una «tiranía de la mayoría»,
donde éstas voten para despojar a las minorías de
sus legítimos derechos, actuando de una forma
opresora y transgrediendo el sustento igualitario
de la democracia? El autor del Contrato Social
argumentaría que esa posibilidad se da cuando
prevalece la «voluntad de todos», como reunión
de intereses particulares o masas engañadas por
las «sociedades parciales». La voluntad general
acontece cuando el pueblo participa por razones
morales y comparte el principio de preservar la
141
unidad de la libertad, la igualdad, la fraternidad
y la tolerancia, que impiden precisamente una
conducta «tiránica» por parte de la mayoría.
Absoluta. La soberanía es un poder abso-
luto, sin límites en lo que respecta a su propia
supervivencia y bienestar:
«Si el Estado o la Ciudad no es más que una
persona moral cuya vida consiste en la unión
de sus miembros, y si el más importante de
sus cuidados es el de su propia conservación,
necesita una fuerza universal y coercitiva para
mover y disponer cada parte de la forma más
conveniente al todo. Igual que la naturaleza da a
cada hombre un poder absoluto sobre todos sus
miembros, el pacto social da al cuerpo político
un poder absoluto sobre todos los suyos, y es
este mismo poder el que, dirigido por la volun-
tad general, lleva como he dicho el nombre de
soberanía» (p. 36).
Rousseau anteriormente había hecho la
distinción del doble rol de los individuos como
«ciudadanos», como partícipes en la autoridad
soberana, y como «súbditos», en cuanto someti-
dos a las leyes del Estado. El carácter de absoluta
de la soberanía implica este último aspecto.
Con ello Rousseau no niega los derechos
naturales del individuo, los que deben de gozar
en calidad de seres humanos. Pero el soberano,
como cuerpo colectivo y persona moral, tiene
también derechos, en el que todos sus miembros
al haber aceptado el pacto social que los bene-
ficia, deben cumplir con todas las obligaciones
que se les demande, siempre que no sea «ninguna
cadena inútil a la comunidad».
El término «absoluto» ha sido quizás poco
feliz, pero Rousseau le quiso otorgar a la sobera-
nía del pueblo, a los ciudadanos en corporación,
un carácter por el cual éstos nunca corren peligro
en manos de un absolutismo monárquico. A la
frase de Luis XIV «el Estado soy yo», se le ante-
pondría el Estado somos activamente nosotros.
La soberanía roussoniana, además de ser
inalienable, indivisible, infalible y absoluta, es
también sagrada e inviolable. Los atributos reli-
giosos le confieren mayor aceptación en el pue-
blo. Incluso se convierten en «dogmas positivos»,
142 REVISTA ESTUDIOS No. 21/2008/ ISSN: 1659-1925/137-148
que hacen que se «arraiguen en el fondo de los
corazones», como lo es la «santidad del contrato
social y de las leyes».
111. LA LEY Y EL LEGISLADOR
La ley, expresión de la voluntad general,
es la más importante realización de la socie-
dad, otorgándole su movimiento. A los ojos
de Rousseau la ley tiene un carácter sagrado y
debe sentirse hacia ella un respeto prácticamen-
te religioso. Gracias a las leyes los individuos
obedecen y sirven sin tener un «amo». Las leyes
otorgan al que las cumple libertad, porque su
observancia se da a partir de su propio consenti-
miento. Cinco años después del Contrato Social,
en 1767, le escribió al marqués de Mirabeau:
«Según mis viejas ideas, el gran problema de la
política, que yo comparo al de la cuadratura del
círculo en geometría, es encontrar una forma de
gobierno que coloque la ley por encima del hom-
bre» (1994, p. 157).
La ley no puede ser manifestación arbi-
traria porque la materia hacia la cual estatuye
es general, al igual que la voluntad que la cris-
talizó. Así, la ley considera a los súbditos como
corporación y a las acciones como abstractas,
jamás a un ser humano como individuo parti-
cular ni a una condición específica para nadie.
Por ejemplo, la ley puede establecer privilegios,
pero no darlos nominalmente a nadie. La ley
está diseñada para el beneficio de la colectivi-
dad y no de particulares. Aquí la ley no puede
ser injusta, porque «nadie es injusto hacia sí
mismo». Nuestros Parlamentos y Asambleas
Legislativas modernos no son más que el reflejo
desordenado de pasiones e intereses privados,
cuyos proyectos de ley están por lo común des-
tinados al disfrute de una minoría en perjuicio
de la mayoría.
Si no son los «representantes del pueblo»
los encomendados a labor tan trascendente,
¿a quién o a quiénes se les dará esa sagrada
tarea? ¿Será acaso el propio pueblo? El mismo
Rousseau al principio nos desconcierta, o, más
bien, nos lanza a una tempestad de la que des-
pués encontramos puerto seguro:
«¿Cómo una multitud ciega, que con frecuen-
cia no sabe lo que quiere porque raramente
sabe lo que es bueno para eLLa,ejecutaría por
sí misma una empresa tan grande, tan difícil
como un sistema de legislación? Por sí mismo
el pueblo siempre quiere el bien, pero por sí
mismo no siempre lo ve. La voluntad general
es siempre recta, pero el juicio que la guía no
siempre es esclarecido. Hay que hacerle ver los
objetos tales como son, a veces tales como deben
parecerle, mostrarle el buen camino que busca,
garantizarle contra la seducción de las volunta-
des particulares, aproximar a sus ojos los luga-
res y los tiempos, contrapesar el atractivo de las
ventajas presentes y sensibles con el peligro de
los males lejanos y ocultos. Los particulares ven
el bien que rechazan; el público quiere el bien
que no ve. Todos tienen por igual necesidad de
guías. Es necesario obligar a los unos a confor-
mar sus voluntades (particulares) con su razón;
es necesario enseñar al otro a conocer lo que
quiere. Entonces, de las luces públicas resulta
la unión de la voluntad y del entendimiento en
el cuerpo social; de ahí la exacta concurrencia
de las partes, y.finalmente, la mayor fuerza del
todo. He aquí de donde nace la necesidad de un
legislador» (pp. 44-45).
El giro inesperado hacia la figura del
legislador, como personaje singular, después de
hablar del carácter general de la voluntad y de la
ley, se basa en razones históricas. Alaba a Moisés,
que otorgó leyes a los judíos, Solón que lo hizo
con Atenas, Licurgo con Esparta y Calvino con
Ginebra. El legislador debe poseer un genio ele-
vado, una inteligencia superior más allá de las
pasiones humanas. Su cargo tiene condiciones
diametralmente opuestas al de los legisladores de
los parlamentos actuales, pues sus actos no son ni
de magistratura ni de soberanía. El que hace la
ley no debe beneficiarse de ella y por eso no debe
mandar a los hombres:
«Quien redacta las leyes no tiene, pues, ni debe
tener, ningún derecho legislativo, y el pueblo
mismo no puede, aunque quiera, despojarse
de este derecho intransferible; porque según
el pacto fundamental sólo la voluntad general
CAÑAS: El Contrato social de Rousseau: el problema de la natural enemistad ...
obliga a los particulares, y nunca se puede asegu-
rar que una voluntad particular es conforme a la
voluntad general hasta después de haberla some-
tido a los sufragios libres del pueblo» (p. 47).
El legislador es parte del Estado, pero las
leyes que realiza no las aprueba ni ejecuta, a ello
le corresponde únicamente a la soberanía del
pueblo. Con frecuencia el legislador puede ser
un extranjero, pues no hay profeta en su propia
tierra, como en el caso de Calvino en Ginebra.
Pero existen dos elementos que parecen
incompatibles: por un lado, el hecho de que un
personaje tan fuera de serie aparezca, que surja
alguien por encima del común de la humanidad,
y, por otro, que haya una autoridad que lo respal-
de. Tampoco el pueblo suele entender el lenguaje
de los sabios, y resulta complejo transmitirle las
ventajas que se derivan de algunas privaciones
que imponen las buenas leyes. Se describe que en
los Estados nacientes, al no apelarse ni a la fuerza
ni al razonamiento, se ha recurrido a simular una
intervención divina. Los «padres de las naciones»
han invocado la intervención del cielo, a fin de que
los ciudadanos «obedeciesen con libertad y porta-
sen dócilmente el yugo de la felicidad pública». El
legislador hábil ha «puesto sus decisiones en boca
de los inmortales, para arrastrar mediante la auto-
ridad divina a aquellos a quienes no podía poner
en movimiento la prudencia humana».
¿Pero el legislador lo resume Rousseau en
un mero impostor? De ninguna manera, porque
«no a todo hombre corresponde hacer hablar a
los dioses, ni ser creído cuando se anuncia como
su intérprete». Desde época inmemorial la reli-
gión ha servido como instrumento de la política y
resultaría difícil encontrar una comunidad donde
no exista del todo esa injerencia. El último capí-
tulo del Contrato Social se titula De la religión
civil, que es la «religión del ciudadano», carente
de un contenido dogmático, de donde nace la
intolerancia. Cada cual puede tener las opiniones
que le plazcan y lo más importante de la religión
es extender los lazos de sociabilidad.
Si consideramos la analogía de que antes
de construir un gran edificio se hace un estudio
de suelos que determine la factibilidad de su rea-
lización, en el caso de la labor de un legislador
143
éste «no empieza por redactar leyes buenas en sí
mismas, sino que antes examina si el pueblo al
que las destina es apto para soportarlas». Lo más
importante de las leyes, ya sean fundamentales
o constitucionales, civiles y criminales, es su
observancia. El hecho que se cumplan es algo
«que no se graba ni en el mármol ni en el bronce,
sino en los corazones de los ciudadanos»; cuando
las leyes, las instituciones y la autoridad pierden
su fuerza, ésta es reanimada por el hábito. Es en
las costumbres, usos y la opinión que depende
el éxito de la política. El legislador es un genio
creativo que sabe formar leyes convenientes
según las costumbres del lugar, mientras que
los meros imitadores realizan injertos que no
florecen, como Pedro el Grande, quien se dio a
la tarea de europeizar a los rusos, cuando debió
primero por «empezar por hacer rusos».
IV. EL GOBIERNO COMO SOSPECHOSO
DE ANTENTAR SIEMPRE CONTRA
LA SOBERANÍA
Después de hablarnos de la dificultad de
encontrar esa figura extraordinaria, de ese profe-
ta altruista de la política, aparece otro obstáculo,
que es la aplicación de la ley. La excelencia de
ley estriba en que está por encima de los seres
humanos y su objeto es lo «general». Pero eje-
cutar la leyes «reducirla a actos particulares»,
implicando que hombres determinados den órde-
nes particulares a otros hombres.
Se tendrá que recurrir a un gobierno, que
es distinto al soberano. Se trata de la tajante dis-
tinción entre el soberano, pueblo en corporación
que vota las leyes, y el gobierno, grupo de hom-
bres particulares que las ejecutan. El soberano
como voluntad general quiere, mientras que el
gobierno obra, ejecuta por medio de actos parti-
culares. En el poder legislativo como manifesta-
ción de la voluntad general, «el pueblo no puede
ser representado; pero puede y debe serio en el
poder ejecutivo, que no es más que la fuerza apli-
cada a la ley». Sin embargo, el gobierno tendrá
un papel subordinado con respecto al soberano,
pues siempre será sospechoso de «esforzarse»
por naturaleza en contra de él.
144 REVISTA ESTUDIOS No. 21 /2008/ ISSN: 1659-1925/ 137-148
El gobierno es un mal necesario. Éste no
debe tener la preponderancia que históricamente
se le ha asignado, pues es sólo «el ministro del
soberano». El gobierno no es más que un «cuer-
po intermedio establecido entre los súbditos y el
soberano para su mutua correspondencia, encar-
gado de la ejecución de las leyes y del manteni-
miento de la libertad, tanto civil como política».
Este cuerpo lo conforman magistrados, reyes,
príncipes o gobernantes, y no son legítimamente
«soberanos». No existe tampoco ningún «contra-
to» con el gobierno, pues el único pacto social es
el que fundó a la sociedad y creó la soberanía.
Con respecto al gobierno no puede haber ningún
«pacto de sumisión», por el cual la sociedad le
transfiere poderes dándose a sí misma un supe-
rior, un amo, un soberano. El único sometimiento
del Estado es hacia la ley. Por eso «los deposi-
tarios del poder ejecutivo no son los amos del
pueblo, sino sus oficiales; él puede establecerlos
y destituirlos cuando le plazca; no se trata para
ellos de contratar, sino de obedecer». El gobier-
no no tiene «en absoluto más que una comisión,
un empleo, en el cual, como simples oficiales
del soberano, ejercen en su nombre el poder de
que les hizo depositarios, y que él puede limitar,
modificar y recobrar cuando le plazca».
Este «depósito» del poder da origen a
diversas formas de gobierno. Se trata de un
criterio numérico en cuanto a la cantidad de
miembros que fungen como cuerpo intermedio
encargado de ejecutar las leyes. Cuando ha sido
«encomendado» a todo el pueblo o a su mayor
parte, se le da el nombre de democracia; cuando
se le asigna a un pequeño número, es una aristo-
cracia; y cuando recae en manos de uno solo es
una monarquía.
No se trata de la clásica división de
Aristóteles de los gobiernos legítimos. Ello
porque Rousseau distinguió de forma radical,
soberano y gobierno, y en la subordinación del
segundo hacia el primero reside la legitimidad
del poder. El Estado, en el que el pueblo como
cuerpo soberano aprueba o rechaza las leyes pro-
puestas por el legislador, funciona directamente
como poder legislativo. Si esto se cumple todo
gobierno resulta legítimo, funcionando como
poder ejecutivo. Así las cosas, el gobierno no
ejerce usurpación sobre el soberano, sino que se
limita a ser su ministro, su dependiente, su ejecu-
tor fiel de su voluntad general.
También Rousseau rompe con la antigua
discusión sobre cuál es la mejor forma de gobier-
no, porque eso es un asunto relativo en cada caso
y porque ningún autor antes de él le asignó un
carácter subalterno con respecto a la soberanía.
En el análisis de las formas de gobierno la
democracia es el «poder legislativo y ejecutivos
unidos», designa al pueblo en corporación que no
sólo vota las leyes, sino también las medidas par-
ticulares requeridas para su ejecución. Confusión
de poderes, gobierno directo en el que el mayor
número de ciudadanos realizan al mismo tiempo
los actos generales (leyes) y los actos particula-
res (aplicación de las leyes). Es un mal gobierno,
porque «no es bueno que el que hace las leyes
las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo desvíe su
atención de las miras generales para volverla a
los objetos particulares». No hay nada más dañi-
no que la corrupción del poder legislativo, «con-
secuencia infalible de las miras particulares».
Este gobierno supone muchas cosas difíciles de
conciliar, como un Estado muy pequeño donde
el pueblo constantemente se reúna, así como una
igualdad en las clases sociales y las fortunas,
y soportar la inestabilidad de las agitaciones
internas y las guerras civiles. La desaprobación
roussoniana del gobierno democrático por su
peculiaridad de impráctico y alejado de la natu-
raleza humana se refleja en el texto:
«Tomado la palabra en el rigor de la acepción,
jamás existió verdadera democracia, ni existirá
nunca. Es contra el orden natural que el mayor
número gobierne y los menos sean gobernados.
No es concebible que el pueblo permanezca
incesantemente reunido para ocuparse de los
negocios públicos, siendo fácil comprender que
no podría delegar tal función sin que la forma
de administración cambie [. ..] Si hubiera un
pueblo de dioses, se gobernaría democrática-
mente. Un gobierno tan perfecto no conviene a
los hombres» (p. 72).
Este tipo de democracia absoluta, que se
implantó en la Atenas antigua, con sus asambleas
CAÑAS: El Contrato social de Rousseau: el problema de la natural enemistad ...
tumultuosas que además de aprobar leyes, caían
en el desacierto de realizar actos particulares
referidos a personas, es algo que le disgusta a
Rousseau. Pero no debe malentenderse sus afir-
maciones sacando la conclusión de que es antide-
mocrático, ni mucho menos que su colectivismo
social conduce a un totalitarismo. Lo que critica
Rousseau es la democracia únicamente vista
como gobierno, porque la soberanía, «el corazón
mismo del Estado», implica una constante parti-
cipación, una corporación activa del pueblo que
aprueba las leyes conducentes al bien común.
La democracia representativa moderna
posee, desde la óptica roussoniana, un nivel infe-
rior al de la democracia directa antigua, porque
el pueblo no cuenta con el poder legislativo y eje-
cutivo. Sólo se limita nombrar periódicamente a
sus «representantes», que lo que hacen es usurpar
una soberanía de un pueblo que no está acostum-
brado a la libertad, porque no se lo ha «obligado
a ser libre». En nuestro tiempo con medios tecno-
lógicos cada vez más sofisticados las limitacio-
nes de población y territorio ya no son obstáculo
para la constante participación ciudadana, ya
sea para una Asamblea Nacional Constituyente
a fin de efectuar reformas constitucionales o la
realización continua de referendum, votación del
pueblo por la que éste aprueba o rechaza un pro-
yecto que le presenta el gobierno. El Estado suizo
en la actualidad es uno de los mayores ejemplos
en el mundo del uso constante del referendum y
de la gran responsabilidad y poder que tiene el
pueblo en sus decisiones.
Rousseau es un defensor de la libertad
e igualdad, pero en su tiempo predominaba un
liberalismo asociado a la propiedad y a la des-
igualdad. Por eso Touchard (1999, p. 329) inter-
preta que como las condiciones de la democracia
todavía no existían ni en los hechos ni en las
ideas, Rousseau elabora una utopía racional, que
el mismo autor nunca creyó que pudiese llegar a
realizarse.
La aristocracia es el gobierno dirigido por
un pequeño número. Esto fue propio de las pri-
meras sociedades, donde los jefes de familia deli-
beraban los asuntos públicos y donde se valoraba
la autoridad de la experiencia. Hay tres tipos de
aristocracia: 1) natural, que conviene a pueblos
145
sencillos; 2) electiva, es la mejor, porque el pue-
blo elige a un pequeño número en función de su
integridad, su conocimiento y experiencia; y 3)
hereditaria, la peor de todas, como los gobiernos
absolutistas del siglo XVIII.
La aristocracia electiva podría ser uno de
los mejores gobiernos. Pero debe cumplir con
el requisito de que «los más sabios gobiernen
a la multitud cuando se está seguro de que la
gobernarán en provecho de ella y no para el
suyo particular; no hay que multiplicar vana-
mente las competencias, ni hacer con veinte mil
hombres lo que cien hombres escogidos puede
hacer aún mejor». Sin embargo, la aristocracia
exige «la moderación en los ricos y contento en
los pobres», que es difícil de cumplir. También
la aristocracia riñe con la igualdad rigurosa, lo
cual terminaría atentando contra la soberanía
del pueblo. Además habría que educar al pueblo
para que entienda «que hay en el mérito de los
hombres razones de preferencia más importantes
que la riqueza».
La monarquía es el poder ejecutivo reuni-
do en manos de un solo hombre. Este gobierno
representa, por un lado, la mayor unidad y vigor
porque «todo camina hacia el mismo fin». Esta
sería la monarquía legítima, la electiva, donde
el pueblo en corporación es el soberano y el rey
no es más que el depositario único del poder
ejecutivo. Este sería el caso ideal, pero el real, o
de hecho, es el que vivió Rousseau y al que lanza
sus mayores dardos antimonárquicos. En este
gobierno predomina «el que la voluntad particu-
lar tenga mayor imperio y domine más fácilmen-
te a las demás». Esta última característica hace
que no se busque la felicidad pública y la fuerza
de la administración se vuelva en perjuicio del
Estado. Los monarcas quieren ser absolutos,
nunca desean dejar de ser los amos. Si su afán es
solo gobernar su Estado, prefiere un pueblo débil
y miserable que no pueda nunca oponérsele; o si
prefiere hacerse temer o conquistar a sus veci-
nos, hace poderoso al pueblo cuando ese poder
es el suyo.
En conclusión, no hay, pues, un gobierno
en esencia bueno, ni siquiera si se hacen mez-
clas entre ellos como en los casos de gobiernos
mixtos. ¿Cuál es el mejor gobierno? Eso es algo
146 REVISTA ESTUDlOS No. 21/2008/ ISSN: 1659-1925/137-148
relativo y es mejor en ciertos casos y peor en
otros. Cualquier forma de gobierno no es conve-
niente para cualquier país, porque «la libertad,
por no ser un fruto de todos los climas, no está al
alcance de todos los pueblos». La discusión sobre
el mejor gobierno posible es un tema estéril, pues
resulta inconveniente querer imponer una forma
única en todas partes. Por eso el problema del
gobierno es secundario, lo más importante con-
siste en estar prevenidos a observar su tendencia
a degenerar y a traicionar a la soberanía.
Rousseau nos enseña a prevenirnos en
contra del gobierno, pues en éste existe una
propensión natural a corromperse, incluso en
caso de que empiece siendo un mero deposita-
rio ejecutivo del poder soberano del pueblo. La
máxima del vicio esencial del gobierno es: «Así
como la voluntad particular obra sin cesar contra
la voluntad general, así el gobierno se esfuerza
contra la soberanía». Mientras esto no se entien-
da con toda su evidencia, los pueblos seguirán
esclavizados. El gobierno es solo un cuerpo
intermedio entre el soberano y los súbditos, un
grupo determinado de hombres en el seno del
gran cuerpo político que es el Estado, una socie-
dad parcial en la grande. Este cuerpo intermedio
tiene su «yo particular», su propia naturaleza de
cuerpo parcial, su tendencia a aumentar su poder
a expensas de la gran sociedad. Así la mayor
parte de los gobiernos no han sido más que la
usurpación y apropiación de la soberanía: «Este
es el vicio inherente e inevitable que desde el
nacimiento del cuerpo político tiende sin tregua a
destruirlo, de igual forma que la vejez y la muerte
destruyen el cuerpo del hombre». Panorama des-
alentador. Si la Roma antigua pereció, que cuidó
tanto de sus leyes, «¿qué Estado puede esperar
durar siempre? Si queremos establecer uno dura-
dero, no pensemos, pues, en hacerla eterno». Así
como el cuerpo humano empieza a morir desde
que nace, de la misma manera el Estado lleva en
sí mismo las causas de su destrucción. Lo impor-
tante es hacer una constitución robusta cuya vida
política se sustente en la autoridad soberana o
poder legislativo del pueblo, y que prevalezca y
se le subordine alguna de las formas de gobierno
mencionadas. El ejemplo histórico de la aristo-
cracia Rousseau la visual izó en el gobierno de
Ginebra, representado por el Pequeño Consejo,
cuerpo restringido de magistrados ejecutores,
siempre impulsados a usurpar al soberano o
Consejo general, compuesto de la totalidad de
ciudadanos.
La degeneración del gobierno significa
«la muerte del cuerpo político», y son los abu-
sos del gobierno en contra del Estado, los que
toman el nombre genérico de anarquía. Aquí la
democracia degenera en oclocracia (mandato de
la muchedumbre o plebe), la aristocracia en oli-
garquía (mandato de los ricos), y la monarquía en
tiranía, como sinónimo de despotismo.
Cuando se cae en estos niveles anárqui-
cos, la autoridad soberana puede retomarse,
pues la voluntad general es «indestructible».
Para ello pueden aplicarse remedios normales y
excepcionales. El modelo roussoniano es el de
la Roma antigua, con sus comicios y dictaduras
temporales.
El remedio normal ante el caos políti-
co son las Asambleas frecuentes de todos los
ciudadanos, pues la soberanía la constituye la
Asamblea del pueblo en corporación y el fin
último de tales congregaciones es mantener el
pacto social:
«Al no tener el soberano otra fuerza que el
poder legislativo, no actúa más que por leyes,
y no siendo las leyes más que actos auténticos
de la voluntad general, el soberano sólo podría
actuar cuando el pueblo está reunido. ¡El pue-
blo reunido], dirá alguien. [Que quimera! Es
una quimera hoy, pero no lo era hace dos mil
años. ¿Han cambiado los hombres de naturale-
za?» (p. 93).
Cuando la ley manda la realización de la
Asamblea, el poder del gobierno cesa, el poder
ejecutivo queda suspendido. Estos actos políticos
significan el horror de los jefes, la coraza del
gran cuerpo político y el freno del gobierno.
El remedio excepcional que aplicó Roma
para salvar sus instituciones fue la «dictadura»,
donde se le entregaba el poder al más digno y
capaz para que restaurara el orden y salvara al
Estado de perecer. Una medida extrema en cri-
sis extremas. Así como se apeló a un personaje
CAÑAS: El Contrato social de Rousseau: el problema de la natural enemistad ...
extraordinario, al legislador, aquí también se
apela a un individuo excepcional para una tarea
excepcional. Debe recordarse que en la Roma
republicana, el dictador era un magistrado que
ejercía todos los poderes durante un máximo de
seis meses, a fin de restaurar el antiguo orden.
CONCLUSIÓN
El Contrato Social es una de las obras de
teoría política más sabias y menos entendidas.
Para algunos es un sueño político, una utopía,
que el propio autor sabe que es irrealizable. No es
en modo alguno un liberalismo, porque ese siste-
ma hace perder la unidad del Estado y las ideas
sociales roussonianas se orientan hacia una cierta
equivalencia en la propiedad y en acercar los
extremos en las clases sociales, en que no haya
una distancia tan abrupta entre ricos y pobres.
También su obra se la interpreta desde una doble
óptica no compatible: como un puro colectivis-
mo, donde se renuncia a los intereses particula-
res con vistas al bien común, a pesar de que su
propio autor era un individualista, un «paseante
solitario». Como un antepasado lejano del totali-
tarismo, es quizás, una de las perspectivas menos
prometedoras. No es tampoco una obra revolu-
cionaria, siendo inexactas las palabras del poeta
alemán H. Heine cuando situó a Rousseau como
«la cabeza revolucionaria de la cual Robespierre
no fue más que el brazo ejecutor». Su contribu-
ción es más bien indirecta y no de causalidad, al
haber significado una inspiración que enriqueció
el conjunto de ideas que fueron el trasfondo de la
Revolución Francesa.
No se puede negar que el concepto de
libertad roussoniana como inalienable, en donde
«renunciar a la libertad es renunciar a la cualidad
de hombre», fue recogida por la Declaración de
los Derechos del hombre y del ciudadano en su
artículo 1: «Los hombres nacen y permanecen
libres e iguales en derechos». Tampoco se puede
dejar de ver cómo penetró la obra del filósofo
ginebrino sobre los líderes de las revoluciones y
nacimientos de las repúblicas americanas.
Estudiar el Contrato Social es fortalecer
nuestra percepción del Estado, a pesar de los
147
excesos de su autor, como su extrema unidad, su
Todo social casi sagrado, la exclusión de parti-
dos, restringir el fenómeno religioso a un asunto
civil, recomendar la dictadura para la salud
pública apelando a personajes extraordinarios, o
a la figura de un ser inspirado como el legislador.
Sus mayores aportes son, quizás, la soberanía del
pueblo y la ley como expresión de la voluntad
general, así como de la constante sospecha de
atentar en su contra por parte del gobierno.
BIBLIOGRAFÍA
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El contrato social de Rousseau y la tensión entre soberanía y gobierno

  • 1. Revista Estudios, Universidad de Costa Rica. No. 21, pág. 137-148, lSSN: 1659-1925 I 2008 EL CONTRATO SOCIAL DE ROUSSEAU: EL PROBLEMA DE LA NATURAL ENEMISTAD ENTRE LA SOBERANÍA Y EL GOBIERNO Roberto Cañas Quirás RESUMEN Este artículo versa sobre el Contrato Social de Rousseau, a fin de analizar el choque entre la soberanía, representada por el pueblo reunido en corporación, y el gobierno, como su ministro o representante, siempre dispuesto a usurparla. Este enfrentamiento insoluble conduce a replantearnos los conceptos de representación política, libertad e igualdad, ley, legislador, formas de gobierno, democracia, anarquía política, entre otros. Palabras clave: representación política, libertad, igualdad, ley, legislador, formas de gobierno, democracia y anarquía política. ABSTRACT This article deals about Rousseau's Social Contract, which analyzes the confrontation between the establishment of a Sovereign, represented by the people joined as a political body, and the government, as the magistrate or chief chosen by them, which is always abusive. This insoluble confrontation leads us to redefine our concepts of political representation, liberty and fraternity, law, legislator, different forms of government, democracy, political anarchy, and many others. Keywords: political representation, liberty, fraternity, law, legislator, different forms of government, democracy, and political anarchy. INTRODUCCIÓN La obra de Rousseau es inclasificable, pues aparece caracterizado con rasgos contra- dictorios: ilustrado y romántico (o antiilustra- do), individualista y colectivista, idealizador del «buen salvaje» y del «contrato social», reformista y revolucionario. Para algunos es precursor de Marx, al establecer la total absorción del indivi- duo por parte de la vida social y de la cancela- ción de los intereses antagónicos en el seno del Estado. Por otra parte, Kant lo llamó el «Newton de la moral». De Rousseau se remonta la idea de una autolegislación, de que la obediencia a la ley autoimpuesta es libertad, mientras que en Kant el deber es la libre sumisión a la ley moral impuesta por la propia razón. En otro ámbito, Rousseau es el gran teórico de la pedagogía moderna, en el que la educación está basada desde la infancia en el desarrollo sensorial, en experiencias programa- das y en los intereses y necesidades de la persona. Es incluso considerado un precursor indiscuti- ble de pedagogos románticos como Pestalozzi y Froebel, de la «escuela activa» de Dewey y Montessori, y de las «pedagogías libertarias». En todo caso, Rousseau es uno de los filósofos más importantes del siglo XVIII y ha habido en nuestro tiempo una especie de renacimiento roussoniano, pues también se lo percibe como un precursor de las polaridades existencialistas de la
  • 2. 138 REVISTA ESTUDIOS No. 21/2008/ ISSN: 1659-1925/137-148 autenticidad y la mala fe, o como un precursor de la posmodernidad, al haber sido un crítico del progreso y la cultura moderna. El Contrato Social de Rousseau significa un prisma desde el cual pueden verse los diversos colores de la realidad política. Pero no sólo de su tiempo, porque también nos permiten repen- sar nociones que se enfrentan como libertad o derecho del más fuerte, participación política del pueblo o representatividad, bien común o interés privado, unidad política o divisibilidad de poderes de la república, voluntad general o pluralismo político, soberanía o gobierno. Estas problemáticas se analizan en este artículo, prin- cipalmente relacionándolas con aspectos de la política contemporánea, sobre todo para destacar la necesidad de fomentar Estados cada vez más soberanos y donde el gobierno ejerza un papel menos protagónico. I. EL PACTO SOCIAL Y LA VOLUNTAD GENERAL «El hombre ha nacido libre, y sin embargo, en todas partes se halla encadenado. Hay quien se cree amo de los demás, cuando no deja de ser más esclavo que ellos. ¿Cómo se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué puede legitimarlo? Creo poder responder a esta cuestión». Estas líneas famosas dan apertura al Contrato Social y su autor es claro de que no trata de referirse a un asunto de historia, sino de legitimidad, de dere- cho a la libertad humana como una característica natural e inalienable. Nadie debe atentar o despojar de la liber- tad a ningún ser humano bajo ningún pretexto y, en caso de hacerla, su dominio es ilegítimo. Por eso la obligación social no podría fundarse legítimamente en la fuerza. Así las cosas, no hay derecho del más fuerte. Se obedece por necesi- dad y no por deber, incluso se deja de obedecer cuando la fuerza cesa. Rousseau critica la máxima de San Pablo, según la cual «todo poder viene de Dios», reco- mendando la obediencia pasiva a los esclavos (Colosenses, III, 22-25). En su lugar, se antepone el ejemplo del Cíclope que había encerrado en su caverna a Ulises y sus compañeros con el fin de devorarlos, y que éstos en lugar de aguardar con tranquilidad a que les tocara su turno, más bien se revelaron picándole su único ojo mediante un engaño. Otro argumento que tampoco tiene vali- dez es que la obligación social está fundada en la autoridad del padre, y que el gobernante vendría a ser su sustituto. Todas estas son tesis absolutistas, que creen que «el género humano pertenece a un centenar de hombres», o que «la especie humana se divide en rebaños de ganado, cada uno con su jefe que lo guarda para devorarlo», y «que los reyes son dioses y los pueblos animales». El único fundamento legítimo de la obli- gación se encuentra en el contrato establecido entre todos los miembros que se integran en sociedad, con el fin de no perder la libertad origi- nal y ganar los beneficios que derivan de la vida asociada. En esta línea Rousseau se traza como objetivo: «Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como antes». Existe un giro vertiginoso que se opera del Discurso sobre la desigualdad al Contrato Social, pues ya no se focaliza los factores negativos de la sociabilidad, sino que se subrayan las prerrogati- vas de vivir en comunidad: «Este pasaje desde el estado de naturaleza hasta el estado social produce en el hombre un cambio muy notable, reemplazando en su con- ducta el instinto por la justicia y otorgando a sus acciones unas relaciones morales de las que antes estaban exentas. Sólo así, cuando la voz del deber sustituye el impulso físico y el derecho sustituye el apetito, el hombre que hasta enton- ces se había limitado a contemplarse a sí mismo, se ve obligado a actuar según otros principios, consultando con su razón antes de escuchar a sus inclinaciones. Sin embargo, aunque en este nuevo estado se prive de muchas de las ventajas que le concede la naturaleza, obtiene compensaciones muy grandes, sus facultades se ejercitan y se amplían, sus ideas se desarrollan,
  • 3. CAÑAS: El Contrato social de Rousseau: el problema de la natural enemistad ... sus sentimientos se ennoblecen y su alma se eleva hasta un grado tal que -si el mal uso de la nueva condición a menudo no le degradase, haciendo que baje más abajo incluso de su nivel origi- nario- tendría que bendecir sin pausa el feliz instante que lo arrancó para siempre de allí, con- virtiendo al animal estúpido y limitado que era, en un ser inteligente, en un hombre» (pp. 26-27). He aquí la recuperación de la antigua naturaleza, esta vez bajo condiciones sociales. Ello consiste en una traslación de un estado a otro, donde no se puede dejar de ganar. En torno a estos puntos comenta Chevallier (1972, 152): «La transformación del hombre natural en ciu- dadano transformó sus instintos, los modificó químicamente. El hombre fue, para su bien y para el bien de todos, desnaturado por la institu- ción social legítima (opuesta a la sociedad falsa e injusta, estigmatizada en el famoso Discurso sobre el origen de la desigualdad, anterior al Contrato). El hombre transportó su "yo a la uni- dad común, de suerte que cada particular no se cree ya uno, sino parte del todo"». Este principio de regeneración estaría dado por un nuevo orden social, cuyo poder legítimo que garantiza el verdadero contrato está constitui- do por la voluntad general: «Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo» (p. 23). Esta frase apunta a que cada asociado se priva por completo, con todos sus derechos, a favor de la comunidad. Por consiguiente, la condición es igual para todos, pues cada uno se compromete hacia los demás. O dicho en otros términos, cada uno dándose a todos, no se da a nadie en particular. Por eso la elaboración de un nuevo tipo de sociedad con derechos legítimos sólo puede darse con plena libertad de parte de sus contratantes, tratándose de un acto de deliberación previa. En este sen- tido Grimsley considera: «La constitución de la sociedad depende de una opción racional y no de sentimientos espontáneos» (1977, p. 119). ¿Pero qué es exactamente la «voluntad general»? La idea de la voluntad general presupone una alta moralidad o una regeneración 139 moral, pues es «en cada individuo un acto puro del entendimiento que razona, permaneciendo las pasiones en silencio». Significa renunciar a los intereses egoístas y particulares, en beneficio del bienestar colectivo. No se trata de la tota- lidad absoluta, sino de la mayoría moralmente calificada, para decidir sobre el bienestar general o el bien común. La voluntad general implica un estado de conciencia moral para decidir el destino general de la comunidad. Así lo explica Hampsher-Monk: «La voluntad general es aque- llo que la Asamblea soberana de todos los ciuda- danos debe decidir, si sus deliberaciones fueran tal como deben ser» (1996, p. 216). Puede apreciarse que de acuerdo con Rousseau existen tres períodos sobre los cuales pasa el ser humano: el estado de inocencia, carac- terizado por el estado natural, el de decadencia, caracterizado por el estado social vigente, y el de restauración moral, caracterizado por el contrato social. Asimismo, en el estado de naturaleza pre- dominaba la obediencia humana a los instintos naturales, en el estado social predominan las pasiones y voluntades particulares, y en el contra- to social predominaría la obediencia humana a la voluntad general y a los derechos legítimos. La verdadera libertad, que supone una previa moralidad, es la facultad de hacer prevale- cer sobre la voluntad particular la voluntad gene- ral, eliminando el amor de sí mismo en beneficio del amor del grupo. Su origen se remonta de la piedad natural hacia el prójimo, transformada mediante la educación moral al plano político del interés común, al de la solidaridad como el valor más elevado. La teoría política de Rousseau es una radical socialización humana, una total colecti- vización, con el propósito de que no aparezcan y pululen los intereses privados. En este sentido el contrato social garantiza una igualdad, pues todos los asociados tienen iguales derechos en el seno de la comunidad. 11. LA SOBERANÍA El soberano es la voluntad general, y como voluntad, es actividad, decisión. El
  • 4. 140 REVISTA ESTUDIOS No. 21 /2008/ISSN: 1659-1925/137-148 soberano quiere el interés general, constituyén- dose como un cuerpo, como un todo, cuya exis- tencia activa se da cuando el pueblo está reunido. La soberanía, o poder del cuerpo político sobre todos sus miembros, se identifica con la voluntad general, y sus características fundamentales son: inalienable, indivisible, infalible y absoluta. Inalienable. En los Estados mal dirigidos lo que se transmite es el poder, pero no la volun- tad. La voluntad general no puede alienarse, o sea, cambiar de naturaleza, cederse o repre- sentarse. Una voluntad no puede encadenarse para el futuro delegándola en un representante o diputado: «El soberano puede muy bien decir: en este momento quiero lo que quiere tal hombre, o, al menos, lo que él dice que quiere; pero no puede decir: lo que este hombre quiera mañana, lo querré yo también; puesto que es absurdo que la voluntad se encadene para el porvenir» (p. 32). El modelo de Rousseau es el de la demo- cracia ginebrina, con sus plebiscitos en que cada cual decide, sobre las leyes propuestas por los magistrados. Rechaza en cambio el régimen representativo, no impresionándole el Parlamento inglés: «El pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; una vez elegidos, se convierte en esclavo, no es nada». Por eso no se debe de identificar «soberanía del pueblo» con «representación electoral». Indivisible. Por la misma razón que la soberanía es inalienable, es indivisible. Cuando la voluntad es general se refiere al cuerpo del pueblo, se declara un acto de soberanía y se con- vierte en ley. Por el contrario, cuando la voluntad no es general se refiere solamente a una parte del pueblo, siendo una voluntad particular, un acto de magistratura o un decreto. Dividir la soberanía es matarla. Y aún reconociéndola una en su principio, pero en la práctica dividiéndola en poder legislativo, ejecu- tivo, judicial y ministerios, es también debilitar- la. Los políticos realizarían desde la perspectiva roussoniana un Frankenstein político, como si compusiesen al hombre con varios cuerpos, como si hiciesen del soberano un ser fantástico, formado de partes unidas. Su equivocación es haber tomado los poderes como «partes», cuando no son ni pueden ser más que «emanaciones» de la soberanía. Teóricos como Montesquieu, que dividen la república en poderes autónomos en condición de igualdad, siguen una lógica que no es favorable al pueblo en su conjunto. Infalible. La voluntad general no puede errar, porque ésta «es siempre recta y siempre tiende a la utilidad pública» (p. 35). El principio democrático es que el pueblo que se ha colectivi- zado, que ha silenciado los intereses particulares, quiere siempre y necesariamente el bien de todos y de cada uno. Sin embargo, ello no implica que las deliberaciones de otros pueblos tengan siempre la misma rectitud, pues a menudo se les engaña y parece querer su mal. Hay que distinguir, por tanto, dos tipos de voluntades, la «voluntad de todos», que mira hacia el interés privado, que es la suma de las voluntades particulares, y la «voluntad general», que mira hacia el interés común, formado por el pueblo calificado, que no se ha dejado manipular en su elección. Para que haya voluntad general cada ciudadano debidamente informado «sólo opi- nará por sí mismo», y se eliminará la «sociedad parcial en el Estado». Ello significa extirpar del seno social los partidos, asociaciones o facciones, que se constituyen en contra del gran cuerpo político. La postura roussoniana estaría en contra de la tendencia moderna basada en el «pluralismo», que considera que la esencia de un Estado democrático se halla en la prolifera- ción de una rica variedad de organizaciones y grupos de presión que buscan influir sobre el electorado y la opinión pública. Ello generaría un contrafuerte contra la «dictadura de la mayo- ría», a fin de que la diversidad de los grupos garantice hasta cierto punto a los ciudadanos el que sus puntos de vista sean llevados a la arena política. Pero la soberanía del filósofo ginebrino no podría permitir una «competencia entre par- tidos», una elección periódica entre líderes polí- ticos, pues todos ellos no son más que enemigos del conjunto social, al buscar llevar a la práctica sus intereses particulares.
  • 5. CAÑAS: El Contrato social de Rousseau: el problema de la natural enemistad ... La filosofía política roussoniana, que pre- tende eliminar las sociedades parciales dentro del Estado, no concordaría con la perspectiva de Maquiavelo, quien no considera que los «tumul- tos» que protestan o las facciones que pugnan con intereses contrarios a los que tienen el poder, sean nocivos para la libertad de una república. Tanto el filósofo florentino como Rousseau esti- man que la antigua Roma fue el mejor gobierno que ha existido. Sin embargo, Maquiavelo en los Discursos dice que Roma, como cualquier otra república, hubo en todo tiempo «dos disposicio- nes distintas», la de la plebe y la de sus adversa- rios las clases superiores, el senado o patricios. En el conflicto de estas clases antagónicas se formó un equilibrio tensamente establecido, que incidió para que ninguno de los dos bandos pudiese oprimir o pisotear los intereses del otro. Su conclusión es que «quienes condenan las pug- nas entre nobles y plebeyos están denigrando las cosas mismas que fueron la causa básica de que Roma conservara su libertad». De la discordia civil es de donde surgen leyes que benefician el conjunto de la comunidad y los «tumultos», que «merecen el mayor elogio», fueron en la antigua Roma la consecuencia de una intensa participa- ción política y de las virtudes cívicas más eleva- das. Por consiguiente, «toda legislación favorable a la libertad es producida por el choque entre las clases», siendo el conflicto de los intereses de clases no el elemento corrosivo, sino más bien los pilares de una sociedad activamente política. A partir de estos aspectos, surgirían las preguntas: ¿La cancelación los intereses dis- tintos de las clases sociales en el seno de una comunidad, no implicaría sino un único punto de vista que podría conducir a una dictadura? ¿Podría ocurrir una «tiranía de la mayoría», donde éstas voten para despojar a las minorías de sus legítimos derechos, actuando de una forma opresora y transgrediendo el sustento igualitario de la democracia? El autor del Contrato Social argumentaría que esa posibilidad se da cuando prevalece la «voluntad de todos», como reunión de intereses particulares o masas engañadas por las «sociedades parciales». La voluntad general acontece cuando el pueblo participa por razones morales y comparte el principio de preservar la 141 unidad de la libertad, la igualdad, la fraternidad y la tolerancia, que impiden precisamente una conducta «tiránica» por parte de la mayoría. Absoluta. La soberanía es un poder abso- luto, sin límites en lo que respecta a su propia supervivencia y bienestar: «Si el Estado o la Ciudad no es más que una persona moral cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si el más importante de sus cuidados es el de su propia conservación, necesita una fuerza universal y coercitiva para mover y disponer cada parte de la forma más conveniente al todo. Igual que la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos, y es este mismo poder el que, dirigido por la volun- tad general, lleva como he dicho el nombre de soberanía» (p. 36). Rousseau anteriormente había hecho la distinción del doble rol de los individuos como «ciudadanos», como partícipes en la autoridad soberana, y como «súbditos», en cuanto someti- dos a las leyes del Estado. El carácter de absoluta de la soberanía implica este último aspecto. Con ello Rousseau no niega los derechos naturales del individuo, los que deben de gozar en calidad de seres humanos. Pero el soberano, como cuerpo colectivo y persona moral, tiene también derechos, en el que todos sus miembros al haber aceptado el pacto social que los bene- ficia, deben cumplir con todas las obligaciones que se les demande, siempre que no sea «ninguna cadena inútil a la comunidad». El término «absoluto» ha sido quizás poco feliz, pero Rousseau le quiso otorgar a la sobera- nía del pueblo, a los ciudadanos en corporación, un carácter por el cual éstos nunca corren peligro en manos de un absolutismo monárquico. A la frase de Luis XIV «el Estado soy yo», se le ante- pondría el Estado somos activamente nosotros. La soberanía roussoniana, además de ser inalienable, indivisible, infalible y absoluta, es también sagrada e inviolable. Los atributos reli- giosos le confieren mayor aceptación en el pue- blo. Incluso se convierten en «dogmas positivos»,
  • 6. 142 REVISTA ESTUDIOS No. 21/2008/ ISSN: 1659-1925/137-148 que hacen que se «arraiguen en el fondo de los corazones», como lo es la «santidad del contrato social y de las leyes». 111. LA LEY Y EL LEGISLADOR La ley, expresión de la voluntad general, es la más importante realización de la socie- dad, otorgándole su movimiento. A los ojos de Rousseau la ley tiene un carácter sagrado y debe sentirse hacia ella un respeto prácticamen- te religioso. Gracias a las leyes los individuos obedecen y sirven sin tener un «amo». Las leyes otorgan al que las cumple libertad, porque su observancia se da a partir de su propio consenti- miento. Cinco años después del Contrato Social, en 1767, le escribió al marqués de Mirabeau: «Según mis viejas ideas, el gran problema de la política, que yo comparo al de la cuadratura del círculo en geometría, es encontrar una forma de gobierno que coloque la ley por encima del hom- bre» (1994, p. 157). La ley no puede ser manifestación arbi- traria porque la materia hacia la cual estatuye es general, al igual que la voluntad que la cris- talizó. Así, la ley considera a los súbditos como corporación y a las acciones como abstractas, jamás a un ser humano como individuo parti- cular ni a una condición específica para nadie. Por ejemplo, la ley puede establecer privilegios, pero no darlos nominalmente a nadie. La ley está diseñada para el beneficio de la colectivi- dad y no de particulares. Aquí la ley no puede ser injusta, porque «nadie es injusto hacia sí mismo». Nuestros Parlamentos y Asambleas Legislativas modernos no son más que el reflejo desordenado de pasiones e intereses privados, cuyos proyectos de ley están por lo común des- tinados al disfrute de una minoría en perjuicio de la mayoría. Si no son los «representantes del pueblo» los encomendados a labor tan trascendente, ¿a quién o a quiénes se les dará esa sagrada tarea? ¿Será acaso el propio pueblo? El mismo Rousseau al principio nos desconcierta, o, más bien, nos lanza a una tempestad de la que des- pués encontramos puerto seguro: «¿Cómo una multitud ciega, que con frecuen- cia no sabe lo que quiere porque raramente sabe lo que es bueno para eLLa,ejecutaría por sí misma una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación? Por sí mismo el pueblo siempre quiere el bien, pero por sí mismo no siempre lo ve. La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es esclarecido. Hay que hacerle ver los objetos tales como son, a veces tales como deben parecerle, mostrarle el buen camino que busca, garantizarle contra la seducción de las volunta- des particulares, aproximar a sus ojos los luga- res y los tiempos, contrapesar el atractivo de las ventajas presentes y sensibles con el peligro de los males lejanos y ocultos. Los particulares ven el bien que rechazan; el público quiere el bien que no ve. Todos tienen por igual necesidad de guías. Es necesario obligar a los unos a confor- mar sus voluntades (particulares) con su razón; es necesario enseñar al otro a conocer lo que quiere. Entonces, de las luces públicas resulta la unión de la voluntad y del entendimiento en el cuerpo social; de ahí la exacta concurrencia de las partes, y.finalmente, la mayor fuerza del todo. He aquí de donde nace la necesidad de un legislador» (pp. 44-45). El giro inesperado hacia la figura del legislador, como personaje singular, después de hablar del carácter general de la voluntad y de la ley, se basa en razones históricas. Alaba a Moisés, que otorgó leyes a los judíos, Solón que lo hizo con Atenas, Licurgo con Esparta y Calvino con Ginebra. El legislador debe poseer un genio ele- vado, una inteligencia superior más allá de las pasiones humanas. Su cargo tiene condiciones diametralmente opuestas al de los legisladores de los parlamentos actuales, pues sus actos no son ni de magistratura ni de soberanía. El que hace la ley no debe beneficiarse de ella y por eso no debe mandar a los hombres: «Quien redacta las leyes no tiene, pues, ni debe tener, ningún derecho legislativo, y el pueblo mismo no puede, aunque quiera, despojarse de este derecho intransferible; porque según el pacto fundamental sólo la voluntad general
  • 7. CAÑAS: El Contrato social de Rousseau: el problema de la natural enemistad ... obliga a los particulares, y nunca se puede asegu- rar que una voluntad particular es conforme a la voluntad general hasta después de haberla some- tido a los sufragios libres del pueblo» (p. 47). El legislador es parte del Estado, pero las leyes que realiza no las aprueba ni ejecuta, a ello le corresponde únicamente a la soberanía del pueblo. Con frecuencia el legislador puede ser un extranjero, pues no hay profeta en su propia tierra, como en el caso de Calvino en Ginebra. Pero existen dos elementos que parecen incompatibles: por un lado, el hecho de que un personaje tan fuera de serie aparezca, que surja alguien por encima del común de la humanidad, y, por otro, que haya una autoridad que lo respal- de. Tampoco el pueblo suele entender el lenguaje de los sabios, y resulta complejo transmitirle las ventajas que se derivan de algunas privaciones que imponen las buenas leyes. Se describe que en los Estados nacientes, al no apelarse ni a la fuerza ni al razonamiento, se ha recurrido a simular una intervención divina. Los «padres de las naciones» han invocado la intervención del cielo, a fin de que los ciudadanos «obedeciesen con libertad y porta- sen dócilmente el yugo de la felicidad pública». El legislador hábil ha «puesto sus decisiones en boca de los inmortales, para arrastrar mediante la auto- ridad divina a aquellos a quienes no podía poner en movimiento la prudencia humana». ¿Pero el legislador lo resume Rousseau en un mero impostor? De ninguna manera, porque «no a todo hombre corresponde hacer hablar a los dioses, ni ser creído cuando se anuncia como su intérprete». Desde época inmemorial la reli- gión ha servido como instrumento de la política y resultaría difícil encontrar una comunidad donde no exista del todo esa injerencia. El último capí- tulo del Contrato Social se titula De la religión civil, que es la «religión del ciudadano», carente de un contenido dogmático, de donde nace la intolerancia. Cada cual puede tener las opiniones que le plazcan y lo más importante de la religión es extender los lazos de sociabilidad. Si consideramos la analogía de que antes de construir un gran edificio se hace un estudio de suelos que determine la factibilidad de su rea- lización, en el caso de la labor de un legislador 143 éste «no empieza por redactar leyes buenas en sí mismas, sino que antes examina si el pueblo al que las destina es apto para soportarlas». Lo más importante de las leyes, ya sean fundamentales o constitucionales, civiles y criminales, es su observancia. El hecho que se cumplan es algo «que no se graba ni en el mármol ni en el bronce, sino en los corazones de los ciudadanos»; cuando las leyes, las instituciones y la autoridad pierden su fuerza, ésta es reanimada por el hábito. Es en las costumbres, usos y la opinión que depende el éxito de la política. El legislador es un genio creativo que sabe formar leyes convenientes según las costumbres del lugar, mientras que los meros imitadores realizan injertos que no florecen, como Pedro el Grande, quien se dio a la tarea de europeizar a los rusos, cuando debió primero por «empezar por hacer rusos». IV. EL GOBIERNO COMO SOSPECHOSO DE ANTENTAR SIEMPRE CONTRA LA SOBERANÍA Después de hablarnos de la dificultad de encontrar esa figura extraordinaria, de ese profe- ta altruista de la política, aparece otro obstáculo, que es la aplicación de la ley. La excelencia de ley estriba en que está por encima de los seres humanos y su objeto es lo «general». Pero eje- cutar la leyes «reducirla a actos particulares», implicando que hombres determinados den órde- nes particulares a otros hombres. Se tendrá que recurrir a un gobierno, que es distinto al soberano. Se trata de la tajante dis- tinción entre el soberano, pueblo en corporación que vota las leyes, y el gobierno, grupo de hom- bres particulares que las ejecutan. El soberano como voluntad general quiere, mientras que el gobierno obra, ejecuta por medio de actos parti- culares. En el poder legislativo como manifesta- ción de la voluntad general, «el pueblo no puede ser representado; pero puede y debe serio en el poder ejecutivo, que no es más que la fuerza apli- cada a la ley». Sin embargo, el gobierno tendrá un papel subordinado con respecto al soberano, pues siempre será sospechoso de «esforzarse» por naturaleza en contra de él.
  • 8. 144 REVISTA ESTUDIOS No. 21 /2008/ ISSN: 1659-1925/ 137-148 El gobierno es un mal necesario. Éste no debe tener la preponderancia que históricamente se le ha asignado, pues es sólo «el ministro del soberano». El gobierno no es más que un «cuer- po intermedio establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, encar- gado de la ejecución de las leyes y del manteni- miento de la libertad, tanto civil como política». Este cuerpo lo conforman magistrados, reyes, príncipes o gobernantes, y no son legítimamente «soberanos». No existe tampoco ningún «contra- to» con el gobierno, pues el único pacto social es el que fundó a la sociedad y creó la soberanía. Con respecto al gobierno no puede haber ningún «pacto de sumisión», por el cual la sociedad le transfiere poderes dándose a sí misma un supe- rior, un amo, un soberano. El único sometimiento del Estado es hacia la ley. Por eso «los deposi- tarios del poder ejecutivo no son los amos del pueblo, sino sus oficiales; él puede establecerlos y destituirlos cuando le plazca; no se trata para ellos de contratar, sino de obedecer». El gobier- no no tiene «en absoluto más que una comisión, un empleo, en el cual, como simples oficiales del soberano, ejercen en su nombre el poder de que les hizo depositarios, y que él puede limitar, modificar y recobrar cuando le plazca». Este «depósito» del poder da origen a diversas formas de gobierno. Se trata de un criterio numérico en cuanto a la cantidad de miembros que fungen como cuerpo intermedio encargado de ejecutar las leyes. Cuando ha sido «encomendado» a todo el pueblo o a su mayor parte, se le da el nombre de democracia; cuando se le asigna a un pequeño número, es una aristo- cracia; y cuando recae en manos de uno solo es una monarquía. No se trata de la clásica división de Aristóteles de los gobiernos legítimos. Ello porque Rousseau distinguió de forma radical, soberano y gobierno, y en la subordinación del segundo hacia el primero reside la legitimidad del poder. El Estado, en el que el pueblo como cuerpo soberano aprueba o rechaza las leyes pro- puestas por el legislador, funciona directamente como poder legislativo. Si esto se cumple todo gobierno resulta legítimo, funcionando como poder ejecutivo. Así las cosas, el gobierno no ejerce usurpación sobre el soberano, sino que se limita a ser su ministro, su dependiente, su ejecu- tor fiel de su voluntad general. También Rousseau rompe con la antigua discusión sobre cuál es la mejor forma de gobier- no, porque eso es un asunto relativo en cada caso y porque ningún autor antes de él le asignó un carácter subalterno con respecto a la soberanía. En el análisis de las formas de gobierno la democracia es el «poder legislativo y ejecutivos unidos», designa al pueblo en corporación que no sólo vota las leyes, sino también las medidas par- ticulares requeridas para su ejecución. Confusión de poderes, gobierno directo en el que el mayor número de ciudadanos realizan al mismo tiempo los actos generales (leyes) y los actos particula- res (aplicación de las leyes). Es un mal gobierno, porque «no es bueno que el que hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo desvíe su atención de las miras generales para volverla a los objetos particulares». No hay nada más dañi- no que la corrupción del poder legislativo, «con- secuencia infalible de las miras particulares». Este gobierno supone muchas cosas difíciles de conciliar, como un Estado muy pequeño donde el pueblo constantemente se reúna, así como una igualdad en las clases sociales y las fortunas, y soportar la inestabilidad de las agitaciones internas y las guerras civiles. La desaprobación roussoniana del gobierno democrático por su peculiaridad de impráctico y alejado de la natu- raleza humana se refleja en el texto: «Tomado la palabra en el rigor de la acepción, jamás existió verdadera democracia, ni existirá nunca. Es contra el orden natural que el mayor número gobierne y los menos sean gobernados. No es concebible que el pueblo permanezca incesantemente reunido para ocuparse de los negocios públicos, siendo fácil comprender que no podría delegar tal función sin que la forma de administración cambie [. ..] Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democrática- mente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres» (p. 72). Este tipo de democracia absoluta, que se implantó en la Atenas antigua, con sus asambleas
  • 9. CAÑAS: El Contrato social de Rousseau: el problema de la natural enemistad ... tumultuosas que además de aprobar leyes, caían en el desacierto de realizar actos particulares referidos a personas, es algo que le disgusta a Rousseau. Pero no debe malentenderse sus afir- maciones sacando la conclusión de que es antide- mocrático, ni mucho menos que su colectivismo social conduce a un totalitarismo. Lo que critica Rousseau es la democracia únicamente vista como gobierno, porque la soberanía, «el corazón mismo del Estado», implica una constante parti- cipación, una corporación activa del pueblo que aprueba las leyes conducentes al bien común. La democracia representativa moderna posee, desde la óptica roussoniana, un nivel infe- rior al de la democracia directa antigua, porque el pueblo no cuenta con el poder legislativo y eje- cutivo. Sólo se limita nombrar periódicamente a sus «representantes», que lo que hacen es usurpar una soberanía de un pueblo que no está acostum- brado a la libertad, porque no se lo ha «obligado a ser libre». En nuestro tiempo con medios tecno- lógicos cada vez más sofisticados las limitacio- nes de población y territorio ya no son obstáculo para la constante participación ciudadana, ya sea para una Asamblea Nacional Constituyente a fin de efectuar reformas constitucionales o la realización continua de referendum, votación del pueblo por la que éste aprueba o rechaza un pro- yecto que le presenta el gobierno. El Estado suizo en la actualidad es uno de los mayores ejemplos en el mundo del uso constante del referendum y de la gran responsabilidad y poder que tiene el pueblo en sus decisiones. Rousseau es un defensor de la libertad e igualdad, pero en su tiempo predominaba un liberalismo asociado a la propiedad y a la des- igualdad. Por eso Touchard (1999, p. 329) inter- preta que como las condiciones de la democracia todavía no existían ni en los hechos ni en las ideas, Rousseau elabora una utopía racional, que el mismo autor nunca creyó que pudiese llegar a realizarse. La aristocracia es el gobierno dirigido por un pequeño número. Esto fue propio de las pri- meras sociedades, donde los jefes de familia deli- beraban los asuntos públicos y donde se valoraba la autoridad de la experiencia. Hay tres tipos de aristocracia: 1) natural, que conviene a pueblos 145 sencillos; 2) electiva, es la mejor, porque el pue- blo elige a un pequeño número en función de su integridad, su conocimiento y experiencia; y 3) hereditaria, la peor de todas, como los gobiernos absolutistas del siglo XVIII. La aristocracia electiva podría ser uno de los mejores gobiernos. Pero debe cumplir con el requisito de que «los más sabios gobiernen a la multitud cuando se está seguro de que la gobernarán en provecho de ella y no para el suyo particular; no hay que multiplicar vana- mente las competencias, ni hacer con veinte mil hombres lo que cien hombres escogidos puede hacer aún mejor». Sin embargo, la aristocracia exige «la moderación en los ricos y contento en los pobres», que es difícil de cumplir. También la aristocracia riñe con la igualdad rigurosa, lo cual terminaría atentando contra la soberanía del pueblo. Además habría que educar al pueblo para que entienda «que hay en el mérito de los hombres razones de preferencia más importantes que la riqueza». La monarquía es el poder ejecutivo reuni- do en manos de un solo hombre. Este gobierno representa, por un lado, la mayor unidad y vigor porque «todo camina hacia el mismo fin». Esta sería la monarquía legítima, la electiva, donde el pueblo en corporación es el soberano y el rey no es más que el depositario único del poder ejecutivo. Este sería el caso ideal, pero el real, o de hecho, es el que vivió Rousseau y al que lanza sus mayores dardos antimonárquicos. En este gobierno predomina «el que la voluntad particu- lar tenga mayor imperio y domine más fácilmen- te a las demás». Esta última característica hace que no se busque la felicidad pública y la fuerza de la administración se vuelva en perjuicio del Estado. Los monarcas quieren ser absolutos, nunca desean dejar de ser los amos. Si su afán es solo gobernar su Estado, prefiere un pueblo débil y miserable que no pueda nunca oponérsele; o si prefiere hacerse temer o conquistar a sus veci- nos, hace poderoso al pueblo cuando ese poder es el suyo. En conclusión, no hay, pues, un gobierno en esencia bueno, ni siquiera si se hacen mez- clas entre ellos como en los casos de gobiernos mixtos. ¿Cuál es el mejor gobierno? Eso es algo
  • 10. 146 REVISTA ESTUDlOS No. 21/2008/ ISSN: 1659-1925/137-148 relativo y es mejor en ciertos casos y peor en otros. Cualquier forma de gobierno no es conve- niente para cualquier país, porque «la libertad, por no ser un fruto de todos los climas, no está al alcance de todos los pueblos». La discusión sobre el mejor gobierno posible es un tema estéril, pues resulta inconveniente querer imponer una forma única en todas partes. Por eso el problema del gobierno es secundario, lo más importante con- siste en estar prevenidos a observar su tendencia a degenerar y a traicionar a la soberanía. Rousseau nos enseña a prevenirnos en contra del gobierno, pues en éste existe una propensión natural a corromperse, incluso en caso de que empiece siendo un mero deposita- rio ejecutivo del poder soberano del pueblo. La máxima del vicio esencial del gobierno es: «Así como la voluntad particular obra sin cesar contra la voluntad general, así el gobierno se esfuerza contra la soberanía». Mientras esto no se entien- da con toda su evidencia, los pueblos seguirán esclavizados. El gobierno es solo un cuerpo intermedio entre el soberano y los súbditos, un grupo determinado de hombres en el seno del gran cuerpo político que es el Estado, una socie- dad parcial en la grande. Este cuerpo intermedio tiene su «yo particular», su propia naturaleza de cuerpo parcial, su tendencia a aumentar su poder a expensas de la gran sociedad. Así la mayor parte de los gobiernos no han sido más que la usurpación y apropiación de la soberanía: «Este es el vicio inherente e inevitable que desde el nacimiento del cuerpo político tiende sin tregua a destruirlo, de igual forma que la vejez y la muerte destruyen el cuerpo del hombre». Panorama des- alentador. Si la Roma antigua pereció, que cuidó tanto de sus leyes, «¿qué Estado puede esperar durar siempre? Si queremos establecer uno dura- dero, no pensemos, pues, en hacerla eterno». Así como el cuerpo humano empieza a morir desde que nace, de la misma manera el Estado lleva en sí mismo las causas de su destrucción. Lo impor- tante es hacer una constitución robusta cuya vida política se sustente en la autoridad soberana o poder legislativo del pueblo, y que prevalezca y se le subordine alguna de las formas de gobierno mencionadas. El ejemplo histórico de la aristo- cracia Rousseau la visual izó en el gobierno de Ginebra, representado por el Pequeño Consejo, cuerpo restringido de magistrados ejecutores, siempre impulsados a usurpar al soberano o Consejo general, compuesto de la totalidad de ciudadanos. La degeneración del gobierno significa «la muerte del cuerpo político», y son los abu- sos del gobierno en contra del Estado, los que toman el nombre genérico de anarquía. Aquí la democracia degenera en oclocracia (mandato de la muchedumbre o plebe), la aristocracia en oli- garquía (mandato de los ricos), y la monarquía en tiranía, como sinónimo de despotismo. Cuando se cae en estos niveles anárqui- cos, la autoridad soberana puede retomarse, pues la voluntad general es «indestructible». Para ello pueden aplicarse remedios normales y excepcionales. El modelo roussoniano es el de la Roma antigua, con sus comicios y dictaduras temporales. El remedio normal ante el caos políti- co son las Asambleas frecuentes de todos los ciudadanos, pues la soberanía la constituye la Asamblea del pueblo en corporación y el fin último de tales congregaciones es mantener el pacto social: «Al no tener el soberano otra fuerza que el poder legislativo, no actúa más que por leyes, y no siendo las leyes más que actos auténticos de la voluntad general, el soberano sólo podría actuar cuando el pueblo está reunido. ¡El pue- blo reunido], dirá alguien. [Que quimera! Es una quimera hoy, pero no lo era hace dos mil años. ¿Han cambiado los hombres de naturale- za?» (p. 93). Cuando la ley manda la realización de la Asamblea, el poder del gobierno cesa, el poder ejecutivo queda suspendido. Estos actos políticos significan el horror de los jefes, la coraza del gran cuerpo político y el freno del gobierno. El remedio excepcional que aplicó Roma para salvar sus instituciones fue la «dictadura», donde se le entregaba el poder al más digno y capaz para que restaurara el orden y salvara al Estado de perecer. Una medida extrema en cri- sis extremas. Así como se apeló a un personaje
  • 11. CAÑAS: El Contrato social de Rousseau: el problema de la natural enemistad ... extraordinario, al legislador, aquí también se apela a un individuo excepcional para una tarea excepcional. Debe recordarse que en la Roma republicana, el dictador era un magistrado que ejercía todos los poderes durante un máximo de seis meses, a fin de restaurar el antiguo orden. CONCLUSIÓN El Contrato Social es una de las obras de teoría política más sabias y menos entendidas. Para algunos es un sueño político, una utopía, que el propio autor sabe que es irrealizable. No es en modo alguno un liberalismo, porque ese siste- ma hace perder la unidad del Estado y las ideas sociales roussonianas se orientan hacia una cierta equivalencia en la propiedad y en acercar los extremos en las clases sociales, en que no haya una distancia tan abrupta entre ricos y pobres. También su obra se la interpreta desde una doble óptica no compatible: como un puro colectivis- mo, donde se renuncia a los intereses particula- res con vistas al bien común, a pesar de que su propio autor era un individualista, un «paseante solitario». Como un antepasado lejano del totali- tarismo, es quizás, una de las perspectivas menos prometedoras. No es tampoco una obra revolu- cionaria, siendo inexactas las palabras del poeta alemán H. Heine cuando situó a Rousseau como «la cabeza revolucionaria de la cual Robespierre no fue más que el brazo ejecutor». Su contribu- ción es más bien indirecta y no de causalidad, al haber significado una inspiración que enriqueció el conjunto de ideas que fueron el trasfondo de la Revolución Francesa. No se puede negar que el concepto de libertad roussoniana como inalienable, en donde «renunciar a la libertad es renunciar a la cualidad de hombre», fue recogida por la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano en su artículo 1: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Tampoco se puede dejar de ver cómo penetró la obra del filósofo ginebrino sobre los líderes de las revoluciones y nacimientos de las repúblicas americanas. Estudiar el Contrato Social es fortalecer nuestra percepción del Estado, a pesar de los 147 excesos de su autor, como su extrema unidad, su Todo social casi sagrado, la exclusión de parti- dos, restringir el fenómeno religioso a un asunto civil, recomendar la dictadura para la salud pública apelando a personajes extraordinarios, o a la figura de un ser inspirado como el legislador. Sus mayores aportes son, quizás, la soberanía del pueblo y la ley como expresión de la voluntad general, así como de la constante sospecha de atentar en su contra por parte del gobierno. BIBLIOGRAFÍA Chevallier, Jean-Jacques. (1972). Los grandes textos políticos. Madrid: Editorial Aguilar. Della Volpe, Galvano. (1975). Rousseau y Marx. Barcelona: Ediciones Martínez Roca. Ebenstein, William. (1969). Los grandes pensado- res políticos. Madrid: Editorial Revista de Occidente. Echandi Gurdián, Marcela. (Agosto de 2002). «El origen y naturaleza del Contrato Social en Juan Jacobo Rousseau». Revista de Ciencias Jurídicas, Universidad de Costa Rica, n," 98, 75-98. Grimsley, Ronald. (1977). La filosofía de Rousseau. Madrid: Alianza Editorial. Groethuysen, Bernhard. (1985). J. J. Rousseau. México: Fondo de Cultura Económica. Guéroult, Martial y otros. (1972). Presencia de Rousseau. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión. Hampsher-Monk, lain. (1996). Historia del pensa- miento político moderno. Los principales pen- sadores políticos de Hobbes a Marx. Barcelona: Editorial Ariel. Hunter Wright, Ernest. (1929). The meaning of Rousseau. Londres: Oxford University Press. Maritain, Jacques. (1938). Tres Reformadores. Lutero- Descartes-Rousseau. Santiago: Editorial Letras.
  • 12. 148 REVISTA ESTUDIOS No. 21/2008/ ISSN: 1659-1925/137-148 Mondolfo, Rodolfo. (1967). Rousseau y la conciencia moderna. Buenos Aires: Eudeba. Moreau, J. (1977). Rousseau y la fundamentación de la democracia. Madrid: Editorial Espasa-Calpe. Rolland, Romain. (1939). El pensamiento vivo de Rousseau. Buenos Aires: Editorial Losada. Rousseau, J. J. (1996). Contrato Social. Discurso sobre las ciencias y las artes. Discurso sobre el ori- gen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Trad. Mauro Armiño. Madrid: Alianza Editorial. Rousseau, J.l. (1998). Emilio, o De la educación. Trad. Mauro Armiño. Madrid: Alianza Editorial. Rousseau, 1. 1. (1994). Escritos polémicos. Cartas a Voltaire, Malesherbes, Beaumont y Mirabeau. Trad. Quintín Calle Carabias. Madrid: Editorial Tecnos. Rousseau, J. 1. (1997). Las Confesiones. Trad. Mauro Armiño. Madrid: Alianza Editorial. Rousseau, 1. 1. (1979). Las ensoñaciones del pasean- te solitario. Trad. Mauro Armiño. Madrid: Alianza Editorial. Sabine, George. (1968). Historia de la teo- ría política. México: Editorial Fondo de Cultura Económica. Touchard, lean. (1999). Historia de las ideas políticas. Madrid: Editorial Tecnos. Trousson, Raymond. (1994). lean-Jacques Rousseau. Madrid: Alianza Editorial.