1. Dr.
Carlos
Javier
Regazzoni.
La
Tragedia
en
Nosotros.
VEO
Arte,
Cine
&
Libros,
Mayo
2008
La tragedia en nosotros
-La tragedia griega y su testimonio perenne sobre el drama humano-
(CJ Regazzoni. La tragedia en nosotros. VEO Arte, Cine & Libros. Año 2, Nro. 7, Mayo 2008)
Creo que a todos, como a Goethe1, nos sucede a menudo que la vida se asemeja a una
representación, a un sueño. Esto sucede especialmente al contemplar los esfuerzos
diarios por alargar, en vano, una existencia marcada desde el nacimiento por el signo
indeleble de la finitud. La condición de “espectador de la vida” es una experiencia
ordinaria, especialmente por las tardes y en soledad, y forma parte de un proceso
ineluctable al que llamamos “crecimiento”; es la marca inequívoca del abandono de la
niñez. Tal extrañeza respecto de la realidad cotidiana es, para Camus, la experiencia
propia del absurdo. Para el hombre, “Un mundo que se puede explicar, aunque más no
sea mediante malas razones, es en definitiva un mundo familiar. Por el contrario, en un
universo súbitamente privado de ilusiones y de luces, el hombre comienza a sentirse un
extranjero”2. Y tal ocurre en la vida; cuando le buscamos explicación, nos enajenamos
de ella, no somos parte de su urdimbre. La vida de los otros posee argumento, pero la
nuestra, no. Buscando su sentido, somos automáticamente relegados a la butaca del
espectador. Igual en el teatro. La trama la tiene la obra, y en ella busco mi propio hilo
conductor en esta existencia tantas veces desconcertante. Esta contemplación de una
existencia orientada, como ocurre en el arte escénico, me consuela momentáneamente.
No obstante al actor le toca la parte más difícil, aquella que más se asemeja a la vida
diaria; debe representar su papel. Allí sí, en su personaje, puede seguir su trama, allí, en
su “papel”, tiene un lugar en la obra, y por lo tanto, en el mundo. Pero… ¿es el
personaje su todo? ¿No es más bien la confirmación de aquella fatuidad otrora
descubierta como espectador? Ser un “personaje”… ¿No confirma acaso que no soy yo
mismo? Tener que asumir un rol, ¿no confirma acaso la falta de un sitio para mi mismo
en el mundo? Esta experiencia fugaz nos enfrenta a la vida como a un teatro. Y el arte
escénico no es ajeno a estas vivencias; por el contrario, constituye probablemente su
momento cultural más acabado. La escena es la aceptación artística que la civilización
hace del problema general del sentido de la vida. Agrega Camus más adelante que “Este
divorcio entre el hombre y su vida, el actor y su escenario, es propiamente el
sentimiento de absurdidad”3. Y la absurdidad es el instante en que, interrogada la
realidad por el sentido, simplemente calla. Sólo se encuentra el sentido, la trama, en el
teatro, o en la contemplación teatral de la vida de los otros. Pero el precio pagado es el
de ser relegados a la posición de espectadores, o acabar actuando nuestro papel. Para el
uno mismo, para ese, no hay sitio en la obra.
Resulta así muy interesante prestar atención a esta palabra “théatron”. Ella deriva del
verbo griego “theáomai”, que significa “ver”, “contemplar”, y de cuya raíz deriva a su
vez no solo nuestro vocablo “teatro”, sino que también lo hace la palabra “theoría”, la
cual quiere decir literalmente “espejar”, ver las cosas tal cual son. Teoría posee a su vez
la connotación de todas aquellas resonancias luminosas que se agregan al paisaje
reflejado en un estanque de agua quieta; implica los destellos que rodean el rostro al
encontrarse consigo mismo los días de sol en un río de campo, o bien por las noches a la
1
Am 22. Mai. En: Johan Wolfgang Goethe. Die Leiden des jungen Werther. Stuttgart 2002. Reclam. Pp.:
12-13 (20-25)
2
L’absurde et le suicide. En: Albert Camus. Le mythe de Sisyphe. Paris 1942, Gallimard, pp.: 21
3
L’absurde et le suicide. Ibidem.
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luz de las antorchas en un metal bruñido. Pensemos que esta palabra es un invento
griego, y el espejo tal y como lo conocemos no surge sino dos mil años más tarde.
Luego debemos dotar a nuestro verbo “espejar” de todas las connotaciones campestres
que podamos para entender realmente su fuerza semántica. Esta figura del espejo no es
banal en la vida de la cultura; por el contrario, representa un modo especial de contacto
con lo real, pleno de notas particulares y misteriosas. Es un espejo el que perdió a
Narciso en la locura del amor a su rostro, el cual conoció únicamente en el reflejo del
agua y rodeado de toda esa aura fantasmal a que me refería más arriba; y fue otro espejo
la ventana al mundo de fantasías de una niña; es por último un espejo, el de los ojos,
donde el alma se insinúa por entre las engañosas muecas del rostro (antigua figura de la
literatura universal). Así las cosas, tanto la especulación teórica como el teatro, son
ambas acciones que enfrentan al espíritu humano con la realidad, con la verdad, la
exterior y la propia, como intuyó Federico Nietzche4 para el caso de la tragedia, una de
las expresiones del teatro popular griego que supo conjugar con fuerza irrepetible las
dos dimensiones de que venimos hablando: “espectar” la realidad, y renovar el alma
mediante la recreación de sí misma. Teatralizar y contemplar, las dos posturas
adoptadas por actores y público respectivamente, son dos aproximaciones al ser, el cual
se presenta a nuestra inteligencia como expresión dramatizada de una urdimbre
primordial que fascina a los hombres desde tiempo inmemorial. Uno y otro no buscan
sino lo esencial. El actor, cuando tal, en su papel, y el espectador, cuando le toca, en la
contemplación del espectáculo. Y en este sentido la tragedia griega fue quizás el intento
más audaz por llegar al eje de las cosas. El arte escénico recrea una experiencia ubicua
en la vida de los hombres, de la cual la contemplación (teorización) es su forma
existencial, y el teatro su experiencia artística. La vida y el teatro son escenario de una
misma lucha, donde sobre un telón de fondo agónico desfilan, de a generaciones y
desde que el mundo es mundo, los singulares de nuestra especie en busca de un sentido
para el sí mismo en la existencia. Ellos, como nosotros, y como los que vendrán,
intentan descifrar esa trama oculta tras las prometedoras y engañosas apariencias del
“día a día”. Para esto es el teatro, como dice Dürrenmatt, para exponer el espectador a la
realidad5; una realidad que se expone siempre de manera escénica, y que desde allí
invita a reflexiones esenciales o a ser parte de las bambalinas alternativamente. Vale la
pena preguntarse cuál fue el lugar ocupado por la tragedia griega en esta búsqueda de
sentido hecha cultura.
Qué fue la tragedia griega
Hacia el año 500 antes de Cristo el Ática, la región de la cual Atenas era su ciudad
capital, contaba con unos 250.000 habitantes. Y es para mediados de ese siglo VI A. C.
que se tiene noticias de la primera tragedia, cuya autoría se atribuye a un tal Thespis. La
misma habría tenido lugar durante uno de los festivales de la ciudad destinados a honrar
al dios Dionisos o Dionisio. Dante Alighieri explica en una de sus cartas al Can grande
de la Scala, por qué había denominado a su monumental poema, “Divina comedia”.
Distingue allí la “comedia”, derivada de “como”, que significaba pequeña aldea, de la
“tragedia”, derivada de “tragos”, que significa literalmente “macho cabrío”. Y dice que
esta última obtiene su nombre de antiguos rituales con carneros. El significado
etimológico de la palabra “tragedia” es por lo tanto: “canto de macho cabrío” (tragos=
macho cabrío + ödia= canto –como nuestro “oda”-)6. Dante, como muchos antiguos,
4
Nietzche F. El nacimiento de la tragedia. Madrid 1998, EDAF Ed. Trad.: Eduardo Knorr, y Fermín
Nervascués
5
Punkte zu den Physikern. En: Friedrich Dürrenmatt. Die Physiker. Zürich 1985, Diogenes.
6
Dante Alighieri. Carta al Can grande de la Scala, XIII, 20 y ss. En: Dante, Obras. Madrid 1994, BAC
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creyeron que la vinculación tenía que ver con lo dramático del canto del carnero, y lo
funesto del tema trágico. Pero eso no parece ser la verdad. La conexión es mucho más
compleja. Para la antigua mitología griega los carneros o machos cabríos conformaban
el coro o cortejo del dios Dionisos. Este era una divinidad selvática que habitaba en las
frondas montañosas, y el cual poseía varios atributos: divinidad de la fertilidad, de la
liberación, del vino y la vid, de los disfraces y los engaños, y de la danza. Dionisos es
una divinidad que representa la Grecia inicial; constituye una forma primitiva de
aproximarse a los misterios de la vida humana fuertemente relacionado con la vida
pastoril en las montañas. Dionisos utiliza el disfraz, las apariencias, el hecho irrefutable
de que las cosas son y no son, especialmente en el bosque, donde los hombres pasan sus
momentos de mayor soledad y angustia, pero también de festividad, celebración, y
trasgresión. El macho cabrío posee una innegable apariencia antropomórfica, y es por
eso que podía perfectamente ser imagen de una criatura superior que cortejaba al dios.
Además, su lamento es muy similar a un llanto humano, tónica general del canto
arcaico. Y su paso por el bosque es una auténtica danza inspiradora de los “ditirambos”.
Y aquí llegamos al origen de la tragedia. El antiguo canto lírico poseía diversas formas
según el tipo de rima y dialecto que utilizase: podía ser elegíaco, mélico, iámbico, o
córico; éste último en dialecto dorio. Precisamente una de las formas de canto córico era
el ditirambo, una pieza donde un coro cantaba y danzaba en honor del dios Dionisos y
representaba sus misterios: cómo Dionisos regalaba el vino a los hombres, o la vid, o
cómo bendecía las cacerías, o mostraba una farsa mediante su disfraz, o engañaba a una
pareja de enamorados. Según las versiones más probables la tragedia griega surge de
introducir un actor que recitaba versos sin música o fuera de la línea general del coro, y
que dialogaba con éste, en medio de estas formas ditirámbicas antecesoras. Es decir, la
tragedia es la evolución de ditirambos dionisíacos mediante la introducción de un actor
con argumentos y diálogo escénico. Y este paso fue esencial porque a partir de allí
surgen toda una serie de modificaciones que terminarán dando la mayor parte del
repertorio de recursos escénicos que se conocen hoy en día. La tragedia griega nunca
dejó de ser parte de los rituales tradicionales en honor a Dionisos, que continuaban los
legados pastoriles avenidos en la nueva vida ciudadana de la polis ateniense. Mientras
que la antigüedad vivía del mito, en Grecia se introduce la filosofía; y como dice
Werner Jaeger7, la tragedia “…es la más alta manifestación de una humanidad para la
cual la religión, el arte y la filosofía forman una unidad inseparable”; y de aquí la
característica más novedosa del teatro trágico: el uso de la argumentación dialéctica en
medio del ambiente mítico y mistérico.
Morfología de la tragedia
Desde un punto de vista formal la tragedia es sumamente compleja y rica. Había un
escenario con ambientaciones que llegaron a incluir pájaros voladores gigantes o barcos
que aparecían en acción, vestidos algunas veces imponentes, máscaras que acentuaban
el carisma de cada personaje, un coro muchas veces enorme que se movía y entonaba
estrofas solemnes escritas en versos córicos, y el corifeo, que era una especie de solista
intérprete del sentir del coro en su conjunto. Pero de todos estos componentes hay tres
que creo merecen ser destacados: primero, el personaje principal, sobre el cual recaía
toda la densidad del argumento, ya sea la desobediencia de Prometeo, la liberación
fúnebre de Antígona, la difícil fraternidad de Electra, la venganza de los atridas en
Agamenón u Orestes, las funestas maquinaciones de Medea, o la locura indignada de
Ayax. En segundo lugar, el coro. El mismo podía ser de danaides, como en las
7
El drama de Esquilo. En: Werner Jaeger. Paideia. Madrid 1993, FCE, Libro II, i, p. 230
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Suplicantes, o de divinidades de la noche, como en las Euménides, o de viejos
consejeros del imperio persa, como en los Persas. Pero siempre conserva una
característica más allá de sus personificaciones; es la voz de la sensatez; ofrece la salida
al destino trágico. El coro es la versión artística de la reunión del pueblo en la asamblea.
Cuando Sócrates argumentaba por su vida en su famosa apología, los quinientos
ancianos que lo rodeaban y que iban a juzgarlo bien podían evocar la contrapartida civil
del coro trágico; y el prisionero, bien podría ser visto como Filoctetes u Orestes
argumentando por su destino contra un coro que los interroga y amonesta. Pero en el
coro hay, además, una acción crítica para comprender la cultura antigua, y es el
momento de su evolución. Pensemos que en un mundo como el de la antigua Grecia, el
movimiento de los ejércitos en orden de batalla constituía un espectáculo de hondas
repercusiones emotivas; la otra manifestación cultural de este tipo era la procesión coral
en el escenario, acompañada de sones que preanunciaban el desenlace y con él, la
revelación de los secretos del destino humano.
Por último, el tercer elemento clave de la morfología de la tragedia es su hondo hilo
argumental. La tragedia no extrae su máxima potencia dramática de la música, el
vestuario, la danza, las máscaras, o cualquier otro elemento artístico que pueda
componerla. La tragedia griega encuentra su canal de expresividad torrencial en la
argumentación. El héroe de cada tragedia busca una dilucidación racional a su destino
insensato e inexplicable. Como dice Nietzsche en la galla ciencia8, la tragedia propulsa
al género humano a dar empuje a la vida, a declarar “sí, vale la pena la vida”, por la
sencilla razón que lo más enemigo de la vida, la pena y el dolor, encuentran en ella una
explicación y sentido. Porque, nuevamente en palabras de Nietzsche, el hombre se ha
convertido en un extraño animal que debe, de tanto en tanto, creer que entiende para qué
vive. La tragedia, se dice en otro extraordinario libro de nuestro autor intitulado “el
nacimiento de la tragedia”, “…apunta a la vida eterna de ese núcleo de la existencia en
el perpetuo sucumbir de las apariencias”9. La función trágica que tenía lugar en las
famosas “didascalia”, un conjunto de tres piezas de tragedia enmarcadas en un
diritambo de apertura y otro de cierre quería mostrar lo permanente, lo continuo, la
norma yaciente detrás de las apariencias de cambio y sinsentido en que transcurre la
vida humana. La argumentación trágica lleva al auditorio a reflexionar sobre preguntas
como la de Dejanir en “las Tricchinias”, cuando dice que “no es posible saber, antes de
la muerte, si la vida ha sido para uno dulce o amarga”10. O como cuando a Edipo
moribundo se le acerca una voz divina que le dice “¡Hola! ¡Hola!, ¿Por qué tardas tanto
en que nos pongamos en camino?”11. La tragedia griega consigue que una niña como
Antígona, viendo la muerte de su padre adelante el tema de su tragedia homónima al
exclamar a su hermana: “-Un deseo me posee”. Y a la pregunta de Ismene de cuál sea
ese deseo, Antígona responde: “…el de contemplar el viaje subterráneo de los
muertos”12. La tragedia griega expresa una dolencia de la cultura, una pregunta
incontestada que resuena en el lamento de tantos pueblos a lo largo de la historia; ¿por
qué la muerte? ¿Por qué el dolor? ¿Para qué la vida? Y a este enigma responde ya no
con un mito, ya no con una enseñanza tradicional, sino con una explicación dialéctica
asumida en el nudo argumental de una historia antigua y religiosa. Las tragedias son
solo excepcionalmente encuadradas en mitos, como es el caso del Prometeo encadenado
de Esquilo; la enorme mayoría de las veces toman un hecho de la historia del pueblo
8
Friederisch Nietzsche. Die Frhöliche Wissenschaft. Stuttgart 2000, Reclam I, 1, p. 32ss
9
Nietzsche F. El nacimiento de la tragedia. Madrid 1998, EDAF, p. 103
10
Sófocles, Tracchinias, 1.
11
Sófocles, Edipo en Colono, 1620-1625
12
Sófocles, Edipo en Colono, 1725
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griego, sí parcialmente mitificada; y desde allí avanzan hacia la pregunta esencial, y a la
respuesta argumental basada en la tradición mítica. Esta imbricación es interesante al
momento de evaluar el tiempo histórico en el cual florece este género. La tragedia
coincide con el nacimiento, apogeo, y decadencia, de la hegemonía ateniense sobre la
península, y de plenitud de su ideal de gobierno. La Polis fue, ella misma, la unión de
los principios religiosos tradicionales que daban vida a la comunidad política, y de los
principios racionales que intentaban morigerar sus excesos seculares. En este siglo la
filosofía pujó por separarse definitivamente del mito, igual que la política de sus
principios ordenadores tradicionales. El resultado fue la caída de la polis, la
emancipación de la filosofía, la entrada de la misma en un cono de sombra, el
surgimiento del imperio alejandrino, y la desaparición definitiva de la tragedia griega,
probablemente la plenitud de la tradición en un mundo en que comenzaba a
enseñorearse la razón.
La tragedia griega hoy
Evidentemente ya no hay sitio espiritual en nuestra cultura para el espectáculo trágico
tal cual y como tuvo lugar en la antigüedad clásica. Esa posibilidad coincidió con un
momento único y probablemente irrepetible, el encuentro del mito y el logos, la
coincidencia de lo apolíneo y lo dionisíaco al decir de Nietzsche. Allí no hay retorno.
Sin embargo las preguntas que la tragedia se planteó en su momento siguen abiertas. El
sentido de la vida humana, la contradicción entre voluntad y destino, están allí, al
acecho, cada tarde que lo cotidiano se detiene, cada instante que el dolor asalta
arteramente y amenaza con destruir nuestro valuarte de falsas seguridades, cada hora
que alguien enfrenta los espectáculos del nacimiento y de la muerte, cada vez que un
joven abandona definitivamente la niñez. Por espacio de un siglo la cultura griega
respondió a estos interrogantes con sus “dionisia”, sus fiestas dedicadas al dios de los
montes que con su séquito de sátiros y carneros se insinuaba entre la fronda, se
ocultaba, reía, lloraba, se lamentaba, entregaba sus visitantes a la voluptuosidad y luego
se retiraba dejándolos sumidos en el miedo. Allí se introdujo el diálogo escénico del
actor con el coro, y tubo lugar un proceso judicial que intentaba un veredicto acerca de
la vida en cuestión, la cual podría haber sido cualquiera de nuestras propias vidas. La
maléfica Medea, el potente Heracles, el enajenado Ayax, el propio Ulises embaucador,
el orgulloso Agamenón, la traicionera Clitemnestra, la melancólica Antígona, y tantos
otros personajes que hasta nuestros días llegan desde aquel recóndito arte, son intentos
de respuesta por la propia vida humana, son defensas del hombre en su pequeña
existencia por dar cuenta del sentido de su vida frente al coro, es decir, de cara al orden
generado por el deber ser. Hoy nuestra aproximación a ellos queda relegada a una
curiosidad, a una nostalgia, o a una oportunidad de reflexión. Pero el estremecimiento
escénico de otrora ya es imposible. O casi. Este estremecimiento catárquico no surge de
la simple lectura que podamos hacer, no importa cuan escrupulosos seamos en la
búsqueda de traducciones, o si accedemos a las versiones en griego, o si ambientamos la
sala con música griega rescatada por alguno de los pocos esfuerzos de arqueología
musical realizados hasta la fecha. Incluso cuando vemos alguna representación de aquel
espectáculo, igualmente accedemos tan solo a una parte de lo que significó en su
momento. La distancia que media entre la tragedia y nosotros es muy superior a la que
media entre el teatro barroco y el de nuestros días, o entre la música medieval y el Rock.
Con la tragedia el problema es cualitativo; ya nunca volverá la cultura a encontrarse en
una situación espiritual similar a la que generó el teatro trágico. La cultura occidental se
fundó una vez, y en alguna medida esa fundación fue para siempre. Como dice
Heidegger, Grecia fue inicio, y fue conciente de ser inicio. Los grandes autores,
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Esquilo, Sófocles, y Eurípides, se presentan hoy con una cierta soberbia, desde una
evidente altura. Es como si al escribir sus estásimos hubiesen sabido que creaban la
manifestación artística más amplia y típica de Occidente; o más aún, es como si
hubiesen sabido que lanzaban a la posteridad el concierto de preguntas y respuestas más
esencial de nuestra cultura. Hoy, al leer a los trágicos, nos queda tan solo retomar esos
interrogantes y las alternativas planteadas por los actores en aquellos escenarios de los
Odeones y Apolos del Ágora, e intentar alguna alternativa de respuesta contemporánea.
De todos modos conviene recordad que el aspecto tétrico que pudiera tener la tragedia
de ninguna manera agota su espíritu. Recordemos lo dicho más arriba. Los conjuntos de
tres piezas trágicas se abrían y cerraban con una obra satírica, el ditirambo, con algunos
ingredientes cómicos y grotescos además de danza, farsa, e ironía. Esto, lejos de ser
una manera de trivializar los graves temas desarrollados en la tragedia, era una manera
de darles su justa dimensión. Así como el sacrificio de la liturgia concluía con un
sencillo “iros, la Misa concluyó”, de igual manera las cuatro o seis horas de tragedia
concluían con una danza de sátiros narrando el regalo del vino a los hombres, o una
pareja de enamorados engañados por Dionisos. Esto es así porque lo trágico, a fuerza de
ser esencial, es cotidiano y atañe a todos los hombres. Luego no es algo raro. Por el
contrario, se inscribe en la sabiduría popular. Al final, la verdad de la vida fue revelada
por Sócrates en el momento de morir, cuando dice a sus amigos: “…también vosotros,
Simmias y Cebes y los demás, a vuestro turno, os marchareis todos. Pero a mí ahora ya
me llama. Como diría un actor trágico, el destino, y es casi la hora de que me
encamine”13. Una vez sobre el lecho y con el rostro tapado, luego de haber bebido la
cicuta, y con todos llorando en derredor, el viejo maestro se descubre la cara, y con
mueca burlona recuerda a sus amigos no olvidar ofrecer el sacrificio de un gallo a
Apolo. Y así todos recordarían la inmensa ironía de Sócrates. En definitiva, el
espectáculo de la Tragedia griega podrá sernos distante. Pero sus temas, aun nos
resultan de lo más familiares.
13
Platón, Felón, 115ª. En: García-Gual C, Martinez hernandez M, Lledó-Íñigo E (trad.). Madrid 1992,
Gredos
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