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MARÍA MAGDALENA
(1880)
Matilde Cherner
Estudio previo y reseña:
© Laura Rivas Arranz
laurarivarr@yahoo.es
Edición y dibujo de portada:
©Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
Matilde Cherner, salmantina en el olvido..............................................5
Matilde Cherner, caso abierto (Biografía de una escritora)...................7
Reseña de “María Magdalena (Estudio social)”...................................31
María Magdalena (Estudio social).......................................................41
4
5
MATILDE CHERNER
Salmantina en el olvido
(Biografía de una escritora)
6
7
MATILDE CHERNER, CASO ABIERTO
En 1880 se publica en Madrid la novela María Magdalena (Estudio
social). Firmada por Rafael Luna, seudónimo de la escritora salmantina
Matilde Cherner.
A los pocos meses de esta publicación, Matilde Cherner muere
repentinamente en su domicilio. Tenía 47 años. Su muerte sorprende
tanto a sus contemporáneos que se disparan los rumores de suicidio.
Se lanzan las primeras hipótesis: Matilde Cherner ha acabado con su
vida incapaz de asimilar el desdén y la incomprensión hacia su novela
más querida, María Magdalena.
Diecisiete años después de su muerte, la revista El Álbum
Iberoamericano, en una breve semblanza sobre la escritora y tras
enumerar algunas de sus obras, no duda en dar este final contundente
a su artículo:
[…] títulos, más que suficientes, para que se cuente á esta
suicida en el número de las que han enriquecido nuestra
literatura.
Aunque Villar y Macías en Historia de Salamanca ya clamaba a los
cuatro vientos que Cherner había muerto víctima de “un ataque
cerebral”, la fama de suicida y los brillos románticos que aureolan a los
suicidas del siglo XIX perduran alrededor de Matilde Cherner, hasta que
en 1998 Mª de los Ángeles Rodríguez Sánchez localiza el certificado de
defunción de la escritora, donde puede leerse que murió de un
aneurisma de aorta ventral.
Caso cerrado. Matilde Cherner no se suicidó.
8
Pero ¿qué tenía la última novela de Cherner para alimentar así la
leyenda de un suicidio, para que a pesar del aprecio de unos pocos se
ganara el desdén de muchos? Pues que la protagonista de la novela
es una prostituta: Magdalena, una joven, casi una niña, que arrastra su
vida triste por la oscura ciudad de Salamanca. Una Salamanca en
sombras, presidida por un río Tormes alienta suicidios que acaba
arrinconando a la protagonista en el barrio más sórdido y pobre de la
ciudad, el de los Milagros; en una casa regentada por una vieja que los
estudiantes apodan “Celestina” en recuerdo de aquella otra Celestina
literaria.
La novela es una obra por momentos impresionante que atrapa la
atención del lector. Es injustísimo que Matilde Cherner y sus obras
hayan caído en un olvido casi completo. Matilde Cherner es la
prueba de que ni la historia ni el tiempo imparten justicia poniendo a
cada quien en su lugar.
LA DIFÍCIL RELACIÓN DE MATILDE CHERNER CON
SALAMANCA
De la biografía de Cherner no se sabe apenas nada. Hija de Antonia
Hernández, natural de Aldeadávila (Salamanca) y de Juan José Cherner
y Luna, nacido en San Fernando (Cádiz), procurador del Juzgado de
Salamanca. La escritora nace en Salamanca el 13 de marzo de 1833, y
es bautizada en la iglesia de san Cristóbal. Así lo recoge Villar y Macías
en su Historia de Salamanca. Y así lo hacen constar también en la
Revista del Círculo Agrícola Salmantino, a los pocos días de la muerte
de la escritora, donde en una nota a pie de página el redactor informa:
Según últimas y autorizadas noticias, nació en la parroquia de San
Cristóbal de esta ciudad.
Villar y Macías recoge el nombre completo de la escritora: Matilde
Rafaela Cristina Cherner y Hernández.
Su infancia y adolescencia transcurre en Salamanca. Los veranos la
familia los pasa en Aldeadávila, dato que ella misma confiesa en su
artículo “Una boda en Tirados” (publicado en La Época en 1878)
9
La vocación literaria de Matilde Cherner despierta muy pronto.
El 25 de enero de 1856, la Revista Salmantina Periódico Literario da
cuenta de la función semanal del Liceo Artístico. En esta función
participa Matilde Cherner. Tiene diecinueve años:
La señorita Doña Matilde Cherner salió a leer una Oda a
Salamanca, con la desconfianza y timidez propias de su sexo.
Los unánimes aplausos que al oír sus versos estallaron
debieron dejarla ampliamente remunerada. Gloria al bello sexo
que así toma parte en el movimiento intelectual de la época.
No voy a decir nada del machismo decimonónico del redactor,
empeñado en convertir la desconfianza y la timidez en patrimonio
exclusivo del sexo femenino. Lo que interesa del artículo es que
seguramente fue esa Oda a Salamanca el primer trabajo que Matilde
Cherner dio a conocer al público. Una pena que el artículo en vez de
dejar constancia de la comprensible timidez escénica de Cherner no
publicara la Oda a Salamanca, ahora desaparecida para siempre en la
niebla del pasado.
No sabemos nada de la formación que recibe Matilde Cherner ni de las
lecturas que despiertan su vocación literaria.
En El Álbum Iberoamericano afirman que:
Poseía, con perfección, el latín, hablaba correctamente el
francés, veía en los clásicos a sus maestros más predilectos.
De la formación clásica de Matilde Cherner no se puede dudar porque
son múltiples las alusiones que hace en sus obras a la historia griega, la
mitología clásica...
10
Matilde Cherner debió de crecer en un entorno culto. Su participación en
las funciones del Liceo Artístico hacen pensar en la implicación de su
familia en la vida cultural de Salamanca. Además, en la breve
semblanza que publicó la Revista del Círculo Agrícola Salmantino, se
hace constar que su familia alienta desde el principio la vocación
literaria de la escritora:
Su padre D. Juan José Cherner, […] Estaba encantado de las aptitudes
de su hija, y de la vocación a la literatura desde sus tempranos años.
Esa vocación literaria la lleva a participar en otra función del Liceo
Artístico a las pocas semanas de su primera intervención. Esta vez
Cherner lee un poema tituladoLa Unión donde se muestra
comprometida, clamando por la fraternidad y la libertad de los
oprimidos. Un compromiso social y político que será constante en la
vida y en la obra de Matilde Cherner.
En esta ocasión, La Revista Salmantina Periódico literario sí publica el
poema, pero el contenido político del mismo motiva que se encabecen
los versos con la siguiente advertencia:
[…] aun cuando consideraciones de bastante peso para
nosotros nos aconsejaban que no viera la luz en nuestro
periódico, […] no podemos resistir la tentación de darla
publicidad.
Esas “razones de peso” hacen sospechar la polvareda de críticas que
los redactores esperaban que recibiría el poema. Y no se
equivocaron porque veinte años después, en un poema titulado A los
federales Salmantinos, Matilde Cherner hace memoria de su
adolescencia charra y confiesa:
11
Del claro Tormes en la fresca orilla
Mi adolescencia plácida corrió:
Hoy, que otro cielo ante mis ojos brilla,
Tu recuerdo mi pecho no olvidó.
No, no te olvido, bella Salamanca,
Emporio del saber… ¡hoy ya perdido!
Tu dulce nombre de mi pecho arranca
Un amargo, tristísimo gemido.
[…]
Y yo, que de mi vida en los albores
La unión, la libertad he proclamado.
Yo vi alzarse fanáticos rencores
Contra mi pobre canto entusiasmado.
Los “fanáticos rencores” que contra Matilde Cherner brotan en
Salamanca es probable que comenzaran al publicarse el poema La
unión. Y ya sabemos todos los charros lo insoportablemente pequeña
que ha sido siempre Salamanca, más aún en el siglo XIX, como para no
tropezar a diario con los rencores que puedan despertarse, que si
encima de fanáticos tienen regusto político entonces ya ni hablamos.
La relación de Matilde Cherner con Salamanca fue por tanto
complicada. Complicación que se deja ver también en la breve
semblanza sobre la escritora de la Revista del Círculo Agrícola
Salmantino:
Aquí se ensayó en la novela, sin que lograra, por diferentes
causas, ver publicada la primera que escribió.
El redactor no aclara las “diferentes causas” que hicieron que
Matilde Cherner no consiguiera publicar en su ciudad natal su
primera novela.
Cuando Cherner escribe esta primera novela es una veinteañera. No se
sabe nada del título pero si bastante de su contenido, porque la
escritora lo cuenta muchos años después, al hilo de una reseña de la
novela Adriana de Wolsey de la escritora Ventura Hidalgo. En ese
mismo artículo explica sin tapujos esas “diferentes causas” que vetaron
en Salamanca la publicación de la novela.
12
Cherner califica su primera novela como “novela de costumbres” y
escribe que reflejaba “con tanta verdad como se refleja en el claro
Tormes la imponente silueta de la ciudad[…], la sociedad galante de
Salamanca, las intrigas, los amores, las locuras de su juventud escolar,
alegre, bulliciosa y pendenciera”. Y todo ello, dice la escritora, elaborado
con “la imprevisora franqueza, la inocente osadía de los pocos años”.
Quien después de esta descripción no se muera de ganas de leer el
debut de la Cherner en la narrativa no tiene media gota de sangre
lectora y charra corriéndole por las venas. Lo malo es que por mucho
que queramos leerlo es imposible. No se publicó entonces, y el
manuscrito inédito debió de perderse.
¿Y contra quién podemos dirigir ahora nuestra enrabietada
insatisfacción lectora? Contra la llamada Ley de imprenta Nocedal y sus
prácticas censoras. La novela fue censurada sin contemplaciones.
Sufrió una censura que la autora califica de “dura” y “sangrienta”.
Vamos, que por si la ópera prima de Cherner no hubiera reunido ya
suficientes atractivos para un lector curioso, encima fue censurada.
¡Cada vez enrabia más no poder leerla!
Imaginemos ahora aquella Salamanca de mediados del XIX: pequeña,
chismosa, criticona y con su toquecito envidioso, e imaginemos dentro
de ella a la jovencísima Cherner con sus poesías libertarias y su novela
censurada bajo el brazo. No es difícil imaginar a continuación un río de
miradas torcidas y de “fanáticos rencores” discurriendo contra ella por
las calles de la ciudad.
Aún así, Matilde Cherner vive en Salamanca hasta la muerte de sus
padres. Así lo afirman en la Revista del Círculo Agrícola Salmantino:
Muertos sus padres, y enajenado su pequeño patrimonio, se
trasladó a Madrid.
Con lo que sacara de vender lo poco que poseían sus padres en
Salamanca, y con el manuscrito de su primera novela inédita bajo el
brazo, Matilde Cherner se marcha a Madrid dispuesta a hacer
realidad su sueño de ser escritora.
13
LOS MADRILES DE MATILDE CHERNER: LIBERTAD, IGUALDAD Y
SOLTERÍA
No se sabe con exactitud en qué fecha se instala Cherner en Madrid.
Los primeros artículos que aparecen de ella en la prensa madrileña son
de 1870.
Calle de la Palma,21. Último domicilio de Matilde Cherner en Madrid.
(También vivió en Horno de la Mata,10)
Foto Street View
En la capital de España Matilde Cherner empezó a relacionarse con
algunos escritores del momento, así lo afirman en El Álbum
Iberoamericano:
conocidos literatos Manuel Fernández y González, José
Marco, Nicolás Díaz Pérez, Luis Vidart y Enrique Rodríguez
Solís, con quienes debatía largamente, y siempre con lucidez,
cuestiones políticas y de crítica literaria.
Que Matilde Cherner se ocupara de cuestiones de crítica literaria, y
publicara diversos trabajos en este campo, es un hecho que la
distingue. Porque en el siglo XIX la crítica literaria, como tantas otras
cosas, era patrimonio exclusivo de los varones.
14
El grueso de la obra de Matilde Cherner está dispersa entre las
páginas de revistas y periódicos publicados entre 1870 y 1880. El
primer artículo de la escritora que he encontrado es “La fiesta del
Corpus” publicado en mayo de 1870 en la revista La Moda Elegante.
Periódico de las familias. Una publicación femenina que entre vestidos,
miriñaques y sombreros de última moda, ofrecía artículos diversos y
novelas por entregas.
Matilde Cherner empieza enseguida a firmar la mayoría de sus trabajos
con el seudónimo Rafael Luna. Tomado, como explica Villar y Macías,
de su segundo nombre (Rafaela) y del segundo apellido de su padre
(Luna).
Cherner colabora con diferentes publicaciones: La Ilustración Federal
Republicana, La Ilustración Popular, La ilustración de la mujer, Revista
semanal de literatura, Revista contemporánea, Revista de España, El
Periódico para todos, La Época. Hoja literaria, El demócrata Semanario
republicano… Y de vez en cuando envía colaboraciones desde Madrid a
periódicos charros: El Eco del Tormes, El Federal Salmantino...
Sólo con leer el título de algunos de esos periódicos basta para darnos
cuenta de la carga política e ideológica que contienen muchos de
sus escritos. Cherner era una republicana democrática federal
convencida.
Como defensora de la libertad y la igualdad luchó también contra la
discriminación de la mujer.
En La Ilustración de la mujer, Cherner publica Las mujeres pintadas por
sí mismas. Cartas a Sofía. Aquí desarrolla sus reflexiones acerca de la
educación de las mujeres. Reivindicando, por ejemplo, que no se luche
sólo para lograr que se generalice la formación universitaria de la mujer,
sino que las mujeres puedan sacarle partido a esa formación
alcanzando el derecho y la libertad de trabajar; el espacio público no
tenía por qué ser sólo de los hombres.
15
Cuentan en La Época. Hoja literaria que pocos días antes de su muerte,
Matilde Cherner acudió a la redacción de la que era colaboradora y
entregó su último artículo: “Profesión de fe”. En realidad no se trataba
de un artículo inédito porque ya lo había publicado en 1878, en el
periódico La Mañana, con otro título: “No caben dos cabezas en un
sombrero”.
16
“Profesión de fe” o “No caben dos cabezas en un sombrero” es un relato
breve en el que dos escritoras charlan y llegan a la conclusión de que la
superioridad de los hombres sobre las mujeres, dogma incrustado hasta
los tuétanos de los hombres decimonónicos, hacía imposible que una
escritora pudiera realizarse como tal si estaba casada. Según este
breve relato, cualquier mujer del siglo XIX que pretendiera destacar,
tener éxito, salir del ámbito doméstico, no tenía más remedio que
renunciar a casarse, porque un matrimonio armonioso, sin trifulcas
continuas, necesitaba del sometimiento de la mujer, necesitaba que la
mujer se apagara, que no destacase para hacer realidad la superioridad
del marido:
—Sí fuéramos á creer en las atribuciones que concedes á
los maridos, su despotismo superaría en mucho al de los doce
tiranos.
—No soy yo, es el mundo el que les concede esas
atribuciones que no pretendo exagerar, y á las que he
procurado sustraerme permaneciendo soltera.
Precisamente al hilo de la publicación de este artículo que dejó Cherner
antes de morir en la redacción de La Época, el periódico dedica un
cariñoso recuerdo a la escritora. Son unos párrafos que llaman mucho
la atención porque desvelan, para satisfacción de lectores curiosos
con ramalazo cotilla como yo, un capítulo de la vida privada de la
escritora:
Unos dos años hace que la escritora empezó á honrarnos con
sus frecuentes visitas. Al principio pudimos creer que el móvil
era su afición al periodismo; pero pronto nos convencimos de
que otra pasión mas avasalladora reinaba en su pecho y que
el dulce objeto de su cariño era uno de nuestro mas queridos
compañeros. […]
El proyectado enlace no llegó á efectuarse por causas que no
son de este lugar. Las visitas de Matilde Cherner disminuyeron
considerablemente. Pero cuando venía nos hacía pasar un
rato excelente con sus discretos chistes. Y lejos de mostrarse
resentida con su ex-prometido, lo echaba todo á broma,
complaciéndose en mostrarse con él la mejor amiga del
mundo.
17
Profesión de Fe, el último artículo que Cherner quiso publicar pocos
días antes de que la sorprendiera la muerte, ¿es una declaración de
intenciones de su autora? A lo mejor... Que la escritora, como la
protagonista del cuento, permaneciera soltera es sólo una curiosidad.
Pero que la escritora tachara aquello de “No caben dos cabezas en un
sombrero” y lo cambiara por un rotundo “Profesión de Fe” parece invitar
a pensar que el relato es toda una declaración de intenciones.
GUERRAS SUCIAS DE ESCRITORES
Cherner se mueve en todos los géneros literarios; poesía,
narrativa, ensayo, teatro y hay noticias de que incursionó en los
mundos de la zarzuela. Gracias a su correspondencia, sabemos que
trabajó en la redacción de al menos una zarzuela con el título Enterrado
y Coronado.
Murió sin lograr la aspiración de ver representadas en los teatros
madrileños alguna de sus obras. Pero dejó testimonio del compadreo
feroz que rige los mundos literarios, y de la rivalidad rayana en la
competencia desleal que se cuece entre literatos. (Vamos, que dejas
solos a un par de escritores y diez contra una a que terminan tirándose
de los pelos. Es broma… ¿o no?...).
Echando un breve vistazo a los artículos, poemas, relatos de Matilde
Cherner… nos damos cuenta enseguida de que era una persona que no
huía de los conflictos, polemizaba con quien hubiera que polemizar y
afrontaba con energía los reveses que recibía, que no fueron pocos.
En 1872, en un intento de dar el salto a los escenarios, Cherner
presenta al Teatro Español un drama titulado Don Carlos de Austria. De
la mala suerte que corre esta obra da cuenta en su artículo
“Historia de un drama. Contada por su autor”.
18
A través de este artículo nos enteramos que una de las curiosas reglas
del Teatro Español era:
no puede ser puesta, en escena ninguna obra de autor
desconocido, si no es patrocinada por un renombrado literato.
En fin, que los mundos literarios desde siempre han procurado
complicar cuanto más mejor el acceso a los novatos…
Cherner busca el preceptivo apoyo de renombre y cuando lo consigue
lleva su drama al Teatro Español. El director dictamina que es
“altamente representable” si la autora acepta realizar algunas
correcciones. Cherner las acepta. El problema se desencadena porque
el “renombrado literato” que patrocina a Cherner es muy amigo de
Núñez Arce. Y da la casualidad que Núñez Arce ha entregado al Teatro
del Circo su drama El Haz de Leña, que trata sobre el mismo asunto
histórico que el de Cherner. El “renombrado literato”, patrocinador de
Cherner, no puede evitar informar a su amigo de que en el Teatro
Español se prepara el estreno de un drama con el mismo argumento
que el suyo. Consecuencia: Núñez Arce precipita el estreno de su
drama, y el director del Teatro Español siente que le han pisado la
historia y decide que no le interesa ya representar el de Cherner.
Pero Cherner no se rinde. Y somete su drama a diferentes opiniones
para ver cómo puede mejorarlo, hacerlo más atractivo y volverlo a
intentar. Y así nace un segundo drama, completamente renovado con el
título Como hombre, no como Rey.
Cherner termina este drama en 1879 y otra vez lo presenta al Teatro
Español. Y fatalidad de fatalidades y casualidad de casualidades donde
las haya…, Núñez Arce decide reestrenar El Haz de Leña siete años
después de su estreno. Consencuencia: Matilde Cherner se ve obligada
a retirar, otra vez, su drama de los escenarios del Español.
En Marzo de 1873, le sucede a Matilde Cherner otra peripecia. Se hace
famosa su acusación de plagio contra Agustín Fernando de la
Serna, hijo del Barón del Sacro Lirio.
19
Ese año Matilde Cherner entrega al Teatro Español su drama titulado La
cava. El Teatro Español no se interesa por su obra pero al poco tiempo
estrena otra sospechosamente similar a la de Cherner, escrita por
Agustín Fernando de la Serna. Cherner, es de suponer que enfurecida,
pone un comunicado en la prensa acusando a La Serna de plagio, y La
Serna se revuelve contra ella con toda la artillería. Justifica los
parecidos clamando que se trata de un episodio histórico, que además
el Teatro Español conocía su obra antes que la de Cherner, que varios
escritores conocían también su drama antes que el de Cherner viera la
luz, que si le obligan empezará a dar nombres, y que además llevará a
Cherner a los tribunales…
Cherner tiene que aguantar párrafos en prensa del pelaje siguiente:
El drama Don Rodrigo se ha hecho mas célebre que por lo
ruidoso de su éxito, por las contestaciones que ha suscitado
en la prensa entre una para nosotros desconocida poetisa —
doña Matilde Cherner— y el Sr. La Serna.
La una, con intrepidez no muy propia de su sexo, acusó al otro
nada menos que de plagiario de una obra suya […]quien no
satisfecho todavía, parece que se propone llevar la cuestión á
los tribunales. Si hiciese caso de nuestro desinteresado
consejo, desistiría de semejante idea.—La acusación de doña
Matilde Cherner no ha producido efecto alguno: nadie le ha
dado importancia, juzgándola, según dicen los francesas, une
boutade.
Es una pena que no haya encontrado rastro de La Cava para
compararlo con Don Rodrigo y comprobar de primera mano hasta dónde
llegaban los parecidos. Ambas obras fueron escritas en verso y habría
estado bien poder comprobar si las similitudes iban o no más allá del
argumento histórico. Porque cuesta mucho imaginar que Matilde
Cherner acusara de plagio a La Serna sólo por dramatizar el mismo
hecho histórico que ella; porque lo mismo le había sucedido con El Haz
de Leña de Núñez Arce, y a Cherner no se le ocurrió acusar a éste de
plagio…
El caso es que Matilde Cherner echa el freno, y retira su acusación.
20
Que Matilde Cherner escribiera de política, que ejerciera la crítica
literaria, y que defendiera su obra con “intrepidez no muy propia de su
sexo” no sentaba nada bien.
De hecho, Leopoldo Alas Clarín arremete abiertamente contra ella
en 1879. En su prejuicioso artículo “Las literatas”, entre lindezas del
tipo: “la literata como el ángel, y mejor, como la vieja, carece de sexo” o
“La mayor parte de las literatas son feas”, califica a Matilde Cherner
como escritora de “menor cuantía”.
En fin, pobre Clarín, víctima del recalcitrante machismo decimonónico
escribió “Las literatas”, un artículo que ha envejecido fatal, y que a la luz
del siglo XXI deja a su autor en muy mal lugar. Su feroz ataque contra
Matilde Cherner en el encabezamiento de un artículo de contenido
tan penoso hace brillar más a nuestra paisana. Ladran, Matilde,
luego cabalgamos…
21
¡MATILDE CHERNER, AGENTE SECRETO EN MARSELLA!
Además de dedicar su tiempo a escribir artículos, poesía, novelas,
cuentos, dramas, Matilde Cherner, como republicana convencida,
trabaja activamente por la república. Lleva su compromiso político
mucho más allá de la letra impresa.
Por una carta que envía a su amigo Francisco Asenjo Barbieri,
sabemos que el 27 de septiembre de 1879 Matilde Cherner estaba en
Marsella viviendo una peripecia digna de un libro. La escritora lo
explica así en su misiva:
Hace quince días que estoy en Marsella y de esos quince he
pasado uno en la calle, once en el hospital y tres en un hotel
socorrida por el Cónsul. Esta noche me obligan a marchar
enferma y casi desnuda pues he perdido todo mi equipaje y el
traje que tengo es el mismo, o parte del que tenía la noche del
domingo 14 cuando me caí en el mar donde permanecí más de
cuatro horas.
Como yo no puedo decir aquí, ni tampoco me atrevo a
consignarlo en esta carta, qué hacía yo a las doce de la noche
a la orilla del mar sola ni a quién, ni por qué di doscientos
francos que traía para mis gastos de viaje […] Necesito pues
que me haga V. el favor de prestarme mil francos, que puede
girarme a Barcelona, donde tengo una casa conocida en la que
me recibirán bien y en la que podré reposar y recobrarse, si
esto es posible, mi perdida salud.
Yo aunque poca tengo alguna hacienda con que responder de
esta cantidad de que tanto necesito serle deudora, y V. me
esperará a que sin grave perjuicio pueda devolvérsela. Prefiero
morir, y esto se lo digo de todo corazón, a llegar a Madrid en el
triste estado en que me encuentro, sin contar que mi
quebrantada salud no me permitiría tan largo viaje máxime
haciéndolo como una mendiga de consulado en consulado.
Y todo por haber querido salvar la vida a quien jamás me
pagará ni me agradecerá siquiera tal favor.
22
No me atrevo a explicarme más y le ruego que hasta mi
regreso a Madrid tenga la bondad de guardarme secreto sobre
esta carta […]
Tanto secreto hace sospechar a los historiadores que Cherner podría
haber colaborado de algún modo nada menos que en alguna de las
conspiraciones antimonárquicas contra Alfonso XII que se gestaban
en Francia por aquel entonces. Ahí queda eso…
Quién fue la persona misteriosa y desagradecida a quien Matilde
Cherner salvó el pellejo y por qué se lo salvó son preguntas que ya
sólo pueden responderse en el territorio de la imaginación. Hagan
sus apuestas… ¿Quizá un amigo?
Matilde Cherner no tenía muchos amigos. En otra carta, anterior a la de
Marsella, dirigida también a Asenjo Barbieri confiesa:
Tengo muy pocos amigos: aunque dijera ninguno, no mentiría,
y cuando manifiesto mi estimación y simpatía a una persona
digna de ellas, sufro mucho, me duele mucho el alma, si
aquella persona no me corresponde.
Ese párrafo tristón y un poco desesperado lo escribe con motivo de que
Barbieri no responde a su amistad ni a sus cartas como debería. Aún así
Cherner sigue considerando a Barbieri su amigo hasta que Barbieri
la deja tirada en Marsella, sin responder a su petición de ayuda ni
tampoco a otras dos cartas más que le envía desde España, de vuelta
ya de su misteriosa aventura marsellesa. Cherner le pide tajante que le
devuelva la carta en la que le pedía auxilio.
Barbieri ni responde ni devuelve la carta ni tampoco la guarda en
secreto como Matilde Cherner le pedía, porque cuando Barbieri lega sus
papeles a la Biblioteca Nacional ni corto ni perezoso mete la carta que
debió ser secreta junto a las demás de Matilde Cherner, agrupadas
todas en una carpeta titulada: “Dª Matilde Cherner / Escritora / con el
seudónimo de Rafael Luna / † en Madrid, el verano de 1880”
Pero gracias a la traición de Barbieri, podemos conocer un episodio
rocambolesco de la casi desconocida vida de Matilde Cherner.
23
"NADIE SE ACORDARÁ MAÑANA DE LA POBRE
ESCRITORA"…
Tras la muerte de Matilde Cherner el 15 de agosto de 1880, se recogen
algunas sentidas necrológicas en los periódicos. Es muy curiosa la
insistencia de algunos de esos textos en afirmar que Matilde
Cherner tuvo una vida infeliz:
[…] merece un lugar entre los buenos escritores. Matilde
Cherner era pobre y era mujer. ¡Quién es capaz de
comprender los esfuerzos que ha necesitado emplear para
cultivar las letras!
Nadie se acordará mañana de la pobre escritora.
Nosotros, que la conocimos en vida y que hemos
experimentado un profundo dolor al saber su muerte,
hacemos votos por que en el cielo encuentre la felicidad que
no halló en la tierra.
La Época
Y Mesonero Romanos escribió:
Hoy ésta amena y laboriosa escritora, arrebatada por la
muerte, no deja en pos de sí familia, amigos ni protectores;
sólo obtiene el olvido más injusto. Por eso aprovecho la
ocasión de dedicar este único recuerdo a su memoria.
Esta imagen de escritora triste, abandonada y victimizada en medio
de un mundo cruel me encaja mal con la mujer luchadora que tras
vivir la muerte de sus padres emprende en Madrid la búsqueda de un
sueño; la mujer que remueve Roma con Santiago por ver sus obras en
el escenario; la mujer que se revuelve contra las zancadillas, se levanta
del fracaso y rehace un drama para volverlo a intentar; la mujer que
emprende viaje a Marsella con 200 francos y una misión secreta; la
mujer que autoedita su novela (María Magdalena es una novela
autoeditada por su autora) y la mueve ilusionada de aquí a allá
enviándola a revistas y a conocidos.
24
Puede que Matilde Cherner no tuviera dinero, puede que no tuviera
protectores, y a lo mejor no tuvo muchos amigos (¿alguien los tiene?),
pero estaba llena de talento, ilusión y valentía. Luchó toda su vida por la
igualdad entre hombres y mujeres y por erradicar las injusticias del
mundo. Escribió y se movilizó por la libertad, la democracia y por la
España federal sin rey en la que creía. Su vida y su obra fueron siempre
fieles a sus principios y creencias. Y logró su sueño de escribir, aunque
en vida ella siempre quisiera llegar más lejos; el corazón literato debe
siempre ser inconformista.
Ciento treinta y tres años después de su muerte se han publicado
algunos trabajos sobre su obra (ver bibliografía). Y ciento treinta y tres
años después de su muerte aquí estamos en un blog de Internet, un
medio que ni Mesonero Romanos ni el redactor de La Época podían
imaginar que existiría, llevando la contraria a ese olvido fatal que las
condescendientes necrológicas le pronosticaban. Porque Matilde
Cherner, sus obras, su vida, merecen ser recordadas, admiradas,
merecen escapar de las sombras del olvido.
25
OBRA DE MATILDE CHERNER
Ya lo avisa en 1887 Villar y Macías: <<La multitud de periódicos en que
publicó sus artículos, hace poco menos que imposible el coleccionarlos,
para darlos a conocer en uno o más volúmenes>>.
Los títulos que aparecen recopilados aquí los he ido tomando de los
estudios publicados sobre la escritora, y de revolver un poco en la
hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional y en la web de prensa
histórica del Ministerio de Cultura.
Más allá de la pequeña lista que aparece a continuación, de Matilde
Cherner queda ahí fuera mucha tela que cortar.
Poesía
•La Unión
•A los federales Salmantinos
•La Mendiga
•Canción del Herrero
•Guerra
•A un muerto
•La primera hora del año
•Los Reyes se van
•Lamentos de un preso
•Cantares
•Cantares a las flores
•Romancero Federal
•Al pueblo español
•Los dos infinitos. Soneto
26
Narrativa
•Un episodio de la Guerra de la Independencia
•Malagana y Lord Wellington
•Un día de gloria
•La Torre del Clavel. Leyenda
•Amor de un día
•A orillas del Tormes
•No caben dos cabezas en un sombrero/Profesión de fe
•El Miserere de Doyagüe
•La esposa de un federal
•Novelas que parecen dramas [novela]
•Ocaso y Aurora [novela]
•Las tres leyes [novela]
•El novio que entra por la puerta y el que entra por el balcón [novela]
•María Magdalena (estudio social) [novela]
•Profesión de fe
Teatro
•El doctor y el estudiante
•La Cava
•Don Carlos de Austria
•Como hombre no como Rey
•El Baroncito. Juguete lírico
Zarzuela
•Enterrado y Coronado
27
Ensayos y artículos
•Las mujeres pintadas por sí mismas. Cartas a Sofía
•Don Manuel José Doyagüe [biografía]
•Música religiosa sobre la profana
•Una boda en Tirados
•Notre Dame de Paris [citado el título. Artículo no encontrado]
•Villoria. Comunero salmantino
•El descendimiento
•La fiesta del Corpus
•Juan del Encina [estudio crítico]
•Algunas consideraciones acerca de la literatura dramática con motivo
del drama de D. Luis Vidart, titulado: Cuestión de amores [estudio
crítico]
•Adriana de Wolsey. Novela original de Ventura Hidalgo con una carta
prólogo de don Víctor Balaguer –Biblioteca de la ilustración española y
americana [juicio crítico].
•Juicio Crítico sobre las novelas ejemplares de Cervantes [estudio
crítico premiado por la Real Academia Sevillana de las Buenas Letras]
•Literatura dramática en general y sobre los teatros modernos
Castellano y Catalán en particular [estudio crítico]
•Algunas observaciones sobre <<La Celestina>>
•Dos palabras al bibliógrafo de El Globo [réplica a una crítica de su
novela Ocaso y Aurora]
•Fiestas reales
•El Vos y el Usted. Una pregunta á la opinión al buen gusto y a la Real
Academia de la Lengua
•Pecado original según los <<vedas>>
•Los árabes en España
•Fiestas reales
•Asociación para la enseñanza de la mujer
28
SALAMANCA A MATILDE CHERNER
Que conste que la ciudad natal de la escritora decidió en los años 90
dedicarle una calle.
Calle Matilde Cherner en Salamanca. Foto street view
Está en el barrio de Vistahermosa. Es pequeñita y forma parte de un
racimillo de calles dedicadas a escritores y periodistas del XIX. Está
junto al parque de las Musas.
Me da que tener una calle cerca de un parque dedicado a las Musas a
Matilde Cherner le habría gustado muchísimo.
© Laura Rivas Arranz
29
BIBLIOGRAFIA UTILIZADA
Estudios sobre Matilde Cherner
• <<“Conociendo yo, caballero, lo mucho que vale su nombre y lo
poco conocido que es el mío”: Cartas de Matilde Cherner a
Francisco Asenjo Barbieri (1877-1879>> Pura Fernández Centro
de Ciencias Humanas y Sociales-CCHS, CSIC, Madrid. EnSiglo
XIX (Literatura hispánica). Escritores decimonónicos en singular.
http://marietacantos.esmiweb.es/download_file/view/43/372.pdf
(El estudio comienza en la página 89) (Recomiendo descargarlo
porque leer las cartas de Matilde Cherner no tiene precio. Y
además el estudio de Pura Fernández previo a la transcripción de
las cartas es muy interesante)
• Matilde Cherner: una voz femenina y crítica ante la prostitución en
la España de 1880. Mª de los Ángeles Rodríguez Sánchez.
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID.
http://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/13/aih_13_2_046.pdf
• Matilde Cherner, canon y anticanon: periodismo político. M.ª de
los Ángeles RODRÍGUEZ SÁNCHEZ.
http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/la-elaboracion-del-
canon-en-la-literatura-espanola-del-siglo-xix-ii-coloquio-de-la-s-l-e-s-
xix-barcelona-2022-de-octubre-de-1999--0/html/p0000006.htm#I_36_
Libros de temática salmantina
• Historia de Salamanca. Villar y Macías M. 1877
• Mujeres singulares salmantinas (220 A.C.- Siglo XIX). Mª Dolores
Pérez Lucas. Amarú Ediciones. 2004
• Callejero histórico salmantino. Ignacio Carnero. Amarú Ediciones.
2009
30
Prensa histórica
• Revista del Círculo Agrícola Salmantino. 21 agosto 1880.
• El álbum iberoamericano. 30 de enero 1897
• La Discusión. Diario democrático 20 de marzo de 1873
• La Época. Científica, literaria, financiera, industrial y mercantil 8
agosto 1878; 10 de febrero, 24 marzo, 9 de noviembre de 1879
• La Correspondencia de España. 20,28 de marzo 1873
• La Época. Hoja literaria 18 agosto 1880
• El Constitucional. Diario Liberal de Alicante 10 junio 1879, 4 julio
1880
• El comercio 20 agosto 1880
• La mañana. Periódico político y literario: 1 julio de 1877; febrero,
agosto, noviembre, diciembre 1878; enero, julio 1879
• La Academia. Revista de cultura hispano portuguesa latino-
americana. Septiembre 1878
• La Moda Elegante. Periódico de las familias.30 de mayo de 1870;
julio, octubre, noviembre de 1875, octubre 1877, junio, abril 1878;
• La Unión 8 de marzo de 1879
• La Ilustración de la mujer. Enero, mayo; octubre, junio, julio,
noviembre de 1875
• La Ilustración Republicana Federal, 20 de agosto, 22 de octubre
de 1871; 23 de Febrero, 21 de junio de 1872
• Revista europea. Tomo Decimocuarto Año VI Número 287 - 1879
agosto 24; 20 junio de 1880.
• El Periódico para todos 10, 11, 12, 13 de febrero de 1877; 21
enero 1880
• Revista Contemporánea. 30 de octubre, 30 de diciembre de 1877
• Revista de España nºs: mayo, julio, septiembre, noviembre de
1878
• El Eco del Tormes. Mayo, junio de 1877
• Revista Salmantina. Periódico Literario 25 de enero de 1852, de
abril 1852
• El Federal Salmantino 4 de agosto, 19 septiembre de 1872,
• La Iberia 19 junio de 1880
31
"María Magdalena (Estudio social)"
de Matilde Cherner / Rafael Luna
En 1880, la escritora salmantina, Matilde Cherner, medio emboscada
tras el seudónimo de Rafael Luna, publica la novela María Magdalena
(Estudio social).
Nos cuenta la historia de una prostituta, Magdalena, que vive en la
ciudad de Salamanca, en una casa del barrio de Los Caídos (barrio
Chino), a las órdenes de una vieja que todos apodan Celestina, por
dedicarse a lo mismo a lo que se dedicó cuatrocientos años antes la
Celestina literaria.
La historia de cómo los sueños de Magdalena chocan contra la realidad
y desaparecen sirve a la escritora para hacer una feroz crítica social.
Lanza sus dardos contra la tolerancia y aceptación social de la
prostitución, de la que en aquellos tiempos se debatía la conveniencia
de su legalización (tema que, desgraciadamente, sigue sin perder
actualidad). Critica la discriminación de la mujer, la pobre formación
cultural destinada a las niñas que las condenaba de por vida a una
existencia peligrosamente dependiente. Desmitifica el amor. En la
novela, la fuerza del amor sólo resplandece en un contexto idílico,
aislado del mundo real. Al contacto con la realidad, el amor se llena de
conveniencias y, como otro sueño más, desaparece.
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Selección de fragmentos
¿Para qué la ciencia, si no lleva la fortaleza y la esperanza
á un alma atribulada?
[…] algunas personas […] procuraron consolarnos y hacernos
compañía […] poco á poco fueron dejando de visitarnos;
[…] las visitas, como todo lo de este mundo, solo se sostienen
por el interés y la reciprocidad.
[…]y mi querido Quijote,[…]. Aquel precioso libro […] al leerlo
ahora con el alma llena de dolor y el corazón oprimido por
tristes presentimientos, hallaba ocultos en él mil pensamientos
profundos y filosóficos que hasta entonces jamás descubrí, y
en sus eternos y siempre oportunos chistes, un fondo de
resignada y meditativa tristeza.
Aquel libro, mi único amigo, mi único consuelo.
[…]mi madre, aunque joven, se hallaba enferma y abatida,
víctima de su educación y sus costumbres
¡Por qué ellas llevan erguida la frente que nosotras tenemos
que ocultar entre el fango!...
¿Es Dios, es el mundo, quien nos marcó tan distintos
destinos? ¿O es que el hombre, duro y egoísta, les impone á
ellas su virtud, como á nosotras nuestra impureza?...
Salamanca es el escenario que rodea a Magdalena en su peregrinaje
hacia la decepción total. La ciudad “vetusta en la que se respiran aún
los vientos clásicos de los siglos XV y XVI”, la ciudad dorada y mítica,
muy querida para la protagonista y para su madre, se vuelve oscura
enseguida. Lo primero que ve Magdalena cuando llega a Salamanca
son sus torreones “pardos y sombríos”.
Mi primera impresión al descubrir aquella ciudad tan triste,
oscura y solitaria, perezosamente dormida á la orilla del
melancólico Tormes, que baña sus ruinosas murallas, fue tan
dolorosa, que se oprimió fuertemente mi corazón
33
Magdalena afronta la enfermedad y la muerte de su madre en una casa
miserable, cercana a las ruinas del convento de los Agustinos (actuales
restos del Botánico). Tras darle sepultura, sola y desamparada en la
oscura ciudad de torreones pardos, decide acabar con su vida
adolescente en las aguas del Tormes:
La casa que habitábamos estaba situada cerca del sitio donde
aún hoy existen las ruinas del convento de San Agustín, y la
ruta que yo me había marcado me llevaba primero á la
plazuela de San Isidro, y después, bajando por la Compañía,
á la puerta de San Bernardo, y últimamente al río, que no lejos
de allí corre.
me precipitaba por la Compañía abajo, cual arrastrada de un
fatal torbellino. Al llegar á las Agustinas, mis piernas
principiaron á flaquear y mi cabeza á desvanecerse, y solo
aquella fija y horrible idea que á la muerte me arrastraba
dábame fuerza para proseguir mi camino.
34
En este estado de delirante postración llegué á dar vista al
Campo de San Francisco. Yo marchaba fuera del Campo,
siguiendo la línea de los edificios que han sustituido al antiguo
convento, y mi imaginación, fluctuando entre su resolución y
su anonadamiento, y mis piernas vacilantes á causa de
aquella larga carrera, después de tan larga postración y
cuando hacía dos días que me hallaba falta de alimento,
fuéronse paralizando gradualmente, y caí sin sentido á la
embocadura de la calle que da vista á la Casa-Hospicio.
35
Este es el punto de partida de la novela. Magdalena no llegará al
Tormes, sino que caerá en manos de la Celestina…
La descripción, realista al milímetro, de la ruta suicida que emprende
Magdalena choca contra el idealismo extremo y algo vago con que la
escritora describe el escenario (fuera de la ciudad) donde se
desarrollará la breve etapa de felicidad de Magdalena. Las
descripciones realistas de Salamanca contrastan con las idílicas de sus
afueras, en un efecto que parece subrayar la oposición, el choque fatal,
de los sueños contra la realidad.
36
Desde este punto de vista, las descripciones de Salamanca que
aparecen en la novela pueden considerarse como una fotografía que
nos ayuda a conocer un poco la Salamanca de mediados-fines del XIX:
[…] casas estrechas y tristes, cuyos verdosos tejados
denunciaban la crudeza del clima, […] angostas y tortuosas
calles, pésimamente empedradas, y donde aún existían las
huellas de su pasado esplendor [sic]; ora en una magnífica y
aislada portada, ora en un viejo paredón derruido, ora en
alguna almena ó torre solitaria;
[…] grandiosos monumentos que aún conserva, […] aquel
recinto tan severo y misterioso
La novela María Magdalena viene precedida de una introducción donde
la escritora confiesa que la novela lleva escrita un tiempo.
Matilde Cherner debió de tener muchísimos problemas para publicar
esta novela. En 1880 era una escritora medianamente conocida, sobre
todo en los medios periodísticos donde ya había publicado por entregas
algunas de sus anteriores novelas, también artículos, cuentos y
poemas. Sin embargo esta novela tuvo que guardarla un tiempo en el
cajón. El motivo; su temática y también que hubiera salido de la pluma
de una mujer.
En el siglo XIX no estaba bien visto que una mujer escritora tratara
ciertos temas. La prostitución era uno de esos temas. Y es que a quién
se le ocurre nacer mujer en el siglo XIX y escribir de prostitución,
política, deseo sexual…
Matilde Cherner debió de buscar y rebuscar alguna editorial o revista
que se atreviera a publicar la novela, pero no la encontró.
El 4 de abril de 1880, en el Periódico La Mañana. Diario político
literario, se publica el prólogo y la introducción de María Magdalena
firmada por Rafael Luna, y con un “continuará” final que hacía pensar
que el periódico se liaba la manta a la cabeza y se lanzaba en plancha a
la publicación por entregas de la novela de Cherner. La novela continúa
en el siguiente número del periódico, sin embargo no sigue más allá.
Después del 6 de abril de 1880 la publicación de María Magdalena en
La Mañana misteriosamente se detiene.
37
Sobre los motivos sólo podemos especular. ¿Demasiado fuerte para los
lectores de La Mañana? ¿Demasiado polémica para los directivos de La
Mañana? ¿Algún desacuerdo de última hora con la autora?
Fuera como fuera, lo cierto es que Cherner tira por la calle del medio, y
aun sin tener una especial fortuna, siendo más pobre que rica pero con
plena confianza en su trabajo, opta por invertir en sí misma y autoeditar
su novela.
En las hojas finales del libro se anuncia cómo conseguir ejemplares de
la novela:
Se halla de venta en las principales librerías, al precio de 10
reales en toda España.
Los pedidos se harán a su autor, calle de la Palma Alta, num
21, cuarto 3º
Que los pedidos tuvieran que hacerse al domicilio de la escritora, es lo
que hace sospechar que la tirada de ejemplares que se imprimieran
entonces fueron fruto de la autoedición.
Matilde Cherner para dar a conocer la edición de su novela debió de
mandarla a varios periódicos y revistas. Aproximadamente por el verano
de 1880 es cuando empiezan a aparecer en la prensa algunas reseñas
de María Magdalena.
Para promocionar más su novela, también debió de enviarla a
personalidades de la época.
El ejemplar que conserva la Biblioteca Nacional perteneció a Francisco
Pi y Margall, a quien la escritora seguramente conoció debido al intenso
activismo político que a lo largo de su vida desplegó en el Partido
Republicano Federal. El ejemplar contiene una dedicatoria de la
escritora.
Sabemos que también envió un ejemplar a Villar y Macías, amigo de la
escritora.
38
A pesar de los esfuerzos de Matilde Cherner, María Magdalena no
obtuvo muchos éxitos. Logró alguna reseña en algunos periódicos, pero
en general la novela no logró el eco que merecía.
La historia de Magdalena, sus decepciones, sus cavilaciones políticas y
filosóficas, ciento treinta tres años después de que se escribieran,
siguen conmoviendo al lector que se adentra en sus páginas.
Es una novela que su autora calificó de realista, incluso naturalista. Pero
además tiene elementos de la literatura del Romanticismo, como no
podía ser de otra forma en una novela de transición. Temas como la
muerte, la angustia existencial, el amor mítico se mezclan con la crítica
social y una preocupación por ir más allá del yo, y luchar para
transformar nada menos que el mundo y hacer de él un lugar mejor
(muy en consonancia con el activismo político de la escritora).
Entre las toneladas de lecturas gratuitas que actualmente se ofrecen en
Internet, es difícil que nuestra atención recaiga en una novela que
decidió autoeditar una escritora decimonónica en la actualidad medio
olvidada. Por eso desde aquí me atrevo a dar este aviso a navegantes.
María Magdalena (estudio social) es una muy buena novela que
gracias a la biblioteca digital de la Biblioteca Nacional hoy podemos
disfrutar.
Lectura en la BNE: http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?pid=d-3880192
Descarga gratuita en PDF:
https://mega.nz/#!8lMUxBgR!zLW2ckf44OcLScgVBThgkIAyCFrp7476pI
1xMt8aPYA
Lectura online:
http://es.slideshare.net/JulioPollinoTamayo/mara-magdalena-1880-matilde-
cherner
39
Acepto que es muy incómodo leer en el ordenador, y que aunque
dispongas de un libro electrónico un archivo pdf es el peor formato del
mundo para el aparato, pero esta novela merece el esfuerzo. Leyéndola
contribuiremos a que la novela más charra que conservamos de Matilde
Cherner, que discurre por entre las calles de nuestra ciudad respirando
los ecos de La Celestina y el Lazarillo de Tormes, no se olvide. Así no se
cumplirá lo que Magdalena escribe al principio de la novela:
¿Qué importa, si estas pobres páginas, triste recreo de mi
agonizante vida, con ella acabarán, y con ella irán a morir en
el polvo del olvido?...
María Magdalena de Rafael Luna/Matilde Cherner no merece morir en
el polvo del olvido.
© Laura Rivas Arranz
40
BIBLIOGRAFÍA
• María Magdalena (estudio social). Rafael Luna. Viuda e hijos de J A
García. Madrid 1880
• Historia de Salamanca. Villar y Macías.
• La Mañana. Diario Político Literario
41
MADRID:
DE LA VIUDA E HIJOS DE J. A. GARCÍA.
Calle de Campomanes, núm. 6.
42
MARÍA MAGDALENA
(ESTUDIO SOCIAL.)
Al político más consecuente de España, al autor del importante libro
“Las nacionalidades” [Francisco Pi y Margall], dedica este ejemplar de su obra
como débil muestra de cariño admiración y respeto.
Rafael Luna [seudónimo de Matilde Cherner]
43
DOS PALABRAS AL LECTOR.
El libro que hoy nos aventuramos a publicar, hace ya algunos años que está
escrito; mas la verdadera trascendencia social del asunto, y la osadía
(perdónesenos la inmodestia) con que este mismo asunto está tratado en él,
nos han retraído de publicarlo hasta ahora.
Un libro de tal índole no puede salir a luz más que a la sombra de un gran
nombre literario, y nosotros hemos esperado a que fuera algo conocido el
nuestro para atrevernos a darlo al viento de la publicidad, y exponerlo a los
furores de la crítica, tan duros siempre cuando se trata de trabajos que se
apartan del diapasón normal, y que, como dejamos dicho, no están
garantizados por una firma ilustre.
Cuantas obras se han publicado en Francia, análogas a la nuestra, hemos
leído, sin hallar ninguna que trate como en esta está tratado un asunto tan
trascendental y resbaladizo.
El diferente punto de vista desde el cual hemos podido estudiar, los autores
de esos libros y nosotros, la llaga social, en la que nos atrevemos a poner, no el
dedo, la mano toda, es causa de que una obra esencialmente realista
(naturalista diríamos sino hubiera sido escrita antes que Zola bautizara con
este nombre un género de literatura, cuyos modelos más perfectos nos los
ofrecen nuestros novelistas de los siglos XV y XVI), se desarrolle en una
atmósfera del todo ideal, en la que la imaginación sola crea los cuadros de más
ó menos subido
color que la pluma bosqueja.
Si esta circunstancia añade o quita mérito a la obra, el público, y solo el
público, puede y debe decidirlo: nosotros solo nos atrevemos a asentar aquí
que, no teniendo que luchar ni con la comparación, ni con el recuerdo, hemos
pintado a placer nuestra heroína, haciendo de ella, no un ser fantástico, mas sí
un ser superior, muy superior, á la situación triste en que la desgracia y los
vicios sociales la habían colocado.
No es una novela, propiamente dicho, lo que hoy ofrecemos al público; es un
libro cuyo importante asunto hace tiempo que está pidiendo la atención de los
sabios y los filósofos, y que otra pluma más autorizada que la nuestra debía de
ser la llamada a tratarlo.
Si este libro, con todos los defectos de forma y fondo que nosotros le
reconocemos, hijos legítimos de nuestra insuficiencia, viera la luz en Francia,
daría la vuelta al mundo, y nuestras primeras publicaciones, y nuestras
mejores casas editoriales se apresurarían las primeras a traducirlo, a
ofrecérnoslo como la última palabra pronunciada sobre el asunto.
Como hemos nacido en España, como amamos el castellano, y lo creemos el
idioma más rico, más noble, más galano de la tierra, en España y en castellano
publicamos este libro; mas no sin pena damos á luz, sin esperar tal vez
recompensa de ningún género, una de nuestras obras más estimadas por
nosotros.
Y he aquí las dos palabras que se creía en el deber de decir a sus lectores el
autor de María Magdalena, para cuya obra reclama toda su benevolencia y
atención.
RAFAEL LUNA.
Madrid 1880.
44
45
INTRODUCCIÓN.
EL PROCESO DE CELESTINA.
—¿Vienes a la curiosa vista que se celebra hoy, y que sin duda te dará asunto
para un buen libro? ¡Qué feliz eres! que pudiendo vivir en Madrid, en el centro
de los placeres, las artes y las letras, tu independencia te permite venir a
curiosear lo que pasa en esta ciudad vetusta, en la que se respiran aún los
vientos clásicos, tan saturados de metafísicos aromas, de los siglos XV y XVI.
Me alegro de encontrarte. Yo me dirigía solo a presenciar el curioso
espectáculo que atrae hoy a toda la ciudad, y yendo contigo haremos juntos
nuestras observaciones sobre ese ruidoso proceso.
Este turbión de palabras, para mí incomprensibles en su mayor parte, me
dirigía un amigo mío y paisano, al mismo tiempo que me abrazaba con efusión
y estrechaba mis manos con cordialidad en la acera de Correos de la Plaza
Mayor
de Salamanca.
El capricho de visitar una vez más mi querida Patria me había hecho a mí (ya
hace de esto algunos meses) tomar el tren del Norte la noche antes en Madrid,
y satisfacer a la mañana siguiente mi deseo de anegarme en el inmenso mar de
amargos recuerdos que Salamanca despierta en mi alma; mar cuyas negras y
tempestuosas ondas van templando su bravura, cansadas de batir, sin
conmoverla, la resistencia que les opone mi sufrimiento.
—Conque; siguió diciendo mi amigo, traduciendo tal vez mi silencio por una
afirmación; son cerca de las once, y la vista va a empezar; yo tenga guardado
un buen sitio, porque quiero ver de cerca a la acusada.
—Pero ¿qué proceso, qué vista pública y qué acusada es esa de que me
hablas?
—¡Cómo! ¿No has venido a Salamanca para estudiar el famosa proceso de
Celestina, del que se ocupa la provincia entera?
—No. He venido a pasar aquí unos días, y no entiendo de qué proceso y de
qué Celestina me hablas.
—¿Qué, no te acuerdas de Celestina? ¡Parece imposible que hayas sido
estudiante en esta Universidad! Bien dicen que Madrid es el río Leteo.
—Pero hombre, yo no conozco más Celestina que la de Rojas, y creo que esa
no se habrá dado el gusto de resucitar para que la encausen ahora, después de
haber sido azotada y emplumada en vida y morir de mala muerte.
—No, no es esa Celestina, sino la nuestra, la de nuestros tiempos, la que en
este siglo ejercía sus maléficas artes, la de bruja inclusive, y a la que por eso se
puso en la ciudad el nombre clásico de las zurcidoras de voluntades.
Y como yo le escuchara distraído y silencioso, añadió impaciente:
—Pero ¿estás dormido ó desmemoriado cuando no te acuerdas de la bruja
Celestina que vivía en el barrio de los Milagros y tenia en su casa a aquella
muchacha tan hermosa y tan distinguida, a la que llamábamos Aspasia los
estudiantes?
—Sí, me parece que recuerdo vagamente ese nombre; pero también
recordarás tú que mis aficiones no iban por ese camino, y que ni una vez sola
he visto, o he estado, en la casa de esas mujeres.
46
—Yo sí; y por cierto que no recuerdo haber visto en mi vida mujer más bella
que la Aspasia, y creo que la de Atenas no seria más distinguida ni tendría más
talento que ésta.
—¿Y se hallaba y permanecía en tan horrible condición?
—¡Pobre muchacha! ¡Cuando murió en el hospital consumida por el dolor y la
fiebre, comprendimos todos lo que valía!
—Pero... si mal no recuerdo había desaparecido de la casa que habitaba, y en
algunos años no se volvió a saber de ella, hasta el punto de que ya todos la
habíamos olvidado.
—Pues bien, ¿recuerdas a Benavides?
—¿Aquel zamorano que estudiaba medicina y era tan buen mozo y tan
calavera?
—Sí, el mismo.
—Lo recuerdo perfectamente, y recuerdo que tenía fama de buen practicante,
a pesar de sus locuras.
—Pues bien; Benavides es hoy médico del hospital general, y en la sala de
mujeres ha reconocido entre sus enfermas a la pobre Aspasia, la ha asistido
hasta el último momento en su enfermedad del pecho, y él, que sabe la historia
de la infeliz, h a promovido la acusación contra la infame vieja Celestina.
—Pero ¿Aspasia estaba en esa casa a la fuerza?
—¡Calla hombre! si es una historia horrible la suya, que al divulgarse por la
ciudad ha conmovido hasta las piedras, y hecho llorar al mismo Claustro
universitario, con Rector y todo, que es cuanto hay que ponderar. Así que el día
de su entierro asistió la ciudad entera, como a un duelo público. Unos la
apellidaban mártir, otros santa, y todos lloraban, como si con su muerte
hubiera venido alguna calamidad a este pueblo.
—¿Qué le había pasado á esa infeliz, y qué había de admirable en su vida y en
su muerte para esa pública manifestación? pregunté yo, principiando a
interesarme en una conversación que hasta entonces sostuve distraído.
—Eso es muy largo de contar. Lo que sí te digo, y como yo lo dicen muchos, es
que esa pobre muchacha, por sus desgracias, por su muerte, por su talento, por
su hermosura, por su vida, escrita por ella misma, ha de ser contada en los
siglos venideros entre las mujeres célebres españolas.
—¿Y dices que h a dejado escrita su vida? pregunté yo con curiosidad,
poniendo mi mano sobre el brazo de mi amigo y despertándose todo mi interés
y simpatía por aquella desgraciada.
—Sí, Benavides es el depositario. Creo que quiere publicarla.
—Pero ¿su vida entera?¿Sus desgracias?¿Sus...
—Sí; todo, todo.
—¿Podría yo ver ese manuscrito?
—Creo que sí. Benavides no lo da a nadie, pero lo deja ver en su casa. A mí me
ha leído algunos trozos, y... créeme, he llorado como un niño.
—¿Hallaremos a Benavides en la vista?
—Será difícil, porque á estas horas está muy ocupado con sus enfermos.
—¡Calla! ¿Qué significa aquel tropel de gente que entra por el arco del Toro?
dije yo, mirando al frente del lugar donde nos hallábamos.
—Será la Celestina que la traerán de la cárcel al Juzgado para asistir a la
vista. Ven, vamos a verla.
Salimos de los portales al centro de la plaza, que en un momento se había
cuajado de gente, y vimos que entre cuatro alguaciles, acompañados de un
escribano, marchaba una vieja de tez cobriza, con la que formaban horrible
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contraste los blancos mechones de cabellos que salían por entre los pliegues de
su mantilla de bayeta; de boca hendida, que acusaba la completa carencia
de dientes y muelas; de nariz chata y remangada, que imprimía en su
semblante, que ella procuraba hacer aparecer compungido, una expresión
inequívoca de descaro y desvergüenza; expresión que concluían de hacer
grotesca y repugnante sus ojos verdes, redondos e inquietos, que giraban en
todas direcciones, y en cuyo fondo brillaban la astucia, el recelo y la malicia.
Dos cejas blancas, espesas y erizadas añadían algo de feroz y cruel a aquellos
ojos, cuyos párpados, desprovistos de pestañas y ribeteados de rojo,
denunciaban el abuso del aguardiente.
Llevaba las manos, negras, huesosas y secas, enclavijadas sobre el pecho, y
sus labios se movían cual si rezara, o tal vez a impulso del terror que no
pudiera dominar su pobre espíritu y su alma sumida en el pecado y la
ignorancia.
Una gritería infernal, compuesta de insultos, burlas y maldiciones,
acompañaba a la pobre vieja, a la que si no hubiera amparado la justicia,
despedazara quizá la indignación de aquel pueblo que por tantos años había
tolerado y fomentado su infame industria.
A mí, que suelo mirar las cosas bajo distinto prisma, o mejor dicho, con
diferente criterio que las mira el mundo, me causó tanto horror como lástima
el aspecto de la vieja Celestina, y me negué redondamente a asistir a la vista,
prefiriendo en cambió buscar al módico Benavides para que me dejara leer el
manuscrito de Aspasia, y me diera algunos pormenores sobre su muerte.
Mi paisano, cuyas instancias para que le acompañara al Juzgado fueron
inútiles, renunció galantemente a ir él, y me condujo a la calle de la Rúa, donde
vivía Benavides, que después de su visita al hospital, tenia a las once consulta
gratis para los pobres.
Era Benavides antiguo amigo mió, y me recibió con expansión y cordialidad,
manifestándome el gusto con que volvía a verme.
Yo le abracé con cariño, y proponiéndole el objeto de mi visita, me rogó que
pasara; que pasáramos, pues mi otro amigo me acompañaba; a su gabinete de
estudio, en tanto que él concluía la consulta.
Cuando se reunió con nosotros, después de un cuarto de hora largo de
espera, en el que yo había admirado los gruesos volúmenes que llenaban los
estantes de su gabinete, la mesa de escritorio y aun las sillas, y cuyo desorden
denunciaba las infinitas horas que sobre sus páginas se paraba la atención del
médico, nos dijo con su habitual franqueza y su voz sonora y alegre:
—No creo que os parecerá mal que tome en vuestra presencia un piscolabis,
las once, como decimos en Castilla; porque los médicos, si no cuidamos
nuestro estómago, somos gente al agua. Vosotros me acompañaréis. Un vaso
de
Jerez y una magra no los rehúsa nunca un español.
Benavides contaba apenas treinta años, y era alto y fornido, de mirada
brillante, palabra fácil, maneras bruscas, aficiones un si es no es prosaicas,
instintos, más bien que principios, materialistas, y en cuyos discursos y en
cuyas acciones brillaban admirables rasgos de sensibilidad, que se hacían
incomprensibles juzgándole superficialmente.
En Madrid se conoce poco el tipo del antiguo castellano viejo, franco, brusco,
leal, y cuyo carácter, recto y honrado, no le permite sujetarse a los amaños de
la gente cortesana, prefiriendo vegetar en su provincia, querido y considerado,
48
aunque olvidado y pobre, a venir a buscar fortuna y fama aquí, donde no
siempre las alcanzan aquellos que mejor las merecen.
Entró un criado, y extendiendo, sobre un ángulo de la mesa una blanca
servilleta con honores de mantel, puso encima un gran plato de magras
cuyo apetitoso olor aromatizó todo el ambiente, tres tenedores de plata, un
pan, un cuchillo, una botella de Jerez y tres vasos.
Lo suculento del refrigerio y la falta de ostentación con que se nos ofrecía,
nos hizo admitirlo con idéntica cordialidad, y empuñando cada cual su
tenedor, principiamos a dar cuenta de las magras, que según lo abundantes,
anchas y bien cortadas, se conocía que no estaba solo en la despensa el rico
jamón de donde tan sin duelo las habían arrancado.
Al lado de la botella y de las copas puso el criado una gran salvilla de plata,
que contenía un bollo maimón recién salido del horno, y que acababan de
enviar de regalo al médico.
El alegre sol de invierno penetraba a través de los cristales del balcón del
gabinete; la temperatura de éste era deliciosa; el desorden que reinaba en él
agradable; el aspecto de mis dos amigos, que hacían más honores que yo a las
magras, al Jerez y al colosal bizcocho, del que partían enormes trozos como
pudieran de un pan de cuatro libras, alegre y simpático, sin que nada revelara
el tristísimo, el horrible asunto de nuestra conversación,
—¿Con que tú viste morir a Aspasia y eres depositario de sus memorias?
—Sí, amigo. Nosotros los médicos somos los testigos de todos los dolores y
miserias de la humanidad, que procuramos aliviar antes de pensar en
compadecer, por lo que el mundo nos acusa de insensibles y materialistas.
¡Bueno fuera qué en vez de aplicarnos a curarle nos pusiéramos a llorar los
males del enfermo! Y sin embargo, algunas veces el médico no puede vencer
su debilidad de hombre y se identifica, como me sucedió a mí, con los dolores
de Aspasia, con los que aquejan a sus enfermos.
Si su enfermedad no hubiera sido mortal y de aquellas en que la ciencia no
puede hacer más que cruzarse de brazos cuando llegan a tal grado de
intensidad, yo hubiera tenido que encargar a otro su asistencia facultativa,
porque el interés, el afecto que me inspiraba la enferma hubiera tal vez sido:
causa de que yo no viera claro en su enfermedad!
Y al hablar así Benavides, con su sonora voz ligeramente conmovida y el
dolor oscureciendo su brillante pupila y dando sombra a su ancha frente,
coronada de: recios cabellos oscuros con reflejos leonados, llenó nuestras
copas de Jerez, siendo el primero que nos dio el ejemplo para apurarlas.
—Había yo ido a Zamora a asistir a mi padre, que se hallaba enfermo y quería
tenerme a su lado, y dejé encargada a un compañero mi sala de mujeres en el
hospital.
Tardé más de un mes en volver, y toda mi clientela se había renovado. Mis
enfermas se hallaban en sus casas las que habían convalecido, y en la huerta de
Villa Sandin [Este nombre se suele dar al cementerio de Salamanca, por ser el del
terreno en que está situado.] las que habían muerto.
Como me gusta ver las cosas por mí; mismo, a la mañana siguiente del día de
mi llegada me presenté, en el hospital a visitar á mis enfermas, que casi todas
me eran desconocidas, y recorriendo la fila de camas llegué a aquella en que
se encontraba la pobre Aspasia.
Yo no la conocí al pronto. Bien es verdad que apenas la había visto media
docena de veces en mi vida, cuando, asistíamos por las noches en casa de la
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Celestina a hacerla la tertulia, y que ya se habían pasado algunos años desde
que la vi la última vez.
Me llamó tanto la atención su aspecto, y era tan distinto del de las otras
enfermas, que me quedó inmóvil, contemplándola.
Contaba apenas veinte años, y a pesar de los terribles estragos de la funesta
enfermedad de que era, presa, su bello y expresivo semblante no había perdido
nada de su encanto y distinción. Aunque la palidez que cubría su rostro podía
creerse hija del mal y la postración, el óvalo perfecto de su cara, sus finas
facciones, sus cejas y pestañas sumamente negras y el delicado tinte moreno
que animaba un tanto su sedosa tez, la denunciaban como de pálido e
interesante color.
Tenía los párpados caldos, y sus pestañas, extremadamente largas,
sombreaban sus hundidas mejillas. A pesar de la aparente inmovilidad de sus
facciones, la contracción nerviosa de sus cejas y sus labios ligeramente
entreabiertos, que dejaban ver sus blancos dientes, fuertemente apretados
unos con otros, denotaban un sufrimiento interno que ella quería velar con
aquel aparente reposo.
Caían en torno; de su semblante los negros rizos de sus abundantes cabellos,
y por bajo de la barba, sin duda para impedir que la grosera tela de la sábana
rozara su rostro, asomaban las puntas de unos dedos finos y torneados,
adornados de uñas largas y ovaladas, teñidas, a causa del mal, de un ligero
color azulado.
Me acerqué a ella, diciéndola, con interés y dulzura:
—¿Sufre usted mucho?
Movió, negativamente la cabeza, más sin abrir los ojos, y yo insistí diciendo:
—¡Cómo! ¿No quiere usted siquiera mirarme?
A estas palabras mías pintóse en su semblante una ligera expresión de dolor
resignado, y abrió lentamente sus bellísimos ojos.
Entonces la conocí.
La mirada de aquellos ojos rasgados y negros, velados por el dolor y hundidos
por la enfermedad, penetró hasta mi alma, revelándome los sufrimientos de
aquella infeliz.
Aquellos hermosos ojos llenos de pasión, de ternura y sentimiento, que
velados por sus azulados párpados parecían brillar con eterna e inapagable
llama, aquellos ojos que ni el llanto ni el dolor habían podido deslustrar,
revelaban ellos solos el temple de aquel alma altiva, ardiente, amante y
generosa, torturada, quebrantada, destrozada por la decepción y el
sufrimiento.
Sin duda reflejaba mi rostro los sentimientos, la compasión que me inspiraba
la pobre Aspasia, porque después de mirarme ella un momento, me dijo:
—No le conozco a usted, pero comprendo que me mira con interés y simpatía.
Si hay algo que revele infaliblemente el estado de un alma desgarrada por el
dolor, y que ya nada espera en esta vida, es el acento lento y apagado, llenó de
tristes inflexiones, que formula un pecho herido por el dolor, y llega a nosotros
en son de tierna y sentida queja.
—Soy el médico de esta sala, le dije, y vengo a hacer mi visita.
—¡Ah! Ya he oído que es usted muy sabio, pero su ciencia no alcanza a mi
mal.
—¿Quién sabe? la dije yo, tomándola el pulso y cerciorándome por él de la
exactitud de su pronóstico.
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Sonrióse tristemente la enferma, y repuso:
—Hay dolores que matan, cubriéndose con la máscara de una enfermedad
cualquiera, pero que matan infaliblemente.
—¿Y usted se halla tan resignada a morir?
¡Usted, tan joven y tan bella!
Al oír mis palabras, púsose aún más pálida, si esto era posible, y con voz
angustiada me dijo:
—¿Sabe usted, conoce usted a la desgraciada que muere en el hospital
después de haber vivido en la vergüenza?
Confundido yo de haberle causado aquel tormento, fatal en su estado de
debilidad y excitación nerviosa, la dije con dulzura:
—Sí, la conozco a usted, y la compadezco y la estimo.
—Gracias, me dijo con suavidad ella. Y una lágrima de reconocimiento brilló
en sus ojos.
—Por eso quisiera curarla y hacerle amable la vida.
— No, no; clamó con vehemencia. Ni eso es posible, ni quiero que usted lo
intente. Soy tan desgraciada, tan profundamente desgraciada, que la muerte es
mi única esperanza.
Respetando yo el dolor y el estado de postración de la enferma, a la que mi
ciencia no concedía tres días de vida, nada le dije, ni nada le pregunté,
pensando con angustia y extrañeza en el fatal destino de aquella mujer tan
joven, tan hermosa, tan distinguida, que había pasado su vida en una casa
infame y moría en un hospital, olvidada de sus amantes de ayer y hasta de sus
compañeras de degradación.
Yo no sabia ni podía explicarme cómo se había hundido en el fango de la
prostitución una criatura de tan alta inteligencia y sensibilidad tan exquisita, ni
quién,- ni cuándo la arrastraron, a ella, tan hermosa y tan buena, al antro de
corrupción en donde yo la había conocido.
El vicio no pudo ser, me decía yo a mí mismo; y si fue la miseria, ¿cómo no
prefirió el suicidio a la infamia esa criatura en todo tan perfecta?
Por la primera vez en mi vida me puse a considerar por su lado de vergüenza
y oprobio para la sociedad que la tolera, la prostitución legal de la mujer,
autorizada por las leyes de todos los pueblos civilizados, y tolerada por la
religión cristiana.
Yo no tengo poder ni valimiento para prohibir, para cauterizar con el hierro y
con el fuego esa asquerosa llaga, esa hedionda gangrena que corroe el cuerpo
social; pero os prometo que en nombre de la sociedad y de la ciencia, he de
perseguirla tan cruelmente que, si mi ejemplo es imitado, el mundo entero se
horrorizará de sí mismo al ver denunciados diariamente por nosotros los
hechos tan repugnantes, tan monstruosos, tan horribles, tan sacrílegos, que a
la sombra de la prostitución legal de la mujer se amparan.
Hablaba Benavides con tanto calor y vehemencia, que yo no me atrevía a
interrumpirle, por más que ardiera en deseos de saber los detalles de la muerte
de Aspasia; por fin le dije:
—¿Y es el proceso intentado contra Celestina, tu primera denuncia y tu
primera persecución?
—Sí: las memorias de Aspasia me han revelado el inicuo proceder de esa
mujer, y la he denunciado al tribunal.
—¿Son verdaderamente dignas de atención esas memorias?
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—Son lo mejor, lo único que se ha escrito, que se puede escribir sobre tal
asunto; y yo creo, aunque entiendo poco de literatura, que si se publican,
conmoverán a toda España.
—Pero ¿podrían publicarse sin riesgo? Ya ves que la materia es delicada.
—Ya lo veo, y no sé qué decirte. La pluma que ha escrito esa obra, aunque
ingeniosa, era una pluma femenina, y... no desciende nunca a ciertas torpezas.
En las memorias de Aspasia, que son un poema de dolor y sentimiento, un
libro
horrible y bello a la vez, se reproduce un fenómeno ya más veces observado en
los fastos de la literatura femenina. Y es que la intuición sola lleve a una mujer,
no solo a desentrañar los más hondos misterios psicológicos, sino a elevarse
a las más sutiles deducciones metafísicas.
—¿Y no podré yo leer esas memorias, de las que me haces tan cumplido
elogio?
—Sí, quiero que las leas; y tú, que eres escritor y crítico, que me digas
francamente si pueden publicarse.
—¿Estás tú autorizado para ello?
—Las memorias son mías. Aspasia me las dio pocos momentos antes de
morir, como en recompensa de los cuidados o interés que había tenido con
ella; y yo, publicándolas, quisiera arrancar del olvido las desgracias de esa
mujer tan digna y víctima inocente de nuestros vicios, y mostrar al mundo, en
la pintura sincera y fiel que ella hace de sus desdichas, un ejemplo de su
egoísmo, de su bajeza y de la ineficacia de sus leyes para proteger al desvalido.
Hablando así, se levantó, y sacando de uno de los estantes un legajo de
papeles, los puso en mis manos, diciéndome:
—Toma y lee con atención y cuidado, que no recorrerás muchas páginas sin
verter una lágrima por la infeliz autora de ese libro inmortal, a la que el mundo
dejó vivir en la vergüenza y morir en la miseria.
Yo leí con avidez aquel importante manuscrito, y sin alterar en él ni una
coma, lo publico hoy, seguro de que causará en el ánimo de todos los lectores la
profunda impresión que ha dejado en el mío.
FIN DE LA INTRODUCCIÓN.
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MEMORIAS ÍNTIMAS.
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PRIMERA PARTE.
DESDICHA.
I.
Hoy que la tierra es ya para mí una morada que en breve he de abandonar;
hoy que ya nada espero, ni temo, del mundo o de los hombres, hoy quiero
emplear los días que aún Dios me conceda de existencia, en evocar uno por
uno todos
los acontecimientos de mi vida, por ver si encuentro en mí misma la causa de
que el cielo me destinase a ser tan desgraciada; por ver si yo, que nada espero
ya de las felicidades de los hombres, puedo por mis dolores, sufridos a veces
con
impaciencia, mas siempre con valor, esperar algo de los goces de Dios, y elevar
hasta él mi alma, ya que mi pobre cuerpo no lavara nunca las manchas que le
cubren.
Tal vez el valor, tal vez la vida me falten antes de terminar mi trabajo.
¿Qué importa, si estas pobres páginas, triste recreo de mi agonizante vida,
con ella acabarán, y con ella irán á morir en el polvo del olvido?...
54
II.
El día 22 de Julio, día que la Iglesia dedica a Santa María Magdalena, nací yo
en la ciudad de Salamanca, de la que era natural mi madre, y a la que había
venido a esperar el alumbramiento de su primera y única hija.
Mi padre, que era empleado del Gobierno, y que apenas hacia un año que se
había unido a ella, no pudiendo abandonar el puesto que su destino en Burgos
le señalaba, y condescendiendo con los deseos de mi madre, que quiso venir a
darme a luz al lado de la suya, la dejó partir a Salamanca, aunque sintiendo
separarse de ella en tales momentos, anhelando el instante, de todos tan
esperado y temido, en que una joven esposa da al mundo su primer hijo.
El primer cuidado de mi madre, después que se mitigó su sufrimiento, fue
mandar que noticiaran a su esposo que yo había nacido, y que me llamaba
María Magdalena, puesto que vine al mundo en el día de esta santa penitente.
A pesar de haber nacido en Salamanca, como ya dejo dicho, habiendo salido
de ella cuando apenas contaba dos meses de existencia, y muriendo poco
después mi abuela, pasóse mi infancia sin volver á mi ciudad natal, mas
profesándola yo una gran predilección sobre todas las otras que los continuos
cambios en el destino de mi padre me hicieron desde niña recorrer;
predilección hija en su mayor parte del cariño que mi madre la profesaba y que
desde mi más
corta edad se esmeró en inspirarme.
Era yo desde niña bastante adusta, por no decir melancólica, y mi madre que,
por el contrario, era viva, insinuante, alegre y un tanto frívola, me reprendía
diariamente por mi falta de alegría y expansión, que ella achacaba a caprichos
de la niñez.
No así mi padre, que comprendiendo mi carácter reflexivo y melancólico, y la
extremada susceptibilidad de mis sentimientos, solía decirme con cariñosa
tristeza:
—¡Cuánto tienes que sufrir y vencerte, hija mía, para vivir en el mundo!
Estas palabras oprimían tristemente mi corazón, aun cuando entonces no me
era dado comprender su sentido verdadero, y al recordarlas ahora me parece
que encerraban para mí un doloroso presagio.
Pasaban, cuál siempre pasan, fugaces los años de mi niñez, dándome mis
padres una educación bastante esmerada, si se atiende a su tan poco estable
fortuna, que dependía únicamente del acaso, fortuito que sostenía a mi padre
en un empleó medianamente lucrativo. A esta educación, por lo regular frívola
para la mayor parte de las mujeres; mi amor á la lectura y mi anhelo de saber,
casi extraño en mi edad y mucho más en mi sexo, añadieron algunos elementos
enteramente ajenos á la educación que se da a la mayoría de las mujeres, y que
desarrollaron mi inteligencia, haciendo nacer en mí una propensión irresistible
a la meditación y al estudio.
Mi madre, que se preocupaba mucho de las consideraciones sociales, y que
sabía, que el mundo, no solo admite al individuo según su posición, sino según
el tono con que él esta misma posición ocupa, no queriendo desmerecer en las
sociedades que frecuentaba, sacrificaba su porvenir al vano orgullo de seguirla
corriente de un mundo disipado o imprevisor y quemar su granito de incienso
en aras de la ostentación y el fausto. Mi padre, no solo no se oponía esto, sino
que poco más, poco monos, pensaba y obraba lo mismo, sin recordar uno ni
otro que tal vez algún día su hija, a la que acostumbraban a una vida de lujo y
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disipación, se hallara sola y miserable en aquel mundo que ellos veían tan
alegre y divertido.
Desde muy niña fui yo notada entre las amigas con quienes compartía mis
infantiles juegos, por mi carácter casi alocado, que me hacia a veces intratable,
y a veces la más amable y risueña de todas. Mi genio dominante y altanero, al
que tenían que sucumbir, me enajenaba muchas veces sus simpatías, así como
mi franqueza y generosidad volvían á conquistármelas. Yo poseía en alto, grado
el don de hacerme amable a los ojos de u n a p e r s o n a que me agradara; pero
al mismo tiempo no sabia ocultar mi aversión a la que me era antipática.
Causábanme instintivo, disgusto las caricias que los hombres prodigan, con
demasiada insistencia a veces, a las niñas de corta edad, y con tanto tesón y
constancia las rechazaba, que llegó a hacerse proverbial entre los amigos que
frecuentaban mi casa el dicho de que yo seria con el tiempo otra segunda y
cruel Diana.
Los años, al par que mi inteligencia y mis facultades físicas, desarrollaban
también los sentimientos de mi corazón, haciéndome experimentar, niña y
candida aún, vagas y tiernas aspiraciones, que yo ni sabía ni podía definir,
súbitos e infundados temores, dulces esperanzas, pasajeras y ardientes
enajenaciones que parecían querer iniciarme en futuros y desconocidos goces.
Todo esto que de numisma voy diciendo, aunque indeterminado y vago,
quizá ni lo recordaría sin la facultad que desde muy pronto adquirí de hacerme
palpable por medio de la reflexión y la comparación todo lo que en la existencia
me parecía anómalo y misterioso, y que naturalmente me llevó a estudiarme a
mi misma, siguiendo paso a paso el desarrollo de mis ideas y sentimientos.
Apenas contaba trece años, cuando un acontecimiento tan imprevisto como
desgraciado, rompiendo el equilibrio de mi existencia, introdujo en mi alma
con la primera pena el gormen del dolor, que había de ser en ella eterno e
incurable.
Una apoplejía fulminante llevó a mi padre al sepulcro, cuando su robusta y
joven constitución parecía presagiarle largos años de existencia, dejándonos a
mi madre y a mí sumidas en el dolor y el abandono, y viendo sin vida al ser
en quien reposaban nuestra dicha y nuestra existencia.
56
III.
Pasados los primeros trasportes del dolor, y después de cumplir con todos los
deberes sociales, tanto respecto a mi difunto padre como a nosotras mismas,
viendo que aparte de los utensilios de casa, las ropas de nuestro uso y algunas
alhajas, nada, absolutamente nada poseíamos, ni teníamos pariente alguno á
quien implorar, mi madre y yo nos miramos una á la otra, y al recuerdo de
aquel cuya inmensa pérdida ahora de nuevo principiábamos a comprender,
prorrumpimos en amargo ó inconsolable llanto.
Mi madre ¡mi pobre madre! que tanto se preocupaba de las consideraciones
sociales, temblaba el momento en que nuestra pobreza, dándose a conocer,
arrojara de nuestra casa a los amigos que procuraban, con su constante
asistencia a ella, templar nuestro amargo dolor, e incapaz de tomar resolución
alguna, veía desaparecer poco a poco nuestros escasos recursos.
Una noche que nos hallábamos solas, le dije:
—Mamá ¿no seria mejor que nos fuéramos a Salamanca, donde las dos
hemos nacido, y donde si no me engaño, conservas la casa que mi abuelita te
dejó al morir?
Al oír mis palabras, quedóse pensativa un momento; y volviéndose a mí, me
contestó:
—¿Y no será un nuevo gasto para nosotras ese viaje?
—Sí; pero escucha: tú temes y te avergüenzas de vender ninguno de nuestros
efectos, porque no se publique nuestra miseria. Si nos marcháramos, a nadie
extrañaría que vendiéramos todo cuanto poseemos y hasta nuestros vestidos,
pues el luto nos imposibilita gastarlos ahora; con este dinero haríamos el viaje,
y en Salamanca, viviendo con mucha economía, y esperando en Dios, quizá no
lo pasáramos tan mal.
—Ea, pues si tú te resuelves y lo has pensado tan bien, yo lo anunciaré
mañana a nuestros amigos, y principiaremos desde luego a prepararnos
a marchar.
Mi madre tenía la fragilidad de consultarlo todo con los que ella llamaba sus
amigos, y a los que iniciaba tanto en sus dolores como en sus alegrías, y si no
les daba parte también de nuestra ruina, era por el temor de que cercenaran
sus visitas. ¡Extraña contradicción que la hacia poner su confianza en personas
á las que juzgaba ella misma, y quizá sin equivocarse, tan bajamente!
Tres meses después de morir mi padre, partimos mi madre y yo para
Salamanca, y este viaje, que en cualquiera otra ocasión nos hubiera sido a
ambas tan agradable, llenaba nuestras almas de amargura, al recordar el triste
acontecimiento que lo había motivado, aumentando si era posible nuestro
natural dolor.
A la caída de una tarde fría y nebulosa, pues nos hallábamos a mediados de
Noviembre, nuestros ojos, que anhelantes devoraban el espacio, descubrieron
a lo lejos los pardos y sombríos torreones de nuestra querida Salamanca.
Mi primera impresión al descubrir aquella ciudad tan triste, oscura y
solitaria, perezosamente adormida a la orilla del melancólico Tormes, que baña
sus ruinosas murallas, fue tan dolorosa, que se oprimió fuertemente mi
corazón,
cual si un genio maléfico me hubiera revelado todos los sufrimientos que bajo
aquellos sombríos muros habían de triturar mi alma.
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Pasada aquella primera e involuntaria impresión, y después que mis ojos se
hubieron paseado por las pardas laderas del Tormes, que corría monótono y
lento, reflejando en sus aguas el encapotado cielo, después de ir mirando una á
una aquellas casas estrechas y tristes, cuyos verdosos tejados denunciaban la
crudeza del clima, después de cruzar sus angostas y tortuosas calles,
pésimamente empedradas, y donde aún existían las huellas de su pasado
esplendor; ora en una magnífica y aislada portada, ora en un viejo paredón
derruido, ora en alguna almena o torre solitaria; después de contemplar con
tanta admiración como asombro los grandiosos monumentos que aún
conserva, apoderóse de mi alma un sentimiento de dulce y melancólica
tristeza, pareciéndome que aquel recinto tan severo y misterioso, armonizaba
con mis pensamientos y daba compañía a mi dolor.
Mi pobre madre, afectada también con los recuerdos que la vista de
Salamanca suscitaba en su ánimo, guardaba profundo silencio, viéndola yo que
frecuentemente se enjugaba los ojos.
Nada hay que pase más pesado, lento y monótono, que la existencia de dos
pobres criaturas como nosotras, que sin abandonarse ya a grandes arrebatos
de dolor, ni con fuerzas tampoco para del todo sacudirlo, nos dejábamos
dominar
de él sin el menor esfuerzo, pasando los días silenciosas o inmóviles y sin
atrevernos siquiera a pensar en nuestro porvenir.
A pesar de la viveza de carácter que distinguía a mi madre, la habían afectado
tan rudamente la pérdida de su esposo, y el súbito cambio operado en su
posición y en su fortuna, que yo la veía por instantes desfallecer y aniquilarse,
presa de una invencible pasión de ánimo.
¡No recordaba que al dejarse morir por no luchar con el dolor y la miseria, me
dejaba a mí sola en el mundo y expuesta a toda clase de peligros y desgracias!
Al llegar a Salamanca, fuimos a instalarnos en la casa, que, como dejo dicho,
poseía mi madre, heredada de su familia.
En la primera época, algunas personas relacionadas con ella, procuraron
consolarnos y hacernos compañía; mas como mi madre había perdido por
completo su festivo y amable carácter, y yo no era más que una niña, nuestro
trato debió parecerles tan fastidioso y triste, que poco a poco fueron dejando de
visitarnos; con tanto más motivo, cuanto que nosotras jamás nos habíamos
presentado en sus casas, y las visitas, como todo lo de este mundo, solo se
sostienen por el interés y la reciprocidad.
A los pocos meses de nuestra estancia en Salamanca, agotados a pesar de
nuestra economía todos nuestros recursos, pensó mi madre en vender la casa,
único bien que poseíamos.
De veras que á los ojos de los que estén acostumbrados a subsistir toda su
vida del trabajo de sus manos, será un hecho vituperable e indigno de perdón,
el que nosotras verificábamos al ver acercarse la hora de nuestra total ruina,
sin procurar hacer nada para detenerla.
Pero si se reflexiona que yo no tenía más que trece años, y que mi madre,
aunque joven, se hallaba enferma y abatida, víctima de su educación y sus
costumbres, no pudiendo soportar ni aun la idea de sujetarse al trabajo, a la
servidumbre, tal vez se convierta en lástima y conmiseración el sentimiento de
reproche que al pronto inspire nuestra inercia.
La casa, a más de no ser nada notable, a pesar de su extensión, y estar situada
en un barrio excéntrico, se hallaba medio ruinosa, y como la necesidad se nos
iba haciendo muy apremiante, la vendimos por lo que quisieron darnos por
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ella.
Jamás olvidaré el dolor de mi madre al recoger aquella cantidad, ni la
expresión de amargura con que me dijo al guardarla:
—Con esto tendremos para vivir tres años.
Vendida la casa, alquilamos para mi madre y para mí unas habitaciones en
un edificio que había sido colegio según creo, y en él que vivían reunidas una
porción de familias miserables, que tenían como nosotras que sacrificar el
bienestar y la independencia al módico precio por el cual allí se daba
habitación.
¡Cuántos días pasamos mi madre y yo en aquella desmantelada sala, desde la
que solo se veía el sol cuando reflejaba en la pared frontera, siendo preciso
sacar la cabeza por la ventana, para contemplar un pequeño espacio de cielo,
simétricamente cortado por las altas paredes del cuadrilongo patio!
Desde que habitábamos aquella triste vivienda, nos habíamos aislado
enteramente del mundo, y solo una pobre mujer, que iba a ayudarnos en
nuestros quehaceres domésticos, era la única persona que penetraba en
nuestra casa.
Los demás vecinos, o bien por respetar nuestro aislamiento, o bien porque les
fuera indiferente, si no enojoso, el trato con personas, que si bien de otra
educación que ellos, la miseria las ponía en su contacto, nada hicieron por
intimarse con nosotras, y nosotras igualmente casi rehuíamos sus saludos.
He aquí cuál era nuestra vida en aquella casa, cuya falta de espacio y alegría
nos hacía las horas más tristes, largas y pesadas.
Mi madre salía temprano a oír misa, pasándose en el templo largas horas,
después de las cuales, yo la veía volver más triste y abatida, entregada lo
restante del día al silencio y la meditación, y la noche atormentada por
dolorosos insomnios.
Yo apenas salía de casa, y en el rincón más oscuro de ella permanecía
agobiada de dolor todo el tiempo que podía sustraerme a las miradas de mi
madre, rogando a Dios, con todo el fervor de que era capaz mi alma ardiente y
pura, nos tendiera una mirada compasiva.
Era la estación de verano, y a la hora del crepúsculo salíamos mi madre y yo a
darnos un ligero paseo por algún sitio solitario, aspirando con avidez el puro y
balsámico ambiente de los campos y la pura brisa del río, que ensanchaban
nuestros oprimidos corazones.
Con el luto, me había yo empezado a despojar de mis atavíos de niña, y a
pesar de que aún no contaba catorce años, mi elevada estatura, atendiendo a la
edad, y el precoz desarrollo de mi persona, me permitían figurar al lado de mi
madre como una completa señorita, no pudiendo ella contener el llanto, cada
vez que a la hora del paseo me veía envolver mis hombros en un mezquino
pañuelo negro de lana, y echar sobre mi cabeza un ligero velo, bajo el cual
ocultaba yo siempre mi semblante.
Mi madre pensaba sin duda, al verme tan pobremente equipada, en los
variados y elegantes trajes que yo podría lucir, si viviendo mi padre no se
hubiera operado tan terrible cambio en nuestra fortuna, y en lo feliz que se
sentiría ella al llevar a su lado a su querida hija, viéndola competir en gracia y
elegancia con todas sus compañeras y principiando ya a alcanzar los aplausos
del mundo.
Cuando recuerdo esta época de mi vida ¡tan triste! mas sin embargo, tan pura
aún para mí, y pienso que mi madre, que me veía crecer a su lado, que nada
esperaba del mundo, ni para mí, ni para ella, no buscó un recurso cualquiera,
59
por más penoso que fuera, que nos rescatara de la miseria á ambas, y a mí del
oprobio ¡Dios mío!... casi siento impulsos de acusarla...
En nuestro número de escaseces contaba en primer término la de la
instrucción, pues nuestros libros fueron vendidos como nuestros muebles,
ropas y alhajas, quedándonos únicamente un libro de oraciones lujosamente
encuadernado, que pertenecía á mi madre, y mi querido Quijote, que yo había
sustraído a l a venta.
Aquel precioso libro, que en tiempos más felices excitaba en mi madre y en
mí tan alegres carcajadas, con sus graciosísimas y maravillosas aventuras, al
leerlo ahora con el alma llena de dolor y el corazón oprimido por tristes
presentimientos, hallaba ocultos en él mil pensamientos profundos y
filosóficos que hasta entonces jamás descubrí, y en sus eternos y siempre
oportunos chistes, un fondo de resignada y meditativa tristeza.
Aquel libro, mi único amigo, mi único consuelo, brindábame en sus páginas
tan sabias lecciones, que yo lo leía con creciente fe, hallando siempre en él
algún nuevo y delicado pensamiento que fortificaba mi espíritu y daba sabroso
pasto a mi imaginación.
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IV.
¡Ay! este asomo de tranquilidad, muy parecido en nuestra dolorosa existencia
al momentáneo alivio que proporciona el opio a un infeliz, víctima de una
enfermedad aguda y mortal, vióse bien pronto destruido, y mi pobre alma
sumida en nuevas angustias y dolores, que la hicieron hallar apacible, casi
risueña, aquella corta tregua, en que mi sufrir, aunque lento, menos agudo,
monos punzante, menos inmediato, me dejaba lugar, no para abrir mi alma á
la esperanza, para medir la profundidad de nuestra desventura.
Con los primeros fríos del otoño, postróse en el lecho mi madre, cuya salud
estaba muy decaída, agravando su postración la zozobra que le causaba
nuestro triste porvenir.
Con el mal se había puesto mi madre tan impertinente, que probaba cien
veces al día mi paciencia con sus quejas continuadas, sus recriminaciones y
arrebatos de dolor.
Al instalarnos en aquella pobre casa, mi madre había señalado una cantidad
mezquina y fija para nuestro gasto diario, alcanzando apenas, como ya dejo
dicho, nuestros recursos a sustentarnos por tres años.
A los pocos días de enfermedad, principió mi madre a perder el apetito y
mostrar repugnancia por los pobres manjares que componían nuestro
alimento.
Yo me esforzaba en aderezarlos del mejor modo posible; y con los ojos
preñados de lágrimas, más afectando para animarla un cariñoso y festivo
acento, la invitaba a que tomase aquel pobre manjar, al que todos mis afanes
no habían podido dar la suculencia de que carecía.
Todo era en vano: mi madre empeoraba de día en día, y con la enfermedad,
se acrecentaban su irritación nerviosa y su inapetencia.
Una tarde: aun ahora sufro el recordarlo; en todo el día había querido mi
madre probar bocado, y la fiebre la atacaba con más fuerza.
Cansada de importunarla, me había sentado junto a su cabecera sin saber qué
hacer de mí misma, cuando fijando sus ojos en los míos, brillantes de calentura
y animados de una expresión terrible, me dijo con amargo e irritado acento:
—¿Vas a dejarme morir de necesidad, sin darme más que esos repugnantes
alimentos?
Al escuchar estas palabras, saltó de la silla, cual si me hubieran arrojado de
ella, horrorizada a la idea de que mi madre pudiera figurarse que yo, por
egoísmo o indolencia, no buscaba los medios de aliviarla.
Desde aquel día, y triplicando nuestros gastos, proporcioné a mi madre todos
cuantos antojos su enfermedad la sugería, sin querer pensar en el momento en
que agotados aquellos recursos, tuviera que dejarla morir y morirme yo con
ella.
También hubiera yo querido llamar a un médico, que arrancando a mi madre
de la enfermedad, nos permitiera algún alivio y esperanza; más ella se negó
obstinadamente, no sé si porque no se hiciera más pública nuestra miseria, o
porque su ánimo impaciente y agitado con su enfermedad y nuestros
infortunios la hacia caer en perjudiciales aberraciones, a las que yo no podía
oponerme, si quería verla algo tranquila.
¡Qué días al lado de mí madre, que solo salía de su pesada inmovilidad para
llorar, impacientarse o dirigirme alguna amarga queja que desgarraba mi
corazón!
61
¡Qué noches, en las que figurándome a cada instante que se agravaba su mal,
permanecía al lado de su cama, con los ojos fijos en su lívido semblante y casi
embotada por el frió y el insomnio!
Un invierno crudo y largo, cual lo es siempre el de Salamanca, acabó de
quebrantar la débil salud de mi madre, y yo que esperaba ansiosa la primavera,
creyendo que su purificador ambiente la daría fuerzas para sacudir su
postración, vi pasar Abril, Mayo, Junio, no solo sin que mi madre se aliviase,
sino agravándose por momentos su mal, que para mí principiaba a tomar un
siniestro carácter.
También nuestros recursos se iban agotando, y yo, que no me atrevía a
comunicar a mi madre mis inquietudes, pues el más pequeño disgusto exaltaba
su débil cabeza, causándola peligrosas y fuertes crisis, sentía impulsos de
pedirle a Dios me llevara del mundo, puesto que ni con mi vida podía devolver
la salud a mi madre.
Pasaron Julio, Agosto, Septiembre: cada día de estos meses tan pesados y
calorosos, iba arrojando sobre mi corazón un dolor más horrible y sombrío,
borrando por completo las débiles ráfagas de esperanza que alumbraban
fugazmente mi alma dolorida.
Y en este abismo de negros sufrimientos, viendo en torno de mí la desolación,
la miseria, la muerte y sin atreverme a fijar mi vista y mí pensamiento en el
porvenir que me aguardaba, toqué en la época más feliz y anhelada de la vida
de la mujer.
En esa época en que niña aún, por su candidez e inexperiencia, y mujer ya,
por su corazón y el desarrollo de sus facultades, ve surgir ante su vista todo un
mundo de dichas e ilusiones, en el que su alma, sedienta de ternura, se lanza
en pos de esos aéreos goces, tan puros y codiciados, que encantan la primera
juventud de la mujer.
¡Y yo, pobre desgraciada, arrostraba mi terrible vida junto al lecho de mi
madre moribunda, con el dolor por patrimonio y la miseria y el abandono por
única herencia!
Cansada de rogar a Dios, ya nada le pedía, y únicamente pensaba algunas
veces, que, si mi madre llegaba a morir, y yo, sola en el mundo, veía concluirse
mis recursos, me dejaría morir también, y quizá en otra morada más dichosa
iría a encontrarla.
A fuerza de sufrir, a fuerza de llorar, mi corazón parecía haberse aniquilado, y
gastados en mí los resortes del sentimiento, yacía aletargada en fría
insensibilidad.
¡Con cuánta violencia principió a sufrir de nuevo, el día en que el terrible
estado de mi madre me reveló su cercana muerte!...
¡Su muerte, en la que yo había á veces pensado; mas en la que nunca creí!...
¡Su muerte, que me dejaba sola, enteramente sola, en el mundo!...
Loca de dolor, mandó al punto llamar un módico, culpándome a mí sola de la
persistencia con que mi madre se había negado siempre a aquella
determinación.
¡Con qué ansiedad, con qué angustia esperó su terrible fallo!...
¡Con qué serenidad, con qué tranquilo acento lo pronunció él!...
¡Mi madre, mi pobre madre, estaba herida de muerte!...
Ser yo su hija, verla morir ¡morir siendo mi único amparo! ¿y no poder
salvarla a costa de mi propia vida?...
A los tres días de asistir el médico al ir yo a dar dinero a nuestra asistenta
para
62
comprar una medicina que había recetado, me encontré con que agotado por
completo nuestro pequeño caudal, ni restaba de él la cantidad suficiente
para pagar aquel medicamento que quizá aliviaría a mi pobre madre.
Casi sin sentido, al ver agolparse sobre mí tantas y tan terribles desgracias,
me dejó caer sobre una silla sin saber qué partido tomar, y al cubrirme el
rostro con las manos, llena de dolor, mis dedos tropezaron en unos pequeños
zarcillos de oro, que me servían de pendientes.
Me levanté precipitadamente, y quitándomelos, se los di a la mujer aquella
con la receta y un vaso, diciéndola hiciera el favor de vendérmelos y de su
importe pagara la medicina.
Desde aquel día mi pobre casa, cual si estuviera entregada al saqueo, fue
despojada de todos sus muebles, cuyo pequeño importe veía yo consumirse
casi instantáneamente.
El estado de mi madre era cada día más peligroso, y el médico se vio en la
necesidad de decirme a mí misma que mi madre se moría y que era necesario
pensara en disponerse a tan terrible trance.
¿Y cómo iba yo a hacer a mi madre esta triste proposición?
Acerquéme a su lecho paso a paso y temblando, e inclinándome a ella, le dije
con ahogado acento:
—Mamá ¿cómo te sientes?
Volvió un poco el rostro hacia mí, y después de un penoso esfuerzo, me
contestó:
—¡Ay Magdalena!... ¡yo me muero!...
—¿Qué te ha dicho el médico?
—Nada; pero yo me siento muy mala, muy mala.
Al oír su voz débil y llena de fatiga, al ver su rostro casi cadavérico y su
apagada mirada, sin poder por más tiempo contenerme, yo, que delante de mi
madre ocultaba siempre mis congojas, dejé caer la cabeza sobre su misma
almohada sollozando amargamente.
—¡Hija mía!... ¡Magdalena!... me dijo mi madre, procurando aproximar al
mío su rostro moribundo.
—¡Mamá!... ¡mamá!... ¡no te mueras!... ¡no te mueras, por Dios!... grité yo,
fuera de mí y arrojándome a su cuello.
Quedóse casi muerta en mis brazos, en fuerza de su dolor, y yo, reprimiendo
el mió, me esforcé en volverla á la vida con mis besos y mis lágrimas.
Cuando la vi más serena, con voz tranquila y resignada, la participé la orden
del médico, y ella, mirándome con dolor, me dijo:
—Magdalena, no pidas a Dios mi vida, ruégale
solo que me lleve a sí, para que pueda velar por la hija que dejo sola y
abandonada en este pobre mundo.
¡Ay madre mía! si es de veras que me ves, que me oyes, ¡cuánto habrás
sufrido al ver siempre en aumento las desgracias de tu pobre Magdalena!
Aquella corta y dolorosa conversación fue la última que con mi madre tuve.
A poco rato el cura de aquella feligresía, avisado oportunamente, se presentó
a mi madre, y dejándola yo con él, me salí fuera a dar un momento expansión a
la pena que me devoraba.
En la noche de aquel día recibió mi madre ¡bien pobremente, Dios mío! todos
los auxilios espirituales, y el penoso esfuerzo que tuvo que hacer para soportar
aquellos actos tan imponentes y dolorosos, dejóla tan postrada, que casi podía
decirse no era más que un cadáver.
MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner
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MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner

  • 1. MARÍA MAGDALENA (1880) Matilde Cherner Estudio previo y reseña: © Laura Rivas Arranz laurarivarr@yahoo.es Edición y dibujo de portada: ©Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE Matilde Cherner, salmantina en el olvido..............................................5 Matilde Cherner, caso abierto (Biografía de una escritora)...................7 Reseña de “María Magdalena (Estudio social)”...................................31 María Magdalena (Estudio social).......................................................41
  • 4. 4
  • 5. 5 MATILDE CHERNER Salmantina en el olvido (Biografía de una escritora)
  • 6. 6
  • 7. 7 MATILDE CHERNER, CASO ABIERTO En 1880 se publica en Madrid la novela María Magdalena (Estudio social). Firmada por Rafael Luna, seudónimo de la escritora salmantina Matilde Cherner. A los pocos meses de esta publicación, Matilde Cherner muere repentinamente en su domicilio. Tenía 47 años. Su muerte sorprende tanto a sus contemporáneos que se disparan los rumores de suicidio. Se lanzan las primeras hipótesis: Matilde Cherner ha acabado con su vida incapaz de asimilar el desdén y la incomprensión hacia su novela más querida, María Magdalena. Diecisiete años después de su muerte, la revista El Álbum Iberoamericano, en una breve semblanza sobre la escritora y tras enumerar algunas de sus obras, no duda en dar este final contundente a su artículo: […] títulos, más que suficientes, para que se cuente á esta suicida en el número de las que han enriquecido nuestra literatura. Aunque Villar y Macías en Historia de Salamanca ya clamaba a los cuatro vientos que Cherner había muerto víctima de “un ataque cerebral”, la fama de suicida y los brillos románticos que aureolan a los suicidas del siglo XIX perduran alrededor de Matilde Cherner, hasta que en 1998 Mª de los Ángeles Rodríguez Sánchez localiza el certificado de defunción de la escritora, donde puede leerse que murió de un aneurisma de aorta ventral. Caso cerrado. Matilde Cherner no se suicidó.
  • 8. 8 Pero ¿qué tenía la última novela de Cherner para alimentar así la leyenda de un suicidio, para que a pesar del aprecio de unos pocos se ganara el desdén de muchos? Pues que la protagonista de la novela es una prostituta: Magdalena, una joven, casi una niña, que arrastra su vida triste por la oscura ciudad de Salamanca. Una Salamanca en sombras, presidida por un río Tormes alienta suicidios que acaba arrinconando a la protagonista en el barrio más sórdido y pobre de la ciudad, el de los Milagros; en una casa regentada por una vieja que los estudiantes apodan “Celestina” en recuerdo de aquella otra Celestina literaria. La novela es una obra por momentos impresionante que atrapa la atención del lector. Es injustísimo que Matilde Cherner y sus obras hayan caído en un olvido casi completo. Matilde Cherner es la prueba de que ni la historia ni el tiempo imparten justicia poniendo a cada quien en su lugar. LA DIFÍCIL RELACIÓN DE MATILDE CHERNER CON SALAMANCA De la biografía de Cherner no se sabe apenas nada. Hija de Antonia Hernández, natural de Aldeadávila (Salamanca) y de Juan José Cherner y Luna, nacido en San Fernando (Cádiz), procurador del Juzgado de Salamanca. La escritora nace en Salamanca el 13 de marzo de 1833, y es bautizada en la iglesia de san Cristóbal. Así lo recoge Villar y Macías en su Historia de Salamanca. Y así lo hacen constar también en la Revista del Círculo Agrícola Salmantino, a los pocos días de la muerte de la escritora, donde en una nota a pie de página el redactor informa: Según últimas y autorizadas noticias, nació en la parroquia de San Cristóbal de esta ciudad. Villar y Macías recoge el nombre completo de la escritora: Matilde Rafaela Cristina Cherner y Hernández. Su infancia y adolescencia transcurre en Salamanca. Los veranos la familia los pasa en Aldeadávila, dato que ella misma confiesa en su artículo “Una boda en Tirados” (publicado en La Época en 1878)
  • 9. 9 La vocación literaria de Matilde Cherner despierta muy pronto. El 25 de enero de 1856, la Revista Salmantina Periódico Literario da cuenta de la función semanal del Liceo Artístico. En esta función participa Matilde Cherner. Tiene diecinueve años: La señorita Doña Matilde Cherner salió a leer una Oda a Salamanca, con la desconfianza y timidez propias de su sexo. Los unánimes aplausos que al oír sus versos estallaron debieron dejarla ampliamente remunerada. Gloria al bello sexo que así toma parte en el movimiento intelectual de la época. No voy a decir nada del machismo decimonónico del redactor, empeñado en convertir la desconfianza y la timidez en patrimonio exclusivo del sexo femenino. Lo que interesa del artículo es que seguramente fue esa Oda a Salamanca el primer trabajo que Matilde Cherner dio a conocer al público. Una pena que el artículo en vez de dejar constancia de la comprensible timidez escénica de Cherner no publicara la Oda a Salamanca, ahora desaparecida para siempre en la niebla del pasado. No sabemos nada de la formación que recibe Matilde Cherner ni de las lecturas que despiertan su vocación literaria. En El Álbum Iberoamericano afirman que: Poseía, con perfección, el latín, hablaba correctamente el francés, veía en los clásicos a sus maestros más predilectos. De la formación clásica de Matilde Cherner no se puede dudar porque son múltiples las alusiones que hace en sus obras a la historia griega, la mitología clásica...
  • 10. 10 Matilde Cherner debió de crecer en un entorno culto. Su participación en las funciones del Liceo Artístico hacen pensar en la implicación de su familia en la vida cultural de Salamanca. Además, en la breve semblanza que publicó la Revista del Círculo Agrícola Salmantino, se hace constar que su familia alienta desde el principio la vocación literaria de la escritora: Su padre D. Juan José Cherner, […] Estaba encantado de las aptitudes de su hija, y de la vocación a la literatura desde sus tempranos años. Esa vocación literaria la lleva a participar en otra función del Liceo Artístico a las pocas semanas de su primera intervención. Esta vez Cherner lee un poema tituladoLa Unión donde se muestra comprometida, clamando por la fraternidad y la libertad de los oprimidos. Un compromiso social y político que será constante en la vida y en la obra de Matilde Cherner. En esta ocasión, La Revista Salmantina Periódico literario sí publica el poema, pero el contenido político del mismo motiva que se encabecen los versos con la siguiente advertencia: […] aun cuando consideraciones de bastante peso para nosotros nos aconsejaban que no viera la luz en nuestro periódico, […] no podemos resistir la tentación de darla publicidad. Esas “razones de peso” hacen sospechar la polvareda de críticas que los redactores esperaban que recibiría el poema. Y no se equivocaron porque veinte años después, en un poema titulado A los federales Salmantinos, Matilde Cherner hace memoria de su adolescencia charra y confiesa:
  • 11. 11 Del claro Tormes en la fresca orilla Mi adolescencia plácida corrió: Hoy, que otro cielo ante mis ojos brilla, Tu recuerdo mi pecho no olvidó. No, no te olvido, bella Salamanca, Emporio del saber… ¡hoy ya perdido! Tu dulce nombre de mi pecho arranca Un amargo, tristísimo gemido. […] Y yo, que de mi vida en los albores La unión, la libertad he proclamado. Yo vi alzarse fanáticos rencores Contra mi pobre canto entusiasmado. Los “fanáticos rencores” que contra Matilde Cherner brotan en Salamanca es probable que comenzaran al publicarse el poema La unión. Y ya sabemos todos los charros lo insoportablemente pequeña que ha sido siempre Salamanca, más aún en el siglo XIX, como para no tropezar a diario con los rencores que puedan despertarse, que si encima de fanáticos tienen regusto político entonces ya ni hablamos. La relación de Matilde Cherner con Salamanca fue por tanto complicada. Complicación que se deja ver también en la breve semblanza sobre la escritora de la Revista del Círculo Agrícola Salmantino: Aquí se ensayó en la novela, sin que lograra, por diferentes causas, ver publicada la primera que escribió. El redactor no aclara las “diferentes causas” que hicieron que Matilde Cherner no consiguiera publicar en su ciudad natal su primera novela. Cuando Cherner escribe esta primera novela es una veinteañera. No se sabe nada del título pero si bastante de su contenido, porque la escritora lo cuenta muchos años después, al hilo de una reseña de la novela Adriana de Wolsey de la escritora Ventura Hidalgo. En ese mismo artículo explica sin tapujos esas “diferentes causas” que vetaron en Salamanca la publicación de la novela.
  • 12. 12 Cherner califica su primera novela como “novela de costumbres” y escribe que reflejaba “con tanta verdad como se refleja en el claro Tormes la imponente silueta de la ciudad[…], la sociedad galante de Salamanca, las intrigas, los amores, las locuras de su juventud escolar, alegre, bulliciosa y pendenciera”. Y todo ello, dice la escritora, elaborado con “la imprevisora franqueza, la inocente osadía de los pocos años”. Quien después de esta descripción no se muera de ganas de leer el debut de la Cherner en la narrativa no tiene media gota de sangre lectora y charra corriéndole por las venas. Lo malo es que por mucho que queramos leerlo es imposible. No se publicó entonces, y el manuscrito inédito debió de perderse. ¿Y contra quién podemos dirigir ahora nuestra enrabietada insatisfacción lectora? Contra la llamada Ley de imprenta Nocedal y sus prácticas censoras. La novela fue censurada sin contemplaciones. Sufrió una censura que la autora califica de “dura” y “sangrienta”. Vamos, que por si la ópera prima de Cherner no hubiera reunido ya suficientes atractivos para un lector curioso, encima fue censurada. ¡Cada vez enrabia más no poder leerla! Imaginemos ahora aquella Salamanca de mediados del XIX: pequeña, chismosa, criticona y con su toquecito envidioso, e imaginemos dentro de ella a la jovencísima Cherner con sus poesías libertarias y su novela censurada bajo el brazo. No es difícil imaginar a continuación un río de miradas torcidas y de “fanáticos rencores” discurriendo contra ella por las calles de la ciudad. Aún así, Matilde Cherner vive en Salamanca hasta la muerte de sus padres. Así lo afirman en la Revista del Círculo Agrícola Salmantino: Muertos sus padres, y enajenado su pequeño patrimonio, se trasladó a Madrid. Con lo que sacara de vender lo poco que poseían sus padres en Salamanca, y con el manuscrito de su primera novela inédita bajo el brazo, Matilde Cherner se marcha a Madrid dispuesta a hacer realidad su sueño de ser escritora.
  • 13. 13 LOS MADRILES DE MATILDE CHERNER: LIBERTAD, IGUALDAD Y SOLTERÍA No se sabe con exactitud en qué fecha se instala Cherner en Madrid. Los primeros artículos que aparecen de ella en la prensa madrileña son de 1870. Calle de la Palma,21. Último domicilio de Matilde Cherner en Madrid. (También vivió en Horno de la Mata,10) Foto Street View En la capital de España Matilde Cherner empezó a relacionarse con algunos escritores del momento, así lo afirman en El Álbum Iberoamericano: conocidos literatos Manuel Fernández y González, José Marco, Nicolás Díaz Pérez, Luis Vidart y Enrique Rodríguez Solís, con quienes debatía largamente, y siempre con lucidez, cuestiones políticas y de crítica literaria. Que Matilde Cherner se ocupara de cuestiones de crítica literaria, y publicara diversos trabajos en este campo, es un hecho que la distingue. Porque en el siglo XIX la crítica literaria, como tantas otras cosas, era patrimonio exclusivo de los varones.
  • 14. 14 El grueso de la obra de Matilde Cherner está dispersa entre las páginas de revistas y periódicos publicados entre 1870 y 1880. El primer artículo de la escritora que he encontrado es “La fiesta del Corpus” publicado en mayo de 1870 en la revista La Moda Elegante. Periódico de las familias. Una publicación femenina que entre vestidos, miriñaques y sombreros de última moda, ofrecía artículos diversos y novelas por entregas. Matilde Cherner empieza enseguida a firmar la mayoría de sus trabajos con el seudónimo Rafael Luna. Tomado, como explica Villar y Macías, de su segundo nombre (Rafaela) y del segundo apellido de su padre (Luna). Cherner colabora con diferentes publicaciones: La Ilustración Federal Republicana, La Ilustración Popular, La ilustración de la mujer, Revista semanal de literatura, Revista contemporánea, Revista de España, El Periódico para todos, La Época. Hoja literaria, El demócrata Semanario republicano… Y de vez en cuando envía colaboraciones desde Madrid a periódicos charros: El Eco del Tormes, El Federal Salmantino... Sólo con leer el título de algunos de esos periódicos basta para darnos cuenta de la carga política e ideológica que contienen muchos de sus escritos. Cherner era una republicana democrática federal convencida. Como defensora de la libertad y la igualdad luchó también contra la discriminación de la mujer. En La Ilustración de la mujer, Cherner publica Las mujeres pintadas por sí mismas. Cartas a Sofía. Aquí desarrolla sus reflexiones acerca de la educación de las mujeres. Reivindicando, por ejemplo, que no se luche sólo para lograr que se generalice la formación universitaria de la mujer, sino que las mujeres puedan sacarle partido a esa formación alcanzando el derecho y la libertad de trabajar; el espacio público no tenía por qué ser sólo de los hombres.
  • 15. 15 Cuentan en La Época. Hoja literaria que pocos días antes de su muerte, Matilde Cherner acudió a la redacción de la que era colaboradora y entregó su último artículo: “Profesión de fe”. En realidad no se trataba de un artículo inédito porque ya lo había publicado en 1878, en el periódico La Mañana, con otro título: “No caben dos cabezas en un sombrero”.
  • 16. 16 “Profesión de fe” o “No caben dos cabezas en un sombrero” es un relato breve en el que dos escritoras charlan y llegan a la conclusión de que la superioridad de los hombres sobre las mujeres, dogma incrustado hasta los tuétanos de los hombres decimonónicos, hacía imposible que una escritora pudiera realizarse como tal si estaba casada. Según este breve relato, cualquier mujer del siglo XIX que pretendiera destacar, tener éxito, salir del ámbito doméstico, no tenía más remedio que renunciar a casarse, porque un matrimonio armonioso, sin trifulcas continuas, necesitaba del sometimiento de la mujer, necesitaba que la mujer se apagara, que no destacase para hacer realidad la superioridad del marido: —Sí fuéramos á creer en las atribuciones que concedes á los maridos, su despotismo superaría en mucho al de los doce tiranos. —No soy yo, es el mundo el que les concede esas atribuciones que no pretendo exagerar, y á las que he procurado sustraerme permaneciendo soltera. Precisamente al hilo de la publicación de este artículo que dejó Cherner antes de morir en la redacción de La Época, el periódico dedica un cariñoso recuerdo a la escritora. Son unos párrafos que llaman mucho la atención porque desvelan, para satisfacción de lectores curiosos con ramalazo cotilla como yo, un capítulo de la vida privada de la escritora: Unos dos años hace que la escritora empezó á honrarnos con sus frecuentes visitas. Al principio pudimos creer que el móvil era su afición al periodismo; pero pronto nos convencimos de que otra pasión mas avasalladora reinaba en su pecho y que el dulce objeto de su cariño era uno de nuestro mas queridos compañeros. […] El proyectado enlace no llegó á efectuarse por causas que no son de este lugar. Las visitas de Matilde Cherner disminuyeron considerablemente. Pero cuando venía nos hacía pasar un rato excelente con sus discretos chistes. Y lejos de mostrarse resentida con su ex-prometido, lo echaba todo á broma, complaciéndose en mostrarse con él la mejor amiga del mundo.
  • 17. 17 Profesión de Fe, el último artículo que Cherner quiso publicar pocos días antes de que la sorprendiera la muerte, ¿es una declaración de intenciones de su autora? A lo mejor... Que la escritora, como la protagonista del cuento, permaneciera soltera es sólo una curiosidad. Pero que la escritora tachara aquello de “No caben dos cabezas en un sombrero” y lo cambiara por un rotundo “Profesión de Fe” parece invitar a pensar que el relato es toda una declaración de intenciones. GUERRAS SUCIAS DE ESCRITORES Cherner se mueve en todos los géneros literarios; poesía, narrativa, ensayo, teatro y hay noticias de que incursionó en los mundos de la zarzuela. Gracias a su correspondencia, sabemos que trabajó en la redacción de al menos una zarzuela con el título Enterrado y Coronado. Murió sin lograr la aspiración de ver representadas en los teatros madrileños alguna de sus obras. Pero dejó testimonio del compadreo feroz que rige los mundos literarios, y de la rivalidad rayana en la competencia desleal que se cuece entre literatos. (Vamos, que dejas solos a un par de escritores y diez contra una a que terminan tirándose de los pelos. Es broma… ¿o no?...). Echando un breve vistazo a los artículos, poemas, relatos de Matilde Cherner… nos damos cuenta enseguida de que era una persona que no huía de los conflictos, polemizaba con quien hubiera que polemizar y afrontaba con energía los reveses que recibía, que no fueron pocos. En 1872, en un intento de dar el salto a los escenarios, Cherner presenta al Teatro Español un drama titulado Don Carlos de Austria. De la mala suerte que corre esta obra da cuenta en su artículo “Historia de un drama. Contada por su autor”.
  • 18. 18 A través de este artículo nos enteramos que una de las curiosas reglas del Teatro Español era: no puede ser puesta, en escena ninguna obra de autor desconocido, si no es patrocinada por un renombrado literato. En fin, que los mundos literarios desde siempre han procurado complicar cuanto más mejor el acceso a los novatos… Cherner busca el preceptivo apoyo de renombre y cuando lo consigue lleva su drama al Teatro Español. El director dictamina que es “altamente representable” si la autora acepta realizar algunas correcciones. Cherner las acepta. El problema se desencadena porque el “renombrado literato” que patrocina a Cherner es muy amigo de Núñez Arce. Y da la casualidad que Núñez Arce ha entregado al Teatro del Circo su drama El Haz de Leña, que trata sobre el mismo asunto histórico que el de Cherner. El “renombrado literato”, patrocinador de Cherner, no puede evitar informar a su amigo de que en el Teatro Español se prepara el estreno de un drama con el mismo argumento que el suyo. Consecuencia: Núñez Arce precipita el estreno de su drama, y el director del Teatro Español siente que le han pisado la historia y decide que no le interesa ya representar el de Cherner. Pero Cherner no se rinde. Y somete su drama a diferentes opiniones para ver cómo puede mejorarlo, hacerlo más atractivo y volverlo a intentar. Y así nace un segundo drama, completamente renovado con el título Como hombre, no como Rey. Cherner termina este drama en 1879 y otra vez lo presenta al Teatro Español. Y fatalidad de fatalidades y casualidad de casualidades donde las haya…, Núñez Arce decide reestrenar El Haz de Leña siete años después de su estreno. Consencuencia: Matilde Cherner se ve obligada a retirar, otra vez, su drama de los escenarios del Español. En Marzo de 1873, le sucede a Matilde Cherner otra peripecia. Se hace famosa su acusación de plagio contra Agustín Fernando de la Serna, hijo del Barón del Sacro Lirio.
  • 19. 19 Ese año Matilde Cherner entrega al Teatro Español su drama titulado La cava. El Teatro Español no se interesa por su obra pero al poco tiempo estrena otra sospechosamente similar a la de Cherner, escrita por Agustín Fernando de la Serna. Cherner, es de suponer que enfurecida, pone un comunicado en la prensa acusando a La Serna de plagio, y La Serna se revuelve contra ella con toda la artillería. Justifica los parecidos clamando que se trata de un episodio histórico, que además el Teatro Español conocía su obra antes que la de Cherner, que varios escritores conocían también su drama antes que el de Cherner viera la luz, que si le obligan empezará a dar nombres, y que además llevará a Cherner a los tribunales… Cherner tiene que aguantar párrafos en prensa del pelaje siguiente: El drama Don Rodrigo se ha hecho mas célebre que por lo ruidoso de su éxito, por las contestaciones que ha suscitado en la prensa entre una para nosotros desconocida poetisa — doña Matilde Cherner— y el Sr. La Serna. La una, con intrepidez no muy propia de su sexo, acusó al otro nada menos que de plagiario de una obra suya […]quien no satisfecho todavía, parece que se propone llevar la cuestión á los tribunales. Si hiciese caso de nuestro desinteresado consejo, desistiría de semejante idea.—La acusación de doña Matilde Cherner no ha producido efecto alguno: nadie le ha dado importancia, juzgándola, según dicen los francesas, une boutade. Es una pena que no haya encontrado rastro de La Cava para compararlo con Don Rodrigo y comprobar de primera mano hasta dónde llegaban los parecidos. Ambas obras fueron escritas en verso y habría estado bien poder comprobar si las similitudes iban o no más allá del argumento histórico. Porque cuesta mucho imaginar que Matilde Cherner acusara de plagio a La Serna sólo por dramatizar el mismo hecho histórico que ella; porque lo mismo le había sucedido con El Haz de Leña de Núñez Arce, y a Cherner no se le ocurrió acusar a éste de plagio… El caso es que Matilde Cherner echa el freno, y retira su acusación.
  • 20. 20 Que Matilde Cherner escribiera de política, que ejerciera la crítica literaria, y que defendiera su obra con “intrepidez no muy propia de su sexo” no sentaba nada bien. De hecho, Leopoldo Alas Clarín arremete abiertamente contra ella en 1879. En su prejuicioso artículo “Las literatas”, entre lindezas del tipo: “la literata como el ángel, y mejor, como la vieja, carece de sexo” o “La mayor parte de las literatas son feas”, califica a Matilde Cherner como escritora de “menor cuantía”. En fin, pobre Clarín, víctima del recalcitrante machismo decimonónico escribió “Las literatas”, un artículo que ha envejecido fatal, y que a la luz del siglo XXI deja a su autor en muy mal lugar. Su feroz ataque contra Matilde Cherner en el encabezamiento de un artículo de contenido tan penoso hace brillar más a nuestra paisana. Ladran, Matilde, luego cabalgamos…
  • 21. 21 ¡MATILDE CHERNER, AGENTE SECRETO EN MARSELLA! Además de dedicar su tiempo a escribir artículos, poesía, novelas, cuentos, dramas, Matilde Cherner, como republicana convencida, trabaja activamente por la república. Lleva su compromiso político mucho más allá de la letra impresa. Por una carta que envía a su amigo Francisco Asenjo Barbieri, sabemos que el 27 de septiembre de 1879 Matilde Cherner estaba en Marsella viviendo una peripecia digna de un libro. La escritora lo explica así en su misiva: Hace quince días que estoy en Marsella y de esos quince he pasado uno en la calle, once en el hospital y tres en un hotel socorrida por el Cónsul. Esta noche me obligan a marchar enferma y casi desnuda pues he perdido todo mi equipaje y el traje que tengo es el mismo, o parte del que tenía la noche del domingo 14 cuando me caí en el mar donde permanecí más de cuatro horas. Como yo no puedo decir aquí, ni tampoco me atrevo a consignarlo en esta carta, qué hacía yo a las doce de la noche a la orilla del mar sola ni a quién, ni por qué di doscientos francos que traía para mis gastos de viaje […] Necesito pues que me haga V. el favor de prestarme mil francos, que puede girarme a Barcelona, donde tengo una casa conocida en la que me recibirán bien y en la que podré reposar y recobrarse, si esto es posible, mi perdida salud. Yo aunque poca tengo alguna hacienda con que responder de esta cantidad de que tanto necesito serle deudora, y V. me esperará a que sin grave perjuicio pueda devolvérsela. Prefiero morir, y esto se lo digo de todo corazón, a llegar a Madrid en el triste estado en que me encuentro, sin contar que mi quebrantada salud no me permitiría tan largo viaje máxime haciéndolo como una mendiga de consulado en consulado. Y todo por haber querido salvar la vida a quien jamás me pagará ni me agradecerá siquiera tal favor.
  • 22. 22 No me atrevo a explicarme más y le ruego que hasta mi regreso a Madrid tenga la bondad de guardarme secreto sobre esta carta […] Tanto secreto hace sospechar a los historiadores que Cherner podría haber colaborado de algún modo nada menos que en alguna de las conspiraciones antimonárquicas contra Alfonso XII que se gestaban en Francia por aquel entonces. Ahí queda eso… Quién fue la persona misteriosa y desagradecida a quien Matilde Cherner salvó el pellejo y por qué se lo salvó son preguntas que ya sólo pueden responderse en el territorio de la imaginación. Hagan sus apuestas… ¿Quizá un amigo? Matilde Cherner no tenía muchos amigos. En otra carta, anterior a la de Marsella, dirigida también a Asenjo Barbieri confiesa: Tengo muy pocos amigos: aunque dijera ninguno, no mentiría, y cuando manifiesto mi estimación y simpatía a una persona digna de ellas, sufro mucho, me duele mucho el alma, si aquella persona no me corresponde. Ese párrafo tristón y un poco desesperado lo escribe con motivo de que Barbieri no responde a su amistad ni a sus cartas como debería. Aún así Cherner sigue considerando a Barbieri su amigo hasta que Barbieri la deja tirada en Marsella, sin responder a su petición de ayuda ni tampoco a otras dos cartas más que le envía desde España, de vuelta ya de su misteriosa aventura marsellesa. Cherner le pide tajante que le devuelva la carta en la que le pedía auxilio. Barbieri ni responde ni devuelve la carta ni tampoco la guarda en secreto como Matilde Cherner le pedía, porque cuando Barbieri lega sus papeles a la Biblioteca Nacional ni corto ni perezoso mete la carta que debió ser secreta junto a las demás de Matilde Cherner, agrupadas todas en una carpeta titulada: “Dª Matilde Cherner / Escritora / con el seudónimo de Rafael Luna / † en Madrid, el verano de 1880” Pero gracias a la traición de Barbieri, podemos conocer un episodio rocambolesco de la casi desconocida vida de Matilde Cherner.
  • 23. 23 "NADIE SE ACORDARÁ MAÑANA DE LA POBRE ESCRITORA"… Tras la muerte de Matilde Cherner el 15 de agosto de 1880, se recogen algunas sentidas necrológicas en los periódicos. Es muy curiosa la insistencia de algunos de esos textos en afirmar que Matilde Cherner tuvo una vida infeliz: […] merece un lugar entre los buenos escritores. Matilde Cherner era pobre y era mujer. ¡Quién es capaz de comprender los esfuerzos que ha necesitado emplear para cultivar las letras! Nadie se acordará mañana de la pobre escritora. Nosotros, que la conocimos en vida y que hemos experimentado un profundo dolor al saber su muerte, hacemos votos por que en el cielo encuentre la felicidad que no halló en la tierra. La Época Y Mesonero Romanos escribió: Hoy ésta amena y laboriosa escritora, arrebatada por la muerte, no deja en pos de sí familia, amigos ni protectores; sólo obtiene el olvido más injusto. Por eso aprovecho la ocasión de dedicar este único recuerdo a su memoria. Esta imagen de escritora triste, abandonada y victimizada en medio de un mundo cruel me encaja mal con la mujer luchadora que tras vivir la muerte de sus padres emprende en Madrid la búsqueda de un sueño; la mujer que remueve Roma con Santiago por ver sus obras en el escenario; la mujer que se revuelve contra las zancadillas, se levanta del fracaso y rehace un drama para volverlo a intentar; la mujer que emprende viaje a Marsella con 200 francos y una misión secreta; la mujer que autoedita su novela (María Magdalena es una novela autoeditada por su autora) y la mueve ilusionada de aquí a allá enviándola a revistas y a conocidos.
  • 24. 24 Puede que Matilde Cherner no tuviera dinero, puede que no tuviera protectores, y a lo mejor no tuvo muchos amigos (¿alguien los tiene?), pero estaba llena de talento, ilusión y valentía. Luchó toda su vida por la igualdad entre hombres y mujeres y por erradicar las injusticias del mundo. Escribió y se movilizó por la libertad, la democracia y por la España federal sin rey en la que creía. Su vida y su obra fueron siempre fieles a sus principios y creencias. Y logró su sueño de escribir, aunque en vida ella siempre quisiera llegar más lejos; el corazón literato debe siempre ser inconformista. Ciento treinta y tres años después de su muerte se han publicado algunos trabajos sobre su obra (ver bibliografía). Y ciento treinta y tres años después de su muerte aquí estamos en un blog de Internet, un medio que ni Mesonero Romanos ni el redactor de La Época podían imaginar que existiría, llevando la contraria a ese olvido fatal que las condescendientes necrológicas le pronosticaban. Porque Matilde Cherner, sus obras, su vida, merecen ser recordadas, admiradas, merecen escapar de las sombras del olvido.
  • 25. 25 OBRA DE MATILDE CHERNER Ya lo avisa en 1887 Villar y Macías: <<La multitud de periódicos en que publicó sus artículos, hace poco menos que imposible el coleccionarlos, para darlos a conocer en uno o más volúmenes>>. Los títulos que aparecen recopilados aquí los he ido tomando de los estudios publicados sobre la escritora, y de revolver un poco en la hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional y en la web de prensa histórica del Ministerio de Cultura. Más allá de la pequeña lista que aparece a continuación, de Matilde Cherner queda ahí fuera mucha tela que cortar. Poesía •La Unión •A los federales Salmantinos •La Mendiga •Canción del Herrero •Guerra •A un muerto •La primera hora del año •Los Reyes se van •Lamentos de un preso •Cantares •Cantares a las flores •Romancero Federal •Al pueblo español •Los dos infinitos. Soneto
  • 26. 26 Narrativa •Un episodio de la Guerra de la Independencia •Malagana y Lord Wellington •Un día de gloria •La Torre del Clavel. Leyenda •Amor de un día •A orillas del Tormes •No caben dos cabezas en un sombrero/Profesión de fe •El Miserere de Doyagüe •La esposa de un federal •Novelas que parecen dramas [novela] •Ocaso y Aurora [novela] •Las tres leyes [novela] •El novio que entra por la puerta y el que entra por el balcón [novela] •María Magdalena (estudio social) [novela] •Profesión de fe Teatro •El doctor y el estudiante •La Cava •Don Carlos de Austria •Como hombre no como Rey •El Baroncito. Juguete lírico Zarzuela •Enterrado y Coronado
  • 27. 27 Ensayos y artículos •Las mujeres pintadas por sí mismas. Cartas a Sofía •Don Manuel José Doyagüe [biografía] •Música religiosa sobre la profana •Una boda en Tirados •Notre Dame de Paris [citado el título. Artículo no encontrado] •Villoria. Comunero salmantino •El descendimiento •La fiesta del Corpus •Juan del Encina [estudio crítico] •Algunas consideraciones acerca de la literatura dramática con motivo del drama de D. Luis Vidart, titulado: Cuestión de amores [estudio crítico] •Adriana de Wolsey. Novela original de Ventura Hidalgo con una carta prólogo de don Víctor Balaguer –Biblioteca de la ilustración española y americana [juicio crítico]. •Juicio Crítico sobre las novelas ejemplares de Cervantes [estudio crítico premiado por la Real Academia Sevillana de las Buenas Letras] •Literatura dramática en general y sobre los teatros modernos Castellano y Catalán en particular [estudio crítico] •Algunas observaciones sobre <<La Celestina>> •Dos palabras al bibliógrafo de El Globo [réplica a una crítica de su novela Ocaso y Aurora] •Fiestas reales •El Vos y el Usted. Una pregunta á la opinión al buen gusto y a la Real Academia de la Lengua •Pecado original según los <<vedas>> •Los árabes en España •Fiestas reales •Asociación para la enseñanza de la mujer
  • 28. 28 SALAMANCA A MATILDE CHERNER Que conste que la ciudad natal de la escritora decidió en los años 90 dedicarle una calle. Calle Matilde Cherner en Salamanca. Foto street view Está en el barrio de Vistahermosa. Es pequeñita y forma parte de un racimillo de calles dedicadas a escritores y periodistas del XIX. Está junto al parque de las Musas. Me da que tener una calle cerca de un parque dedicado a las Musas a Matilde Cherner le habría gustado muchísimo. © Laura Rivas Arranz
  • 29. 29 BIBLIOGRAFIA UTILIZADA Estudios sobre Matilde Cherner • <<“Conociendo yo, caballero, lo mucho que vale su nombre y lo poco conocido que es el mío”: Cartas de Matilde Cherner a Francisco Asenjo Barbieri (1877-1879>> Pura Fernández Centro de Ciencias Humanas y Sociales-CCHS, CSIC, Madrid. EnSiglo XIX (Literatura hispánica). Escritores decimonónicos en singular. http://marietacantos.esmiweb.es/download_file/view/43/372.pdf (El estudio comienza en la página 89) (Recomiendo descargarlo porque leer las cartas de Matilde Cherner no tiene precio. Y además el estudio de Pura Fernández previo a la transcripción de las cartas es muy interesante) • Matilde Cherner: una voz femenina y crítica ante la prostitución en la España de 1880. Mª de los Ángeles Rodríguez Sánchez. UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID. http://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/13/aih_13_2_046.pdf • Matilde Cherner, canon y anticanon: periodismo político. M.ª de los Ángeles RODRÍGUEZ SÁNCHEZ. http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/la-elaboracion-del- canon-en-la-literatura-espanola-del-siglo-xix-ii-coloquio-de-la-s-l-e-s- xix-barcelona-2022-de-octubre-de-1999--0/html/p0000006.htm#I_36_ Libros de temática salmantina • Historia de Salamanca. Villar y Macías M. 1877 • Mujeres singulares salmantinas (220 A.C.- Siglo XIX). Mª Dolores Pérez Lucas. Amarú Ediciones. 2004 • Callejero histórico salmantino. Ignacio Carnero. Amarú Ediciones. 2009
  • 30. 30 Prensa histórica • Revista del Círculo Agrícola Salmantino. 21 agosto 1880. • El álbum iberoamericano. 30 de enero 1897 • La Discusión. Diario democrático 20 de marzo de 1873 • La Época. Científica, literaria, financiera, industrial y mercantil 8 agosto 1878; 10 de febrero, 24 marzo, 9 de noviembre de 1879 • La Correspondencia de España. 20,28 de marzo 1873 • La Época. Hoja literaria 18 agosto 1880 • El Constitucional. Diario Liberal de Alicante 10 junio 1879, 4 julio 1880 • El comercio 20 agosto 1880 • La mañana. Periódico político y literario: 1 julio de 1877; febrero, agosto, noviembre, diciembre 1878; enero, julio 1879 • La Academia. Revista de cultura hispano portuguesa latino- americana. Septiembre 1878 • La Moda Elegante. Periódico de las familias.30 de mayo de 1870; julio, octubre, noviembre de 1875, octubre 1877, junio, abril 1878; • La Unión 8 de marzo de 1879 • La Ilustración de la mujer. Enero, mayo; octubre, junio, julio, noviembre de 1875 • La Ilustración Republicana Federal, 20 de agosto, 22 de octubre de 1871; 23 de Febrero, 21 de junio de 1872 • Revista europea. Tomo Decimocuarto Año VI Número 287 - 1879 agosto 24; 20 junio de 1880. • El Periódico para todos 10, 11, 12, 13 de febrero de 1877; 21 enero 1880 • Revista Contemporánea. 30 de octubre, 30 de diciembre de 1877 • Revista de España nºs: mayo, julio, septiembre, noviembre de 1878 • El Eco del Tormes. Mayo, junio de 1877 • Revista Salmantina. Periódico Literario 25 de enero de 1852, de abril 1852 • El Federal Salmantino 4 de agosto, 19 septiembre de 1872, • La Iberia 19 junio de 1880
  • 31. 31 "María Magdalena (Estudio social)" de Matilde Cherner / Rafael Luna En 1880, la escritora salmantina, Matilde Cherner, medio emboscada tras el seudónimo de Rafael Luna, publica la novela María Magdalena (Estudio social). Nos cuenta la historia de una prostituta, Magdalena, que vive en la ciudad de Salamanca, en una casa del barrio de Los Caídos (barrio Chino), a las órdenes de una vieja que todos apodan Celestina, por dedicarse a lo mismo a lo que se dedicó cuatrocientos años antes la Celestina literaria. La historia de cómo los sueños de Magdalena chocan contra la realidad y desaparecen sirve a la escritora para hacer una feroz crítica social. Lanza sus dardos contra la tolerancia y aceptación social de la prostitución, de la que en aquellos tiempos se debatía la conveniencia de su legalización (tema que, desgraciadamente, sigue sin perder actualidad). Critica la discriminación de la mujer, la pobre formación cultural destinada a las niñas que las condenaba de por vida a una existencia peligrosamente dependiente. Desmitifica el amor. En la novela, la fuerza del amor sólo resplandece en un contexto idílico, aislado del mundo real. Al contacto con la realidad, el amor se llena de conveniencias y, como otro sueño más, desaparece.
  • 32. 32 Selección de fragmentos ¿Para qué la ciencia, si no lleva la fortaleza y la esperanza á un alma atribulada? […] algunas personas […] procuraron consolarnos y hacernos compañía […] poco á poco fueron dejando de visitarnos; […] las visitas, como todo lo de este mundo, solo se sostienen por el interés y la reciprocidad. […]y mi querido Quijote,[…]. Aquel precioso libro […] al leerlo ahora con el alma llena de dolor y el corazón oprimido por tristes presentimientos, hallaba ocultos en él mil pensamientos profundos y filosóficos que hasta entonces jamás descubrí, y en sus eternos y siempre oportunos chistes, un fondo de resignada y meditativa tristeza. Aquel libro, mi único amigo, mi único consuelo. […]mi madre, aunque joven, se hallaba enferma y abatida, víctima de su educación y sus costumbres ¡Por qué ellas llevan erguida la frente que nosotras tenemos que ocultar entre el fango!... ¿Es Dios, es el mundo, quien nos marcó tan distintos destinos? ¿O es que el hombre, duro y egoísta, les impone á ellas su virtud, como á nosotras nuestra impureza?... Salamanca es el escenario que rodea a Magdalena en su peregrinaje hacia la decepción total. La ciudad “vetusta en la que se respiran aún los vientos clásicos de los siglos XV y XVI”, la ciudad dorada y mítica, muy querida para la protagonista y para su madre, se vuelve oscura enseguida. Lo primero que ve Magdalena cuando llega a Salamanca son sus torreones “pardos y sombríos”. Mi primera impresión al descubrir aquella ciudad tan triste, oscura y solitaria, perezosamente dormida á la orilla del melancólico Tormes, que baña sus ruinosas murallas, fue tan dolorosa, que se oprimió fuertemente mi corazón
  • 33. 33 Magdalena afronta la enfermedad y la muerte de su madre en una casa miserable, cercana a las ruinas del convento de los Agustinos (actuales restos del Botánico). Tras darle sepultura, sola y desamparada en la oscura ciudad de torreones pardos, decide acabar con su vida adolescente en las aguas del Tormes: La casa que habitábamos estaba situada cerca del sitio donde aún hoy existen las ruinas del convento de San Agustín, y la ruta que yo me había marcado me llevaba primero á la plazuela de San Isidro, y después, bajando por la Compañía, á la puerta de San Bernardo, y últimamente al río, que no lejos de allí corre. me precipitaba por la Compañía abajo, cual arrastrada de un fatal torbellino. Al llegar á las Agustinas, mis piernas principiaron á flaquear y mi cabeza á desvanecerse, y solo aquella fija y horrible idea que á la muerte me arrastraba dábame fuerza para proseguir mi camino.
  • 34. 34 En este estado de delirante postración llegué á dar vista al Campo de San Francisco. Yo marchaba fuera del Campo, siguiendo la línea de los edificios que han sustituido al antiguo convento, y mi imaginación, fluctuando entre su resolución y su anonadamiento, y mis piernas vacilantes á causa de aquella larga carrera, después de tan larga postración y cuando hacía dos días que me hallaba falta de alimento, fuéronse paralizando gradualmente, y caí sin sentido á la embocadura de la calle que da vista á la Casa-Hospicio.
  • 35. 35 Este es el punto de partida de la novela. Magdalena no llegará al Tormes, sino que caerá en manos de la Celestina… La descripción, realista al milímetro, de la ruta suicida que emprende Magdalena choca contra el idealismo extremo y algo vago con que la escritora describe el escenario (fuera de la ciudad) donde se desarrollará la breve etapa de felicidad de Magdalena. Las descripciones realistas de Salamanca contrastan con las idílicas de sus afueras, en un efecto que parece subrayar la oposición, el choque fatal, de los sueños contra la realidad.
  • 36. 36 Desde este punto de vista, las descripciones de Salamanca que aparecen en la novela pueden considerarse como una fotografía que nos ayuda a conocer un poco la Salamanca de mediados-fines del XIX: […] casas estrechas y tristes, cuyos verdosos tejados denunciaban la crudeza del clima, […] angostas y tortuosas calles, pésimamente empedradas, y donde aún existían las huellas de su pasado esplendor [sic]; ora en una magnífica y aislada portada, ora en un viejo paredón derruido, ora en alguna almena ó torre solitaria; […] grandiosos monumentos que aún conserva, […] aquel recinto tan severo y misterioso La novela María Magdalena viene precedida de una introducción donde la escritora confiesa que la novela lleva escrita un tiempo. Matilde Cherner debió de tener muchísimos problemas para publicar esta novela. En 1880 era una escritora medianamente conocida, sobre todo en los medios periodísticos donde ya había publicado por entregas algunas de sus anteriores novelas, también artículos, cuentos y poemas. Sin embargo esta novela tuvo que guardarla un tiempo en el cajón. El motivo; su temática y también que hubiera salido de la pluma de una mujer. En el siglo XIX no estaba bien visto que una mujer escritora tratara ciertos temas. La prostitución era uno de esos temas. Y es que a quién se le ocurre nacer mujer en el siglo XIX y escribir de prostitución, política, deseo sexual… Matilde Cherner debió de buscar y rebuscar alguna editorial o revista que se atreviera a publicar la novela, pero no la encontró. El 4 de abril de 1880, en el Periódico La Mañana. Diario político literario, se publica el prólogo y la introducción de María Magdalena firmada por Rafael Luna, y con un “continuará” final que hacía pensar que el periódico se liaba la manta a la cabeza y se lanzaba en plancha a la publicación por entregas de la novela de Cherner. La novela continúa en el siguiente número del periódico, sin embargo no sigue más allá. Después del 6 de abril de 1880 la publicación de María Magdalena en La Mañana misteriosamente se detiene.
  • 37. 37 Sobre los motivos sólo podemos especular. ¿Demasiado fuerte para los lectores de La Mañana? ¿Demasiado polémica para los directivos de La Mañana? ¿Algún desacuerdo de última hora con la autora? Fuera como fuera, lo cierto es que Cherner tira por la calle del medio, y aun sin tener una especial fortuna, siendo más pobre que rica pero con plena confianza en su trabajo, opta por invertir en sí misma y autoeditar su novela. En las hojas finales del libro se anuncia cómo conseguir ejemplares de la novela: Se halla de venta en las principales librerías, al precio de 10 reales en toda España. Los pedidos se harán a su autor, calle de la Palma Alta, num 21, cuarto 3º Que los pedidos tuvieran que hacerse al domicilio de la escritora, es lo que hace sospechar que la tirada de ejemplares que se imprimieran entonces fueron fruto de la autoedición. Matilde Cherner para dar a conocer la edición de su novela debió de mandarla a varios periódicos y revistas. Aproximadamente por el verano de 1880 es cuando empiezan a aparecer en la prensa algunas reseñas de María Magdalena. Para promocionar más su novela, también debió de enviarla a personalidades de la época. El ejemplar que conserva la Biblioteca Nacional perteneció a Francisco Pi y Margall, a quien la escritora seguramente conoció debido al intenso activismo político que a lo largo de su vida desplegó en el Partido Republicano Federal. El ejemplar contiene una dedicatoria de la escritora. Sabemos que también envió un ejemplar a Villar y Macías, amigo de la escritora.
  • 38. 38 A pesar de los esfuerzos de Matilde Cherner, María Magdalena no obtuvo muchos éxitos. Logró alguna reseña en algunos periódicos, pero en general la novela no logró el eco que merecía. La historia de Magdalena, sus decepciones, sus cavilaciones políticas y filosóficas, ciento treinta tres años después de que se escribieran, siguen conmoviendo al lector que se adentra en sus páginas. Es una novela que su autora calificó de realista, incluso naturalista. Pero además tiene elementos de la literatura del Romanticismo, como no podía ser de otra forma en una novela de transición. Temas como la muerte, la angustia existencial, el amor mítico se mezclan con la crítica social y una preocupación por ir más allá del yo, y luchar para transformar nada menos que el mundo y hacer de él un lugar mejor (muy en consonancia con el activismo político de la escritora). Entre las toneladas de lecturas gratuitas que actualmente se ofrecen en Internet, es difícil que nuestra atención recaiga en una novela que decidió autoeditar una escritora decimonónica en la actualidad medio olvidada. Por eso desde aquí me atrevo a dar este aviso a navegantes. María Magdalena (estudio social) es una muy buena novela que gracias a la biblioteca digital de la Biblioteca Nacional hoy podemos disfrutar. Lectura en la BNE: http://bdh-rd.bne.es/viewer.vm?pid=d-3880192 Descarga gratuita en PDF: https://mega.nz/#!8lMUxBgR!zLW2ckf44OcLScgVBThgkIAyCFrp7476pI 1xMt8aPYA Lectura online: http://es.slideshare.net/JulioPollinoTamayo/mara-magdalena-1880-matilde- cherner
  • 39. 39 Acepto que es muy incómodo leer en el ordenador, y que aunque dispongas de un libro electrónico un archivo pdf es el peor formato del mundo para el aparato, pero esta novela merece el esfuerzo. Leyéndola contribuiremos a que la novela más charra que conservamos de Matilde Cherner, que discurre por entre las calles de nuestra ciudad respirando los ecos de La Celestina y el Lazarillo de Tormes, no se olvide. Así no se cumplirá lo que Magdalena escribe al principio de la novela: ¿Qué importa, si estas pobres páginas, triste recreo de mi agonizante vida, con ella acabarán, y con ella irán a morir en el polvo del olvido?... María Magdalena de Rafael Luna/Matilde Cherner no merece morir en el polvo del olvido. © Laura Rivas Arranz
  • 40. 40 BIBLIOGRAFÍA • María Magdalena (estudio social). Rafael Luna. Viuda e hijos de J A García. Madrid 1880 • Historia de Salamanca. Villar y Macías. • La Mañana. Diario Político Literario
  • 41. 41 MADRID: DE LA VIUDA E HIJOS DE J. A. GARCÍA. Calle de Campomanes, núm. 6.
  • 42. 42 MARÍA MAGDALENA (ESTUDIO SOCIAL.) Al político más consecuente de España, al autor del importante libro “Las nacionalidades” [Francisco Pi y Margall], dedica este ejemplar de su obra como débil muestra de cariño admiración y respeto. Rafael Luna [seudónimo de Matilde Cherner]
  • 43. 43 DOS PALABRAS AL LECTOR. El libro que hoy nos aventuramos a publicar, hace ya algunos años que está escrito; mas la verdadera trascendencia social del asunto, y la osadía (perdónesenos la inmodestia) con que este mismo asunto está tratado en él, nos han retraído de publicarlo hasta ahora. Un libro de tal índole no puede salir a luz más que a la sombra de un gran nombre literario, y nosotros hemos esperado a que fuera algo conocido el nuestro para atrevernos a darlo al viento de la publicidad, y exponerlo a los furores de la crítica, tan duros siempre cuando se trata de trabajos que se apartan del diapasón normal, y que, como dejamos dicho, no están garantizados por una firma ilustre. Cuantas obras se han publicado en Francia, análogas a la nuestra, hemos leído, sin hallar ninguna que trate como en esta está tratado un asunto tan trascendental y resbaladizo. El diferente punto de vista desde el cual hemos podido estudiar, los autores de esos libros y nosotros, la llaga social, en la que nos atrevemos a poner, no el dedo, la mano toda, es causa de que una obra esencialmente realista (naturalista diríamos sino hubiera sido escrita antes que Zola bautizara con este nombre un género de literatura, cuyos modelos más perfectos nos los ofrecen nuestros novelistas de los siglos XV y XVI), se desarrolle en una atmósfera del todo ideal, en la que la imaginación sola crea los cuadros de más ó menos subido color que la pluma bosqueja. Si esta circunstancia añade o quita mérito a la obra, el público, y solo el público, puede y debe decidirlo: nosotros solo nos atrevemos a asentar aquí que, no teniendo que luchar ni con la comparación, ni con el recuerdo, hemos pintado a placer nuestra heroína, haciendo de ella, no un ser fantástico, mas sí un ser superior, muy superior, á la situación triste en que la desgracia y los vicios sociales la habían colocado. No es una novela, propiamente dicho, lo que hoy ofrecemos al público; es un libro cuyo importante asunto hace tiempo que está pidiendo la atención de los sabios y los filósofos, y que otra pluma más autorizada que la nuestra debía de ser la llamada a tratarlo. Si este libro, con todos los defectos de forma y fondo que nosotros le reconocemos, hijos legítimos de nuestra insuficiencia, viera la luz en Francia, daría la vuelta al mundo, y nuestras primeras publicaciones, y nuestras mejores casas editoriales se apresurarían las primeras a traducirlo, a ofrecérnoslo como la última palabra pronunciada sobre el asunto. Como hemos nacido en España, como amamos el castellano, y lo creemos el idioma más rico, más noble, más galano de la tierra, en España y en castellano publicamos este libro; mas no sin pena damos á luz, sin esperar tal vez recompensa de ningún género, una de nuestras obras más estimadas por nosotros. Y he aquí las dos palabras que se creía en el deber de decir a sus lectores el autor de María Magdalena, para cuya obra reclama toda su benevolencia y atención. RAFAEL LUNA. Madrid 1880.
  • 44. 44
  • 45. 45 INTRODUCCIÓN. EL PROCESO DE CELESTINA. —¿Vienes a la curiosa vista que se celebra hoy, y que sin duda te dará asunto para un buen libro? ¡Qué feliz eres! que pudiendo vivir en Madrid, en el centro de los placeres, las artes y las letras, tu independencia te permite venir a curiosear lo que pasa en esta ciudad vetusta, en la que se respiran aún los vientos clásicos, tan saturados de metafísicos aromas, de los siglos XV y XVI. Me alegro de encontrarte. Yo me dirigía solo a presenciar el curioso espectáculo que atrae hoy a toda la ciudad, y yendo contigo haremos juntos nuestras observaciones sobre ese ruidoso proceso. Este turbión de palabras, para mí incomprensibles en su mayor parte, me dirigía un amigo mío y paisano, al mismo tiempo que me abrazaba con efusión y estrechaba mis manos con cordialidad en la acera de Correos de la Plaza Mayor de Salamanca. El capricho de visitar una vez más mi querida Patria me había hecho a mí (ya hace de esto algunos meses) tomar el tren del Norte la noche antes en Madrid, y satisfacer a la mañana siguiente mi deseo de anegarme en el inmenso mar de amargos recuerdos que Salamanca despierta en mi alma; mar cuyas negras y tempestuosas ondas van templando su bravura, cansadas de batir, sin conmoverla, la resistencia que les opone mi sufrimiento. —Conque; siguió diciendo mi amigo, traduciendo tal vez mi silencio por una afirmación; son cerca de las once, y la vista va a empezar; yo tenga guardado un buen sitio, porque quiero ver de cerca a la acusada. —Pero ¿qué proceso, qué vista pública y qué acusada es esa de que me hablas? —¡Cómo! ¿No has venido a Salamanca para estudiar el famosa proceso de Celestina, del que se ocupa la provincia entera? —No. He venido a pasar aquí unos días, y no entiendo de qué proceso y de qué Celestina me hablas. —¿Qué, no te acuerdas de Celestina? ¡Parece imposible que hayas sido estudiante en esta Universidad! Bien dicen que Madrid es el río Leteo. —Pero hombre, yo no conozco más Celestina que la de Rojas, y creo que esa no se habrá dado el gusto de resucitar para que la encausen ahora, después de haber sido azotada y emplumada en vida y morir de mala muerte. —No, no es esa Celestina, sino la nuestra, la de nuestros tiempos, la que en este siglo ejercía sus maléficas artes, la de bruja inclusive, y a la que por eso se puso en la ciudad el nombre clásico de las zurcidoras de voluntades. Y como yo le escuchara distraído y silencioso, añadió impaciente: —Pero ¿estás dormido ó desmemoriado cuando no te acuerdas de la bruja Celestina que vivía en el barrio de los Milagros y tenia en su casa a aquella muchacha tan hermosa y tan distinguida, a la que llamábamos Aspasia los estudiantes? —Sí, me parece que recuerdo vagamente ese nombre; pero también recordarás tú que mis aficiones no iban por ese camino, y que ni una vez sola he visto, o he estado, en la casa de esas mujeres.
  • 46. 46 —Yo sí; y por cierto que no recuerdo haber visto en mi vida mujer más bella que la Aspasia, y creo que la de Atenas no seria más distinguida ni tendría más talento que ésta. —¿Y se hallaba y permanecía en tan horrible condición? —¡Pobre muchacha! ¡Cuando murió en el hospital consumida por el dolor y la fiebre, comprendimos todos lo que valía! —Pero... si mal no recuerdo había desaparecido de la casa que habitaba, y en algunos años no se volvió a saber de ella, hasta el punto de que ya todos la habíamos olvidado. —Pues bien, ¿recuerdas a Benavides? —¿Aquel zamorano que estudiaba medicina y era tan buen mozo y tan calavera? —Sí, el mismo. —Lo recuerdo perfectamente, y recuerdo que tenía fama de buen practicante, a pesar de sus locuras. —Pues bien; Benavides es hoy médico del hospital general, y en la sala de mujeres ha reconocido entre sus enfermas a la pobre Aspasia, la ha asistido hasta el último momento en su enfermedad del pecho, y él, que sabe la historia de la infeliz, h a promovido la acusación contra la infame vieja Celestina. —Pero ¿Aspasia estaba en esa casa a la fuerza? —¡Calla hombre! si es una historia horrible la suya, que al divulgarse por la ciudad ha conmovido hasta las piedras, y hecho llorar al mismo Claustro universitario, con Rector y todo, que es cuanto hay que ponderar. Así que el día de su entierro asistió la ciudad entera, como a un duelo público. Unos la apellidaban mártir, otros santa, y todos lloraban, como si con su muerte hubiera venido alguna calamidad a este pueblo. —¿Qué le había pasado á esa infeliz, y qué había de admirable en su vida y en su muerte para esa pública manifestación? pregunté yo, principiando a interesarme en una conversación que hasta entonces sostuve distraído. —Eso es muy largo de contar. Lo que sí te digo, y como yo lo dicen muchos, es que esa pobre muchacha, por sus desgracias, por su muerte, por su talento, por su hermosura, por su vida, escrita por ella misma, ha de ser contada en los siglos venideros entre las mujeres célebres españolas. —¿Y dices que h a dejado escrita su vida? pregunté yo con curiosidad, poniendo mi mano sobre el brazo de mi amigo y despertándose todo mi interés y simpatía por aquella desgraciada. —Sí, Benavides es el depositario. Creo que quiere publicarla. —Pero ¿su vida entera?¿Sus desgracias?¿Sus... —Sí; todo, todo. —¿Podría yo ver ese manuscrito? —Creo que sí. Benavides no lo da a nadie, pero lo deja ver en su casa. A mí me ha leído algunos trozos, y... créeme, he llorado como un niño. —¿Hallaremos a Benavides en la vista? —Será difícil, porque á estas horas está muy ocupado con sus enfermos. —¡Calla! ¿Qué significa aquel tropel de gente que entra por el arco del Toro? dije yo, mirando al frente del lugar donde nos hallábamos. —Será la Celestina que la traerán de la cárcel al Juzgado para asistir a la vista. Ven, vamos a verla. Salimos de los portales al centro de la plaza, que en un momento se había cuajado de gente, y vimos que entre cuatro alguaciles, acompañados de un escribano, marchaba una vieja de tez cobriza, con la que formaban horrible
  • 47. 47 contraste los blancos mechones de cabellos que salían por entre los pliegues de su mantilla de bayeta; de boca hendida, que acusaba la completa carencia de dientes y muelas; de nariz chata y remangada, que imprimía en su semblante, que ella procuraba hacer aparecer compungido, una expresión inequívoca de descaro y desvergüenza; expresión que concluían de hacer grotesca y repugnante sus ojos verdes, redondos e inquietos, que giraban en todas direcciones, y en cuyo fondo brillaban la astucia, el recelo y la malicia. Dos cejas blancas, espesas y erizadas añadían algo de feroz y cruel a aquellos ojos, cuyos párpados, desprovistos de pestañas y ribeteados de rojo, denunciaban el abuso del aguardiente. Llevaba las manos, negras, huesosas y secas, enclavijadas sobre el pecho, y sus labios se movían cual si rezara, o tal vez a impulso del terror que no pudiera dominar su pobre espíritu y su alma sumida en el pecado y la ignorancia. Una gritería infernal, compuesta de insultos, burlas y maldiciones, acompañaba a la pobre vieja, a la que si no hubiera amparado la justicia, despedazara quizá la indignación de aquel pueblo que por tantos años había tolerado y fomentado su infame industria. A mí, que suelo mirar las cosas bajo distinto prisma, o mejor dicho, con diferente criterio que las mira el mundo, me causó tanto horror como lástima el aspecto de la vieja Celestina, y me negué redondamente a asistir a la vista, prefiriendo en cambió buscar al módico Benavides para que me dejara leer el manuscrito de Aspasia, y me diera algunos pormenores sobre su muerte. Mi paisano, cuyas instancias para que le acompañara al Juzgado fueron inútiles, renunció galantemente a ir él, y me condujo a la calle de la Rúa, donde vivía Benavides, que después de su visita al hospital, tenia a las once consulta gratis para los pobres. Era Benavides antiguo amigo mió, y me recibió con expansión y cordialidad, manifestándome el gusto con que volvía a verme. Yo le abracé con cariño, y proponiéndole el objeto de mi visita, me rogó que pasara; que pasáramos, pues mi otro amigo me acompañaba; a su gabinete de estudio, en tanto que él concluía la consulta. Cuando se reunió con nosotros, después de un cuarto de hora largo de espera, en el que yo había admirado los gruesos volúmenes que llenaban los estantes de su gabinete, la mesa de escritorio y aun las sillas, y cuyo desorden denunciaba las infinitas horas que sobre sus páginas se paraba la atención del médico, nos dijo con su habitual franqueza y su voz sonora y alegre: —No creo que os parecerá mal que tome en vuestra presencia un piscolabis, las once, como decimos en Castilla; porque los médicos, si no cuidamos nuestro estómago, somos gente al agua. Vosotros me acompañaréis. Un vaso de Jerez y una magra no los rehúsa nunca un español. Benavides contaba apenas treinta años, y era alto y fornido, de mirada brillante, palabra fácil, maneras bruscas, aficiones un si es no es prosaicas, instintos, más bien que principios, materialistas, y en cuyos discursos y en cuyas acciones brillaban admirables rasgos de sensibilidad, que se hacían incomprensibles juzgándole superficialmente. En Madrid se conoce poco el tipo del antiguo castellano viejo, franco, brusco, leal, y cuyo carácter, recto y honrado, no le permite sujetarse a los amaños de la gente cortesana, prefiriendo vegetar en su provincia, querido y considerado,
  • 48. 48 aunque olvidado y pobre, a venir a buscar fortuna y fama aquí, donde no siempre las alcanzan aquellos que mejor las merecen. Entró un criado, y extendiendo, sobre un ángulo de la mesa una blanca servilleta con honores de mantel, puso encima un gran plato de magras cuyo apetitoso olor aromatizó todo el ambiente, tres tenedores de plata, un pan, un cuchillo, una botella de Jerez y tres vasos. Lo suculento del refrigerio y la falta de ostentación con que se nos ofrecía, nos hizo admitirlo con idéntica cordialidad, y empuñando cada cual su tenedor, principiamos a dar cuenta de las magras, que según lo abundantes, anchas y bien cortadas, se conocía que no estaba solo en la despensa el rico jamón de donde tan sin duelo las habían arrancado. Al lado de la botella y de las copas puso el criado una gran salvilla de plata, que contenía un bollo maimón recién salido del horno, y que acababan de enviar de regalo al médico. El alegre sol de invierno penetraba a través de los cristales del balcón del gabinete; la temperatura de éste era deliciosa; el desorden que reinaba en él agradable; el aspecto de mis dos amigos, que hacían más honores que yo a las magras, al Jerez y al colosal bizcocho, del que partían enormes trozos como pudieran de un pan de cuatro libras, alegre y simpático, sin que nada revelara el tristísimo, el horrible asunto de nuestra conversación, —¿Con que tú viste morir a Aspasia y eres depositario de sus memorias? —Sí, amigo. Nosotros los médicos somos los testigos de todos los dolores y miserias de la humanidad, que procuramos aliviar antes de pensar en compadecer, por lo que el mundo nos acusa de insensibles y materialistas. ¡Bueno fuera qué en vez de aplicarnos a curarle nos pusiéramos a llorar los males del enfermo! Y sin embargo, algunas veces el médico no puede vencer su debilidad de hombre y se identifica, como me sucedió a mí, con los dolores de Aspasia, con los que aquejan a sus enfermos. Si su enfermedad no hubiera sido mortal y de aquellas en que la ciencia no puede hacer más que cruzarse de brazos cuando llegan a tal grado de intensidad, yo hubiera tenido que encargar a otro su asistencia facultativa, porque el interés, el afecto que me inspiraba la enferma hubiera tal vez sido: causa de que yo no viera claro en su enfermedad! Y al hablar así Benavides, con su sonora voz ligeramente conmovida y el dolor oscureciendo su brillante pupila y dando sombra a su ancha frente, coronada de: recios cabellos oscuros con reflejos leonados, llenó nuestras copas de Jerez, siendo el primero que nos dio el ejemplo para apurarlas. —Había yo ido a Zamora a asistir a mi padre, que se hallaba enfermo y quería tenerme a su lado, y dejé encargada a un compañero mi sala de mujeres en el hospital. Tardé más de un mes en volver, y toda mi clientela se había renovado. Mis enfermas se hallaban en sus casas las que habían convalecido, y en la huerta de Villa Sandin [Este nombre se suele dar al cementerio de Salamanca, por ser el del terreno en que está situado.] las que habían muerto. Como me gusta ver las cosas por mí; mismo, a la mañana siguiente del día de mi llegada me presenté, en el hospital a visitar á mis enfermas, que casi todas me eran desconocidas, y recorriendo la fila de camas llegué a aquella en que se encontraba la pobre Aspasia. Yo no la conocí al pronto. Bien es verdad que apenas la había visto media docena de veces en mi vida, cuando, asistíamos por las noches en casa de la
  • 49. 49 Celestina a hacerla la tertulia, y que ya se habían pasado algunos años desde que la vi la última vez. Me llamó tanto la atención su aspecto, y era tan distinto del de las otras enfermas, que me quedó inmóvil, contemplándola. Contaba apenas veinte años, y a pesar de los terribles estragos de la funesta enfermedad de que era, presa, su bello y expresivo semblante no había perdido nada de su encanto y distinción. Aunque la palidez que cubría su rostro podía creerse hija del mal y la postración, el óvalo perfecto de su cara, sus finas facciones, sus cejas y pestañas sumamente negras y el delicado tinte moreno que animaba un tanto su sedosa tez, la denunciaban como de pálido e interesante color. Tenía los párpados caldos, y sus pestañas, extremadamente largas, sombreaban sus hundidas mejillas. A pesar de la aparente inmovilidad de sus facciones, la contracción nerviosa de sus cejas y sus labios ligeramente entreabiertos, que dejaban ver sus blancos dientes, fuertemente apretados unos con otros, denotaban un sufrimiento interno que ella quería velar con aquel aparente reposo. Caían en torno; de su semblante los negros rizos de sus abundantes cabellos, y por bajo de la barba, sin duda para impedir que la grosera tela de la sábana rozara su rostro, asomaban las puntas de unos dedos finos y torneados, adornados de uñas largas y ovaladas, teñidas, a causa del mal, de un ligero color azulado. Me acerqué a ella, diciéndola, con interés y dulzura: —¿Sufre usted mucho? Movió, negativamente la cabeza, más sin abrir los ojos, y yo insistí diciendo: —¡Cómo! ¿No quiere usted siquiera mirarme? A estas palabras mías pintóse en su semblante una ligera expresión de dolor resignado, y abrió lentamente sus bellísimos ojos. Entonces la conocí. La mirada de aquellos ojos rasgados y negros, velados por el dolor y hundidos por la enfermedad, penetró hasta mi alma, revelándome los sufrimientos de aquella infeliz. Aquellos hermosos ojos llenos de pasión, de ternura y sentimiento, que velados por sus azulados párpados parecían brillar con eterna e inapagable llama, aquellos ojos que ni el llanto ni el dolor habían podido deslustrar, revelaban ellos solos el temple de aquel alma altiva, ardiente, amante y generosa, torturada, quebrantada, destrozada por la decepción y el sufrimiento. Sin duda reflejaba mi rostro los sentimientos, la compasión que me inspiraba la pobre Aspasia, porque después de mirarme ella un momento, me dijo: —No le conozco a usted, pero comprendo que me mira con interés y simpatía. Si hay algo que revele infaliblemente el estado de un alma desgarrada por el dolor, y que ya nada espera en esta vida, es el acento lento y apagado, llenó de tristes inflexiones, que formula un pecho herido por el dolor, y llega a nosotros en son de tierna y sentida queja. —Soy el médico de esta sala, le dije, y vengo a hacer mi visita. —¡Ah! Ya he oído que es usted muy sabio, pero su ciencia no alcanza a mi mal. —¿Quién sabe? la dije yo, tomándola el pulso y cerciorándome por él de la exactitud de su pronóstico.
  • 50. 50 Sonrióse tristemente la enferma, y repuso: —Hay dolores que matan, cubriéndose con la máscara de una enfermedad cualquiera, pero que matan infaliblemente. —¿Y usted se halla tan resignada a morir? ¡Usted, tan joven y tan bella! Al oír mis palabras, púsose aún más pálida, si esto era posible, y con voz angustiada me dijo: —¿Sabe usted, conoce usted a la desgraciada que muere en el hospital después de haber vivido en la vergüenza? Confundido yo de haberle causado aquel tormento, fatal en su estado de debilidad y excitación nerviosa, la dije con dulzura: —Sí, la conozco a usted, y la compadezco y la estimo. —Gracias, me dijo con suavidad ella. Y una lágrima de reconocimiento brilló en sus ojos. —Por eso quisiera curarla y hacerle amable la vida. — No, no; clamó con vehemencia. Ni eso es posible, ni quiero que usted lo intente. Soy tan desgraciada, tan profundamente desgraciada, que la muerte es mi única esperanza. Respetando yo el dolor y el estado de postración de la enferma, a la que mi ciencia no concedía tres días de vida, nada le dije, ni nada le pregunté, pensando con angustia y extrañeza en el fatal destino de aquella mujer tan joven, tan hermosa, tan distinguida, que había pasado su vida en una casa infame y moría en un hospital, olvidada de sus amantes de ayer y hasta de sus compañeras de degradación. Yo no sabia ni podía explicarme cómo se había hundido en el fango de la prostitución una criatura de tan alta inteligencia y sensibilidad tan exquisita, ni quién,- ni cuándo la arrastraron, a ella, tan hermosa y tan buena, al antro de corrupción en donde yo la había conocido. El vicio no pudo ser, me decía yo a mí mismo; y si fue la miseria, ¿cómo no prefirió el suicidio a la infamia esa criatura en todo tan perfecta? Por la primera vez en mi vida me puse a considerar por su lado de vergüenza y oprobio para la sociedad que la tolera, la prostitución legal de la mujer, autorizada por las leyes de todos los pueblos civilizados, y tolerada por la religión cristiana. Yo no tengo poder ni valimiento para prohibir, para cauterizar con el hierro y con el fuego esa asquerosa llaga, esa hedionda gangrena que corroe el cuerpo social; pero os prometo que en nombre de la sociedad y de la ciencia, he de perseguirla tan cruelmente que, si mi ejemplo es imitado, el mundo entero se horrorizará de sí mismo al ver denunciados diariamente por nosotros los hechos tan repugnantes, tan monstruosos, tan horribles, tan sacrílegos, que a la sombra de la prostitución legal de la mujer se amparan. Hablaba Benavides con tanto calor y vehemencia, que yo no me atrevía a interrumpirle, por más que ardiera en deseos de saber los detalles de la muerte de Aspasia; por fin le dije: —¿Y es el proceso intentado contra Celestina, tu primera denuncia y tu primera persecución? —Sí: las memorias de Aspasia me han revelado el inicuo proceder de esa mujer, y la he denunciado al tribunal. —¿Son verdaderamente dignas de atención esas memorias?
  • 51. 51 —Son lo mejor, lo único que se ha escrito, que se puede escribir sobre tal asunto; y yo creo, aunque entiendo poco de literatura, que si se publican, conmoverán a toda España. —Pero ¿podrían publicarse sin riesgo? Ya ves que la materia es delicada. —Ya lo veo, y no sé qué decirte. La pluma que ha escrito esa obra, aunque ingeniosa, era una pluma femenina, y... no desciende nunca a ciertas torpezas. En las memorias de Aspasia, que son un poema de dolor y sentimiento, un libro horrible y bello a la vez, se reproduce un fenómeno ya más veces observado en los fastos de la literatura femenina. Y es que la intuición sola lleve a una mujer, no solo a desentrañar los más hondos misterios psicológicos, sino a elevarse a las más sutiles deducciones metafísicas. —¿Y no podré yo leer esas memorias, de las que me haces tan cumplido elogio? —Sí, quiero que las leas; y tú, que eres escritor y crítico, que me digas francamente si pueden publicarse. —¿Estás tú autorizado para ello? —Las memorias son mías. Aspasia me las dio pocos momentos antes de morir, como en recompensa de los cuidados o interés que había tenido con ella; y yo, publicándolas, quisiera arrancar del olvido las desgracias de esa mujer tan digna y víctima inocente de nuestros vicios, y mostrar al mundo, en la pintura sincera y fiel que ella hace de sus desdichas, un ejemplo de su egoísmo, de su bajeza y de la ineficacia de sus leyes para proteger al desvalido. Hablando así, se levantó, y sacando de uno de los estantes un legajo de papeles, los puso en mis manos, diciéndome: —Toma y lee con atención y cuidado, que no recorrerás muchas páginas sin verter una lágrima por la infeliz autora de ese libro inmortal, a la que el mundo dejó vivir en la vergüenza y morir en la miseria. Yo leí con avidez aquel importante manuscrito, y sin alterar en él ni una coma, lo publico hoy, seguro de que causará en el ánimo de todos los lectores la profunda impresión que ha dejado en el mío. FIN DE LA INTRODUCCIÓN.
  • 53. 53 PRIMERA PARTE. DESDICHA. I. Hoy que la tierra es ya para mí una morada que en breve he de abandonar; hoy que ya nada espero, ni temo, del mundo o de los hombres, hoy quiero emplear los días que aún Dios me conceda de existencia, en evocar uno por uno todos los acontecimientos de mi vida, por ver si encuentro en mí misma la causa de que el cielo me destinase a ser tan desgraciada; por ver si yo, que nada espero ya de las felicidades de los hombres, puedo por mis dolores, sufridos a veces con impaciencia, mas siempre con valor, esperar algo de los goces de Dios, y elevar hasta él mi alma, ya que mi pobre cuerpo no lavara nunca las manchas que le cubren. Tal vez el valor, tal vez la vida me falten antes de terminar mi trabajo. ¿Qué importa, si estas pobres páginas, triste recreo de mi agonizante vida, con ella acabarán, y con ella irán á morir en el polvo del olvido?...
  • 54. 54 II. El día 22 de Julio, día que la Iglesia dedica a Santa María Magdalena, nací yo en la ciudad de Salamanca, de la que era natural mi madre, y a la que había venido a esperar el alumbramiento de su primera y única hija. Mi padre, que era empleado del Gobierno, y que apenas hacia un año que se había unido a ella, no pudiendo abandonar el puesto que su destino en Burgos le señalaba, y condescendiendo con los deseos de mi madre, que quiso venir a darme a luz al lado de la suya, la dejó partir a Salamanca, aunque sintiendo separarse de ella en tales momentos, anhelando el instante, de todos tan esperado y temido, en que una joven esposa da al mundo su primer hijo. El primer cuidado de mi madre, después que se mitigó su sufrimiento, fue mandar que noticiaran a su esposo que yo había nacido, y que me llamaba María Magdalena, puesto que vine al mundo en el día de esta santa penitente. A pesar de haber nacido en Salamanca, como ya dejo dicho, habiendo salido de ella cuando apenas contaba dos meses de existencia, y muriendo poco después mi abuela, pasóse mi infancia sin volver á mi ciudad natal, mas profesándola yo una gran predilección sobre todas las otras que los continuos cambios en el destino de mi padre me hicieron desde niña recorrer; predilección hija en su mayor parte del cariño que mi madre la profesaba y que desde mi más corta edad se esmeró en inspirarme. Era yo desde niña bastante adusta, por no decir melancólica, y mi madre que, por el contrario, era viva, insinuante, alegre y un tanto frívola, me reprendía diariamente por mi falta de alegría y expansión, que ella achacaba a caprichos de la niñez. No así mi padre, que comprendiendo mi carácter reflexivo y melancólico, y la extremada susceptibilidad de mis sentimientos, solía decirme con cariñosa tristeza: —¡Cuánto tienes que sufrir y vencerte, hija mía, para vivir en el mundo! Estas palabras oprimían tristemente mi corazón, aun cuando entonces no me era dado comprender su sentido verdadero, y al recordarlas ahora me parece que encerraban para mí un doloroso presagio. Pasaban, cuál siempre pasan, fugaces los años de mi niñez, dándome mis padres una educación bastante esmerada, si se atiende a su tan poco estable fortuna, que dependía únicamente del acaso, fortuito que sostenía a mi padre en un empleó medianamente lucrativo. A esta educación, por lo regular frívola para la mayor parte de las mujeres; mi amor á la lectura y mi anhelo de saber, casi extraño en mi edad y mucho más en mi sexo, añadieron algunos elementos enteramente ajenos á la educación que se da a la mayoría de las mujeres, y que desarrollaron mi inteligencia, haciendo nacer en mí una propensión irresistible a la meditación y al estudio. Mi madre, que se preocupaba mucho de las consideraciones sociales, y que sabía, que el mundo, no solo admite al individuo según su posición, sino según el tono con que él esta misma posición ocupa, no queriendo desmerecer en las sociedades que frecuentaba, sacrificaba su porvenir al vano orgullo de seguirla corriente de un mundo disipado o imprevisor y quemar su granito de incienso en aras de la ostentación y el fausto. Mi padre, no solo no se oponía esto, sino que poco más, poco monos, pensaba y obraba lo mismo, sin recordar uno ni otro que tal vez algún día su hija, a la que acostumbraban a una vida de lujo y
  • 55. 55 disipación, se hallara sola y miserable en aquel mundo que ellos veían tan alegre y divertido. Desde muy niña fui yo notada entre las amigas con quienes compartía mis infantiles juegos, por mi carácter casi alocado, que me hacia a veces intratable, y a veces la más amable y risueña de todas. Mi genio dominante y altanero, al que tenían que sucumbir, me enajenaba muchas veces sus simpatías, así como mi franqueza y generosidad volvían á conquistármelas. Yo poseía en alto, grado el don de hacerme amable a los ojos de u n a p e r s o n a que me agradara; pero al mismo tiempo no sabia ocultar mi aversión a la que me era antipática. Causábanme instintivo, disgusto las caricias que los hombres prodigan, con demasiada insistencia a veces, a las niñas de corta edad, y con tanto tesón y constancia las rechazaba, que llegó a hacerse proverbial entre los amigos que frecuentaban mi casa el dicho de que yo seria con el tiempo otra segunda y cruel Diana. Los años, al par que mi inteligencia y mis facultades físicas, desarrollaban también los sentimientos de mi corazón, haciéndome experimentar, niña y candida aún, vagas y tiernas aspiraciones, que yo ni sabía ni podía definir, súbitos e infundados temores, dulces esperanzas, pasajeras y ardientes enajenaciones que parecían querer iniciarme en futuros y desconocidos goces. Todo esto que de numisma voy diciendo, aunque indeterminado y vago, quizá ni lo recordaría sin la facultad que desde muy pronto adquirí de hacerme palpable por medio de la reflexión y la comparación todo lo que en la existencia me parecía anómalo y misterioso, y que naturalmente me llevó a estudiarme a mi misma, siguiendo paso a paso el desarrollo de mis ideas y sentimientos. Apenas contaba trece años, cuando un acontecimiento tan imprevisto como desgraciado, rompiendo el equilibrio de mi existencia, introdujo en mi alma con la primera pena el gormen del dolor, que había de ser en ella eterno e incurable. Una apoplejía fulminante llevó a mi padre al sepulcro, cuando su robusta y joven constitución parecía presagiarle largos años de existencia, dejándonos a mi madre y a mí sumidas en el dolor y el abandono, y viendo sin vida al ser en quien reposaban nuestra dicha y nuestra existencia.
  • 56. 56 III. Pasados los primeros trasportes del dolor, y después de cumplir con todos los deberes sociales, tanto respecto a mi difunto padre como a nosotras mismas, viendo que aparte de los utensilios de casa, las ropas de nuestro uso y algunas alhajas, nada, absolutamente nada poseíamos, ni teníamos pariente alguno á quien implorar, mi madre y yo nos miramos una á la otra, y al recuerdo de aquel cuya inmensa pérdida ahora de nuevo principiábamos a comprender, prorrumpimos en amargo ó inconsolable llanto. Mi madre ¡mi pobre madre! que tanto se preocupaba de las consideraciones sociales, temblaba el momento en que nuestra pobreza, dándose a conocer, arrojara de nuestra casa a los amigos que procuraban, con su constante asistencia a ella, templar nuestro amargo dolor, e incapaz de tomar resolución alguna, veía desaparecer poco a poco nuestros escasos recursos. Una noche que nos hallábamos solas, le dije: —Mamá ¿no seria mejor que nos fuéramos a Salamanca, donde las dos hemos nacido, y donde si no me engaño, conservas la casa que mi abuelita te dejó al morir? Al oír mis palabras, quedóse pensativa un momento; y volviéndose a mí, me contestó: —¿Y no será un nuevo gasto para nosotras ese viaje? —Sí; pero escucha: tú temes y te avergüenzas de vender ninguno de nuestros efectos, porque no se publique nuestra miseria. Si nos marcháramos, a nadie extrañaría que vendiéramos todo cuanto poseemos y hasta nuestros vestidos, pues el luto nos imposibilita gastarlos ahora; con este dinero haríamos el viaje, y en Salamanca, viviendo con mucha economía, y esperando en Dios, quizá no lo pasáramos tan mal. —Ea, pues si tú te resuelves y lo has pensado tan bien, yo lo anunciaré mañana a nuestros amigos, y principiaremos desde luego a prepararnos a marchar. Mi madre tenía la fragilidad de consultarlo todo con los que ella llamaba sus amigos, y a los que iniciaba tanto en sus dolores como en sus alegrías, y si no les daba parte también de nuestra ruina, era por el temor de que cercenaran sus visitas. ¡Extraña contradicción que la hacia poner su confianza en personas á las que juzgaba ella misma, y quizá sin equivocarse, tan bajamente! Tres meses después de morir mi padre, partimos mi madre y yo para Salamanca, y este viaje, que en cualquiera otra ocasión nos hubiera sido a ambas tan agradable, llenaba nuestras almas de amargura, al recordar el triste acontecimiento que lo había motivado, aumentando si era posible nuestro natural dolor. A la caída de una tarde fría y nebulosa, pues nos hallábamos a mediados de Noviembre, nuestros ojos, que anhelantes devoraban el espacio, descubrieron a lo lejos los pardos y sombríos torreones de nuestra querida Salamanca. Mi primera impresión al descubrir aquella ciudad tan triste, oscura y solitaria, perezosamente adormida a la orilla del melancólico Tormes, que baña sus ruinosas murallas, fue tan dolorosa, que se oprimió fuertemente mi corazón, cual si un genio maléfico me hubiera revelado todos los sufrimientos que bajo aquellos sombríos muros habían de triturar mi alma.
  • 57. 57 Pasada aquella primera e involuntaria impresión, y después que mis ojos se hubieron paseado por las pardas laderas del Tormes, que corría monótono y lento, reflejando en sus aguas el encapotado cielo, después de ir mirando una á una aquellas casas estrechas y tristes, cuyos verdosos tejados denunciaban la crudeza del clima, después de cruzar sus angostas y tortuosas calles, pésimamente empedradas, y donde aún existían las huellas de su pasado esplendor; ora en una magnífica y aislada portada, ora en un viejo paredón derruido, ora en alguna almena o torre solitaria; después de contemplar con tanta admiración como asombro los grandiosos monumentos que aún conserva, apoderóse de mi alma un sentimiento de dulce y melancólica tristeza, pareciéndome que aquel recinto tan severo y misterioso, armonizaba con mis pensamientos y daba compañía a mi dolor. Mi pobre madre, afectada también con los recuerdos que la vista de Salamanca suscitaba en su ánimo, guardaba profundo silencio, viéndola yo que frecuentemente se enjugaba los ojos. Nada hay que pase más pesado, lento y monótono, que la existencia de dos pobres criaturas como nosotras, que sin abandonarse ya a grandes arrebatos de dolor, ni con fuerzas tampoco para del todo sacudirlo, nos dejábamos dominar de él sin el menor esfuerzo, pasando los días silenciosas o inmóviles y sin atrevernos siquiera a pensar en nuestro porvenir. A pesar de la viveza de carácter que distinguía a mi madre, la habían afectado tan rudamente la pérdida de su esposo, y el súbito cambio operado en su posición y en su fortuna, que yo la veía por instantes desfallecer y aniquilarse, presa de una invencible pasión de ánimo. ¡No recordaba que al dejarse morir por no luchar con el dolor y la miseria, me dejaba a mí sola en el mundo y expuesta a toda clase de peligros y desgracias! Al llegar a Salamanca, fuimos a instalarnos en la casa, que, como dejo dicho, poseía mi madre, heredada de su familia. En la primera época, algunas personas relacionadas con ella, procuraron consolarnos y hacernos compañía; mas como mi madre había perdido por completo su festivo y amable carácter, y yo no era más que una niña, nuestro trato debió parecerles tan fastidioso y triste, que poco a poco fueron dejando de visitarnos; con tanto más motivo, cuanto que nosotras jamás nos habíamos presentado en sus casas, y las visitas, como todo lo de este mundo, solo se sostienen por el interés y la reciprocidad. A los pocos meses de nuestra estancia en Salamanca, agotados a pesar de nuestra economía todos nuestros recursos, pensó mi madre en vender la casa, único bien que poseíamos. De veras que á los ojos de los que estén acostumbrados a subsistir toda su vida del trabajo de sus manos, será un hecho vituperable e indigno de perdón, el que nosotras verificábamos al ver acercarse la hora de nuestra total ruina, sin procurar hacer nada para detenerla. Pero si se reflexiona que yo no tenía más que trece años, y que mi madre, aunque joven, se hallaba enferma y abatida, víctima de su educación y sus costumbres, no pudiendo soportar ni aun la idea de sujetarse al trabajo, a la servidumbre, tal vez se convierta en lástima y conmiseración el sentimiento de reproche que al pronto inspire nuestra inercia. La casa, a más de no ser nada notable, a pesar de su extensión, y estar situada en un barrio excéntrico, se hallaba medio ruinosa, y como la necesidad se nos iba haciendo muy apremiante, la vendimos por lo que quisieron darnos por
  • 58. 58 ella. Jamás olvidaré el dolor de mi madre al recoger aquella cantidad, ni la expresión de amargura con que me dijo al guardarla: —Con esto tendremos para vivir tres años. Vendida la casa, alquilamos para mi madre y para mí unas habitaciones en un edificio que había sido colegio según creo, y en él que vivían reunidas una porción de familias miserables, que tenían como nosotras que sacrificar el bienestar y la independencia al módico precio por el cual allí se daba habitación. ¡Cuántos días pasamos mi madre y yo en aquella desmantelada sala, desde la que solo se veía el sol cuando reflejaba en la pared frontera, siendo preciso sacar la cabeza por la ventana, para contemplar un pequeño espacio de cielo, simétricamente cortado por las altas paredes del cuadrilongo patio! Desde que habitábamos aquella triste vivienda, nos habíamos aislado enteramente del mundo, y solo una pobre mujer, que iba a ayudarnos en nuestros quehaceres domésticos, era la única persona que penetraba en nuestra casa. Los demás vecinos, o bien por respetar nuestro aislamiento, o bien porque les fuera indiferente, si no enojoso, el trato con personas, que si bien de otra educación que ellos, la miseria las ponía en su contacto, nada hicieron por intimarse con nosotras, y nosotras igualmente casi rehuíamos sus saludos. He aquí cuál era nuestra vida en aquella casa, cuya falta de espacio y alegría nos hacía las horas más tristes, largas y pesadas. Mi madre salía temprano a oír misa, pasándose en el templo largas horas, después de las cuales, yo la veía volver más triste y abatida, entregada lo restante del día al silencio y la meditación, y la noche atormentada por dolorosos insomnios. Yo apenas salía de casa, y en el rincón más oscuro de ella permanecía agobiada de dolor todo el tiempo que podía sustraerme a las miradas de mi madre, rogando a Dios, con todo el fervor de que era capaz mi alma ardiente y pura, nos tendiera una mirada compasiva. Era la estación de verano, y a la hora del crepúsculo salíamos mi madre y yo a darnos un ligero paseo por algún sitio solitario, aspirando con avidez el puro y balsámico ambiente de los campos y la pura brisa del río, que ensanchaban nuestros oprimidos corazones. Con el luto, me había yo empezado a despojar de mis atavíos de niña, y a pesar de que aún no contaba catorce años, mi elevada estatura, atendiendo a la edad, y el precoz desarrollo de mi persona, me permitían figurar al lado de mi madre como una completa señorita, no pudiendo ella contener el llanto, cada vez que a la hora del paseo me veía envolver mis hombros en un mezquino pañuelo negro de lana, y echar sobre mi cabeza un ligero velo, bajo el cual ocultaba yo siempre mi semblante. Mi madre pensaba sin duda, al verme tan pobremente equipada, en los variados y elegantes trajes que yo podría lucir, si viviendo mi padre no se hubiera operado tan terrible cambio en nuestra fortuna, y en lo feliz que se sentiría ella al llevar a su lado a su querida hija, viéndola competir en gracia y elegancia con todas sus compañeras y principiando ya a alcanzar los aplausos del mundo. Cuando recuerdo esta época de mi vida ¡tan triste! mas sin embargo, tan pura aún para mí, y pienso que mi madre, que me veía crecer a su lado, que nada esperaba del mundo, ni para mí, ni para ella, no buscó un recurso cualquiera,
  • 59. 59 por más penoso que fuera, que nos rescatara de la miseria á ambas, y a mí del oprobio ¡Dios mío!... casi siento impulsos de acusarla... En nuestro número de escaseces contaba en primer término la de la instrucción, pues nuestros libros fueron vendidos como nuestros muebles, ropas y alhajas, quedándonos únicamente un libro de oraciones lujosamente encuadernado, que pertenecía á mi madre, y mi querido Quijote, que yo había sustraído a l a venta. Aquel precioso libro, que en tiempos más felices excitaba en mi madre y en mí tan alegres carcajadas, con sus graciosísimas y maravillosas aventuras, al leerlo ahora con el alma llena de dolor y el corazón oprimido por tristes presentimientos, hallaba ocultos en él mil pensamientos profundos y filosóficos que hasta entonces jamás descubrí, y en sus eternos y siempre oportunos chistes, un fondo de resignada y meditativa tristeza. Aquel libro, mi único amigo, mi único consuelo, brindábame en sus páginas tan sabias lecciones, que yo lo leía con creciente fe, hallando siempre en él algún nuevo y delicado pensamiento que fortificaba mi espíritu y daba sabroso pasto a mi imaginación.
  • 60. 60 IV. ¡Ay! este asomo de tranquilidad, muy parecido en nuestra dolorosa existencia al momentáneo alivio que proporciona el opio a un infeliz, víctima de una enfermedad aguda y mortal, vióse bien pronto destruido, y mi pobre alma sumida en nuevas angustias y dolores, que la hicieron hallar apacible, casi risueña, aquella corta tregua, en que mi sufrir, aunque lento, menos agudo, monos punzante, menos inmediato, me dejaba lugar, no para abrir mi alma á la esperanza, para medir la profundidad de nuestra desventura. Con los primeros fríos del otoño, postróse en el lecho mi madre, cuya salud estaba muy decaída, agravando su postración la zozobra que le causaba nuestro triste porvenir. Con el mal se había puesto mi madre tan impertinente, que probaba cien veces al día mi paciencia con sus quejas continuadas, sus recriminaciones y arrebatos de dolor. Al instalarnos en aquella pobre casa, mi madre había señalado una cantidad mezquina y fija para nuestro gasto diario, alcanzando apenas, como ya dejo dicho, nuestros recursos a sustentarnos por tres años. A los pocos días de enfermedad, principió mi madre a perder el apetito y mostrar repugnancia por los pobres manjares que componían nuestro alimento. Yo me esforzaba en aderezarlos del mejor modo posible; y con los ojos preñados de lágrimas, más afectando para animarla un cariñoso y festivo acento, la invitaba a que tomase aquel pobre manjar, al que todos mis afanes no habían podido dar la suculencia de que carecía. Todo era en vano: mi madre empeoraba de día en día, y con la enfermedad, se acrecentaban su irritación nerviosa y su inapetencia. Una tarde: aun ahora sufro el recordarlo; en todo el día había querido mi madre probar bocado, y la fiebre la atacaba con más fuerza. Cansada de importunarla, me había sentado junto a su cabecera sin saber qué hacer de mí misma, cuando fijando sus ojos en los míos, brillantes de calentura y animados de una expresión terrible, me dijo con amargo e irritado acento: —¿Vas a dejarme morir de necesidad, sin darme más que esos repugnantes alimentos? Al escuchar estas palabras, saltó de la silla, cual si me hubieran arrojado de ella, horrorizada a la idea de que mi madre pudiera figurarse que yo, por egoísmo o indolencia, no buscaba los medios de aliviarla. Desde aquel día, y triplicando nuestros gastos, proporcioné a mi madre todos cuantos antojos su enfermedad la sugería, sin querer pensar en el momento en que agotados aquellos recursos, tuviera que dejarla morir y morirme yo con ella. También hubiera yo querido llamar a un médico, que arrancando a mi madre de la enfermedad, nos permitiera algún alivio y esperanza; más ella se negó obstinadamente, no sé si porque no se hiciera más pública nuestra miseria, o porque su ánimo impaciente y agitado con su enfermedad y nuestros infortunios la hacia caer en perjudiciales aberraciones, a las que yo no podía oponerme, si quería verla algo tranquila. ¡Qué días al lado de mí madre, que solo salía de su pesada inmovilidad para llorar, impacientarse o dirigirme alguna amarga queja que desgarraba mi corazón!
  • 61. 61 ¡Qué noches, en las que figurándome a cada instante que se agravaba su mal, permanecía al lado de su cama, con los ojos fijos en su lívido semblante y casi embotada por el frió y el insomnio! Un invierno crudo y largo, cual lo es siempre el de Salamanca, acabó de quebrantar la débil salud de mi madre, y yo que esperaba ansiosa la primavera, creyendo que su purificador ambiente la daría fuerzas para sacudir su postración, vi pasar Abril, Mayo, Junio, no solo sin que mi madre se aliviase, sino agravándose por momentos su mal, que para mí principiaba a tomar un siniestro carácter. También nuestros recursos se iban agotando, y yo, que no me atrevía a comunicar a mi madre mis inquietudes, pues el más pequeño disgusto exaltaba su débil cabeza, causándola peligrosas y fuertes crisis, sentía impulsos de pedirle a Dios me llevara del mundo, puesto que ni con mi vida podía devolver la salud a mi madre. Pasaron Julio, Agosto, Septiembre: cada día de estos meses tan pesados y calorosos, iba arrojando sobre mi corazón un dolor más horrible y sombrío, borrando por completo las débiles ráfagas de esperanza que alumbraban fugazmente mi alma dolorida. Y en este abismo de negros sufrimientos, viendo en torno de mí la desolación, la miseria, la muerte y sin atreverme a fijar mi vista y mí pensamiento en el porvenir que me aguardaba, toqué en la época más feliz y anhelada de la vida de la mujer. En esa época en que niña aún, por su candidez e inexperiencia, y mujer ya, por su corazón y el desarrollo de sus facultades, ve surgir ante su vista todo un mundo de dichas e ilusiones, en el que su alma, sedienta de ternura, se lanza en pos de esos aéreos goces, tan puros y codiciados, que encantan la primera juventud de la mujer. ¡Y yo, pobre desgraciada, arrostraba mi terrible vida junto al lecho de mi madre moribunda, con el dolor por patrimonio y la miseria y el abandono por única herencia! Cansada de rogar a Dios, ya nada le pedía, y únicamente pensaba algunas veces, que, si mi madre llegaba a morir, y yo, sola en el mundo, veía concluirse mis recursos, me dejaría morir también, y quizá en otra morada más dichosa iría a encontrarla. A fuerza de sufrir, a fuerza de llorar, mi corazón parecía haberse aniquilado, y gastados en mí los resortes del sentimiento, yacía aletargada en fría insensibilidad. ¡Con cuánta violencia principió a sufrir de nuevo, el día en que el terrible estado de mi madre me reveló su cercana muerte!... ¡Su muerte, en la que yo había á veces pensado; mas en la que nunca creí!... ¡Su muerte, que me dejaba sola, enteramente sola, en el mundo!... Loca de dolor, mandó al punto llamar un módico, culpándome a mí sola de la persistencia con que mi madre se había negado siempre a aquella determinación. ¡Con qué ansiedad, con qué angustia esperó su terrible fallo!... ¡Con qué serenidad, con qué tranquilo acento lo pronunció él!... ¡Mi madre, mi pobre madre, estaba herida de muerte!... Ser yo su hija, verla morir ¡morir siendo mi único amparo! ¿y no poder salvarla a costa de mi propia vida?... A los tres días de asistir el médico al ir yo a dar dinero a nuestra asistenta para
  • 62. 62 comprar una medicina que había recetado, me encontré con que agotado por completo nuestro pequeño caudal, ni restaba de él la cantidad suficiente para pagar aquel medicamento que quizá aliviaría a mi pobre madre. Casi sin sentido, al ver agolparse sobre mí tantas y tan terribles desgracias, me dejó caer sobre una silla sin saber qué partido tomar, y al cubrirme el rostro con las manos, llena de dolor, mis dedos tropezaron en unos pequeños zarcillos de oro, que me servían de pendientes. Me levanté precipitadamente, y quitándomelos, se los di a la mujer aquella con la receta y un vaso, diciéndola hiciera el favor de vendérmelos y de su importe pagara la medicina. Desde aquel día mi pobre casa, cual si estuviera entregada al saqueo, fue despojada de todos sus muebles, cuyo pequeño importe veía yo consumirse casi instantáneamente. El estado de mi madre era cada día más peligroso, y el médico se vio en la necesidad de decirme a mí misma que mi madre se moría y que era necesario pensara en disponerse a tan terrible trance. ¿Y cómo iba yo a hacer a mi madre esta triste proposición? Acerquéme a su lecho paso a paso y temblando, e inclinándome a ella, le dije con ahogado acento: —Mamá ¿cómo te sientes? Volvió un poco el rostro hacia mí, y después de un penoso esfuerzo, me contestó: —¡Ay Magdalena!... ¡yo me muero!... —¿Qué te ha dicho el médico? —Nada; pero yo me siento muy mala, muy mala. Al oír su voz débil y llena de fatiga, al ver su rostro casi cadavérico y su apagada mirada, sin poder por más tiempo contenerme, yo, que delante de mi madre ocultaba siempre mis congojas, dejé caer la cabeza sobre su misma almohada sollozando amargamente. —¡Hija mía!... ¡Magdalena!... me dijo mi madre, procurando aproximar al mío su rostro moribundo. —¡Mamá!... ¡mamá!... ¡no te mueras!... ¡no te mueras, por Dios!... grité yo, fuera de mí y arrojándome a su cuello. Quedóse casi muerta en mis brazos, en fuerza de su dolor, y yo, reprimiendo el mió, me esforcé en volverla á la vida con mis besos y mis lágrimas. Cuando la vi más serena, con voz tranquila y resignada, la participé la orden del médico, y ella, mirándome con dolor, me dijo: —Magdalena, no pidas a Dios mi vida, ruégale solo que me lleve a sí, para que pueda velar por la hija que dejo sola y abandonada en este pobre mundo. ¡Ay madre mía! si es de veras que me ves, que me oyes, ¡cuánto habrás sufrido al ver siempre en aumento las desgracias de tu pobre Magdalena! Aquella corta y dolorosa conversación fue la última que con mi madre tuve. A poco rato el cura de aquella feligresía, avisado oportunamente, se presentó a mi madre, y dejándola yo con él, me salí fuera a dar un momento expansión a la pena que me devoraba. En la noche de aquel día recibió mi madre ¡bien pobremente, Dios mío! todos los auxilios espirituales, y el penoso esfuerzo que tuvo que hacer para soportar aquellos actos tan imponentes y dolorosos, dejóla tan postrada, que casi podía decirse no era más que un cadáver.