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Daniel 8:14 Reina-Valera 1960
14 Y él dijo: Hasta dos mil
trescientas tardes y mañanas;
luego el santuario será purificado.
Samuel Sheffield Snow (1806-1890) fue un escéptico convertido en
predicador millerita que calculó que el regreso de Cristo se llevaría a
cabo el 22 de octubre de 1844. Su enseñanza provocó lo que se
conoció como el "movimiento del séptimo mes", que condujo a la Gran
decepción cuando Jesús no regresó como se esperaba.Hasta los 35 años, Snow había sido "un incrédulo
establecido en la Biblia". Incluso había trabajado como
agente del Boston Investigator , un periódico declarado
ateo. Se convirtió al cristianismo en 1839, como
resultado de leer una copia de las conferencias de
William Miller que su hermano había comprado. [1]
Después de su conversión, se unió a una Iglesia
Congregacional en 1840. En 1842, en una reunión de
campo millerita (ver también: reuniones de campo
adventistas del séptimo día ) en East Kingston, New
Hampshire , se dedicó a predicar el mensaje millerita a
tiempo completo. [2]
Ellen Gould Harmon de White (Gorham, 26 de noviembre de 1827-
St. Helena, 16 de julio de 1915)
Los creyentes adventistas aguardaban con
honda expectación el día en que su Señor
iba a volver. Consideraban el otoño de
1844 como el momento señalado por la
profecía de Daniel. Pero aquellos
consagrados creyentes iban a sufrir un
gran chasco. Así como los discípulos del
tiempo de Cristo no comprendieron el
carácter exacto de los acontecimientos
que se iban a realizar en cumplimiento de
la profecía relativa al primer
advenimiento de Cristo, los adventistas
de 1844 sufrieron un gran chasco en
relación con la profecía que anunciaba la
segunda venida de Cristo. Acerca de esto
leemos:
“Jesús no vino a la tierra, como lo esperaba la compañía que le aguardaba gozosa,
para purificar el santuario, limpiando la tierra por fuego. Vi que era correcto
su cálculo de los períodos proféticos; el tiempo profético había terminado en
1844, y Jesús entró en el lugar santísimo para purificar el santuario al fin de
los días. La equivocación de ellos consistió en no comprender lo que era el
santuario ni la naturaleza de su purificación.”—[Primeros Escritos, 243.]
Casi inmediatamente después del chasco de octubre, muchos creyentes y pastores
que se habían adherido al mensaje adventista se apartaron de él. Otros fueron
arrebatados por el fanatismo. Más o menos la mitad de los adventistas siguió
creyendo que Cristo no tardaría en aparecer en las nubes del cielo. Al verse
expuestos a las burlas del mundo, las consideraron como pruebas de que había
pasado el tiempo de gracia para el mundo. Creían firmemente que el día del
advenimiento se acercaba. Pero cuando los días se alargaron en semanas y el Señor
no apareció, se produjo una división de opiniones en el grupo mencionado. Una
parte, numéricamente grande, decidió que la profecía no se había cumplido en 1844
y que sin duda se había producido un error al calcular los períodos proféticos.
Comenzaron nuevamente a fijar fechas. Otro grupo menor, que vino a ser el de los
antecesores de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, hallaba certeras las
evidencias de la obra del Espíritu Santo en el gran despertar, y consideraba
imposible negar que el movimiento fuese obra de Dios, pues hacer esto habría sido
despreciar al Espíritu
de gracia.
Para este grupo, la obra que debían hacer y lo que experimentaban estaba
descrito en los últimos versículos de Apocalipsis 10. Debían reavivar la
expectación. Dios los había conducido y seguía conduciéndolos. En sus filas
militaba una joven llamada Elena Harmon, quien recibió de Dios, en diciembre de
1844, una revelación profética. En esa visión el Señor le mostró la
peregrinación del pueblo adventista hacia la áurea ciudad. La visión no
explicaba el motivo del chasco, si bien la explicación podía obtenerse del
estudio de la Biblia, como sucedió. Sobre todo hizo comprender a los fieles que
Dios los estaba guiando y continuaría conduciéndolos mientras viajasen hacia la
ciudad celestial.
Al pie de la senda simbólica mostrada a la joven Elena, había una luz
brillante, que el ángel designó como el clamor de media noche, expresión
vinculada con la predicación de un inminente advenimiento durante el verano y
el otoño de 1844. En aquella visión, se discernía a Cristo conduciendo al
pueblo a la ciudad de Dios. La conversación oída indicaba que el viaje iba a
resultar más largo de lo que se había esperado. Algunos perdieron de vista a
Jesús, y cayeron de la senda, pero los que mantuvieron los ojos fijos en Jesús
y en la ciudad llegaron con bien a su destino. Esto es lo que se nos presenta,
bajo el título “Mi primera visión,” en las páginas 13-20 de este libro.
1[Esta visión fue dada poco después del
gran chasco que sufrieron los adventistas
en ( Diciembre ) 1844, y se publicó por
primera vez en 1846.
17
Como Dios me ha mostrado el camino que el pueblo adventista ha de recorrer en viaje
a la santa ciudad, así como la rica recompensa que se dará a quienes aguarden a su
Señor cuando regrese del festín de bodas, tengo quizás el deber de daros un breve
esbozo de lo que Dios me ha revelado. Los santos amados tendrán que pasar por
muchas pruebas. Pero nuestras ligeras aflicciones, que sólo duran un momento,
obrarán para nosotros un excelso y eterno peso de gloria con tal que no miremos las
cosas que se ven, porque éstas son pasajeras, pero las que no se ven son eternas.
He procurado traer un buen informe y algunos racimos de Canaán, por lo cual muchos
quisieran apedrearme, como la congregación amenazó hacer con Caleb y Josué por su
informe. Números 14:10. Pero os declaro, hermanos y hermanas en el Señor, que es
una buena tierra, y bien podemos subir y tomar posesión de ella.
Mientras estaba orando ante el altar de la familia, el Espíritu Santo descendió
sobre mí, y me pareció que me elevaba más y más, muy por encima del tenebroso
mundo. Miré hacia la tierra para buscar al pueblo adventista, pero no lo hallé en
parte alguna, y entonces una voz me dijo: “Vuelve a mirar un poco más arriba.” Alcé
los ojos y vi un sendero recto y angosto trazado muy por encima del mundo. El
pueblo adventista andaba por ese sendero, en dirección a la ciudad que se veía en
su último extremo. En el comienzo del sendero, detrás de los que ya andaban, había
una brillante luz, que, según me dijo un ángel, era el “clamor de media noche.”
Esta luz brillaba a todo lo largo del sendero, y alumbraba los pies de los
caminantes para que no tropezaran.
Delante de ellos iba Jesús guiándolos hacia la ciudad,
y si no apartaban los ojos de él, iban seguros. Pero
no tardaron algunos en cansarse, diciendo que la
ciudad estaba todavía muy lejos, y que contaban con
haber llegado más pronto a ella. Entonces Jesús los
alentaba levantando su glorioso brazo derecho, del
cual dimanaba una luz que ondeaba sobre la hueste
adventista, y exclamaban: “¡Aleluya!” Otros negaron
temerariamente la luz que brillaba tras ellos,
diciendo que no era Dios quien los había guiado hasta
allí. Pero entonces se extinguió para ellos la luz que
estaba detrás y dejó sus pies en tinieblas, de modo
que tropezaron y, perdiendo de vista el blanco y a
Jesús, cayeron fuera del sendero abajo, en el mundo
sombrío y perverso. Pronto oímos la voz de Dios,
semejante al ruido de muchas aguas, que nos anunció el
día y la hora de la venida de Jesús. Los 144.000
santos vivientes reconocieron y entendieron la voz;
pero los malvados se figuraron que era fragor de
truenos y de terremoto. Cuando Dios señaló el tiempo,
derramó sobre nosotros el Espíritu Santo, y nuestros
semblantes se iluminaron refulgentemente con la gloria
de Dios, como le sucedió a Moisés al bajar del Sinaí.
Pronto se volvieron nuestros ojos hacia el oriente, donde
había aparecido una nubecilla negra del tamaño de la mitad
de la mano de un hombre, que era, según todos comprendían,
la señal del Hijo del hombre. En solemne silencio,
contemplábamos cómo iba acercándose la nubecilla,
volviéndose cada vez más esplendorosa hasta que se
convirtió en una gran nube blanca cuya parte inferior
parecía fuego. Sobre la nube lucía el arco iris y en torno
de ella aleteaban diez mil ángeles cantando un hermosísimo
himno. En la nube estaba sentado el Hijo del hombre. Sus
cabellos, blancos y rizados, le caían sobre los hombros; y
llevaba muchas coronas en la cabeza. Sus pies parecían de
fuego; en la mano derecha tenía una hoz aguda y en la
izquierda llevaba una trompeta de plata. Sus ojos eran como
llama de fuego, y escudriñaban de par en par a sus hijos.
Palidecieron entonces todos los semblantes y se tornaron
negros los de aquellos a quienes Dios había rechazado.
Todos nosotros exclamamos: “¿Quién podrá permanecer? ¿Está
mi vestidura sin manchas?” Después cesaron de cantar los
ángeles, y por un rato quedó todo en pavoroso silencio
cuando Jesús dijo: “Quienes tengan las manos limpias y puro
el corazón podrán subsistir. Bástaos mi gracia.” Al
escuchar estas palabras, se iluminaron nuestros rostros y
el gozo llenó todos los corazones. Los ángeles pulsaron una
nota más alta y volvieron a cantar, mientras la nube se
acercaba a la tierra.
Luego resonó la argentina trompeta de Jesús, a medida que él iba descendiendo en
la nube, rodeado de llamas de fuego. Miró las tumbas de sus santos dormidos.
Después alzó los ojos y las manos hacia el cielo, y exclamó: “¡Despertad!
¡Despertad! ¡Despertad los que dormís en el polvo, y levantaos!” Hubo entonces un
formidable terremoto. Se abrieron los sepulcros y resucitaron los muertos
revestidos de inmortalidad. Los 144.000 exclamaron: “¡Aleluya!” al reconocer a los
amigos que la muerte había arrebatado de su lado, y en el mismo instante nosotros
fuimos transformados y nos reunimos con ellos para encontrar al Señor en el aire.
Juntos entramos en la nube y durante siete días fuimos ascendiendo al mar de
vidrio, donde Jesús sacó coronas y nos las ciñó con su propia mano. Nos dió
también arpas de oro y palmas de victoria. En el mar de vidrio, los 144.000
formaban un cuadrado perfecto. Algunas coronas eran muy brillantes y estaban
cuajadas de estrellas, mientras que otras tenían muy pocas; y sin embargo, todos
estaban perfectamente satisfechos con su corona. Iban vestidos con un
resplandeciente manto blanco desde los hombros hasta los pies. Había ángeles en
todo nuestro derredor mientras íbamos por el mar de vidrio hacia la puerta de la
ciudad. Jesús levantó su brazo potente y glorioso y, posándolo en la perlina
puerta, la hizo girar sobre sus relucientes goznes y nos dijo: “En mi sangre
lavasteis vuestras ropas y estuvisteis firmes en mi verdad. Entrad.” Todos
entramos, con el sentimiento de que teníamos perfecto derecho a estar en la
ciudad.
Allí vimos el árbol de la vida y el trono de Dios, del que fluía un río
de agua pura, y en cada lado del río estaba el árbol de la vida. En una
margen había un tronco del árbol y otro en la otra margen, ambos de oro
puro y transparente. Al principio pensé que había dos árboles; pero al
volver a mirar vi que los dos troncos se unían en su parte superior y
formaban un solo árbol. Así estaba el árbol de la vida en ambas márgenes
del río de vida. Sus ramas se inclinaban hacia donde nosotros estábamos,
y el fruto era espléndido, semejante a oro mezclado con plata.
Todos nos ubicamos bajo el árbol, y nos sentamos para contemplar la
gloria de aquel paraje, cuando los Hnos. Fitch y Stockman, que habían
predicado el Evangelio del reino y a quienes Dios había puesto en el
sepulcro para salvarlos, se llegaron a nosotros y nos preguntaron qué
había sucedido mientras ellos dormían. Procuramos recordar las pruebas
más graves por las que habíamos pasado, pero resultaban tan
insignificantes frente al incomparable y eterno peso de gloria que nos
rodeaba, que no pudimos referirlas, y todos exclamamos: “¡Aleluya! Muy
poco nos ha costado el cielo.” Pulsamos entonces nuestras áureas arpas
cuyos ecos resonaron en las bóvedas del cielo.
Con Jesús al frente, descendimos todos de la ciudad a la tierra,
y nos posamos sobre una gran montaña que, incapaz de sostener a
Jesús, se partió en dos, de modo que quedó hecha una vasta
llanura. Miramos entonces y vimos la gran ciudad con doce
cimientos y doce puertas, tres en cada uno de sus cuatro lados y
un ángel en cada puerta. Todos exclamamos: “¡La ciudad! ¡la gran
ciudad! ¡ya baja, ya baja de Dios, del cielo!” Descendió, pues,
la ciudad, y se asentó en el lugar donde estábamos. Comenzamos
entonces a mirar las espléndidas afueras de la ciudad. Allí vi
bellísimas casas que parecían de plata, sostenidas por cuatro
columnas engastadas de preciosas perlas muy admirables a la
vista. Estaban destinadas a ser residencias de los santos. En
cada una había un anaquel de oro. Vi a muchos santos que entraban
en las casas y, quitándose las resplandecientes coronas, las
colocaban sobre el anaquel. Después salían al campo contiguo a
las casas para hacer algo con la tierra, aunque no en modo alguno
como para cultivarla como hacemos ahora. Una gloriosa luz
circundaba sus cabezas, y estaban continuamente alabando a Dios.
Vi otro campo lleno de toda clase de flores, y al cortarlas, exclamé: “No se
marchitarán.” Después vi un campo de alta hierba, cuyo hermosísimo aspecto causaba
admiración. Era de color verde vivo, y tenía reflejos de plata y oro al ondular
gallardamente para gloria del Rey Jesús. Luego entramos en un campo lleno de toda
clase de animales: el león, el cordero, el leopardo y el lobo, todos vivían allí
juntos en perfecta unión. Pasamos por en medio de ellos, y nos siguieron mansamente.
De allí fuimos a un bosque, no sombrío como los de la tierra actual, sino esplendente
y glorioso en todo. Las ramas de los árboles se mecían de uno a otro lado, y
exclamamos todos: “Moraremos seguros en el desierto y dormiremos en los bosques.”
Atravesamos los bosques en camino hacia el monte de Sion.
En el trayecto encontramos a un grupo que también contemplaba la hermosura del paraje.
Advertí que el borde de sus vestiduras era rojo; llevaban mantos de un blanco purísimo
y muy brillantes coronas. Cuando los saludamos pregunté a Jesús quiénes eran, y me
respondió que eran mártires que habían sido muertos por su nombre. Los acompañaba una
innúmera hueste de pequeñuelos que también tenían un ribete rojo en sus vestiduras. El
monte de Sión estaba delante de nosotros, y sobre el monte había un hermoso templo. Lo
rodeaban otros siete montes donde crecían rosas y lirios. Los pequeñuelos trepaban por
los montes o, si lo preferían, usaban sus alitas para volar hasta la cumbre de ellos y
recoger inmarcesibles flores. Toda clase de árboles hermoseaban los alrededores del
templo: el boj, el pino, el abeto, el olivo, el mirto, el granado y la higuera
doblegada bajo el peso de sus maduros higos, todos embellecían aquel paraje. Cuando
íbamos a entrar en el santo templo, Jesús alzó su melodiosa voz y dijo: “Únicamente
los 144.000 entran en este lugar.” Y exclamamos: “¡Aleluya!”
Este templo estaba sostenido por siete columnas de oro transparente, con engastes
de hermosísimas perlas. No me es posible describir las maravillas que vi. ¡Oh, si
yo supiera el idioma de Canaán! ¡Entonces podría contar algo de la gloria del
mundo mejor! Vi tablas de piedra en que estaban esculpidos en letras de oro los
nombres de los 144.000. Después de admirar la gloria del templo, salimos y Jesús
nos dejó para ir a la ciudad. Pronto oimos su amable voz que decía: “Venid, pueblo
mío; habéis salido de una gran tribulación y hecho mi voluntad. Sufristeis por mí.
Venid a la cena, que yo me ceñiré para serviros.” Nosotros exclamamos: “¡Aleluya!
¡Gloria!” y entramos en la ciudad. Vi una mesa de plata pura, de muchos kilómetros
de longitud, y sin embargo nuestra vista la abarcaba toda. Vi el fruto del árbol
de la vida, el maná, almendras, higos, granadas, uvas y muchas otras especies de
frutas. Le rogué a Jesús que me permitiese comer del fruto y respondió: “Todavía
no. Quienes comen del fruto de este lugar ya no vuelven a la tierra. Pero si eres
fiel, no tardarás en comer del fruto del árbol de la vida y beber del agua del
manantial.” Y añadió: “Debes volver de nuevo a la tierra y referir a otros lo que
se te ha revelado.” Entonces un ángel me transportó suavemente a este obscuro
mundo. A veces me parece que no puedo ya permanecer aquí; tan lóbregas me resultan
todas las cosas de la tierra. Me siento muy solitaria aquí, pues he visto una
tierra mejor. ¡Ojalá tuviese alas de paloma! Echaría a volar para obtener
descanso.
Fin de la la visión
Cuando salí de aquella visión, todo me pareció cambiado.
Todo lo que miraba era tétrico. ¡Cuán obscuro era el mundo
para mí! Lloraba al verme aquí y sentía nostalgia. Había
visto algo mejor, y ello arruinaba este mundo para mí.
Relaté la visión a nuestro pequeño grupo de Portland, el
cual creyó entonces que provenía de Dios. Fueron momentos en
que sentimos el poder de Dios y el carácter solemne de la
eternidad. Más o menos una semana después de esto el Señor
me dió otra visión. Me mostró las pruebas por las que habría
de pasar, y que debía ir y relatar a otros lo que él me
había revelado, y también que tendría que arrostrar gran
oposición y sufrir angustia en mi espíritu. Pero el ángel
dijo: “Bástate la gracia de Dios; él te sostendrá.”
Al salir de esta visión, me sentí sumamente conturbada.
Estaba muy delicada de salud y sólo tenía 17 años. Sabía que
muchos habían caído por el engreimiento, y que si me
ensalzaba en algo, Dios me abandonaría, y sin duda alguna yo
me perdería. Recurrí al Señor en oración y le rogué que
pusiese la carga sobre otra persona. Me parecía que yo no
podría llevarla. Estuve postrada sobre mi rostro mucho
tiempo, y la única instrucción que pude recibir fue:
“Comunica a otros lo que te he revelado.”
Éxodo 11:4 Reina-Valera 1960
4 Dijo, pues, Moisés: Jehová ha
dicho así: A la medianoche yo
saldré por en medio de Egipto,
6 Y habrá gran clamor por toda la
tierra de Egipto, cual nunca
hubo, ni jamás habrá.
Mateo 25:6 Reina-Valera 1960
6 Y a la medianoche se oyó un
clamor: !!Aquí viene el esposo;
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El clamor de medianoche 01

  • 1.
  • 2. Daniel 8:14 Reina-Valera 1960 14 Y él dijo: Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas; luego el santuario será purificado.
  • 3.
  • 4.
  • 5.
  • 6.
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  • 9.
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  • 23. Samuel Sheffield Snow (1806-1890) fue un escéptico convertido en predicador millerita que calculó que el regreso de Cristo se llevaría a cabo el 22 de octubre de 1844. Su enseñanza provocó lo que se conoció como el "movimiento del séptimo mes", que condujo a la Gran decepción cuando Jesús no regresó como se esperaba.Hasta los 35 años, Snow había sido "un incrédulo establecido en la Biblia". Incluso había trabajado como agente del Boston Investigator , un periódico declarado ateo. Se convirtió al cristianismo en 1839, como resultado de leer una copia de las conferencias de William Miller que su hermano había comprado. [1] Después de su conversión, se unió a una Iglesia Congregacional en 1840. En 1842, en una reunión de campo millerita (ver también: reuniones de campo adventistas del séptimo día ) en East Kingston, New Hampshire , se dedicó a predicar el mensaje millerita a tiempo completo. [2]
  • 24.
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  • 28.
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  • 30.
  • 31.
  • 32.
  • 33.
  • 34.
  • 35. Ellen Gould Harmon de White (Gorham, 26 de noviembre de 1827- St. Helena, 16 de julio de 1915)
  • 36. Los creyentes adventistas aguardaban con honda expectación el día en que su Señor iba a volver. Consideraban el otoño de 1844 como el momento señalado por la profecía de Daniel. Pero aquellos consagrados creyentes iban a sufrir un gran chasco. Así como los discípulos del tiempo de Cristo no comprendieron el carácter exacto de los acontecimientos que se iban a realizar en cumplimiento de la profecía relativa al primer advenimiento de Cristo, los adventistas de 1844 sufrieron un gran chasco en relación con la profecía que anunciaba la segunda venida de Cristo. Acerca de esto leemos:
  • 37. “Jesús no vino a la tierra, como lo esperaba la compañía que le aguardaba gozosa, para purificar el santuario, limpiando la tierra por fuego. Vi que era correcto su cálculo de los períodos proféticos; el tiempo profético había terminado en 1844, y Jesús entró en el lugar santísimo para purificar el santuario al fin de los días. La equivocación de ellos consistió en no comprender lo que era el santuario ni la naturaleza de su purificación.”—[Primeros Escritos, 243.] Casi inmediatamente después del chasco de octubre, muchos creyentes y pastores que se habían adherido al mensaje adventista se apartaron de él. Otros fueron arrebatados por el fanatismo. Más o menos la mitad de los adventistas siguió creyendo que Cristo no tardaría en aparecer en las nubes del cielo. Al verse expuestos a las burlas del mundo, las consideraron como pruebas de que había pasado el tiempo de gracia para el mundo. Creían firmemente que el día del advenimiento se acercaba. Pero cuando los días se alargaron en semanas y el Señor no apareció, se produjo una división de opiniones en el grupo mencionado. Una parte, numéricamente grande, decidió que la profecía no se había cumplido en 1844 y que sin duda se había producido un error al calcular los períodos proféticos. Comenzaron nuevamente a fijar fechas. Otro grupo menor, que vino a ser el de los antecesores de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, hallaba certeras las evidencias de la obra del Espíritu Santo en el gran despertar, y consideraba imposible negar que el movimiento fuese obra de Dios, pues hacer esto habría sido despreciar al Espíritu de gracia.
  • 38. Para este grupo, la obra que debían hacer y lo que experimentaban estaba descrito en los últimos versículos de Apocalipsis 10. Debían reavivar la expectación. Dios los había conducido y seguía conduciéndolos. En sus filas militaba una joven llamada Elena Harmon, quien recibió de Dios, en diciembre de 1844, una revelación profética. En esa visión el Señor le mostró la peregrinación del pueblo adventista hacia la áurea ciudad. La visión no explicaba el motivo del chasco, si bien la explicación podía obtenerse del estudio de la Biblia, como sucedió. Sobre todo hizo comprender a los fieles que Dios los estaba guiando y continuaría conduciéndolos mientras viajasen hacia la ciudad celestial. Al pie de la senda simbólica mostrada a la joven Elena, había una luz brillante, que el ángel designó como el clamor de media noche, expresión vinculada con la predicación de un inminente advenimiento durante el verano y el otoño de 1844. En aquella visión, se discernía a Cristo conduciendo al pueblo a la ciudad de Dios. La conversación oída indicaba que el viaje iba a resultar más largo de lo que se había esperado. Algunos perdieron de vista a Jesús, y cayeron de la senda, pero los que mantuvieron los ojos fijos en Jesús y en la ciudad llegaron con bien a su destino. Esto es lo que se nos presenta, bajo el título “Mi primera visión,” en las páginas 13-20 de este libro.
  • 39. 1[Esta visión fue dada poco después del gran chasco que sufrieron los adventistas en ( Diciembre ) 1844, y se publicó por primera vez en 1846. 17
  • 40. Como Dios me ha mostrado el camino que el pueblo adventista ha de recorrer en viaje a la santa ciudad, así como la rica recompensa que se dará a quienes aguarden a su Señor cuando regrese del festín de bodas, tengo quizás el deber de daros un breve esbozo de lo que Dios me ha revelado. Los santos amados tendrán que pasar por muchas pruebas. Pero nuestras ligeras aflicciones, que sólo duran un momento, obrarán para nosotros un excelso y eterno peso de gloria con tal que no miremos las cosas que se ven, porque éstas son pasajeras, pero las que no se ven son eternas. He procurado traer un buen informe y algunos racimos de Canaán, por lo cual muchos quisieran apedrearme, como la congregación amenazó hacer con Caleb y Josué por su informe. Números 14:10. Pero os declaro, hermanos y hermanas en el Señor, que es una buena tierra, y bien podemos subir y tomar posesión de ella. Mientras estaba orando ante el altar de la familia, el Espíritu Santo descendió sobre mí, y me pareció que me elevaba más y más, muy por encima del tenebroso mundo. Miré hacia la tierra para buscar al pueblo adventista, pero no lo hallé en parte alguna, y entonces una voz me dijo: “Vuelve a mirar un poco más arriba.” Alcé los ojos y vi un sendero recto y angosto trazado muy por encima del mundo. El pueblo adventista andaba por ese sendero, en dirección a la ciudad que se veía en su último extremo. En el comienzo del sendero, detrás de los que ya andaban, había una brillante luz, que, según me dijo un ángel, era el “clamor de media noche.” Esta luz brillaba a todo lo largo del sendero, y alumbraba los pies de los caminantes para que no tropezaran.
  • 41. Delante de ellos iba Jesús guiándolos hacia la ciudad, y si no apartaban los ojos de él, iban seguros. Pero no tardaron algunos en cansarse, diciendo que la ciudad estaba todavía muy lejos, y que contaban con haber llegado más pronto a ella. Entonces Jesús los alentaba levantando su glorioso brazo derecho, del cual dimanaba una luz que ondeaba sobre la hueste adventista, y exclamaban: “¡Aleluya!” Otros negaron temerariamente la luz que brillaba tras ellos, diciendo que no era Dios quien los había guiado hasta allí. Pero entonces se extinguió para ellos la luz que estaba detrás y dejó sus pies en tinieblas, de modo que tropezaron y, perdiendo de vista el blanco y a Jesús, cayeron fuera del sendero abajo, en el mundo sombrío y perverso. Pronto oímos la voz de Dios, semejante al ruido de muchas aguas, que nos anunció el día y la hora de la venida de Jesús. Los 144.000 santos vivientes reconocieron y entendieron la voz; pero los malvados se figuraron que era fragor de truenos y de terremoto. Cuando Dios señaló el tiempo, derramó sobre nosotros el Espíritu Santo, y nuestros semblantes se iluminaron refulgentemente con la gloria de Dios, como le sucedió a Moisés al bajar del Sinaí.
  • 42. Pronto se volvieron nuestros ojos hacia el oriente, donde había aparecido una nubecilla negra del tamaño de la mitad de la mano de un hombre, que era, según todos comprendían, la señal del Hijo del hombre. En solemne silencio, contemplábamos cómo iba acercándose la nubecilla, volviéndose cada vez más esplendorosa hasta que se convirtió en una gran nube blanca cuya parte inferior parecía fuego. Sobre la nube lucía el arco iris y en torno de ella aleteaban diez mil ángeles cantando un hermosísimo himno. En la nube estaba sentado el Hijo del hombre. Sus cabellos, blancos y rizados, le caían sobre los hombros; y llevaba muchas coronas en la cabeza. Sus pies parecían de fuego; en la mano derecha tenía una hoz aguda y en la izquierda llevaba una trompeta de plata. Sus ojos eran como llama de fuego, y escudriñaban de par en par a sus hijos. Palidecieron entonces todos los semblantes y se tornaron negros los de aquellos a quienes Dios había rechazado. Todos nosotros exclamamos: “¿Quién podrá permanecer? ¿Está mi vestidura sin manchas?” Después cesaron de cantar los ángeles, y por un rato quedó todo en pavoroso silencio cuando Jesús dijo: “Quienes tengan las manos limpias y puro el corazón podrán subsistir. Bástaos mi gracia.” Al escuchar estas palabras, se iluminaron nuestros rostros y el gozo llenó todos los corazones. Los ángeles pulsaron una nota más alta y volvieron a cantar, mientras la nube se acercaba a la tierra.
  • 43. Luego resonó la argentina trompeta de Jesús, a medida que él iba descendiendo en la nube, rodeado de llamas de fuego. Miró las tumbas de sus santos dormidos. Después alzó los ojos y las manos hacia el cielo, y exclamó: “¡Despertad! ¡Despertad! ¡Despertad los que dormís en el polvo, y levantaos!” Hubo entonces un formidable terremoto. Se abrieron los sepulcros y resucitaron los muertos revestidos de inmortalidad. Los 144.000 exclamaron: “¡Aleluya!” al reconocer a los amigos que la muerte había arrebatado de su lado, y en el mismo instante nosotros fuimos transformados y nos reunimos con ellos para encontrar al Señor en el aire. Juntos entramos en la nube y durante siete días fuimos ascendiendo al mar de vidrio, donde Jesús sacó coronas y nos las ciñó con su propia mano. Nos dió también arpas de oro y palmas de victoria. En el mar de vidrio, los 144.000 formaban un cuadrado perfecto. Algunas coronas eran muy brillantes y estaban cuajadas de estrellas, mientras que otras tenían muy pocas; y sin embargo, todos estaban perfectamente satisfechos con su corona. Iban vestidos con un resplandeciente manto blanco desde los hombros hasta los pies. Había ángeles en todo nuestro derredor mientras íbamos por el mar de vidrio hacia la puerta de la ciudad. Jesús levantó su brazo potente y glorioso y, posándolo en la perlina puerta, la hizo girar sobre sus relucientes goznes y nos dijo: “En mi sangre lavasteis vuestras ropas y estuvisteis firmes en mi verdad. Entrad.” Todos entramos, con el sentimiento de que teníamos perfecto derecho a estar en la ciudad.
  • 44. Allí vimos el árbol de la vida y el trono de Dios, del que fluía un río de agua pura, y en cada lado del río estaba el árbol de la vida. En una margen había un tronco del árbol y otro en la otra margen, ambos de oro puro y transparente. Al principio pensé que había dos árboles; pero al volver a mirar vi que los dos troncos se unían en su parte superior y formaban un solo árbol. Así estaba el árbol de la vida en ambas márgenes del río de vida. Sus ramas se inclinaban hacia donde nosotros estábamos, y el fruto era espléndido, semejante a oro mezclado con plata. Todos nos ubicamos bajo el árbol, y nos sentamos para contemplar la gloria de aquel paraje, cuando los Hnos. Fitch y Stockman, que habían predicado el Evangelio del reino y a quienes Dios había puesto en el sepulcro para salvarlos, se llegaron a nosotros y nos preguntaron qué había sucedido mientras ellos dormían. Procuramos recordar las pruebas más graves por las que habíamos pasado, pero resultaban tan insignificantes frente al incomparable y eterno peso de gloria que nos rodeaba, que no pudimos referirlas, y todos exclamamos: “¡Aleluya! Muy poco nos ha costado el cielo.” Pulsamos entonces nuestras áureas arpas cuyos ecos resonaron en las bóvedas del cielo.
  • 45. Con Jesús al frente, descendimos todos de la ciudad a la tierra, y nos posamos sobre una gran montaña que, incapaz de sostener a Jesús, se partió en dos, de modo que quedó hecha una vasta llanura. Miramos entonces y vimos la gran ciudad con doce cimientos y doce puertas, tres en cada uno de sus cuatro lados y un ángel en cada puerta. Todos exclamamos: “¡La ciudad! ¡la gran ciudad! ¡ya baja, ya baja de Dios, del cielo!” Descendió, pues, la ciudad, y se asentó en el lugar donde estábamos. Comenzamos entonces a mirar las espléndidas afueras de la ciudad. Allí vi bellísimas casas que parecían de plata, sostenidas por cuatro columnas engastadas de preciosas perlas muy admirables a la vista. Estaban destinadas a ser residencias de los santos. En cada una había un anaquel de oro. Vi a muchos santos que entraban en las casas y, quitándose las resplandecientes coronas, las colocaban sobre el anaquel. Después salían al campo contiguo a las casas para hacer algo con la tierra, aunque no en modo alguno como para cultivarla como hacemos ahora. Una gloriosa luz circundaba sus cabezas, y estaban continuamente alabando a Dios.
  • 46. Vi otro campo lleno de toda clase de flores, y al cortarlas, exclamé: “No se marchitarán.” Después vi un campo de alta hierba, cuyo hermosísimo aspecto causaba admiración. Era de color verde vivo, y tenía reflejos de plata y oro al ondular gallardamente para gloria del Rey Jesús. Luego entramos en un campo lleno de toda clase de animales: el león, el cordero, el leopardo y el lobo, todos vivían allí juntos en perfecta unión. Pasamos por en medio de ellos, y nos siguieron mansamente. De allí fuimos a un bosque, no sombrío como los de la tierra actual, sino esplendente y glorioso en todo. Las ramas de los árboles se mecían de uno a otro lado, y exclamamos todos: “Moraremos seguros en el desierto y dormiremos en los bosques.” Atravesamos los bosques en camino hacia el monte de Sion. En el trayecto encontramos a un grupo que también contemplaba la hermosura del paraje. Advertí que el borde de sus vestiduras era rojo; llevaban mantos de un blanco purísimo y muy brillantes coronas. Cuando los saludamos pregunté a Jesús quiénes eran, y me respondió que eran mártires que habían sido muertos por su nombre. Los acompañaba una innúmera hueste de pequeñuelos que también tenían un ribete rojo en sus vestiduras. El monte de Sión estaba delante de nosotros, y sobre el monte había un hermoso templo. Lo rodeaban otros siete montes donde crecían rosas y lirios. Los pequeñuelos trepaban por los montes o, si lo preferían, usaban sus alitas para volar hasta la cumbre de ellos y recoger inmarcesibles flores. Toda clase de árboles hermoseaban los alrededores del templo: el boj, el pino, el abeto, el olivo, el mirto, el granado y la higuera doblegada bajo el peso de sus maduros higos, todos embellecían aquel paraje. Cuando íbamos a entrar en el santo templo, Jesús alzó su melodiosa voz y dijo: “Únicamente los 144.000 entran en este lugar.” Y exclamamos: “¡Aleluya!”
  • 47. Este templo estaba sostenido por siete columnas de oro transparente, con engastes de hermosísimas perlas. No me es posible describir las maravillas que vi. ¡Oh, si yo supiera el idioma de Canaán! ¡Entonces podría contar algo de la gloria del mundo mejor! Vi tablas de piedra en que estaban esculpidos en letras de oro los nombres de los 144.000. Después de admirar la gloria del templo, salimos y Jesús nos dejó para ir a la ciudad. Pronto oimos su amable voz que decía: “Venid, pueblo mío; habéis salido de una gran tribulación y hecho mi voluntad. Sufristeis por mí. Venid a la cena, que yo me ceñiré para serviros.” Nosotros exclamamos: “¡Aleluya! ¡Gloria!” y entramos en la ciudad. Vi una mesa de plata pura, de muchos kilómetros de longitud, y sin embargo nuestra vista la abarcaba toda. Vi el fruto del árbol de la vida, el maná, almendras, higos, granadas, uvas y muchas otras especies de frutas. Le rogué a Jesús que me permitiese comer del fruto y respondió: “Todavía no. Quienes comen del fruto de este lugar ya no vuelven a la tierra. Pero si eres fiel, no tardarás en comer del fruto del árbol de la vida y beber del agua del manantial.” Y añadió: “Debes volver de nuevo a la tierra y referir a otros lo que se te ha revelado.” Entonces un ángel me transportó suavemente a este obscuro mundo. A veces me parece que no puedo ya permanecer aquí; tan lóbregas me resultan todas las cosas de la tierra. Me siento muy solitaria aquí, pues he visto una tierra mejor. ¡Ojalá tuviese alas de paloma! Echaría a volar para obtener descanso. Fin de la la visión
  • 48. Cuando salí de aquella visión, todo me pareció cambiado. Todo lo que miraba era tétrico. ¡Cuán obscuro era el mundo para mí! Lloraba al verme aquí y sentía nostalgia. Había visto algo mejor, y ello arruinaba este mundo para mí. Relaté la visión a nuestro pequeño grupo de Portland, el cual creyó entonces que provenía de Dios. Fueron momentos en que sentimos el poder de Dios y el carácter solemne de la eternidad. Más o menos una semana después de esto el Señor me dió otra visión. Me mostró las pruebas por las que habría de pasar, y que debía ir y relatar a otros lo que él me había revelado, y también que tendría que arrostrar gran oposición y sufrir angustia en mi espíritu. Pero el ángel dijo: “Bástate la gracia de Dios; él te sostendrá.” Al salir de esta visión, me sentí sumamente conturbada. Estaba muy delicada de salud y sólo tenía 17 años. Sabía que muchos habían caído por el engreimiento, y que si me ensalzaba en algo, Dios me abandonaría, y sin duda alguna yo me perdería. Recurrí al Señor en oración y le rogué que pusiese la carga sobre otra persona. Me parecía que yo no podría llevarla. Estuve postrada sobre mi rostro mucho tiempo, y la única instrucción que pude recibir fue: “Comunica a otros lo que te he revelado.”
  • 49. Éxodo 11:4 Reina-Valera 1960 4 Dijo, pues, Moisés: Jehová ha dicho así: A la medianoche yo saldré por en medio de Egipto, 6 Y habrá gran clamor por toda la tierra de Egipto, cual nunca hubo, ni jamás habrá.
  • 50. Mateo 25:6 Reina-Valera 1960 6 Y a la medianoche se oyó un clamor: !!Aquí viene el esposo; salid a recibirle!