1. La Agenda, Buenos Aires, martes 17 de noviembre de 2020
Un paseo en las alturas
Marcelo Pisarro
En Un horizonte vertical, la historiadora Catalina Fara documenta la
transformación de Buenos Aires que define el imaginario porteño del siglo
XX.
2. Si “Rascacielos”, el tango de 1935 con letra de Ivo Pelay y música de
Francisco Canaro, continuó mencionándose durante las décadas siguientes se debió
en especial al título. Le daba carácter de pieza extraña y excéntrica. Una curiosidad
en un catálogo de farolitos de la calle en que nací y emparrados de mi patio viejo y
perales de Villa Crespo y ochavas de Corrientes y Esmeralda donde amainaban los
guapos hasta que algún cajetilla los calzaba de cross. Pero “Rascacielos” no era
ninguna anomalía. Formaba parte de la corriente predominante en el tango que
registró a la ciudad de Buenos Aires en términos de pérdida y abandono: “¡Mi
Buenos Aires/ suelo porteño!/ Hay en tu entraña/ venas de acero/ que serpentean/
gritando: ¡Progreso!”. Separado por más de setenta años, su envión no difiere de
“La globalización”, el tango de 2011 con letra de Haidé Daiban y música de Pascual
Mamone: “Y aquel enjambre de Babel/ en este siglo que brotó/ es conventillo que
albergó/ un shopping sobre sus cenizas”. Antes hubo algo mejor. Eso mejor ya no
existe. Se volvió cenizas en nombre del progreso. Lo que queda, por debajo de los
rascacielos, los shoppings y la globalización, es la evocación del tiempo mítico de la
ciudad: la esquina del herrero, barro y pampa, perfume de yuyos y alfalfa, tu casa,
tu vereda y el zanjón.
Excepto si se pensaba todo lo contrario: que los rascacielos y los paseos de
compras suponían mejores futuros que aquellos que podían proveer los yuyos, el
barro y el zanjón.
Un horizonte vertical: Paisaje urbano de Buenos Aires (1910-1936), el libro
de Catalina Fara publicado en 2020 por editorial Ampersand, no rebusca en los
tangos, ni tampoco en la literatura, dos de las fuentes más visitadas para examinar
los cambios en la ciudad en las primeras décadas del siglo XX. El trabajo analiza la
cultura visual del cuarto de siglo que va entre 1910 y 1936, entre las celebraciones
por el primer centenario de la Revolución de Mayo y las celebraciones por el cuarto
centenario de la fundación de Buenos Aires. Un periodo que conjugó dos proyectos
para la ciudad: como capital de la nación y como urbe metropolitana moderna. Dos
proyectos, uno nacionalista y tradicional, otro cosmopolita y moderno, no siempre
capaces de coexistir de manera armónica.
Esta cultura visual estaba compuesta por imágenes de pinturas, fotografías,
viñetas humorísticas, ilustraciones que circulaban en salones de arte, concursos,
diarios, revistas, postales, publicidades, sociedades de fotografía, asociaciones
artísticas, clubes barriales, sociedades de fomento, libros, álbumes, almanaques,
guías de viaje, unidades vecinales, kioscos, bibliotecas populares, centros
culturales, asociaciones obreras, salas de cine. Estos dispositivos, estos soportes
diversos, multiplicados y distribuidos en una escala novedosa, consiguieron generar
y masificar lugares comunes, estereotipos y variaciones de los mismos temas.
Permitieron dibujar mapas cognitivos para aprehender la experiencia en la ciudad:
“Una geografía imaginaria”, escribe Fara, historiadora del arte, “visible en las
conexiones entre los paisajes urbanos que mostraron lo que se añoraba, lo que se
veía y lo que se esperaba de la ciudad. Fueron las redes simbólicas y sociales las
que otorgaron sentido a todas las producciones de la época, marcadas por las
discusiones en torno a lo nacional y lo cosmopolita, que fueron las dos caras de la
misma moneda”.
A comienzos del siglo XX, la vida urbana moderna arrolló Buenos Aires:
rascacielos, luz eléctrica, telégrafos, automóviles, subterráneos, ascensores,
fonógrafos y cámaras fotográficas portátiles, novedades que “cambiaron la vida
cotidiana y las formas de habitar y transitar. Las imágenes replicadas en la prensa
ilustrada, las vidrieras, las pantallas de cine y los afiches publicitarios sumergieron
3. a los espectadores en el fenómeno visual de la ciudad moderna, que se convirtió en
un espectáculo de sí misma”.
Habitar y transitar la ciudad (experimentarla, padecerla, mostrarla,
ignorarla, asimilarla, naturalizarla, o lo contrario) implica sumergirse en las
representaciones de la ciudad que se habita y se transita. Las formas de
representar sugieren formas de pensar, de entender, de producir significados y de
extraviarse en esas significaciones. Suponen convenciones, acuerdos de sentido,
puntos de vista generales. Implican previsibilidad. Por ejemplo, sobre qué es el
centro y qué es la periferia. O cómo se incorpora algún elemento natural al
entramado urbano. O qué edificaciones son valiosas y por qué. O qué es lo que se
omite (las primeras villas, los conventillos hacinados, los barrios pobres, como La
Quema y Las Ranas) para asentar los imaginarios de la París de Sudamérica y la
Atenas del Plata. O qué imágenes (las luces del centro, el puerto, los barrios del
sur, La Boca, el suburbio distante) permiten reconocer a la ciudad y reconocerse a
uno mismo en la ciudad. Las representaciones visuales trazan cartografías de
entendimiento. Modos de andar, de imaginar y de vivir.
El río y la llanura pampeana sostuvieron la imagen de la ciudad hasta
mediados del siglo XIX. Buenos Aires se pintaba o se fotografiaba desde la
perspectiva de los barcos. Una solución ingeniosa. La ciudad no tenía accidentes
naturales que la identificaran o le dieran color local. Estas imágenes enfatizaban la
inmensidad del cielo, del río y de la tierra, la horizontalidad apenas compensada
con torres de iglesias, carretas, algunos barcos en la costa, algunas escenas
costumbristas, como lavanderas o aguateros. Había pocas variantes. Lo notable de
la ciudad era su misma existencia: que a pesar de tanta chatura hubiera llegado a
ser.
Buenos Aires se declaró capital nacional en 1880 y se rehízo con una
estética monumental de tradición europea. En el centro se construyó la Avenida de
Mayo y se demolió la Recova para hacerle lugar a Plaza de Mayo, dos paradigmas
de la desaparición de la ciudad antigua. La flamante capital cambió para acoger a la
población creciente, al transporte, a la burocracia estatal, a las nuevas pautas de
consumo, al puerto y la subsecuente pérdida de la vista del río.
A comienzos del siglo XX los paisajes costeros privilegiaron las estructuras
portuarias. El Río de la Plata, antaño protagonista, se volvió una presencia
subliminal. Estaba ahí, no hacía falta mostrarlo. Quedó relegado, dice Fara, que
pormenoriza estas transformaciones del paisaje de la ciudad, “a motivo pictórico
per se”. Buenos Aires corría tras el sublime industrial: un paisaje portuario de
acero, vigas, puentes, elevadores mecánicos, silos y chimeneas que fascinaba,
llamaba a la imaginación, encerraba posibilidades, también misterios, desdibujaba
los límites entre lo natural y lo artificial, evocaba el progreso nacional. La industria
como paisaje, según T. J. Clark. Se lo puede observar, por caso, en “Usina” de Pío
Collivadino, de 1914, o en “Silo” de Alfredo Guttero, fechada hacia 1928.
Una serie de nuevos emprendimientos (balnearios, monumentos, avenida
ribereña, juegos infantiles, cine, teatro, la fuente de Lola Mora) buscó recomponer
la relación de la ciudad con el río. O inventar una. Las fotografías de la prensa
gráfica, las postales y las publicidades divulgaron estos nuevos espacios y usos
sociales. Integraron los recorridos a otros recorridos de la ciudad. O los
privilegiaron. Los volvieron deseables. Diferenciaron a quienes podían acceder a
ellos de quienes no. El dominio sobre el espacio —escribió David Harvey, que leyó a
4. Henri Lefebvre— es una fuente fundamental y omnipresente del poder social sobre
la vida cotidiana.
También llegaron los rascacielos. El Plaza Hotel, la Galería Güemes, el
Railway Building; luego el Comega, el Kavanagh, Obras Públicas: “El progreso
vertical de la ciudad —explica Fara— se relacionaba directamente con el progreso
económico y cultural”. Los edificios altos eran un motivo que se presentaba como
fondo o como primer plano de una Buenos Aires que se elevaba por sobre el
caserío. Las pinturas y las fotografías acentuaban la verticalidad de la metrópolis.
Un nuevo edificio era una noticia importante. Había bombos y platillos. También
fotógrafos. Y pintores. Quizás Roberto Arlt. Cada nuevo rascacielos proponía nuevas
perspectivas (con los rascacielos proliferaron las imágenes panorámicas de Buenos
Aires), nuevos mapas cognoscitivos, nuevos focos de atención, por ende nuevas
orillas de representación, aunque tampoco nada de esto podía ser del todo nuevo,
porque su eficacia radicaba en la reiteración. “Plaza San Martín” de Augusto
Marteau, de 1935, o “Paseo Colón”, el óleo de 1925 de Pío Collivadino, son
ejemplos de estas miradas.
Los edificios de altura articularon el espectáculo de la vida en el centro:
mesas de cafés en las veredas, viajes en tranvía y subterráneo, turismo,
muchedumbres en calles y parques, pasajes comerciales, grandes tiendas, consumo
masivo. Las luces eléctricas hicieron de la temida noche otro espacio social de
esparcimiento: teatros, vidrieras, bares, carteles. Buenos Aires como Nueva York y
París. Y el centro como opuesto al suburbio, todavía a oscuras, o más o menos,
pues el tendido eléctrico no estaba distribuido de manera homogénea. La luz y la
sombra definían espacios diferenciados y prácticas diferenciadas. Estaba la noche
de la calle Corrientes, con electricidad, música, bares, gente y Horacio Coppola
apuntando su cámara hacia el flamante Obelisco, y estaba la noche silenciosa del
suburbio, con la luna y los faroles a gas y más allá la inundación. Esta demarcación,
y otras, devenían cultura cotidiana a través de motivos reiterados en fotos,
pinturas, postales y, especialmente, en la prensa gráfica, que creaba ciudadanos y
consumidores, que creaba argentinos que también debían ser porteños, y
viceversa.
Los márgenes se volvieron paisajes de un mundo en desaparición. La edad
dorada —escribió Beatriz Sarlo, que leyó a Raymond Williams— es una estrategia
de representación que una sociedad, o parte de ella, adopta frente a
transformaciones que alteran las relaciones sociales y económicas, pero también el
perfil urbano, los planos, las perspectivas del paisaje y las topografías naturales. La
modernidad —escribe Fara, que leyó a Sarlo y a Williams— crecía en las ruinas que
la misma modernidad producía.
Al sur de las ruinas modernas, La Boca y el Riachuelo eran el sumo de lo
pintoresco. Más que barrios viejos como Monserrat, San Telmo o San Cristóbal. Sin
renunciar al sublime industrial, La Boca asumía el espacio de lo natural (todavía se
veía el río), contrapuesto al desorden cambiante y artificial, acaso amoral, del
centro. Ofrecía un universo de mástiles de barcos, casas bajas de madera o chapa,
chimeneas, gente haciendo labores identificables (no sólo transitando o
consumiendo), curtiembres, astilleros, frigoríficos, el Mercado Central de Frutos, las
vías del tren, las fábricas, los puentes transbordadores, en especial el Avellaneda,
recurrente en pinturas, fotografías, películas y portadas de discos de tango. Vale
detenerse en “Pescadores de mojarras”, de W. Melgarejo Muñoz en 1936, o en “A
pleno sol”, de Benito Quinquela Martín, de 1924.
5. También los suburbios evocaban un “antes” de la ciudad. Otra edad dorada.
Los suburbios no eran Temperley, Martínez ni Merlo; eran Palermo, Villa Crespo,
Once, Saavedra, Flores. El suburbio porteño tenía sus propios tópicos: zanjones,
faroles, arroyos, calles de tierra, arboles solitarios, caseríos desordenados, patios
con aljibe, quintas con verjas. Muchos de estos motivos coincidían con aquellos
adjudicados al campo como reservorio de una identidad nacional amenazada:
animales, casas sencillas, los cielos, los pastos, el espacio dividido en dos por la
línea del horizonte, elementos impresionistas y naturalistas que remitían a los
paisajes pampeanos de Eduardo Sívori, Ángel Vena y Fausto Coppini, aunque
traspasados por el irregular avance de la ciudad: postes de luz, loteos, adoquinado.
Fara lo llama sublime barroso: “En el término ‘arrabal’ se encontró el adjetivo que
resumía el ‘barro del barrio’, primero, y luego identificó al barrio como raíz de ‘lo
porteño’, que se difundió en las letras de tango”. Se lo aprecia en las fotos de
Coppola para la primera edición de Evaristo Carriego de Jorge Luis Borges, de
1930, o en “Calle Blanco Encalada”, el óleo de 1933 de Onofrio Pacenza.
Todo este proceso de creación de imágenes de la ciudad no fue lineal ni
sucesivo. Ni estuvo exento de contradicciones. Sucedían muchas cosas a la vez en
muchos ámbitos diferentes. Varias de las discusiones sobre el rumbo que debía
tomar la ciudad, o sobre el sentido de lo ya ocurrido, a menudo no estuvieron
claras para actores ni observadores. Sucesos específicos no se representaban de
una única manera: las demoliciones y los escombros, los andamios y las obras en
construcción, por ejemplo, podían inscribirse en el lenguaje público como símbolos
de progreso o como señales de la desaparición de la ciudad deseada.
En Un horizonte vertical, Catalina Fara organiza estas imágenes
superpuestas y dispersas, identifica los motivos recurrentes, explora la
estandarización traducida en tipologías intercambiables para evocar lugares
distintos, logra sistematizar una colección que parece resistirse a cualquier posible
lectura de conjunto. Lo hace sin descuidar la premisa de que las representaciones
visuales del espacio no están separadas de las prácticas cotidianas, sino que
establecen imaginarios, recurrencias, limitaciones, nuevas representaciones y,
acaso también, previsibilidades que nos obligan a pensar que los tangos titulados
con rascacielos y globalización son piezas extrañas y excéntricas en una ciudad de
farolitos, zanjones y emparrados de patio viejo.
Marcelo Pisarro, “Un paseo en las alturas”, La Agenda, Buenos Aires,
martes 17 de noviembre de 2020.
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