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LLORAN LAS COSAS
SOBRE NOSOTROS
(1979)
Rosa Romá
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Primera etapa
Un mundo como un árbol desgajado.
Una generación desarraigada.
Unos hombres sin más destino
que apuntalar las ruinas.
(BLAS DE OTERO, Lo eterno.)
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—¿Le pasa algo? ¡Señora! No se encuentra bien? ¡Oiga!
—No es nada. He perdido, no sé, por un momento, creo que he perdido la noción de las
cosas. Este lugar...
—Se encuentra frente al edificio de los Durango.
—Ah, sí, cómo iba a olvidárseme. ¡Qué tonta soy!
—Si puedo ayudarla. ¿Dónde vive? La llevaré hasta su casa.
—Es usted muy amable, pero no hace falta. Ahí, en la Gran Vía, hay bancos, me sentaré
un ratito.
—Espere, la acompañaré. ¿Ese paseo es la Gran Vía?
—Sí. Antes era un jardín precioso, sabe usted, pero poco a poco lo han ido achicando para
dejar más sitio a los coches.
—Ahora podemos cruzar.
—Sí, vamos. Cuánto le agradezco su interés. No sé lo que me ha pasado.
—Deprime contemplar estas cosas, sabiendo lo que ha ocurrido. A mí me ha impresionado
ver un zapato de señora entre los escombros. ¿Presenció usted el accidente?
—No, señor, no. Vengo por aquí con frecuencia, pero no vi cuando se derrumbó. Y mire
usted, yo creía que había sido mucho más, con tanto que han armado.
—Dicen que hubo un muerto y varios heridos, pero, qué tonto soy, hablando de heridos
mientras usted se encuentra tan mal. Vamos hacia aquel banco. ¿Se le pasa?
—Me encuentro muy bien, se me va pasando. Debe ser del gas que despiden los coches,
sabe usted, no me gusta, me ahoga, y qué olor más desagradable el de la gasolina. En esta
época todo parece bonito. Empiezan a asomar las hojas en esos troncos y rebrotan las
semillas, ¿se ha fijado usted en los magnolios? Me sentaré un ratito, no vaya a ser que me
vuelva a dar un vahído.
—¿No será desmayo? ¿Ha comido usted ya?
—Huy, sí señor, hace rato. Me vengo muchas tardes a tomar el sol. Hoy me he acercado
hasta aquí para contemplar el edificio, como van a derribarlo, ya ve, una lástima. Pero, ¿se
marcha? ¿Es que no va a sentarse? Ustedes, los jóvenes, siempre tienen prisa. Ande,
siéntese, hágale compañía a esta vieja.
—A decir verdad, no sé lo que voy a hacer ahora.
—Pues siéntese y descanse, que el sol es bueno para los huesos, y usted está muy pálido,
se ve que siempre anda entre paredes.
—¿Se encuentra mejor?
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—Huy, ya lo creo, mucho mejor. ¿Salía de ese edificio, verdad? Sí, ya me pareció que era
usted uno de la casa.
—No soy de la casa. Quería echarle un vistazo y entré, simplemente eso. Acababa de leer
la noticia del derrumbamiento y sentí curiosidad.
—Yo conozco bien ese edificio, y estas calles, cuando el paseo donde estamos ahora no
existía y para llegar hasta aquí teníamos que cruzar una acequia. Era un descampado muy
feo, sabe usted, y daba miedo atravesarlo sola en el anochecer. Me parecía que estaba
lejísimos, en las afueras, y ahora, ya ve, rodeado de ruidos, de olor a gasolina, como en el
mismísimo centro de la ciudad.
—Pues es difícil imaginarlo de otra manera, aunque ocurre en todas partes, hoy no se
puede vivir ya en ninguna capital.
—Y eso que usted no ha conocido otros tiempos.
—Pero recuerdo que hace algunos años mi madre me llevaba de la mano por las calles de
Madrid, paseábamos.
—Si no es más que un muchacho, no puede imaginarlo, le hablo de un tiempo anterior a la
guerra, sabe usted, hace muchos años.
—Comprendo que usted se refería a una época que yo no he vivido, la misma en que se
construían edificios como el de la empresa Durango. Ahora está en ruinas. He oído decir
que el propietario murió.
—Sí, señor, sí. Murió hace algunas semanas, pero queda el hijo.
—Entonces, el hijo debe ser el que mantiene el pleito.
—¿Un pleito, dice?
—Sí. ¿No lo sabía? La familia no quiere que lo derriben, mantienen su actitud con
verdadera obstinación. ¿No le parece extraño?
—¿El qué?
—Que se opongan a su derribo después de lo que ha pasado.
—Mire usted, ha sido una mala suerte, qué se le va a hacer.
—Pero, es una amenaza, ese edificio supone un peligro ahora, yo no lo pensaría.
—Oiga, joven, que no es para tanto, pueden repararlo.
—Imposible. Tendría que hacerse con sistema de micropilotaje, sustituir las arcillas
expansivas por arena, y eso cuesta más que edificarlo de nuevo.
—Yo no discuto de cosas que no entiendo, pero lo que le digo es que se está armando
mucho por nada.
—¿Le parece que un muerto y más de veinte heridos es nada?
—Más muertes hay en la carretera ¿y qué? Ha sido una mala suerte, pero eso no quita para
que los cimientos sean buenos.
—Los cimientos tienen una profundidad de sesenta centímetros; sería suficiente si
estuviera asentado sobre suelo firme y no sobre pilares, porque las propiedades geológicas
de las arcillas permiten aumentar el volumen cuando están húmedas, y luego hay un proceso
de desecación que lo reducen y esto hace que los cimientos se muevan y se produzcan
grietas.
—Grietas hay en todos los edificios.
—Sí, pero tenga en cuenta que las de aquí se han debido ir sucediendo sin que se hiciera
caso de ellas. Ahora son peligrosas.
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—Oiga, usted sabe mucho de esto. ¿Trabaja en la construcción?
—No, me enteré por el periódico. Por eso sé que hay que derribarlo. Además, el solar vale
muchos millones.
—Lo que yo digo es que el hijo del señor Durango necesita tiempo para trasladar la
industria a otra parte.
—Hay quien asegura que no piensa trasladarla. Sólo así se explica que lleven hablando de
esto hace años. Si no recuerdo mal, en vida del padre ya se discutía sobre la posibilidad de
reconstruirlo. Ahora alargan el pleito para dar tiempo a una revalorización, con el fin de
sacar más dinero.
—Pues mire usted, no me extrañaría nada, los Durango entienden de negocios, sabe usted,
y si en esto hay negocio, no dejarán que se les escape.
—¿Les conoce?
—Huy, que si les conozco. He vivido en esa misma casa cuando sólo era un edificio de
ocho viviendas y uno de los pisos estaba habitado por la familia Durango, ya ve. Don Luis,
el padre de Mateo, era joven entonces, de mi edad más o menos, que son años, pero, mire
usted, a él ya lo han metido bajo tierra y yo aquí estoy; aunque vieja, sigo dando guerra.
Una gran persona don Luis, el mejor de los Durango.
—Hay quien opina todo lo contrario.
—No les escuche, gentes malas y envidiosas han habido siempre, es lo que yo digo, y a
don Luis no le han perdonado que se hiciera rico, sabe usted. Su familia se instaló en la casa
unas semanas antes de que yo viniera a la portería.
—Así que usted ha sido portera de la casa.
—Huy, ya lo creo, muchos años. Ahora ya no trabajo, vivo con mis hijos, a Dios gracias
no necesitamos nada, pero entonces sí, es lo que yo digo, fue una mala época, por más que
muchos no quieran reconocerlo. Los Durango eran personas muy educadas y amables, daba
gusto hablar con ellos, y si son las hermanas de don Luis, majísimas, y hay que ver cómo
vestían, a la última, sabe usted, como que me parecían artistas de lo llamativas y
pintarrajeadas, pero mire usted, muy buenas chicas, que si bien se mira no está reñido lo uno
con lo otro. Huy, si usted las hubiera visto salir a la calle tocadas de sombrero, con un chal
de chiffon y medias de seda, a la última, ya le digo. Porque la que más y la que menos se
ponía su trajecito de percal o de vichy. En el vecindario todos tenían que decir de lo bien
trajeadas que iban las señoritas Durango. Y si es la madre, doña Regina, siempre de negro,
con su traje de crespón que tenía en los hombros unas florecillas festoneadas, tan
distinguida. El pelo negro como el azabache hacía parecer más blanco el rostro cubierto con
polvos de arroz. Y en la mano derecha llevaba un anillo con un esmalte rosado, precioso, era
un dije con el rostro de su marido joven y grueso, y a mí me llamaba la atención porque
se le veía también el cuello con el nudo de la corbata, talmente una foto, sabe usted, yo
nunca había visto un anillo así. Ya le digo, una elegancia que no se conocía por estos
lugares.
—¿Es que los Durango no eran de aquí?
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—Pues mire usted, cualquiera sabe de dónde venían, porque eso sí, muy misteriosos
fueron siempre. Al principio, me parecieron gente respetable, sabe usted,, aunque el padre
no salía con ellas y apenas se le veía. Si bien se mira no era tan raro, porque de esto hace
muchos años, le hablo de antes de la guerra, y las mujeres salían juntas de paseo, así que le
vi pocas veces, pero las suficientes para tener una impresión buena, de lo respetable que
aparentaba ser aquel señor, con su pelo blanco, y eso que no era viejo, y su bastoncillo de
madera de bambú con empuñadura de ébano, ya ve usted.
—¿Por qué dice que le parecían respetables al principio? ¿Acaso luego cambió de
opinión?
—Pues mire usted, yo estaba recién llegada a la portería y no conocía al vecindario, ya te
digo; los Durango tenían mucho porte, ahora eso no tiene valor, si bien se mira, se han
perdido los buenos modales, y no se aprecia la distinción, es lo que yo digo, y los Durango
traían muchos vuelos. Luego, me dijeron cosas, algunas no podía creerlas, de tan
distinguidos y buenas personas como me parecían.
—Dice que apenas veía al señor Durango, ¿estaba enfermo?
—Huy, no señor, de eso nada. Sano y apuesto era, pero algo malo digo yo que habría
hecho para esconderse, aunque yo no veía nada raro en eso. Fue una vecina, sabe usted, la
inquilina del cuarto me puso la mosca tras la oreja. «Consuelo, me dijo, si algún día le piden
dinero los del primero, no se le ocurra dárselo, porque no volvería a ver un céntimo.» Y yo
le pregunté que a qué santo me iban a pedir dinero a mí, si ellos eran los señores y tenían
más. Y, ¿sabe lo que me contestó? «No se fíe, Consuelo, no es oro todo lo que reluce.» ya ve
usted, comprendí que las cosas no debían ir muy bien en aquella familia, a pesar del boato
que se gastaban para todo, y desde aquel día empecé a fijarme en las mujeres, en las
hermanas de don Luis que siempre me habían parecido elegantes, y mire usted, me di cuenta
de que las dos chicas usaban siempre los mismos vestidos, sólo que se los cambiaban una a
otra, cuidando de que el aspecto fuera distinto, que si bien se mira es tener gracia, porque ya
ve usted, maña tenían, le quitaban el vivo del escote y le ponían un volante de otro color, o
le incrustaban flores de satén a la falda. Luego le volvían a quitar el volante y le cosían un
cuello camisero de tela blanca almidonada, tan planchadito y tan mono, que nadie se
acordaba de haber visto aquel mismo vestido.
—O sea, que en un vestido adaptaban todas las versiones de la moda.
—Es lo que yo digo, hay que tener gracia para ir siempre a la moda con ropa vieja. Me
chocaba que salieran tan a menudo de paseo, vestidas a la última, talmente dos señoritas de
buena familia, y cuando tuve confianza le pregunté a la madre, porque su madre las
acompañaba siempre, así que le dije: «¿Dónde van ustedes tan peripuestas, doña Regina?»
¿Y sabe usted lo que me contestó? «Ay, Consuelo, dónde vamos a ir, a que mis hijas se
aireen, han de encontrar novio un día u otro, antes de que se les pase la edad.» Ya ve, eso me
dijo.
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—De manera que salían a la calle en busca de marido como quien sale de compras, ¿no?
—Huy, sí señor, sí. Aquellos eran otros tiempos, las chicas no iban solas a ninguna parte.
No estaba bien visto, sabe usted. Las Durango querían aparentar mucho, pero no tenían
dinero, ni apellido ilustre, es lo que yo digo, no podían alternar con gente rica, ni viajar
siquiera, y mire usted, se contentaban con el paseo de cada tarde, colgadas del brazo de su
madre, una señora muy empolvada, ya le digo, con la cara cubierta de una mascarilla blanca
y los cuatro pelos negros y rizados que ya no podían disimular la calva. Doña Regina usaba
tacones altos y al lado de las hijas parecía la hermana mayor, por eso se me antojó al
principio que era una familia de posición, gente distinguida, porque, si bien se mira, a
modernas no había quien las ganase. Liber, la mayor de las hermanas, se teñía el pelo de
rojo, un rojo llamativo, como el pelo de la panoja, y fumaba, ya ve, fumaba.
—¿Qué profesión tenía el padre? He oído decir que era un gran financiero.
—Huy, no señor, no, de eso nada, prestamista si acaso.
—Ya veo que no le admira usted. ¿Por qué le menosprecia?
—¿Menos qué? Huy, no señor, no, yo no desprecio al padre del señor Durango, pero mire
usted, tampoco era un santo, por lo que me sospecho. Aunque simpático sí que me parecía y
muy saludador con el vecindario, que a todos adulaba, pero se le veía en la cara algo que no
tenían los demás, no sé cómo decirle, debía ser que todos sospechábamos que era un
tramposo.
—¿Tramposo?
—Yo no sé qué clase de negocios llevaría, porque siempre estaba metido en su casa, ya le
digo. En el vecindario decían que había hecho de todo lo que puede hacerse, y mire usted,
de bueno y de malo. Otros aseguraban que era intermediario.
—¿De qué?
—Vaya usted a saber. Yo no entiendo de esas cosas. Pero la señora, ya le digo, tenía otra
pasta. Buena, paciente como no hay otra, una señora. ¿Usted no la ha conocido? Huy, vaya
cosas que le pregunto, si no pudo conocerles, es demasiado joven.
—He oído hablar mucho de ellos, no son más que rumores; sin embargo, concuerda con lo
que me cuenta. Suponía que el abuelo había sido un gran financiero, porque los Durango
son una de las familias más ricas de esta ciudad.
—Lo son, lo son, pero el abuelo no tuvo nada que ver con eso. Fue su hijo, don Luis, el
que fundó la empresa Durango.
—Así que hizo dinero en poco tiempo. Difícil tarea.
—¿Difícil ganar dinero? Más difícil es vivir sin él, hijo.
—Quiero decir que es difícil conseguir una gran fortuna honradamente, en poco tiempo'
Es algo que no ocurre con frecuencia.
—Pues, mire usted, qué le voy a decir, durante la guerra sucedieron cosas. Y... nunca se
sabe.
—Usted les vería cambiar radicalmente de la noche a la mañana, ¿no?
—Cuando me vine a hacer cargo de la portería, ellos vivían en el primero. Yo no soy de
aquí, sabe usted, pero como si lo fuera. Al acabarse la guerra, casi de la noche a la mañana,
se hicieron con el edificio.
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—Eso es muy extraño, ¿a usted no le pareció raro entonces?
—¿El qué?
—Que de pronto se convirtieran en propietarios del edificio. Si, como usted dice, no
tenían dinero...
—Pues mire usted, he visto tanto, que, para qué voy a decirle.
—¿Cómo... cómo consiguieron el dinero?
—Huy, hijo, es usted demasiado joven para comprenderlo. Tendría que haber vivido en
aquella época. Los Durango lo habían pasado mal, muy mal.
—Sí, ya sé, la guerra, y todo eso. No serían los únicos que lo pasaron mal.
—Huy, si yo le contara. Eran otros tiempos. Yo, ya ve, de portera y apenas teníamos lo
necesario. Ahora se vive mejor, mucho mejor, pese a todo lo que digan. Para quien no ha
conocido lo malo, todo le parece poco, ya ve, nadie se conforma con lo que tiene, y así pasa,
hoy se tira el dinero porque no cuesta de ganar, no como antes, huy, si yo le contara, mire
usted, los Durango han pasado por todo, han pasado hambre y vergüenza. Si usted supiera,
pero no, es natural, usted no iba a entenderlo, ha nacido muchos años después.
—¿Entender qué?
—Que a pesar de todo, eran unos señores. La madre tan educada, tan generosa. De vez en
cuando, me mandaba subir a su casa para darme alguna cosilla. Nunca me regañó, todo lo
contrario, me trataban como si fuera de la familia, y yo hice por corresponderles. Si yo le
contara... no iba a creerme. Ahí ha habido mucho. Mire usted, un día vino un señor a verles.
Yo estaba fregando la escalera con esparto y jabón, y aquel señor se molestó muchísimo
porque le entorpecía el paso con mis fregoteos. Y es que traía un genio de mil demonios, así
que apareció me supuse que no venía en plan de amigo. Le vi tocar el timbre de la puerta
varias veces, y como nadie acudía a abrir, se volvió y me preguntó si yo las había visto salir,
pero, no quiera usted saber con qué humos, y yo que media hora antes vi bajar a Liber con
su madre, pensaba que la otra, Regina, estaría en casa sin querer abrir la puerta, así que me
encogí de hombros y le dije que seguramente habían salido. El me miró muy amoscado,
sabe usted, con recelo, y no debió creerse una palabra porque se puso a golpear la puerta
otra vez, muy impaciente, ya ve, casi me dieron ganas de echarle el pozal de agua encima,
porque aquéllas no eran maneras, no señor, tenía trazas de caballero por lo bien trajeado que
iba, pero vaya modales que gastaba. Al cabo de un rato se cansó de llamar y bajó los tres o
cuatro escalones que le separaban de mí. Cuando vi que se marchaba me retiré al
descansillo para dejarle pasar, no quería incomodarle porque parecía disgustado y con ganas
de pegarle a alguien, pero mire usted, no me dio tiempo a quitar el pozal de en medio, y
¿qué dirá usted que pasó? Pues que la anilla se le enganchó al camal del pantalón y por poco
se me caen encima los dos, el señor y el pozal, con toda el agua de jabón y lejía. Huy, madre
mía la que se armó. ¡Qué de ruido al chocar el pozal de cinc contra la barandilla de hierro.
Yo nunca había oído decir tantos tacos en tan poco tiempo. Se puso todo perdido de agua,
chorreando escaleras abajo, que buen atracón me di luego para recogerla. Me dieron tantos
nervios, que no sabía lo que hacer, ni decir palabra, del susto, y también de los tacos que
soltaba el señor aquel. Así que se hubo ido, recogí toda el agua y subí a ver qué pasaba en la
casa de los Durango, pues ya era raro que con tanto ruido no saliera Regina.
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—Qué buena memoria tiene.
—Huy, si usted supiera todo lo que guardo aquí dentro.
—Y dice que Regina no había salido de casa.
—Yo tenía mis dudas, así que di unos golpecitos en la puerta y llamé despacio a Regina
varias veces, hasta que oí un ruido dentro y volví a llamarla. Entonces escuché su voz detrás
de la puerta preguntando lo que quería, y al decir yo que el señor se había marchado tan
enfadado, me dijo que no podía abrirme porque iba en combinación. Yo le hice ver que si no
se vestía pescaría un resfriado porque estábamos en noviembre y no tenían ni una estufa. Me
acuerdo muy bien de la fecha porque era el día de almas y yo tenía mis tres maripositas toda
la mañana encendidas en una taza de aceite, sabe usted.
—¿Y le abrió por fin?
—¿El qué?
—Regina, que si abrió la puerta.
—Ah, pues mire usted, descorrió el cerrojo, ya ve, con cerrojo echado y todo que estaba la
pobrecilla, y al abrir la puerta me la encontré medio desnuda con la cabeza cubierta de
bigudíes, temblando, no sé si de frío, o de miedo. Le dije que se echara algo encima, pues
aunque la combinación era muy bonita, ni aquel satén ni los encajes la abrigarían lo
suficiente, que nunca había visto una prenda tan elegante como aquella, acostumbrada a las
enaguas blancas de hilo que se llevaban debajo del vestido, y ¿a qué no sabe lo que hizo? Se
fue a su cuarto, quitó la colcha de la cama, una colcha negra con tulipanes pintados, y se la
echó sobre los hombros, ya ve, ni una bata ni una toca que ponerse, nada. De manera que no
me atreví a decirle que se vistiera porque pensé que, a lo mejor, ni un vestido tendría. Y no
crea usted que faltaban detalles en aquella casa. Los muebles eran antiguos, pero qué
muebles, oiga, no los hacen ahora, no señor, grandes, enormes, tallados, con realce, sabe
usted, como un encaje de madera con unos caracolillos enroscados formando cenefas sobre
las puertas del armario, que mire usted, yo no entiendo de estilos, pero allí todo era muy
original, que los Durango tenían su propio estilo y siempre iban por delante de la moda. Y
las lámparas ¡qué lámparas!, con los cristalitos brillantes moviéndose, con esa musiquilla
que salía al chocar un colgante con otro, una preciosidad, ya le digo. La lámpara del
comedor la había hecho el padre de Regina con tubos y botellitas de píldoras, pero sin
píldoras, incoloros, y frascos de medicina de color verde y miel, qué maravilla, y es que
tenían mucha inventiva para todo. Mire usted, llevaban la cabeza llena de rizos y no
gastaban tenacillas, los bigudíes de la señorita Regina no los vendían entonces en
ninguna parte, ni se conocían, y ella se los hizo con cordones eléctricos cortados a trocitos
pequeños, y ya ve, como dentro tenían un alambre, enrollaba un mechoncito de pelo y
doblaba las puntas del cordón para aprisionarlo.
—¡Qué ideal Si le llegan a rozar con algún cable...
—Pues mire usted, luego aparecieron los famosos bigudíes para rizar el cabello y se
parecían bastante a los de Regina, ya le digo, tenía inventiva, en aquella casa se notaba algo
distinto a las demás, todo se lo hacían ellos solos, hasta los visillos calados del comedor los
había tejido la madre con sedalina, que ya es paciencia, y si son las lámparas, las que
colgaban del techo eran obra del padre, pero las pantallitas del dormitorio las cosieron las
hijas, y aunque no servían para alumbrar, quedaban muy bien sobre la mesita de noche con
sus cretonas floreadas y los flecos dorados, unos artistas, ya le digo.
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—Cuánto ingenio malgastado.
—Huy, no señor, de eso nada, que bien bonito estaba el piso lleno de detalles, que ya
cuando entrabas y veías el bengalero pintado de purpurina, con el búcaro de vidrio negro en
la base, te hacías una idea de lo originales que eran aquellos señores, y si es los muebles,
voluminosos y macizos, no como ahora que todo acaba rompiéndose con sólo mirarlo.
—¿Qué le dijo Regina?
—Huy, ella, tan tranquila. Yo imaginé que estaría muerta de miedo, pero no, tan tranquila.
Pasamos al dormitorio porque a mí me hacía muy raro verla con la colcha en el recibidor,
así que me adelanté a su cuarto y allí se sentó en la cama y durante un rato estuvimos
calladas mientras ella manoseaba el escapulario que le salía por debajo de la colcha y
debía llevarlo atado al tirante de la combinación. Y yo, como tonta, sin atreverme a
preguntar nada por miedo a meter la pata.
—¿No le dio ninguna explicación?
—No. Solamente dijo, «voy a colgar un espejo ovalado en la pared del fondo del pasillo,
pero no sé todavía de qué color he de pintar el marco».
—¿Eso fue todo?
—Todo. Huy, me mira usted, como si yo no estuviera en mis cabales, sí, no se me escapa
ese gesto suyo, encuentra raro lo que le digo, como si desbarrase, porque no tengo ni pizca
de memoria y los recuerdos me van y me vienen, pero, ya ve, los detalles me los sé bien. A
lo mejor le parece raro que Regina no tuviera vestido que ponerse para recibir.
—No, si a mí no me extraña nada, se ve que estaban algo locos. Desde luego, lo de la
colchá y la combinación, y lo que me cuenta de los bigudíes resulta rarillo ¿no?
—Huy, no señor, eso es según se mire, lo que pasa es que usted no los ha conocido, que si
no, le parecería normal. Regina se había quedado en casa porque su único vestido de calle
estaba en el tinte, que era otra de las artimañas para que el modelito pareciese otro, ya ve, lo
supe al verla salir aquella misma tarde con el vestido que su hermana Liber se había puesto
por la mañana, tan compuesta, con el pelo rizado igual que si se hubiera hecho la misamplis
en una peluquería, tan paliducha como su madre, que las dos hermanas tenían el rostro
lechoso a fuerza de polvos y con las pestañas muy negras y rizadas. Y al verla me dije, tate,
ahora le toca a Liber quedarse en combinación toda la tarde.
—¿Fue ésa la razón de que no abriera al visitante, no tener nada que ponerse encima?
—Uno de los motivos, si bien se mira, porque tampoco quería ver a aquel señor, y me dijo
que si volvía por allí le informara de que la familia Durango se había ido a vivir a otra parte.
—¿No le aclaró la razón?
—A mí me extrañó, aunque, para qué le voy a mentir, supuse que se trataba de un
cobrador, o mejor dicho, un acree, acree...
—Acreedor.
—Pues eso, que además no sería el único. Después de ver a la pobrecilla temblando de
frío, sin tener una bata que ponerse y con las uñas pintadas y largas, y el mejunje de la cara,
siempre pintarrajeada, ¡qué me iba a extrañar ya!
—Vivían de apariencias, ¿quiere decir eso?
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—Pues mire usted, la madre no tenía otro afán que casarlas, es lo que yo digo, y siempre
estaban en plan de escaparate. En la casa de enfrente, un edificio nuevo de ocho plantas con
ascensor y calefacción, de lujo, sabe usted, vivía un joven que, según me dijeron ellas luego,
estudiaba para médico, o algo así, y la señora Durango en cuanto lo veía asomarse a la
ventana, hacia salir a las hijas al balcón, así cayesen rayos de punta.
—¿Para qué?
—¿Cómo que para qué? Quería que el muchacho se fijase en ellas.
—¿Que ligasen?
—¿Ligasen?
—Sí, que hicieran amistad.
—Más que eso, oiga, la madre buscaba casarlas pronto y bien, y no desperdiciaba ocasión.
—Es gracioso. Y ¿ligaron?
—Huy, ya lo creo, hasta se hicieron medio novios. Regina era algo feúcha, pero tenía
encanto.
—¿Regina? ¿Pero es que fue Regina la que...?
—Huy, sí señor, Regina. Luego se hizo novio de Liber, pero eso fue mucho después. Ya
ve, desde el balcón, no sé qué le haría ni qué le diría Regina, porque de guapa no tenía nada,
con una nariz demasiado grande, como la de sus hermanos, que en eso era una Durango, y
en la cara tan pequeña sólo se le veía nariz, aunque la boca también parecía un buzón de
correos, con aquella risa siempre a punto, porque eso sí, a simpática no la ganaba nadie, y
mire usted, si no se reía, apenas se daba uno cuenta, que ella salía a la calle con su boquita
de piñón bien dibujada y los trozos de labio que le quedaban fuera, sin pintar, los escondía
debajo de una gruesa capa de polvos. El caso es que al poco de verse con el vecino, me dijo
su madre que eran novios.
—Debían de estar muy aburridos en aquel entonces, para asomarse al balcón y pasar allí
las horas muertas.
—Es lo que yo digo, las cosas han cambiado tanto. La casa donde vivíamos estaba
rodeada de solares, ya ve, apenas se veían edificios en esta calle, y coches no digamos, era
una novedad ver pasar un automóvil negro de los que se estilaban. El coche del alcalde lo
conocíamos todos, y eso que yo nunca supe de marcas ni de nada, pero es que no se veía
otro igual. La gente se asomaba a la ventana, o al balcón.
—¿Y se casaron?
—¿Quiénes?
—Regina y el chico aquel.
—Huy, no señor, va usted muy deprisa, ¿se le hace tarde?
—No, no tengo prisa. ¿Se le ha pasado del todo el mareo?
—Me encuentro muy bien, sí, muy bien. Y qué amable ha sido de escucharme tanto rato,
porque, mire usted, son historias que a nadie interesan. Los Durango que conocí han muerto
ya.
—Pero quedan los hijos, los nietos.
—A ésos ya ni les veo. Mi hijo trabajó para ellos. Le pagaban bien, pero no es lo mismo.
Y no es que yo diga que le tratasen mal, de haber seguido con ellos.
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—¿Se ha ido de la empresa por voluntad propia?
—Pues mire usted, no estoy enterada. Mi nuera dice que debía de continuar el negocio, y
ya ve, los hijos van a lo suyo, con tantos líos de familia, tantas desgracias y malos
entendimientos, ha ocurrido lo que tenía que ocurrir.
—Don Luis, si no me equivoco, es el fundador de la empresa, ¿no? Y aunque tuvo muchos
hijos, ninguno parece dispuesto a seguir adelante. Hace algún tiempo circuló la noticia de
que el nieto mayor de los Durango, el hijo de don Luis se había suicidado.
—¿Algún tiempo? ¡Qué cosas dice usted! Casi veinte años, sí señor, algo oí decir de aquel
desgraciado, porque, si bien se mira era un desgraciado y no se podía esperar otra cosa de él.
—¿Por qué?
—Mire usted, yo sólo conocí a los Durango que vivían en el primero. Luego, los hijos se
marcharon cada uno por su lado. Don Luis fue el que dio vida a este edificio, y ahora, ya ve,
van a derribarlo. Los nietos no quieren saber nada y si es el hijo de don Luis, el único
Durango que sigue en el negocio, es medio tonto.
—Tonto o no, mantiene el pleito por intereses particulares, muy materiales.
—Yo en esas cosas ni entro ni salgo, sabe usted, pero entre todos acabarán derribándolo.
—Es lo mejor que pueden hacer. Está en ruinas, no hay más que verlo.
—Pero es lo que yo digo, dar una paga resulta más sencillo, si bien se mira, una paga, y
allá te las compongas, después de tantos años de servir a la empresa.
—Si el hijo no quiere continuar con el negocio, sus razones tendrá.
—Huy, no es ni sombra de su padre.
—El solar vale mucho. No necesitarán trabajar, invirtiendo el dinero podrán vivir de las
rentas toda la vida. Es comprensible, pero ¿qué será de los hombres que han hecho la
empresa?
—Es lo que yo digo, esos hombres tienen su mérito, y no es porque mi hijo sea uno de
ellos, porque mire usted, dicen que don Luis fue muy listo, y a mí nunca me lo pareció, ya
ve, como entonces, cuando yo estaba en la portería, él no hacía otra cosa que dar la cara por
el padre, si alguien iba a buscarle con malos modos, que mire usted, con verles, ya tenía yo
idea de a lo que venían, porque en los ojos se les notaba el enfado y que no eran amigos de
la familia.
—¿Hizo alguna estafa el padre de don Luis?
—No sabría decirle, pero nada bueno sería cuando aquel señor volvió acompañado de un
guardia.
—¿Se refiere al señor que tiró el cubo con el que estaba usted fregando la escalera?
—Huy, sí señor, sí. Vino otro día y aunque no me preguntó nada, al verle subir la escalera,
pensé que debía avisarle de que la familia Durango no vivía allí, tal como me lo habían
advertido ellos después, así que se lo dije. Pero el señor aquel no me hizo ningún caso,
siguió subiendo y luego dio un timbrazo tras otro. Como no salió nadie a abrir, volvió
a bajar y me dijo que sabía que estaban en casa porque había visto a la señorita Liber en el
balcón, y que yo era una mentirosa y que me llevarían a la cárcel por encubrir a aquella
gente. Luego se marchó y no volvió hasta el otro día que se hizo acompañar por el guardia,
sabe usted, buen susto me dio al verle aparecer de pronto, aunque me fui para adentro,
pensando que entre lo del pozal de agua y la mentira, al guardia lo traía por mí, ya le
digo.
17
—¿Y les abrieron la puerta?
—Esta vez sí, y hasta les hizo entrar, por más que yo creía que del umbral no pasarían.
Fue don Luis, el hijo, quien les abrió. Yo, mire usted, tan asustada estaba, que ni me atrevía
a salir de la garita, pero al oír la puerta que se abría, me asomé y subí varios escalones, por
si pasaba algo, ya ve, y oí cómo preguntaban a don Luis si vivía allí el señor don Agustín
Durango, que así se llamaba su padre, y ¿a que no se imagina lo que contestó?, yo me
quedé pasmada, de lo bien que supo disimular, porque la voz de don Luis era muy firme,
sabe usted, muy templada y muy viril, y así, sin temblar ni dudar, les dijo que ese señor que
buscaban, el señor Durango, era su padre y había muerto hacía mucho y que le extrañaba
tanto que preguntaran por él a estas alturas.
—¿Y el señor se tragó la historia?
—De eso ya no sabría decirle. Don Luis les hizo pasar a los dos y no me fue posible
escuchar lo que hablaron, luego, como yo estaba a mis cosas, ni me fijé si bajaban o no.
Desde luego, no volví a verles aparecer por allí. A la mañana siguiente, cuando vi a la
señorita Liber, le pregunté por su padre. Tan intrigada me dejó aquello de que si se había
muerto, que no pude evitarlo, sabe usted, y Liber se me quedó mirando extrañada. Yo
entonces le aclaré «Como no he visto a su padre salir a la calle en todos estos días...» y ella
dijo, «Ah, bueno, porque no le gusta ir de paseo». Eso era verdad, ya le digo, las chicas
salían con su madre siempre, aunque nunca he sabido lo que haría el señor Durango en su
casa a todas horas, ni de qué vivían.
—¿Las hijas no trabajaban?
—¿Trabajar? Huy, hijo, lo único que les preocupaba era encontrar marido, que si bien se
mira, no servían para otra cosa, muy simpáticas y cariñosas sí eran, pero de trabajar nada, ni
el polvo de su casa quitaban, porque hay que ver el polvo y la pelusa que se acumulaban
debajo de aquellos muebles tan buenos y elegantes, mucha mierda, sabe usted, pero cuando
salían a la calle nadie podía imaginarlo, tan arregladitas y tan retocadas, como princesas, y
luego, eso sí, una simpatía grande, que mire usted, a mí algunos vecinos me protestaban de
que si la escalera olía a comida, de que no debía ocurrírseme guisar con esos aceites tan
malos, ya ve, malos, de soja, y es lo que yo digo, ahora la recomiendan los médicos, dicen
que es mejor que el aceite de oliva, pero mire usted, ni hervir repollo podía por aquello del
mal olor, ni que una no tuviese derecho a comer lo que los demás, porque yo tenía que
guisar en la garita, a ver dónde si no, y ya le digo, a la señorita Regina le encantaban mis
guisos, aunque oliesen a demonios, siempre decía «Ay, señora Consuelo, se me abre el
apetito con ese olorcito tan bueno».
—¿Qué trabajo hacían los hijos?
—¿De qué hijos me habla?
—De los hermanos de la señorita Liber y Regina. Veo que le sorprende mi curiosidad.
—¿Conoce a esa familia?
—He oído muchas historias sobre los Durango, y siempre me han intrigado.
18
—Mire usted, a mí no me parece mal que me pregunten, sólo es que no estoy
acostumbrada a que me escuchen, sabe usted, si empiezo a hablar con mis hijos de estas
cosas, dicen que chocheo y que son chismes, y, si bien se mira, es historia, pero a ellos no
les interesa saber nada de nadie, están deshumanizados, sabe usted, porque si una no sintiera
curiosidad por los demás, qué iba a hacer una. Hoy se vive de tal manera, que ni se conocen
los vecinos de una misma casa, ya ve, esos edificios tan altos, llenos de pisos, que es lo que
yo digo, de cualquier rincón te hacen un piso, y luego, los ascensores que te suben y te
bajan, y el portero uniformado que ni siquiera sabe el nombre de todos los inquilinos, y así
pasa que si se muere uno solo, ni se enteran. Usted dirá que soy una pesada, pero mire usted,
éste es mi rato libre, me vengo aquí todos los días, a tomar el aire y a ver si charlo con
alguien. ¿Ve a aquellos viejecitos sentados en el banco, junto al magnolio? Los conozco a
todos.
—A lo mejor estoy estorbando y sus amigos no se acercan,
—Huy, no señor no, usted no molesta, que es muy majo. Me recuerda a mi nieto, aunque
él es más huraño. Mi nieto ha estudiado una carrera, seguro que usted también, se le nota,
pero lo que no haría mi nieto por nada en el mundo es sentarse en un banco de la Gran Vía y
escuchar lo que dice una vieja como yo, no señor, no crea que es normal que un muchacho
de su edad se siente al lado de una persona mayor, huy, si les molesta mucho, mire usted,
algunas tardes, si veo a un muchacho tomando el sol, pocas veces, ya ve, porque ahora los
jóvenes huyen del sol, pues me acerco y le doy las buenas tardes, como manda la buena
educación, pero ellos no levantan nunca la cabeza para mirar de frente, y al poco rato se
marchan sin decir ni pío, ya ve. Oiga, ¿no será usted periodista?
—No señora.
—Como le vi salir del edificio ése y ahora todos los periódicos hablan de él, hasta salen
fotografías de la fachada, pero no se ría usted, parece tan interesado en saber de los Durango
que, ya le digo, podría ser un periodista.
—He oído hablar de la familia en muchas ocasiones; siempre me ha atraído conocerles de
cerca, eso es todo. Además, toda esa historia de que no tenían un céntimo y de la nada...
—Mire usted, de la nada, lo que se dice de la nada, no. Fue don Luis quien hizo el dinero.
Su hermano era un bohemio, sabe usted, se casó, o se lió con una, y algún tiempo después se
marchó al extranjero.
—Y ya no volvió.
—Huy, no señor, se murió allí. Ya casi no me acuerdo de él porque le vi pocas veces.
—Dicen que don Luis no quiso darle luego participación en el negocio a su hijo, me
refiero al hijo de don Agustín.
—Huy, qué cosas, cómo iba a darle, si no era una herencia. Don Luis creó la empresa, el
solito, que es lo que yo digo, de su padre no heredó más que deudas, puede estar seguro, y,
si bien se mira, su hermano no participó en nada porque siempre estuvo fuera, sin
preocuparse para nada de su familia durante años, sólo hubiera faltado que al regresar
el hijo de don Agustín se hiciera el amo. No señor, no. ¿Cómo iba a darle parte? A mí me
parece que hizo bien.
—Pero, don Agustín era su hermano, al fin y al cabo.
—Don Agustín no volvió, sabe usted, así que don Luis obró bien, que para eso tenía sus
propios hijos, y es lo que yo digo, no iba a quitarles el pan para dárselo a su hermano, con lo
bohemio que era.
19
—Sí, tuvo bastantes hijos, ¿no?
—Huy, vaya que si eran bastantes, y por si fuera poco, dos de ellos tontos.
—He oído decir que se casó con una prima suya.
—Huy, no señor, no era prima suya, eso lo dijeron para justificar lo de los hijos tontos,
sabe usted, que, si bien se mira, salieron a su madre, o sea a la mujer de don Luis, que a mí
nunca me pareció una persona en sus cabales.
—Aparte de los dos hijos tontos, había otro chico ¿no?
—Sí señor, aquel pobrecillo que se mató, el seminarista, ya ve, el único que hubiera
servido para el negocio y se le ocurre suicidarse, fue una desgracia muy grande, si bien se
mira, y todo por culpa de su primo Agustín, y don Luis no se recuperó nunca de aquel
disgusto, sabe usted.
—¿Tampoco dio participación a sus hermanas? Me refiero al negocio de don Luis,
¿obtenían algún beneficio las hermanas?
—Mire usted, ahí ya, ni entro ni salgo, que a Liber bien podía haberla ayudado, buena
falta le hacia, es lo que yo digo, no tuvieron suerte esas chicas después de tanto que la
buscaron. Liber mal casada, sabe usted, y si es Regina, tan joven, y con una tuberculosis
galopante que la llevó a la tumba.
—¿Regina? ¿La que le decía aquello de...?
—Huy, sí, pobrecilla, bien que me acuerdo de lo que le gustaban mis guisos. Era feúcha
pero simpática y hay que ver la de pretendientes que tenía. Más de una vez bajó de puntillas
la escalera para decirme: «Señora Consuelo, vengo a pedirle un favor. Ese chico que está en
la acera del Banco de V., el que lleva bastón, me espera, pero no voy a salir con él y no
quisiera que me viera. ¿Quiere darle un recado?» Y me hizo decirle al muchacho aquel,
porque sólo era un muchacho, mire usted, que no la esperase, pues estaba enferma. Yo le
dije que eso no me parecía bien, ya que la enfermedad y la muerte no se deben inventar, es
lo que yo digo, que cuando vienen por sí solas bastante hace uno de combatirlas, pero ella
no se inmutó, sabe usted, sólo se encogió de hombros, mientras decía «pues cuéntele
cualquier cosa».
—¿Era por el novio?
—¿Qué novio?
—¿No era Regina la novia del vecino que se asomaba al balcón?
—Huy, sí señor, la novia. Yo pensé que lo quería espantar por el novio, para que no se
enterase. Aquella tarde la vi bajar muy compuesta, el vestido beige teñido de marrón, sabe
usted, y los zapatos a juego, también debían de ser teñidos, con mucho tacón, ya le digo, le
gustaba parecer alta, que no lo era, y me sonrió cuando le dije «ya se lo espanté, si viera qué
cara me ha puesto, si hasta se fue preocupado porque le conté que tuvo usted que irse con su
padre de viaje». Mire usted, yo le daba conversación para ver si ella me aclaraba algo, que
me hubiese gustado saber adonde iba, pero Regina sonreía todo el rato, y luego se marchó
sin decir esta boca es mía, es lo que yo digo, se ve que no le interesaría aquel muchacho por
lo joven que era, seguramente no tendría nada resuelto para casarse que era lo que ellas
buscaban, sabe usted.
—Pero tampoco se casó con el vecino, con Pepe.
20
—Lo más normal hubiera sido eso, aunque si bien se mira, los Durango no se
comportaban normalmente, ya le digo, el vecino era propietario del edificio de enfrente, o
hijo del propietario, que es lo mismo, y estudiaba para, no sé qué cosa, para lo que fuera.
—Médico.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo ha dicho usted antes.
—Entonces será eso, médico, ya le digo, estudiaba no sé cuándo ni cómo porque siempre
se le veía en la ventana.
—¿A qué edificio se refiere cuando dice que era propietario, al de los Durango?
—El mismo, sí señor. Los Durango entonces no eran más que unos inquilinos, por eso
tanto Regina como Liber tenían los ojos puestos en el vecino, dueño de todos los pisos, sabe
usted.
—Pero, ¿no dice que él vivía en la casa de enfrente, o sea en el otro edificio?
—Huy, hijo, me parece que se está armando un lío. El propietario de la casa, no vivía en la
finca, sabe usted, tenía otro piso en el edificio de en frente, que es donde las señoritas
Durango le veían asomarse. Era lo natural, si bien se mira, porque su familia tenía dinero y,
ya le digo, eligieron un piso más grande y más nuevo, con ascensor y todo.
—¿Así que la propiedad de los Durango les llegó por mediación de Regina?
—Huy, no señor, no, corre demasiado, es más complicado, ya le digo, la pobre Regina se
murió muy joven, le dio una galopante, se fue en unos días, una lástima, mire usted, yo le
tenía aprecio.
—¿Cómo vino a parar el edificio a manos de la familia? ¿Por el marido?
—No, si Regina murió soltera, no llegó a casarse.
—Entonces...
—Huy, si llevaban un lío. Si yo le contara, mire usted, la noche antes de enterrarla subí a
hacer la vela. Casi no se podía respirar en la casa de tantas coronas de claveles y calas
blancas puestas por todas partes, en el recibidor y en el dormitorio, hasta el pasillo estaba
atiborrado, sabe usted, y ella parecía un ángel dentro de una túnica blanca, talmente un
ángel, dulce y buena como era. Y Pepe medio muerto de pena. No me sorprendió
encontrármelo allí, sabiendo lo que sabía, ya ve, ni me asombré de notarle apesadumbrado,
siendo su novio. Lo de las coronas sí que me sorprendió porque, si bien se mira, los
Durango no tenían dinero para tanto y aunque aparentaban, ya le digo, era demasiado
despilfarro para que se lo llevara la muerta. La madre de Regina debió notar que aquel
derroche me extrañaba y me explicó que todos los gastos corrían a cargo del novio de
Regina que había querido darle un entierro de primera. Y yo, le dije que era lo normal
porque muchachas como Regina habrían pocas, y a él se le veía muy enamorado. Me di
cuenta de que me miraba de una manera muy rara, ya ve, y al fin me preguntó si yo conocía
al novio, y al responderle «claro que le conozco», se puso a hablar de otras cosas, y a mí
se me antojó algo raro aquel gesto, pero, ya le digo, me senté cerca del ataúd y no pude
dejar de mirar al vecino que tenía los ojos llorosos y de vez en cuando se pasaba un pañuelo
por la cara, de lo empapadas que tenía las mejillas, y yo, diciendo para mí «pobrecillo,
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qué desengaño, sin comerlo ni beberlo, y se le va la novia, tan joven», y me compadecía
de él, ya ve usted, porque a pesar de ser joven, rico y guapo, debía sentirse muy
desgraciado. Fueron llegando otros vecinos, algunos se quedaban un rato, otros se
marchaban en seguida, después de acompañarle en el sentimiento y dar ánimos a la familia,
que es lo que se hace en estos casos, y a mí me chocaba que al vecino no le daba nadie el
pésame, a pesar de lo acongojado que estaba y después del gasto que había hecho, y todavía
me daba más pena que de los parientes de Regina, no podía remediarlo, mire usted, me pasé
la noche rezando junto al ataúd y cuando amaneció me quedé medio traspuesta, con ese
sueño que le hace a uno cabecear y le pone la saliva dulce dentro de la boca, pero al poco un
ruidecito metálico me despertó. Cuando abrí los ojos vi a Liber mirando por la ventana y
luego la oyó chascar la lengua, sabe usted, y levanté la cabeza para ver qué pasaba, y casi
me cegó la luz que entraba por la ventana porque habían descorrido los visillos, el roce de
las anillas sobre la varilla de latón debió ser el ruidecito que medio oí en sueños. Una de las
hojas de la ventana aparecía completamente abierta. Entonces me di cuenta de que estaban
todos nerviosos, yendo de un lado para otro, y me extrañó que el vecino, Pepe, no estuviera
ya, siendo así que dentro de poco iban a llevársela al cementerio. La casa empezó a llenarse
de gente otra vez, todos los vecinos estaban allí y hasta la hermana del párroco, la mar de
apenados, porque la muerte de una joven, hay que ver cómo entristece, y viendo que Liber
se movía impaciente entre corona y corona, sin quitar los ojos del reloj, pregunté en voz
baja a una vecina. «¿Qué les pasa, es porque se acerca la hora?» La vecina me susurró
que la hora se pasaba ya. «¿No nota usted el olor?» Yo le dije que el olor era por los claveles
y las calas que llenaban la casa, pero la vecina dio un respingo al oírme, como si pensara,
«vaya olfato malo que tiene usted», y me explicó que «tenían que enterrarla ayer por la
tarde», «como no se la lleven pronto no vamos a poder ni respirar, son demasiadas horas
ya», y al ver que yo no preguntaba nada más, aunque todo aquello me sorprendía, dijo:
«Si es que esperan al novio que viene de muy lejos, y como es el pagano, no quieren hacerle
el feo». Me quedé de una pieza, ya ve usted. «¿El novio? ¿Qué novio? ¿Es que el vecino,
Pepe, no era el novio?», le pregunté, y la señora bajó todavía más la voz porque no dejaban
de llegar amigos de la familia, y me explicó que Regina tenía novio de antes de venir a vivir
aquí, pero que últimamente él había tenido que irse al extranjero y que pensaba casarse
pronto, que don Pepe era sólo un amigo de los Durango. Pensé para mí, pues para ser amigo
solamente, bien que la ha llorado, pero no dije nada.
—El novio, sin duda, sería el muchacho aquel que una vez dejó plantado frente a su casa.
—Huy, no señor. Eso creí al primer pronto, sabe usted, por un instante, el instante que
tardó en llegar el verdadero novio, que era rubio, muy alto y, nunca le había visto antes. Un
lío, ya le digo. Con los Durango no se podía estar seguro de nada.
—Sí que eran desconcertantes.
—Si yo le contara... Con los pisos, otro lío, porque el dueño, Pepe, muy amigo sí era, pero
hasta el punto de dejárselo todo, si bien se mira, es ser mucho novio. Cuando estalló la
guerra tuvo que ir al frente, como tantos, y durante algún tiempo escribía cartas a Liber.
—¿A Liber?
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—Se hicieron novios de la noche a la mañana, ya ve usted, yo me creía que Pepe estaba
loco por Regina y resulta que no, según me dijo la madre, siempre había querido a Liber,
que lo de Regina sólo fue cariño de hermanos, sabe usted, eso dijo la madre.
—Total, que él estaba empeñado en emparentar con una Durango.
—Liber se comportaba como si fuera su novia, que buenos apretones le daba delante de
todos y aunque no hiciera más que eso, mire usted, dio que hablar lo suyo, que no se andaba
con remilgos cuando quería algo, pero, es lo que yo digo, con la señorita Liber ocurrió otro
tanto, a fuerza de ir con unos y otros no podía saberse quién era más novio, porque ella sólo
pensaba en casarse y se ve que iba a barajarlos a unos y otros a ver quién le pedía antes
matrimonio, que no era mala chica, sabe usted, salía con chicos, se dejaba querer para que
ellos se decidieran pronto, pero nada más.
—¿Y se casó, al fin?
—Huy, ya lo creo que se casó, pero no con Pepe, mire usted, el vecino no volvió del
frente. Durante algún tiempo, los Durango andaron preocupados al no saber nada del chico,
si había muerto o qué.
—¿No tenía familia?
—Sus padres eran ancianos, sabe usted, y sólo le tenían a él, por eso le echaron el guante
los Durango, no se les escapó, no señor, hijo único y con dinero, es lo que yo digo, un buen
partido para las hijas.
—Sin embargo, se ve que no les salió bien.
—No tuvieron suerte esas chicas, no señor. Liber no se casó con él, pero los Durango se
hicieron con todos los pisos.
—¿Cómo lo consiguieron?
—Mire usted, yo no entiendo de leyes, ya le digo, fue un lío, un lío de tantos, y ahí, ni
entro ni salgo, ya ve, a lo mejor es que Pepe al irse al frente, por si le ocurría algo, hizo
testamento a favor de Liber, que si bien se mira es lo normal, o don Luis se los compró a la
familia por cuatro chavos. Yo de esos chanchullos no entiendo. El caso es que se hicieron
con todo el edificio de la noche a la mañana.
—Si no tenían dinero, ¿cómo iba a comprarlo don Luis?
—Pues mire usted, eso era antes de la guerra, lo de no tener dinero. Luego, sí, luego
cambiaron mucho las cosas, ya ve, de la noche a la mañana se hicieron ricos. Yo no digo que
no tuviera talento don Luis, porque ha sabido hacer negocios y eso tiene su mérito, si bien
se mira, ahora, de cómo empezó todo, si fue honrado o no, ahí, ni entro ni salgo.
—No fue muy honesto si dejó a los hermanos fuera.
—Liber no tocó ni un céntimo de aquel dinero, que bien mal lo ha pasado con el marido
que eligió, que ni fue marido ni nada, mire usted, un desgraciado, eso es lo que era.
—Así que, después de tanto flirtear, se casó mal.
—Huy, hijo, el matrimonio es como el bastón de ciego que después de dar palos al aire,
acierta o no acierta. Y la buena de Liber no acertó. Era una romántica, ya ve, una romántica,
es lo que yo digo, no olvidó nunca al vecino. A usted le choca todo esto y sonríe, y a lo
mejor piensa que me invento la mitad de las cosas, pero mire usted, yo no le hablaría así,
23
de no saberlo de buena tinta. He sido casi de la familia porque he estado cerca de los
Durango muchos años, en los ratos buenos y en los malos, que de todo ha habido. Les
conocí en la miseria y en la prosperidad. He sabido sus pecados y sus desgracias, diga usted
que lo que yo no he logrado saber, a lo mejor no lo saben ni ellos. La señora Durango tuvo
una penosa vejez y me hizo su confidente, sabe usted, hasta me dio las cartas de la hija, ya
ve, tenía más confianza conmigo que con sus hijos. Huy, si usted supiera, la de veces que
me ha llorado sus quejas, cuando no le hacían caso, viuda y anciana.
—Dicen que bebía mucho.
—Pues mire usted, ¿para qué voy a mentirle? Bebía demasiado, no sé cómo resistía tanto,
aunque, es lo que yo digo, sus razones tenía. Al reformar el edificio pusieron ascensor y
portero uniformado, ya ve, me quedé sin empleo y para compensarme me dieron trabajo de
asistenta. Iba todos los días a su casa y a mi hijo lo colocaron en la empresa. Mi hijo es
perito, perito mercantil, sabe usted, y de siempre les ha llevado la contabilidad. Ahora mis
nietos se burlan cuando les hablo de estas cosas, y dicen que por qué guardo las cartas que
me dio doña Regina, «ni que fueran billetes verdes», me dicen, y es que ellos sólo valoran el
dinero, es lo que yo digo, se han perdido los sentimientos, no comprenden que para mí esas
cartas valen más que el dinero, sabe usted, no sólo por la confianza que la señora depositó
en mí, sino por lo que escribieron personas que ya han muerto. Son de Liber casi todas,
pero también hay algunas del hijo de doña Regina, de Agustín, el que se fue al extranjero, y
del marido y la suegra de Liber.
—Me ha dicho usted que Agustín era el mayor, ¿no?
—Sí señor, un bohemio, buena persona, pero, mire usted, sólo le gustaba pintar.
—El hijo no es pintor.
—¿Conoce a su hijo Agustín? También se llama Agustín. Yo apenas le conozco, seguro
que si le viera no le reconocería, ya ve, mi nieto anda diciendo que es una gran persona, que
vale mucho, seguramente porque piensa como los jóvenes, y mi nieto es joven, ya ve, dice
que don Luis hizo a sus hijos a su modo, a su medida, quiero decir, y por eso nunca tuvieron
opinión, y es lo que yo digo, las cosas, según se miren son.
—¿No eran mongólicos los hijos de don Luis?
—Querrá usted decir que eran tontos. Sí señor, una desgracia, los chicos, dos de ellos, le
salieron tontos, y por si fuera poco, el mayor, el segundo, que lo primero que tuvieron fue
una hija, pues, ya le digo, el mayor de los chicos, el único normal, se hizo cura, y luego, ya
ve lo que le pasó, tan joven y suicidarse, una lástima, sí señor. Pero las chicas, tan guapas y
distinguidas, se casaron bien.
—También se casaron los mongólicos, ¿no?
—Uno sí, el más normal, sólo era algo retrasadillo, sabe usted.
—¿Oligofrénico?
—Huy, ya tanto no sabría decirle. Para mí, mire usted, normal. Yo no le notaba nada. Al
otro sí, tenía la cabeza grande y fea, y los ojos en línea recta, de mirada quieta, una
desgracia, sí señor, y se murió, que si bien se mira fue una gran desgracia, digan lo que
digan. Pero Mateo se casó.
—¿A pesar de que era tonto? Es una desfachatez, ¿no?
24
—Diga usted que sí, pero mire, como tenía dinero. Don Luis, después de lo que pasó con
el mayor, con Lucas, quiso que su apellido continuara y eso no podía ser con las hijas, digo
yo que lo casarían por eso, por la descendencia.
—¿Mateo tuvo hijos?
—Huy, ya lo creo que tuvo, la mujer trajo un niño al mundo, ahora que si era Mateo el
padre, ahí ya, ni entro ni salgo, que no hay que creer en las murmuraciones y, ya le digo,
Mateo tonto será, pero no se le nota, bien apuesto que es, y si lo viera jugar al tenis.
—¡Qué familia! Parece que se dedican a coleccionar seres inútiles.
—Ya ve, en las familias numerosas hay de todo. ¿De qué le estaba yo hablando? Ah, sí, de
la señorita Liber, tan buena moza, tan romántica que mire usted, no se podía hacer una idea
de lo que iba a ser el matrimonio, porque se casó en guerra, en medio de bombardeos.
Además que entonces la situación era peor que nunca, si bien se mira, y Liber se sentía muy
sola después de la muerte de su hermana Regina, tan unidas como estaban, y al estallar
la guerra se quedó la pobrecilla sola con sus padres ya viejos, y la madre no levantó cabeza
desde que perdió a Regina, sabe usted, de tanto que la quería, y por si fuera poco, va y Pepe,
el vecino, se marcha al frente y, de la noche a la mañana dejaron de llegar cartas, ya ve, son
cosas que ocurrieron durante la guerra. De repente se perdía la pista de una persona y nunca
más volvíamos a saber de ella. Algunos regresaron y pudieron rehacer su vida, ya le digo,
pero no fue el caso de Pepe, y Liber debió de sufrir mucho, con sus padres mayores y los
hermanos ausentes. Muchas veces no tenían nada que llevarse a la boca, hasta el extremo de
que doña Regina se vio precisada a sacar del arcón una mantelería de hilo bordada a mano y
varios juegos de cama con puntillas hechas a bolillos, todo muy primoroso, oliendo a
naftalina y amarilleando por los años que habían estado guardados, pero muy nuevo y muy
bueno, ya ve, y su hija Liber se lo vendió a unas amigas que había conocido en el hospital.
Y también las alhajas, una esclava y un anillo de oro con tres piedrecitas en línea recta, un
tresillo, sabe usted, que del dije que llevaba siempre en el anular, con la cabeza de su marido
y el nudo de la corbata asomándole no se desprendió nunca, y aquellas alhajas se las dio a la
mujer del tendero a cambio de carne y huevos, ya ve, lo recuerdo bien, y si viera la ansiedad
con que me preguntaba la pobrecilla de Liber si había llegado alguna carta para ella. Eran
tiempos malos y quien no los ha vivido no puede apreciar la paz que hemos disfrutado
durante años, no señor. Esperando, pasó la juventud, y luego, ya ve, luego se casó con un
muchacho que no la merecía, no señor, y lo que sufrió. Como estábamos en plena guerra,
fue un matrimonio algo raro, sabe usted.
—¿Se casó en guerra? Pues tampoco esperó mucho al novio. Quiero decir que no esperó a
que Pepe regresara.
—Como no llegaban noticias.
—Mientras hubiese guerra siempre existía posibilidad de que estuviera vivo, ¿no?
—Huy, ya lo creo, así les pasó a muchos, pero no a la señorita Liber. Ella estaba muy
apenada, la situación era mala, y siendo tan joven, ya ve, además, si bien se mira, era lo
normal que se casara. Iba a los hospitales para ayudar, y que la ayudaran, porque ya le digo
que la situación no podía ser peor. Allí conoció a un muchacho muy apuesto y de buena
familia, por lo que luego supimos, y se casaron en seguida, al cabo de unas semanas, ya ve,
una boda de esas precipitadas, de películas. Yo me enteré después, cuando él se repuso y lo
trajeron a casa, porque se habían casado en el hospital, sin mucha ceremonia, sabe usted,
cosas de la guerra.
25
—Un romance, por lo que se ve.
—Huy, sí señor, un romance, sólo que luego acabó mal. El muchacho estaba herido y bien
herido, pero no fue eso lo peor. Lo peor es que no podía dejarse ver. Era falangista, sabe
usted, y como esto era zona roja, que, si bien se mira, Liber se portó con valentía al
atreverse a sacarlo de allí y todo. Consiguieron que un cura amigo del muchacho les casara,
porque los Durango no tenían amigos en la iglesia, ya ve.
—¿No me ha dicho antes que la señora Durango iba mucho a la iglesia?
—Eso fue después, cuando cambiaron las cosas y el señorito Luis sacó a flote a la familia.
Antes, no, huy, no señor, no, los padres de don Luis tan educados y tan liberales, no querían
saber nada con los curas, luego sí, luego hasta se pusieron santos y crucifijos por toda la
casa, y todos eran devotos y rezadores, ya ve usted, no hay nada como pasarlo mal para
aprender a bailar al son que a uno le tocan, pero ya me estoy yendo, ¿por dónde iba?
—Hablaba de la boda de Liber.
—Ah, sí, pues, ya le digo, el cura que los casó vestía de paisano, y aunque la ceremonia
fue un acto de verdad, según me explicó luego doña Regina, con los juramentos y la biblia y
todo lo que hay que hacer, la familia del muchacho, cuando lo supo, se negó a reconocer el
matrimonio, y eso que tenían tanto que agradecerle a Liber, porque de no ser por ella, no lo
hubiera contado, no señor. Aquel muchacho estaba perseguido y tuvieron que sacarle del
hospital vestido de mujer. Se extraña usted, pero no le miento, lo vi con mis propios ojos.
—¿Por qué de mujer, precisamente?
—Mire usted, si le hubiesen vestido de otra cosa a lo mejor le reconocían, o le pedían
documentación, es lo que yo digo, y como era falangista, se jugaba el cuello en aquellos
momentos, así que le vistieron de mujer. Y qué bien lo harían que ni yo me di cuenta de
nada. Días después me dijo la señora Durango que Liber se había casado y yo le pregunté
«¿Cómo ha sido eso, si yo no la he visto salir de novia?», mire usted, no quise averiguar
quién era el novio para no ponerla en un aprieto, con los cambios y cambalaches que ya
sabía llevaban las dos hermanas, así que me dije, si es Pepe que ha vuelto para casarse con
Liber, bienvenido sea, y si es otro, pues lo mismo. Entonces me contó de las peripecias de la
boda, del disfraz, del hospital... De película, ya le digo, y me di cuenta de que no hablaba de
Pepe, de manera que pensé «tate, ya ha pescao a otro».
—Buena maña se ve que tenían.
—Huy, ya lo creo, aunque, mire usted, no le sirvió mucho en el matrimonio, que bien mal
lo pasó luego. Los padres pensaron que el casamiento de la hija iba a sacarles de apuros, y
no fue así, no señor, todo lo contrario. La de veces que oí llorar a Liber, y para colmo el
niño nació mal.
—¿Qué niño?
—El de Liber, ya ve usted, no podía nacer de otra manera, entre bombardeos, y con la
escasez que había de todo.
—¿Pero es que el niño nació en guerra?
—Pues mire usted, sí señor, en guerra ¿de qué se extraña?
—Como hablaba del novio, de Pepe, que era su novio cuando la sublevación del dieciocho
de julio.
26
—Huy, lo de Pepe venía de mucho antes.
—Sí, de antes. Pero se fue a la guerra y le esperó. Luego se casó con otro y hasta tuvo un
hijo. En tres años que duró la guerra hay que ver la prisa que se dio.
—Tiene usted razón, si bien se mira, pero es que el hijo fue esto... prematuro, sabe usted,
nació antes de los nueve meses debido a los sobresaltos. No puede imaginarse qué tiempos
eran. Colas para conseguir un poco de alimento, sirenas y refugios, una alarma constante,
sabe usted, mala época para traer hijos al mundo, y cuando Liber se puso de parto, me
hicieron subir los padres, ya le digo, tenían mucha confianza conmigo, sí señor, además
estaban asustados de que se supiera que el yerno vivía en la casa, refugiado, ya ve, no salía
nunca, y de que la hija no tuviera quien la atendiera en un momento difícil, así que pensaron
que yo podría ayudarles. Pero, aunque he presenciado algunos nacimientos del vecindario,
no me atrevía a meter la mano, que eso es un asunto muy serio y si sale mal, la culpa es
para la que se mete a partera, y como sabía que Liber no era ni siete meses casada, me recelé
que la cosa no iba a ir bien, así que les dije «puedo llamar al médico que vive en esta misma
manzana», y ellos no decían ni que sí ni que no, sabe usted, pero yo veía que vacilaban,
tenían miedo, y al fin dijo la madre de Liber que no lo encontraría en casa, por más que me
di cuenta de que el yerno, o sea, el marido de Liber miraba al señor Durango, al padre de su
mujer, y él también le miraba, y recelé que temían la llegada del médico, porque Liber no
quería que su marido se apartara de su lado y se agarraba con fuerza a su mano, ya ve usted,
tuve que explicarles «ese médico que les digo, el que vive en esta manzana, dos portales
más allá, no sale de día, lleva algún tiempo sin trabajar, a lo mejor no quiere venir», así ellos
comprendieron la intención de mis palabras, sabe usted, pues el médico andaba también
escondiéndose, y como ellos seguían mudos, sin decidirse, repetí «no sé si le convenceré,
sale pocas veces de casa». Fue entonces cuando doña Regina me habló muy agitada, porque
en aquel instante Liber había gritado del dolor, que ni grito humano parecía, yo creo que de
ver a la familia tan pasmada y tan quieta y menos mal que la madre se asustó, que si no, ni
me muevo, y dijo «vaya en seguida, Consuelo, avise, no, traiga con usted a ese comadrón,
dígale que no podemos esperar». Y yo, mire usted, de miedo a meterme en el lío me moría,
pero allí estaba la pobrecilla Liber sudorosa y con la impaciencia que se espera el primer
hijo, que si bien se mira, yo no podía hacer otra cosa, aunque le aclaré «a lo mejor no es
comadrón, yo sólo sé que es médico», pero a doña Regina eso no le importaba, según me
dio a entender. «No se preocupe, si es médico sabrá lo que ha de hacerse en estos casos.» Y
antes de que yo saliera, aunque ya tenia intención de irme, el cuerpo no me obedecía y me
quedé en la puerta, me suplicó casi llorando «por el amor de Dios, vaya en seguida», ya le
digo, casi llorando me lo pidió, y es que yo, con los nervios tan alterados, no sabía lo que
me hacía.
—Es muy de agradecer que se tomara tanto interés en buscar un médico, habiendo allí
otras personas.
—Quería tanto a la señorita Liber que ni siquiera me di cuenta de que era de noche y
estábamos en guerra, sabe usted, me preocupaba que el médico llegara a tiempo.
—Esos favores no tienen precio.
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—Huy, si yo le contara, la de cosas que he hecho por esa familia, aunque, ya le digo,
nunca las hice para que se me pagaran, les apreciaba demasiado, igual que ellos a mí, si bien
se mira, y personas tan educadas no se encuentran todos los días. Doña Regina tenía más
confianza conmigo que tuvo nunca con su nuera y hasta con la hija, ya ve, y en aquellos
momentos difíciles éramos todos una misma familia. Había mucha escasez, ni con dinero
comprábamos porque se acabó la moneda pequeña y en las tiendas no querían tomar
billetes, que el tendero pedía el dinero justo, ni calderilla nos quedaba y así era más difícil
conseguir lo necesario, sabe usted, pero a mí nunca me faltó comida gracias a la señorita
Liber que salía con las alhajas de su madre para que le dieran lentejas, azúcar, leche y
café.
—Después de aquel mal rato, su hijo no vivió.
—¿Mi hijo?
—No, el de Liber.
—Huy, no señor, no, solamente unas semanas. El médico se lo había dicho, que no podría
vivir mucho tiempo, ya ve, de haber nacido ahora, con tantos adelantos, es lo que yo digo, el
niño viviría, pero entonces no fue posible, una lástima, sí señor. Cuando llegué con el
médico el niño asomaba la cabeza y todos estaban la mar de agitados de lo que yo había
tardado en volver, porque aquel hombre tuvo que vestirse, lo encontré en pijama, sabe usted,
y me costó convencerle «mire, señora», me decía, «yo no tengo instrumental para estos
casos, vaya a buscar a otro, porque si como dice es primeriza necesitaré fórceps y sin ellos
no voy a poder hacer nada». Y yo insistiendo, venga decirle «es que se muere, se muere, ¿va
a dejarla así por no tener ese aparato?», sin explicarle nada, no quería contarle el caso en
que se encontraba la familia al vivir con ellos el yerno, a escondidas, así que le repetía una y
otra vez lo de que se moría y si no le daba pena dejar morir a una mujer joven. Y él, mire
usted, se apretaba la punta del bigote, como si no acabara de decidirse. Por el escote del
pijama a medio abrochar yo le veía el vello rizado del pecho. Y con aquella facha pensé que
no podía ser un buen médico, ya ve, en pijama, y acobardado, todos somos lo mismo, pero
bueno o malo, tenía que hacerle salir. Su mujer me llevó a un lado, mientras él se vestía,
para decirme que su marido había hecho mal en quedarse. «No quiso que abandonáramos la
casa, porque ya sabrá usted lo que ocurre, esos milicianos se apoderan de lo que no es de
ellos, se incautan de los pisos y hasta de los coches, no respetan nada y mi marido nunca
hizo mal a nadie, que ha sido médico para todos, pero ahora se expone a que le den el
paseíllo, como le hicieron al del sexto por ser un bocazas». Y yo sólo movía la cabeza arriba
y abajo, sin saber qué decirle, hasta que por el rabillo del ojo vi al marido con el traje puesto
y un maletín. Se había metido los pantalones tan deprisa, que al darse media vuelta para
salir a la calle vi que le bailaba algo sobre el trasero y era uno de los tirantes que con las
prisas se le olvidó abrocharlo por delante. Al fin conseguí sacarle de su casa, pero no crea
que sirvió de mucho, con el cuento de que no era comadrón y de que no llevaba el
instrumental necesario, ni tenía que ver con su especialidad, no había manera de que se
arremangara, sabe usted. Menos mal que Liber tuvo entereza, sí señor, cuando notó que el
niño empezaba a salir se tranquilizó, a pesar de los dolores, mientras el médico iba de un
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lado para otro repitiendo «no se preocupen, no pasa nada, tranquilos, tranquilos», y eso que
el más nervioso era él, hay que ver cómo le temblaban las manos, talmente una campana, ya
le digo, moviéndose por el dormitorio sin saber qué hacer y venga repetir lo mismo
«no se preocupen, tranquilos, tranquilos, no pasa nada». Y que si aquel no era el lugar
apropiado para que el niño naciera, que debíamos haberla colocado sobre la mesa del
comedor, que si tal y que si cual. Con todo, si bien se mira, el niño nació solo, sin su ayuda,
que lo único que hizo fue cortar el este, el...
—El cordón umbilical.
—Así lo dicen ustedes ahora, para mí eso siempre se ha llamado ombligo. Le dio unas
palmaditas y listo, que allí estaba yo para lavar a la criatura y vestirla. Era como un
ratoncito sin pelo ni pestañas, ni uñas, ya ve, un cachorrillo tierno, a medio hacer. El médico
dijo que no debería sacarlo para nada de la cuna, que lo mantuvieran alejado y les explicó
todo lo que tendrían que hacer, aunque lo más seguro sería que no viviera porque se trataba
de un niño... ¿cómo le dicen ustedes?
—Prematuro.
—Eso, que nació antes de tiempo. Cuando ya pasó todo, le dije a la señora Durango «con
su permiso, voy a preparar una taza de tila. Si ustedes no tienen, voy por ella a mi casa, que
bien la necesitamos», y miré al médico secándose las manos todavía temblorosas. Estaba
más blanco que la cera, si hasta pensé que iba a caerse todo lo largo que era, con su bigote
rubio y las piernas escuchimizadas, sin saber cómo salir del atolladero, con más miedo que
siete viejas, y eso que dicen que ayudar a traer un niño al mundo es lo más grande que hay,
pero a aquel señor, ni con ésas se le iba el susto, y mire usted, no quiso quedarse a tomar
nada. En cuanto el recién nacido estuvo listo y los ánimos más calmados, se largó a toda
prisa, sí señor, se fue pitando como quien huye de la tormenta que se avecina, y no hizo mal,
parece que lo adivinó, porque a continuación, minutos después, cuando ponía la taza de tila
en manos de la señora Durango, empezaron a sonar bombas y no quiera usted saber la que
se armó.
—¿Qué hicieron entonces, ir a un refugio?
—No podíamos sacar a Liber de casa. Nos quedamos como si nada, sabe usted, algo de
miedo sí teníamos, yo, al menos, aunque a todo se acostumbra una y aquello era tan
frecuente que yo siempre pensaba, si está de Dios que me muera, mejor será aquí, entre
estas personas que me conocen, en la casa donde vivo, alguien me encontrará escarbando
en los escombros, es lo que yo digo, para morirse uno ¿dónde mejor que entre personas
conocidas? Y, mire usted, no pasó nada. Aquí me tiene con mis setenta y ocho años.
—Liber se recuperó, ¿no?
—Huy, ya lo creo, aunque luego, con la muerte del niño parecía muy triste. Se hizo más
mujer, más seria, sabe usted, ni se pintaba tanto, ni se rizaba las pestañas con una hoja de
lata, no sé si por la pena o por algún pellizco que a lo mejor se dio.
—¿Un pellizco?
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—Sí señor, ya ve, con una hoja de lata, ya le digo, con el borde de una caja de metal se
doblaba las pestañas hacia fuera, como que yo se lo advertí una vez «si se pilla el párpado,
verá lo que es bueno», pero ella, con tal de estar guapa, la de cosas que hacía. Luego
sacaron un aparato que se lo ponían sobre el ojo, sabe usted, movían un hierrecito, y hale,
pestañas rizadas, yo se lo he visto hacer a mi nuera. Lo que son las modas, a mí me
parecía aquello una atrocidad, además el aparatito costaba bastante dinero, y mire usted,
luego, cuando el marido volvió con los padres, Liber fue perdiendo esas aficiones, ni se
teñía el pelo, aunque eso sí, tan guapa y tan amable como siempre. La pobrecilla salía poco
de casa. Con la ausencia del marido se quedó muy sola, el padre estaba delicado y si es la
madre, doña Regina, chocha perdida desde que murió su otra hija, y para colmo sin el
nietecito aquel que tanto la ilusionaba.
—¿El marido de Liber volvió al frente?
—Huy, no sabría decirle, me parece que regresó con su familia apenas se recuperó, y ya
ve, después de todo lo que habían hecho por él en aquella casa, no se llevó a su mujer con
él, por eso se la veía a ella tan apenada, que no era para menos, sabe usted, porque bien
guapo que les parecía a todos, el marido de Liber, que las mujeres del vecindario le
llamaban el Rodolfo Valentino, tan moreno y tan alto, siempre tan bien peinado, ya le digo,
de cine.
—¿Y Liber le dejó marchar?
—Por lo que se ve, él dijo que sus padres no sabían nada de la boda y que si tal, que si
cual, que iba para «prepararles», sabe usted, porque una noticia así, de repente, podría
impresionarles demasiado. Y luego, si supiera qué cartas le escribía, muy amorosas y llenas
de promesas, buen palique tenía, sí señor, que era persona de estudios y sabía decir las cosas
bien, no le faltaban palabras, pero con todo y con eso, Liber seguía aquí y él allí, que la
pobrecilla se quedó muy triste y ni con las cartas se le veía sonreír a pesar de las cosas que
le decía.
—Vaya con Mariano.
—Oiga, ¿cómo lo sabe?
—¿El qué?
—Que se llamaba Mariano, ahora lo recuerdo, sí, se llamaba Mariano.
Madrid, enero 1940
Nena querida:
Mi carta es feliz porque va a tu encuentro, reposará en esas blancas manos que acaricié un
día, revivirá bajo tu cristalina mirada, y tal vez haga brotar una lágrima de tus ígneas
pupilas, mientras yo estoy aquí, acongojado y triste de no tenerte entre mis brazos, de que la
guerra haya terminado. Sí, me duele que haya terminado, porque la guerra que tan malos
ratos nos hizo pasar, va unida a tu recuerdo, querida mía, al momento en que Cupido
disparó su flecha. Nuestro amor está por encima de angustias, de incertidumbres, de los
miedos que nos embargaron en aquellos días. Por eso, amada mía, doy gracias a esa guerra,
inicio de un amor eterno: el nuestro. Tus besos ardientes, tus abrazos ígneos, perviven en
mí. Bendigo esa guerra porque en ella se unieron nuestros destinos que nada ni nadie podrá
separar.
30
De una fuente ignota brotan palabras que quisiera decirte de viva voz, pero no puedo.
Ambos hemos de soportar la tortura de no vernos. ¿Dudas acaso que ansío tanto como tú
tenerte de nuevo entre mis brazos? ¡Ah!, cómo recuerdo ahora aquella canción que cantabas
para mí, por las tardes, cuando nos quedábamos solos en el saloncito, sentados en el sofá de
mimbre con almohadones de color verde (y no en el canapé azul turquesa, como muy bien
rectificas en tu carta, en la que me parece notar cierto tono de reproche porque no recuerdo
el lugar donde nos sentábamos). Pero muñequita, verde o azul, madera o mimbre ¿qué más
da? Lo que verdaderamente importa es que estábamos tú y yo solos. Y tú, rosa inmaculada,
rosa con alma y vida, de tez blanca, de frente pura y luminosa como el lucero que apaga el
día, ponías tus labios rojos sobre mi mejilla.
Advierto tu impaciencia cuando dices que te hallas sola y triste. Querida mía, me disgusta
tu desconfianza. Papá y mamá son mayores, no puede dárseles una noticia tan importante
como la de mi matrimonio en estos momentos, cuando hace escasamente dos meses que me
han recuperado, después de tenerme por muerto. Confía en mí, nenita, en este desventurado
que te ama locamente. Yo no dejo de pensar en ti ni un solo instante, en tu rostro ovalado, en
tus ojos. Dices que no son verdes, sino marrones, pero yo los veo dulces como la miel,
suaves y transparentes cuando miran con amor y no con el enojo que lees mis cartas. Ojos
claros, serenos, si de dulce mirar sois alabados, ¿por qué a mí sólo me miráis airados?
He insinuado a mamá que necesita tener una nuera, que esta casa sería más alegre si
hubiese bajo nuestro techo otra mujer, que ella no va a vivir siempre. Mamá me ha lanzado
una mirada ígnea, y en sus pupilas maternales me ha parecido notar cierta complacencia de
que le hablara así. Es muy buena mamá, y me comprende. Verás cómo le gustas.
Amada mía, sueño con tu rostro que es como un jardín sonriente y plácido en este valle de
lágrimas, un rostro cuyo recuerdo me transporta a ignotos lugares, con tus cabellos rojizos
agitándose al viento. (Rojizos y no dorados como muy bien rectificas.) Advierto cierto
enfado en tus correcciones. ¿No comprendes que mi amor es demasiado grande para
detenerse en esas minucias? Mi amor excluye lo que nos rodea, muebles, objetos, todo lo
accesorio e inútil a nuestro gran amor. No seas tan prosaica. Dices que me he olvidado de ti,
que necesito verte para recordar tus facciones, el color de tus cabellos. ¿Cómo puedes
desconfiar de tu amante esposo? Eres muy puntillosa con tu enamorado, si sigues así, no me
atreveré a recordar tus cejas de púrpura, ni tus ojos de miel, por temor a equivocarme. ¿No
sabes que el amor no entiende de colores? Si cuanto más piadosos más bellos parecéis a
quien os mira, ¿por qué a mí sólo me miráis con ira? Ojos claros, serenos, ya que así me
miráis, miradme al menos.
Te veo hermosa y radiante como una diosa surgida de otro mundo, danzando cual
Tepsícore sobre los océanos, cabalgando cual Diana a través del espacio de tierra que nos
separa. Amada mía, algún día volveremos a estar juntos, y será para siempre jamás. Pero,
entretanto, en esta larga espera, confía. Nosotros no estamos separados, aunque lejos, a
unos cientos de kilómetros de distancia, permanecemos unidos por este amor nacido en
momentos trascendentales para la Patria, y porque tu vida y mi vida son ya inseparables, no
lo olvides.
Tu enamorado esposo.
MARIANO
31
—Lo que Mariano decía, sus excusas, las supe algún tiempo después por doña Regina,
pero, mire usted, yo me recelaba algo al ver a Liber tan triste y sin ganas de hablar con
nadie, ella que había sido tan simpática y vivaracha, ya le digo, así de pretendientes. No
quise preguntar nada para no meter la pata. Luego, llegaron cartas de Mariano, sabe usted, y
entonces comprendí que el tal Mariano era su marido, el guapetón que cazó en el hospital, y
que sus padres vivían en Madrid, una familia muy respetable, sí señor, los Durango
contaban y no acababan de lo distinguidos y de lo instruidos que eran. Yo, mire usted, no
entiendo de esas cosas, aunque Mariano me pareció al primer pronto un chico bien, ya le
digo, de cine, no le faltaba nunca brillantina para lustrarse el pelo, ni fijador, siempre tan
aseado, con el cuello duro ajustadito y con tan buena planta. Aunque no tuvieran nada que
llevarse a la boca, el aspecto no lo descuidaban, no señor, igualito que Liber, que en eso de
las apariencias eran lo mismo los dos. También tengo las cartas de Mariano, porque la
señora Durango las guardaba junto con las que le escribió su hija Liber cuando al fin se
marchó a Madrid, y no quiera usted saber qué cartas.
—¿Las de Liber?
—No, las de Mariano.
—¿Las ha leído su nieto?
—Huy, sí señor, las conoce toda la familia, no ve que yo no sé leer. Unas veces me las lee
mi hijo, otras mi nuera, y si ellos no pueden, lo hace mi nieta cuando viene a vernos, porque
se ha casado, y si es su hermano, tampoco vive ya con nosotros, sabe usted, es muy
moderno, ya le digo, pero antes me las leía siempre que yo se lo pedía que lo hiciera, y se lo
pasaba muy bien, porque, según él, Mariano no sabía escribir una palabra de su propia
imaginación, ya ve, y eso que iba para catedrático. Mi nieto se reía, «vaya tío cursi», decía,
y que Mariano copiaba frases oídas y hasta los versos eran de otros poetas, sabe usted, por
eso se divertía tanto mi nieto al leerlas, pero ¿sabe lo que me dijo una vez?, que aquello era
para desenamorar a cualquiera y que Liber debía ser medio tonta para tragárselo. Es lo que
yo digo, Liber tampoco tenía muchos estudios, buena pinta, pero nada más, sabe usted, eran
otros tiempos. A mí me gustaban las cartas de Mariano, para qué voy a decirle otra cosa, y
hasta me parecía enamorado de su mujer, aunque estas cosas nunca se saben, palique tenía
el muchacho, y contaba de sus estudios, de su familia, siempre tan respetuoso, con un gran
cariño cuando recordaba el tiempo que habían estado juntos, en todas las cartas le repetía
palabras con mucho amor, ya ve, que si la quería tanto y cuánto, aunque, es lo que yo digo,
sólo eran palabras, porque Liber seguía aquí, y él allí.
—Sería por la guerra.
—Huy, no señor, esto que le cuento fue después de la guerra, cuando ya todos volvían a
sus casas.
—¿Y qué dijo don Luis al enterarse de que vivían separados?
—Algo diría, pero, mire usted, don Luis vino tan cambiado que casi no se trataba con la
familia. El iba a lo suyo, que ya empezaba a desalojar el edificio para poner un negocio,
muy cambiado, ya le digo, bien trajeado, con sombrero y todo, talmente un señor.
—¿A qué se debió el cambio?
32
—Mire usted, cosas que pasaron. La guerra, ya se sabe, para unos fue buena, para otros
no. La pobrecilla de Liber sí que sufrió con aquel marido. Tanto prometerle y luego nada.
Los padres de Mariano no se creyeron lo de la boda, aunque yo más bien pienso que no
quisieron creérselo porque no les convenía, sabe usted, algo debieron de averiguar
sobre los Durango que no les gustó, y como la boda había sido en privado, y para colmo el
cura que los casó se fue al otro barrio...
—Sí que fue mala suerte.
—Ya ve usted, de no haberse muerto, siendo como era amigo de la familia de Mariano,
algo habría ayudado, es lo que yo digo, que los padres de Mariano tenían muchos humos,
por lo que se ve, y pensaron que no había sido una boda de verdad, además que ellos
estaban muy creídos de que su hijo llevaba a las mujeres de calle, seguramente por tantas
madrinas de guerra como tuvo y por las cartas que recibía de sus amigas, ya ve, y Liber sin
saber nada de todo eso. Aquella boda no les pareció boda, no señor.
—Pero figurarían en algún registro como marido y mujer, ¿no?
—Es lo que yo digo, aunque, vaya usted a saber si se les olvidó con el lío de disfrazar a
Mariano con la bata de la enfermera. Ya ve cómo se lo agradeció, le debía la vida, si bien se
mira, porque él estaba herido y en zona roja y gracias a Liber encontró familia, casa y
comida, y tan feliz, ni una carta a sus padres, igualito que si no existieran, tan feliz con su
mujer, pero luego, ya ve, no quería decírselo ni a su madre, ni que estuviera avergonzado,
todo un hombre que parecía, mire usted, sus razones tendría, que los padres eran muy
católicos y respetables, según decía doña Regina, pero se ve que para ellos lo único legal y
bueno era la bendición delante de muchos testigos, y en vez de alegrarse les molestó que ni
la familia ni los amigos estuvieran presentes.
—Habrían podido casarse de nuevo en una iglesia, celebrar la boda a su gusto.
—Es lo que yo digo, no sería tan difícil entonces, si bien se mira, lo hicieron otros, sólo
que ellos no quisieron. La pobrecilla Liber debió de tener esa misma idea, una vez
terminada la guerra, casarse como todas las muchachas, ante un altar, y qué se cree usted
que pasó, la bruja de su suegra, que mire usted, hay que serlo para portarse así de mal, le
escribió diciendo que su hijo Mariano se encontraba muy enfermo y achacaba sus males a la
vida que había llevado lejos de su familia, que ni aun estando en guerra le dejaban vivir las
mujeres, ya ve usted, la buena señora pensaba que su hijo era el más hombre y el más
guapo, se ve que le tenía dominado. Pero Liber no se tragó el cuento, después de tanto
esperar, recibir una carta así no es para menos, y salió pitando hacia Madrid, sabe usted, más
le hubiera valido no ir allá, que del disgusto casi se muere.
Madrid, 6 de septiembre de 1940
Querida señorita Liber:
Mi hijo no puede escribirle porque se encuentra muy enfermo y ésa es la razón de que
haya tardado en contestarle, pues no encontraba su dirección, ya sabrá que Mariano ha
tenido muchas madrinas de guerra con las que se carteaba y yo no podía hacerme cargo de
su correspondencia. Usted dice ser su legítima esposa, pero criatura, ¿en qué circunstancias
y de qué manera llevó a mi hijo a un sacramento tan sagrado y lleno de responsabilidades?
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Mi hijo se hallaba en peligro de muerte, convencido de que nunca saldría de aquel hospital
con vida. En tales circunstancias un hombre no es responsable de sus actos, qué digo ¡un
hombre!, ¡un muchacho!, porque Mariano no es más que un chiquillo al que siempre le ha
gustado jugar con muchachas y así le ha pasado lo que le ha pasado.
Debo advertirle que no es prudente que venga a verle. Mi hijo está muy enfermo y no creo
que su presencia le convenga en estos momentos.
Espero sabrá comprender mis razones. Reciba un cordial saludo de una madre que sólo
desea el bien de su hijo.
ELVIRA
Madrid, 22 de septiembre de 1940
Querida señorita Liber:
Veo que le preocupa el estado de salud de mi hijo, un sentimiento que le honra y yo le
agradezco. Sé que lo cuidó en el hospital, pero eran otros momentos y otra clase el mal que
padecía. La guerra trae sus secuelas y también la vida atolondrada y loca que mi hijo ha
llevado. Tan fuerte y tan sano, que nunca pensó que podría perder el don de Dios, ese gran
don que es la salud. No, no puedo aceptar su ayuda. Mariano necesita un hospital y muchos
cuidados, no creo que usted vaya a darle lo que yo, siendo su madre, no le puedo dar.
Agradezco su buena voluntad. Es usted una buena chica, por eso le aconsejo que olvide a mi
hijo, su estado de salud es tan delicado que en estos momentos no pensamos en otra cosa.
Ayer tuvo dos vómitos y hemos decidido hospitalizarle. Reciba un cordial saludo, de una
madre que sólo desea el bien de su hijo.
ELVIRA
—¿Y no estaba enfermo?
—Huy, no señor. Lo que estaba era a punto de casarse con la novia que tenía allí desde
que era un niño. El tal Mariano se las traía, sabe usted, y cuando se vio mal herido en el
hospital, sin saber lo que podría sucederle, se casó así, sin más, le vino bien encontrar cobijo
en una familia, pero en cuanto se vio sano y fuerte se las piró, y si te he visto no me
acuerdo, aunque eso sí, le escribía unas cartas muy cariñosas, ya ve usted.
—Yo pensaba que en aquellos años no era tan fácil casarse y descasarse.
—Pues igualito que ahora, para los que son influyentes y con dinero. Con dinero se
arregla todo, no tienen más que decir que les han obligado a casarse, una mentira de nada y
asunto concluido, pero, mire usted, con los que no tienen dos reales la cosa es otra, es lo que
yo digo, hay que tener buenos abogados y untarles bien, dinero por aquí y dinero por allá,
rellenar papeles y zarandajas, y muchos no pueden pasar por todo eso. Los padres de
Mariano eran influyentes y se trabajaron bien la cosa, por lo que se ve.
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—¿Quiere decir que lo consiguieron?
—No sabría decirle, de lo que estoy segura es de que Liber se fue derechita a Madrid y al
principio no le iba mal.
—¿No se extrañó de encontrar a Mariano sano?
—Mire usted, le quería tanto, que fue más la alegría de verle que el enfado por la mentira
de su madre, y si encima la señora se excusó, pues tan amigas.
—Pero, ¿se excusó?
—Ya tanto no sabría decirle, vaya usted a saber qué nueva historia se inventó al verla
aparecer de pronto, lo que yo sé es que Liber se puso tan contenta de estar con su marido, o
se lo hacía creer a su madre para que no padeciera, porque luego se marchó de aquella casa,
ni se sabe por qué, que tampoco regresó aquí. Doña Regina me contó entonces que su hija
se había puesto a trabajar, yo no sé de qué, porque era muy señorita, sabe usted, y lo de
trabajar no se les daba bien a las Durango, ya le digo, mucha apariencia y simpatía, pero
mire usted, no servían para nada esas chicas. Liber le escribía cartas a su madre diciendo lo
bien que
estaba en Madrid, aunque de la señora Durango no me fiaba tampoco, chocheaba, sabe
usted, y en lo tocante a la hija se lo creía todo. Yo me decía «ésta, igual se ha metido a
pendonear o se ha liao con alguno», porque, mire usted, simpáticas y educadas eran, pero de
trabajar nada, que ni el polvo de su casa quitaban, no señor. ¿Qué le pasa? ¿Le extraña,
verdad? No, si lo que a mí se me escape. A ver si va a hacer usted como mis nietos, ellos
piensan que me lo invento todo, pero no es así, no señor, pasó esto y mucho más, lo que le
cuento, si bien se mira, es la vida. Ustedes, los jóvenes no saben de la misa la mitad, porque
no conocen el mundo en que viven a pesar de lo que han viajado. Lo que le pasó a Liber no
es nada raro.
—No, si a mí me parece todo muy normal.
—Es que le noto muy nervioso, será porque hablo sin parar y se cansa de escucharme,
seguro que piensa que digo muchas tonterías.
—No, no. Me gusta mucho, pero, qué deplorable.
—¿Cómo?
—Que es una lástima que no sirvieran para nada, y que el inteligente de la familia fuese
precisamente don Luis.
Madrid, 2 de marzo de l94l
Madre querida:
No he podido escribirle hasta hoy porque no sabía cómo explicarle lo que ha pasado desde
que llegué, de tanto que tengo que contarle, pero temo que se vaya a poner de mal humor y
no quisiera.
La casa de Mariano es muy grande y hermosa, aunque algo triste con esos cortinones tan
oscuros y gruesos que no dejan entrar la luz del día, y el silencio que nos rodea siempre,
porque aquí no se oyen las pisadas de nadie, ni siquiera de doña Elvira que tiene los pies
delicados y anda siempre arrastrándolos, en zapatillas, unas zapatillas muy suaves que
tienen un pompom rosa, no vea lo elegante que se pone para estar por casa y lo señora
que es en el buen sentido, que hasta toca el piano divinamente y hay que ver lo educada que
ha sido, a pesar de no quererme mucho, que eso se le nota y cuando le cuente lo que he de
contarle, verá usted, madre, que no me equivoco en lo de no quererme, porque no soy la
clase de mujer que ella desea para Mariano.
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Madrid me ha gustado mucho, y la casa de Mariano está en el mismísimo centro, en
Mateo Morral, aunque ahora le han puesto otro nombre, el de calle Mayor. No se figura
usted madre la de coches que se ven por aquí, tres veces más que ahí, y no exagero, aunque
pobres hay igual o más que en cualquier parte. En casa de Mariano no falta de nada, dentro
de lo que cabe, para eso tienen amistades y les llega harina blanca y pollos y muchas cosas
más, que no probamos el pan negro ni todas esas porquerías, aunque los alimentos que les
traen de fuera yo no sé a qué precio los pagan, pero ya sabe usted madre que con dinero se
consigue todo y eso es lo que pasa en esta casa, que los padres de Mariano lo arreglan todo
con amigos y dinero, y si no, ya verá usted que no me equivoco.
La madre de Mariano está contenta porque dice que los curas vuelven a tener su paga, que
se les había retirado por lo de la guerra, y que ya no valen los matrimonios de antes, los que
no eran católicos, y sólo valdrán los que pasan por la iglesia, y nada de divorcio que es una
inmoralidad y facilita el vicio de la lujuria, pero no se ha creído que lo de Mariano y lo mío
fue una unión católica aunque no se hiciera dentro de la iglesia, y todo lo que me dijo de la
enfermedad de su hijo no era verdad, y bien que me alegro de eso, de que fuera mentira.
Mariano tiene mejor aspecto que nunca, de lo bien cuidado que está. Me gustaría que lo
viera, madre, porque cuando lo conoció estaba pachucho, ya verá que se me pegan las cosas
de los madriles, a fuerza de tanto oírlas. Su madre hizo que le pintaran las paredes de la
habitación con tréboles blancos sobre un fondo verde y da mucha alegría entrar en aquel
cuarto que parece un jardín, aunque, fíjese, sólo lo he visto de pasada.
Hoy puedo escribirle porque la madre de Mariano se ha ido a la iglesia y está muy alicaída
por lo de Santander, que ha sido un incendio muy grande, según dicen, y luego para colmo,
va y se muere Alfonso XIII que vivía en Roma, según dicen, así que no se comenta otra
cosa, pero yo estoy muy apenada y no es por lo del incendio, ni por la muerte del rey, sino
por lo que me ha ocurrido esta mañana, y no pienso en otra cosa, ni me importa nada. Yo me
creía que me había ganado el aprecio de doña Elvira, y Mariano tan cariñoso y bueno como
siempre, así que me consideraba ya como de la familia que hasta ayudaba en la casa y zurcía
los calcetines y ponía pedazos en las sábanas, hasta los fondillos del calzoncillo arreglaba,
fíjese madre, como una buena esposa. A doña Elvira le hice un camisón de batista que le
gustó tanto y eso que usted sabe madre que nunca he tomado una aguja, y si la tomé alguna
vez, perdía el hilo o perdía la aguja, pues para que vea usted madre, doña Elvira estaba tan
contenta con su camisón de batista estampada. Le cuento todo esto porque me ha sentado
muy mal lo que le ha dicho a unas señoras que han venido a vernos y que son amigas de la
familia, de muchos años, y se han dado un beso y un abrazo y luego se han puesto a hablar
de tantas cosas, de la guerra, de los piojos, del estraperlo y la fiscalía y las cartillas de
racionamiento y qué sé yo cuántas cosas más, mientras la joven, una chica muy guapa y
muy fina que venía con su madre, no dejaba de mirarme de una manera muy rara y curiosa,
las dos me observaban pero la más joven ponía un interés especial en mi, a pesar de que
estaba algo apartada de ellas, cose que te cose, mientras hablaban. Aunque no me las han
presentado me pareció que eran madre e hija porque tenían las dos el mismo porte
distinguido y casi la misma voz, deben ser gente bien. Lo que no podía esperarme era lo que
36
he oído después, cuando me levanté a dejar el costurero por indicación de doña Elvira, ¿a
que no se lo figura? Doña Elvira les ha dicho que yo estaba en la casa para ayudarla a coser
y eso me ha dolido mucho. ¿Por qué se empeña en ocultar que soy la mujer de su hijo? Y es
que no se cree lo de la boda. No sé qué hacer, madre, pero pienso que debo de irme de esta
casa, aunque usted y todos los que me quieren digan lo contrario. Para mi hermano es fácil
hablar del matrimonio como unión santa, y lazos que no pueden romperse, porque él está
casado y bien casado, ya me gustaría verle en mi lugar, rodeada de personas extrañas.
Además, madre, dudo de que esté realmente casada, que en estos momentos, fíjese, ni
siquiera soy su mujer, ni Mariano es mi marido, y ya me parece demasiado esperar.
Reciba un fuerte abrazo de su hija,
LIBER.
—Para que vea que no le miento puedo enseñarle las cartas que Liber escribía a su madre,
las tengo todas. Liber sólo le contaba a su madre lo que le convenía, eso se adivina, ya le
digo, y también tengo las que le escribió su suegra y el propio Mariano, que por las cartas sé
yo todo lo que sé. Y mire usted, se murió.
—¿Quién, la suegra?
—Huy, no señor.
—¿Liber?
—Pero qué líos se arma usted. El que murió fue Mariano. Y la culpa fue por su madre, la
madre de Mariano, que se inventaba enfermedades para el hijo y, es lo que yo digo, Dios
castiga al que miente, porque Mariano tísico no estaría, pero se murió joven, de tifus, del
piojo verde que decían. Con la enfermedad y la muerte no hay que jugar, ya ve, aquella
buena señora dijo que estaba tuberculoso para deshacerse de Liber, y luego va y el que se
muere es su hijo. Un castigo, sí señor.
—¿Vive usted cerca de aquí?
—Sí, a dos manzanas. Todos los días me vengo a la Gran Vía y me siento en este banco
para respirar hondo, sabe usted, me hace ilusión pensar que estoy en un jardín que huele a
flores y se disfruta de silencio. Aunque si bien se mira es un decir, porque no es posible
notar su aroma. Estos setos apenas pueden conservar las petunias unos meses, las adelfas no
engordan de lo polvorientas y resecas que están siempre, y el olor a gasolina es tan fuerte
que se apodera de todo. ¿Se da usted cuenta?, ni por un momento han dejado de pasar
coches con el tubo de escape a todo meter, soltando ruido y humo negro. Hace algunos años,
este trozo de Gran Vía era tranquilo, crecían rosas de colores diversos y la uña de gato
cubría las orillas. Por ese lado pasaba un tranvía y por el otro nada, ni coches, porque apenas
los había, la gente paseaba, ya ve, paseaba y tomaba el sol.
—Menos mal que todavía conservan este paseo ajardinado. Ese arbusto es muy bonito.
—Sí, y no es poco que nos hayan plantado magnolios, porque son bien caros.
37
—Lo malo es que no hay donde dejar un coche por aquí cerca, ni siquiera se puede
aparcar. Es incómoda esta ciudad, he tenido que dejarlo dos calles más arriba.
—¿Incómoda, dice? Ustedes tienen la culpa. Con tanto coche no se puede ni andar, cada
vez que voy a cruzar, me armo un lío, sí señor, con tantos semáforos, y tantos cambios, no
sabe una ir por la calle. Hoy te plantan aquí una isleta y a la semana siguiente te han puesto
qué sé yo de semáforos. Antes se atravesaba por cualquier parte, ahora no, ahora hay que
enterarse bien de las señales porque se juega una la vida, y como yo no guipo tres en un
burro, no quiera saber qué de líos me armo.
—Si le parece, puedo acompañarla a su casa.
—Huy, qué amable es usted, ¿cómo se llama?
—Marcos.
—Es un nombre muy bonito. Uno de los hijos de don Luis se llamaba así, Marcos, el que
se murió siendo niño, sabe usted, el tontito. Les ponía unos nombres muy raros, aunque es
lo que yo digo, entonces no se oían y a lo mejor por eso nos resultaban tan raros. Al mayor,
el que se suicidó, le puso Lucas de nombre, y a los otros Marcos y Mateo.
—Nombres de evangelistas.
—¿De qué?
—Lucas, Marcos y Mateo eran evangelistas. ¿Dice usted que Lucas se suicidó?
—Huy, si yo le contara, no iba a creerme. La de cosas que le ha pasado a esa familia. ¿Lo
de evangelistas es por el Evangelio? Ya decía yo, como la mujer de don Luis era muy
católica, muy de iglesia, sabe usted, de comunión diaria y ejercicios espirituales. Y mire
usted, Lucas iba para cura.
—Algo he oído decir. Sin embargo, luego se salió del seminario ¿no?
—Mire usted, cada época ha traído lo suyo. Lo de Lucas fue la moda de hace años, por los
cincuenta ya mediados, cuando los curas se salían antes de cantar misa, y eso es lo que hizo
Lucas, como tantos otros.
—Si no tenía vocación...
—Pues, ya le digo, al principio, en los primeros años, la familia de don Luis vivía en
mucha armonía, sí señor, una familia modelo si bien se mira, pero luego la cosa cambió.
Entre Lucas y Agustín se vino abajo la moral de los Durango, ya ve, quiero decir, ¿cómo
diría? su...
—Buena apariencia.
—No sé si es eso. El caso es que vino la prosperidad, el negocio les iba bien, ya le digo,
una gran empresa. Se nos acabó el racionamiento y hasta los piojos desaparecieron, y hale,
empezaron los problemas.
—He leído en algún periódico que ahora hay piojos, ¿no lo sabía?
—Pues no me había enterado, ya ve, como usted lee el periódico, sabe muchas cosas. Y
dónde, ¿dónde hay piojos?
—En algunos colegios.
—¡Qué raro! Si ahora la gente se lava mucho.
—A pesar de los champús y colonias que se gastan, hay piojos.
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LLORAN LAS COSAS SOBRE NOSOTROS

  • 1. LLORAN LAS COSAS SOBRE NOSOTROS (1979) Rosa Romá
  • 2. 2
  • 3. 3
  • 4. 4
  • 5. 5 Primera etapa Un mundo como un árbol desgajado. Una generación desarraigada. Unos hombres sin más destino que apuntalar las ruinas. (BLAS DE OTERO, Lo eterno.)
  • 6. 6
  • 7. 7 —¿Le pasa algo? ¡Señora! No se encuentra bien? ¡Oiga! —No es nada. He perdido, no sé, por un momento, creo que he perdido la noción de las cosas. Este lugar... —Se encuentra frente al edificio de los Durango. —Ah, sí, cómo iba a olvidárseme. ¡Qué tonta soy! —Si puedo ayudarla. ¿Dónde vive? La llevaré hasta su casa. —Es usted muy amable, pero no hace falta. Ahí, en la Gran Vía, hay bancos, me sentaré un ratito. —Espere, la acompañaré. ¿Ese paseo es la Gran Vía? —Sí. Antes era un jardín precioso, sabe usted, pero poco a poco lo han ido achicando para dejar más sitio a los coches. —Ahora podemos cruzar. —Sí, vamos. Cuánto le agradezco su interés. No sé lo que me ha pasado. —Deprime contemplar estas cosas, sabiendo lo que ha ocurrido. A mí me ha impresionado ver un zapato de señora entre los escombros. ¿Presenció usted el accidente? —No, señor, no. Vengo por aquí con frecuencia, pero no vi cuando se derrumbó. Y mire usted, yo creía que había sido mucho más, con tanto que han armado. —Dicen que hubo un muerto y varios heridos, pero, qué tonto soy, hablando de heridos mientras usted se encuentra tan mal. Vamos hacia aquel banco. ¿Se le pasa? —Me encuentro muy bien, se me va pasando. Debe ser del gas que despiden los coches, sabe usted, no me gusta, me ahoga, y qué olor más desagradable el de la gasolina. En esta época todo parece bonito. Empiezan a asomar las hojas en esos troncos y rebrotan las semillas, ¿se ha fijado usted en los magnolios? Me sentaré un ratito, no vaya a ser que me vuelva a dar un vahído. —¿No será desmayo? ¿Ha comido usted ya? —Huy, sí señor, hace rato. Me vengo muchas tardes a tomar el sol. Hoy me he acercado hasta aquí para contemplar el edificio, como van a derribarlo, ya ve, una lástima. Pero, ¿se marcha? ¿Es que no va a sentarse? Ustedes, los jóvenes, siempre tienen prisa. Ande, siéntese, hágale compañía a esta vieja. —A decir verdad, no sé lo que voy a hacer ahora. —Pues siéntese y descanse, que el sol es bueno para los huesos, y usted está muy pálido, se ve que siempre anda entre paredes. —¿Se encuentra mejor?
  • 8. 8 —Huy, ya lo creo, mucho mejor. ¿Salía de ese edificio, verdad? Sí, ya me pareció que era usted uno de la casa. —No soy de la casa. Quería echarle un vistazo y entré, simplemente eso. Acababa de leer la noticia del derrumbamiento y sentí curiosidad. —Yo conozco bien ese edificio, y estas calles, cuando el paseo donde estamos ahora no existía y para llegar hasta aquí teníamos que cruzar una acequia. Era un descampado muy feo, sabe usted, y daba miedo atravesarlo sola en el anochecer. Me parecía que estaba lejísimos, en las afueras, y ahora, ya ve, rodeado de ruidos, de olor a gasolina, como en el mismísimo centro de la ciudad. —Pues es difícil imaginarlo de otra manera, aunque ocurre en todas partes, hoy no se puede vivir ya en ninguna capital. —Y eso que usted no ha conocido otros tiempos. —Pero recuerdo que hace algunos años mi madre me llevaba de la mano por las calles de Madrid, paseábamos. —Si no es más que un muchacho, no puede imaginarlo, le hablo de un tiempo anterior a la guerra, sabe usted, hace muchos años. —Comprendo que usted se refería a una época que yo no he vivido, la misma en que se construían edificios como el de la empresa Durango. Ahora está en ruinas. He oído decir que el propietario murió. —Sí, señor, sí. Murió hace algunas semanas, pero queda el hijo. —Entonces, el hijo debe ser el que mantiene el pleito. —¿Un pleito, dice? —Sí. ¿No lo sabía? La familia no quiere que lo derriben, mantienen su actitud con verdadera obstinación. ¿No le parece extraño? —¿El qué? —Que se opongan a su derribo después de lo que ha pasado. —Mire usted, ha sido una mala suerte, qué se le va a hacer. —Pero, es una amenaza, ese edificio supone un peligro ahora, yo no lo pensaría. —Oiga, joven, que no es para tanto, pueden repararlo. —Imposible. Tendría que hacerse con sistema de micropilotaje, sustituir las arcillas expansivas por arena, y eso cuesta más que edificarlo de nuevo. —Yo no discuto de cosas que no entiendo, pero lo que le digo es que se está armando mucho por nada. —¿Le parece que un muerto y más de veinte heridos es nada? —Más muertes hay en la carretera ¿y qué? Ha sido una mala suerte, pero eso no quita para que los cimientos sean buenos. —Los cimientos tienen una profundidad de sesenta centímetros; sería suficiente si estuviera asentado sobre suelo firme y no sobre pilares, porque las propiedades geológicas de las arcillas permiten aumentar el volumen cuando están húmedas, y luego hay un proceso de desecación que lo reducen y esto hace que los cimientos se muevan y se produzcan grietas. —Grietas hay en todos los edificios. —Sí, pero tenga en cuenta que las de aquí se han debido ir sucediendo sin que se hiciera caso de ellas. Ahora son peligrosas.
  • 9. 9 —Oiga, usted sabe mucho de esto. ¿Trabaja en la construcción? —No, me enteré por el periódico. Por eso sé que hay que derribarlo. Además, el solar vale muchos millones. —Lo que yo digo es que el hijo del señor Durango necesita tiempo para trasladar la industria a otra parte. —Hay quien asegura que no piensa trasladarla. Sólo así se explica que lleven hablando de esto hace años. Si no recuerdo mal, en vida del padre ya se discutía sobre la posibilidad de reconstruirlo. Ahora alargan el pleito para dar tiempo a una revalorización, con el fin de sacar más dinero. —Pues mire usted, no me extrañaría nada, los Durango entienden de negocios, sabe usted, y si en esto hay negocio, no dejarán que se les escape. —¿Les conoce? —Huy, que si les conozco. He vivido en esa misma casa cuando sólo era un edificio de ocho viviendas y uno de los pisos estaba habitado por la familia Durango, ya ve. Don Luis, el padre de Mateo, era joven entonces, de mi edad más o menos, que son años, pero, mire usted, a él ya lo han metido bajo tierra y yo aquí estoy; aunque vieja, sigo dando guerra. Una gran persona don Luis, el mejor de los Durango. —Hay quien opina todo lo contrario. —No les escuche, gentes malas y envidiosas han habido siempre, es lo que yo digo, y a don Luis no le han perdonado que se hiciera rico, sabe usted. Su familia se instaló en la casa unas semanas antes de que yo viniera a la portería. —Así que usted ha sido portera de la casa. —Huy, ya lo creo, muchos años. Ahora ya no trabajo, vivo con mis hijos, a Dios gracias no necesitamos nada, pero entonces sí, es lo que yo digo, fue una mala época, por más que muchos no quieran reconocerlo. Los Durango eran personas muy educadas y amables, daba gusto hablar con ellos, y si son las hermanas de don Luis, majísimas, y hay que ver cómo vestían, a la última, sabe usted, como que me parecían artistas de lo llamativas y pintarrajeadas, pero mire usted, muy buenas chicas, que si bien se mira no está reñido lo uno con lo otro. Huy, si usted las hubiera visto salir a la calle tocadas de sombrero, con un chal de chiffon y medias de seda, a la última, ya le digo. Porque la que más y la que menos se ponía su trajecito de percal o de vichy. En el vecindario todos tenían que decir de lo bien trajeadas que iban las señoritas Durango. Y si es la madre, doña Regina, siempre de negro, con su traje de crespón que tenía en los hombros unas florecillas festoneadas, tan distinguida. El pelo negro como el azabache hacía parecer más blanco el rostro cubierto con polvos de arroz. Y en la mano derecha llevaba un anillo con un esmalte rosado, precioso, era un dije con el rostro de su marido joven y grueso, y a mí me llamaba la atención porque se le veía también el cuello con el nudo de la corbata, talmente una foto, sabe usted, yo nunca había visto un anillo así. Ya le digo, una elegancia que no se conocía por estos lugares. —¿Es que los Durango no eran de aquí?
  • 10. 10 —Pues mire usted, cualquiera sabe de dónde venían, porque eso sí, muy misteriosos fueron siempre. Al principio, me parecieron gente respetable, sabe usted,, aunque el padre no salía con ellas y apenas se le veía. Si bien se mira no era tan raro, porque de esto hace muchos años, le hablo de antes de la guerra, y las mujeres salían juntas de paseo, así que le vi pocas veces, pero las suficientes para tener una impresión buena, de lo respetable que aparentaba ser aquel señor, con su pelo blanco, y eso que no era viejo, y su bastoncillo de madera de bambú con empuñadura de ébano, ya ve usted. —¿Por qué dice que le parecían respetables al principio? ¿Acaso luego cambió de opinión? —Pues mire usted, yo estaba recién llegada a la portería y no conocía al vecindario, ya te digo; los Durango tenían mucho porte, ahora eso no tiene valor, si bien se mira, se han perdido los buenos modales, y no se aprecia la distinción, es lo que yo digo, y los Durango traían muchos vuelos. Luego, me dijeron cosas, algunas no podía creerlas, de tan distinguidos y buenas personas como me parecían. —Dice que apenas veía al señor Durango, ¿estaba enfermo? —Huy, no señor, de eso nada. Sano y apuesto era, pero algo malo digo yo que habría hecho para esconderse, aunque yo no veía nada raro en eso. Fue una vecina, sabe usted, la inquilina del cuarto me puso la mosca tras la oreja. «Consuelo, me dijo, si algún día le piden dinero los del primero, no se le ocurra dárselo, porque no volvería a ver un céntimo.» Y yo le pregunté que a qué santo me iban a pedir dinero a mí, si ellos eran los señores y tenían más. Y, ¿sabe lo que me contestó? «No se fíe, Consuelo, no es oro todo lo que reluce.» ya ve usted, comprendí que las cosas no debían ir muy bien en aquella familia, a pesar del boato que se gastaban para todo, y desde aquel día empecé a fijarme en las mujeres, en las hermanas de don Luis que siempre me habían parecido elegantes, y mire usted, me di cuenta de que las dos chicas usaban siempre los mismos vestidos, sólo que se los cambiaban una a otra, cuidando de que el aspecto fuera distinto, que si bien se mira es tener gracia, porque ya ve usted, maña tenían, le quitaban el vivo del escote y le ponían un volante de otro color, o le incrustaban flores de satén a la falda. Luego le volvían a quitar el volante y le cosían un cuello camisero de tela blanca almidonada, tan planchadito y tan mono, que nadie se acordaba de haber visto aquel mismo vestido. —O sea, que en un vestido adaptaban todas las versiones de la moda. —Es lo que yo digo, hay que tener gracia para ir siempre a la moda con ropa vieja. Me chocaba que salieran tan a menudo de paseo, vestidas a la última, talmente dos señoritas de buena familia, y cuando tuve confianza le pregunté a la madre, porque su madre las acompañaba siempre, así que le dije: «¿Dónde van ustedes tan peripuestas, doña Regina?» ¿Y sabe usted lo que me contestó? «Ay, Consuelo, dónde vamos a ir, a que mis hijas se aireen, han de encontrar novio un día u otro, antes de que se les pase la edad.» Ya ve, eso me dijo.
  • 11. 11 —De manera que salían a la calle en busca de marido como quien sale de compras, ¿no? —Huy, sí señor, sí. Aquellos eran otros tiempos, las chicas no iban solas a ninguna parte. No estaba bien visto, sabe usted. Las Durango querían aparentar mucho, pero no tenían dinero, ni apellido ilustre, es lo que yo digo, no podían alternar con gente rica, ni viajar siquiera, y mire usted, se contentaban con el paseo de cada tarde, colgadas del brazo de su madre, una señora muy empolvada, ya le digo, con la cara cubierta de una mascarilla blanca y los cuatro pelos negros y rizados que ya no podían disimular la calva. Doña Regina usaba tacones altos y al lado de las hijas parecía la hermana mayor, por eso se me antojó al principio que era una familia de posición, gente distinguida, porque, si bien se mira, a modernas no había quien las ganase. Liber, la mayor de las hermanas, se teñía el pelo de rojo, un rojo llamativo, como el pelo de la panoja, y fumaba, ya ve, fumaba. —¿Qué profesión tenía el padre? He oído decir que era un gran financiero. —Huy, no señor, no, de eso nada, prestamista si acaso. —Ya veo que no le admira usted. ¿Por qué le menosprecia? —¿Menos qué? Huy, no señor, no, yo no desprecio al padre del señor Durango, pero mire usted, tampoco era un santo, por lo que me sospecho. Aunque simpático sí que me parecía y muy saludador con el vecindario, que a todos adulaba, pero se le veía en la cara algo que no tenían los demás, no sé cómo decirle, debía ser que todos sospechábamos que era un tramposo. —¿Tramposo? —Yo no sé qué clase de negocios llevaría, porque siempre estaba metido en su casa, ya le digo. En el vecindario decían que había hecho de todo lo que puede hacerse, y mire usted, de bueno y de malo. Otros aseguraban que era intermediario. —¿De qué? —Vaya usted a saber. Yo no entiendo de esas cosas. Pero la señora, ya le digo, tenía otra pasta. Buena, paciente como no hay otra, una señora. ¿Usted no la ha conocido? Huy, vaya cosas que le pregunto, si no pudo conocerles, es demasiado joven. —He oído hablar mucho de ellos, no son más que rumores; sin embargo, concuerda con lo que me cuenta. Suponía que el abuelo había sido un gran financiero, porque los Durango son una de las familias más ricas de esta ciudad. —Lo son, lo son, pero el abuelo no tuvo nada que ver con eso. Fue su hijo, don Luis, el que fundó la empresa Durango. —Así que hizo dinero en poco tiempo. Difícil tarea. —¿Difícil ganar dinero? Más difícil es vivir sin él, hijo. —Quiero decir que es difícil conseguir una gran fortuna honradamente, en poco tiempo' Es algo que no ocurre con frecuencia. —Pues, mire usted, qué le voy a decir, durante la guerra sucedieron cosas. Y... nunca se sabe. —Usted les vería cambiar radicalmente de la noche a la mañana, ¿no? —Cuando me vine a hacer cargo de la portería, ellos vivían en el primero. Yo no soy de aquí, sabe usted, pero como si lo fuera. Al acabarse la guerra, casi de la noche a la mañana, se hicieron con el edificio.
  • 12. 12 —Eso es muy extraño, ¿a usted no le pareció raro entonces? —¿El qué? —Que de pronto se convirtieran en propietarios del edificio. Si, como usted dice, no tenían dinero... —Pues mire usted, he visto tanto, que, para qué voy a decirle. —¿Cómo... cómo consiguieron el dinero? —Huy, hijo, es usted demasiado joven para comprenderlo. Tendría que haber vivido en aquella época. Los Durango lo habían pasado mal, muy mal. —Sí, ya sé, la guerra, y todo eso. No serían los únicos que lo pasaron mal. —Huy, si yo le contara. Eran otros tiempos. Yo, ya ve, de portera y apenas teníamos lo necesario. Ahora se vive mejor, mucho mejor, pese a todo lo que digan. Para quien no ha conocido lo malo, todo le parece poco, ya ve, nadie se conforma con lo que tiene, y así pasa, hoy se tira el dinero porque no cuesta de ganar, no como antes, huy, si yo le contara, mire usted, los Durango han pasado por todo, han pasado hambre y vergüenza. Si usted supiera, pero no, es natural, usted no iba a entenderlo, ha nacido muchos años después. —¿Entender qué? —Que a pesar de todo, eran unos señores. La madre tan educada, tan generosa. De vez en cuando, me mandaba subir a su casa para darme alguna cosilla. Nunca me regañó, todo lo contrario, me trataban como si fuera de la familia, y yo hice por corresponderles. Si yo le contara... no iba a creerme. Ahí ha habido mucho. Mire usted, un día vino un señor a verles. Yo estaba fregando la escalera con esparto y jabón, y aquel señor se molestó muchísimo porque le entorpecía el paso con mis fregoteos. Y es que traía un genio de mil demonios, así que apareció me supuse que no venía en plan de amigo. Le vi tocar el timbre de la puerta varias veces, y como nadie acudía a abrir, se volvió y me preguntó si yo las había visto salir, pero, no quiera usted saber con qué humos, y yo que media hora antes vi bajar a Liber con su madre, pensaba que la otra, Regina, estaría en casa sin querer abrir la puerta, así que me encogí de hombros y le dije que seguramente habían salido. El me miró muy amoscado, sabe usted, con recelo, y no debió creerse una palabra porque se puso a golpear la puerta otra vez, muy impaciente, ya ve, casi me dieron ganas de echarle el pozal de agua encima, porque aquéllas no eran maneras, no señor, tenía trazas de caballero por lo bien trajeado que iba, pero vaya modales que gastaba. Al cabo de un rato se cansó de llamar y bajó los tres o cuatro escalones que le separaban de mí. Cuando vi que se marchaba me retiré al descansillo para dejarle pasar, no quería incomodarle porque parecía disgustado y con ganas de pegarle a alguien, pero mire usted, no me dio tiempo a quitar el pozal de en medio, y ¿qué dirá usted que pasó? Pues que la anilla se le enganchó al camal del pantalón y por poco se me caen encima los dos, el señor y el pozal, con toda el agua de jabón y lejía. Huy, madre mía la que se armó. ¡Qué de ruido al chocar el pozal de cinc contra la barandilla de hierro. Yo nunca había oído decir tantos tacos en tan poco tiempo. Se puso todo perdido de agua, chorreando escaleras abajo, que buen atracón me di luego para recogerla. Me dieron tantos nervios, que no sabía lo que hacer, ni decir palabra, del susto, y también de los tacos que soltaba el señor aquel. Así que se hubo ido, recogí toda el agua y subí a ver qué pasaba en la casa de los Durango, pues ya era raro que con tanto ruido no saliera Regina.
  • 13. 13 —Qué buena memoria tiene. —Huy, si usted supiera todo lo que guardo aquí dentro. —Y dice que Regina no había salido de casa. —Yo tenía mis dudas, así que di unos golpecitos en la puerta y llamé despacio a Regina varias veces, hasta que oí un ruido dentro y volví a llamarla. Entonces escuché su voz detrás de la puerta preguntando lo que quería, y al decir yo que el señor se había marchado tan enfadado, me dijo que no podía abrirme porque iba en combinación. Yo le hice ver que si no se vestía pescaría un resfriado porque estábamos en noviembre y no tenían ni una estufa. Me acuerdo muy bien de la fecha porque era el día de almas y yo tenía mis tres maripositas toda la mañana encendidas en una taza de aceite, sabe usted. —¿Y le abrió por fin? —¿El qué? —Regina, que si abrió la puerta. —Ah, pues mire usted, descorrió el cerrojo, ya ve, con cerrojo echado y todo que estaba la pobrecilla, y al abrir la puerta me la encontré medio desnuda con la cabeza cubierta de bigudíes, temblando, no sé si de frío, o de miedo. Le dije que se echara algo encima, pues aunque la combinación era muy bonita, ni aquel satén ni los encajes la abrigarían lo suficiente, que nunca había visto una prenda tan elegante como aquella, acostumbrada a las enaguas blancas de hilo que se llevaban debajo del vestido, y ¿a qué no sabe lo que hizo? Se fue a su cuarto, quitó la colcha de la cama, una colcha negra con tulipanes pintados, y se la echó sobre los hombros, ya ve, ni una bata ni una toca que ponerse, nada. De manera que no me atreví a decirle que se vistiera porque pensé que, a lo mejor, ni un vestido tendría. Y no crea usted que faltaban detalles en aquella casa. Los muebles eran antiguos, pero qué muebles, oiga, no los hacen ahora, no señor, grandes, enormes, tallados, con realce, sabe usted, como un encaje de madera con unos caracolillos enroscados formando cenefas sobre las puertas del armario, que mire usted, yo no entiendo de estilos, pero allí todo era muy original, que los Durango tenían su propio estilo y siempre iban por delante de la moda. Y las lámparas ¡qué lámparas!, con los cristalitos brillantes moviéndose, con esa musiquilla que salía al chocar un colgante con otro, una preciosidad, ya le digo. La lámpara del comedor la había hecho el padre de Regina con tubos y botellitas de píldoras, pero sin píldoras, incoloros, y frascos de medicina de color verde y miel, qué maravilla, y es que tenían mucha inventiva para todo. Mire usted, llevaban la cabeza llena de rizos y no gastaban tenacillas, los bigudíes de la señorita Regina no los vendían entonces en ninguna parte, ni se conocían, y ella se los hizo con cordones eléctricos cortados a trocitos pequeños, y ya ve, como dentro tenían un alambre, enrollaba un mechoncito de pelo y doblaba las puntas del cordón para aprisionarlo. —¡Qué ideal Si le llegan a rozar con algún cable... —Pues mire usted, luego aparecieron los famosos bigudíes para rizar el cabello y se parecían bastante a los de Regina, ya le digo, tenía inventiva, en aquella casa se notaba algo distinto a las demás, todo se lo hacían ellos solos, hasta los visillos calados del comedor los había tejido la madre con sedalina, que ya es paciencia, y si son las lámparas, las que colgaban del techo eran obra del padre, pero las pantallitas del dormitorio las cosieron las hijas, y aunque no servían para alumbrar, quedaban muy bien sobre la mesita de noche con sus cretonas floreadas y los flecos dorados, unos artistas, ya le digo.
  • 14. 14 —Cuánto ingenio malgastado. —Huy, no señor, de eso nada, que bien bonito estaba el piso lleno de detalles, que ya cuando entrabas y veías el bengalero pintado de purpurina, con el búcaro de vidrio negro en la base, te hacías una idea de lo originales que eran aquellos señores, y si es los muebles, voluminosos y macizos, no como ahora que todo acaba rompiéndose con sólo mirarlo. —¿Qué le dijo Regina? —Huy, ella, tan tranquila. Yo imaginé que estaría muerta de miedo, pero no, tan tranquila. Pasamos al dormitorio porque a mí me hacía muy raro verla con la colcha en el recibidor, así que me adelanté a su cuarto y allí se sentó en la cama y durante un rato estuvimos calladas mientras ella manoseaba el escapulario que le salía por debajo de la colcha y debía llevarlo atado al tirante de la combinación. Y yo, como tonta, sin atreverme a preguntar nada por miedo a meter la pata. —¿No le dio ninguna explicación? —No. Solamente dijo, «voy a colgar un espejo ovalado en la pared del fondo del pasillo, pero no sé todavía de qué color he de pintar el marco». —¿Eso fue todo? —Todo. Huy, me mira usted, como si yo no estuviera en mis cabales, sí, no se me escapa ese gesto suyo, encuentra raro lo que le digo, como si desbarrase, porque no tengo ni pizca de memoria y los recuerdos me van y me vienen, pero, ya ve, los detalles me los sé bien. A lo mejor le parece raro que Regina no tuviera vestido que ponerse para recibir. —No, si a mí no me extraña nada, se ve que estaban algo locos. Desde luego, lo de la colchá y la combinación, y lo que me cuenta de los bigudíes resulta rarillo ¿no? —Huy, no señor, eso es según se mire, lo que pasa es que usted no los ha conocido, que si no, le parecería normal. Regina se había quedado en casa porque su único vestido de calle estaba en el tinte, que era otra de las artimañas para que el modelito pareciese otro, ya ve, lo supe al verla salir aquella misma tarde con el vestido que su hermana Liber se había puesto por la mañana, tan compuesta, con el pelo rizado igual que si se hubiera hecho la misamplis en una peluquería, tan paliducha como su madre, que las dos hermanas tenían el rostro lechoso a fuerza de polvos y con las pestañas muy negras y rizadas. Y al verla me dije, tate, ahora le toca a Liber quedarse en combinación toda la tarde. —¿Fue ésa la razón de que no abriera al visitante, no tener nada que ponerse encima? —Uno de los motivos, si bien se mira, porque tampoco quería ver a aquel señor, y me dijo que si volvía por allí le informara de que la familia Durango se había ido a vivir a otra parte. —¿No le aclaró la razón? —A mí me extrañó, aunque, para qué le voy a mentir, supuse que se trataba de un cobrador, o mejor dicho, un acree, acree... —Acreedor. —Pues eso, que además no sería el único. Después de ver a la pobrecilla temblando de frío, sin tener una bata que ponerse y con las uñas pintadas y largas, y el mejunje de la cara, siempre pintarrajeada, ¡qué me iba a extrañar ya! —Vivían de apariencias, ¿quiere decir eso?
  • 15. 15 —Pues mire usted, la madre no tenía otro afán que casarlas, es lo que yo digo, y siempre estaban en plan de escaparate. En la casa de enfrente, un edificio nuevo de ocho plantas con ascensor y calefacción, de lujo, sabe usted, vivía un joven que, según me dijeron ellas luego, estudiaba para médico, o algo así, y la señora Durango en cuanto lo veía asomarse a la ventana, hacia salir a las hijas al balcón, así cayesen rayos de punta. —¿Para qué? —¿Cómo que para qué? Quería que el muchacho se fijase en ellas. —¿Que ligasen? —¿Ligasen? —Sí, que hicieran amistad. —Más que eso, oiga, la madre buscaba casarlas pronto y bien, y no desperdiciaba ocasión. —Es gracioso. Y ¿ligaron? —Huy, ya lo creo, hasta se hicieron medio novios. Regina era algo feúcha, pero tenía encanto. —¿Regina? ¿Pero es que fue Regina la que...? —Huy, sí señor, Regina. Luego se hizo novio de Liber, pero eso fue mucho después. Ya ve, desde el balcón, no sé qué le haría ni qué le diría Regina, porque de guapa no tenía nada, con una nariz demasiado grande, como la de sus hermanos, que en eso era una Durango, y en la cara tan pequeña sólo se le veía nariz, aunque la boca también parecía un buzón de correos, con aquella risa siempre a punto, porque eso sí, a simpática no la ganaba nadie, y mire usted, si no se reía, apenas se daba uno cuenta, que ella salía a la calle con su boquita de piñón bien dibujada y los trozos de labio que le quedaban fuera, sin pintar, los escondía debajo de una gruesa capa de polvos. El caso es que al poco de verse con el vecino, me dijo su madre que eran novios. —Debían de estar muy aburridos en aquel entonces, para asomarse al balcón y pasar allí las horas muertas. —Es lo que yo digo, las cosas han cambiado tanto. La casa donde vivíamos estaba rodeada de solares, ya ve, apenas se veían edificios en esta calle, y coches no digamos, era una novedad ver pasar un automóvil negro de los que se estilaban. El coche del alcalde lo conocíamos todos, y eso que yo nunca supe de marcas ni de nada, pero es que no se veía otro igual. La gente se asomaba a la ventana, o al balcón. —¿Y se casaron? —¿Quiénes? —Regina y el chico aquel. —Huy, no señor, va usted muy deprisa, ¿se le hace tarde? —No, no tengo prisa. ¿Se le ha pasado del todo el mareo? —Me encuentro muy bien, sí, muy bien. Y qué amable ha sido de escucharme tanto rato, porque, mire usted, son historias que a nadie interesan. Los Durango que conocí han muerto ya. —Pero quedan los hijos, los nietos. —A ésos ya ni les veo. Mi hijo trabajó para ellos. Le pagaban bien, pero no es lo mismo. Y no es que yo diga que le tratasen mal, de haber seguido con ellos.
  • 16. 16 —¿Se ha ido de la empresa por voluntad propia? —Pues mire usted, no estoy enterada. Mi nuera dice que debía de continuar el negocio, y ya ve, los hijos van a lo suyo, con tantos líos de familia, tantas desgracias y malos entendimientos, ha ocurrido lo que tenía que ocurrir. —Don Luis, si no me equivoco, es el fundador de la empresa, ¿no? Y aunque tuvo muchos hijos, ninguno parece dispuesto a seguir adelante. Hace algún tiempo circuló la noticia de que el nieto mayor de los Durango, el hijo de don Luis se había suicidado. —¿Algún tiempo? ¡Qué cosas dice usted! Casi veinte años, sí señor, algo oí decir de aquel desgraciado, porque, si bien se mira era un desgraciado y no se podía esperar otra cosa de él. —¿Por qué? —Mire usted, yo sólo conocí a los Durango que vivían en el primero. Luego, los hijos se marcharon cada uno por su lado. Don Luis fue el que dio vida a este edificio, y ahora, ya ve, van a derribarlo. Los nietos no quieren saber nada y si es el hijo de don Luis, el único Durango que sigue en el negocio, es medio tonto. —Tonto o no, mantiene el pleito por intereses particulares, muy materiales. —Yo en esas cosas ni entro ni salgo, sabe usted, pero entre todos acabarán derribándolo. —Es lo mejor que pueden hacer. Está en ruinas, no hay más que verlo. —Pero es lo que yo digo, dar una paga resulta más sencillo, si bien se mira, una paga, y allá te las compongas, después de tantos años de servir a la empresa. —Si el hijo no quiere continuar con el negocio, sus razones tendrá. —Huy, no es ni sombra de su padre. —El solar vale mucho. No necesitarán trabajar, invirtiendo el dinero podrán vivir de las rentas toda la vida. Es comprensible, pero ¿qué será de los hombres que han hecho la empresa? —Es lo que yo digo, esos hombres tienen su mérito, y no es porque mi hijo sea uno de ellos, porque mire usted, dicen que don Luis fue muy listo, y a mí nunca me lo pareció, ya ve, como entonces, cuando yo estaba en la portería, él no hacía otra cosa que dar la cara por el padre, si alguien iba a buscarle con malos modos, que mire usted, con verles, ya tenía yo idea de a lo que venían, porque en los ojos se les notaba el enfado y que no eran amigos de la familia. —¿Hizo alguna estafa el padre de don Luis? —No sabría decirle, pero nada bueno sería cuando aquel señor volvió acompañado de un guardia. —¿Se refiere al señor que tiró el cubo con el que estaba usted fregando la escalera? —Huy, sí señor, sí. Vino otro día y aunque no me preguntó nada, al verle subir la escalera, pensé que debía avisarle de que la familia Durango no vivía allí, tal como me lo habían advertido ellos después, así que se lo dije. Pero el señor aquel no me hizo ningún caso, siguió subiendo y luego dio un timbrazo tras otro. Como no salió nadie a abrir, volvió a bajar y me dijo que sabía que estaban en casa porque había visto a la señorita Liber en el balcón, y que yo era una mentirosa y que me llevarían a la cárcel por encubrir a aquella gente. Luego se marchó y no volvió hasta el otro día que se hizo acompañar por el guardia, sabe usted, buen susto me dio al verle aparecer de pronto, aunque me fui para adentro, pensando que entre lo del pozal de agua y la mentira, al guardia lo traía por mí, ya le digo.
  • 17. 17 —¿Y les abrieron la puerta? —Esta vez sí, y hasta les hizo entrar, por más que yo creía que del umbral no pasarían. Fue don Luis, el hijo, quien les abrió. Yo, mire usted, tan asustada estaba, que ni me atrevía a salir de la garita, pero al oír la puerta que se abría, me asomé y subí varios escalones, por si pasaba algo, ya ve, y oí cómo preguntaban a don Luis si vivía allí el señor don Agustín Durango, que así se llamaba su padre, y ¿a que no se imagina lo que contestó?, yo me quedé pasmada, de lo bien que supo disimular, porque la voz de don Luis era muy firme, sabe usted, muy templada y muy viril, y así, sin temblar ni dudar, les dijo que ese señor que buscaban, el señor Durango, era su padre y había muerto hacía mucho y que le extrañaba tanto que preguntaran por él a estas alturas. —¿Y el señor se tragó la historia? —De eso ya no sabría decirle. Don Luis les hizo pasar a los dos y no me fue posible escuchar lo que hablaron, luego, como yo estaba a mis cosas, ni me fijé si bajaban o no. Desde luego, no volví a verles aparecer por allí. A la mañana siguiente, cuando vi a la señorita Liber, le pregunté por su padre. Tan intrigada me dejó aquello de que si se había muerto, que no pude evitarlo, sabe usted, y Liber se me quedó mirando extrañada. Yo entonces le aclaré «Como no he visto a su padre salir a la calle en todos estos días...» y ella dijo, «Ah, bueno, porque no le gusta ir de paseo». Eso era verdad, ya le digo, las chicas salían con su madre siempre, aunque nunca he sabido lo que haría el señor Durango en su casa a todas horas, ni de qué vivían. —¿Las hijas no trabajaban? —¿Trabajar? Huy, hijo, lo único que les preocupaba era encontrar marido, que si bien se mira, no servían para otra cosa, muy simpáticas y cariñosas sí eran, pero de trabajar nada, ni el polvo de su casa quitaban, porque hay que ver el polvo y la pelusa que se acumulaban debajo de aquellos muebles tan buenos y elegantes, mucha mierda, sabe usted, pero cuando salían a la calle nadie podía imaginarlo, tan arregladitas y tan retocadas, como princesas, y luego, eso sí, una simpatía grande, que mire usted, a mí algunos vecinos me protestaban de que si la escalera olía a comida, de que no debía ocurrírseme guisar con esos aceites tan malos, ya ve, malos, de soja, y es lo que yo digo, ahora la recomiendan los médicos, dicen que es mejor que el aceite de oliva, pero mire usted, ni hervir repollo podía por aquello del mal olor, ni que una no tuviese derecho a comer lo que los demás, porque yo tenía que guisar en la garita, a ver dónde si no, y ya le digo, a la señorita Regina le encantaban mis guisos, aunque oliesen a demonios, siempre decía «Ay, señora Consuelo, se me abre el apetito con ese olorcito tan bueno». —¿Qué trabajo hacían los hijos? —¿De qué hijos me habla? —De los hermanos de la señorita Liber y Regina. Veo que le sorprende mi curiosidad. —¿Conoce a esa familia? —He oído muchas historias sobre los Durango, y siempre me han intrigado.
  • 18. 18 —Mire usted, a mí no me parece mal que me pregunten, sólo es que no estoy acostumbrada a que me escuchen, sabe usted, si empiezo a hablar con mis hijos de estas cosas, dicen que chocheo y que son chismes, y, si bien se mira, es historia, pero a ellos no les interesa saber nada de nadie, están deshumanizados, sabe usted, porque si una no sintiera curiosidad por los demás, qué iba a hacer una. Hoy se vive de tal manera, que ni se conocen los vecinos de una misma casa, ya ve, esos edificios tan altos, llenos de pisos, que es lo que yo digo, de cualquier rincón te hacen un piso, y luego, los ascensores que te suben y te bajan, y el portero uniformado que ni siquiera sabe el nombre de todos los inquilinos, y así pasa que si se muere uno solo, ni se enteran. Usted dirá que soy una pesada, pero mire usted, éste es mi rato libre, me vengo aquí todos los días, a tomar el aire y a ver si charlo con alguien. ¿Ve a aquellos viejecitos sentados en el banco, junto al magnolio? Los conozco a todos. —A lo mejor estoy estorbando y sus amigos no se acercan, —Huy, no señor no, usted no molesta, que es muy majo. Me recuerda a mi nieto, aunque él es más huraño. Mi nieto ha estudiado una carrera, seguro que usted también, se le nota, pero lo que no haría mi nieto por nada en el mundo es sentarse en un banco de la Gran Vía y escuchar lo que dice una vieja como yo, no señor, no crea que es normal que un muchacho de su edad se siente al lado de una persona mayor, huy, si les molesta mucho, mire usted, algunas tardes, si veo a un muchacho tomando el sol, pocas veces, ya ve, porque ahora los jóvenes huyen del sol, pues me acerco y le doy las buenas tardes, como manda la buena educación, pero ellos no levantan nunca la cabeza para mirar de frente, y al poco rato se marchan sin decir ni pío, ya ve. Oiga, ¿no será usted periodista? —No señora. —Como le vi salir del edificio ése y ahora todos los periódicos hablan de él, hasta salen fotografías de la fachada, pero no se ría usted, parece tan interesado en saber de los Durango que, ya le digo, podría ser un periodista. —He oído hablar de la familia en muchas ocasiones; siempre me ha atraído conocerles de cerca, eso es todo. Además, toda esa historia de que no tenían un céntimo y de la nada... —Mire usted, de la nada, lo que se dice de la nada, no. Fue don Luis quien hizo el dinero. Su hermano era un bohemio, sabe usted, se casó, o se lió con una, y algún tiempo después se marchó al extranjero. —Y ya no volvió. —Huy, no señor, se murió allí. Ya casi no me acuerdo de él porque le vi pocas veces. —Dicen que don Luis no quiso darle luego participación en el negocio a su hijo, me refiero al hijo de don Agustín. —Huy, qué cosas, cómo iba a darle, si no era una herencia. Don Luis creó la empresa, el solito, que es lo que yo digo, de su padre no heredó más que deudas, puede estar seguro, y, si bien se mira, su hermano no participó en nada porque siempre estuvo fuera, sin preocuparse para nada de su familia durante años, sólo hubiera faltado que al regresar el hijo de don Agustín se hiciera el amo. No señor, no. ¿Cómo iba a darle parte? A mí me parece que hizo bien. —Pero, don Agustín era su hermano, al fin y al cabo. —Don Agustín no volvió, sabe usted, así que don Luis obró bien, que para eso tenía sus propios hijos, y es lo que yo digo, no iba a quitarles el pan para dárselo a su hermano, con lo bohemio que era.
  • 19. 19 —Sí, tuvo bastantes hijos, ¿no? —Huy, vaya que si eran bastantes, y por si fuera poco, dos de ellos tontos. —He oído decir que se casó con una prima suya. —Huy, no señor, no era prima suya, eso lo dijeron para justificar lo de los hijos tontos, sabe usted, que, si bien se mira, salieron a su madre, o sea a la mujer de don Luis, que a mí nunca me pareció una persona en sus cabales. —Aparte de los dos hijos tontos, había otro chico ¿no? —Sí señor, aquel pobrecillo que se mató, el seminarista, ya ve, el único que hubiera servido para el negocio y se le ocurre suicidarse, fue una desgracia muy grande, si bien se mira, y todo por culpa de su primo Agustín, y don Luis no se recuperó nunca de aquel disgusto, sabe usted. —¿Tampoco dio participación a sus hermanas? Me refiero al negocio de don Luis, ¿obtenían algún beneficio las hermanas? —Mire usted, ahí ya, ni entro ni salgo, que a Liber bien podía haberla ayudado, buena falta le hacia, es lo que yo digo, no tuvieron suerte esas chicas después de tanto que la buscaron. Liber mal casada, sabe usted, y si es Regina, tan joven, y con una tuberculosis galopante que la llevó a la tumba. —¿Regina? ¿La que le decía aquello de...? —Huy, sí, pobrecilla, bien que me acuerdo de lo que le gustaban mis guisos. Era feúcha pero simpática y hay que ver la de pretendientes que tenía. Más de una vez bajó de puntillas la escalera para decirme: «Señora Consuelo, vengo a pedirle un favor. Ese chico que está en la acera del Banco de V., el que lleva bastón, me espera, pero no voy a salir con él y no quisiera que me viera. ¿Quiere darle un recado?» Y me hizo decirle al muchacho aquel, porque sólo era un muchacho, mire usted, que no la esperase, pues estaba enferma. Yo le dije que eso no me parecía bien, ya que la enfermedad y la muerte no se deben inventar, es lo que yo digo, que cuando vienen por sí solas bastante hace uno de combatirlas, pero ella no se inmutó, sabe usted, sólo se encogió de hombros, mientras decía «pues cuéntele cualquier cosa». —¿Era por el novio? —¿Qué novio? —¿No era Regina la novia del vecino que se asomaba al balcón? —Huy, sí señor, la novia. Yo pensé que lo quería espantar por el novio, para que no se enterase. Aquella tarde la vi bajar muy compuesta, el vestido beige teñido de marrón, sabe usted, y los zapatos a juego, también debían de ser teñidos, con mucho tacón, ya le digo, le gustaba parecer alta, que no lo era, y me sonrió cuando le dije «ya se lo espanté, si viera qué cara me ha puesto, si hasta se fue preocupado porque le conté que tuvo usted que irse con su padre de viaje». Mire usted, yo le daba conversación para ver si ella me aclaraba algo, que me hubiese gustado saber adonde iba, pero Regina sonreía todo el rato, y luego se marchó sin decir esta boca es mía, es lo que yo digo, se ve que no le interesaría aquel muchacho por lo joven que era, seguramente no tendría nada resuelto para casarse que era lo que ellas buscaban, sabe usted. —Pero tampoco se casó con el vecino, con Pepe.
  • 20. 20 —Lo más normal hubiera sido eso, aunque si bien se mira, los Durango no se comportaban normalmente, ya le digo, el vecino era propietario del edificio de enfrente, o hijo del propietario, que es lo mismo, y estudiaba para, no sé qué cosa, para lo que fuera. —Médico. —¿Cómo lo sabe? —Lo ha dicho usted antes. —Entonces será eso, médico, ya le digo, estudiaba no sé cuándo ni cómo porque siempre se le veía en la ventana. —¿A qué edificio se refiere cuando dice que era propietario, al de los Durango? —El mismo, sí señor. Los Durango entonces no eran más que unos inquilinos, por eso tanto Regina como Liber tenían los ojos puestos en el vecino, dueño de todos los pisos, sabe usted. —Pero, ¿no dice que él vivía en la casa de enfrente, o sea en el otro edificio? —Huy, hijo, me parece que se está armando un lío. El propietario de la casa, no vivía en la finca, sabe usted, tenía otro piso en el edificio de en frente, que es donde las señoritas Durango le veían asomarse. Era lo natural, si bien se mira, porque su familia tenía dinero y, ya le digo, eligieron un piso más grande y más nuevo, con ascensor y todo. —¿Así que la propiedad de los Durango les llegó por mediación de Regina? —Huy, no señor, no, corre demasiado, es más complicado, ya le digo, la pobre Regina se murió muy joven, le dio una galopante, se fue en unos días, una lástima, mire usted, yo le tenía aprecio. —¿Cómo vino a parar el edificio a manos de la familia? ¿Por el marido? —No, si Regina murió soltera, no llegó a casarse. —Entonces... —Huy, si llevaban un lío. Si yo le contara, mire usted, la noche antes de enterrarla subí a hacer la vela. Casi no se podía respirar en la casa de tantas coronas de claveles y calas blancas puestas por todas partes, en el recibidor y en el dormitorio, hasta el pasillo estaba atiborrado, sabe usted, y ella parecía un ángel dentro de una túnica blanca, talmente un ángel, dulce y buena como era. Y Pepe medio muerto de pena. No me sorprendió encontrármelo allí, sabiendo lo que sabía, ya ve, ni me asombré de notarle apesadumbrado, siendo su novio. Lo de las coronas sí que me sorprendió porque, si bien se mira, los Durango no tenían dinero para tanto y aunque aparentaban, ya le digo, era demasiado despilfarro para que se lo llevara la muerta. La madre de Regina debió notar que aquel derroche me extrañaba y me explicó que todos los gastos corrían a cargo del novio de Regina que había querido darle un entierro de primera. Y yo, le dije que era lo normal porque muchachas como Regina habrían pocas, y a él se le veía muy enamorado. Me di cuenta de que me miraba de una manera muy rara, ya ve, y al fin me preguntó si yo conocía al novio, y al responderle «claro que le conozco», se puso a hablar de otras cosas, y a mí se me antojó algo raro aquel gesto, pero, ya le digo, me senté cerca del ataúd y no pude dejar de mirar al vecino que tenía los ojos llorosos y de vez en cuando se pasaba un pañuelo por la cara, de lo empapadas que tenía las mejillas, y yo, diciendo para mí «pobrecillo,
  • 21. 21 qué desengaño, sin comerlo ni beberlo, y se le va la novia, tan joven», y me compadecía de él, ya ve usted, porque a pesar de ser joven, rico y guapo, debía sentirse muy desgraciado. Fueron llegando otros vecinos, algunos se quedaban un rato, otros se marchaban en seguida, después de acompañarle en el sentimiento y dar ánimos a la familia, que es lo que se hace en estos casos, y a mí me chocaba que al vecino no le daba nadie el pésame, a pesar de lo acongojado que estaba y después del gasto que había hecho, y todavía me daba más pena que de los parientes de Regina, no podía remediarlo, mire usted, me pasé la noche rezando junto al ataúd y cuando amaneció me quedé medio traspuesta, con ese sueño que le hace a uno cabecear y le pone la saliva dulce dentro de la boca, pero al poco un ruidecito metálico me despertó. Cuando abrí los ojos vi a Liber mirando por la ventana y luego la oyó chascar la lengua, sabe usted, y levanté la cabeza para ver qué pasaba, y casi me cegó la luz que entraba por la ventana porque habían descorrido los visillos, el roce de las anillas sobre la varilla de latón debió ser el ruidecito que medio oí en sueños. Una de las hojas de la ventana aparecía completamente abierta. Entonces me di cuenta de que estaban todos nerviosos, yendo de un lado para otro, y me extrañó que el vecino, Pepe, no estuviera ya, siendo así que dentro de poco iban a llevársela al cementerio. La casa empezó a llenarse de gente otra vez, todos los vecinos estaban allí y hasta la hermana del párroco, la mar de apenados, porque la muerte de una joven, hay que ver cómo entristece, y viendo que Liber se movía impaciente entre corona y corona, sin quitar los ojos del reloj, pregunté en voz baja a una vecina. «¿Qué les pasa, es porque se acerca la hora?» La vecina me susurró que la hora se pasaba ya. «¿No nota usted el olor?» Yo le dije que el olor era por los claveles y las calas que llenaban la casa, pero la vecina dio un respingo al oírme, como si pensara, «vaya olfato malo que tiene usted», y me explicó que «tenían que enterrarla ayer por la tarde», «como no se la lleven pronto no vamos a poder ni respirar, son demasiadas horas ya», y al ver que yo no preguntaba nada más, aunque todo aquello me sorprendía, dijo: «Si es que esperan al novio que viene de muy lejos, y como es el pagano, no quieren hacerle el feo». Me quedé de una pieza, ya ve usted. «¿El novio? ¿Qué novio? ¿Es que el vecino, Pepe, no era el novio?», le pregunté, y la señora bajó todavía más la voz porque no dejaban de llegar amigos de la familia, y me explicó que Regina tenía novio de antes de venir a vivir aquí, pero que últimamente él había tenido que irse al extranjero y que pensaba casarse pronto, que don Pepe era sólo un amigo de los Durango. Pensé para mí, pues para ser amigo solamente, bien que la ha llorado, pero no dije nada. —El novio, sin duda, sería el muchacho aquel que una vez dejó plantado frente a su casa. —Huy, no señor. Eso creí al primer pronto, sabe usted, por un instante, el instante que tardó en llegar el verdadero novio, que era rubio, muy alto y, nunca le había visto antes. Un lío, ya le digo. Con los Durango no se podía estar seguro de nada. —Sí que eran desconcertantes. —Si yo le contara... Con los pisos, otro lío, porque el dueño, Pepe, muy amigo sí era, pero hasta el punto de dejárselo todo, si bien se mira, es ser mucho novio. Cuando estalló la guerra tuvo que ir al frente, como tantos, y durante algún tiempo escribía cartas a Liber. —¿A Liber?
  • 22. 22 —Se hicieron novios de la noche a la mañana, ya ve usted, yo me creía que Pepe estaba loco por Regina y resulta que no, según me dijo la madre, siempre había querido a Liber, que lo de Regina sólo fue cariño de hermanos, sabe usted, eso dijo la madre. —Total, que él estaba empeñado en emparentar con una Durango. —Liber se comportaba como si fuera su novia, que buenos apretones le daba delante de todos y aunque no hiciera más que eso, mire usted, dio que hablar lo suyo, que no se andaba con remilgos cuando quería algo, pero, es lo que yo digo, con la señorita Liber ocurrió otro tanto, a fuerza de ir con unos y otros no podía saberse quién era más novio, porque ella sólo pensaba en casarse y se ve que iba a barajarlos a unos y otros a ver quién le pedía antes matrimonio, que no era mala chica, sabe usted, salía con chicos, se dejaba querer para que ellos se decidieran pronto, pero nada más. —¿Y se casó, al fin? —Huy, ya lo creo que se casó, pero no con Pepe, mire usted, el vecino no volvió del frente. Durante algún tiempo, los Durango andaron preocupados al no saber nada del chico, si había muerto o qué. —¿No tenía familia? —Sus padres eran ancianos, sabe usted, y sólo le tenían a él, por eso le echaron el guante los Durango, no se les escapó, no señor, hijo único y con dinero, es lo que yo digo, un buen partido para las hijas. —Sin embargo, se ve que no les salió bien. —No tuvieron suerte esas chicas, no señor. Liber no se casó con él, pero los Durango se hicieron con todos los pisos. —¿Cómo lo consiguieron? —Mire usted, yo no entiendo de leyes, ya le digo, fue un lío, un lío de tantos, y ahí, ni entro ni salgo, ya ve, a lo mejor es que Pepe al irse al frente, por si le ocurría algo, hizo testamento a favor de Liber, que si bien se mira es lo normal, o don Luis se los compró a la familia por cuatro chavos. Yo de esos chanchullos no entiendo. El caso es que se hicieron con todo el edificio de la noche a la mañana. —Si no tenían dinero, ¿cómo iba a comprarlo don Luis? —Pues mire usted, eso era antes de la guerra, lo de no tener dinero. Luego, sí, luego cambiaron mucho las cosas, ya ve, de la noche a la mañana se hicieron ricos. Yo no digo que no tuviera talento don Luis, porque ha sabido hacer negocios y eso tiene su mérito, si bien se mira, ahora, de cómo empezó todo, si fue honrado o no, ahí, ni entro ni salgo. —No fue muy honesto si dejó a los hermanos fuera. —Liber no tocó ni un céntimo de aquel dinero, que bien mal lo ha pasado con el marido que eligió, que ni fue marido ni nada, mire usted, un desgraciado, eso es lo que era. —Así que, después de tanto flirtear, se casó mal. —Huy, hijo, el matrimonio es como el bastón de ciego que después de dar palos al aire, acierta o no acierta. Y la buena de Liber no acertó. Era una romántica, ya ve, una romántica, es lo que yo digo, no olvidó nunca al vecino. A usted le choca todo esto y sonríe, y a lo mejor piensa que me invento la mitad de las cosas, pero mire usted, yo no le hablaría así,
  • 23. 23 de no saberlo de buena tinta. He sido casi de la familia porque he estado cerca de los Durango muchos años, en los ratos buenos y en los malos, que de todo ha habido. Les conocí en la miseria y en la prosperidad. He sabido sus pecados y sus desgracias, diga usted que lo que yo no he logrado saber, a lo mejor no lo saben ni ellos. La señora Durango tuvo una penosa vejez y me hizo su confidente, sabe usted, hasta me dio las cartas de la hija, ya ve, tenía más confianza conmigo que con sus hijos. Huy, si usted supiera, la de veces que me ha llorado sus quejas, cuando no le hacían caso, viuda y anciana. —Dicen que bebía mucho. —Pues mire usted, ¿para qué voy a mentirle? Bebía demasiado, no sé cómo resistía tanto, aunque, es lo que yo digo, sus razones tenía. Al reformar el edificio pusieron ascensor y portero uniformado, ya ve, me quedé sin empleo y para compensarme me dieron trabajo de asistenta. Iba todos los días a su casa y a mi hijo lo colocaron en la empresa. Mi hijo es perito, perito mercantil, sabe usted, y de siempre les ha llevado la contabilidad. Ahora mis nietos se burlan cuando les hablo de estas cosas, y dicen que por qué guardo las cartas que me dio doña Regina, «ni que fueran billetes verdes», me dicen, y es que ellos sólo valoran el dinero, es lo que yo digo, se han perdido los sentimientos, no comprenden que para mí esas cartas valen más que el dinero, sabe usted, no sólo por la confianza que la señora depositó en mí, sino por lo que escribieron personas que ya han muerto. Son de Liber casi todas, pero también hay algunas del hijo de doña Regina, de Agustín, el que se fue al extranjero, y del marido y la suegra de Liber. —Me ha dicho usted que Agustín era el mayor, ¿no? —Sí señor, un bohemio, buena persona, pero, mire usted, sólo le gustaba pintar. —El hijo no es pintor. —¿Conoce a su hijo Agustín? También se llama Agustín. Yo apenas le conozco, seguro que si le viera no le reconocería, ya ve, mi nieto anda diciendo que es una gran persona, que vale mucho, seguramente porque piensa como los jóvenes, y mi nieto es joven, ya ve, dice que don Luis hizo a sus hijos a su modo, a su medida, quiero decir, y por eso nunca tuvieron opinión, y es lo que yo digo, las cosas, según se miren son. —¿No eran mongólicos los hijos de don Luis? —Querrá usted decir que eran tontos. Sí señor, una desgracia, los chicos, dos de ellos, le salieron tontos, y por si fuera poco, el mayor, el segundo, que lo primero que tuvieron fue una hija, pues, ya le digo, el mayor de los chicos, el único normal, se hizo cura, y luego, ya ve lo que le pasó, tan joven y suicidarse, una lástima, sí señor. Pero las chicas, tan guapas y distinguidas, se casaron bien. —También se casaron los mongólicos, ¿no? —Uno sí, el más normal, sólo era algo retrasadillo, sabe usted. —¿Oligofrénico? —Huy, ya tanto no sabría decirle. Para mí, mire usted, normal. Yo no le notaba nada. Al otro sí, tenía la cabeza grande y fea, y los ojos en línea recta, de mirada quieta, una desgracia, sí señor, y se murió, que si bien se mira fue una gran desgracia, digan lo que digan. Pero Mateo se casó. —¿A pesar de que era tonto? Es una desfachatez, ¿no?
  • 24. 24 —Diga usted que sí, pero mire, como tenía dinero. Don Luis, después de lo que pasó con el mayor, con Lucas, quiso que su apellido continuara y eso no podía ser con las hijas, digo yo que lo casarían por eso, por la descendencia. —¿Mateo tuvo hijos? —Huy, ya lo creo que tuvo, la mujer trajo un niño al mundo, ahora que si era Mateo el padre, ahí ya, ni entro ni salgo, que no hay que creer en las murmuraciones y, ya le digo, Mateo tonto será, pero no se le nota, bien apuesto que es, y si lo viera jugar al tenis. —¡Qué familia! Parece que se dedican a coleccionar seres inútiles. —Ya ve, en las familias numerosas hay de todo. ¿De qué le estaba yo hablando? Ah, sí, de la señorita Liber, tan buena moza, tan romántica que mire usted, no se podía hacer una idea de lo que iba a ser el matrimonio, porque se casó en guerra, en medio de bombardeos. Además que entonces la situación era peor que nunca, si bien se mira, y Liber se sentía muy sola después de la muerte de su hermana Regina, tan unidas como estaban, y al estallar la guerra se quedó la pobrecilla sola con sus padres ya viejos, y la madre no levantó cabeza desde que perdió a Regina, sabe usted, de tanto que la quería, y por si fuera poco, va y Pepe, el vecino, se marcha al frente y, de la noche a la mañana dejaron de llegar cartas, ya ve, son cosas que ocurrieron durante la guerra. De repente se perdía la pista de una persona y nunca más volvíamos a saber de ella. Algunos regresaron y pudieron rehacer su vida, ya le digo, pero no fue el caso de Pepe, y Liber debió de sufrir mucho, con sus padres mayores y los hermanos ausentes. Muchas veces no tenían nada que llevarse a la boca, hasta el extremo de que doña Regina se vio precisada a sacar del arcón una mantelería de hilo bordada a mano y varios juegos de cama con puntillas hechas a bolillos, todo muy primoroso, oliendo a naftalina y amarilleando por los años que habían estado guardados, pero muy nuevo y muy bueno, ya ve, y su hija Liber se lo vendió a unas amigas que había conocido en el hospital. Y también las alhajas, una esclava y un anillo de oro con tres piedrecitas en línea recta, un tresillo, sabe usted, que del dije que llevaba siempre en el anular, con la cabeza de su marido y el nudo de la corbata asomándole no se desprendió nunca, y aquellas alhajas se las dio a la mujer del tendero a cambio de carne y huevos, ya ve, lo recuerdo bien, y si viera la ansiedad con que me preguntaba la pobrecilla de Liber si había llegado alguna carta para ella. Eran tiempos malos y quien no los ha vivido no puede apreciar la paz que hemos disfrutado durante años, no señor. Esperando, pasó la juventud, y luego, ya ve, luego se casó con un muchacho que no la merecía, no señor, y lo que sufrió. Como estábamos en plena guerra, fue un matrimonio algo raro, sabe usted. —¿Se casó en guerra? Pues tampoco esperó mucho al novio. Quiero decir que no esperó a que Pepe regresara. —Como no llegaban noticias. —Mientras hubiese guerra siempre existía posibilidad de que estuviera vivo, ¿no? —Huy, ya lo creo, así les pasó a muchos, pero no a la señorita Liber. Ella estaba muy apenada, la situación era mala, y siendo tan joven, ya ve, además, si bien se mira, era lo normal que se casara. Iba a los hospitales para ayudar, y que la ayudaran, porque ya le digo que la situación no podía ser peor. Allí conoció a un muchacho muy apuesto y de buena familia, por lo que luego supimos, y se casaron en seguida, al cabo de unas semanas, ya ve, una boda de esas precipitadas, de películas. Yo me enteré después, cuando él se repuso y lo trajeron a casa, porque se habían casado en el hospital, sin mucha ceremonia, sabe usted, cosas de la guerra.
  • 25. 25 —Un romance, por lo que se ve. —Huy, sí señor, un romance, sólo que luego acabó mal. El muchacho estaba herido y bien herido, pero no fue eso lo peor. Lo peor es que no podía dejarse ver. Era falangista, sabe usted, y como esto era zona roja, que, si bien se mira, Liber se portó con valentía al atreverse a sacarlo de allí y todo. Consiguieron que un cura amigo del muchacho les casara, porque los Durango no tenían amigos en la iglesia, ya ve. —¿No me ha dicho antes que la señora Durango iba mucho a la iglesia? —Eso fue después, cuando cambiaron las cosas y el señorito Luis sacó a flote a la familia. Antes, no, huy, no señor, no, los padres de don Luis tan educados y tan liberales, no querían saber nada con los curas, luego sí, luego hasta se pusieron santos y crucifijos por toda la casa, y todos eran devotos y rezadores, ya ve usted, no hay nada como pasarlo mal para aprender a bailar al son que a uno le tocan, pero ya me estoy yendo, ¿por dónde iba? —Hablaba de la boda de Liber. —Ah, sí, pues, ya le digo, el cura que los casó vestía de paisano, y aunque la ceremonia fue un acto de verdad, según me explicó luego doña Regina, con los juramentos y la biblia y todo lo que hay que hacer, la familia del muchacho, cuando lo supo, se negó a reconocer el matrimonio, y eso que tenían tanto que agradecerle a Liber, porque de no ser por ella, no lo hubiera contado, no señor. Aquel muchacho estaba perseguido y tuvieron que sacarle del hospital vestido de mujer. Se extraña usted, pero no le miento, lo vi con mis propios ojos. —¿Por qué de mujer, precisamente? —Mire usted, si le hubiesen vestido de otra cosa a lo mejor le reconocían, o le pedían documentación, es lo que yo digo, y como era falangista, se jugaba el cuello en aquellos momentos, así que le vistieron de mujer. Y qué bien lo harían que ni yo me di cuenta de nada. Días después me dijo la señora Durango que Liber se había casado y yo le pregunté «¿Cómo ha sido eso, si yo no la he visto salir de novia?», mire usted, no quise averiguar quién era el novio para no ponerla en un aprieto, con los cambios y cambalaches que ya sabía llevaban las dos hermanas, así que me dije, si es Pepe que ha vuelto para casarse con Liber, bienvenido sea, y si es otro, pues lo mismo. Entonces me contó de las peripecias de la boda, del disfraz, del hospital... De película, ya le digo, y me di cuenta de que no hablaba de Pepe, de manera que pensé «tate, ya ha pescao a otro». —Buena maña se ve que tenían. —Huy, ya lo creo, aunque, mire usted, no le sirvió mucho en el matrimonio, que bien mal lo pasó luego. Los padres pensaron que el casamiento de la hija iba a sacarles de apuros, y no fue así, no señor, todo lo contrario. La de veces que oí llorar a Liber, y para colmo el niño nació mal. —¿Qué niño? —El de Liber, ya ve usted, no podía nacer de otra manera, entre bombardeos, y con la escasez que había de todo. —¿Pero es que el niño nació en guerra? —Pues mire usted, sí señor, en guerra ¿de qué se extraña? —Como hablaba del novio, de Pepe, que era su novio cuando la sublevación del dieciocho de julio.
  • 26. 26 —Huy, lo de Pepe venía de mucho antes. —Sí, de antes. Pero se fue a la guerra y le esperó. Luego se casó con otro y hasta tuvo un hijo. En tres años que duró la guerra hay que ver la prisa que se dio. —Tiene usted razón, si bien se mira, pero es que el hijo fue esto... prematuro, sabe usted, nació antes de los nueve meses debido a los sobresaltos. No puede imaginarse qué tiempos eran. Colas para conseguir un poco de alimento, sirenas y refugios, una alarma constante, sabe usted, mala época para traer hijos al mundo, y cuando Liber se puso de parto, me hicieron subir los padres, ya le digo, tenían mucha confianza conmigo, sí señor, además estaban asustados de que se supiera que el yerno vivía en la casa, refugiado, ya ve, no salía nunca, y de que la hija no tuviera quien la atendiera en un momento difícil, así que pensaron que yo podría ayudarles. Pero, aunque he presenciado algunos nacimientos del vecindario, no me atrevía a meter la mano, que eso es un asunto muy serio y si sale mal, la culpa es para la que se mete a partera, y como sabía que Liber no era ni siete meses casada, me recelé que la cosa no iba a ir bien, así que les dije «puedo llamar al médico que vive en esta misma manzana», y ellos no decían ni que sí ni que no, sabe usted, pero yo veía que vacilaban, tenían miedo, y al fin dijo la madre de Liber que no lo encontraría en casa, por más que me di cuenta de que el yerno, o sea, el marido de Liber miraba al señor Durango, al padre de su mujer, y él también le miraba, y recelé que temían la llegada del médico, porque Liber no quería que su marido se apartara de su lado y se agarraba con fuerza a su mano, ya ve usted, tuve que explicarles «ese médico que les digo, el que vive en esta manzana, dos portales más allá, no sale de día, lleva algún tiempo sin trabajar, a lo mejor no quiere venir», así ellos comprendieron la intención de mis palabras, sabe usted, pues el médico andaba también escondiéndose, y como ellos seguían mudos, sin decidirse, repetí «no sé si le convenceré, sale pocas veces de casa». Fue entonces cuando doña Regina me habló muy agitada, porque en aquel instante Liber había gritado del dolor, que ni grito humano parecía, yo creo que de ver a la familia tan pasmada y tan quieta y menos mal que la madre se asustó, que si no, ni me muevo, y dijo «vaya en seguida, Consuelo, avise, no, traiga con usted a ese comadrón, dígale que no podemos esperar». Y yo, mire usted, de miedo a meterme en el lío me moría, pero allí estaba la pobrecilla Liber sudorosa y con la impaciencia que se espera el primer hijo, que si bien se mira, yo no podía hacer otra cosa, aunque le aclaré «a lo mejor no es comadrón, yo sólo sé que es médico», pero a doña Regina eso no le importaba, según me dio a entender. «No se preocupe, si es médico sabrá lo que ha de hacerse en estos casos.» Y antes de que yo saliera, aunque ya tenia intención de irme, el cuerpo no me obedecía y me quedé en la puerta, me suplicó casi llorando «por el amor de Dios, vaya en seguida», ya le digo, casi llorando me lo pidió, y es que yo, con los nervios tan alterados, no sabía lo que me hacía. —Es muy de agradecer que se tomara tanto interés en buscar un médico, habiendo allí otras personas. —Quería tanto a la señorita Liber que ni siquiera me di cuenta de que era de noche y estábamos en guerra, sabe usted, me preocupaba que el médico llegara a tiempo. —Esos favores no tienen precio.
  • 27. 27 —Huy, si yo le contara, la de cosas que he hecho por esa familia, aunque, ya le digo, nunca las hice para que se me pagaran, les apreciaba demasiado, igual que ellos a mí, si bien se mira, y personas tan educadas no se encuentran todos los días. Doña Regina tenía más confianza conmigo que tuvo nunca con su nuera y hasta con la hija, ya ve, y en aquellos momentos difíciles éramos todos una misma familia. Había mucha escasez, ni con dinero comprábamos porque se acabó la moneda pequeña y en las tiendas no querían tomar billetes, que el tendero pedía el dinero justo, ni calderilla nos quedaba y así era más difícil conseguir lo necesario, sabe usted, pero a mí nunca me faltó comida gracias a la señorita Liber que salía con las alhajas de su madre para que le dieran lentejas, azúcar, leche y café. —Después de aquel mal rato, su hijo no vivió. —¿Mi hijo? —No, el de Liber. —Huy, no señor, no, solamente unas semanas. El médico se lo había dicho, que no podría vivir mucho tiempo, ya ve, de haber nacido ahora, con tantos adelantos, es lo que yo digo, el niño viviría, pero entonces no fue posible, una lástima, sí señor. Cuando llegué con el médico el niño asomaba la cabeza y todos estaban la mar de agitados de lo que yo había tardado en volver, porque aquel hombre tuvo que vestirse, lo encontré en pijama, sabe usted, y me costó convencerle «mire, señora», me decía, «yo no tengo instrumental para estos casos, vaya a buscar a otro, porque si como dice es primeriza necesitaré fórceps y sin ellos no voy a poder hacer nada». Y yo insistiendo, venga decirle «es que se muere, se muere, ¿va a dejarla así por no tener ese aparato?», sin explicarle nada, no quería contarle el caso en que se encontraba la familia al vivir con ellos el yerno, a escondidas, así que le repetía una y otra vez lo de que se moría y si no le daba pena dejar morir a una mujer joven. Y él, mire usted, se apretaba la punta del bigote, como si no acabara de decidirse. Por el escote del pijama a medio abrochar yo le veía el vello rizado del pecho. Y con aquella facha pensé que no podía ser un buen médico, ya ve, en pijama, y acobardado, todos somos lo mismo, pero bueno o malo, tenía que hacerle salir. Su mujer me llevó a un lado, mientras él se vestía, para decirme que su marido había hecho mal en quedarse. «No quiso que abandonáramos la casa, porque ya sabrá usted lo que ocurre, esos milicianos se apoderan de lo que no es de ellos, se incautan de los pisos y hasta de los coches, no respetan nada y mi marido nunca hizo mal a nadie, que ha sido médico para todos, pero ahora se expone a que le den el paseíllo, como le hicieron al del sexto por ser un bocazas». Y yo sólo movía la cabeza arriba y abajo, sin saber qué decirle, hasta que por el rabillo del ojo vi al marido con el traje puesto y un maletín. Se había metido los pantalones tan deprisa, que al darse media vuelta para salir a la calle vi que le bailaba algo sobre el trasero y era uno de los tirantes que con las prisas se le olvidó abrocharlo por delante. Al fin conseguí sacarle de su casa, pero no crea que sirvió de mucho, con el cuento de que no era comadrón y de que no llevaba el instrumental necesario, ni tenía que ver con su especialidad, no había manera de que se arremangara, sabe usted. Menos mal que Liber tuvo entereza, sí señor, cuando notó que el niño empezaba a salir se tranquilizó, a pesar de los dolores, mientras el médico iba de un
  • 28. 28 lado para otro repitiendo «no se preocupen, no pasa nada, tranquilos, tranquilos», y eso que el más nervioso era él, hay que ver cómo le temblaban las manos, talmente una campana, ya le digo, moviéndose por el dormitorio sin saber qué hacer y venga repetir lo mismo «no se preocupen, tranquilos, tranquilos, no pasa nada». Y que si aquel no era el lugar apropiado para que el niño naciera, que debíamos haberla colocado sobre la mesa del comedor, que si tal y que si cual. Con todo, si bien se mira, el niño nació solo, sin su ayuda, que lo único que hizo fue cortar el este, el... —El cordón umbilical. —Así lo dicen ustedes ahora, para mí eso siempre se ha llamado ombligo. Le dio unas palmaditas y listo, que allí estaba yo para lavar a la criatura y vestirla. Era como un ratoncito sin pelo ni pestañas, ni uñas, ya ve, un cachorrillo tierno, a medio hacer. El médico dijo que no debería sacarlo para nada de la cuna, que lo mantuvieran alejado y les explicó todo lo que tendrían que hacer, aunque lo más seguro sería que no viviera porque se trataba de un niño... ¿cómo le dicen ustedes? —Prematuro. —Eso, que nació antes de tiempo. Cuando ya pasó todo, le dije a la señora Durango «con su permiso, voy a preparar una taza de tila. Si ustedes no tienen, voy por ella a mi casa, que bien la necesitamos», y miré al médico secándose las manos todavía temblorosas. Estaba más blanco que la cera, si hasta pensé que iba a caerse todo lo largo que era, con su bigote rubio y las piernas escuchimizadas, sin saber cómo salir del atolladero, con más miedo que siete viejas, y eso que dicen que ayudar a traer un niño al mundo es lo más grande que hay, pero a aquel señor, ni con ésas se le iba el susto, y mire usted, no quiso quedarse a tomar nada. En cuanto el recién nacido estuvo listo y los ánimos más calmados, se largó a toda prisa, sí señor, se fue pitando como quien huye de la tormenta que se avecina, y no hizo mal, parece que lo adivinó, porque a continuación, minutos después, cuando ponía la taza de tila en manos de la señora Durango, empezaron a sonar bombas y no quiera usted saber la que se armó. —¿Qué hicieron entonces, ir a un refugio? —No podíamos sacar a Liber de casa. Nos quedamos como si nada, sabe usted, algo de miedo sí teníamos, yo, al menos, aunque a todo se acostumbra una y aquello era tan frecuente que yo siempre pensaba, si está de Dios que me muera, mejor será aquí, entre estas personas que me conocen, en la casa donde vivo, alguien me encontrará escarbando en los escombros, es lo que yo digo, para morirse uno ¿dónde mejor que entre personas conocidas? Y, mire usted, no pasó nada. Aquí me tiene con mis setenta y ocho años. —Liber se recuperó, ¿no? —Huy, ya lo creo, aunque luego, con la muerte del niño parecía muy triste. Se hizo más mujer, más seria, sabe usted, ni se pintaba tanto, ni se rizaba las pestañas con una hoja de lata, no sé si por la pena o por algún pellizco que a lo mejor se dio. —¿Un pellizco?
  • 29. 29 —Sí señor, ya ve, con una hoja de lata, ya le digo, con el borde de una caja de metal se doblaba las pestañas hacia fuera, como que yo se lo advertí una vez «si se pilla el párpado, verá lo que es bueno», pero ella, con tal de estar guapa, la de cosas que hacía. Luego sacaron un aparato que se lo ponían sobre el ojo, sabe usted, movían un hierrecito, y hale, pestañas rizadas, yo se lo he visto hacer a mi nuera. Lo que son las modas, a mí me parecía aquello una atrocidad, además el aparatito costaba bastante dinero, y mire usted, luego, cuando el marido volvió con los padres, Liber fue perdiendo esas aficiones, ni se teñía el pelo, aunque eso sí, tan guapa y tan amable como siempre. La pobrecilla salía poco de casa. Con la ausencia del marido se quedó muy sola, el padre estaba delicado y si es la madre, doña Regina, chocha perdida desde que murió su otra hija, y para colmo sin el nietecito aquel que tanto la ilusionaba. —¿El marido de Liber volvió al frente? —Huy, no sabría decirle, me parece que regresó con su familia apenas se recuperó, y ya ve, después de todo lo que habían hecho por él en aquella casa, no se llevó a su mujer con él, por eso se la veía a ella tan apenada, que no era para menos, sabe usted, porque bien guapo que les parecía a todos, el marido de Liber, que las mujeres del vecindario le llamaban el Rodolfo Valentino, tan moreno y tan alto, siempre tan bien peinado, ya le digo, de cine. —¿Y Liber le dejó marchar? —Por lo que se ve, él dijo que sus padres no sabían nada de la boda y que si tal, que si cual, que iba para «prepararles», sabe usted, porque una noticia así, de repente, podría impresionarles demasiado. Y luego, si supiera qué cartas le escribía, muy amorosas y llenas de promesas, buen palique tenía, sí señor, que era persona de estudios y sabía decir las cosas bien, no le faltaban palabras, pero con todo y con eso, Liber seguía aquí y él allí, que la pobrecilla se quedó muy triste y ni con las cartas se le veía sonreír a pesar de las cosas que le decía. —Vaya con Mariano. —Oiga, ¿cómo lo sabe? —¿El qué? —Que se llamaba Mariano, ahora lo recuerdo, sí, se llamaba Mariano. Madrid, enero 1940 Nena querida: Mi carta es feliz porque va a tu encuentro, reposará en esas blancas manos que acaricié un día, revivirá bajo tu cristalina mirada, y tal vez haga brotar una lágrima de tus ígneas pupilas, mientras yo estoy aquí, acongojado y triste de no tenerte entre mis brazos, de que la guerra haya terminado. Sí, me duele que haya terminado, porque la guerra que tan malos ratos nos hizo pasar, va unida a tu recuerdo, querida mía, al momento en que Cupido disparó su flecha. Nuestro amor está por encima de angustias, de incertidumbres, de los miedos que nos embargaron en aquellos días. Por eso, amada mía, doy gracias a esa guerra, inicio de un amor eterno: el nuestro. Tus besos ardientes, tus abrazos ígneos, perviven en mí. Bendigo esa guerra porque en ella se unieron nuestros destinos que nada ni nadie podrá separar.
  • 30. 30 De una fuente ignota brotan palabras que quisiera decirte de viva voz, pero no puedo. Ambos hemos de soportar la tortura de no vernos. ¿Dudas acaso que ansío tanto como tú tenerte de nuevo entre mis brazos? ¡Ah!, cómo recuerdo ahora aquella canción que cantabas para mí, por las tardes, cuando nos quedábamos solos en el saloncito, sentados en el sofá de mimbre con almohadones de color verde (y no en el canapé azul turquesa, como muy bien rectificas en tu carta, en la que me parece notar cierto tono de reproche porque no recuerdo el lugar donde nos sentábamos). Pero muñequita, verde o azul, madera o mimbre ¿qué más da? Lo que verdaderamente importa es que estábamos tú y yo solos. Y tú, rosa inmaculada, rosa con alma y vida, de tez blanca, de frente pura y luminosa como el lucero que apaga el día, ponías tus labios rojos sobre mi mejilla. Advierto tu impaciencia cuando dices que te hallas sola y triste. Querida mía, me disgusta tu desconfianza. Papá y mamá son mayores, no puede dárseles una noticia tan importante como la de mi matrimonio en estos momentos, cuando hace escasamente dos meses que me han recuperado, después de tenerme por muerto. Confía en mí, nenita, en este desventurado que te ama locamente. Yo no dejo de pensar en ti ni un solo instante, en tu rostro ovalado, en tus ojos. Dices que no son verdes, sino marrones, pero yo los veo dulces como la miel, suaves y transparentes cuando miran con amor y no con el enojo que lees mis cartas. Ojos claros, serenos, si de dulce mirar sois alabados, ¿por qué a mí sólo me miráis airados? He insinuado a mamá que necesita tener una nuera, que esta casa sería más alegre si hubiese bajo nuestro techo otra mujer, que ella no va a vivir siempre. Mamá me ha lanzado una mirada ígnea, y en sus pupilas maternales me ha parecido notar cierta complacencia de que le hablara así. Es muy buena mamá, y me comprende. Verás cómo le gustas. Amada mía, sueño con tu rostro que es como un jardín sonriente y plácido en este valle de lágrimas, un rostro cuyo recuerdo me transporta a ignotos lugares, con tus cabellos rojizos agitándose al viento. (Rojizos y no dorados como muy bien rectificas.) Advierto cierto enfado en tus correcciones. ¿No comprendes que mi amor es demasiado grande para detenerse en esas minucias? Mi amor excluye lo que nos rodea, muebles, objetos, todo lo accesorio e inútil a nuestro gran amor. No seas tan prosaica. Dices que me he olvidado de ti, que necesito verte para recordar tus facciones, el color de tus cabellos. ¿Cómo puedes desconfiar de tu amante esposo? Eres muy puntillosa con tu enamorado, si sigues así, no me atreveré a recordar tus cejas de púrpura, ni tus ojos de miel, por temor a equivocarme. ¿No sabes que el amor no entiende de colores? Si cuanto más piadosos más bellos parecéis a quien os mira, ¿por qué a mí sólo me miráis con ira? Ojos claros, serenos, ya que así me miráis, miradme al menos. Te veo hermosa y radiante como una diosa surgida de otro mundo, danzando cual Tepsícore sobre los océanos, cabalgando cual Diana a través del espacio de tierra que nos separa. Amada mía, algún día volveremos a estar juntos, y será para siempre jamás. Pero, entretanto, en esta larga espera, confía. Nosotros no estamos separados, aunque lejos, a unos cientos de kilómetros de distancia, permanecemos unidos por este amor nacido en momentos trascendentales para la Patria, y porque tu vida y mi vida son ya inseparables, no lo olvides. Tu enamorado esposo. MARIANO
  • 31. 31 —Lo que Mariano decía, sus excusas, las supe algún tiempo después por doña Regina, pero, mire usted, yo me recelaba algo al ver a Liber tan triste y sin ganas de hablar con nadie, ella que había sido tan simpática y vivaracha, ya le digo, así de pretendientes. No quise preguntar nada para no meter la pata. Luego, llegaron cartas de Mariano, sabe usted, y entonces comprendí que el tal Mariano era su marido, el guapetón que cazó en el hospital, y que sus padres vivían en Madrid, una familia muy respetable, sí señor, los Durango contaban y no acababan de lo distinguidos y de lo instruidos que eran. Yo, mire usted, no entiendo de esas cosas, aunque Mariano me pareció al primer pronto un chico bien, ya le digo, de cine, no le faltaba nunca brillantina para lustrarse el pelo, ni fijador, siempre tan aseado, con el cuello duro ajustadito y con tan buena planta. Aunque no tuvieran nada que llevarse a la boca, el aspecto no lo descuidaban, no señor, igualito que Liber, que en eso de las apariencias eran lo mismo los dos. También tengo las cartas de Mariano, porque la señora Durango las guardaba junto con las que le escribió su hija Liber cuando al fin se marchó a Madrid, y no quiera usted saber qué cartas. —¿Las de Liber? —No, las de Mariano. —¿Las ha leído su nieto? —Huy, sí señor, las conoce toda la familia, no ve que yo no sé leer. Unas veces me las lee mi hijo, otras mi nuera, y si ellos no pueden, lo hace mi nieta cuando viene a vernos, porque se ha casado, y si es su hermano, tampoco vive ya con nosotros, sabe usted, es muy moderno, ya le digo, pero antes me las leía siempre que yo se lo pedía que lo hiciera, y se lo pasaba muy bien, porque, según él, Mariano no sabía escribir una palabra de su propia imaginación, ya ve, y eso que iba para catedrático. Mi nieto se reía, «vaya tío cursi», decía, y que Mariano copiaba frases oídas y hasta los versos eran de otros poetas, sabe usted, por eso se divertía tanto mi nieto al leerlas, pero ¿sabe lo que me dijo una vez?, que aquello era para desenamorar a cualquiera y que Liber debía ser medio tonta para tragárselo. Es lo que yo digo, Liber tampoco tenía muchos estudios, buena pinta, pero nada más, sabe usted, eran otros tiempos. A mí me gustaban las cartas de Mariano, para qué voy a decirle otra cosa, y hasta me parecía enamorado de su mujer, aunque estas cosas nunca se saben, palique tenía el muchacho, y contaba de sus estudios, de su familia, siempre tan respetuoso, con un gran cariño cuando recordaba el tiempo que habían estado juntos, en todas las cartas le repetía palabras con mucho amor, ya ve, que si la quería tanto y cuánto, aunque, es lo que yo digo, sólo eran palabras, porque Liber seguía aquí, y él allí. —Sería por la guerra. —Huy, no señor, esto que le cuento fue después de la guerra, cuando ya todos volvían a sus casas. —¿Y qué dijo don Luis al enterarse de que vivían separados? —Algo diría, pero, mire usted, don Luis vino tan cambiado que casi no se trataba con la familia. El iba a lo suyo, que ya empezaba a desalojar el edificio para poner un negocio, muy cambiado, ya le digo, bien trajeado, con sombrero y todo, talmente un señor. —¿A qué se debió el cambio?
  • 32. 32 —Mire usted, cosas que pasaron. La guerra, ya se sabe, para unos fue buena, para otros no. La pobrecilla de Liber sí que sufrió con aquel marido. Tanto prometerle y luego nada. Los padres de Mariano no se creyeron lo de la boda, aunque yo más bien pienso que no quisieron creérselo porque no les convenía, sabe usted, algo debieron de averiguar sobre los Durango que no les gustó, y como la boda había sido en privado, y para colmo el cura que los casó se fue al otro barrio... —Sí que fue mala suerte. —Ya ve usted, de no haberse muerto, siendo como era amigo de la familia de Mariano, algo habría ayudado, es lo que yo digo, que los padres de Mariano tenían muchos humos, por lo que se ve, y pensaron que no había sido una boda de verdad, además que ellos estaban muy creídos de que su hijo llevaba a las mujeres de calle, seguramente por tantas madrinas de guerra como tuvo y por las cartas que recibía de sus amigas, ya ve, y Liber sin saber nada de todo eso. Aquella boda no les pareció boda, no señor. —Pero figurarían en algún registro como marido y mujer, ¿no? —Es lo que yo digo, aunque, vaya usted a saber si se les olvidó con el lío de disfrazar a Mariano con la bata de la enfermera. Ya ve cómo se lo agradeció, le debía la vida, si bien se mira, porque él estaba herido y en zona roja y gracias a Liber encontró familia, casa y comida, y tan feliz, ni una carta a sus padres, igualito que si no existieran, tan feliz con su mujer, pero luego, ya ve, no quería decírselo ni a su madre, ni que estuviera avergonzado, todo un hombre que parecía, mire usted, sus razones tendría, que los padres eran muy católicos y respetables, según decía doña Regina, pero se ve que para ellos lo único legal y bueno era la bendición delante de muchos testigos, y en vez de alegrarse les molestó que ni la familia ni los amigos estuvieran presentes. —Habrían podido casarse de nuevo en una iglesia, celebrar la boda a su gusto. —Es lo que yo digo, no sería tan difícil entonces, si bien se mira, lo hicieron otros, sólo que ellos no quisieron. La pobrecilla Liber debió de tener esa misma idea, una vez terminada la guerra, casarse como todas las muchachas, ante un altar, y qué se cree usted que pasó, la bruja de su suegra, que mire usted, hay que serlo para portarse así de mal, le escribió diciendo que su hijo Mariano se encontraba muy enfermo y achacaba sus males a la vida que había llevado lejos de su familia, que ni aun estando en guerra le dejaban vivir las mujeres, ya ve usted, la buena señora pensaba que su hijo era el más hombre y el más guapo, se ve que le tenía dominado. Pero Liber no se tragó el cuento, después de tanto esperar, recibir una carta así no es para menos, y salió pitando hacia Madrid, sabe usted, más le hubiera valido no ir allá, que del disgusto casi se muere. Madrid, 6 de septiembre de 1940 Querida señorita Liber: Mi hijo no puede escribirle porque se encuentra muy enfermo y ésa es la razón de que haya tardado en contestarle, pues no encontraba su dirección, ya sabrá que Mariano ha tenido muchas madrinas de guerra con las que se carteaba y yo no podía hacerme cargo de su correspondencia. Usted dice ser su legítima esposa, pero criatura, ¿en qué circunstancias y de qué manera llevó a mi hijo a un sacramento tan sagrado y lleno de responsabilidades?
  • 33. 33 Mi hijo se hallaba en peligro de muerte, convencido de que nunca saldría de aquel hospital con vida. En tales circunstancias un hombre no es responsable de sus actos, qué digo ¡un hombre!, ¡un muchacho!, porque Mariano no es más que un chiquillo al que siempre le ha gustado jugar con muchachas y así le ha pasado lo que le ha pasado. Debo advertirle que no es prudente que venga a verle. Mi hijo está muy enfermo y no creo que su presencia le convenga en estos momentos. Espero sabrá comprender mis razones. Reciba un cordial saludo de una madre que sólo desea el bien de su hijo. ELVIRA Madrid, 22 de septiembre de 1940 Querida señorita Liber: Veo que le preocupa el estado de salud de mi hijo, un sentimiento que le honra y yo le agradezco. Sé que lo cuidó en el hospital, pero eran otros momentos y otra clase el mal que padecía. La guerra trae sus secuelas y también la vida atolondrada y loca que mi hijo ha llevado. Tan fuerte y tan sano, que nunca pensó que podría perder el don de Dios, ese gran don que es la salud. No, no puedo aceptar su ayuda. Mariano necesita un hospital y muchos cuidados, no creo que usted vaya a darle lo que yo, siendo su madre, no le puedo dar. Agradezco su buena voluntad. Es usted una buena chica, por eso le aconsejo que olvide a mi hijo, su estado de salud es tan delicado que en estos momentos no pensamos en otra cosa. Ayer tuvo dos vómitos y hemos decidido hospitalizarle. Reciba un cordial saludo, de una madre que sólo desea el bien de su hijo. ELVIRA —¿Y no estaba enfermo? —Huy, no señor. Lo que estaba era a punto de casarse con la novia que tenía allí desde que era un niño. El tal Mariano se las traía, sabe usted, y cuando se vio mal herido en el hospital, sin saber lo que podría sucederle, se casó así, sin más, le vino bien encontrar cobijo en una familia, pero en cuanto se vio sano y fuerte se las piró, y si te he visto no me acuerdo, aunque eso sí, le escribía unas cartas muy cariñosas, ya ve usted. —Yo pensaba que en aquellos años no era tan fácil casarse y descasarse. —Pues igualito que ahora, para los que son influyentes y con dinero. Con dinero se arregla todo, no tienen más que decir que les han obligado a casarse, una mentira de nada y asunto concluido, pero, mire usted, con los que no tienen dos reales la cosa es otra, es lo que yo digo, hay que tener buenos abogados y untarles bien, dinero por aquí y dinero por allá, rellenar papeles y zarandajas, y muchos no pueden pasar por todo eso. Los padres de Mariano eran influyentes y se trabajaron bien la cosa, por lo que se ve.
  • 34. 34 —¿Quiere decir que lo consiguieron? —No sabría decirle, de lo que estoy segura es de que Liber se fue derechita a Madrid y al principio no le iba mal. —¿No se extrañó de encontrar a Mariano sano? —Mire usted, le quería tanto, que fue más la alegría de verle que el enfado por la mentira de su madre, y si encima la señora se excusó, pues tan amigas. —Pero, ¿se excusó? —Ya tanto no sabría decirle, vaya usted a saber qué nueva historia se inventó al verla aparecer de pronto, lo que yo sé es que Liber se puso tan contenta de estar con su marido, o se lo hacía creer a su madre para que no padeciera, porque luego se marchó de aquella casa, ni se sabe por qué, que tampoco regresó aquí. Doña Regina me contó entonces que su hija se había puesto a trabajar, yo no sé de qué, porque era muy señorita, sabe usted, y lo de trabajar no se les daba bien a las Durango, ya le digo, mucha apariencia y simpatía, pero mire usted, no servían para nada esas chicas. Liber le escribía cartas a su madre diciendo lo bien que estaba en Madrid, aunque de la señora Durango no me fiaba tampoco, chocheaba, sabe usted, y en lo tocante a la hija se lo creía todo. Yo me decía «ésta, igual se ha metido a pendonear o se ha liao con alguno», porque, mire usted, simpáticas y educadas eran, pero de trabajar nada, que ni el polvo de su casa quitaban, no señor. ¿Qué le pasa? ¿Le extraña, verdad? No, si lo que a mí se me escape. A ver si va a hacer usted como mis nietos, ellos piensan que me lo invento todo, pero no es así, no señor, pasó esto y mucho más, lo que le cuento, si bien se mira, es la vida. Ustedes, los jóvenes no saben de la misa la mitad, porque no conocen el mundo en que viven a pesar de lo que han viajado. Lo que le pasó a Liber no es nada raro. —No, si a mí me parece todo muy normal. —Es que le noto muy nervioso, será porque hablo sin parar y se cansa de escucharme, seguro que piensa que digo muchas tonterías. —No, no. Me gusta mucho, pero, qué deplorable. —¿Cómo? —Que es una lástima que no sirvieran para nada, y que el inteligente de la familia fuese precisamente don Luis. Madrid, 2 de marzo de l94l Madre querida: No he podido escribirle hasta hoy porque no sabía cómo explicarle lo que ha pasado desde que llegué, de tanto que tengo que contarle, pero temo que se vaya a poner de mal humor y no quisiera. La casa de Mariano es muy grande y hermosa, aunque algo triste con esos cortinones tan oscuros y gruesos que no dejan entrar la luz del día, y el silencio que nos rodea siempre, porque aquí no se oyen las pisadas de nadie, ni siquiera de doña Elvira que tiene los pies delicados y anda siempre arrastrándolos, en zapatillas, unas zapatillas muy suaves que tienen un pompom rosa, no vea lo elegante que se pone para estar por casa y lo señora que es en el buen sentido, que hasta toca el piano divinamente y hay que ver lo educada que ha sido, a pesar de no quererme mucho, que eso se le nota y cuando le cuente lo que he de contarle, verá usted, madre, que no me equivoco en lo de no quererme, porque no soy la clase de mujer que ella desea para Mariano.
  • 35. 35 Madrid me ha gustado mucho, y la casa de Mariano está en el mismísimo centro, en Mateo Morral, aunque ahora le han puesto otro nombre, el de calle Mayor. No se figura usted madre la de coches que se ven por aquí, tres veces más que ahí, y no exagero, aunque pobres hay igual o más que en cualquier parte. En casa de Mariano no falta de nada, dentro de lo que cabe, para eso tienen amistades y les llega harina blanca y pollos y muchas cosas más, que no probamos el pan negro ni todas esas porquerías, aunque los alimentos que les traen de fuera yo no sé a qué precio los pagan, pero ya sabe usted madre que con dinero se consigue todo y eso es lo que pasa en esta casa, que los padres de Mariano lo arreglan todo con amigos y dinero, y si no, ya verá usted que no me equivoco. La madre de Mariano está contenta porque dice que los curas vuelven a tener su paga, que se les había retirado por lo de la guerra, y que ya no valen los matrimonios de antes, los que no eran católicos, y sólo valdrán los que pasan por la iglesia, y nada de divorcio que es una inmoralidad y facilita el vicio de la lujuria, pero no se ha creído que lo de Mariano y lo mío fue una unión católica aunque no se hiciera dentro de la iglesia, y todo lo que me dijo de la enfermedad de su hijo no era verdad, y bien que me alegro de eso, de que fuera mentira. Mariano tiene mejor aspecto que nunca, de lo bien cuidado que está. Me gustaría que lo viera, madre, porque cuando lo conoció estaba pachucho, ya verá que se me pegan las cosas de los madriles, a fuerza de tanto oírlas. Su madre hizo que le pintaran las paredes de la habitación con tréboles blancos sobre un fondo verde y da mucha alegría entrar en aquel cuarto que parece un jardín, aunque, fíjese, sólo lo he visto de pasada. Hoy puedo escribirle porque la madre de Mariano se ha ido a la iglesia y está muy alicaída por lo de Santander, que ha sido un incendio muy grande, según dicen, y luego para colmo, va y se muere Alfonso XIII que vivía en Roma, según dicen, así que no se comenta otra cosa, pero yo estoy muy apenada y no es por lo del incendio, ni por la muerte del rey, sino por lo que me ha ocurrido esta mañana, y no pienso en otra cosa, ni me importa nada. Yo me creía que me había ganado el aprecio de doña Elvira, y Mariano tan cariñoso y bueno como siempre, así que me consideraba ya como de la familia que hasta ayudaba en la casa y zurcía los calcetines y ponía pedazos en las sábanas, hasta los fondillos del calzoncillo arreglaba, fíjese madre, como una buena esposa. A doña Elvira le hice un camisón de batista que le gustó tanto y eso que usted sabe madre que nunca he tomado una aguja, y si la tomé alguna vez, perdía el hilo o perdía la aguja, pues para que vea usted madre, doña Elvira estaba tan contenta con su camisón de batista estampada. Le cuento todo esto porque me ha sentado muy mal lo que le ha dicho a unas señoras que han venido a vernos y que son amigas de la familia, de muchos años, y se han dado un beso y un abrazo y luego se han puesto a hablar de tantas cosas, de la guerra, de los piojos, del estraperlo y la fiscalía y las cartillas de racionamiento y qué sé yo cuántas cosas más, mientras la joven, una chica muy guapa y muy fina que venía con su madre, no dejaba de mirarme de una manera muy rara y curiosa, las dos me observaban pero la más joven ponía un interés especial en mi, a pesar de que estaba algo apartada de ellas, cose que te cose, mientras hablaban. Aunque no me las han presentado me pareció que eran madre e hija porque tenían las dos el mismo porte distinguido y casi la misma voz, deben ser gente bien. Lo que no podía esperarme era lo que
  • 36. 36 he oído después, cuando me levanté a dejar el costurero por indicación de doña Elvira, ¿a que no se lo figura? Doña Elvira les ha dicho que yo estaba en la casa para ayudarla a coser y eso me ha dolido mucho. ¿Por qué se empeña en ocultar que soy la mujer de su hijo? Y es que no se cree lo de la boda. No sé qué hacer, madre, pero pienso que debo de irme de esta casa, aunque usted y todos los que me quieren digan lo contrario. Para mi hermano es fácil hablar del matrimonio como unión santa, y lazos que no pueden romperse, porque él está casado y bien casado, ya me gustaría verle en mi lugar, rodeada de personas extrañas. Además, madre, dudo de que esté realmente casada, que en estos momentos, fíjese, ni siquiera soy su mujer, ni Mariano es mi marido, y ya me parece demasiado esperar. Reciba un fuerte abrazo de su hija, LIBER. —Para que vea que no le miento puedo enseñarle las cartas que Liber escribía a su madre, las tengo todas. Liber sólo le contaba a su madre lo que le convenía, eso se adivina, ya le digo, y también tengo las que le escribió su suegra y el propio Mariano, que por las cartas sé yo todo lo que sé. Y mire usted, se murió. —¿Quién, la suegra? —Huy, no señor. —¿Liber? —Pero qué líos se arma usted. El que murió fue Mariano. Y la culpa fue por su madre, la madre de Mariano, que se inventaba enfermedades para el hijo y, es lo que yo digo, Dios castiga al que miente, porque Mariano tísico no estaría, pero se murió joven, de tifus, del piojo verde que decían. Con la enfermedad y la muerte no hay que jugar, ya ve, aquella buena señora dijo que estaba tuberculoso para deshacerse de Liber, y luego va y el que se muere es su hijo. Un castigo, sí señor. —¿Vive usted cerca de aquí? —Sí, a dos manzanas. Todos los días me vengo a la Gran Vía y me siento en este banco para respirar hondo, sabe usted, me hace ilusión pensar que estoy en un jardín que huele a flores y se disfruta de silencio. Aunque si bien se mira es un decir, porque no es posible notar su aroma. Estos setos apenas pueden conservar las petunias unos meses, las adelfas no engordan de lo polvorientas y resecas que están siempre, y el olor a gasolina es tan fuerte que se apodera de todo. ¿Se da usted cuenta?, ni por un momento han dejado de pasar coches con el tubo de escape a todo meter, soltando ruido y humo negro. Hace algunos años, este trozo de Gran Vía era tranquilo, crecían rosas de colores diversos y la uña de gato cubría las orillas. Por ese lado pasaba un tranvía y por el otro nada, ni coches, porque apenas los había, la gente paseaba, ya ve, paseaba y tomaba el sol. —Menos mal que todavía conservan este paseo ajardinado. Ese arbusto es muy bonito. —Sí, y no es poco que nos hayan plantado magnolios, porque son bien caros.
  • 37. 37 —Lo malo es que no hay donde dejar un coche por aquí cerca, ni siquiera se puede aparcar. Es incómoda esta ciudad, he tenido que dejarlo dos calles más arriba. —¿Incómoda, dice? Ustedes tienen la culpa. Con tanto coche no se puede ni andar, cada vez que voy a cruzar, me armo un lío, sí señor, con tantos semáforos, y tantos cambios, no sabe una ir por la calle. Hoy te plantan aquí una isleta y a la semana siguiente te han puesto qué sé yo de semáforos. Antes se atravesaba por cualquier parte, ahora no, ahora hay que enterarse bien de las señales porque se juega una la vida, y como yo no guipo tres en un burro, no quiera saber qué de líos me armo. —Si le parece, puedo acompañarla a su casa. —Huy, qué amable es usted, ¿cómo se llama? —Marcos. —Es un nombre muy bonito. Uno de los hijos de don Luis se llamaba así, Marcos, el que se murió siendo niño, sabe usted, el tontito. Les ponía unos nombres muy raros, aunque es lo que yo digo, entonces no se oían y a lo mejor por eso nos resultaban tan raros. Al mayor, el que se suicidó, le puso Lucas de nombre, y a los otros Marcos y Mateo. —Nombres de evangelistas. —¿De qué? —Lucas, Marcos y Mateo eran evangelistas. ¿Dice usted que Lucas se suicidó? —Huy, si yo le contara, no iba a creerme. La de cosas que le ha pasado a esa familia. ¿Lo de evangelistas es por el Evangelio? Ya decía yo, como la mujer de don Luis era muy católica, muy de iglesia, sabe usted, de comunión diaria y ejercicios espirituales. Y mire usted, Lucas iba para cura. —Algo he oído decir. Sin embargo, luego se salió del seminario ¿no? —Mire usted, cada época ha traído lo suyo. Lo de Lucas fue la moda de hace años, por los cincuenta ya mediados, cuando los curas se salían antes de cantar misa, y eso es lo que hizo Lucas, como tantos otros. —Si no tenía vocación... —Pues, ya le digo, al principio, en los primeros años, la familia de don Luis vivía en mucha armonía, sí señor, una familia modelo si bien se mira, pero luego la cosa cambió. Entre Lucas y Agustín se vino abajo la moral de los Durango, ya ve, quiero decir, ¿cómo diría? su... —Buena apariencia. —No sé si es eso. El caso es que vino la prosperidad, el negocio les iba bien, ya le digo, una gran empresa. Se nos acabó el racionamiento y hasta los piojos desaparecieron, y hale, empezaron los problemas. —He leído en algún periódico que ahora hay piojos, ¿no lo sabía? —Pues no me había enterado, ya ve, como usted lee el periódico, sabe muchas cosas. Y dónde, ¿dónde hay piojos? —En algunos colegios. —¡Qué raro! Si ahora la gente se lava mucho. —A pesar de los champús y colonias que se gastan, hay piojos.