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Habermas
Ustoria y crítica
dé la opinión pública
La transformación estructura! de la vida pública
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Santiago de Chile Santa Victoria, 151. Tel. 222 45 67
J. Habermas
Historia y crítica
de la opinión pública
2a
edición
GG MassMedia
índice
261
268
275
337
190823
Advertencia del traductor 9
Prólogo a la edición castellana: El diagnóstico de Jürgen
Habermas, veinte años después, por Antoni Doménech 11
Prefacio 37
I. Introducción: Delimitación propedéutica de un tipo
de la publicidad burguesa
1. La cuestión de partida 41
2. Acerca del tipo publicidad representativa - . 44
Excursus: El final de la publicidad represen-
tativa ilustrado con el ejemplo de Wiíhelm
Meister 51
3. Sobre la génesis de la publicidad burguesa . 53
II. Estructuras sociales de la publicidad
4. El elemento fundamental 65
5. Instituciones de la publicidad 69
6. La familia burguesa y la institucionalización
de una privacidad inserta en el público . . 80
7. La relación de la publicidad literaria con la
publicidad política 88
III. Funciones políticas de la publicidad
8. El caso modélico de la evolución inglesa . . 94
9. Las variantes continentales 103
10. La sociedad burguesa como esfera de la auto-
C P
nomía privada: derecho privado y mercado li-
beralizado 109
11. La contradictoria institucionalización de la pu-
blicidad en el estado burgués de derecho . . 115
IV. Publicidad burguesa: idea e ideología
12. Public opinion, opinion publique, öffentliche
meinung, opinión pública: acerca de la prehis-
toria del tópico . 124
13. La publicidad como principio de mediación
entre política y moral (Kant) 136
14. Sobre la dialéctica de la publicidad (Hegel y
Marx) 149
15. La ambivalente concepción de la publicidad
en la teoría del liberalismo (John Stuart Mili
y Alexis de Tocqueville) 161
V. La transformación social de ia estructura de la pu-
i
16. La tendencia al ensamblamiento de esfera pú-
blica y ámbito privado 172
17. La polarización esfera social-esfera íntima . 181
18. Del público culto al público consumidor de
cultura 189
19. El plano obliterado: líneas evolutivas de la
disgregación de la publicidad burguesa . . 203
VI. La transformación política de la función de la pu-
blicidad
20. Del periodismo de los escritores privados a
los servicios públicos de los medios de co-
municación de masas. El reclamo publicitario
como función de la publicidad . . . . 209
21. La transformación funcional del principio de
la publicidad 223
22. Publicidad fabricada y opinión no pública: la
conducta electoral de la población . . . 237
23. La publicidad política en el proceso de trans-
formación del estado liberal de derecho en
estado social 248
VII. Sobre el concepto de opinión pública
24. La opinión pública como ficción del estado
de derecho y la disolución socio-psicológica
del concepto 261
25. Un intento sociológico de clarificación . . 268
Notas 275
Bibliografía 337
w ¡
Para Wolfgang Abendroth, con gratitud
Advertencia del traductor
El título original alemán del presente libro es: Struk-
turwandel der Öffentlichkeit. (Untersuchungen zu einer Kate-
gorie der bürgerlichen Gesellschaft.) La traducción literal de él
reza como sigue: El cambio estructural de la publicidad. (In-
vestigaciones sobre una categoría de la sociedad burguesa.) Lo
problemático de esta traducción literal es la voz castellana «pu-
blicidad». El término Öffentlichkeit se formó en el alemán mo-
derno incorporando primero el latinismo Publizität (trasladado
del francés publicité) para luego germanizarlo. Se da, en cam-
bio, la curiosa circunstancia de que mientras todos los idiomas
latinos han ido perdiendo, al romper el siglo xx, las connota-
ciones y la denotación principal de la palabra («publicidad» no
significaba otra cosa en el castellano de hace una centuria que
vida social pública), en el alemán de nuestros días se conserva
ésta intacta. Eso explica la muy extendida traducción de Öf-
fentlichkeit por «vida pública», «esfera pública», «público» y
hasta a veces por «opinión pública». Ninguna de esas traduc-
ciones era aquí posible sin que se perdieran matices importan-
tes de la noción habermasiana de Öffentlichkeit; en favor de
traducirla por «publicidad» habla también la circunstancia de
que este libro sea en buena medida una exploración histórica
de su asunto; por otro lado,, el que «publicidad», en el sentido
que aquí se usará, sea ya en castellano casi exclusivamente un
tecnicismo culto, quedará de sobra compensado por la atormen-
tada elaboración conceptual a que Habermas somete al colo
quial término Öffentlichkeit. Öffentlichkeit, pues, ha sido tra-
ducido a lo largo de todo este libro por «publicidad», reservan-
do de ordinario para la voz, más primitiva pero aún en circu-
lación, de Publizität la traducción de «notoriedad pública».
9
Verter ya, sin embargo, en el titulo mismo, Offentíich-
keit por «publicidad», pudiera resultar engañoso dadas las ac-
tuales connotaciones de la palabra castellana. Y así opté por
hacer una excepción en el título y traducir: La transformación
estructural de la vida pública. Tratándose de un libro destinado
a formar parte de una serie sobre comunicación y medios de
comunicación, los editores han preferido el de Historia y critica
de la opinión pública, reduciendo mi propuesta a subtítulo de
la edición castellana. Quiero manifestar aquí mi total ajenidad
a esta decisión de la editorial.
A. D> •
•
10
Prólogo a la edición castellana: el diagnóstico
de Jürgen Habermas, veinte años después
Antoni Domènech
Si no yerra la extendida opinión según la cual la edad
quincuagenaria comprende el período de mayor fecundidad fi=
losófica, a sus cincuenta y un años andará Jürgen Habermas
cercano a la cima de su potencia intelectual. No son pocos los
resultados que ha arrojado ya la intensa producción del filóso-
fo, ni es inmerecido el imponente éxito académico mundial con-
seguido en los dos últimos lustros. El sociólogo conservador
norteamericano Daniel Bell, por ejemplo, lo ha calificado «el
principal estudioso marxista de la actualidad».1 También Richard
Bernstein, en la amplia panorámica por él construida de la filo-
sofía social de nuestros días, ha prestado a Habermas atención
preferente.2 La nombradla y la buena reputación de que suele
gozar nuestro autor en el mundo académico no están, en cam-
bio, tan sólidamente arraigadas en otros ambientes.
Habermas, cuya primera publicación importante hay
que insertar en el marco del incipiente movimiento estudiantil
alemán de comienzos de los sesenta,3 tuvo hacia el final de esa
década un choque frontal con la rebelión de los estudiantes, y
en particular con sus dos dirigentes política e intelectualmente
1. Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalis-
mo, versión castellana de Néstor Míguez, Madrid, 1977, p. 235.
2. Richard Bernstein, The Restructuring of Social and Po-
litical Theory, Nueva York y Londres, 1976. No dispongo en el mo-
mento de escribir estas líneas de la versión original inglesa de este
libro, sino de su versión alemana, traducida por Holger Fliessbach
con el título de Restrukturierung der Gesellschaftstheorie (Frank-
furt, 1979); a ella referirán las citas que en adelante se hagan.
3. Jürgen Habermas, Student und Politik, Neuwied y Ber-
lín, 19613.
11
más significados: Hans-Jürgen Krahl y Rudy Dutschke.4 En el
fragor de ese choque llegó Habermas al dicterio, acuñando para
la resuelta voluntad estudiantil de no aceptar ilustración alguna
que no fuera acompañada de acción («keine Aufklärung ohne
Aktion»), la sumaria calificación de «fascismo de izquierda».
Consecuencia de esos incidentes fue la segregación de Haber-
mas de los medios intelectuales alemanes de izquierda, con cu-
yas controversias están sin embargo familiarizados antiguos dis-
cípulos y asistentes suyos como Claus Offe y Oskar Negt. Tam-
poco es completamente ajena a todo ello la poca simpatía que
despierta Habermas en varios autores de izquierda que han res-
pirado la atmósfera alemana de aquellos años, incluso cuando
lo dirimido no rebasa el plano más puramente filosófico-acadé-
mico.5
Común a quienes tienen a Habermas en los mayores
colmos de estimación y a quienes le consideran un escritor poco
menos que vitando, acostumbra a ser la desconsideración de
la obra habermasiana anterior a 1963,6 de la obra, esto es, más
politológica y sociológica, atendiendo de mejor grado a los tra-
bajos posteriores, de mayor estructura filosófica. El útil ensa-
yo, ya mencionado, de Richard Bernstein sobre la reestructu-
ración en curso de la teoría política y social, más de una cuar-
ta parte del cual está dedicada a la versión habermasiana de
la teoría crítica, no cree necesario siquiera citar el libro que
estamos prologando; que es, empero, el de nervaje más propia-
mente politológico y sociológico de cuantos ha escrito el contro-
vertido filósofo frankfurtiano. La virulenta invectiva dirigida
contra Habermas por Hans-Jürgen Krahl —recogida en un H-
4. Constituye un triste símbolo del agotamiento de las ener-
gías revolucionarias sesentaiochescas el que ambos hayan muerto.
El berlinés Dutschke, recientemente, como tardía consecuencia de
un atentado neofascista. Krahl, el brillante y apasionado tribuno
estudiantil franckfurtés, agudo e incisivo escritos filosófico y ayu-
dante de cátedra de Adorno, pereció en 1969 —poco antes que el
maestro, con el que se encontraba en abierta polémica al morir—
en un accidente automovilístico.
5. Así, por ejemplo, en su importante estudio sobre Hegel,
The Divided Nation, Assen y Amsterdam, 1977, pp. 79, 184 y 185, no
se priva José María Ripalda de constatar en Habermas una verda-
dera identificación con la Ilustración, un regreso a su tópica, lo que
le alejaría del pensamiento post-ilustrado y, en particular, del socia-
lista. (Existe versión castellana de esta obra con el título de La
nación dividida, pero no dispongo de ella en el momento de escribir
estas líneas; Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1978).
6. Año de la aparición de Theorie und Praxis.
12
bro de pós.tuma aparición—,7 por otra parte, tampoco muestra
mucho interés por ocuparse críticamente del Habermas primero.
Mas es difícil entender cabalmente, y no digamos so-
meter a crítica, al valedor de la «situación ideal de diálogo»
manteniendo en la sombra al escritor de Historia y crítica de
la opinión pública [HCOP]) lo impide la circunstancia de que
en esta obra cuajan definitivamente las motivaciones centrales
del autor y se constituye así en suelo nutricio de posteriores
desarrollos. Por anticipar condensadamente la opinión de quien
firma estas líneas: el decurso intelectual de Jürgen Habermas
está ya en cierto modo prefigurado en la temprana investiga«
ción, y tanto los tinos como los desatinos de ella habrán de
hallar ampliado eco en la ulterior evolución del filósofo. De
ahí la oportunidad de la presente edición castellana en un mo-
mento en que la «moda Habermas» parece estar irrumpiendo
con fuerza en los países de habla hispana, acrecentándose el
interés por un autor cuya obra resta aún prácticamente inédita
en lengua castellana.8
I
Pocos libros tan reveladores de la época y de las tra-
diciones intelectuales en que está su autor como éste que pro-
logamos. Fechado en 1961, en HCOP son perfectamente visibles
muchos asuntos que removieron el esfuerzo analítico de la iz-
quierda en el período de restauración capitalista que siguió a
la Segunda Guerra Mundial. Tampoco el estro filosófico de la
Escuela de Frankfurt escapará al lector; tanto menos cuanto que
es ya un lugar común la presentación de Jürgen Habermas como
el último representante del movimiento intelectual organizado
7. Hans-Jürgen Krahl, Konstitution und Klassenkampf,
Frankfurt, 1971.
8. Por el momento, aparte de un buen número de artícu-
los y ensayos recogidos en obras colectivas, hay tan sólo un libro de
Habermas vertido al castellano: Problemas de legitimación en el
capitalismo tardío, versión castellana de José Luis Etcheverry, Bue-
nos Aires, 1975. Se da, en cambio, la curiosa circunstancia de que
existen ya por lo menos dos ensayos publicados en España que
intentan guiar a través del laberinto filosófico habermasiano: Enri-
que Ureña, La teoría crítica de la sociedad de Habermas, Madrid,
1978; y, aparecido cuando estas líneas estaban ya en imprenta, Raúl
Gabás, 3. Habermas: dominio técnico y comunidad lingüística, Bar-
celona, 1980.
13
alrededor del Instituí für Sozialforschung. Mas este topico pue-
de aquí inducir a cierta injusticia y a algún error de estima-
ción: determinadas dificultades con miembros prominentes del
Institut llevaron al joven Habermas a redactar HCOP, su me-
moria de habilitación para la docencia universitaria, no en
Frankfurt, con el crítico de la cultura Theodor W. Adorno, sino
en Margburgo, con Wolfgang Abendroth, el respetado jurista y
politòlogo socialdemócrata.9 También con él tiene que ver la tex-
tura del presente ensayo.
Hasta el estallido de la actual crisis económica, el in-
tento de esclarecer la larga oleada de prosperidad conocida por
el capitalismo de la posguerra entretuvo bastante centralmente
a los científicos y filósofos sociales, y resultó obsesivo en am-
bientes de izquierda, sobre todo en los años sesenta. Dominaba
el panorama la impresión de que la civilización industrial es-
taba evolucionando en un sentido y con unos rasgos bien dis-
tintos de los que caracterizaron el desarrollo y la naturaleza
del capitalismo decimonónico estudiado por Marx. Ese aperçu
solía elaborarse intelectualmente entroncando con investigacio-
ciones de la entreguerra, señaladamente con la obra de sociólo-
gos de la economía norteamericanos,, como Thorstein Veblen o
Adolph A. Berle.10 Común denominador de esos autores había
sido la descripción y el análisis de las consecuencias sociales
generales del surgimiento de las grandes corporaciones econó-
micas, con sus administraciones burocráticas internas, su staff
de ejecutivos, su organización científica del trabajo y la disocia-
ción creciente en su seno entre la esfera de la propiedad de la
empresa y la esfera de su management o dirección técnico-or-
ganizativa. Tal fue el humus fertilizante de las ulteriores teo-
rías sobre el «capitalismo organizado», un capitalismo, esto es,
ya no regido —o no regido primordialmente— por la dinámica
del beneficio en un contexto anárquico de mercado, sino más
bien por criterios de eficiencia técnica en un marco de compe-
tición oligopolísticamente restringida; un capitalismo coordina-
9. En esta época de desgaste y trituración del lenguaje, en
la que hasta un político de humores fascistas puede recibir el cali-
ficativo de «socialdemócrata», nadie ha de tomarses ya la libertad
de rio estar al quite de las palabras que emplea: «socialdemócrata»
se emplea aquí en su sentido clásico, esto es, denotando un ala
política del movimiento obrero configurada esencialmente en el pri-
mer tercio del siglo xx.
ÍO. Thorstein Veblen, Engineers and the Prie e System, Nue-
va York, 1932; Adolph A. Berle, Jr./Gardner C. Means, The Modem
Corporation and Private Property, Nueva York, 1932.
14
do y orientado por managers, no ya estimulado por la miope
adicción al beneficio de los propietarios privados. Esta genera-
lización de resultados parciales obtenidos por las calas de la
sociología económica se hizo aún más plausible con el adveni-
miento de lo que se ha dado en llamar «revolución keynesiana»,
es decir, con la instrumentación consciente —no meramente es-
pontánea, como era el caso desde el cambio de siglo— de un
conjunto de técnicas político-económicas de intervención esta-
tal en los resortes del sistema de mercado destinadas a paliar
los desajustes de éste y/o a compensar sus costes sociales. La
más o menos homogénea constitución de Estados sociales o
asistenciales en el mundo industrializado occidental de la se-
gunda posguerrareforzaba todas estas extendidas convicciones
e invitaba a una tarea científica empática con las filias socio-
lógicas de los años treinta.11
La investigación de Habermas está permeada por este
ambiente. Pero no sólo la constelación espiritual imperante en
la época es responsable de nociones muy fundamentantes de
HCOP] pues esas nociones le han venido a Habermas también
por la agencia de su propia tradición intelectual. La corriente
11. En 1941 publicó ya James Burnham su conocida The
Managerial Revolution (versión castellana: La revolución de los di-
rectores, Editorial Huemul, S. A./Editorial Sudamericana, S. A., Bue-
nos Aires, 1957). Poco antes de acabar la guerra aparecía el influ-
yente ensayo de Karl Polany, The Great Transformaron: The Politi-
cal and Economic Origins of our Time, Boston, 1944, en el que se
intenta estudiar (con un punto de vista bastante histórico) el «co-
lapso de la civilización decimonónica». En 1959 volvía Adolph A. Ber-
le Jr. a la carga con su Power without Property (versión castellana:
Poder sin propiedad, Tipográfica Editora Argentina, S. A. - TEA, Bue-
nos Aires, 1961). Y, ya en los años sesenta, habrían de desarrollar
John Kenneth Galbraith su concepción de la «tecnoestructura» regi-
dora de los destinos del «nuevo Estado industrial» {The New Indus-
trial State, Boston, 1967; versión castellana: El Nuevo Estados In-
dustrial, Editorial Ariel, S. A., Esplugues de Llobregat [Barcelona],
1974) y Daniel Bell su teoría del advenimiento de una sociedad post-
industrial (teoría que culminaría con su monumental The Conring
of Post-lndustrial Society, Nueva York, 1973; versión castellana: El
advenimiento de la sociedad post-industrial, Alianza Editorial, S. A.,
Madrid, 1976), en la que no predominarían ya los «modos de eco-
nomizar», sino los de «sociologizar». Junto a capaces economistas
influidos por el punto de vista sociológico (como Galbraith) o a
potentes sociólogos a los que no ha sido del todo ajena la óptica
de los economistas (como Bell), se alinearon también en posiciones
semejantes sociólogos mucho más vagarosos, como Alain Touraine o
Alvin Ward Gouldner.
15
inclinación a ver en la Escuela de Frankfurt tan sólo a un gru-
po de filósofos y críticos de la cultura ha redundado en el ol-
vido de la importancia que han tenido siempre algunos cientí-
ficos sociales en la fundación y en la historia del Instituí. Par-
ticularmente influyentes fueron las posiciones del economista
Friedrich Pollock, objeto de la dedicatoria de la Dialéctica del
iluminismo de Horkheimer y Adorno. Por las mismas fechas en
que Veblen o Berle publicaban sus consideraciones acerca del
creciente grado de organización de la vida económica indus-
trial, por las mismas fechas en que Bruno Rizzi gestaba sus
ideas sobre la burocratización del mundo, exponía Friedrich
Pollock sus tesis sobre el «capitalismo de Estado». Pollock se
animó probablemente a trabajar en ese concepto como conse-
cuencia de las controversias que desgarraron el Congreso Mun-
dial de Economistas, celebrado en Amsterdam el año 1931, acer-
ca de la naturaleza de la crisis económica en curso y de los en-
foques a sus posibles salidas. La crisis era entendida por Po-
llock como el canto de cisne del capitalismo concurrencial tra-
dicional; y la veía agravada por la ceguera tardoliberal (del es-
tilo de la representada por un Ludwig von Mises) respecto de
la política estabilizadora a aplicar. Una política estabilizadora
eficaz pasaba ineluctablemente, según él, por la «reorganización
completa de la economía», quizá en un sentido socialista, o bien,
en el otro extermo, en un sentido fascista. En cualquier caso:
el mercado, como instrumento indirecto de regulación del equi-
librio entre la oferta y la demanda, tenía que ser substituido
—lo estaba siendo ya— por un sistema de planificación directo
controlado por el Estado, el cual era dirigido por una omnipo-
tente burocracia, fusión de la tradicional burocracia de la Ad-
ministración con la nueva burocracia del management industrial.
Eso podía aclarar a la vez el empuje fascista y el new deal roo-
seweltiano como fenómenos de época, y habría de servir luego
como primer armazón conceptual de la teoría de la convergen-
cia de las sociedades industriales avanzadas (que ve la experien-
cia soviética también a través de estos cristales).
La recepción de esas tesis por los miembros y colabo-
radores no economistas del Institut no fue homogénea, aparte
de que en su entorno trabajaban economistas, como Henryk
Grossmann, radicalmente opuestos a ellas. Pero en lo que a
Horkheimer y Adorno hace, fueron sin ninguna duda determi-
nantes del proceso intelectual posteriormente seguido.52 La con-
12. Una de las causas del frecuente olvido en que tienen
a Pollock los críticos y estudiosos de la Escuela de Frankfurt es
16
ciusión era obvia: la vida económica, los mecanismos de acu-
mulación y valorización del capital que la alimentan, había de-
jado de ser importante para entender el mundo en que vivimos;
la política de las burocracias, dispuesta según los moldes de la
«razón instrumental» científico-técnica tomaba ahora el relevo.
Si ya las primeras generalizaciones a partir de resultados frag-
mentarios obtenidos por la sociología económica empírica nos
resultan hoy un si es no es incautas, y todavía menos cautelosa
puede parecemos la ambiciosa teorización del economista Po-
llock, la desmedida extrapolación a que procedieron Max Hor-
kheimer y Theodor W. Adorno adquiere dimensiones grotescas:
en la Dialéctica del iluminismo se reconstruye ya la entera his-
toria de la cultura material y espiritual burguesa al hilo del des-
pliegue de la «razón instrumental». —En una operación que, di-
cho sea de paso, instruye mucho acerca de los hábitos intelec-
tuales predominantes entre filósofos especulativos.
Aunque heredero de esta línea de pensamiento, el jo-
vsn Habermas demuestra estar bastante más libre de especula-
ción poco fundada —o fundada en motivos primordialmente li-
terarios— que sus maestros frankfurtianos. A juzgar por la
soltura con que está impuesto en conocimientos legales y cons-
titucionales, es verosímil que la solidez científica de jurista y
politòlogo de Wolfgang Abendroth le haya influido beneficiosa-
seguramente el hecho de que sus ensayos fueran de difícil acceso
hasta que Helmut Dubil hizo una manejable compilación de los más
significativos: Friedrich Pollock, Stadien des Kapitalismus, Munich,
1975. Por lo demás, bien puede afirmarse que las tesis de Pollock
dividieron de un modo definitivo a los miembros de la Escuela,
sobre todo a partir de una controversia habida a comienzos de los
anos cuarenta en el Institute of Social Research (que era como se
llamaba en el exilio norteamericano) sobre las relaciones entre eco-
nomía y política. Neumann, Gurland, Kirchheimer y Marcuse com-
ponían un frente; el mismo Pollock, Adorno y Horkheimer, el otro.
De poco sirvió que Neuman, el refinado jurista estudioso del nazis-
mo, probara que en el curso seguido por las «corporaciones auto-
gestionadas» creadas por los nazis para controlar la economía, cor-
poraciones a las que fluían los respectivos pináculos de la buro-
cracia estatal y del management industrial, se invirtió completa-
mente la originaria intención de control: los controladores políticos
del Estado acabaron siendo totalmente controlados por los represen-
tantes de los monopolios industriales. De poco sirvió: los frentes
de disputa se habían ya estabilizado para siempre, dando lugar a
una «izquierda» (por la que en aquellos momentos se distinguía
Neumann) y a una «derecha» (capitaneada por Horkheimer) frank-
furtianas.
17
mente. De Abendroth viene seguramente también el refinado
designio político socialdemócrata de HCOP, la predisposición,
esto es, a ver en las sociedades industriales constituidas por el
Estado social un marco que ofrece la posibilidad de una trans-
formación socialista. En fin: la sensibilidad histórica —que es
una de las cualidades más notables del presente libro—, proce-
dente de los frankfurtianos y del maestro hermenéutico de
Habermas, Hans-Georg Gadamer, posiblemente se ha robuste-
cido y positivizado también en contacto con el politòlogo (autor
a su vez de trabajos historiográficos). Pero tampoco halló en
él, a lo que se ve, instrumentos analíticos que le permitieran pe-
netrar en la naturaleza de la vida económica; las referencias
económicas son con frecuencia oblicuas al asunto tratado y es-
tán inspiradas siempre por el punto de vista histórico y socioló-
gico. La compacidad propia del razonamiento teórico-económico
es ajena a este ensayo, incluso cuando parece ineludible, como
en varios pasos de su último tercio,
II
HCOP contiene un diagnóstico de la sociedad industrial
constituida por el Estado social, y casi se atreve a un pronós-
tico. El modo de elaborar el diagnóstico es esencialmente his-
tórico-genético: la observación de la evolución de la publicidad
burguesa hasta nuestros días sirve a la interpretación de sus
actuales tendencias conflictivas. La publicidad burguesa es con-
cebida como un ámbito característico de la era del capital. Con
el desarrollo histórico de la cultura material burguesa tiene lu-
gar la progresiva emancipación del tráfico económico entre los
hombres respecto de las ataduras del poder político público. En
esa esfera tradicionalmente privada del tejido económico va
abriéndose paso un ámbito «social» —independiente de y hasta
enfrentado a la autoridad pública— que reúne los comunes in-
tereses —o intereses «públicos»— de los sujetos privados en lo
tocante a la regulación de su tráfico mercantil y a su posición
ante el poder político. Ese ámbito «social», encargado de me-
diar entre sociedad civil y Estado, de hacer valer las necesida-
des de la sociedad civil33 frente al Estado (y luego también en
13. La misma aparición del concepto de «sociedad civil»
en los teóricos políticos europeos de los siglos xvi y xvii, recupe-
rando la idea romana de societas como asociación privada y reco-
giendo el antiguo eco denotador de la ley civil en el derecho privado
romano clásico, es suficientemente ilustrativa de los cambios socia-
18
el Estado), es lo propiamente denoiadu por la categoría «publi-
cidad burguesa». En la medida en que el Estado liberal de De-
recho habrá de legitimarse ante ella, acabando por incorporarla
a sus tareas legislativas, la noción se convierte en un elemento
central de la teoría política moderna. La base social originaria
de la publicidad burguesa la arroja un público compuesto por
pequeños propietarios privados que convierten su esfera pri-
vada en objeto de común raciocinio. De la más íntima esfera
familiar extraen la sabiduría psicológica que trasladarán lite-
rariamente a publicidad. Su vocación de ciudadanos activos en
el plano de la publicidad política, de otro lado, está alentada por
su inserción como propietarios privados en la esfera productiva
(según el célebre ideologerna de Mandeville: «prívale vices, pu-
blic benefits»), Habermas repasa las fases evolutivas de la publi-
cidad burguesa y de su base social, y somete a crítica varias
teorías políticas típicas de esas fases.
La publicidad literaria y política constituida por el ra-
ciocinio público de propietarios privados instruidos puede man-
tener la ficción de su general accesibilidad mientras no se de-
rrumba la ficción socioeconómica pretextada, a saber: la idea
de que la sociedad civil burguesa está tendencialmente asentada
sobre un ordre naturel que posibilita el igualitario y universal
cumplimiento de los requisitos imprescindibles para acceder a
la publicidad política: la propiedad privada y la instrucción. La
irrupción, tan característicamente decimonónica, de las masas
desposeídas e iliteradas en la publicidad burguesa viene a ser
el marbete empleado por Habermas para indicar la entrada en
una nueva etapa de conformación de la publicidad. Ocurre ahora
que el entero orden político-social burgués se ve amenazado en
sus raíces por la nueva situación. —Habermas resume las ideas
del joven Marx al respecto.— De ahí la terminante reacción con-
tra la creciente preeminencia de la opinión pública perceptible
en los clásicos de la doctrina liberal: Habermas dedica un fe-
liz parágrafo a la disección del pensamiento político de Mili y
Tocqueville. Se enfrentan éstos, en substancia, elitariamente a
la inopinada extensión del ámbito de la publicidad política: su
invasión plebeya arruina la posibilidad de un gobierno y una
legislación competentes; la vida política anda henchida de de-
les que se estaban imponiendo. Pues se trataba de un eco perdido |
en el medioevo: «civil» tenía por esa época connotaciones de bajeza i
y el significado de vileza, como está documentado para el siglo xvi
hispánico por el celebrado Diálogo de la lengua (edición al cuidado j
de José F. Montesinos, Madrid, 1928, p. 189) de Juan de Valdés.
19 j
magogos de baja catadura, con tan poca instrucción como es-
crúpulos, y sin embargo capaces de gran audiencia. El forma]
igualitarismo cobijado por el principio de la publicidad burgue-
sa impide distinguir entre el demagogo populista y el estadista
de amplias miras, y tanto más grave es la cosa cuanto más an-
cho el portal de entrada a la publicidad política burguesa. Mili
no comete el anacronismo de reclamar el atrancamiento de ese
portal: exige antes bien un escalonamiento jerárquico en el
recinto mismo de la publicidad, algo así como una restauración
de la «publicidad representativa» preburguesa (según el léxico
dé Carl Schmitt, recogido por Habermas), en virtud de la cual
no podrían las gentes sencillas juzgar de los programas y las
decisiones de la minoría instruida llamada al ejercicio de la
política profesional, sino sólo de los personajes en sí, de sus
curiosidades biográficas, del papel que «representan» ante el
público; que no tendría que opinar ya del texto representado
y escenificado por esos actores, sino sólo de las tablas y las
maneras de ellos. Aconseja Mili: «el público debería limitarse
a convertir en objeto de su juicio, por lo común, más al ca-
rácter y a los talentos de las personas a las que llama para que
se ocupen de estas cuestiones, en vez de las suyas propias, que
a las cuestiones mismas».'4 Esa tendencia ideal a la «refeudali-
zación» de la cultura política burguesa madura ha hallado un
cauce de realización en el ulterior desarrollo histórico del ca-
pitalismo hasta convertirse en una de las tendencias material-
mente tangibles de las sociedades altamente industrializadas de
nuestros días.
En su tercera fase evolutiva relevante, se ha visto con-
dicionada la publicidad burguesa por el socavamiento de la
base de la publicidad literaria y el surgimiento de un público
consumidor de cultura, engendro de la penetración de las leyes
del mercado en la esfera íntima de las personas privadas y de
la consiguiente aniquilación del hogar tradicional del raciocinio
burgués. Eso por un lado. Por el otro, está el hecho de que la
estructura social antagónica ínsita al capitalismo impele cada
vez más a la organización de los sujetos privados según las
orientaciones de sus intereses, con lo que el público de perso-
nas privadas políticamente raciocinantes se ve también conde-
nado a la extinción; en su lugar aparece un conjunto de insti-
tuciones (partidos políticos, organizaciones sindicales, asociacio-
nes corporativas, imiones patronales, etc.) que cargan con las
tareas de mediación entre la sociedad civil y el Estado. Los in-
14. Citado en la página 168 del presente libro.
20
tereses privados antagónicamente organizados toman al asalto la
publicidad política.
El escenario, común a ambos fenómenos, está definido
por lo que Habermas llama «tendencia al ensamblamiento de
esfera pública y ámbito privado». El Estado, crecientemente ur-
gido a compensar los intereses en pugna que ahora maculan
la esfera de la publicidad política —ante la cual, según el viejo
designio constitucional del Estado de Derecho está obligado a
legitimarse—, no puede resistirse a una intervención cada vez
más directa sobre los mecanismos reguladores de la vida eco-
nómica y social. —Con acribia de jurista, rastrea Habermas esa
transformación de la actividad del Estado en la evolución de
las concepciones y las prácticas legales, señaladamente en la
evolución del derecho privado burgués en su relación con las
instituciones de derecho público.— También, al revés, las ins-
tituciones tradicionales de la esfera privada del capitalismo con-
currencia! van haciéndose con tareas antes reservadas a los po-
deres públicos y contagiándose de su pathos burocrático-admi-
nistrativo. Las empresas capitalistas comienzan ya al romper el
siglo a desprenderse de su inveterada vinculación al reducto de
la privacidad; el trabajo, la profesión, van adquiriendo una di-
mensión pública, y aparece el tiempo de ocio como su contra-
peso privado. Pero no es poco precaria esa privacidad, comple-
tamente invadida como está por la industria de los medios de
comunicación y la propaganda comercial pertrechada con las
técnicas de las public relations. Habermas persigue estilizada-
mente la historia de los medios de comunicación, particularmen-
te la de la prensa periódica, en su articularse con la publicidad
burguesa y con las determinantes socioeconómicas de ésta. Re-
cuerda que el reclamo publicitario no es inherente a la natu-
raleza misma de la cultura material burguesa y vincula histó
ricamente su aparición al surgimiento de dificultades serias de
realización del beneficio en un contexto de oligopolización m
crescendo del mercado.
Las técnicas de las public relations resultan bastante
esenciales para entender lo que Habermas califica como incli-
nación a la «refeudalización» de la sociedad industrial avanzada.
Esas técnicas, a diferencia de los anuncios comerciales decimo-
nónicos, evitan a toda costa la presentación de la propaganda
comercial como si estuviera movida por un interés particular
(el interés de dar salida a una mercancía), travistiendo las ge-
nuinas intenciones privadas del publicista con ropajes de inte-
rés público: el producto es ofrecido como si fuera de interés
general y como si no moviera otra cosa a ofrecerlo que el in-
21
terés general; fingen, esto es, tratar a su público como a un
público de ciudadanos, no de consumidores. Y así se ven las
instituciones políticas y sociales de nuestros días constreñidas
a proceder análogamente, con resultado invertido: los ciuda-
danos son tratados como consumidores. De ahí la conversión
de la vida política contemporánea en un asunto de marketing
en el que nada importan los principios, los programas ni las
intenciones de las varias políticas, sino meramente su imagen
de marca, sus ápices venales. Habermas piensa que el mundo
mental de las public relations —vehiculado por los medios de
comunicación de masas— se ha convertido en una realidad subs-
tancialmente configuradora del actual desgozne de la publici-
dad burguesa; i5 de su regresión a formas preburguesas de «pu-
blicidad representativa», basada antes en el aura personal del
dominador que en la moderación y racionalización del ejercicio
del poder político a través del raciocinio de un público, que,
nnr l/-> Hpmóc £»ctá nnmnlplampntp nrruinníln rnmn mn^emen-
f V J . V^* — J — f —
cia del quebranto de su intimidad y privacidad. El lugar del
raciocinio público lo ocupa ahora la aclamación plebiscitaria
de la masa.
III
No pasará inadvertida la impronta frankfurtiana de
esa manera de ver las cosas. Es bien notoria, por lo pronto, en
el aristocraticismo cultural, en la tendencia, en el fondo, a con-
templar la irrupción de las masas en la publicidad (literaria y
política) como uno de los agentes de la ruina de los admirados
ideales ilustrados, y entre ellos, el del principio de publicidad.
Claro es que este elitismo es mucho menos grave en el Haber-
mas de HCOP que en el Adorno crítico de jazz. Pero aun así
no es tangencial a la confección misma del ensayo: todo ocurre
como si al margen de la publicidad burguesa no hubiera exis-
tido una sólida y robusta publicidad plebeya; la que permitió
pensar al joven Marx en la clase obrera industrial como un
elemento que estaba y no estaba en la sociedad civil burguesa.
Ahora bien: la industrialización y el desarrollo capitalistas han
acabado por destruir en buena medida esta publicidad plebeya
15. No podrá negársele al menos solidez filológica a este
aserto: «publicidad», que aún en el castellano de hace un siglo
refería exclusivamente al estado y la calidad de la vida pública, ape-
nas significa hoy otra cosa en el idioma corriente que propaganda
comercial, reclamo publicitario.
22
o proletaria; y ese es uno de los datos más importantes que con-
viene registrar cuando se quiere explicar la facilidad e impuni-
dad con que avanza la tendencia manipulativa, muy agudamente
descrita por Habermas, en la publicidad política del presente.
El dejarlo fuera de su campo de visión no puede menos de
mermar el alcance del penetrante diagnóstico.16
También resulta apreciable esa impronta frankfurtia-
na en la afición —muy acusada en el último Horkheimer— a
espejear filosóficamente el ideario burgués dieciochesco, afi-
ción que acostumbra a desembocar en los maestros frankfur-
tianos en una pesimista estimación crítica (de cuño romántico)
de las presentes realidades y en una invocación de lo «entera-
mente otro» como transcendente refugio de la pasividad polí-
tica a que fuerza la futilidad misma de la acción. No es éste,
empero, el caso del joven Habermas: él contrapone a aquella
tendencia resueltamente regresiva descubierta en la publicidad
nnlítí^n Hp lue cru^iprlsiHpc ir>rhi<;t**3 les rnn «fíf~i liria c nnr
r - — —~ —- —
do social otra tendencia que, de imponerse, abriría el camino
a una sociedad socialista, colmando el ideal emancipatorio con-
tenido como promesa en el principio de la publicidad burguesa.
La realidad de esta contratendencia no parece, desde luego, tan
sólida como la de su prepotente competidora. El que nuestro
autor, de todas formas, se esfuerce en hallarla obliga a pensar
en la influencia política del socialdemócrata Abendroth, y el
modo como nos ia presenta es muy característico de un estilo
intelectual que, con los años, habrá de acentuarse:
«El cambio de función que en el Estado social experimen-
tan los derechos fundamentales, la transformación del Estado libe-
ral de Derecho en Estado social, en general, contrarresta esta ten-
dencia efectiva al debilitamiento de la publicidad como principio: el
mandato de publicidad es ahora extendido, más allá de los órganos
estatales, a todas las organizaciones que actúan en relación al Es-
tado. De seguir realizándose esa transformación, reemplazando a un
público —ya no intacto— de personas privadas individualmente in-
sertas en el tráfico social, surgiría un público de personas privadas
organizadas. En las actuales circunstancias, sólo ellas podrían parti-
cipar efectivamente en un proceso de comunicación pública, valién-
dose de los canales de la publicidad interna a los partidos y aso-
ciaciones, v sobre la base de la notoriedad pública que se impon-
ib. Estas limitaciones de HCOP han sido criticadas por
W. Jäger, Öffentlichkeit und Parlamentarismus, Stuttgart, 1973; tam-
bién, más indirectamente, por A. Kluge/O. Negt en Öffentlichkeit
und Erfahrung. Zur Organisationsanalyse von bürgerlicher und pro-
letarischer Öffentlichkeit, Frankfurt. 1972.
23
dría a la relación de las organiza Hönes con el Estado y entre ellas
mismas. El establecimiento de compromisos políticos tendría que
legitimarse ante ese proceso de comunicación pública.» 17 [El subra-
yado es del autor.]
Adviértase que a la tupida y profunda raigambre social
y económica de la tendencia regresiva no puede Habermas sino
enfrentar el «mandato de publicidad», que informa al Estado
liberal de Derecho, ampliado por el Estado social, «más allá de
los órganos estatales, a todas las organizaciones que actúan en
relación al Estado». La clásica utopía estratégica socialdemó-
crata, basada en la obliteración del carácter de clase del Esta-
do burgués, salta a la vista de un modo menos llamativo, pero
acaso más instructivo, en el siguiente pasaje:
«Característico de la evolución del Estado social es que la
diferencia cualitativa entre las intervenciones en las rentas y en las "
fortunas, por una parte, y en la disposición sobre la propiedad,
por la otra, vaya convirtiéndose en una diferencia meramente de
grado, de modo que incluso la gravación fiscal puede llegar a con-
vertirse en un instrumento de control de la propiedad privada. Pero
el Estado fiscal sólo se convertiría definitivamente en una socie-
dad estatal si todo poder social un poco relevante políticamente
estuviera también sometido a control democrático.» 57bie
No hay que ser marxista para saber que el Estado fis-
cal o impositivo está estructural y funcionalmente vinculado a
los mecanismos de acumulación del capital y, así, imposibilitado
como organizador directo de la actividad productiva. —La no-
ción de «Estado fiscal» y la aclaración de su íntima conexión
con la vida económica burguesa proceden precisamente del con-
servador Joseph Alois Schumpeter.— La poca familiaridad con
el instrumentarium analítico de los economistas —académicos
o no— impidió a Habermas atisbar mucho más allá de un ho-
rizonte dominado por los teóricos (principalmente sociólogos
de la economía y del derecho y filósofos morales) del «capita-
lismo organizado». En Keynes mismo hubiera podido aprender
que el intervencionismo estatal tiene unos límites históricos y
económicos irrebasables.18
17. P. 257.
17 bis. Pp. 255-256.
18, Schumpeter acuñó la noción de «Estado fiscal» en su
conocido opúsculo Die Krise des Steurstaats, Leipzig, 1918. (Hay una
reedición reciente en: R. Goldscheid/J. S. Schumpeter, Beiträge zur
politischen Ökonomie der Staatsfinanzen, Frankfurt, 1976, prepara-
24
IV
La intensa gravedad y el alcance planetario de la crisis
económica que atraviesa de nuevo el sistema productivo capi-
talista desde comienzos de la década de los setenta están con-
tribuyendo en buena medida a la remoción del panorama de las
ciencias sociales en los últimos años. Poco han tardado en desa-
parecer las versiones más apologéticas (o ingenuas) sobre el
«capitalismo organizado» que nunca jamás habría de conocer
crisis económicas, y las teorías de la «sociedad postindustrial»,
según las cuales la dinámica de la búsqueda imperativa del be-
neficio había dejado de ser un rasgo relevante de las socieda-
des avanzadas de nuestros días, apenas consiguen hacerse oír,
cuando no optan —y éste es normalmente el caso de sus repre-
sentantes menos gárrulos— por un prudente y expectante silen-
cio. A ello contribuye tanto un renacimiento, importante y evi-
dente, de las investigaciones económicas más o menos tradicio-
nalmente orientadas en el marxismo, cuanto, y sobre todo, una
creciente alineación de los economistas académicos en posicio-
nes neoclásicas (en lo que a la comprensión de los fenómenos
hace, no menos que en las políticas estabilizadoras propugna-
das): el griterío de los herederos de Ludwig von Mises, por así
decirlo, sofoca las tímidas protestas de los descendientes de
Friedrich Poílock.19 El Estado social ve amenazada su apoyatura
da por Rudolf Hickel.) La ajenidad respecto de la óptica de los eco-
nomistas, a pesar de la segura influencia en Habermas de un jurista
y politologo tan sólido científicamente como Abendroth, no resulta
demasiado extraña si se recuerda el escaso interés por la economía
de los juristas positivos de tradición germánica. Del más grande de
ellos, del genial Kelsen, es la siguiente afirmación expeditiva: «Y no
parece imposible que el fascismo, la forma política adoptada por la
burguesía en la lucha de clases, se revele en último término como la
vía adecuada para imponer una economía colectivista dirigida y pla-
nificada —en lo que consiste la médula del socialismo— en lugar
de la anarquía económica del capitalismo [...], e incluso cabe afir-
mar que la burguesía constituye una condición más favorable para
el logro de esta misión, ya que el proletariado no dispone, natural-
mente, del gran número de fuerzas cualificadas que se requieren
para efectuar el paso de una a otra forma de producción.» (Hans
Kelsen, Teoría general del Estado, versión castellana de Luis Legaz
Lacambra, México, 1979, p. 469; la edición original es anterior a la
Segunda Guerra Mundial.)
19. No es exagerado decir que, respecto de la comprensión
de lo que está ocurriendo hoy, hay ahora bastante más claridad y
acuerdo, entre economistas de muy distintas tendencias, de los que
25
—cimientos no parece haber tenido nunca— y se tambalea ya
hasta la veleta. Los hilos del tejido legal que le arropó (tan la-
boriosamente seguidos por Habermas) no están hoy, en su gran
parte, menos conminados a remadejamiento: baste aquí con
consignar la seria hostigación jurídica de que es objeto en nues-
tros días el derecho laboral producto de decenios de luchas obre-
ras. De las dos tendencias contrapuestas por Habermas en su
diagnóstico, una, la manipulativa y disolutoria, la regresiva ha-
cia formas de «publicidad representativa» preburguesa (tan
oportunamente recreada por Habermas en la vocación teatral
de Wilhelm Meister), sigue plenamente vigente en las democra-
cias parlamentarias occidentales; hasta podría decirse que al-
canza hoy una plenitud impensable hacesólo unos años: mié
tras un mediocre actor hollywoodense —que es además un
cotizado modelo de spots publicitarios televisivos— llega a pre-
sidente de Estados Unidos, un conocido cómico, reúne —sin
programa político alguno— cerca del 15 % de las intenciones
de voto del electorado francés al anunciar su candidatura a la
presidencia de la República. La contratendencia apuntada por
Habermas, en cambio, aparece aún más claramente a la luz de
ahora como lo que siempre fue: buena intención normativa del
autor, desprovista de cauce material visible de realización.
Es típico de la posterior evolución de Jürgen Haber-
mas el ir cargando las tintas en la «buena intención normativa»
en detrimento de la exploración de su posible encauzamiento
hubo en los años treinta. Los keynesianos más inteligentes hace mu-
cho tiempo que han entendido que el análisis del maestro «estaba
estructurado en términos de un período muy corto en el que el acer-
vo de capital y la técnica de producción están dados» (Joan Ro-
binson, La acumulación de capital, versión castellana de Edmundo
Flores, México, 1960, p. 7; la edición original inglesa es de 1956): lo
que, en plata, quiere decir que este análisis es más bien inútil en
una época, como la nuestra, de revolución tecnológica acelerada y
de necesidad de renovación del capital fijo. Con los ojos puestos en
ello insisten los neoliberales a la Friedman en la inevitabilidad, para
hacer frente a esas necesidades de renovación, de reducir drástica-
mente el gasto público, lo que implica (aunque no es lo único que
implica) el final del Estado asistencial. Muchos economistas mar-
xistas tratan de acoplar la teoría de las ondas largas de Kondratief
(recuperadas también ahora, curiosamente, por el conservador Ros-
tow) a la hipótesis de los ciclos de renovación estructural del capital
fijo, y otros trabajan en la prometedora perspectiva que abre a la
investigación económica el análisis de la internacionalización del
capital y de la nueva división internacional del t rabaj o que está
surgiendo.
26
material. Eso puede observarse bien atendiendo al espectro de
preocupaciones y procedimientos intelectuales determinantes
del curso seguido por nuestro autor desde mediados de los
sesenta. Apenas ha vuelto sobre los temas sociológicos, histó-
ricos, jurídicos y económico-sociológicos que componen buena
parte del transfondo de HCOP. —Y cuando ha vuelto, ha sido
más para explicitar puntos de vista implícitos en HCOP que
para proseguirlos crítica o autocríticamente.—2(1 Los proyectos
esbozados por Jürgen Habermas en los últimos lustros pueden
reducirse, en substancia, a tres: la crítica de la filosofía del co-
nocimiento,21 la construcción de una teoría de la competencia
comunicativa o «pragmática universal»22 y la «reconstrucción
del materialismo histórico».2^ Desde luego que todos tienen que
ver con ámbitos problemáticos y con motivos ya presentes en
HCOP (de ahí la significación de esta obra en la producción
global de Habermas), pero el estilo intelectual ha experimentado
un desplazamiento hacia la especulación filosófica que impide
o dificulta la discusión de otros temas y asuntos bien esenciales
a ía investigación juvenil.
En la Reconstrucción del materialismo histórico, por
comenzar en lo temáticamente más afín a¡ presente ensayo, se
propone Habermas una tarea que, en verdad, por la desmesura
de su intención (y por la precariedad del material empírico y
de las herramientas conceptuales disponibles), sólo un filósofo
optimistamente tradicional podría proponerse: diseñar una teo-
ría de la evolución social. No dejan de ser significativas las
20. Así, por ejemplo, en Theorie und Praxis, Franckfurt,
19724, pp, 238 y ss., declara abiertamente Habermas que el «irrever-
sible» intervencionismo y la «definitiva» regulación estatal de la
economía vuelve inservible no sólo el instrumental conceptual de
Marx, sino su entero programa científico. Análogamente, bastantes
años más tarde, en «Legitimationsprobleme im modernen Staat», en
Zur Rekonstruktion des historischen Materialismus, Frankfurt, 1976,
p. 288, ha vuelto a hablar con la misma impasibilidad de «un sistema
económico relativamente imperturbado» en el que el «Estado carga
programáticamente con una garantía de aval para el funcionamiento
del proceso económico»,
21. Technik und Wissenschaft als Ideologie, Franckfurt,
1968; Erkenntnis und Interesse, Frankfurt, 1968.
22. Sobre todo, en «Vorbereitende Bemerkungen zu einer
Theorie der kommunikativen Kompetenz», en Habermas/Luhman,
Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie?, pp. 101 a 141, y en
«Was heisst Universalpragmatik?», en K. O. Apel (ed.), Sprachprag-
matik und Philosophie, Frankfurt, 1976, pp. 174 a 272.
23. Zur Rekonstruktion des historischen Materialismus, cit.
27
principales influencias que ha recibido en ese empeño. En pri-
mer término, las investigaciones piagetianas sobre la ontogéne-
sis de la conciencia moral y del aprendizaje, por homología con
las cuales —y aun si con ciertas reservas— quiere Habermas
trazar las líneas maestras de su teoría general de la evolución
social. (Si ya los estudios psicológicos piagetianos han sido cri-
ticados por el carácter fantasioso de algunas de sus construc-
ciones, nada hay que decir del intento de trasladarlos, al del-
gado hilo de la analogía, al plano del despliegue civilizatorio.)
Luego es también patente la influencia del funcionalismo socio-
lógico norteamericano; no por cierto el del morigerado y sen-
sato capataz de obra de la construcción de «teorías de medio
alcance» (Robert K. Merton), sino el del ambicioso y especula-
tivo arquitecto de una teoría global del «sistema de la acción
social» (Talcott Parsons). De éste, en buena parte, le viene aho-
ra a Habermas la tendencia a pensar que:
«El desarrollo de las estructuras normativas es el motor
de la evolución social, puesto que principios nuevos de organización
social vienen a significar también formas nuevas de integración so-
cial; y sólo éstas, a su vez, hacen posible la implementación de fuer-
zas productivas ya existentes, o el surgimiento de otras nuevas, así
como el incremento de complejidad social.»24
Por «estructuras normativas» entiende Habermas los
ámbitos del derecho y de la moral y, en general, lo que llama
esferas de la «interacción comunicativa». (Dicho sea de pasada:
con este aserto del Habermas de 1976 se aclaran en buena me-
dida las esperanzas, ya mencionadas, puestas por el Habermas
de 1961 en el evanescente «mandato de publicidad» del Estado
de Derecho.) La noción de «interacción comunicativa» procede
de la filosofía del conocimiento habermasiana,25 y se basa en
su distinción entre «acción estratégica» —propia de lo que, se-
gún Habermas, configura el «trabajo»— y «acción comunica-
tiva» —alojada en el habitáculo de ia «interacción»—, tipos de
acciones a los que subyacerían «intereses de conocimiento» dis-
tintos y que, en consecuencia, darían lugar a distintos tipos de
conocimiento y racionalidad (la racionalidad técnico-instrumen-
tal y la racionalidad hermenéutica de la praxis).26 Habermas no
24. Ibidem, p. 35.
25. Véase Technik und Wissenschaft ais Ideologie, cít., pp.
62.,y ss. = -
26. Habermas añade a estos dos intereses de conocimiento
tt^I.técnico y el comunicativo— el «interés emancipatorio». Pero no
28
ha conseguido, por el momento, esclarecer bien el status quasi
transcendental que hay que atribuir a esos «intereses de conoci-
miento». Todavía menos convincente resulta la operatividad de
la tajante diferenciación categorial —procedente de Hannah
Arendt— entre «trabajo» e «interacción comunicativa». Cuando
Habermas intenta traducirla a léxico marxista, trasladando, por
ejemplo, «trabajo» por «fuerzas productivas» e «interacción»
por «relaciones de producción», resulta particularmente desa-
fortunado, porque está implicando la calificación de la moral
o del derecho como «relaciones de producción». La inclusión de
la lucha de clases en el ámbito de la «acción estratégica», por
poner otro ejemplo, no es ya muy coherente con la compren-
sión de la «acción comunicativa» como el motor de la historia;
pero más grave aún es que esto invite a entender (bastante de
acuerdo, por otra parte, con los instintos políticos juveniles dis-
tinguibles en HCOP} el Estado, el Derecho y la moral como ins-
tancias más o menos ajenas a los choques de las clases, en vez
de atravesadas por su agencia.27
tiva tampoco es cosa reciente; corren con un papel muy princi-
pal en HCGP. Ya hemos tenido ocasión de constatar el interés
La ocupación con problemas de interacción comunica-
quedan bien definidos sus contornos, pues a menudo lo declara fun-
damentante de los otros dos.
27. Richard Bernstein que, como muchos filósofos analí-
ticos post-sesentaiochescos con mala conciencia, no puede menos de
sentir simpatía por Habermas, ha criticado en cambio con mucha
resolución estas ambigüedades de la gnoseología habermasiana (op.
cit., pp. 321 y ss.). Hintikka, cuya conciencia de filósofo analítico
parece menos atormentada, ha escrito (un poco a la diabla) una crí-
tica demoledora de este tipo de distinciones entre racionalidades:
«Razón práctica ver sus razón teórica: un legado ambiguo», en la
revista Teorema, vol. VI, n.° 2, pp. 213 a 236. Por otra parte, la
tendencia habermasiana a recoger léxico e ideas de ambientes muy
varios (a veces, incluso, a través de terceros) y a intentar luego las
traducciones, puede gastarle bromas peores que la que hemos co-
mentado: el trabajo con demasiadas hipótesis, en efecto, puede lle-
var incluso a la argumentación lógicamente inconsistente o contra-
dictoria (no sólo a la esterilidad científica). Así, por ejemplo, cuan-
do, influido por el pensamiento parsoniano, llega a formular con
léxico marxista (Zur Rekonstruktion..., cit., pp. 178 y 179) que la
neolítica división de la sociedad en clases y edificación de institu-
ciones políticas estables de dominación son anteriores a (y no con-
secuencia de) un aumento importante de las fuerzas productivas;
una formulación así hace inconsistente toda la argumentación, por-
que la existencia, por ejemplo, de instituciones políticas estables de
29
demostrado en esta temprana obra por la «participación efec-
tiva» de las «personas privadas organizadas en un proceso de
comunicación pública». Las circunstancias que hayan de permi-
tir esa comunicación pública auténtica, imponiéndose al entor-
no concitador de la espúrea comunicación manipulada caracte-
rística de la publicidad política contemporánea, no son bien es-
pecificadas. El «mandato de publicidad» heredado del Estado
de Derecho por el Estado social requiere, ciertamente, a ello,
pero no es muy inteligible cómo habrá de conseguirlo, cómo
habrá de hacer valer esa contratendencia idealmente prefigura-
da.28 Cuando el proseguido interés de Habermas por los pro-
blemas de la comunicación ha fructificado en su proyecto de
«pragmática universal», o de «teoría general de la competencia
comunicativa», en cierto modo se ha repetido la situación. Ese
dominación, y la existencia de una casta de dominadores, presupone
siempre la existencia de un importante excedente económico (que
explica la posibilidad de que se forme una casta estable de domi-
nadores, una casta, esto es, no directamente vinculada ya al trabajo
productivo), lo que implica un incremento relevante previo de las
fuerzas productivas. Los antropólogos de inspiración parsoniana (sig-
nificativamente, no mencionados por Habermas) pueden al menos
eludir esta contradicción, entre otras cosas, porque en su léxico no
figuran nociones tales como «excedente económico» o «fuerzas pro-
ductivas».
28. Un poco después del pasaje, ya citado, al que hacemos
referencia, se alude, en calidad de apoyatura, al tópico marxista de
la extinción de los antagonismos de clase como consecuencia del
desarrollo de las fuerzas productivas y de una situación de abun-
dancia tal que haga innecesaria la disputa entre los hombres por el
producto social. La riqueza de las sociedades industriales constitui-
das por el Estado social posibilitaría la paulatina pérdida de acritud
de los conflictos sociales, redundando en favor del «mandato de
publicidad» del Estado de Derecho. Pero, aparte de que en la tra-
dición marxista no vulgar jamás se ha confiado en las virtudes
automáticas del desarrollo de las fuerzas productivas si no va acom-
pañado de la mediación de la voluntad política —articulada en otro
plano: en el de la lucha de clases—, está el hecho económico funda-
mental de que la riqueza de esos países industriales depende en
buena medida del reparto de rentas imperiales, lo que les sitúa in-
mediatamente en el centro de otro campo de batalla: el de los cho-
ques de las clases y los pueblos a escala internacional. Por la época
en que Habermas escribía esas páginas, estaban contribuyendo ya a
la próspera abundancia de la República Federal de Alemania, entre
otros mucho más alejados de ella, varios millones de trabajadores
extranjeros inmigrados a los que el Estado social alemán-occidental
no concedía —ni concede aún— el más mínimo derecho político.
30
proyecto de «pragmática universal» es cautelosamente distingui-
do respecto de la «pragmática empírica» desarrollada por los
herederos del legado carnapiano. Mientras esta última estudia
las situaciones típicas de un acto lingüístico concreto, contex-
tualizándolo psicológica, sociológica y etnológicamente, la prag-
mática universal en el sentido de Karl-Otto Apel y Jürgen Ha-
bermas intenta, antes que otra cosa, explorar las condiciones
últimas (nichthintergekbaren) o transcendentales de posibilidad
de la argumentación discursiva. No es éste lugar oportuno para
calibrar ni las dimensiones ni los provisorios resultados de tan
ambiciosa y sugestiva tarea; pero vale la pena llamar la aten-
ción acerca de lo que parece ser una cada vez más frecuente
constante del pensamiento habermasiano. Influido por Apel, Ha-
bermas utiliza su estudio sobre la competencia comunicativa
para anticipar transcendentalmente una comunidad universal
ideal de diálogo. El a priori de la interacción comunicativa ven-
dría a cumplir ahora un papel análogo al del «mandato de pu-
blicidad» ampliado por el Estado social a todas las organiza-
ciones que tuvieran relevancia pública. Este a priori, constitui-
do por los presupuestos transcendentales (verdad, corrección,
etcétera) de todo uso lingüístico, independientemente de todas
sus diferencias empíricas, anticiparía (transcendentalmente) una
situación de comunicación perfecta, no empañada u obstaculi-
zada por interferencias sistemáticas tales como las emanadas
de lo que en HCOP se llama «publicidad manipulativa». Apel
y Habermas extraen no pocas conclusiones de esta en aparien-
cia sencilla construcción filosófica; entre ellas, una cuyas mag-
nitudes —muy en la tónica de los «desórdenes filosóficos» de
los felices sesenta— no parecen arredrarles: la negativa a con-
siderar válida (o, al menos, con sentido) en el terreno de deter-
minadas ciencias humanas —las basadas en «intereses» de la
praxis y en «intereses» de la emancipación— la independen-
cia entre el «es» y el «debe» (formalizada como no-validez de
A ! A -< A en la lógica deóntica); o lo que es igual, la invitación
a la comisión de la falacia naturalista en ese terreno. (Pocas
dudas puede haber de que, además de la influencia fenomeno-
lógica, que no siempre está dispuesta a conceder el que las nor-
mas y los valores puedan considerarse de otro modo que como
hechos de conciencia, subsiste aquí la «metafísica del desarro-
llo» de ascendencia hegeliana, y en parte marxiana, aficionada
a ver derivarse (sich ábleiten) valores y normas de modestas
series de hechos; las normas difícilmente son captadas en esa
tradición como algo separado —o lógicamente separable— del
decurso del ser. El discípulo de Habermas Thomas McCarthy
31
lo ha compendiado con claridad e ingenuidad americanas: «El
fundamento normativo de la teoría crítica no es, por tanto, ar-
bitrario, sino inherente a la estructura de la acción social que
ella investiga».29 Se puede ahora comprender mejor el interés
habermasiano por la ontogénesis de la conciencia moral piage-
tiana: su metódica le sirve para articular la recepción de Hegel
y de Husserl.)
Sobre si esa situación ideal de diálogo transcendental-
mente anticipada en nuestros propios usos lingüísticos va a des-
pojarse o no algún día del prieto corsé que hoy la lacera, poco
se nos dice; menos que poco acerca de cómo habría de librarse
de él, y nada sobre nuestra posible participación en ello.30 Lo
más probable es que la respuesta a todo eso haya que buscarla
antes bien en la «pragmática empírica», o en algún otro ámbito
teórico menos inmaculado que el regido por los «intereses eman-
cipatorios de conocimiento». Habermas ya dejó bien sentado en
la introducción de 1971 a la nueva edición de Theorie und Pra-
xis —respondiendo indirectamente a los feroces envites estudian-
tiles— que:
29. T. A. McCarthy, «A Theory of Communicative Competen-
ce», en Philosophy of the Social Sciences, p. 154. [El subrayado es
mío — A.D.] Respecto de la metafísica del desarrollo (Entwicklung)
de ascendencia hegeliana y su problemática presencia en la metó-
dica de Marx, véase el original ensayo de Manuel Sacristán sobre
«El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia», en la revista
mientras tanto, n.° 2, 1980, pp. 61 a 96,
30. Javier Muguerza, él mismo bastante amigo de frecuen-
tes visitas al templo de las situaciones ideales, no ha podido resis-
tirse a sacarle punta, con sus acostumbradas dotes para la ironía
benévola, a esta «situación ideal de diálogo» habermasiana compa-
rándola a la «comunión de los santos». Por otra parte, Helmut
Schnelle, un característico representante de la «pragmática empíri-
ca», ha entrado polémicamente en el terreno de los transcendenta-
listas, y ha hecho una observación aguda, que vale la pena reseñar:
si la anticipación transcendental de una situación ideal de diálogo
ha de deducirse de pretensiones ínsitas en nuestros propios usos
lingüísticos empíricos, entonces pueden encontrarse otros conceptos
transcendentales inherentes a la comunicación lingüística y contra-
dictorios del concepto transcendental de Apel y Habermas. La po-
sición Apel/Habermas habría extrapolado indebidamente la «indefi-
nite community of investigators» de Peirce, convirtiéndola en una
comunidad universal y pasando por alto la ineludibilidad («trans-
cendental») de la existencia de diversas variantes lingüísticas intra-
ducibies (en el sentido de Quine). Véase la contribución de Schnelle
en el volumen, ya citado, al cuidado de Apel, pp. 394 y ss.
«...de ningún modo puede la teoría, en contextos concretos,
legitimar las arriesgadas decisiones de la acción estratégica.» 31
V
El adentramiento progresivo de Jürgen Habermas en lo
que Arnold Gehlen, describiendo el talante intelectual imperan-
te en la academia filosófica alemana durante la República de
Weimar, conceptuó como «ajenidadal mundo» (Weltfremd-
heit),22 hace poco probable que vuelva en su madurez sobre al-
gunas cuestiones que en 1961 dejó abiertas o sobre otras —muy
relevantes para el diagnóstico y el pronóstico de HCOP— que,
a la luz de los acontecimientos relacionados con el ciclo largo
económico depresivo iniciado por el capitalismo a comienzos
de los setenta, exigen cuando menos revisión crítica del marco
científico en el que se insertan.33 Los conflictos surgidos recien-
temente —y recogidos ya por la prensa periódica— en ei Ins-
31. Theorie und Praxis, cit., p. 38.
32. De la misma época y de Ortega, que pocas cosas filo-
sóficas tuvo en común con Gehlen, es un conocido apunte de pare-
cidas intenciones: «El filósofo alemán puede desentenderse de los
destinos de Germania [...] ¿Qué impedirá al alemán empujar su
propio esquife al mar de las eternas cosas divinas y pasarse veinte
años pensando sólo en lo infinito?». Por lo demás, las propias tradi-
ciones intelectuales hispánicas dificultan la localización de la raíz
del tronco espiritual en que está Habermas injerto: el cultivo ro-
mántico germánico del ewige Gespräch (de la «eterna conversación»).
Nada más alejado del temperamento espiritual del romanticismo
español, decididamente antiburgués (aunque no siempre reacciona-
rio): de Donoso Cortés es la denuncia de la burguesía como una
«clase discutidora», incapaz de acción. Sobre esas diferencias advir-
tió ya en 1929 Carl Schmitt en su célebre Politische Theologie, Ber-
lín, 19733, pp. 75 y ss.
33. Revisar ese marco y abandonar la teoría sociológica
del «capitalismo organizado» son cosas que van como de la mano.
Los economistas pueden contribuir a eso de dos formas: aclarando
la excepcionalidad del largo período expansivo atravesado por el
capitalismo de la posguerra, e investigando la nueva configuración
planetaria que puede adquirir el capitalismo tras la reestructuración
en curso, dominada por las empresas transnacionales, de la división
internacional del trabajo. (No deja de ser una ironía de la historia
que precisamente esas grandes corporaciones empresariales, que
constituyeron el punto inicial de arranque empírico para que un
grupo de sociólogos de la economía elaborara los rudimentos de la
teoría del «capitalismo organizado», sean hoy causantes [con su
33
tituto Max Plank de Stanberg para la investigación de las con-
diciones de vida en el mundo científico-técnico, del que Haber-
mas es codirector, tienden a confirmar esa sospecha.34
Mas HCOP tiene un interés que rebasa ampliamente el
ya de por sí importante de proporcionar la clave de muchas
facetas de la obra habermasiana: cuenta, entre otras, con vir-
tudes bastantes como para convertirse en un libro inevitable
de la teoría política del Estado asistencial; pero es el caso que,
sin que su autor llegara a proponérselo, ni a imaginarlo siquie-
ra, buena parte de los factores regresivos diagnosticados con-
servan vigencia más allá de la era política del new deal corona-
da por el Estado social, y aun es de preveer que se reforzará
su peso en la barbarie neoliberal augurada por Ronald Reagan
y Alexander Haig. El que parte substancial del diagnóstico haya
salvado el obstáculo del marco científico que le circundaba35
aoaitQ q los y3 débiles dÍQucs ds los Hst^dos socislss y sus sxigvii"
cias de movilidad internacional sin barreras] y promotoras [hablan-
do en crudos términos financieros] del revival neoliberal.)
34. El Instituto de Stanberg consta, por así decirlo, de dos
alas. Una de ellas, la originaria, está dirigida por el físico Von
Weizsäcker y formada por dos equipos de economistas, un equipo
de sociólogos de la ciencia y un equipo de especialistas en cues-
tiones bélicas; uno de los grupos de economistas está compuesto
por Folker Fröbel, Jürgen Heinrichs y Otto Kreye, mundialmente
conocidos por sus investigaciones sobre la nueva división interna-
cional del trabajo. Su libro principal acaba de aparecer en ver-
sión castellana. El ala dirigida por Habermas —más reciente y
menos articulada— está compuesta por filósofos, psicólogos y so-
ciólogos. Los conflictos estallaron a raíz del anuncio de jubilación
de Von Weizsäcker: el Instituto Max Plank quiere ahora disolver
el Instituto de Stanberg y encargar a Habermas la fundación de
otro nuevo en Munich, constando él como único director. Entre los
planes futuros de Habermas como director está, por lo visto, la
liquidación del ala Von Weizsäcker y el despido de sus componen-
tes por incompatibüidad en los programas de investigación. En
efecto: mientras Fröbel, Heinrichs y Kreye están preguntándose por
cosas tales como el excedente existente en los países subdesarrolla-
dos del recurso hombre y de su explotación por los países imperia-
listas a través de las empresas transnacionales, Habermas está
interesado en interrogaciones de más hondo calado: «¿Se conver-
tirá el medio vinculativo que es el sentido culturalmente producido
en un recurso escaso, y esa escasez, repercutirá más bien anémica-
mente o más bien innovativamente?» {Der Spiegel, n.° 19, 1980).
35. De ahí que, en la única ocasión, por el momento, en
que Habermas ha intentado encarar la innegable oleada neoliberal de
los últimos cuatro años, haya dicho cosas agudas y de poderosa
34
aproxima a HCOP a la categoría de clásico (si clásicas son
aquellas obras que se leen y releen con gusto independiente-
mente de sus limitaciones epocales), que sobrevivirá con mu-
cho a la trivial literatura de ciencia política que gozó en sus
días de mayor favor y divulgación que el presente texto. No es
poco que de entre la fútil evagación característica de nuestra
cultura intelectual tardoburguesa pueda redimirse a un libro
diciendo que cumple el precepto de los antiguos: ínter folia
fructum,
Antoni DOMÉNECH
Frankfurt am Main - Barcelona, diciembre de 1980
capacidad sugestiva. Por fortuna, existe versión castellana de ese
texto, que es el de una entrevista concedida al semanario comunista
italiano Rinascita en 1978 (véase J. Habermas: «Crisis del capitalis-
mo tardío y posibilidades de la democracia», versión de Paco Fer-
nández Buey, en revista Materiales, n.° 11, 1978, pp. 5 a 21).
35
í
ì
Prefacio
La tarea de la presente investigación es el análisis del
tipo «publicidad burguesa».*
El estilo de trabajo de la investigación está solicitado
por las específicas dificultades de su objeto, cuya complejidad
prohibe por lo pronto el que se dote de los recursos y procedi-
mientos específicos de una disciplina aislada. La categoría de
la publicidad hay que buscarla más bien en el amplio campo
que antiguamente abarcaba la mirada de la «política» tradicio-
nal; 1 enmarcado dentro de los límites de cualquiera de las
varias disciplinas científico-sociales, aisladamente tomadas, nues-
tro objeto se disuelve. La problemática resultante de la integra-
ción de aspectos sociológicos y económicos, jurídico-estatales
y politológicos, histórico-sociales e histórico-ideales, salta a la
vista: en el actual estadio de diferenciación y especialización de
las ciencias sociales casi nadie podría «dominar» varias de esas
disciplinas, por no hablar de todas.
* Se traduce aquí, siempre —excepto en el título del li-
bro—, la voz alemana Öffentlichkeit por «publicidad». Con ello se
corre el riesgo de la mala interpretación; en efecto: la palabra «pu-
blicidad» tiene en castellano dos usos, uno de los cuales —precisa-
mente el aludido en esta traducción— es hoy poco frecuente. «Pu-
blicidad» acostumbra a remitir a actividades relacionadas con el
reclamo y la propaganda comercial. Aquí se intenta recuperar su
referencia, más arcaica, al estado y la calidad de las cosas públicas,
con el convencimiento de que esta palabra vierte, en el presente con-
texto, mejor a Öffentlichkeit que a «vida social pública», «opinión
pública» o, simplemente, lo «público», todas ellas versiones acepta-
bles, en diferentes contextos, del término alemán. (Las notas con
asterisco son siempre del traductor; las numeradas, del autor.)
37
La otra particularidad del método empleado resulta de
la necesidad de proceder a la vez histórica y sociológicamente.
Entendemos la «publicidad burguesa» oomo categoría típica de
época: no es posible arrancarla de la inconfundible evolución
histórica de la «sociedad burguesa» salida de la alta Edad Media
europea, y no es posible, con generalizaciones ideal-típicas, tras-
ladarla a constelaciones formalmente indiferentes respecto de
la variedad de las situaciones históricas. Así como intentamos
mostrar que por vez primera puede hablarse de «opinión pú-
blica» en la Inglaterra de finales del siglo XVII y en la Francia
del siglo XVIII, así también damos por lo general a la categoría
de «publicidad» un tratamiento histórico. Con ello se distingue
nuestro proceder a limine del punto de vista de la sociología
formal, cuyo estadio más desarrollado suele verse en la llamada
teoría estructural-funcionalista. Por otra parte, la investigación
sociológica de las tendencias históricas se mantiene en una
etapa de generalidad en la que los precedentes y los aconteci-
mientos son citados de modo ilustrativo, a saber: como ejem-
plos de una evolución social que rebasa ampliamente el caso
particular y que da el marco interpretativo de los mismos.
Del ejercicio de la historia en sentido estricto se diferencia este
proceder sociológico por una mayor libertad de estimación
—o, al menos, eso parece— del material histórico; pero se so-
mete, de todos modos, a los igualmente estrictos criterios de
un análisis estructural de las conexiones sociales globales.
Luego de esas dos premisas metodológicas, valdrá la
pena anunciar una advertencia que atañe a la cosa misma. La
investigación se limita a la estructura y a la función del mo-
delo liberal de la publicidad burguesa, a su origen y transfor-
mación; se remite a los rasgos que adquirieron carácter domi-
nante en una forma histórica y no presta atención a las varian-
tes sometidas, por así decirlo, en el curso del proceso histórico,
de una publicidad plebeya^ En la fase de la Revolución fran-
cesa ligada al nombre de Robespierre, aparece una publicidad
—digamos que por un instante— despojada de su ropaje lite-
rario: no son ya su sujeto los «estamentos instruidos», sino el
«pueblo» sin instrucción. También esa publicidad plebeya, que
prosigue subterráneamente en el movimiento cartista y en las
tradiciones continentales del movimiento anarquista, resta orien-
tada según las intenciones de la publicidad burguesa. —Histó-
rica e intelectualmente es, como ella, una herencia del si-
glo XVIII.— Por eso se distingue claramente de la forma plebis-
citario-aclamativa de la publicidad reglamentada de las dicta-
duras de las sociedades industriales altamente desarrolladas.
38
Ambas tienen ciertos rasgos formales en común; pero de la
publicidad, literariamente determinada, de un público compues-
to por personas privadas raciocinantes se distingue cada una
de ellas a su modo; como iliterada una, como posliteraria, por
así decirlo, la otra. La coincidencia de determinadas manifesta-
ciones plebiscitarias no puede ocultar el hecho de que ambas
variantes de la publicidad burguesa —desatendidas por igual
aquí—, sobre la base de los distintos estadios de la evolución
social en los que se asientan, cumplen también funciones políti-
cas diversas.
Nuestra investigación somete a estilización los elemen-
tos liberales de la publicidad burguesa, así como su transfor-
mación social-estatal.
A la Deutsche Forschungsgeimeinschaft tengo que agra-
decer una generosa colaboración. Con excepción de los epígrafes
13 y 14, este trabajo ha sido presentado en la Facultad de Fi-
losofía de Margburgo como memoria de cátedra.
J. H.
Frankfurt am Main, otoño de 1961
39
ì
i
I. Introducción: delimitación propedéutica de un
tipo de la publicidad burguesa
I. La cuestión de partida
El uso lingüístico de «público» y «publicidad» denota
una variedad de significaciones concurrentes. Proceden de fases
históricas diversas y, en su sincrónica aplicación a las circuns-
tancias de la sociedad burguesa industrialmente avanzada y so-
cial-estatalmente constituida, se prestan a una turbia conexión.
Ciertamente parecen permitir esas circunstancias —que se po-
nen a la defensiva frente al uso lingüístico recibido— una utili-
zación tan confusa como siempre de aquellas palabras, su ma-
nipulación terminológica. Porque no sólo el lenguaje cotidiano
contribuye a ello, especialmente maculado por la jerga de la
burocracia y de los medios de comunicación de masas; también
las ciencias, sobre todo la ciencia jurídica, la politología y la
sociología son manifiestamente incapaces de substituir catego-
rías tradicionales como «público» y «privado», «publicidad»,
«opinión pública», por conceptos más precisos. Por de pronto,
ese dilema se ha vengado irónicamente de la disciplina que hace
expresamente de la opinión pública su objeto: con la interven-
ción de las técnicas empíricas, lo que propiamente ha de cap-
tarse como public opinion research [investigación de la opinión
pública] se ha disuelto en una magnitud insondable,1 al tiem-
po que se priva a la sociología de la consecuencia de renunciar
a esas categorías; ahora como antes, se trata de la opinión
pública.
«Públicas» llamamos a aquellas organizaciones que, en
contraposición a sociedades cerradas, son accesibles a todos;
del mismo modo que hablamos de plazas públicas o de casas
públicas. Pero ya el hablar de «edificios públicos» implica algo
41
más que la alusión a su accesibilidad general; ni siquiera ten-
drían por qué estar abiertos al tráfico público; albergan insta-
laciones del Estado y ya sólo por eso cabría predicar de ellos
la publicidad. El Estado es la «administración pública». Debe el
atributo de la publicidad a su tarea: cuidar del bien común,
público, de todos los ciudadanos. Distinta significación tiene la
palabra cuando se habla, pongamos por caso, de una «audiencia
pública»; en tales oportunidades se despliega una fuerza de la
representación, en cuya «publicidad» algo cuenta el reconoci-
miento público. También se remueve la significación cuando
decimos que alguien se ha hecho un nombre público; la publi-
cidad de la reputación o incluso de la fama procede de otras
épocas, igual que la de la «buena sociedad».
Con todo, la utilización más frecuente de la categoría en
el sentido de la opinión pública, de una publicidad sublevada o
sojuzgada, implica unas significaciones que tienen que ver con
público, con notoriedad pública, con publicar, pero que no
coincide en absoluto con éstos. El sujeto de esa publicidad
es el público como portador de la opinión pública, y la noto-
riedad pública está vinculada con la función crítica de aquélla;
la publicidad de las sesiones de un tribunal, pongamos por
caso. En el ámbito de los medios de comunicación de masas
la notoriedad pública ha variado evidentemente su significa-
ción. De una función de la opinión pública ha pasado a ser un
atributo de aquello que precisamente atrae a la opinión pública
hacia sí: las public relations, esfuerzos que, últimamente, quie-
ren decir «trabajo de publicidad», están destinadas a crear una
tal publicity. Incluso la publicidad se presenta como una es-
fera en la que los ámbitos de lo público y de lo privado están
frente a frente. A veces aparece simplemente como la esfera
de la opinión pública, contrapuesta incluso a los poderes pú-
blicos. Según las circunstancias, se cuenta entre los «órganos
de la publicidad» a los órganos estatales o a aquellos medios
que, como la prensa, sirven a la comunicación del público.
Un aniálisis sociohistórico del síndrome significativo de
«público» y «publicidad» podría conducir las diversas capas lin-
güísticas históricamente superpuestas a su concepto sociológico.
Ya la primera indicación etimológica respecto de publicidad es
rica en conclusiones. El sustantivo se formó en alemán a partir
del adjetivo, más antiguo, öffentlich [público], hacia el si-
glo xviii, en analogía con publicité y publicity;2 aún a finales de
siglo resultaba tan inutilizable la palabra que pudo ser obje-
tada por von Heynatz.3 Si Öffentlichkeit [publicidad] exigió por
vez primera su nombre en esa época, lícito es suponer que esa
42
esfera, al menos en Alemania, se formó por aquella época y
también por entonces adquirió su función; la publicidad perte-
nece específicamente a la «sociedad burguesa» que, por la mis-
ma época, se asentó como ámbito del tráfico mercantil y del
trabajo social según sus propias leyes. Lo que no quita que
pueda hablarse de lo «público» y de lo que no es público, de
lo «privado», desde mucho antes:
Se trata de categorías de origen griego que nos han sido
transmitidas con impronta romana. En la ciudad-estado griega
plenamente formada, la esfera de la polis, común al ciudadano
libre (koyné), está estrictamente separada de la esfera del oikos,
en la que cada uno ha de apropiarse aisladamente de lo suyo
(idia). La vida pública, bios politikos, sé desenvuelve en el
agora, pero no está localmente delimitada: la publicidad se
constituye en la conversación (lexis), que puede tomar tam-
bién la forma de la deliberación y del tribunal, así como en el
hacer común (praxis), sea ésta la conducción de ¡a guerra o
el juego pugnaz. (Para la legislación, a menudo se acude a foras-
teros, ya que no pertenece propiamente a las tareas públicas).
Eí orden político descansa, como es sabido, en una economía
esclavista de forma patrimonial. Los ciudadanos están descar-
gados del trabajo productivo; pero la participación en la vida
pública depende de su autonomía privada como señores de su
casa. La esfera privada no está solamente en el nombre (grie-
go) ligada a la casa; la riqueza mueble y la disposición sobre
la fuerza de trabajo constituyen un tan mal substituto del po-
der sobre la economía doméstica y sobre la familia como, a la
inversa, la pobreza y la carencia de esclavos constituyen ya de
por sí un obstáculo para la admisión en la polis: el destierro,
la expropiación y la destrucción del patrimonio doméstico son
todo uno. La posición en la polis se basa, pues, en la posición
del oikodéspota. Bajo la cobertura de su dominio se realiza la
reproducción de la vida, el trabajo de los esclavos, el servicio
de las mujeres, acontece la vida y la muerte; el reino de la
necesidad y de la transitoriedad permanece anclado en las som-
bras de la esfera privada. Frente a ella se alza la publicidad,
según la autocomprensión de los griegos, como un reino de la
libertad y de la continuidad. A la luz de la publicidad todo se
manifiesta tal como es, todo se hace a todos visible. En la
conversación entre ciudadanos fluyen las cosas hacia el len-
guaje y ganan forma; en la disputa entre iguales sobresalen los
mejores y ganan su esencia: la inmortalidad de la fama. Así
como la necesidad vital y el mantenimiento de lo necesario para
la vida están pudorosamente ocultos tras los límites del oikos,
43
así también ofrece la polis el campo libre para la mención ho-
norífica: los ciudadanos trafican como iguales con iguales (ho•
moioi), pero todos procuran la preeminencia (aristoiein). Las
virtudes, cuyo catálogo codificó Aristóteles, se preservan tan
sólo en la publicidad, allí encuentran reconocimiento.
Ese modelo de la publicidad helénica, tal como lo he-
mos recibido, estilizado por la autointerpretación de los grie-
gos, comparte desde el Renacimiento, con todos los llamados
clásicos, la fuerza propiamente normativa que ha llegado hasta
nuestros días.4 No la formación que le subyace, sino el patrón
ideológico mismo ha preservado su continuidad —una continui-
dad histórico-ideal— durante siglos. Por lo pronto, están atra-
vesando la Edad Medialas categorías de lo público y lo pri-
vado en las definiciones del Derecho romano, y la publicidad
es contemplada en él como res publica. Y vuelven a adquirir
una aplicación técnico-jurídica efectiva por vez primera con el
nacimiento del Estado moderno y de la esfera, separada de él,
de la sociedad burguesa; sirven a la autocomprensión política ai
igual que a la institucionalización jurídica de una sociedad civil
burguesa en el sentido específico de la palabra. Desde hace apro-
ximadamente un siglo, sus presupuestos sociales vuelven a ser
captados disolutamente; las tendencias a la destrucción de la
publicidad son inequívocas: mientras su esfera se amplía fe-
nomenalmente, su función va perdiendo fuerza. Con todo, sigue
siendo la publicidad un principio organizativo de nuestro orden
político. Evidentemente, la publicidad es distinta de y más que
un jirón de ideología liberal que la democracia social pudiera
arrancarse sin sufrir daño. Si hay que concebir el complejo
que hoy, de modo harto confuso, subsumimos bajo el rótulo
de publicidad en el contexto de sus estructuras históricas, espe-
remos que sobre la base de una clarificación sociológica del
concepto podamos asir a nuestra propia sociedad sistemática-
mente por una de sus categorías centrales.
2. Acerca del tipo publicidad representativa
Durante la Edad Media europea, la contraposición ju-
rídica romana de publicas y privatus,5 aun cuando utilizable,
no es obligatoria. Precisamente el precario intento de aplicar
esas nociones a las relaciones jurídicas de señorío y propiedad
de la tierra proporciona indicios involuntarios de que no se
dio una contraposición entre publicidad y esfera privada según
44
el modelo antiguo (o moderno). También aquí, evidentemente,
una organización económica del trabajo social hace de la casa
del señor el elemento central de todas las relaciones de domi-
nio; no obstante, la posición del señor de la casa en el pro-
ceso productivo no es comparable con el poder de disposición
«privado» del oikodéspota o del pater familias. El dominio de
la tierra {y el señorío basado en él) puede todavía, incluyendo
a todos los derechos señoriales sueltos, contemplarse como ju-
ridictioi pero no puede acomodarse a la contraposición de dis-
posición privada (dominium) y autonomía pública (imperium).
Hay «superioridades» bajas y altas, bajas y alt2S «prerrogativi-
dades», pero no un status fijado desde el punto de vista del
derecho privado a partir del cual tuvieran acceso las personas
privadas a la publicidad. El dominio del feudo, plenamente for-
mado en la alta Edad Media, comienza a dar paso en la Ale-
mania del siglo XVJII, como consecuencia de la liberación cam-
pesina y del aligeramiento de los feudos, a la propiedad pri-
vada de la tierra. El poder doméstico no es dominio, ni en el
sentido del Derecho civil clásico ni en el del moderno. Si trans-
portamos esas categorías a unas condiciones y relaciones so-
ciales en las que no se puede distinguir entre esfera pública
y ámbito privado, surgen dificultades: «Si concebimos el país
como la esfera de lo público, entonces nos las tenemos que ver
con un poder público de segunda categoría: el poder ejercido
en la casa por el señor; que, ciertamente, es un poder privado
en relación al del país al cual está subordinado, pero que es pri-
vado en un sentido muy diferente del de la ordenación moderna
del derecho privado. Así, me parece más clarificador entender
que las facultades "privadas" y ""públicas" de dominio se mez-
clan en una unidad inextricable, de modo que ambas emanan
de un poder unitario, están adheridas a la tierra y pueden ser
tratadas como legítimos derechos privados».6
De todos modos, puede constatarse una cierta coinci-
dencia entre la vieja tradición jurídica germánica con gemeinlich
y sunderlich, common y particular, y los clásicos publicus y
privatus. Aquella oposición se remite a elementos comunitarios,
elementos que han adquirido relieve bajo las relaciones feudales
de producción. La dula es pública; el manantial, la plaza de mer-
cado, son públicamente accesibles y de uso común, loci com-
munes, loci püblici. Este «común» (gemeinlich), del que arran-
ca una línea hacia el bien común o público (common wealth,
public wealth), está enfrentado a lo «particular» (Besondere).
Este Besondere es lo separado, en un sentido de lo privado que,
con la equiparación de intereses particulares e intereses priva-
45
dos, aún proseguimos. En el marco de la constitución feudal se
refiere, por otro lado, lo particular también a los distinguidos
con derechos particulares, con inmunidades y privilegios; en
ese sentido, lo excepcional, lo particular, constituye la liberación
respecto del núcleo de la feudalidad y con ello, al mismo tiem-
po, de lo «público». La coordinación de categorías jurídicas
germánicas y romanas se altera tan pronto como éstas son
absorbidas por el feudalismo (el common man es el prívate
man). Esa circunstancia recuerda el uso lingüístico de common
soldier* en el sentido de prívate soldier**: el hombre común
sin rango, sin lo particular de una autoridad luego interpretada
como «pública». En los documentos medievales, «dominante»
(herrschaftlich) es utilizado como sinónimo de publicas-, pu-
blicare significa para el señor embargar.7 En el ambivalente sig-
nificado de gemein (common, común) como comunitario, esto
es, accesible a todos (público), y gemein, esto es, excluido de
derechos particulares, es decir, señoriales; excluido del rango
(público), se refleja hasta nuestros días la integración de ele-
mentos de organización comunitaria en una estructura social
basada en el dominio feudal.8
No es posible documentar para la sociedad feudal de
la alta Edad Media, de un modo sociológico, es decir, con cri-
terios institucionales, una publicidad con ámbito propio, se-,
parado de una esfera privada. Sin embargo, no por casualidad
se llama a los atributos de dominio, como el sello regio, ponga-
mos por caso, «públicos»; no por casualidad disfruta el monarca
inglés de püblicness: 9 se trata de una representación pública
del dominio. La publicidad representativa no se constituye como
un ámbito social, como una esfera de la publicidad; es más
bien, si se permite utilizar el término en este contexto, algo así
como una característica de status. El status del señor feudal,
siempre encaramado a su jerarquía, es neutral frente a los cri-
terios «público» y «privado»; pero el poseedor de ese status lo
representa públicamente: se muestra, se presenta como la cor-
poreización de un poder siempre «elevado».10 La noción de esa
representación se ha conservado hasta en la más reciente doc-
trina constitucional. De acuerdo con ella, la representación sólo
puede «darse en la esfera de la publicidad [...] no hay repre-
sentación que pudiera considerarse "asunto privado"».11 Y, cier-
tamente, lo que pretende esa representación es hacer visible,
* Literalmente «soldado común», del montón, actualmente
usado en el sentido de «soldado raso».
** «Soldado raso».
46
por medio de la presencia públicamente presente del señor, un
ser invisible: «...algo muerto, algo de poca valía, o carente to-
talmente de ella, algo bajo, no puede obtener representación. Le
falta el elevado modo de ser capaz de resaltar en el ser pú
blico, de ser capaz de una existencia. Palabras como grandeza,
alteza, majestad, fama, dignidad y honor van al encuentro de
esa particularidad del ser capaz de representación». Delega-
ción en el sentido, por ejemplo, de representación de la Nación,
o de determinados clientes, no tiene nada que ver con esa pu-
blicidad representativa, adherida a la concreta existencia del
señor y expendedora de un «aura» a su autoridad. Cuando el
señor del país reunía en su torno a los señores mundanos y a
los del espíritu, a los caballeros, a los prelados y a los esta-
mentos (o, como acontecía en Alemania hasta 1806, cuando el
Kaiser invitaba al Reichstag a príncipes y obispos, condes im-
periales, imperiales estamentos y abades), no se trataba de una
asamblea de delegados en la que cada uno representaba a otros.
En tanto el soberano y sus estamentos «son» el país, en vez de
delegarlo meramente, pueden, en un específico sentido de la
palabra, representar: ellos representan su dominio, en vez de
para el pueblo, «ante» el pueblo.
La evolución de la publicidad representativa está ligada
al atributo de la persona: a insignias (condecoraciones, armas),
hábitos (vestimenta, peinado), gestos (modos de saludar, adema-
nes) y retórica (forma de las alocuciones, discursos solemnes
en general).12 Por decirlo en pocas palabras: en un código es
tricto del comportamiento «noble». Éste cristalizó a lo largo
de la alta Edad Media en el sistema de virtudes cortesanas,
una versión cristiana de las virtudes cardinales aristotélicas en
la que lo heroico templaba lo caballeresco y lo señorial. Signifi-
cativamente, en ninguna de esas virtudes perdió lo físico su re-
levancia: pues las virtudes tenían que adquirir cuerpo, había
que exponerlas públicamente.13 Esa representación vale, sobre
todo, para el torneo, para la figura de la pugna entre caballeros.
Cierto que también la publicidad de la polis griega conoce una
escenificación agonal de la arete-, pero la publicidad de la re
presentación cortesano-caballeresca, desErrollada más en los
días festivos, en las «épocas elevadas», que en los días de audien-
cia, no constituye una esfera de la comunicación política. Como
aura de la autoridad feudal, es signo de un status social. Por
eso le falta «emplazamiento»: el código caballeresco de conduc-
ta es común a todos los señores, desde el rey hasta el sernicam-
pesino caballero de un único escudo; en ese código se orientan
no sólo en oportunidades y emplazamientos definidos, como
47
«en» la esfera de lo público, pongamos por caso, sino de con-
tinuo y en cualquier parte donde representen en ejercicio de
sus derechos señoriales.
Sólo aquéllos de entre los señores que lo son del espí-
ritu poseen, por encima de motivos mundanos, un local para
su representación: la iglesia. En el ritual eclesiástico, en la li-
turgia, en la misa, en la procesión, sobrevive aún hoy la publi-
cidad representativa. De acuerdo con una conocida observación,
la Cámara de los Lores inglesa, el Estado Mayor prusiano, la
Academia francesa y el Vaticano en Roma fueron los últimos
bastiones de la representación; finalmente, sólo la Iglesia ha
sobrevivido, y «tan solitariamente que quien no ve en ella sino
fachada externa está obligado a decir, con epigramático sarcas-
mo, que ya sólo representa a la representación».34 Por lo demás,
la relación entre laicos y clero muestra hasta qué punto el «en-
torno» forma parte de la publicidad representativa y cómo, sin
embargo, está también excluido de ella: es privada en el mismo
sentido en que el prívate soldier [soldado raso] estaba exclui-
do de ia representación, de la dignidad militar, aun cuando «per-
teneciera a ella». Esa exclusión corresponde a un enigma lo-
calizado en el interior del círculo de la publicidad: ésta se basa
en na arcanum; misa y Biblia son leídas en latín, no en el len-
guaje del pueblo.
La representación cortesano-caballeresca de la publier
dad tuvo su última forma pura en las cortes francesa y bor-
goñona en ,el siglo xv.15 El célebre ceremonial español es el fósil
de esa flor tardía. Y en esa forma se mantendrá todavía duran-
te siglos en las Cortes de los Austrias. De nuevo se forma la
publicidad representativa a partir de la cultura aristocrática
urbanamente asentada de la Italia norteña tempranamente ca-
pitalista, principalmente de Florencia, luego también en París
y Londres. Precisamente su asimilación del humanismo de la
incipiente cultura burguesa le permitió conservar toda su po-
tencia: el mundo ilustrado humanista fue por lo pronto inte-
grado en la vida cortesana.16 Como consecuencia de la intro-
ducción en la Corte de los preceptores de los príncipes, apro-
ximadamente en 1400, ayudó el humanismo, que hacia el siglo xvi
comenzaba a desarrollar las artes de la crítica filológica, a mo-
dificar el estilo de la vida cortesana. Con el cortegiano comien-
za a desprenderse del caballero cristiano un cortesano huma-
nísticamente instruido, cuyo estilo recuerdan, posteriormente,
el gentelman inglés antiguo y el honnête homme de Francia.
Su serena y elocuente sociabilidad es síntoma de la nueva so-
ciedad en cuyo núcleo central está situada la Corte.17 La aris-
48
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  • 4. J. Habermas Historia y crítica de la opinión pública 2a edición GG MassMedia
  • 5.
  • 6. índice 261 268 275 337 190823 Advertencia del traductor 9 Prólogo a la edición castellana: El diagnóstico de Jürgen Habermas, veinte años después, por Antoni Doménech 11 Prefacio 37 I. Introducción: Delimitación propedéutica de un tipo de la publicidad burguesa 1. La cuestión de partida 41 2. Acerca del tipo publicidad representativa - . 44 Excursus: El final de la publicidad represen- tativa ilustrado con el ejemplo de Wiíhelm Meister 51 3. Sobre la génesis de la publicidad burguesa . 53 II. Estructuras sociales de la publicidad 4. El elemento fundamental 65 5. Instituciones de la publicidad 69 6. La familia burguesa y la institucionalización de una privacidad inserta en el público . . 80 7. La relación de la publicidad literaria con la publicidad política 88 III. Funciones políticas de la publicidad 8. El caso modélico de la evolución inglesa . . 94 9. Las variantes continentales 103 10. La sociedad burguesa como esfera de la auto- C P
  • 7. nomía privada: derecho privado y mercado li- beralizado 109 11. La contradictoria institucionalización de la pu- blicidad en el estado burgués de derecho . . 115 IV. Publicidad burguesa: idea e ideología 12. Public opinion, opinion publique, öffentliche meinung, opinión pública: acerca de la prehis- toria del tópico . 124 13. La publicidad como principio de mediación entre política y moral (Kant) 136 14. Sobre la dialéctica de la publicidad (Hegel y Marx) 149 15. La ambivalente concepción de la publicidad en la teoría del liberalismo (John Stuart Mili y Alexis de Tocqueville) 161 V. La transformación social de ia estructura de la pu- i 16. La tendencia al ensamblamiento de esfera pú- blica y ámbito privado 172 17. La polarización esfera social-esfera íntima . 181 18. Del público culto al público consumidor de cultura 189 19. El plano obliterado: líneas evolutivas de la disgregación de la publicidad burguesa . . 203 VI. La transformación política de la función de la pu- blicidad 20. Del periodismo de los escritores privados a los servicios públicos de los medios de co- municación de masas. El reclamo publicitario como función de la publicidad . . . . 209 21. La transformación funcional del principio de la publicidad 223 22. Publicidad fabricada y opinión no pública: la conducta electoral de la población . . . 237 23. La publicidad política en el proceso de trans- formación del estado liberal de derecho en estado social 248
  • 8. VII. Sobre el concepto de opinión pública 24. La opinión pública como ficción del estado de derecho y la disolución socio-psicológica del concepto 261 25. Un intento sociológico de clarificación . . 268 Notas 275 Bibliografía 337
  • 9. w ¡ Para Wolfgang Abendroth, con gratitud
  • 10. Advertencia del traductor El título original alemán del presente libro es: Struk- turwandel der Öffentlichkeit. (Untersuchungen zu einer Kate- gorie der bürgerlichen Gesellschaft.) La traducción literal de él reza como sigue: El cambio estructural de la publicidad. (In- vestigaciones sobre una categoría de la sociedad burguesa.) Lo problemático de esta traducción literal es la voz castellana «pu- blicidad». El término Öffentlichkeit se formó en el alemán mo- derno incorporando primero el latinismo Publizität (trasladado del francés publicité) para luego germanizarlo. Se da, en cam- bio, la curiosa circunstancia de que mientras todos los idiomas latinos han ido perdiendo, al romper el siglo xx, las connota- ciones y la denotación principal de la palabra («publicidad» no significaba otra cosa en el castellano de hace una centuria que vida social pública), en el alemán de nuestros días se conserva ésta intacta. Eso explica la muy extendida traducción de Öf- fentlichkeit por «vida pública», «esfera pública», «público» y hasta a veces por «opinión pública». Ninguna de esas traduc- ciones era aquí posible sin que se perdieran matices importan- tes de la noción habermasiana de Öffentlichkeit; en favor de traducirla por «publicidad» habla también la circunstancia de que este libro sea en buena medida una exploración histórica de su asunto; por otro lado,, el que «publicidad», en el sentido que aquí se usará, sea ya en castellano casi exclusivamente un tecnicismo culto, quedará de sobra compensado por la atormen- tada elaboración conceptual a que Habermas somete al colo quial término Öffentlichkeit. Öffentlichkeit, pues, ha sido tra- ducido a lo largo de todo este libro por «publicidad», reservan- do de ordinario para la voz, más primitiva pero aún en circu- lación, de Publizität la traducción de «notoriedad pública». 9
  • 11. Verter ya, sin embargo, en el titulo mismo, Offentíich- keit por «publicidad», pudiera resultar engañoso dadas las ac- tuales connotaciones de la palabra castellana. Y así opté por hacer una excepción en el título y traducir: La transformación estructural de la vida pública. Tratándose de un libro destinado a formar parte de una serie sobre comunicación y medios de comunicación, los editores han preferido el de Historia y critica de la opinión pública, reduciendo mi propuesta a subtítulo de la edición castellana. Quiero manifestar aquí mi total ajenidad a esta decisión de la editorial. A. D> • • 10
  • 12. Prólogo a la edición castellana: el diagnóstico de Jürgen Habermas, veinte años después Antoni Domènech Si no yerra la extendida opinión según la cual la edad quincuagenaria comprende el período de mayor fecundidad fi= losófica, a sus cincuenta y un años andará Jürgen Habermas cercano a la cima de su potencia intelectual. No son pocos los resultados que ha arrojado ya la intensa producción del filóso- fo, ni es inmerecido el imponente éxito académico mundial con- seguido en los dos últimos lustros. El sociólogo conservador norteamericano Daniel Bell, por ejemplo, lo ha calificado «el principal estudioso marxista de la actualidad».1 También Richard Bernstein, en la amplia panorámica por él construida de la filo- sofía social de nuestros días, ha prestado a Habermas atención preferente.2 La nombradla y la buena reputación de que suele gozar nuestro autor en el mundo académico no están, en cam- bio, tan sólidamente arraigadas en otros ambientes. Habermas, cuya primera publicación importante hay que insertar en el marco del incipiente movimiento estudiantil alemán de comienzos de los sesenta,3 tuvo hacia el final de esa década un choque frontal con la rebelión de los estudiantes, y en particular con sus dos dirigentes política e intelectualmente 1. Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalis- mo, versión castellana de Néstor Míguez, Madrid, 1977, p. 235. 2. Richard Bernstein, The Restructuring of Social and Po- litical Theory, Nueva York y Londres, 1976. No dispongo en el mo- mento de escribir estas líneas de la versión original inglesa de este libro, sino de su versión alemana, traducida por Holger Fliessbach con el título de Restrukturierung der Gesellschaftstheorie (Frank- furt, 1979); a ella referirán las citas que en adelante se hagan. 3. Jürgen Habermas, Student und Politik, Neuwied y Ber- lín, 19613. 11
  • 13. más significados: Hans-Jürgen Krahl y Rudy Dutschke.4 En el fragor de ese choque llegó Habermas al dicterio, acuñando para la resuelta voluntad estudiantil de no aceptar ilustración alguna que no fuera acompañada de acción («keine Aufklärung ohne Aktion»), la sumaria calificación de «fascismo de izquierda». Consecuencia de esos incidentes fue la segregación de Haber- mas de los medios intelectuales alemanes de izquierda, con cu- yas controversias están sin embargo familiarizados antiguos dis- cípulos y asistentes suyos como Claus Offe y Oskar Negt. Tam- poco es completamente ajena a todo ello la poca simpatía que despierta Habermas en varios autores de izquierda que han res- pirado la atmósfera alemana de aquellos años, incluso cuando lo dirimido no rebasa el plano más puramente filosófico-acadé- mico.5 Común a quienes tienen a Habermas en los mayores colmos de estimación y a quienes le consideran un escritor poco menos que vitando, acostumbra a ser la desconsideración de la obra habermasiana anterior a 1963,6 de la obra, esto es, más politológica y sociológica, atendiendo de mejor grado a los tra- bajos posteriores, de mayor estructura filosófica. El útil ensa- yo, ya mencionado, de Richard Bernstein sobre la reestructu- ración en curso de la teoría política y social, más de una cuar- ta parte del cual está dedicada a la versión habermasiana de la teoría crítica, no cree necesario siquiera citar el libro que estamos prologando; que es, empero, el de nervaje más propia- mente politológico y sociológico de cuantos ha escrito el contro- vertido filósofo frankfurtiano. La virulenta invectiva dirigida contra Habermas por Hans-Jürgen Krahl —recogida en un H- 4. Constituye un triste símbolo del agotamiento de las ener- gías revolucionarias sesentaiochescas el que ambos hayan muerto. El berlinés Dutschke, recientemente, como tardía consecuencia de un atentado neofascista. Krahl, el brillante y apasionado tribuno estudiantil franckfurtés, agudo e incisivo escritos filosófico y ayu- dante de cátedra de Adorno, pereció en 1969 —poco antes que el maestro, con el que se encontraba en abierta polémica al morir— en un accidente automovilístico. 5. Así, por ejemplo, en su importante estudio sobre Hegel, The Divided Nation, Assen y Amsterdam, 1977, pp. 79, 184 y 185, no se priva José María Ripalda de constatar en Habermas una verda- dera identificación con la Ilustración, un regreso a su tópica, lo que le alejaría del pensamiento post-ilustrado y, en particular, del socia- lista. (Existe versión castellana de esta obra con el título de La nación dividida, pero no dispongo de ella en el momento de escribir estas líneas; Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1978). 6. Año de la aparición de Theorie und Praxis. 12
  • 14. bro de pós.tuma aparición—,7 por otra parte, tampoco muestra mucho interés por ocuparse críticamente del Habermas primero. Mas es difícil entender cabalmente, y no digamos so- meter a crítica, al valedor de la «situación ideal de diálogo» manteniendo en la sombra al escritor de Historia y crítica de la opinión pública [HCOP]) lo impide la circunstancia de que en esta obra cuajan definitivamente las motivaciones centrales del autor y se constituye así en suelo nutricio de posteriores desarrollos. Por anticipar condensadamente la opinión de quien firma estas líneas: el decurso intelectual de Jürgen Habermas está ya en cierto modo prefigurado en la temprana investiga« ción, y tanto los tinos como los desatinos de ella habrán de hallar ampliado eco en la ulterior evolución del filósofo. De ahí la oportunidad de la presente edición castellana en un mo- mento en que la «moda Habermas» parece estar irrumpiendo con fuerza en los países de habla hispana, acrecentándose el interés por un autor cuya obra resta aún prácticamente inédita en lengua castellana.8 I Pocos libros tan reveladores de la época y de las tra- diciones intelectuales en que está su autor como éste que pro- logamos. Fechado en 1961, en HCOP son perfectamente visibles muchos asuntos que removieron el esfuerzo analítico de la iz- quierda en el período de restauración capitalista que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Tampoco el estro filosófico de la Escuela de Frankfurt escapará al lector; tanto menos cuanto que es ya un lugar común la presentación de Jürgen Habermas como el último representante del movimiento intelectual organizado 7. Hans-Jürgen Krahl, Konstitution und Klassenkampf, Frankfurt, 1971. 8. Por el momento, aparte de un buen número de artícu- los y ensayos recogidos en obras colectivas, hay tan sólo un libro de Habermas vertido al castellano: Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, versión castellana de José Luis Etcheverry, Bue- nos Aires, 1975. Se da, en cambio, la curiosa circunstancia de que existen ya por lo menos dos ensayos publicados en España que intentan guiar a través del laberinto filosófico habermasiano: Enri- que Ureña, La teoría crítica de la sociedad de Habermas, Madrid, 1978; y, aparecido cuando estas líneas estaban ya en imprenta, Raúl Gabás, 3. Habermas: dominio técnico y comunidad lingüística, Bar- celona, 1980. 13
  • 15. alrededor del Instituí für Sozialforschung. Mas este topico pue- de aquí inducir a cierta injusticia y a algún error de estima- ción: determinadas dificultades con miembros prominentes del Institut llevaron al joven Habermas a redactar HCOP, su me- moria de habilitación para la docencia universitaria, no en Frankfurt, con el crítico de la cultura Theodor W. Adorno, sino en Margburgo, con Wolfgang Abendroth, el respetado jurista y politòlogo socialdemócrata.9 También con él tiene que ver la tex- tura del presente ensayo. Hasta el estallido de la actual crisis económica, el in- tento de esclarecer la larga oleada de prosperidad conocida por el capitalismo de la posguerra entretuvo bastante centralmente a los científicos y filósofos sociales, y resultó obsesivo en am- bientes de izquierda, sobre todo en los años sesenta. Dominaba el panorama la impresión de que la civilización industrial es- taba evolucionando en un sentido y con unos rasgos bien dis- tintos de los que caracterizaron el desarrollo y la naturaleza del capitalismo decimonónico estudiado por Marx. Ese aperçu solía elaborarse intelectualmente entroncando con investigacio- ciones de la entreguerra, señaladamente con la obra de sociólo- gos de la economía norteamericanos,, como Thorstein Veblen o Adolph A. Berle.10 Común denominador de esos autores había sido la descripción y el análisis de las consecuencias sociales generales del surgimiento de las grandes corporaciones econó- micas, con sus administraciones burocráticas internas, su staff de ejecutivos, su organización científica del trabajo y la disocia- ción creciente en su seno entre la esfera de la propiedad de la empresa y la esfera de su management o dirección técnico-or- ganizativa. Tal fue el humus fertilizante de las ulteriores teo- rías sobre el «capitalismo organizado», un capitalismo, esto es, ya no regido —o no regido primordialmente— por la dinámica del beneficio en un contexto anárquico de mercado, sino más bien por criterios de eficiencia técnica en un marco de compe- tición oligopolísticamente restringida; un capitalismo coordina- 9. En esta época de desgaste y trituración del lenguaje, en la que hasta un político de humores fascistas puede recibir el cali- ficativo de «socialdemócrata», nadie ha de tomarses ya la libertad de rio estar al quite de las palabras que emplea: «socialdemócrata» se emplea aquí en su sentido clásico, esto es, denotando un ala política del movimiento obrero configurada esencialmente en el pri- mer tercio del siglo xx. ÍO. Thorstein Veblen, Engineers and the Prie e System, Nue- va York, 1932; Adolph A. Berle, Jr./Gardner C. Means, The Modem Corporation and Private Property, Nueva York, 1932. 14
  • 16. do y orientado por managers, no ya estimulado por la miope adicción al beneficio de los propietarios privados. Esta genera- lización de resultados parciales obtenidos por las calas de la sociología económica se hizo aún más plausible con el adveni- miento de lo que se ha dado en llamar «revolución keynesiana», es decir, con la instrumentación consciente —no meramente es- pontánea, como era el caso desde el cambio de siglo— de un conjunto de técnicas político-económicas de intervención esta- tal en los resortes del sistema de mercado destinadas a paliar los desajustes de éste y/o a compensar sus costes sociales. La más o menos homogénea constitución de Estados sociales o asistenciales en el mundo industrializado occidental de la se- gunda posguerrareforzaba todas estas extendidas convicciones e invitaba a una tarea científica empática con las filias socio- lógicas de los años treinta.11 La investigación de Habermas está permeada por este ambiente. Pero no sólo la constelación espiritual imperante en la época es responsable de nociones muy fundamentantes de HCOP] pues esas nociones le han venido a Habermas también por la agencia de su propia tradición intelectual. La corriente 11. En 1941 publicó ya James Burnham su conocida The Managerial Revolution (versión castellana: La revolución de los di- rectores, Editorial Huemul, S. A./Editorial Sudamericana, S. A., Bue- nos Aires, 1957). Poco antes de acabar la guerra aparecía el influ- yente ensayo de Karl Polany, The Great Transformaron: The Politi- cal and Economic Origins of our Time, Boston, 1944, en el que se intenta estudiar (con un punto de vista bastante histórico) el «co- lapso de la civilización decimonónica». En 1959 volvía Adolph A. Ber- le Jr. a la carga con su Power without Property (versión castellana: Poder sin propiedad, Tipográfica Editora Argentina, S. A. - TEA, Bue- nos Aires, 1961). Y, ya en los años sesenta, habrían de desarrollar John Kenneth Galbraith su concepción de la «tecnoestructura» regi- dora de los destinos del «nuevo Estado industrial» {The New Indus- trial State, Boston, 1967; versión castellana: El Nuevo Estados In- dustrial, Editorial Ariel, S. A., Esplugues de Llobregat [Barcelona], 1974) y Daniel Bell su teoría del advenimiento de una sociedad post- industrial (teoría que culminaría con su monumental The Conring of Post-lndustrial Society, Nueva York, 1973; versión castellana: El advenimiento de la sociedad post-industrial, Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1976), en la que no predominarían ya los «modos de eco- nomizar», sino los de «sociologizar». Junto a capaces economistas influidos por el punto de vista sociológico (como Galbraith) o a potentes sociólogos a los que no ha sido del todo ajena la óptica de los economistas (como Bell), se alinearon también en posiciones semejantes sociólogos mucho más vagarosos, como Alain Touraine o Alvin Ward Gouldner. 15
  • 17. inclinación a ver en la Escuela de Frankfurt tan sólo a un gru- po de filósofos y críticos de la cultura ha redundado en el ol- vido de la importancia que han tenido siempre algunos cientí- ficos sociales en la fundación y en la historia del Instituí. Par- ticularmente influyentes fueron las posiciones del economista Friedrich Pollock, objeto de la dedicatoria de la Dialéctica del iluminismo de Horkheimer y Adorno. Por las mismas fechas en que Veblen o Berle publicaban sus consideraciones acerca del creciente grado de organización de la vida económica indus- trial, por las mismas fechas en que Bruno Rizzi gestaba sus ideas sobre la burocratización del mundo, exponía Friedrich Pollock sus tesis sobre el «capitalismo de Estado». Pollock se animó probablemente a trabajar en ese concepto como conse- cuencia de las controversias que desgarraron el Congreso Mun- dial de Economistas, celebrado en Amsterdam el año 1931, acer- ca de la naturaleza de la crisis económica en curso y de los en- foques a sus posibles salidas. La crisis era entendida por Po- llock como el canto de cisne del capitalismo concurrencial tra- dicional; y la veía agravada por la ceguera tardoliberal (del es- tilo de la representada por un Ludwig von Mises) respecto de la política estabilizadora a aplicar. Una política estabilizadora eficaz pasaba ineluctablemente, según él, por la «reorganización completa de la economía», quizá en un sentido socialista, o bien, en el otro extermo, en un sentido fascista. En cualquier caso: el mercado, como instrumento indirecto de regulación del equi- librio entre la oferta y la demanda, tenía que ser substituido —lo estaba siendo ya— por un sistema de planificación directo controlado por el Estado, el cual era dirigido por una omnipo- tente burocracia, fusión de la tradicional burocracia de la Ad- ministración con la nueva burocracia del management industrial. Eso podía aclarar a la vez el empuje fascista y el new deal roo- seweltiano como fenómenos de época, y habría de servir luego como primer armazón conceptual de la teoría de la convergen- cia de las sociedades industriales avanzadas (que ve la experien- cia soviética también a través de estos cristales). La recepción de esas tesis por los miembros y colabo- radores no economistas del Institut no fue homogénea, aparte de que en su entorno trabajaban economistas, como Henryk Grossmann, radicalmente opuestos a ellas. Pero en lo que a Horkheimer y Adorno hace, fueron sin ninguna duda determi- nantes del proceso intelectual posteriormente seguido.52 La con- 12. Una de las causas del frecuente olvido en que tienen a Pollock los críticos y estudiosos de la Escuela de Frankfurt es 16
  • 18. ciusión era obvia: la vida económica, los mecanismos de acu- mulación y valorización del capital que la alimentan, había de- jado de ser importante para entender el mundo en que vivimos; la política de las burocracias, dispuesta según los moldes de la «razón instrumental» científico-técnica tomaba ahora el relevo. Si ya las primeras generalizaciones a partir de resultados frag- mentarios obtenidos por la sociología económica empírica nos resultan hoy un si es no es incautas, y todavía menos cautelosa puede parecemos la ambiciosa teorización del economista Po- llock, la desmedida extrapolación a que procedieron Max Hor- kheimer y Theodor W. Adorno adquiere dimensiones grotescas: en la Dialéctica del iluminismo se reconstruye ya la entera his- toria de la cultura material y espiritual burguesa al hilo del des- pliegue de la «razón instrumental». —En una operación que, di- cho sea de paso, instruye mucho acerca de los hábitos intelec- tuales predominantes entre filósofos especulativos. Aunque heredero de esta línea de pensamiento, el jo- vsn Habermas demuestra estar bastante más libre de especula- ción poco fundada —o fundada en motivos primordialmente li- terarios— que sus maestros frankfurtianos. A juzgar por la soltura con que está impuesto en conocimientos legales y cons- titucionales, es verosímil que la solidez científica de jurista y politòlogo de Wolfgang Abendroth le haya influido beneficiosa- seguramente el hecho de que sus ensayos fueran de difícil acceso hasta que Helmut Dubil hizo una manejable compilación de los más significativos: Friedrich Pollock, Stadien des Kapitalismus, Munich, 1975. Por lo demás, bien puede afirmarse que las tesis de Pollock dividieron de un modo definitivo a los miembros de la Escuela, sobre todo a partir de una controversia habida a comienzos de los anos cuarenta en el Institute of Social Research (que era como se llamaba en el exilio norteamericano) sobre las relaciones entre eco- nomía y política. Neumann, Gurland, Kirchheimer y Marcuse com- ponían un frente; el mismo Pollock, Adorno y Horkheimer, el otro. De poco sirvió que Neuman, el refinado jurista estudioso del nazis- mo, probara que en el curso seguido por las «corporaciones auto- gestionadas» creadas por los nazis para controlar la economía, cor- poraciones a las que fluían los respectivos pináculos de la buro- cracia estatal y del management industrial, se invirtió completa- mente la originaria intención de control: los controladores políticos del Estado acabaron siendo totalmente controlados por los represen- tantes de los monopolios industriales. De poco sirvió: los frentes de disputa se habían ya estabilizado para siempre, dando lugar a una «izquierda» (por la que en aquellos momentos se distinguía Neumann) y a una «derecha» (capitaneada por Horkheimer) frank- furtianas. 17
  • 19. mente. De Abendroth viene seguramente también el refinado designio político socialdemócrata de HCOP, la predisposición, esto es, a ver en las sociedades industriales constituidas por el Estado social un marco que ofrece la posibilidad de una trans- formación socialista. En fin: la sensibilidad histórica —que es una de las cualidades más notables del presente libro—, proce- dente de los frankfurtianos y del maestro hermenéutico de Habermas, Hans-Georg Gadamer, posiblemente se ha robuste- cido y positivizado también en contacto con el politòlogo (autor a su vez de trabajos historiográficos). Pero tampoco halló en él, a lo que se ve, instrumentos analíticos que le permitieran pe- netrar en la naturaleza de la vida económica; las referencias económicas son con frecuencia oblicuas al asunto tratado y es- tán inspiradas siempre por el punto de vista histórico y socioló- gico. La compacidad propia del razonamiento teórico-económico es ajena a este ensayo, incluso cuando parece ineludible, como en varios pasos de su último tercio, II HCOP contiene un diagnóstico de la sociedad industrial constituida por el Estado social, y casi se atreve a un pronós- tico. El modo de elaborar el diagnóstico es esencialmente his- tórico-genético: la observación de la evolución de la publicidad burguesa hasta nuestros días sirve a la interpretación de sus actuales tendencias conflictivas. La publicidad burguesa es con- cebida como un ámbito característico de la era del capital. Con el desarrollo histórico de la cultura material burguesa tiene lu- gar la progresiva emancipación del tráfico económico entre los hombres respecto de las ataduras del poder político público. En esa esfera tradicionalmente privada del tejido económico va abriéndose paso un ámbito «social» —independiente de y hasta enfrentado a la autoridad pública— que reúne los comunes in- tereses —o intereses «públicos»— de los sujetos privados en lo tocante a la regulación de su tráfico mercantil y a su posición ante el poder político. Ese ámbito «social», encargado de me- diar entre sociedad civil y Estado, de hacer valer las necesida- des de la sociedad civil33 frente al Estado (y luego también en 13. La misma aparición del concepto de «sociedad civil» en los teóricos políticos europeos de los siglos xvi y xvii, recupe- rando la idea romana de societas como asociación privada y reco- giendo el antiguo eco denotador de la ley civil en el derecho privado romano clásico, es suficientemente ilustrativa de los cambios socia- 18
  • 20. el Estado), es lo propiamente denoiadu por la categoría «publi- cidad burguesa». En la medida en que el Estado liberal de De- recho habrá de legitimarse ante ella, acabando por incorporarla a sus tareas legislativas, la noción se convierte en un elemento central de la teoría política moderna. La base social originaria de la publicidad burguesa la arroja un público compuesto por pequeños propietarios privados que convierten su esfera pri- vada en objeto de común raciocinio. De la más íntima esfera familiar extraen la sabiduría psicológica que trasladarán lite- rariamente a publicidad. Su vocación de ciudadanos activos en el plano de la publicidad política, de otro lado, está alentada por su inserción como propietarios privados en la esfera productiva (según el célebre ideologerna de Mandeville: «prívale vices, pu- blic benefits»), Habermas repasa las fases evolutivas de la publi- cidad burguesa y de su base social, y somete a crítica varias teorías políticas típicas de esas fases. La publicidad literaria y política constituida por el ra- ciocinio público de propietarios privados instruidos puede man- tener la ficción de su general accesibilidad mientras no se de- rrumba la ficción socioeconómica pretextada, a saber: la idea de que la sociedad civil burguesa está tendencialmente asentada sobre un ordre naturel que posibilita el igualitario y universal cumplimiento de los requisitos imprescindibles para acceder a la publicidad política: la propiedad privada y la instrucción. La irrupción, tan característicamente decimonónica, de las masas desposeídas e iliteradas en la publicidad burguesa viene a ser el marbete empleado por Habermas para indicar la entrada en una nueva etapa de conformación de la publicidad. Ocurre ahora que el entero orden político-social burgués se ve amenazado en sus raíces por la nueva situación. —Habermas resume las ideas del joven Marx al respecto.— De ahí la terminante reacción con- tra la creciente preeminencia de la opinión pública perceptible en los clásicos de la doctrina liberal: Habermas dedica un fe- liz parágrafo a la disección del pensamiento político de Mili y Tocqueville. Se enfrentan éstos, en substancia, elitariamente a la inopinada extensión del ámbito de la publicidad política: su invasión plebeya arruina la posibilidad de un gobierno y una legislación competentes; la vida política anda henchida de de- les que se estaban imponiendo. Pues se trataba de un eco perdido | en el medioevo: «civil» tenía por esa época connotaciones de bajeza i y el significado de vileza, como está documentado para el siglo xvi hispánico por el celebrado Diálogo de la lengua (edición al cuidado j de José F. Montesinos, Madrid, 1928, p. 189) de Juan de Valdés. 19 j
  • 21. magogos de baja catadura, con tan poca instrucción como es- crúpulos, y sin embargo capaces de gran audiencia. El forma] igualitarismo cobijado por el principio de la publicidad burgue- sa impide distinguir entre el demagogo populista y el estadista de amplias miras, y tanto más grave es la cosa cuanto más an- cho el portal de entrada a la publicidad política burguesa. Mili no comete el anacronismo de reclamar el atrancamiento de ese portal: exige antes bien un escalonamiento jerárquico en el recinto mismo de la publicidad, algo así como una restauración de la «publicidad representativa» preburguesa (según el léxico dé Carl Schmitt, recogido por Habermas), en virtud de la cual no podrían las gentes sencillas juzgar de los programas y las decisiones de la minoría instruida llamada al ejercicio de la política profesional, sino sólo de los personajes en sí, de sus curiosidades biográficas, del papel que «representan» ante el público; que no tendría que opinar ya del texto representado y escenificado por esos actores, sino sólo de las tablas y las maneras de ellos. Aconseja Mili: «el público debería limitarse a convertir en objeto de su juicio, por lo común, más al ca- rácter y a los talentos de las personas a las que llama para que se ocupen de estas cuestiones, en vez de las suyas propias, que a las cuestiones mismas».'4 Esa tendencia ideal a la «refeudali- zación» de la cultura política burguesa madura ha hallado un cauce de realización en el ulterior desarrollo histórico del ca- pitalismo hasta convertirse en una de las tendencias material- mente tangibles de las sociedades altamente industrializadas de nuestros días. En su tercera fase evolutiva relevante, se ha visto con- dicionada la publicidad burguesa por el socavamiento de la base de la publicidad literaria y el surgimiento de un público consumidor de cultura, engendro de la penetración de las leyes del mercado en la esfera íntima de las personas privadas y de la consiguiente aniquilación del hogar tradicional del raciocinio burgués. Eso por un lado. Por el otro, está el hecho de que la estructura social antagónica ínsita al capitalismo impele cada vez más a la organización de los sujetos privados según las orientaciones de sus intereses, con lo que el público de perso- nas privadas políticamente raciocinantes se ve también conde- nado a la extinción; en su lugar aparece un conjunto de insti- tuciones (partidos políticos, organizaciones sindicales, asociacio- nes corporativas, imiones patronales, etc.) que cargan con las tareas de mediación entre la sociedad civil y el Estado. Los in- 14. Citado en la página 168 del presente libro. 20
  • 22. tereses privados antagónicamente organizados toman al asalto la publicidad política. El escenario, común a ambos fenómenos, está definido por lo que Habermas llama «tendencia al ensamblamiento de esfera pública y ámbito privado». El Estado, crecientemente ur- gido a compensar los intereses en pugna que ahora maculan la esfera de la publicidad política —ante la cual, según el viejo designio constitucional del Estado de Derecho está obligado a legitimarse—, no puede resistirse a una intervención cada vez más directa sobre los mecanismos reguladores de la vida eco- nómica y social. —Con acribia de jurista, rastrea Habermas esa transformación de la actividad del Estado en la evolución de las concepciones y las prácticas legales, señaladamente en la evolución del derecho privado burgués en su relación con las instituciones de derecho público.— También, al revés, las ins- tituciones tradicionales de la esfera privada del capitalismo con- currencia! van haciéndose con tareas antes reservadas a los po- deres públicos y contagiándose de su pathos burocrático-admi- nistrativo. Las empresas capitalistas comienzan ya al romper el siglo a desprenderse de su inveterada vinculación al reducto de la privacidad; el trabajo, la profesión, van adquiriendo una di- mensión pública, y aparece el tiempo de ocio como su contra- peso privado. Pero no es poco precaria esa privacidad, comple- tamente invadida como está por la industria de los medios de comunicación y la propaganda comercial pertrechada con las técnicas de las public relations. Habermas persigue estilizada- mente la historia de los medios de comunicación, particularmen- te la de la prensa periódica, en su articularse con la publicidad burguesa y con las determinantes socioeconómicas de ésta. Re- cuerda que el reclamo publicitario no es inherente a la natu- raleza misma de la cultura material burguesa y vincula histó ricamente su aparición al surgimiento de dificultades serias de realización del beneficio en un contexto de oligopolización m crescendo del mercado. Las técnicas de las public relations resultan bastante esenciales para entender lo que Habermas califica como incli- nación a la «refeudalización» de la sociedad industrial avanzada. Esas técnicas, a diferencia de los anuncios comerciales decimo- nónicos, evitan a toda costa la presentación de la propaganda comercial como si estuviera movida por un interés particular (el interés de dar salida a una mercancía), travistiendo las ge- nuinas intenciones privadas del publicista con ropajes de inte- rés público: el producto es ofrecido como si fuera de interés general y como si no moviera otra cosa a ofrecerlo que el in- 21
  • 23. terés general; fingen, esto es, tratar a su público como a un público de ciudadanos, no de consumidores. Y así se ven las instituciones políticas y sociales de nuestros días constreñidas a proceder análogamente, con resultado invertido: los ciuda- danos son tratados como consumidores. De ahí la conversión de la vida política contemporánea en un asunto de marketing en el que nada importan los principios, los programas ni las intenciones de las varias políticas, sino meramente su imagen de marca, sus ápices venales. Habermas piensa que el mundo mental de las public relations —vehiculado por los medios de comunicación de masas— se ha convertido en una realidad subs- tancialmente configuradora del actual desgozne de la publici- dad burguesa; i5 de su regresión a formas preburguesas de «pu- blicidad representativa», basada antes en el aura personal del dominador que en la moderación y racionalización del ejercicio del poder político a través del raciocinio de un público, que, nnr l/-> Hpmóc £»ctá nnmnlplampntp nrruinníln rnmn mn^emen- f V J . V^* — J — f — cia del quebranto de su intimidad y privacidad. El lugar del raciocinio público lo ocupa ahora la aclamación plebiscitaria de la masa. III No pasará inadvertida la impronta frankfurtiana de esa manera de ver las cosas. Es bien notoria, por lo pronto, en el aristocraticismo cultural, en la tendencia, en el fondo, a con- templar la irrupción de las masas en la publicidad (literaria y política) como uno de los agentes de la ruina de los admirados ideales ilustrados, y entre ellos, el del principio de publicidad. Claro es que este elitismo es mucho menos grave en el Haber- mas de HCOP que en el Adorno crítico de jazz. Pero aun así no es tangencial a la confección misma del ensayo: todo ocurre como si al margen de la publicidad burguesa no hubiera exis- tido una sólida y robusta publicidad plebeya; la que permitió pensar al joven Marx en la clase obrera industrial como un elemento que estaba y no estaba en la sociedad civil burguesa. Ahora bien: la industrialización y el desarrollo capitalistas han acabado por destruir en buena medida esta publicidad plebeya 15. No podrá negársele al menos solidez filológica a este aserto: «publicidad», que aún en el castellano de hace un siglo refería exclusivamente al estado y la calidad de la vida pública, ape- nas significa hoy otra cosa en el idioma corriente que propaganda comercial, reclamo publicitario. 22
  • 24. o proletaria; y ese es uno de los datos más importantes que con- viene registrar cuando se quiere explicar la facilidad e impuni- dad con que avanza la tendencia manipulativa, muy agudamente descrita por Habermas, en la publicidad política del presente. El dejarlo fuera de su campo de visión no puede menos de mermar el alcance del penetrante diagnóstico.16 También resulta apreciable esa impronta frankfurtia- na en la afición —muy acusada en el último Horkheimer— a espejear filosóficamente el ideario burgués dieciochesco, afi- ción que acostumbra a desembocar en los maestros frankfur- tianos en una pesimista estimación crítica (de cuño romántico) de las presentes realidades y en una invocación de lo «entera- mente otro» como transcendente refugio de la pasividad polí- tica a que fuerza la futilidad misma de la acción. No es éste, empero, el caso del joven Habermas: él contrapone a aquella tendencia resueltamente regresiva descubierta en la publicidad nnlítí^n Hp lue cru^iprlsiHpc ir>rhi<;t**3 les rnn «fíf~i liria c nnr r - — —~ —- — do social otra tendencia que, de imponerse, abriría el camino a una sociedad socialista, colmando el ideal emancipatorio con- tenido como promesa en el principio de la publicidad burguesa. La realidad de esta contratendencia no parece, desde luego, tan sólida como la de su prepotente competidora. El que nuestro autor, de todas formas, se esfuerce en hallarla obliga a pensar en la influencia política del socialdemócrata Abendroth, y el modo como nos ia presenta es muy característico de un estilo intelectual que, con los años, habrá de acentuarse: «El cambio de función que en el Estado social experimen- tan los derechos fundamentales, la transformación del Estado libe- ral de Derecho en Estado social, en general, contrarresta esta ten- dencia efectiva al debilitamiento de la publicidad como principio: el mandato de publicidad es ahora extendido, más allá de los órganos estatales, a todas las organizaciones que actúan en relación al Es- tado. De seguir realizándose esa transformación, reemplazando a un público —ya no intacto— de personas privadas individualmente in- sertas en el tráfico social, surgiría un público de personas privadas organizadas. En las actuales circunstancias, sólo ellas podrían parti- cipar efectivamente en un proceso de comunicación pública, valién- dose de los canales de la publicidad interna a los partidos y aso- ciaciones, v sobre la base de la notoriedad pública que se impon- ib. Estas limitaciones de HCOP han sido criticadas por W. Jäger, Öffentlichkeit und Parlamentarismus, Stuttgart, 1973; tam- bién, más indirectamente, por A. Kluge/O. Negt en Öffentlichkeit und Erfahrung. Zur Organisationsanalyse von bürgerlicher und pro- letarischer Öffentlichkeit, Frankfurt. 1972. 23
  • 25. dría a la relación de las organiza Hönes con el Estado y entre ellas mismas. El establecimiento de compromisos políticos tendría que legitimarse ante ese proceso de comunicación pública.» 17 [El subra- yado es del autor.] Adviértase que a la tupida y profunda raigambre social y económica de la tendencia regresiva no puede Habermas sino enfrentar el «mandato de publicidad», que informa al Estado liberal de Derecho, ampliado por el Estado social, «más allá de los órganos estatales, a todas las organizaciones que actúan en relación al Estado». La clásica utopía estratégica socialdemó- crata, basada en la obliteración del carácter de clase del Esta- do burgués, salta a la vista de un modo menos llamativo, pero acaso más instructivo, en el siguiente pasaje: «Característico de la evolución del Estado social es que la diferencia cualitativa entre las intervenciones en las rentas y en las " fortunas, por una parte, y en la disposición sobre la propiedad, por la otra, vaya convirtiéndose en una diferencia meramente de grado, de modo que incluso la gravación fiscal puede llegar a con- vertirse en un instrumento de control de la propiedad privada. Pero el Estado fiscal sólo se convertiría definitivamente en una socie- dad estatal si todo poder social un poco relevante políticamente estuviera también sometido a control democrático.» 57bie No hay que ser marxista para saber que el Estado fis- cal o impositivo está estructural y funcionalmente vinculado a los mecanismos de acumulación del capital y, así, imposibilitado como organizador directo de la actividad productiva. —La no- ción de «Estado fiscal» y la aclaración de su íntima conexión con la vida económica burguesa proceden precisamente del con- servador Joseph Alois Schumpeter.— La poca familiaridad con el instrumentarium analítico de los economistas —académicos o no— impidió a Habermas atisbar mucho más allá de un ho- rizonte dominado por los teóricos (principalmente sociólogos de la economía y del derecho y filósofos morales) del «capita- lismo organizado». En Keynes mismo hubiera podido aprender que el intervencionismo estatal tiene unos límites históricos y económicos irrebasables.18 17. P. 257. 17 bis. Pp. 255-256. 18, Schumpeter acuñó la noción de «Estado fiscal» en su conocido opúsculo Die Krise des Steurstaats, Leipzig, 1918. (Hay una reedición reciente en: R. Goldscheid/J. S. Schumpeter, Beiträge zur politischen Ökonomie der Staatsfinanzen, Frankfurt, 1976, prepara- 24
  • 26. IV La intensa gravedad y el alcance planetario de la crisis económica que atraviesa de nuevo el sistema productivo capi- talista desde comienzos de la década de los setenta están con- tribuyendo en buena medida a la remoción del panorama de las ciencias sociales en los últimos años. Poco han tardado en desa- parecer las versiones más apologéticas (o ingenuas) sobre el «capitalismo organizado» que nunca jamás habría de conocer crisis económicas, y las teorías de la «sociedad postindustrial», según las cuales la dinámica de la búsqueda imperativa del be- neficio había dejado de ser un rasgo relevante de las socieda- des avanzadas de nuestros días, apenas consiguen hacerse oír, cuando no optan —y éste es normalmente el caso de sus repre- sentantes menos gárrulos— por un prudente y expectante silen- cio. A ello contribuye tanto un renacimiento, importante y evi- dente, de las investigaciones económicas más o menos tradicio- nalmente orientadas en el marxismo, cuanto, y sobre todo, una creciente alineación de los economistas académicos en posicio- nes neoclásicas (en lo que a la comprensión de los fenómenos hace, no menos que en las políticas estabilizadoras propugna- das): el griterío de los herederos de Ludwig von Mises, por así decirlo, sofoca las tímidas protestas de los descendientes de Friedrich Poílock.19 El Estado social ve amenazada su apoyatura da por Rudolf Hickel.) La ajenidad respecto de la óptica de los eco- nomistas, a pesar de la segura influencia en Habermas de un jurista y politologo tan sólido científicamente como Abendroth, no resulta demasiado extraña si se recuerda el escaso interés por la economía de los juristas positivos de tradición germánica. Del más grande de ellos, del genial Kelsen, es la siguiente afirmación expeditiva: «Y no parece imposible que el fascismo, la forma política adoptada por la burguesía en la lucha de clases, se revele en último término como la vía adecuada para imponer una economía colectivista dirigida y pla- nificada —en lo que consiste la médula del socialismo— en lugar de la anarquía económica del capitalismo [...], e incluso cabe afir- mar que la burguesía constituye una condición más favorable para el logro de esta misión, ya que el proletariado no dispone, natural- mente, del gran número de fuerzas cualificadas que se requieren para efectuar el paso de una a otra forma de producción.» (Hans Kelsen, Teoría general del Estado, versión castellana de Luis Legaz Lacambra, México, 1979, p. 469; la edición original es anterior a la Segunda Guerra Mundial.) 19. No es exagerado decir que, respecto de la comprensión de lo que está ocurriendo hoy, hay ahora bastante más claridad y acuerdo, entre economistas de muy distintas tendencias, de los que 25
  • 27. —cimientos no parece haber tenido nunca— y se tambalea ya hasta la veleta. Los hilos del tejido legal que le arropó (tan la- boriosamente seguidos por Habermas) no están hoy, en su gran parte, menos conminados a remadejamiento: baste aquí con consignar la seria hostigación jurídica de que es objeto en nues- tros días el derecho laboral producto de decenios de luchas obre- ras. De las dos tendencias contrapuestas por Habermas en su diagnóstico, una, la manipulativa y disolutoria, la regresiva ha- cia formas de «publicidad representativa» preburguesa (tan oportunamente recreada por Habermas en la vocación teatral de Wilhelm Meister), sigue plenamente vigente en las democra- cias parlamentarias occidentales; hasta podría decirse que al- canza hoy una plenitud impensable hacesólo unos años: mié tras un mediocre actor hollywoodense —que es además un cotizado modelo de spots publicitarios televisivos— llega a pre- sidente de Estados Unidos, un conocido cómico, reúne —sin programa político alguno— cerca del 15 % de las intenciones de voto del electorado francés al anunciar su candidatura a la presidencia de la República. La contratendencia apuntada por Habermas, en cambio, aparece aún más claramente a la luz de ahora como lo que siempre fue: buena intención normativa del autor, desprovista de cauce material visible de realización. Es típico de la posterior evolución de Jürgen Haber- mas el ir cargando las tintas en la «buena intención normativa» en detrimento de la exploración de su posible encauzamiento hubo en los años treinta. Los keynesianos más inteligentes hace mu- cho tiempo que han entendido que el análisis del maestro «estaba estructurado en términos de un período muy corto en el que el acer- vo de capital y la técnica de producción están dados» (Joan Ro- binson, La acumulación de capital, versión castellana de Edmundo Flores, México, 1960, p. 7; la edición original inglesa es de 1956): lo que, en plata, quiere decir que este análisis es más bien inútil en una época, como la nuestra, de revolución tecnológica acelerada y de necesidad de renovación del capital fijo. Con los ojos puestos en ello insisten los neoliberales a la Friedman en la inevitabilidad, para hacer frente a esas necesidades de renovación, de reducir drástica- mente el gasto público, lo que implica (aunque no es lo único que implica) el final del Estado asistencial. Muchos economistas mar- xistas tratan de acoplar la teoría de las ondas largas de Kondratief (recuperadas también ahora, curiosamente, por el conservador Ros- tow) a la hipótesis de los ciclos de renovación estructural del capital fijo, y otros trabajan en la prometedora perspectiva que abre a la investigación económica el análisis de la internacionalización del capital y de la nueva división internacional del t rabaj o que está surgiendo. 26
  • 28. material. Eso puede observarse bien atendiendo al espectro de preocupaciones y procedimientos intelectuales determinantes del curso seguido por nuestro autor desde mediados de los sesenta. Apenas ha vuelto sobre los temas sociológicos, histó- ricos, jurídicos y económico-sociológicos que componen buena parte del transfondo de HCOP. —Y cuando ha vuelto, ha sido más para explicitar puntos de vista implícitos en HCOP que para proseguirlos crítica o autocríticamente.—2(1 Los proyectos esbozados por Jürgen Habermas en los últimos lustros pueden reducirse, en substancia, a tres: la crítica de la filosofía del co- nocimiento,21 la construcción de una teoría de la competencia comunicativa o «pragmática universal»22 y la «reconstrucción del materialismo histórico».2^ Desde luego que todos tienen que ver con ámbitos problemáticos y con motivos ya presentes en HCOP (de ahí la significación de esta obra en la producción global de Habermas), pero el estilo intelectual ha experimentado un desplazamiento hacia la especulación filosófica que impide o dificulta la discusión de otros temas y asuntos bien esenciales a ía investigación juvenil. En la Reconstrucción del materialismo histórico, por comenzar en lo temáticamente más afín a¡ presente ensayo, se propone Habermas una tarea que, en verdad, por la desmesura de su intención (y por la precariedad del material empírico y de las herramientas conceptuales disponibles), sólo un filósofo optimistamente tradicional podría proponerse: diseñar una teo- ría de la evolución social. No dejan de ser significativas las 20. Así, por ejemplo, en Theorie und Praxis, Franckfurt, 19724, pp, 238 y ss., declara abiertamente Habermas que el «irrever- sible» intervencionismo y la «definitiva» regulación estatal de la economía vuelve inservible no sólo el instrumental conceptual de Marx, sino su entero programa científico. Análogamente, bastantes años más tarde, en «Legitimationsprobleme im modernen Staat», en Zur Rekonstruktion des historischen Materialismus, Frankfurt, 1976, p. 288, ha vuelto a hablar con la misma impasibilidad de «un sistema económico relativamente imperturbado» en el que el «Estado carga programáticamente con una garantía de aval para el funcionamiento del proceso económico», 21. Technik und Wissenschaft als Ideologie, Franckfurt, 1968; Erkenntnis und Interesse, Frankfurt, 1968. 22. Sobre todo, en «Vorbereitende Bemerkungen zu einer Theorie der kommunikativen Kompetenz», en Habermas/Luhman, Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie?, pp. 101 a 141, y en «Was heisst Universalpragmatik?», en K. O. Apel (ed.), Sprachprag- matik und Philosophie, Frankfurt, 1976, pp. 174 a 272. 23. Zur Rekonstruktion des historischen Materialismus, cit. 27
  • 29. principales influencias que ha recibido en ese empeño. En pri- mer término, las investigaciones piagetianas sobre la ontogéne- sis de la conciencia moral y del aprendizaje, por homología con las cuales —y aun si con ciertas reservas— quiere Habermas trazar las líneas maestras de su teoría general de la evolución social. (Si ya los estudios psicológicos piagetianos han sido cri- ticados por el carácter fantasioso de algunas de sus construc- ciones, nada hay que decir del intento de trasladarlos, al del- gado hilo de la analogía, al plano del despliegue civilizatorio.) Luego es también patente la influencia del funcionalismo socio- lógico norteamericano; no por cierto el del morigerado y sen- sato capataz de obra de la construcción de «teorías de medio alcance» (Robert K. Merton), sino el del ambicioso y especula- tivo arquitecto de una teoría global del «sistema de la acción social» (Talcott Parsons). De éste, en buena parte, le viene aho- ra a Habermas la tendencia a pensar que: «El desarrollo de las estructuras normativas es el motor de la evolución social, puesto que principios nuevos de organización social vienen a significar también formas nuevas de integración so- cial; y sólo éstas, a su vez, hacen posible la implementación de fuer- zas productivas ya existentes, o el surgimiento de otras nuevas, así como el incremento de complejidad social.»24 Por «estructuras normativas» entiende Habermas los ámbitos del derecho y de la moral y, en general, lo que llama esferas de la «interacción comunicativa». (Dicho sea de pasada: con este aserto del Habermas de 1976 se aclaran en buena me- dida las esperanzas, ya mencionadas, puestas por el Habermas de 1961 en el evanescente «mandato de publicidad» del Estado de Derecho.) La noción de «interacción comunicativa» procede de la filosofía del conocimiento habermasiana,25 y se basa en su distinción entre «acción estratégica» —propia de lo que, se- gún Habermas, configura el «trabajo»— y «acción comunica- tiva» —alojada en el habitáculo de ia «interacción»—, tipos de acciones a los que subyacerían «intereses de conocimiento» dis- tintos y que, en consecuencia, darían lugar a distintos tipos de conocimiento y racionalidad (la racionalidad técnico-instrumen- tal y la racionalidad hermenéutica de la praxis).26 Habermas no 24. Ibidem, p. 35. 25. Véase Technik und Wissenschaft ais Ideologie, cít., pp. 62.,y ss. = - 26. Habermas añade a estos dos intereses de conocimiento tt^I.técnico y el comunicativo— el «interés emancipatorio». Pero no 28
  • 30. ha conseguido, por el momento, esclarecer bien el status quasi transcendental que hay que atribuir a esos «intereses de conoci- miento». Todavía menos convincente resulta la operatividad de la tajante diferenciación categorial —procedente de Hannah Arendt— entre «trabajo» e «interacción comunicativa». Cuando Habermas intenta traducirla a léxico marxista, trasladando, por ejemplo, «trabajo» por «fuerzas productivas» e «interacción» por «relaciones de producción», resulta particularmente desa- fortunado, porque está implicando la calificación de la moral o del derecho como «relaciones de producción». La inclusión de la lucha de clases en el ámbito de la «acción estratégica», por poner otro ejemplo, no es ya muy coherente con la compren- sión de la «acción comunicativa» como el motor de la historia; pero más grave aún es que esto invite a entender (bastante de acuerdo, por otra parte, con los instintos políticos juveniles dis- tinguibles en HCOP} el Estado, el Derecho y la moral como ins- tancias más o menos ajenas a los choques de las clases, en vez de atravesadas por su agencia.27 tiva tampoco es cosa reciente; corren con un papel muy princi- pal en HCGP. Ya hemos tenido ocasión de constatar el interés La ocupación con problemas de interacción comunica- quedan bien definidos sus contornos, pues a menudo lo declara fun- damentante de los otros dos. 27. Richard Bernstein que, como muchos filósofos analí- ticos post-sesentaiochescos con mala conciencia, no puede menos de sentir simpatía por Habermas, ha criticado en cambio con mucha resolución estas ambigüedades de la gnoseología habermasiana (op. cit., pp. 321 y ss.). Hintikka, cuya conciencia de filósofo analítico parece menos atormentada, ha escrito (un poco a la diabla) una crí- tica demoledora de este tipo de distinciones entre racionalidades: «Razón práctica ver sus razón teórica: un legado ambiguo», en la revista Teorema, vol. VI, n.° 2, pp. 213 a 236. Por otra parte, la tendencia habermasiana a recoger léxico e ideas de ambientes muy varios (a veces, incluso, a través de terceros) y a intentar luego las traducciones, puede gastarle bromas peores que la que hemos co- mentado: el trabajo con demasiadas hipótesis, en efecto, puede lle- var incluso a la argumentación lógicamente inconsistente o contra- dictoria (no sólo a la esterilidad científica). Así, por ejemplo, cuan- do, influido por el pensamiento parsoniano, llega a formular con léxico marxista (Zur Rekonstruktion..., cit., pp. 178 y 179) que la neolítica división de la sociedad en clases y edificación de institu- ciones políticas estables de dominación son anteriores a (y no con- secuencia de) un aumento importante de las fuerzas productivas; una formulación así hace inconsistente toda la argumentación, por- que la existencia, por ejemplo, de instituciones políticas estables de 29
  • 31. demostrado en esta temprana obra por la «participación efec- tiva» de las «personas privadas organizadas en un proceso de comunicación pública». Las circunstancias que hayan de permi- tir esa comunicación pública auténtica, imponiéndose al entor- no concitador de la espúrea comunicación manipulada caracte- rística de la publicidad política contemporánea, no son bien es- pecificadas. El «mandato de publicidad» heredado del Estado de Derecho por el Estado social requiere, ciertamente, a ello, pero no es muy inteligible cómo habrá de conseguirlo, cómo habrá de hacer valer esa contratendencia idealmente prefigura- da.28 Cuando el proseguido interés de Habermas por los pro- blemas de la comunicación ha fructificado en su proyecto de «pragmática universal», o de «teoría general de la competencia comunicativa», en cierto modo se ha repetido la situación. Ese dominación, y la existencia de una casta de dominadores, presupone siempre la existencia de un importante excedente económico (que explica la posibilidad de que se forme una casta estable de domi- nadores, una casta, esto es, no directamente vinculada ya al trabajo productivo), lo que implica un incremento relevante previo de las fuerzas productivas. Los antropólogos de inspiración parsoniana (sig- nificativamente, no mencionados por Habermas) pueden al menos eludir esta contradicción, entre otras cosas, porque en su léxico no figuran nociones tales como «excedente económico» o «fuerzas pro- ductivas». 28. Un poco después del pasaje, ya citado, al que hacemos referencia, se alude, en calidad de apoyatura, al tópico marxista de la extinción de los antagonismos de clase como consecuencia del desarrollo de las fuerzas productivas y de una situación de abun- dancia tal que haga innecesaria la disputa entre los hombres por el producto social. La riqueza de las sociedades industriales constitui- das por el Estado social posibilitaría la paulatina pérdida de acritud de los conflictos sociales, redundando en favor del «mandato de publicidad» del Estado de Derecho. Pero, aparte de que en la tra- dición marxista no vulgar jamás se ha confiado en las virtudes automáticas del desarrollo de las fuerzas productivas si no va acom- pañado de la mediación de la voluntad política —articulada en otro plano: en el de la lucha de clases—, está el hecho económico funda- mental de que la riqueza de esos países industriales depende en buena medida del reparto de rentas imperiales, lo que les sitúa in- mediatamente en el centro de otro campo de batalla: el de los cho- ques de las clases y los pueblos a escala internacional. Por la época en que Habermas escribía esas páginas, estaban contribuyendo ya a la próspera abundancia de la República Federal de Alemania, entre otros mucho más alejados de ella, varios millones de trabajadores extranjeros inmigrados a los que el Estado social alemán-occidental no concedía —ni concede aún— el más mínimo derecho político. 30
  • 32. proyecto de «pragmática universal» es cautelosamente distingui- do respecto de la «pragmática empírica» desarrollada por los herederos del legado carnapiano. Mientras esta última estudia las situaciones típicas de un acto lingüístico concreto, contex- tualizándolo psicológica, sociológica y etnológicamente, la prag- mática universal en el sentido de Karl-Otto Apel y Jürgen Ha- bermas intenta, antes que otra cosa, explorar las condiciones últimas (nichthintergekbaren) o transcendentales de posibilidad de la argumentación discursiva. No es éste lugar oportuno para calibrar ni las dimensiones ni los provisorios resultados de tan ambiciosa y sugestiva tarea; pero vale la pena llamar la aten- ción acerca de lo que parece ser una cada vez más frecuente constante del pensamiento habermasiano. Influido por Apel, Ha- bermas utiliza su estudio sobre la competencia comunicativa para anticipar transcendentalmente una comunidad universal ideal de diálogo. El a priori de la interacción comunicativa ven- dría a cumplir ahora un papel análogo al del «mandato de pu- blicidad» ampliado por el Estado social a todas las organiza- ciones que tuvieran relevancia pública. Este a priori, constitui- do por los presupuestos transcendentales (verdad, corrección, etcétera) de todo uso lingüístico, independientemente de todas sus diferencias empíricas, anticiparía (transcendentalmente) una situación de comunicación perfecta, no empañada u obstaculi- zada por interferencias sistemáticas tales como las emanadas de lo que en HCOP se llama «publicidad manipulativa». Apel y Habermas extraen no pocas conclusiones de esta en aparien- cia sencilla construcción filosófica; entre ellas, una cuyas mag- nitudes —muy en la tónica de los «desórdenes filosóficos» de los felices sesenta— no parecen arredrarles: la negativa a con- siderar válida (o, al menos, con sentido) en el terreno de deter- minadas ciencias humanas —las basadas en «intereses» de la praxis y en «intereses» de la emancipación— la independen- cia entre el «es» y el «debe» (formalizada como no-validez de A ! A -< A en la lógica deóntica); o lo que es igual, la invitación a la comisión de la falacia naturalista en ese terreno. (Pocas dudas puede haber de que, además de la influencia fenomeno- lógica, que no siempre está dispuesta a conceder el que las nor- mas y los valores puedan considerarse de otro modo que como hechos de conciencia, subsiste aquí la «metafísica del desarro- llo» de ascendencia hegeliana, y en parte marxiana, aficionada a ver derivarse (sich ábleiten) valores y normas de modestas series de hechos; las normas difícilmente son captadas en esa tradición como algo separado —o lógicamente separable— del decurso del ser. El discípulo de Habermas Thomas McCarthy 31
  • 33. lo ha compendiado con claridad e ingenuidad americanas: «El fundamento normativo de la teoría crítica no es, por tanto, ar- bitrario, sino inherente a la estructura de la acción social que ella investiga».29 Se puede ahora comprender mejor el interés habermasiano por la ontogénesis de la conciencia moral piage- tiana: su metódica le sirve para articular la recepción de Hegel y de Husserl.) Sobre si esa situación ideal de diálogo transcendental- mente anticipada en nuestros propios usos lingüísticos va a des- pojarse o no algún día del prieto corsé que hoy la lacera, poco se nos dice; menos que poco acerca de cómo habría de librarse de él, y nada sobre nuestra posible participación en ello.30 Lo más probable es que la respuesta a todo eso haya que buscarla antes bien en la «pragmática empírica», o en algún otro ámbito teórico menos inmaculado que el regido por los «intereses eman- cipatorios de conocimiento». Habermas ya dejó bien sentado en la introducción de 1971 a la nueva edición de Theorie und Pra- xis —respondiendo indirectamente a los feroces envites estudian- tiles— que: 29. T. A. McCarthy, «A Theory of Communicative Competen- ce», en Philosophy of the Social Sciences, p. 154. [El subrayado es mío — A.D.] Respecto de la metafísica del desarrollo (Entwicklung) de ascendencia hegeliana y su problemática presencia en la metó- dica de Marx, véase el original ensayo de Manuel Sacristán sobre «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia», en la revista mientras tanto, n.° 2, 1980, pp. 61 a 96, 30. Javier Muguerza, él mismo bastante amigo de frecuen- tes visitas al templo de las situaciones ideales, no ha podido resis- tirse a sacarle punta, con sus acostumbradas dotes para la ironía benévola, a esta «situación ideal de diálogo» habermasiana compa- rándola a la «comunión de los santos». Por otra parte, Helmut Schnelle, un característico representante de la «pragmática empíri- ca», ha entrado polémicamente en el terreno de los transcendenta- listas, y ha hecho una observación aguda, que vale la pena reseñar: si la anticipación transcendental de una situación ideal de diálogo ha de deducirse de pretensiones ínsitas en nuestros propios usos lingüísticos empíricos, entonces pueden encontrarse otros conceptos transcendentales inherentes a la comunicación lingüística y contra- dictorios del concepto transcendental de Apel y Habermas. La po- sición Apel/Habermas habría extrapolado indebidamente la «indefi- nite community of investigators» de Peirce, convirtiéndola en una comunidad universal y pasando por alto la ineludibilidad («trans- cendental») de la existencia de diversas variantes lingüísticas intra- ducibies (en el sentido de Quine). Véase la contribución de Schnelle en el volumen, ya citado, al cuidado de Apel, pp. 394 y ss.
  • 34. «...de ningún modo puede la teoría, en contextos concretos, legitimar las arriesgadas decisiones de la acción estratégica.» 31 V El adentramiento progresivo de Jürgen Habermas en lo que Arnold Gehlen, describiendo el talante intelectual imperan- te en la academia filosófica alemana durante la República de Weimar, conceptuó como «ajenidadal mundo» (Weltfremd- heit),22 hace poco probable que vuelva en su madurez sobre al- gunas cuestiones que en 1961 dejó abiertas o sobre otras —muy relevantes para el diagnóstico y el pronóstico de HCOP— que, a la luz de los acontecimientos relacionados con el ciclo largo económico depresivo iniciado por el capitalismo a comienzos de los setenta, exigen cuando menos revisión crítica del marco científico en el que se insertan.33 Los conflictos surgidos recien- temente —y recogidos ya por la prensa periódica— en ei Ins- 31. Theorie und Praxis, cit., p. 38. 32. De la misma época y de Ortega, que pocas cosas filo- sóficas tuvo en común con Gehlen, es un conocido apunte de pare- cidas intenciones: «El filósofo alemán puede desentenderse de los destinos de Germania [...] ¿Qué impedirá al alemán empujar su propio esquife al mar de las eternas cosas divinas y pasarse veinte años pensando sólo en lo infinito?». Por lo demás, las propias tradi- ciones intelectuales hispánicas dificultan la localización de la raíz del tronco espiritual en que está Habermas injerto: el cultivo ro- mántico germánico del ewige Gespräch (de la «eterna conversación»). Nada más alejado del temperamento espiritual del romanticismo español, decididamente antiburgués (aunque no siempre reacciona- rio): de Donoso Cortés es la denuncia de la burguesía como una «clase discutidora», incapaz de acción. Sobre esas diferencias advir- tió ya en 1929 Carl Schmitt en su célebre Politische Theologie, Ber- lín, 19733, pp. 75 y ss. 33. Revisar ese marco y abandonar la teoría sociológica del «capitalismo organizado» son cosas que van como de la mano. Los economistas pueden contribuir a eso de dos formas: aclarando la excepcionalidad del largo período expansivo atravesado por el capitalismo de la posguerra, e investigando la nueva configuración planetaria que puede adquirir el capitalismo tras la reestructuración en curso, dominada por las empresas transnacionales, de la división internacional del trabajo. (No deja de ser una ironía de la historia que precisamente esas grandes corporaciones empresariales, que constituyeron el punto inicial de arranque empírico para que un grupo de sociólogos de la economía elaborara los rudimentos de la teoría del «capitalismo organizado», sean hoy causantes [con su 33
  • 35. tituto Max Plank de Stanberg para la investigación de las con- diciones de vida en el mundo científico-técnico, del que Haber- mas es codirector, tienden a confirmar esa sospecha.34 Mas HCOP tiene un interés que rebasa ampliamente el ya de por sí importante de proporcionar la clave de muchas facetas de la obra habermasiana: cuenta, entre otras, con vir- tudes bastantes como para convertirse en un libro inevitable de la teoría política del Estado asistencial; pero es el caso que, sin que su autor llegara a proponérselo, ni a imaginarlo siquie- ra, buena parte de los factores regresivos diagnosticados con- servan vigencia más allá de la era política del new deal corona- da por el Estado social, y aun es de preveer que se reforzará su peso en la barbarie neoliberal augurada por Ronald Reagan y Alexander Haig. El que parte substancial del diagnóstico haya salvado el obstáculo del marco científico que le circundaba35 aoaitQ q los y3 débiles dÍQucs ds los Hst^dos socislss y sus sxigvii" cias de movilidad internacional sin barreras] y promotoras [hablan- do en crudos términos financieros] del revival neoliberal.) 34. El Instituto de Stanberg consta, por así decirlo, de dos alas. Una de ellas, la originaria, está dirigida por el físico Von Weizsäcker y formada por dos equipos de economistas, un equipo de sociólogos de la ciencia y un equipo de especialistas en cues- tiones bélicas; uno de los grupos de economistas está compuesto por Folker Fröbel, Jürgen Heinrichs y Otto Kreye, mundialmente conocidos por sus investigaciones sobre la nueva división interna- cional del trabajo. Su libro principal acaba de aparecer en ver- sión castellana. El ala dirigida por Habermas —más reciente y menos articulada— está compuesta por filósofos, psicólogos y so- ciólogos. Los conflictos estallaron a raíz del anuncio de jubilación de Von Weizsäcker: el Instituto Max Plank quiere ahora disolver el Instituto de Stanberg y encargar a Habermas la fundación de otro nuevo en Munich, constando él como único director. Entre los planes futuros de Habermas como director está, por lo visto, la liquidación del ala Von Weizsäcker y el despido de sus componen- tes por incompatibüidad en los programas de investigación. En efecto: mientras Fröbel, Heinrichs y Kreye están preguntándose por cosas tales como el excedente existente en los países subdesarrolla- dos del recurso hombre y de su explotación por los países imperia- listas a través de las empresas transnacionales, Habermas está interesado en interrogaciones de más hondo calado: «¿Se conver- tirá el medio vinculativo que es el sentido culturalmente producido en un recurso escaso, y esa escasez, repercutirá más bien anémica- mente o más bien innovativamente?» {Der Spiegel, n.° 19, 1980). 35. De ahí que, en la única ocasión, por el momento, en que Habermas ha intentado encarar la innegable oleada neoliberal de los últimos cuatro años, haya dicho cosas agudas y de poderosa 34
  • 36. aproxima a HCOP a la categoría de clásico (si clásicas son aquellas obras que se leen y releen con gusto independiente- mente de sus limitaciones epocales), que sobrevivirá con mu- cho a la trivial literatura de ciencia política que gozó en sus días de mayor favor y divulgación que el presente texto. No es poco que de entre la fútil evagación característica de nuestra cultura intelectual tardoburguesa pueda redimirse a un libro diciendo que cumple el precepto de los antiguos: ínter folia fructum, Antoni DOMÉNECH Frankfurt am Main - Barcelona, diciembre de 1980 capacidad sugestiva. Por fortuna, existe versión castellana de ese texto, que es el de una entrevista concedida al semanario comunista italiano Rinascita en 1978 (véase J. Habermas: «Crisis del capitalis- mo tardío y posibilidades de la democracia», versión de Paco Fer- nández Buey, en revista Materiales, n.° 11, 1978, pp. 5 a 21). 35
  • 37. í ì
  • 38. Prefacio La tarea de la presente investigación es el análisis del tipo «publicidad burguesa».* El estilo de trabajo de la investigación está solicitado por las específicas dificultades de su objeto, cuya complejidad prohibe por lo pronto el que se dote de los recursos y procedi- mientos específicos de una disciplina aislada. La categoría de la publicidad hay que buscarla más bien en el amplio campo que antiguamente abarcaba la mirada de la «política» tradicio- nal; 1 enmarcado dentro de los límites de cualquiera de las varias disciplinas científico-sociales, aisladamente tomadas, nues- tro objeto se disuelve. La problemática resultante de la integra- ción de aspectos sociológicos y económicos, jurídico-estatales y politológicos, histórico-sociales e histórico-ideales, salta a la vista: en el actual estadio de diferenciación y especialización de las ciencias sociales casi nadie podría «dominar» varias de esas disciplinas, por no hablar de todas. * Se traduce aquí, siempre —excepto en el título del li- bro—, la voz alemana Öffentlichkeit por «publicidad». Con ello se corre el riesgo de la mala interpretación; en efecto: la palabra «pu- blicidad» tiene en castellano dos usos, uno de los cuales —precisa- mente el aludido en esta traducción— es hoy poco frecuente. «Pu- blicidad» acostumbra a remitir a actividades relacionadas con el reclamo y la propaganda comercial. Aquí se intenta recuperar su referencia, más arcaica, al estado y la calidad de las cosas públicas, con el convencimiento de que esta palabra vierte, en el presente con- texto, mejor a Öffentlichkeit que a «vida social pública», «opinión pública» o, simplemente, lo «público», todas ellas versiones acepta- bles, en diferentes contextos, del término alemán. (Las notas con asterisco son siempre del traductor; las numeradas, del autor.) 37
  • 39. La otra particularidad del método empleado resulta de la necesidad de proceder a la vez histórica y sociológicamente. Entendemos la «publicidad burguesa» oomo categoría típica de época: no es posible arrancarla de la inconfundible evolución histórica de la «sociedad burguesa» salida de la alta Edad Media europea, y no es posible, con generalizaciones ideal-típicas, tras- ladarla a constelaciones formalmente indiferentes respecto de la variedad de las situaciones históricas. Así como intentamos mostrar que por vez primera puede hablarse de «opinión pú- blica» en la Inglaterra de finales del siglo XVII y en la Francia del siglo XVIII, así también damos por lo general a la categoría de «publicidad» un tratamiento histórico. Con ello se distingue nuestro proceder a limine del punto de vista de la sociología formal, cuyo estadio más desarrollado suele verse en la llamada teoría estructural-funcionalista. Por otra parte, la investigación sociológica de las tendencias históricas se mantiene en una etapa de generalidad en la que los precedentes y los aconteci- mientos son citados de modo ilustrativo, a saber: como ejem- plos de una evolución social que rebasa ampliamente el caso particular y que da el marco interpretativo de los mismos. Del ejercicio de la historia en sentido estricto se diferencia este proceder sociológico por una mayor libertad de estimación —o, al menos, eso parece— del material histórico; pero se so- mete, de todos modos, a los igualmente estrictos criterios de un análisis estructural de las conexiones sociales globales. Luego de esas dos premisas metodológicas, valdrá la pena anunciar una advertencia que atañe a la cosa misma. La investigación se limita a la estructura y a la función del mo- delo liberal de la publicidad burguesa, a su origen y transfor- mación; se remite a los rasgos que adquirieron carácter domi- nante en una forma histórica y no presta atención a las varian- tes sometidas, por así decirlo, en el curso del proceso histórico, de una publicidad plebeya^ En la fase de la Revolución fran- cesa ligada al nombre de Robespierre, aparece una publicidad —digamos que por un instante— despojada de su ropaje lite- rario: no son ya su sujeto los «estamentos instruidos», sino el «pueblo» sin instrucción. También esa publicidad plebeya, que prosigue subterráneamente en el movimiento cartista y en las tradiciones continentales del movimiento anarquista, resta orien- tada según las intenciones de la publicidad burguesa. —Histó- rica e intelectualmente es, como ella, una herencia del si- glo XVIII.— Por eso se distingue claramente de la forma plebis- citario-aclamativa de la publicidad reglamentada de las dicta- duras de las sociedades industriales altamente desarrolladas. 38
  • 40. Ambas tienen ciertos rasgos formales en común; pero de la publicidad, literariamente determinada, de un público compues- to por personas privadas raciocinantes se distingue cada una de ellas a su modo; como iliterada una, como posliteraria, por así decirlo, la otra. La coincidencia de determinadas manifesta- ciones plebiscitarias no puede ocultar el hecho de que ambas variantes de la publicidad burguesa —desatendidas por igual aquí—, sobre la base de los distintos estadios de la evolución social en los que se asientan, cumplen también funciones políti- cas diversas. Nuestra investigación somete a estilización los elemen- tos liberales de la publicidad burguesa, así como su transfor- mación social-estatal. A la Deutsche Forschungsgeimeinschaft tengo que agra- decer una generosa colaboración. Con excepción de los epígrafes 13 y 14, este trabajo ha sido presentado en la Facultad de Fi- losofía de Margburgo como memoria de cátedra. J. H. Frankfurt am Main, otoño de 1961 39
  • 41. ì i
  • 42. I. Introducción: delimitación propedéutica de un tipo de la publicidad burguesa I. La cuestión de partida El uso lingüístico de «público» y «publicidad» denota una variedad de significaciones concurrentes. Proceden de fases históricas diversas y, en su sincrónica aplicación a las circuns- tancias de la sociedad burguesa industrialmente avanzada y so- cial-estatalmente constituida, se prestan a una turbia conexión. Ciertamente parecen permitir esas circunstancias —que se po- nen a la defensiva frente al uso lingüístico recibido— una utili- zación tan confusa como siempre de aquellas palabras, su ma- nipulación terminológica. Porque no sólo el lenguaje cotidiano contribuye a ello, especialmente maculado por la jerga de la burocracia y de los medios de comunicación de masas; también las ciencias, sobre todo la ciencia jurídica, la politología y la sociología son manifiestamente incapaces de substituir catego- rías tradicionales como «público» y «privado», «publicidad», «opinión pública», por conceptos más precisos. Por de pronto, ese dilema se ha vengado irónicamente de la disciplina que hace expresamente de la opinión pública su objeto: con la interven- ción de las técnicas empíricas, lo que propiamente ha de cap- tarse como public opinion research [investigación de la opinión pública] se ha disuelto en una magnitud insondable,1 al tiem- po que se priva a la sociología de la consecuencia de renunciar a esas categorías; ahora como antes, se trata de la opinión pública. «Públicas» llamamos a aquellas organizaciones que, en contraposición a sociedades cerradas, son accesibles a todos; del mismo modo que hablamos de plazas públicas o de casas públicas. Pero ya el hablar de «edificios públicos» implica algo 41
  • 43. más que la alusión a su accesibilidad general; ni siquiera ten- drían por qué estar abiertos al tráfico público; albergan insta- laciones del Estado y ya sólo por eso cabría predicar de ellos la publicidad. El Estado es la «administración pública». Debe el atributo de la publicidad a su tarea: cuidar del bien común, público, de todos los ciudadanos. Distinta significación tiene la palabra cuando se habla, pongamos por caso, de una «audiencia pública»; en tales oportunidades se despliega una fuerza de la representación, en cuya «publicidad» algo cuenta el reconoci- miento público. También se remueve la significación cuando decimos que alguien se ha hecho un nombre público; la publi- cidad de la reputación o incluso de la fama procede de otras épocas, igual que la de la «buena sociedad». Con todo, la utilización más frecuente de la categoría en el sentido de la opinión pública, de una publicidad sublevada o sojuzgada, implica unas significaciones que tienen que ver con público, con notoriedad pública, con publicar, pero que no coincide en absoluto con éstos. El sujeto de esa publicidad es el público como portador de la opinión pública, y la noto- riedad pública está vinculada con la función crítica de aquélla; la publicidad de las sesiones de un tribunal, pongamos por caso. En el ámbito de los medios de comunicación de masas la notoriedad pública ha variado evidentemente su significa- ción. De una función de la opinión pública ha pasado a ser un atributo de aquello que precisamente atrae a la opinión pública hacia sí: las public relations, esfuerzos que, últimamente, quie- ren decir «trabajo de publicidad», están destinadas a crear una tal publicity. Incluso la publicidad se presenta como una es- fera en la que los ámbitos de lo público y de lo privado están frente a frente. A veces aparece simplemente como la esfera de la opinión pública, contrapuesta incluso a los poderes pú- blicos. Según las circunstancias, se cuenta entre los «órganos de la publicidad» a los órganos estatales o a aquellos medios que, como la prensa, sirven a la comunicación del público. Un aniálisis sociohistórico del síndrome significativo de «público» y «publicidad» podría conducir las diversas capas lin- güísticas históricamente superpuestas a su concepto sociológico. Ya la primera indicación etimológica respecto de publicidad es rica en conclusiones. El sustantivo se formó en alemán a partir del adjetivo, más antiguo, öffentlich [público], hacia el si- glo xviii, en analogía con publicité y publicity;2 aún a finales de siglo resultaba tan inutilizable la palabra que pudo ser obje- tada por von Heynatz.3 Si Öffentlichkeit [publicidad] exigió por vez primera su nombre en esa época, lícito es suponer que esa 42
  • 44. esfera, al menos en Alemania, se formó por aquella época y también por entonces adquirió su función; la publicidad perte- nece específicamente a la «sociedad burguesa» que, por la mis- ma época, se asentó como ámbito del tráfico mercantil y del trabajo social según sus propias leyes. Lo que no quita que pueda hablarse de lo «público» y de lo que no es público, de lo «privado», desde mucho antes: Se trata de categorías de origen griego que nos han sido transmitidas con impronta romana. En la ciudad-estado griega plenamente formada, la esfera de la polis, común al ciudadano libre (koyné), está estrictamente separada de la esfera del oikos, en la que cada uno ha de apropiarse aisladamente de lo suyo (idia). La vida pública, bios politikos, sé desenvuelve en el agora, pero no está localmente delimitada: la publicidad se constituye en la conversación (lexis), que puede tomar tam- bién la forma de la deliberación y del tribunal, así como en el hacer común (praxis), sea ésta la conducción de ¡a guerra o el juego pugnaz. (Para la legislación, a menudo se acude a foras- teros, ya que no pertenece propiamente a las tareas públicas). Eí orden político descansa, como es sabido, en una economía esclavista de forma patrimonial. Los ciudadanos están descar- gados del trabajo productivo; pero la participación en la vida pública depende de su autonomía privada como señores de su casa. La esfera privada no está solamente en el nombre (grie- go) ligada a la casa; la riqueza mueble y la disposición sobre la fuerza de trabajo constituyen un tan mal substituto del po- der sobre la economía doméstica y sobre la familia como, a la inversa, la pobreza y la carencia de esclavos constituyen ya de por sí un obstáculo para la admisión en la polis: el destierro, la expropiación y la destrucción del patrimonio doméstico son todo uno. La posición en la polis se basa, pues, en la posición del oikodéspota. Bajo la cobertura de su dominio se realiza la reproducción de la vida, el trabajo de los esclavos, el servicio de las mujeres, acontece la vida y la muerte; el reino de la necesidad y de la transitoriedad permanece anclado en las som- bras de la esfera privada. Frente a ella se alza la publicidad, según la autocomprensión de los griegos, como un reino de la libertad y de la continuidad. A la luz de la publicidad todo se manifiesta tal como es, todo se hace a todos visible. En la conversación entre ciudadanos fluyen las cosas hacia el len- guaje y ganan forma; en la disputa entre iguales sobresalen los mejores y ganan su esencia: la inmortalidad de la fama. Así como la necesidad vital y el mantenimiento de lo necesario para la vida están pudorosamente ocultos tras los límites del oikos, 43
  • 45. así también ofrece la polis el campo libre para la mención ho- norífica: los ciudadanos trafican como iguales con iguales (ho• moioi), pero todos procuran la preeminencia (aristoiein). Las virtudes, cuyo catálogo codificó Aristóteles, se preservan tan sólo en la publicidad, allí encuentran reconocimiento. Ese modelo de la publicidad helénica, tal como lo he- mos recibido, estilizado por la autointerpretación de los grie- gos, comparte desde el Renacimiento, con todos los llamados clásicos, la fuerza propiamente normativa que ha llegado hasta nuestros días.4 No la formación que le subyace, sino el patrón ideológico mismo ha preservado su continuidad —una continui- dad histórico-ideal— durante siglos. Por lo pronto, están atra- vesando la Edad Medialas categorías de lo público y lo pri- vado en las definiciones del Derecho romano, y la publicidad es contemplada en él como res publica. Y vuelven a adquirir una aplicación técnico-jurídica efectiva por vez primera con el nacimiento del Estado moderno y de la esfera, separada de él, de la sociedad burguesa; sirven a la autocomprensión política ai igual que a la institucionalización jurídica de una sociedad civil burguesa en el sentido específico de la palabra. Desde hace apro- ximadamente un siglo, sus presupuestos sociales vuelven a ser captados disolutamente; las tendencias a la destrucción de la publicidad son inequívocas: mientras su esfera se amplía fe- nomenalmente, su función va perdiendo fuerza. Con todo, sigue siendo la publicidad un principio organizativo de nuestro orden político. Evidentemente, la publicidad es distinta de y más que un jirón de ideología liberal que la democracia social pudiera arrancarse sin sufrir daño. Si hay que concebir el complejo que hoy, de modo harto confuso, subsumimos bajo el rótulo de publicidad en el contexto de sus estructuras históricas, espe- remos que sobre la base de una clarificación sociológica del concepto podamos asir a nuestra propia sociedad sistemática- mente por una de sus categorías centrales. 2. Acerca del tipo publicidad representativa Durante la Edad Media europea, la contraposición ju- rídica romana de publicas y privatus,5 aun cuando utilizable, no es obligatoria. Precisamente el precario intento de aplicar esas nociones a las relaciones jurídicas de señorío y propiedad de la tierra proporciona indicios involuntarios de que no se dio una contraposición entre publicidad y esfera privada según 44
  • 46. el modelo antiguo (o moderno). También aquí, evidentemente, una organización económica del trabajo social hace de la casa del señor el elemento central de todas las relaciones de domi- nio; no obstante, la posición del señor de la casa en el pro- ceso productivo no es comparable con el poder de disposición «privado» del oikodéspota o del pater familias. El dominio de la tierra {y el señorío basado en él) puede todavía, incluyendo a todos los derechos señoriales sueltos, contemplarse como ju- ridictioi pero no puede acomodarse a la contraposición de dis- posición privada (dominium) y autonomía pública (imperium). Hay «superioridades» bajas y altas, bajas y alt2S «prerrogativi- dades», pero no un status fijado desde el punto de vista del derecho privado a partir del cual tuvieran acceso las personas privadas a la publicidad. El dominio del feudo, plenamente for- mado en la alta Edad Media, comienza a dar paso en la Ale- mania del siglo XVJII, como consecuencia de la liberación cam- pesina y del aligeramiento de los feudos, a la propiedad pri- vada de la tierra. El poder doméstico no es dominio, ni en el sentido del Derecho civil clásico ni en el del moderno. Si trans- portamos esas categorías a unas condiciones y relaciones so- ciales en las que no se puede distinguir entre esfera pública y ámbito privado, surgen dificultades: «Si concebimos el país como la esfera de lo público, entonces nos las tenemos que ver con un poder público de segunda categoría: el poder ejercido en la casa por el señor; que, ciertamente, es un poder privado en relación al del país al cual está subordinado, pero que es pri- vado en un sentido muy diferente del de la ordenación moderna del derecho privado. Así, me parece más clarificador entender que las facultades "privadas" y ""públicas" de dominio se mez- clan en una unidad inextricable, de modo que ambas emanan de un poder unitario, están adheridas a la tierra y pueden ser tratadas como legítimos derechos privados».6 De todos modos, puede constatarse una cierta coinci- dencia entre la vieja tradición jurídica germánica con gemeinlich y sunderlich, common y particular, y los clásicos publicus y privatus. Aquella oposición se remite a elementos comunitarios, elementos que han adquirido relieve bajo las relaciones feudales de producción. La dula es pública; el manantial, la plaza de mer- cado, son públicamente accesibles y de uso común, loci com- munes, loci püblici. Este «común» (gemeinlich), del que arran- ca una línea hacia el bien común o público (common wealth, public wealth), está enfrentado a lo «particular» (Besondere). Este Besondere es lo separado, en un sentido de lo privado que, con la equiparación de intereses particulares e intereses priva- 45
  • 47. dos, aún proseguimos. En el marco de la constitución feudal se refiere, por otro lado, lo particular también a los distinguidos con derechos particulares, con inmunidades y privilegios; en ese sentido, lo excepcional, lo particular, constituye la liberación respecto del núcleo de la feudalidad y con ello, al mismo tiem- po, de lo «público». La coordinación de categorías jurídicas germánicas y romanas se altera tan pronto como éstas son absorbidas por el feudalismo (el common man es el prívate man). Esa circunstancia recuerda el uso lingüístico de common soldier* en el sentido de prívate soldier**: el hombre común sin rango, sin lo particular de una autoridad luego interpretada como «pública». En los documentos medievales, «dominante» (herrschaftlich) es utilizado como sinónimo de publicas-, pu- blicare significa para el señor embargar.7 En el ambivalente sig- nificado de gemein (common, común) como comunitario, esto es, accesible a todos (público), y gemein, esto es, excluido de derechos particulares, es decir, señoriales; excluido del rango (público), se refleja hasta nuestros días la integración de ele- mentos de organización comunitaria en una estructura social basada en el dominio feudal.8 No es posible documentar para la sociedad feudal de la alta Edad Media, de un modo sociológico, es decir, con cri- terios institucionales, una publicidad con ámbito propio, se-, parado de una esfera privada. Sin embargo, no por casualidad se llama a los atributos de dominio, como el sello regio, ponga- mos por caso, «públicos»; no por casualidad disfruta el monarca inglés de püblicness: 9 se trata de una representación pública del dominio. La publicidad representativa no se constituye como un ámbito social, como una esfera de la publicidad; es más bien, si se permite utilizar el término en este contexto, algo así como una característica de status. El status del señor feudal, siempre encaramado a su jerarquía, es neutral frente a los cri- terios «público» y «privado»; pero el poseedor de ese status lo representa públicamente: se muestra, se presenta como la cor- poreización de un poder siempre «elevado».10 La noción de esa representación se ha conservado hasta en la más reciente doc- trina constitucional. De acuerdo con ella, la representación sólo puede «darse en la esfera de la publicidad [...] no hay repre- sentación que pudiera considerarse "asunto privado"».11 Y, cier- tamente, lo que pretende esa representación es hacer visible, * Literalmente «soldado común», del montón, actualmente usado en el sentido de «soldado raso». ** «Soldado raso». 46
  • 48. por medio de la presencia públicamente presente del señor, un ser invisible: «...algo muerto, algo de poca valía, o carente to- talmente de ella, algo bajo, no puede obtener representación. Le falta el elevado modo de ser capaz de resaltar en el ser pú blico, de ser capaz de una existencia. Palabras como grandeza, alteza, majestad, fama, dignidad y honor van al encuentro de esa particularidad del ser capaz de representación». Delega- ción en el sentido, por ejemplo, de representación de la Nación, o de determinados clientes, no tiene nada que ver con esa pu- blicidad representativa, adherida a la concreta existencia del señor y expendedora de un «aura» a su autoridad. Cuando el señor del país reunía en su torno a los señores mundanos y a los del espíritu, a los caballeros, a los prelados y a los esta- mentos (o, como acontecía en Alemania hasta 1806, cuando el Kaiser invitaba al Reichstag a príncipes y obispos, condes im- periales, imperiales estamentos y abades), no se trataba de una asamblea de delegados en la que cada uno representaba a otros. En tanto el soberano y sus estamentos «son» el país, en vez de delegarlo meramente, pueden, en un específico sentido de la palabra, representar: ellos representan su dominio, en vez de para el pueblo, «ante» el pueblo. La evolución de la publicidad representativa está ligada al atributo de la persona: a insignias (condecoraciones, armas), hábitos (vestimenta, peinado), gestos (modos de saludar, adema- nes) y retórica (forma de las alocuciones, discursos solemnes en general).12 Por decirlo en pocas palabras: en un código es tricto del comportamiento «noble». Éste cristalizó a lo largo de la alta Edad Media en el sistema de virtudes cortesanas, una versión cristiana de las virtudes cardinales aristotélicas en la que lo heroico templaba lo caballeresco y lo señorial. Signifi- cativamente, en ninguna de esas virtudes perdió lo físico su re- levancia: pues las virtudes tenían que adquirir cuerpo, había que exponerlas públicamente.13 Esa representación vale, sobre todo, para el torneo, para la figura de la pugna entre caballeros. Cierto que también la publicidad de la polis griega conoce una escenificación agonal de la arete-, pero la publicidad de la re presentación cortesano-caballeresca, desErrollada más en los días festivos, en las «épocas elevadas», que en los días de audien- cia, no constituye una esfera de la comunicación política. Como aura de la autoridad feudal, es signo de un status social. Por eso le falta «emplazamiento»: el código caballeresco de conduc- ta es común a todos los señores, desde el rey hasta el sernicam- pesino caballero de un único escudo; en ese código se orientan no sólo en oportunidades y emplazamientos definidos, como 47
  • 49. «en» la esfera de lo público, pongamos por caso, sino de con- tinuo y en cualquier parte donde representen en ejercicio de sus derechos señoriales. Sólo aquéllos de entre los señores que lo son del espí- ritu poseen, por encima de motivos mundanos, un local para su representación: la iglesia. En el ritual eclesiástico, en la li- turgia, en la misa, en la procesión, sobrevive aún hoy la publi- cidad representativa. De acuerdo con una conocida observación, la Cámara de los Lores inglesa, el Estado Mayor prusiano, la Academia francesa y el Vaticano en Roma fueron los últimos bastiones de la representación; finalmente, sólo la Iglesia ha sobrevivido, y «tan solitariamente que quien no ve en ella sino fachada externa está obligado a decir, con epigramático sarcas- mo, que ya sólo representa a la representación».34 Por lo demás, la relación entre laicos y clero muestra hasta qué punto el «en- torno» forma parte de la publicidad representativa y cómo, sin embargo, está también excluido de ella: es privada en el mismo sentido en que el prívate soldier [soldado raso] estaba exclui- do de ia representación, de la dignidad militar, aun cuando «per- teneciera a ella». Esa exclusión corresponde a un enigma lo- calizado en el interior del círculo de la publicidad: ésta se basa en na arcanum; misa y Biblia son leídas en latín, no en el len- guaje del pueblo. La representación cortesano-caballeresca de la publier dad tuvo su última forma pura en las cortes francesa y bor- goñona en ,el siglo xv.15 El célebre ceremonial español es el fósil de esa flor tardía. Y en esa forma se mantendrá todavía duran- te siglos en las Cortes de los Austrias. De nuevo se forma la publicidad representativa a partir de la cultura aristocrática urbanamente asentada de la Italia norteña tempranamente ca- pitalista, principalmente de Florencia, luego también en París y Londres. Precisamente su asimilación del humanismo de la incipiente cultura burguesa le permitió conservar toda su po- tencia: el mundo ilustrado humanista fue por lo pronto inte- grado en la vida cortesana.16 Como consecuencia de la intro- ducción en la Corte de los preceptores de los príncipes, apro- ximadamente en 1400, ayudó el humanismo, que hacia el siglo xvi comenzaba a desarrollar las artes de la crítica filológica, a mo- dificar el estilo de la vida cortesana. Con el cortegiano comien- za a desprenderse del caballero cristiano un cortesano huma- nísticamente instruido, cuyo estilo recuerdan, posteriormente, el gentelman inglés antiguo y el honnête homme de Francia. Su serena y elocuente sociabilidad es síntoma de la nueva so- ciedad en cuyo núcleo central está situada la Corte.17 La aris- 48