El documento discute cómo los niños que pegan lo hacen porque no se sienten amados y necesitan atención. Los niños no nacen agresivos, sino que reaccionan a su entorno. Cuando un niño no recibe el amor y cuidado que necesita, se desespera y puede reaccionar pegando u otros comportamientos para llamar la atención. Los adultos a menudo castigan este comportamiento, lo que deja al niño más solo. Para que un niño deje de pegar, necesita sentirse amado y tener la atención que demanda a
Heinsohn Privacidad y Ciberseguridad para el sector educativo
Niños que pegan, niños que no se sienten amados
1. Niños que pegan, niños que no se sienten amados
Es necesario que nos pongamos en su piel, la de unas criaturas
que no consiguen comunicar con palabras comprensibles a
nuestros oídos que no reciben lo que necesitan. Ofrecerles
tiempo y el calor de nuestros brazos es la tarea pendiente.
Los niños no nacen agresivos. Los niños no son naturalmente violentos, ni maleducados,
ni coléricos ni irrespetuosos. Tampoco es verdad que los niños sean más agresivos que
las niñas, ni que haya edades en que sea "normal" que se relacionen violentamente con
los demás. No. Sencillamente todos los niños pequeños reaccionan a su entorno en un
modo semejante a como han sido y son tratados.
El tema de la agresividad es difícil de abordar, en primer lugar porque cada uno de los
adultos tenemos niveles de tolerancia muy diferentes respecto a las actitudes
provocadoras de los demás. Lo que un individuo considera irrespetuoso otro piensa que
es una nimiedad, ya que depende de las experiencias vitales de cada uno. Sin embargo,
tomaremos el concepto de violencia cuando un niño lastima a otro. El daño puede ser
provocado a través de golpes o insultos, aunque también habrá que tomar en cuenta los
ataques menos visibles, como la humillación, el desprecio o la indiferencia, modos más
sutiles, pero no menos desestabilizadores, que terminan igualmente hiriendo al otro.
¿Qué es lo que provoca que un niño necesite golpear o lastimar a otro? La
desesperación. La exasperación por ser amado y tenido en cuenta según sus
necesidades bien personales. ¿Acaso el niño pegador es aquél que no es amado? En
realidad, sus padres lo aman, pero él no se siente amado, que son dos cosas muy
distintas. Antes de desestimar estas ideas y de defendernos a nosotros mismos
vociferando que sí amamos a nuestros hijos, hagamos un esfuerzo por pensar este amor,
este vínculo que nos une, desde el punto de vista del niño pequeño.
Imaginar sus emociones
Situarnos en el lugar del otro es muy complejo, sobre todo porque en estos casos no
tenemos recuerdos conscientes de cómo era vivir en el cuerpo de un bebé. Tendremos
que imaginarnos sin ninguna autonomía, sin lenguaje verbal para explicar lo que
necesitamos, absolutamente dependientes de los cuidados maternos, con hambre por
momentos, con miedo en otros, con ansiedad, con impulsos vitales de supervivencia que
no podemos manejar.
Cuando somos bebés y niños pequeños esperamos recibir los cuidados y el confort físico
y afectivo que nos resultan indispensables para sentirnos bien. Tenemos la experiencia
2. reciente de la vida intrauterina, por lo tanto es totalmente lógico que pretendamos cierto
nivel de bienestar.
Pero cuando no lo obtenemos, cuando la espera duele, cuando el hambre aumenta hasta
convertirse en sufrimiento, cuando la soledad lastima, cuando lloramos sin que nadie
acuda, cuando el cuerpo está flotando en un vacío desgarrador, cuando nadie nos toca ni
nos acaricia, cuando no somos acunados ni escuchamos melodías susurrantes; aparece
la desesperación por obtener los cuidados mínimos y necesarios para sentirnos bien, es
decir, para desarrollarnos saludablemente y crecer. Entonces reaccionamos. Hacemos lo
que podemos con nuestros magros recursos. Pedimos auxilio a gritos. Escupimos.
Mordemos. Pegamos. Incluso si sólo tenemos seis meses y todavía no somos capaces de
desplazarnos por nuestros propios medios.
El castigo es la soledad
¿Qué sucede luego? Algo bastante peor de lo que esperábamos. Los adultos a su vez
reaccionan a causa de nuestras conductas desesperadas, enfadándose y dejándonos
cada vez más aislados. Nos acusan de ser niños malos, egoístas o maleducados. Nos
castigan. Nos quitan lo poco que habíamos obtenido. Nos dejan aún más solos. Nos
obligan a permanecer en nuestras habitaciones en medio de un silencio devorador.
Algunas veces incluso nos pegan, pero la paliza no nos duele tanto como la soledad.
Finalmente nos damos cuenta de que nadie ha escuchado nuestros reclamos, que
estamos solos y perdidos. Que somos demasiado pequeños. Que no contamos con otras
herramientas, y que simplemente tenemos la certeza, de un modo visceral, que no
obtenemos aquello que necesitamos. No sabemos qué hacer. La exasperación por recibir
cuidados amorosos nos enloquece, nos ciega, nos llena de furia y de impotencia.
Entonces surge de nuestras entrañas la necesidad de pegar aún más fuerte, más
velozmente y más inteligentemente. Necesitamos afinar nuestras estrategias. Si no
pegamos, si no expresamos vitalmente esto que nos pasa, moriremos en el vacío de
nuestra soledad. Es lo único que podemos hacer, incluso si sabemos que luego seremos
cada vez más brutalmente castigados.
Con el tiempo vamos aprendiendo que, dentro del castigo, al menos logramos tener una
existencia plena y concreta en las emociones de los adultos que nos crían. Cuando nos
castigan, nos ven. Estamos presentes. Tenemos una entidad, aunque sea dentro del
enfado de los mayores. Nos hablan, nos gritan, nos acusan; es verdad. Pero en esas
circunstancias estamos existiendo para ellos, y esa existencia es motivo suficiente para
saber que en la medida que sigamos golpeando, pegando o dando patadas, estamos
presentes en el interés de los adultos. No es un amor amoroso pero es amor. Para
confirmarlo, alguna vez dejamos de pegar, constatando que inmediatamente
desaparecemos a los ojos del adulto. Luego volvemos a pegar y, mágicamente, volvemos
a existir. Ya no caben dudas, es la mejor manera que hemos encontrado para ser tenidos
en cuenta.
Una revisión sincera de prioridades
Pensándolo así, desde el punto de vista de los adultos, ¿vale la pena castigar a un niño
que pega? ¿Sirve imponerle una penitencia? ¿Da resultados que lo sometamos a largos
discursos sobre la buena educación? Ahora bien, ¿acaso es pertinente no hacer nada,
3. suponiendo que va a madurar solo y que aprenderá con el tiempo? No. Ni lo uno ni lo
otro. Porque en ambos casos el niño permanece solo y, en consecuencia, cada vez más
desesperado por obtener la mirada, comprensión y presencia. No modificaremos sus
actitudes si lo aislamos o abandonamos.
¿Qué hacemos entonces? Pues estaremos obligados a reconocer cuántas veces el bebé
o el niño pequeño nos ha pedido presencia y no hemos sido capaces de responder.
Tendremos que constatar y tomar en cuenta los pedidos de presencia, de tiempo, de
observación, de quietud o de silencio que el niño ha demandado sin éxito. Será necesario
revisar dónde hemos puesto nuestras prioridades, cuáles son las situaciones que
atendemos en primer lugar, cada día, cada noche, cada sábado, cada domingo, cada
mañana, cada tarde, cada instante de nuestra vida. La tarea será sincerarse, y en lugar
de echar la culpa a algo o a alguien, tratar de ver qué es lo que sí estamos en condiciones
de ofrecer.
Un ejercicio interesante y revelador es escribir una lista de tareas. Habitualmente no
dejamos de responder los correos electrónicos ni los mensajes de texto del móvil. Para la
mayoría de los adultos el trabajo es una prioridad, y es lógico que así sea. El secreto es
constatar si cuando regresamos a casa el trabajo sigue siendo nuestra prioridad, o si
somos capaces de desplazar ese interés a las demandas y requerimientos del niño
pequeño. Será útil revisar la lista de obligaciones diarias que asumimos y ver si algunas
de ellas son delegables. Si alguien nos puede ayudar, no cuidando del niño, sino
haciéndose cargo de algunas tareas cotidianas que nos quitan tiempo y disponibilidad
para nuestros hijos.
Recuperar su confianza
Todo niño pegador necesita ser más abrazado que antes. Todo niño agresivo necesita el
calor de un cuerpo acogedor sabiendo que tiene permiso para permanecer allí,
acurrucado, todo el tiempo que desee. ¿Hasta cuándo? Hasta que confíe en que no lo
volveremos a abandonar. Hasta que constate una y otra vez que cuenta con nosotros,
que no hay nada en el mundo que nos importe más que su bienestar. ¿Y cuánto tiempo
puede durar eso? Un año, dos, cinco, diez, toda la vida... Depende.
¿Qué podemos hacer cuando comprendemos que el niño pide más presencia y cuidados
de los que somos capaces de prodigar? Hablemos. Seamos honestos. Relatemos
nuestras dificultades. Y luego busquemos sustitutos. En lugar de desmerecer lo que nos
solicitan, reconozcamos que tienen necesidades especiales, que nosotros no somos
capaces de responder según sus expectativas, pero que estamos en condiciones de pedir
ayuda para satisfacerlos. Si estamos discapacitados afectivamente o contamos con pocos
recursos emocionales, asumamos que ellos merecen, como mínimo, la explicación
pertinente y modos posibles de resarcirse.
Consecuencias para el futuro
¿Qué sucederá si dejamos que las cosas sigan como están, sin intervenir ni modificar
nuestra capacidad de amar? Pues que el niño organizará su sistema de intercambio
afectivo a través de la violencia, que puede ser visible o invisible. Así, puede convertirse
en un niño o joven golpeador. Siendo mayor y autónomo, ya no se sentirá con derecho a
reclamar amor materno. Además, ni siquiera sabrá que eso es lo que anhela. Tal vez se
4. convierta en un ser despóticamente exigente con sus padres, sus parejas o sus
amistades. Creerá que tiene derecho a ser compensado siempre, pero por más que
golpee, patalee o vocifere, una vez más, será despreciado por la sociedad en conjunto.
Siendo adulto, los cambios dependerán de su capacidad de reconciliarse con su histórica
soledad.
Artículo de Laura Gutman publicado en la revista española Tu Bebé del mes de Abril de
2009.-