2. Gente vestida
Estamos acostumbrados a ver a la gente vestida. Su cuerpo tiene la forma de su ropa y
se tiñe de sus colores. Su fuerza es la de un rojo fuego o verde natura. La forma de
caminar acompaña el volumen de una escultura de tela. Tiene pliegues y rayas, o corte
del estilo de la caída del pantalón, el vestido o la camisa. Se balancea haciendo un símil
de curvas atractivas. La conversación nos dirige a su atavío y su elegancia y vivacidad.
El tener un espacio abierto público u hogareño hace de escenario a la actuación de la
presencia. El conocer sus cosas nos interesa hacia lo que es nuevo. Lo reciente, como su
nuevo suéter o chalina. La comprensión de lo que ocurre nos sume en el entender sin
observar lo que a ello acompaña. No imaginamos lo que hay en el jardín desnudo que
corre la cortina de seda. La ventana de la intimidad que subyace al querer estar con la
persona en la función de una escena cotidiana. Al sol ávido de sonrisas y miradas de
aprobación. Al saborear la carne curtida por el sol de las brazas entre los hierros. El
apetito que se devora lo que ocurre y se sacia de verdad. La gesticulación y la efusiva
manera de dirigir sus palabras con gracia y solemnidad. Con brazos que señalan
horizontes y valles y trepan al cielo para señalar las aves. Y el hombre y la mujer se
conocen por todo ello. No es disfraz o simulacro sino activa versión de lo que se teje día
a día. Y a la noche se apaga la luz. Y las estrellas iluminan solo lo necesario. Hasta que
alguien irrumpe.
-Papá ¿Qué están haciendo?
Entonces ellos se ven. Se notan. Se miran. Se estudian. Se comparan. Una vivacidad los
lanza en la búsqueda de lo que hacen. ¿Qué es lo que debiera estar haciendo? La
potestad de lo magnifico desnuda y sin sus vestuarios. La dramaturgia del silencio a la
luz de los ojos de alguien que tiene la piel de la misma textura que la seda. Que tiene la
energía de ir a bailar frenéticamente y beber sin morir. Que introduce a otro ser
igualmente bellos ambos juntos y también vestidos. A la moda.