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ARTÍCULOS
(1961-1964)
Carmen Laforet
Edición:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
AUTORRETRATO
APARIENCIA externa: una persona pequeña, de cabello tirando a gris.
Risueña por naturaleza y buena salud y buen humor. Peso que oscila estos años
entre los cincuenta kilos en las temporadas buenas, hasta el tope de los cincuenta
y cinco en las malas.
Característica de algunos años: un cigarrillo entre los dedos. Fumo todo el día
a temporadas. Absolutamente nada en otras.
Trabajo todo el día a temporadas —temporadas que pueden o no coincidir con
el cigarrillo entre los dedos— y a temporadas no trabajo o trabajo muy poco.
Vagabunda: me encanta coger un tren, dormir en diferentes ciudades, conocer
distintos hoteles. Conocer andando, andando los lugares. La ciudad en que más
placer me produce andar hasta ahora es París.
Me gusta el montañismo individual. Me encanta marcharme a las montañas,
andar todo el día y volver con todas las costras de pereza rotas, hecha cisco, llena
de alegría. Me gusta aún más ahora, a mi edad provecta, que de muchacha. Pero
me gustó toda mi vida.
Me gustan muchas cosas. Casi todo me gusta. Únicamente me desespera una
compañía o un trabajo impuestos.
4
De las personas me suelen atraer tres cualidades: la inteligencia, la valentía, la
vitalidad.
De las personas no espero que sean para mí un sedante, sino un estimulante
espiritual o vital. Para descansar, descanso muy bien yo sola. Y tengo capacidad
de admiración. Y no me molesta escuchar.
Mis amistades suelen desesperarse de que tenga yo tantos defectos que jamás
pueden cambiar. Yo nunca me desespero con los defectos de mis amigos. No los
veo. Cuando esos defectos o alguna de sus cualidades se me hacen insoportables,
creo que puedo dejarlos en paz y no frecuentar su trato. Pero no me empeño en
cambiarlos: quizá esta de dejar vivir a los otros, sea la única cualidad verdadera
que poseo socialmente.
Me interesan los grandes problemas del mundo, pero no como juez, sino como
espectadora. Me interesa todo lo que sea vida.
Particularmente, conozco lo que es el dolor y sería idiota pretender que mi
vida ha sido un continuo éxito y una continua alegría. Pero cada vez más me
ocurre que, de le vida transcurrida, me quedan en el recuerdo, como importantes,
sólo los momentos de plenitud y gozo y alegría. Por eso mi rencor es tan corto
que casi se puede decir que más de un cuarto de hora no guardo rencor a nadie.
Según mi grafología, la cualidad o defecto principal, la espina dorsal de mi
carácter se llama independencia. Mi odio, mi fobia única, es a todo aquello que
sea sermoneador que intente agarrarme, robarme esta independencia.
Y este es mi autorretrato en este día, en este momento pues como casi todas
las personas, he sido a veces obcecada y apasionada y estúpida y valiente y hasta
buena, pero lo más constante de mí me parece que es esta verdad que he
expuesto.
La verdad en estos trazos de autorretrato. Pero no toda la verdad, que sería
imposible, ni siquiera —diciéndolo a la manera pirandeliana— toda mi verdad.
No suelo mentir nunca, porque la mentira me parece incómoda y monótona.
Pero creo que tengo derecho a guardar gran parte de las cosas para mí. Mi
grafología dice también que soy reservada.
30 de septiembre de 1967
5
ÍNDICE
Autorretrato..................………………………………………………….....……..3
PUEBLO
El pintor y el novelista en un entierro….........……………………………......…..7
Los golfos.......................……………………………………………………...….9
La suerte del artista…………………………………………………………...…11
Un centenario íntimo………………………………………………………........13
Viaje en Taf.........……....………………………………………………………..15
El veraneo del jurado………………………………………………………..…..17
Apuntes sobre Juan Rebull..………………………………………………....….19
Cine de vacaciones.………....…………………………………………………...21
Excursión a la ciudad...……............…………………………………………….23
“Un lugar auténtico”..…....................................................…………………..….27
Una familia de gatos..…...................…………………………………………....31
Treinta kilómetros..…......…………………………………………………...…..35
Dos viejos.……….....…………………………………………………………...39
Ciudad imprevista.......…………………………………………………………..41
Septiembre con Katherine Mansfield….………………………………...……...45
Juventud...…………………………………………………………………….....47
Un poco de magia....…………………………………………………………….49
El final...………………………………………………………………………....51
Las pequeñas sorpresas..…………………………………………………….…..53
Baroja y un personaje femenino…..………………………………………….....55
El gusto de vivir....…………………………………………………………...….59
Viaje tranquilo.……………………………………………………………..…...61
La sonrisa....……………………………………………………………………..63
Los viejos....……………………………………………………………………..65
El tiempo..…………………………………………………………………….....67
Día de otoño…………………………………………………………………......69
Esta lluvia....………………………………………………………………….....71
Sesión continua....………………………………………………………….........73
Tres fiestas barcelonesas………………………………………………………...75
El belén....…....……………………………………………………………….....77
Gripe...…........…………………………………………………………………..79
Esas cosas….........……………………………………………………………....81
Éxito y juventud…...………………………………………………………….....83
Recuerdos de bodas…...…………………………………………………...........85
El héroe..........…………………………………………………………………...87
Comentario a las palabras de un amigo.................………………………….…..89
El azar.………..................…………………………………………………...….91
Recuerdo de Gran Canaria…...............……………………………………….....93
El primer maestro….............................……………………………………….....95
Tertulia de nuestro invierno….........................……………………………….....97
Otra vez el teatro.…………………………………………………………...…...99
A contrapelo..……...………………………………………………………...…101
Un cielo extraño….......………………………………………………………...103
6
Al margen de la lectura…..…………………………………………………….105
Resurrección........……………………………………………………………...107
Talento en píldoras.....……………………………………………………..…...109
Un cuestionario…........………………………………………………………...111
Alta concentración……………………………………………………………..113
Literatura: comunicación……………………………………………………....115
La jubilada y yo...…....………………………………………………………....119
Greta Garbo y nosotros…......……………………………………………….....123
Reválida............……………………………………………………………......127
Médicos y pacientes….………………………………………………………...129
Los organillos.....…...................……………………………………………......131
Hacia el noroeste…...…………………………………………………………..133
Paisaje de cuento…………………………………………………………….....135
Estampa del domingo..….……………………………………………………...137
Madrid....……...……………………………………………………………......139
Las gaviotas…..………………………………………………………………..141
Espejismo del gran balneario…………………………………………………..143
Apuntes sobre vida y genialidad……………………………………………….145
Fiesta del Albariño..……..........………………………………………………..147
Las familias de los Rodríguez……………………………………………….....149
Don Ramón del Valle Inclán y su museo……………………………………....151
Pensando en Cataluña………………………………………………………….153
Tópicos sobre escritoras….............................……………………………….....155
Gran velocidad………………………………………………………………....157
Lectura de la vida……………………………………………………………....159
Apunte humano sobre Rosa Cajal.....……………………………………….….161
Todo previsto….…………………………………………………………….....163
Ahora, en serio…....…………………………………………………………....167
La juventud no cambia………………………………………………………...169
Reclamo invisible…...........…………………………………………………....171
Noticia íntima…..................................................……………………………...173
Homenaje al humor…....……………………………………………………....175
Valor en el aire….........................………………………………………….….177
Un amigo íntimo.....…..................……………………………………………..179
Vivir con los tiempos…..……………………………………………………....181
Correspondencia clasificada…..…………………………………………….....183
La edad……………...………………………………………………………….185
La importancia………………………………………………………………....187
Editores y autores…...………………………………………………………….189
El terrible viaje………………………………………………………………....191
Unamuno en el cine......………………………………………………………..193
El fondo de la cuestión…..………………………………………………….….195
DIARIO DE BURGOS
Nuevos titiriteros…………………………………………………………….....197
La amistad...…...……………………….……………………………………....199
El ingenio desconocido.……………………………………………………......201
Sólo para escritores………………………………………………………….....203
7
EL PINTOR Y EL NOVELISTA EN UN ENTIERRO
EN el primer libro de Baroja «Vidas sombrías», y en la segunda serie de
«Madrid. Escenas y costumbres», de Solana, he encontrado la descripción del
entierro de un panadero en Madrid. La época de estos dos entierros parece la
misma, por la descripción de las costumbres y los trajes (alrededor de 1900).
Baroja, al describir este entierro dice que «el día era oscuro y tristón», y Solana
habla de que pica el sol de tal manera que los amigos del difunto tienen que
quitarse las capas y doblarlas sobre los hombros. El difunto de Baroja se llama
Mirandola, y el de Solana, Tadeo Fariñas Gallego. El recorrido hasta el
cementerio de las Ventas es poco más o menos el mismo, y las incidencias de
este recorrido también. A mí se me ha ocurrido pensar que Baroja y Solana
fueron juntos al mismo entierro de un mismo panadero, y que cada uno lo
convirtió en relato, a su manera, algún tiempo después. Los dos como grandes
escritores, pero Solana como escritor-pintor, y Baroja como escritor-novelista.
Cela, en su introducción de una edición reciente de Solana, dice que Solana
escribe como un pintor y pinta como un escritor; y o estoy de acuerdo con la
primera afirmación, y con la segunda siempre que se añada «como un escritor-
pintor». Yo creo que hay escritores-pintores, aunque no hayan pintado un solo
cuadro. Algunos son escritores muy buenos, pero limitados a la técnica del
cuadro; su imaginación es puramente descriptiva de manera plástica. Si Solana
hubiese sido solamente escritor, sería un escritor magnífico a trozos, pero
limitado. La genialidad de Solana consiste en que él describía cuadros geniales
que era capaz de realizar y que, por otra parte, no necesitan explicación alguna:
son pintura y su explicación está dada en los colores, la forma y la elección del
tema. Si Solana hubiese pintado como un escritor en el sentido amplio de la
palabra, como un novelista, la literatura de Solana sería una literatura de
novelista, una literatura de más alcance. Y su pintura no sería tan buena.
Leyendo uno detrás de otro «El entierro del panadero» de Solana y «Los
panaderos», de Baroja, se tienen, de momento, la impresión de que la literatura
de Solana es más perfecta. La sucesión de cuadros de este entierro del panadero
se nos quedan en la sensibilidad y hasta en la retina con la misma impresión
caricaturesca, y de tan terrible casi ingenua, conque Solana nos causa impacto
cuando pinta. Vemos —como en un cuadro, siempre— al difunto Tadeo Fariñas,
en su caja entre cuatro velas y los lloros de los parientes. Cuando descubren el
féretro en el cementerio le vemos otra vez «muy crecido, como una espiga,
amarillo y seco». Y por la conversación de sus amigos sabemos que en los
últimos tiempos Tadeo «todo lo echaba en manos» y que las piernas cada vez se
le iban alargando más. Para nosotros es como si el difunto estuviese pintado. Y
también los acompañantes, «De pie, muy derechos, las manos ocupadas en dar
vueltas a la boina: en algunas cabezas se dibujaba la forma de los huesos de los
cráneos y los tendones de la nuca en el colodrillo y las orejas blancas y
desprendidas». El cochero también se nos aparece «con su alta chistera vieja y
sus largas y desprendidas orejas» y «el perfil de su gran nariz». Cuando el cortejo
se detiene, camino del cementerio, delante de una taberna, vemos también el vino
y los caracoles que pide el cochero y «un trozo de queso lleno de gusanos que
saltaban del plato a la mesa».
8
El relato de Solana termina en una taberna de las Ventas, a la vuelta del
entierro, cuando todos los acompañantes comen pájaros fritos (unas grandes
lagunetas que les recuerdan al difunto) y oyen los gritos de un crimen que acaba
de cometerse en la calle.
La descripción es magnífica. Es una pequeña obra de arte cerrada, acabada,
que nos entra por los sentidos.
«Los panaderos» de Baroja nos impresiona de otra manera más difícil. Un
novelista cuando cuenta un relato lo hace con materiales distintos. Es cierto que
puede pintar o dibujar con su pluma, pero maneja además otros elementos
capaces de sacar a flote (de manera muy diferente a como los hace aflorar un
cuadro) un mundo interior mucho más ancho, casi ilimitado. Al difunto de
Solana, a sus acompañantes y las cosas que les rodean, les vemos. Al panadero
difunto de Baroja no le vemos, no sabemos nada de su aspecto físico, pero le
conocemos después de leer el relato, como conocemos a los panaderos que le
acompañan y el mundo de «los amasaderos sombríos de las tahonas» donde todos
trabajan.
De los personajes de Baroja reunidos en este entierro —los panaderos de dos
tahonas rivales, un poco distanciados al principio y al fin confundidos en la
camaradería del vino, de los recuerdos, de los intereses tan parecidos— sabemos
muchas cosas, aunque el relato es más corto y más esbozado que el de Solana.
Del cochero del coche de muertos sabemos que era jovial y que «cuando iba un
poco cargado lo cual pasaba un día sí y otro también, entretenía a los señores
difuntos por todo el camino con sus tangos y sus playeras».
El cortejo —lo mismo que en el entierro de Solana— se detiene para que los
panaderos beban a escote una frasca de vino, tomando fuerzas para la
continuación del viaje, y en este descanso es cuando conocemos al difunto
Mirandola por boca de sus compañeros. Mirándola, cuando acompañaba a un
entierro, bebía más que nadie.
«El pobre Mirandola decía —añadió uno de los Barreiros— que camino del
Purgatorio hay cuarenta mil tabernas y que en cada una de ellas hay que echar
una copa. Estoy seguro de que él no se contenta con sólo una.»
Solana cuenta la ceremonia del pobre entierro con todos sus detalles, nos hace
ver la casulla negra del cura, galoneada de amarillo, y nos dice las oraciones en
latín y las expresiones de los presentes. «Se hizo el entierro sin grandes
ceremonias —dice Baroja—, lloviznaba, y hacía un viento muy frío.»
A Baroja le interesan las reacciones de los hombres, no en pintura, sino
puramente en novela. En la merienda, celebrada también en una taberna de las
Ventas, a la vuelta del cementerio, nos hace oír una conversación corriente y
sencilla entre los panaderos, sin ningún detalle macabro que cierre un cuadro con
su pincelada; pero de esta conversación surge el ambiente entero de estos
hombres, no sólo el ambiente del momento, sino el de sus vidas iguales y
diferentes en su individualidad. El fondo que ha dejado en ellos la provincia
de donde proceden. El oficio que les es común... El relato no queda enmarcado
—no es cuadro—, no queda acabado, sólido, perfecto; es una parte de algo más,
no tiene principio ni fin, se une y se desparrama en la humanidad entera, en el
gran mundo humano y novelesco de Pío Baroja.
27 de mayo de 1961
9
LOS GOLFOS
NO es por la originalidad de la técnica. Hace muchos años que vimos el
nacimiento del neorrealismo en el cine italiano. Es porque se trata de una
pequeña obra de arte que, al mismo tiempo, es una primera película de su
director: Saura, y de unos colaboradores también jóvenes y entusiastas.
Por eso creo yo que el comentario que puedo hacer no está de más; un
comentario —completamente ajeno a los problemas del cine— interesado
solamente en la obra que nos dan los jóvenes cuando en esa obra se ve un talento
verdadero. Y en esta película, «Los golfos», con una gran sencillez
de elementos, se ha logrado una belleza, una emoción especial. No sé si la
sobriedad de su composición y su enfoque exclusivo al tema de la picaresca
moderna pueden tener o no éxito en el gran público. Pero este mismo
enfoque, este mismo tema escogido, tiene su raíz —más allá del neorrealismo
italiano— en algo que es muy de nuestro pueblo, muy de nosotros: la picaresca
clásica.
«Los golfos» es la película de la picaresca madrileña. Los tipos están
perfectamente escogidos para el tema, y los escenarios de la ciudad dan esa
impresión de belleza y desamparo que una persona acostumbrada a andar y a
mirar ha podido recoger siempre en su alma.
Los protagonistas de la película son los pícaros del día; esos muchachos
desamparados, crecidos en las orillas de la ciudad, en los lugares donde
parece que el oleaje de cemento, de cristales, de chatarra, deja, como una marea,
sus residuos. Les vemos en sus casas —los que la tienen—, en su trabajo —el
que lo tiene—, en sus raterías, en su ignorancia, en su materialismo; pero también
dentro de su rudimentario mundo espiritual, con una ilusión casi sublime. Porque
entre este grupo de pilletes hay uno que es casi un ídolo, un héroe en el que los
demás creen.
No se trata de ningún buen deseo, forzadamente impuesto para que el
argumento pueda tener un agarre sentimental. No hay concesiones a ninguna
utopía rosada, pero tampoco hay concesiones a esa frialdad absoluta, forzada, que
trata de deshumanizar el arte nuevo de nuestro tiempo. Este grupo de golfos, sin
moral alguna, sin piedad cuando se trata de conseguir sus fines,
están vivos porque hay un entusiasmo en ellos. No se trata de un reportaje de
maldad, miseria y desesperación. No es esta película sólo un documental de los
bajos fondos. Es la historia de un grupo de individuos nacidos en un medio en
que la lucha por la vida es elemental y a veces sangrienta. Estos ladronzuelos
miserables creen saber sólo una cosa: con dinero pueden conseguir todo aquello
que las películas y el espectáculo de las calles les han hecho saber que existe y
que está siendo disfrutado por otros hombres como ellos. No hay, ya lo he dicho,
una chispa de sentido moral en sus almas, ni tampoco quieren cambiar el mundo.
El mundo les parece bueno tal como es. Lo que quieren es apropiárselo. Subir de
prisa hacia una meta tan material y tan limitada como todo lo que les rodea.
Quieren ser el señor que pasea en su coche y consigue mujeres guapas por dinero,
y fuma un puro detrás de otro. Ellos no ven más.
10
Pero tienen un héroe. Uno entre ellos es el centro de atracción del grupo. No
es el matón, ni sirve siquiera para las expediciones de rapiñas. Es el único que
trabaja, como cargador en el mercado, y el único que nunca pudo conseguir
dinero. Y, sin embargo, tiene algo extraordinario: una vocación. Entre estos
muchachos que viven al día, dando golpes, huyendo de la Policía, robando su
comida, ambicionando dinero siempre, éste tiene la seguridad de su talento y el
sueño de ser torero. Y los demás viven también esta ilusión a su alrededor. Todos
creen en su arte. Y la admiración individualiza a este puñado de seres.
Dejan de ser anónimos, masa, para convertirse cada uno de ellos en un ser
humano particular, único. En la manera de admirar he creído yo siempre que está
la clave del individuo. No el desprecio, sino la admiración, es la que da nuestra
medida. Y cada uno de estos golfos admira a su manera. Unos con envidia, con
recelo, queriéndose escapar del círculo mágico, casi con rabia; otros,
generosamente. Pero todos creen en el muchacho que lleva dentro una especie de
llama sagrada… Es claro que hacen proyectos para explotar el genio
del amigo. Uno de ellos si no viera en este talento un porvenir productivo no
sería capaz de respetarlo, y hasta los mejores saben que un gran torero puede ser
trampolín para alcanzar millones, comodidad y hasta respetabilidad; la
admiración por el torero en ciernes no cambia la visión de la vida que tienen
todos. Pero dentro de cada uno hay algo distinto cuando roba, golpea y comete
toda clase de canalladas, no por el aguijón del lucro personal que les ha movido
siempre, sino para reunir una cantidad —fabulosa para todos ellos— que les
piden, garantizándoles con ella el debut del torero en la plaza con todos los
honores. Metidos ya en esta empresa llegan a superar todos los obstáculos
con un verdadero espíritu de sacrificio y hasta abnegación.
Cuando ven al amigo ensayando su toreo: tan seguro, tan grande, tan
impasible y superior, su entusiasmo y su fe se incrementan. Están convencidos
de que sólo ese dinero robado que consiguen con crueldad absoluta, con sudores
y hasta con la vida de uno de ellos, este dinero mágico es lo único que hace falta
para que su héroe sea el héroe de toda la nación y hasta de todo el mundo.
Pero cuando llega el día de la novillada algo raro empieza a ocurrir. El
torerillo está pálido y como abrumado por su responsabilidad. Y los amigos,
desde las gradas, no saben por qué allá abajo, en la plaza, les resulta
extrañamente disminuido debajo de su montera y sus estrechas ropas alquiladas.
Y en seguida al ver aparecer al mal novillo que le han comprado hay una
convicción muda, llena de espanto. Ellos, los estafadores, han sido víctimas de un
estafador mayor y más impune. Este novillo no podría torearlo con lucimiento ni
un gran torero consagrado. Es espantoso ver los esfuerzos baldíos
del amigo. El espadín se le dobla. No acierta a moverse. No sabe matar. Cuando
entre los pitidos y la befa de los espectadores el héroe, minuto a minuto, se les
disuelve, se les esfuma; más que la tragedia del torerillo sentimos la de los otros
golfos, sus compañeros, ladronzuelos robados a su vez. Miserables. Despojados
de lo más grande que tuvieron nunca, de lo que nada puede sustituir en la vida de
un hombre, aún entre el cinismo y el materialismo de la época; despojados de su
fe en el sacrificio por algo más grande que ellos mismos.
3 de junio de 1961
11
LA SUERTE DELARTISTA
ES un lugar común hablar de suerte cuando se comenta un éxito artístico
o literario, sobre todo cuando ese éxito lleva con él una ganancia fuerte de dinero.
Es como si hacer una obra original que el público aprecie fuese algo así como
ganar la lotería.
El otro día escribí yo unas líneas presentando a un joven pintor, Enrique
Valero, que expone en Madrid después de haber obtenido en Francia un gran
éxito de crítica con su última exposición, un éxito que le llevó a ser seleccionado
para el salón de noviembre de 1959 en París. Al leer esta presentación mía a un
amigo, volví a oír ese comentario tan repetido de la «suerte» de algunos artistas
en comparación con la «suerte» de otros.
La vida de Enrique Valero es muy corta —tiene poco más de veinte años—.
Su historia comenzó ganando una beca para sus estudios en la Escuela
Preparatoria de Bellas Artes de Tetuán, y la «suerte» a que aludía mi amigo fue
para él la visita inesperada que hizo el director de una gran galería de arte de
París a una de sus primeras exposiciones en Tánger. Desde aquel momento
Valero vende sus cuadros en Francia, y a partir de su exposición en París la
crítica sigue con curiosidad su obra y pronostica que su pintura —su
joven y original pintura— es un valor en alza.
Si hablo aquí de Enrique Valero es porque su exposición de estos días lo
acerca a todos, y la palabra «suerte» como comentario a su éxito me ha dado el
tema de hoy, pero como de Enrique Valero podría hablar de otro artista de la
joven generación española de pintores, músicos, escritores y cineastas, que tienen
éxito en el mundo. Una generación —como diría mi amigo— de «suerte».
Y de verdad un éxito artístico de cualquier modalidad constituye una suerte, o
más bien yo diría el encuentro afortunado de ocasiones propicias con talentos,
trabajos y esfuerzos que estaban esperando para manifestarse. Y ahí, en ese
encuentro, termina todo azar, toda suerte-casualidad. Para mí todo artista de
talento lleva su suerte en su obra y pronto o tarde lo dará a conocer. El azar
no interviene más que en relación al tiempo, a la juventud que tenga el artista
cuando empiece a ser conocido. Y a veces no es azar tampoco. Hay artistas que
maduran pronto, artistas en los que ya sus primeras obras tienen una fuerza, una
originalidad que por sí misma sale y arrastra al éxito, y otros que se forman
lentamente, hasta dar algo interesante.
Por eso no hay que encogerse de hombros ni decir sin pensar: «ese jovencillo
lo que tiene es una suerte que»... La suerte del artista es un trabajo tan duro y tan
agotador dentro de cada uno de ellos, que quizá si pudiera describirlo asustaría a
un cargador de muelles, pero el resultado —la obra que se ve, se oye o se lee—
es tan aparentemente fácil que produce una inevitable envidia, una envidia
diluida que se palpa a momentos, y que resulta el enemigo peor, el cieno
resbaladizo donde empieza a patinar muchas veces el artista que se da a conocer
con un empuje juvenil, con lo que parece «una suerte» imperdonable a los otros.
12
Y, sin embargo, la suerte del artista, no ya en su sentido de azar, entre comillas,
sino con su verdadero sentido de destino de creación; esa suerte es la de todos
nosotros. El éxito de una generación joven da la cultura que ha producido la
tradición o la rebeldía de un país; como el gamberrismo y la vaciedad de otra
parte de la generación joven da la medida de una especie de pecado colectivo que
todos sentimos en nuestras espaldas. Y es curioso que mientras realmente
sentimos este problema de la juventud «perdida» nos encojamos de hombros y
hablemos de azar delante de los éxitos jóvenes, y hablando de azar, muchas veces
estemos deseando la ocasión de ver confirmados nuestros augurios y de que
aquellos que se han levantado alegremente, produciendo algo para nuestra
admiración, caigan rápidamente en la mediocridad y en el olvido.
Es tanto como desear hundirnos nosotros mismos, enterrar y raspar lo mejor
que poseemos.
Es, desde luego, absurdo pensar que debemos admirar sin discriminación
cualquier obra juvenil que se nos presente, pero no tan absurdo pensar en hacer
un clima propicio a que la suerte del artista se manifieste; un clima de curiosidad,
de expectación, de alegría, un clima, en fin, parecido al que tiene una nación en
estos tiempos, cuando lanza a su astronauta hacia la Luna. Todos se sienten un
poco identificados con la suerte de este hombre. Si logran su objetivo todos se
sentirán un poco partícipes de su éxito, y nadie piensa que será más grande, si no
por el contrario, que se sentirá disminuido y pobre si el astronauta cae y fracasa...
Y la suerte de un artista está más unida a la nuestra, viene más de nuestras raíces,
de nuestra capacidad de originalidad, y vida que podría venir la gloria de un
cosmonauta al que se lanza al espacio con el trabajo de sabios de todas las partes
del mundo, y los impuestos sobre todos los ciudadanos.
10 de junio de 1961
13
UN CENTENARIO ÍNTIMO
EN estos días de su centenario estuve dos o tres veces por coger y repasar
los libros de Rabindranath Tagore, y un día por otro lo fui dejando. Estar con
él un rato era celebrar su cumpleaños. Celebrar el siglo cumplido desde que está
con nosotros, vivo, aunque hace veinte años que llegó la noticia de su muerte.
Hemingway dice, hablando de Poe: «Es hábil, construye maravillosamente y
está muerto.» De Rabindranath Tagore yo no podría decir nunca que ha sido
hábil, ni siquiera sé ya si escribe maravillosamente, porque el concepto de lo
maravilloso en las formas literarias cambia a menudo. Lo que sé es que está vivo,
y que en cualquier lugar, aún en el más impensado, se encuentra su perduración,
se encuentra el empujón que su poesía metió en nuestro mundo de Occidente, la
savia que ha abierto nuevos cauces, algunos de ellos tan insospechados como el
fuerte mundo poético de Neruda.
Tagore fue para mí un encuentro de mi infancia, quizá mi primer encuentro
con lo que es realmente la poesía. Neruda fue un encuentro de mi juventud, y lo
conocí leyendo ese libro completamente logrado y personal, cantera de tantos
poetas, que es «Residencia en la Tierra». Después de este primer encuentro de
Neruda en su plenitud, tuve que buscar toda su obra, recorrer sus caminos y
detenerme en ellos. Al llegar a sus primeros libros me encontré con Tagore. Y no
en una influencia más o menos visible, sino en un completo calco. Neruda no se
recata de esto, entre poesía original suya, en «Veinte poemas de amor y una
canción desesperada» escribe poemas de Tagore con las mismas palabras de
Tagore y los firma. No creo que tenga que insistir sobre este hecho, por lo demás
muy poco importante para valorar a Neruda. Todo aficionado a la literatura lo ha
visto o puede verlo, nada más que con repasar el libro de Neruda que he citado y
«El jardinero», de Tagore. Si lo digo otra vez —me imagino que necesariamente
debe de haberse dicho en muchas ocasiones— es sólo por hacer notar esta vida
que Tagore tiene dentro del trabajo y la obra de los poetas nuevos. Algunos que,
quizá por demasiado sabido, no se molestan mucho en conocerlo, ignoran el
valor de la sustancia que el poeta indio metió dentro de nuestros creadores más
modernos. Tagore ha sido traducido a todos nuestros idiomas occidentales a
través del inglés, que él conocía tan bien como su propia lengua, y cuya
literatura había estudiado. Fue traducido, amado y robado por los nuevos
creadores, pero al hacer este robo le daban su grandeza de eternidad. Tagore se ha
convertido en un patrimonio común; parece que sus enseñanzas y sus canciones
fueran como elementos de la naturaleza misma de la cultura, como trozos de un
interpretar a su modo. Quizá se deba esto a que ahora, en 1961, cuando se celebra
el centenario de su nacimiento, las obras de Tagore se siguen editando con una
continuidad que nunca se ha interrumpido desde que en 1913 obtuvo el Premio
Nobel y empezó a difundirse con verdadera intensidad. Al pasar su conocimiento
desde círculos restringidos de la intelectualidad de Europa a las manos de miles y
miles de lectores, al gran público, Tagore fue recibido con entusiasmo por este
elemento popular, como en su momento fue recibido por los grupos más
exquisitos de críticos y literatos. Los niños saben sus canciones, y una, a veces,
se siente ya empapada de él hasta el aburrimiento.
14
Tagore, que escribía en su casa de campo, a orillas del Ganges, que escribió en
el retiro de su escuela de Shanti Niketan y que tomaba como primeros lectores a
los niños que educaba en la escuela, creo yo que sentiría cumplido el verdadero
destino de estas canciones suyas, sus cuentos y sus comedias, que han pasado a
ser una posesión del pueblo universal, un canto de los niños de todo el mundo,
como él mismo diría. Hace muchos años que los libros de Tagore están en mi
estante particular, cerca de la mano. Desde que a mis ocho años mis padres
me regalaron «La luna nueva». Están allí, en las más extrañas compañías, según
mis curiosidades y mis gustos del momento. Algunos libros van pasando desde
este estante a otros lugares de la casa, pero a Tagore no me atrevo a llevármelo
lejos. Cuando alargo la mano para coger sus tomos es siempre para pasarlos a
manos de mis hijos; su poesía está demasiado asimilada, en tantos años de
amistad, para que pueda hacerme impacto. Y, sin embargo, si pierdo alguno
de los libros primeros que leí de Tagore: «La luna nueva» o «El jardinero», los
repongo inmediatamente en su lugar. Los necesito en mi intimidad. La presencia
de Tagore, tal como lo he visto siempre en las fotografías, con sus grandes ojos
de carbón líquido y las barbas y las melenas plateadas sobre su traje hindú, es un
fantasma muy familiar en mi vida. Cuando la Prensa ha hablado de su centenario,
ha hablado de una fiesta que me toca muy de cerca. Y yo he sentido que no podía
dejar de acercarme un rato en silencio a las viejas páginas de sus poemas. Sus
poemas, al releerlos hoy han recobrado parte de su frescura, perdida para mí en
tantas y tantas copias con que mis ojos han tropezado tantas veces. Un poco
tarde, yo también me uno a la fiesta de su centenario. Aunque nunca caí en la
tentación de robarlo, él es mi propiedad y yo soy la suya, porque entre las cosas
muy diversas que formaron mi espíritu, sus poemas llegaron los primeros.
17 de junio de 1961
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VIAJE EN TAF
EL último jirón de Madrid es este poblado de casitas que parecen sin
cimientos, casitas de un pueblo improvisado con el bulto de los ladrillos
transparentándose bajo la leve capa de cal y entre las casas una tierra
amarilla que refracta la luz del sol. Hay algunos sembrados que conservan
todavía su color verde, más casitas improvisadas, y al fin el campo ancho y lleno
de ondulaciones.
El interior de este tren modesto y limpio que es el Taf está refrigerado, y el
brillo del día allá afuera no hace daño. Yo pienso que hace muchos años que no
hago este recorrido durante el día. Muchos años. Tengo que retroceder desde los
últimos tiempos en que suelo pasarlo de noche un par de veces al año —y
entonces este poblado de los suburbios me parece un campo de luciérnagas, antes
de meterme en la cama—, tengo que retroceder sobre la época en que solía
hacerlo en avión, casi siempre con una capa de nubes debajo y, entre los
desgarrones de las nubes, unas casas de juguete, unos trenes inmóviles entre los
campos, tengo que saltar más allá de la juventud cuando, como Antonio
Machado, iba «siempre sobre la madera de mi vagón, de tercera» hasta llegar a
mi infancia, a un día de mi infancia en un departamento de tren, entre mis padres
jóvenes y mis hermanos pequeños, un día que pasé asomada a la ventanilla. Y
creo que hubiese olvidado ese día si no hubiese sido por un determinado
momento, un instante de luz sobre las orillas de un río convertidas, entre cañas y
hierbas, en charcos de colores. Y desde que he decidido hacer ahora este viaje en
Taf, estoy pensando en aquel día, en aquella luz, en aquel paisaje. Quiero saber
si al pasar por él, podré reconocerlo.
Mientras comemos (temblando las botellas y los vasos, los cubiertos y los
platos en la mesita de aluminio) estoy charlando y riendo con la persona que me
acompaña. Convenimos en que el placer que yo noto apenas empiezo un viaje
tiene mucho de insensato, que sería mucho más conveniente para una digna
madre de familia suspirar ligeramente, mirar el reloj y pensar que las horas que
faltan hasta la llegada son horas inevitablemente aburridas, pero que, por muchas
razones, hay que pasarlas. Todo el mundo sabe que, excepto para los niños
pequeños, un día de viaje es un día largo y perdido, y pretender a mi edad
emociones de niño pequeño resulta poco menos que ridículo. En mi bolso de
mano llevo libros y revistas para cuando llegue el momento en que me canse de
mirar por la ventanilla el mundo que desfila. Y las caras humanas que alcanzo a
ver desde mi asiento son un panorama de tranquila y educada resignación. Hay
un refrán que dice: «A donde fueres, haz lo que vieres», y siguiendo el consejo
del refrán, yo debería estar un poco más quieta, un poco más seria, un poco
menos ilusionada. «Pero —le digo a la persona que me acompaña—, este placer
del viaje, no por su final, sino por el viaje en sí, me viene ya de herencia. Es un
placer que tiene sus raíces en una antigua tradición familiar. Muchas veces oí
contar a mi abuela que cuando tenía que tomar un tren (en sus buenos tiempos, en
que los trenes no se apresuraban demasiado en ningún caso), mi abuela prefería
el tren correo porque paraba en todas las estaciones y daba tiempo a que diesen
cuenta a los viajeros del cambio del paisaje e incluso de las formas de vida de los
lugares que atravesaban. «Además —le oí decir un día—, el viaje en el correo
duraba un poco más.»
16
Cuando el Taf se mete entre las tierras aragonesas, yo siento un poco de
impaciencia; miro las aguas rojizas de un río —no sé si es el río Jalón—, miro las
fábricas de cemento que parecen incapaces de estar movidas por esfuerzo
humano alguno —más grises, más desoladas, más fantasmales que ninguna otra
fábrica; miro los pueblos, que toman el color de la tierra donde están asentados, y
veo los riscos, dentados y feroces, o veo los contrastes entre una feracidad
asombrosa y unos yermos increíbles, unas montañas calvas, erosionadas. Y
espero ya el momento de mi encuentro con el paisaje un día de mi infancia. Pero
al llegar a Zaragoza aún no ha ocurrido nada.
Pienso ahora en la sonata de Vinteuil y en el afán que Swan tenia en volver a
escucharla, sólo por una frase de esta sonata, y se lo digo a la persona que me
acompaña. La persona que me acompaña vuelve del libro que estaba leyendo,
para mirarme, y así, al pronto, no sabe a qué sonata me refiero, ni quién es Swan.
Entonces yo le hablo de Proust y de «A la busca del tiempo perdido». La persona
que me acompaña ha leído muchas cosas y tiene el mismo oficio de escritor que
yo tengo. Nuestra conversación languidece al fin envuelta en cierta pedantería.
Pero yo busco aquel paisaje de mi infancia —la impresión de un minuto de
paisaje—, lo mismo que Swan buscaba la frase de la sonata; con la misma
inquietud de corazón, con el mismo placer anticipado e inquieto.
Ahora vamos siguiendo el Ebro, que a ratos tiene un tono verdoso, lleno de
luz, a ratos parece de un azul grisáceo. El Ebro desaparece durante trozos enteros
del trayecto, pero después lo volvemos a encontrar. Yo veo mi paisaje dentro de
mí, como aquel día. Era el trozo de un río (quizá sea este rio), que formaba un
recodo. Después de aquel recodo el río venía hacia nosotros, hacia el tren.
Y no me acuerdo ya si cuando yo lo vi, salíamos de un túnel entre riscos (en este
caso la luz que volvía de colores los charcos era la luz de la mañana), o por el
contrario, el tren se metía en el túnel abierto entre los riscos, y en este caso la luz
era de tarde. Pero los charcos —esto era lo maravilloso—, como las manchas de
una paleta de pintor, formaban un conjunto de colores distintos. Así los he visto
todos los años de mi vida, dentro de mis ojos.
No leo ni hablo. Mientras la luz va perdiendo grados, poco a poco, yo espero.
Y de pronto veo ahora el recodo del río (una curva amplia entre prados llenos de
luz, con las orillas de hierbas y de cañas). Un río que viene hacia nosotros,
mientras el tren corre al negro agujero del túnel entre los riscos. No hay duda que
este río es mi río y este paisaje mi paisaje. El río no es el Ebro; es un cauce de
tierra húmeda y roja con algunos charcos plateados. Toda el agua que brilla,
brilla como plata azulada. No hay charcos de colores. Este río es mi río y este
paisaje mi paisaje, pero el momento no es el mismo. Mi momento no volverá
más.
Cuando cae del todo la tarde, yo voy leyendo una novela policíaca en el
interior iluminado del Taf. Y deseo, al fin, que termine el viaje. Como a
no fuese nieta de mi abuela. Como cualquier persona razonable después de tantas
horas de tren.
24 de junio de 1961
17
EL VERANEO DEL JURADO
NO se trata del título de una novela policíaca extranjera. Se trata simplemente
de las impresiones veraniegas de un escritor, miembro del jurado de un
importante premio de novelas, cuyo fallo se da en octubre.
Se ha hablado mucho de los premios literarios españoles, mucho sobre la
influencia y el estímulo que han sido para toda una generación de novelistas
jóvenes del país. Se ha hablado de que estos premios orientan al público, y
también de que le desorientan. Pero de algo más, algo que este jurado de un
importante premio editorial descubre en estos días de verano, creo que no se ha
dicho casi nada.
Este jurado es una mujer, una escritora que ha publicado muchas cosas y que
ha roto, después de escribirlas, muchas más. Una escritora que, desde su
modestia, tiene un concepto de la literatura como de algo difícil cuyos hallazgos
y bellezas aún están por descubrir para ella. Le parece que una vida entera metida
en esta vocación es una vida de aprendizaje. Al aceptar este cargo de leer y juzgar
a otros autores, se siente un poco abrumada por la responsabilidad.
En estos primeros días de verano, también hay que decirlo, tiene sin embargo
una ilusión. La lectura de estos libros le proporciona una especie de vacaciones.
Puede dejar a un lado su trabajo, su continuo y desesperante trabajo de hacer y
deshacer la obra propia. El verano que tiene por delante va a estar dedicado a un
placer que es el mayor que ella concibe: el de la lectura reposada y en paz. Esta
mujer llega a la playa, donde piensa pasar el verano, provista de su
imprescindible máquina, seguida por los baúles familiares y con una emoción de
aventurero que siempre le acomete cuando va hacia algo desconocido (un paisaje
nuevo, una casa nueva, un nuevo color de mar y cielo, una nueva, novísima
lectura). Y apenas instalada, cuando no ha tenido aún tiempo de lanzarse por
primera vez al mar, llega un hombre robusto cargado de tal manera que jadea
bajo el peso de un enorme paquete. «El primer envío de novelas», anuncia. Y la
escritora considera el tamaño de este primer envío con unos ojos asombrados.
Ya sabía ella que había muchos libros para la lectura (quizá doscientos, quizá
más). Pero estos originales colocados delante de los ojos, unos sobre otros,
forman una montaña. Está bien que se manden en envíos sucesivos. Todos juntos
no cabrían en casa. Es entonces cuando esta mujer jurado siente una tremenda
ilusión. Cree en realidad que en este país nuestro el amor por la literatura cuaja
en una magnífica floración de vocaciones literarias. Un nuevo siglo de oro se
avecina. No hay duda de ello.
La escritora sabe, porque lo ha sufrido en su carne y en su sangre, cuánto
cuesta hacer un libro. La cantidad de horas, de vida propia, que se va en un libro.
La paciencia, la humildad de juzgarse a sí mismo que necesita un escritor, para
que en su libro salga medianamente expresado lo que él quiso decir. Sabe, porque
vive en ello, que la profesión de escritor se logra a través de una vocación que
resulta muy dura... Si hay tantos y tantos escritores que sus libros llegan a formar
esta montaña, quiere decir que hay un conjunto de ascetas espirituales capaces de
levantar una época.
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La escritora en estos primeros días de verano se pone a leer. Lee en la playa,
lee en casa cuando todos duermen en el calor de la siesta, lee en la noche cuando
se encienden las fogatas de San Juan o cuando se oyen los cohetes de la verbena
de San Pedro. La escritora va descubriendo, de cuando en cuando, un libro que
efectivamente indica la vocación literaria de su autor, y encontrará quizá un libro
genial. Quizá, si tiene suerte, más de un libro genial. Pero lo que realmente
descubre en estos días de verano es una cosa en la que nunca había pensado.
Descubre que hay un sector de público muy alejado de la literatura (tan alejado
de ella que ni siquiera lee), que también escribe para los concursos literarios. Lo
descubre al principio con estupor, luego con calma, porque ha comprendido la
causa.
Hace algunos años, cuando —como sucede ahora— había escritores ricos y
escritores pobres, escritores con éxito (que podían ser o podían no ser escritores
ricos) y escritores sin éxito (que podían estar o podían no estar cargados de
riquezas)... Hace algunos años la imagen del escritor, para este sector del
público al que la literatura interesa muy poco, era la imagen de un ser famélico y
bohemio que, alguna vez que otra, alcanzaba lo que se llama «gloria literaria».
Gloria que para este público era, además, casi siempre póstuma.
Hoy, que, como dije antes, los escritores siguen siendo ricos o pobres, con
éxito o sin él, la imagen popular del escritor se ha modificado. Se considera que
el escritor es un señor que puede alcanzar dinero y posición social de un golpe,
como a quien le toca la lotería. Una cosa así.
Las grandes fiestas literarias en que se dan los premios más importantes, y que
difunden el cine, la televisión y los periódicos, contribuyen a ello, como también
el anuncio anual de la cifra en que consiste el premio. Esto encandila a muchos.
Encandila a gran parte dé aquellos que conociendo las reglas gramaticales no se
sienten menos listos que los novelistas que han sido premiados (así como aquel
que tiene, dinero para comprar un billete de lotería no se siente con menos
probabilidades que otros para ganar el premio). Así, con esta idea, hay muchos
que se sientan un día delante de la máquina o dictan a una mecanógrafa y ven con
satisfacción que les sale una novela, a su juicio tan bordada como cualquier otra.
El caso es llenar trescientas páginas. Hay quien se, entusiasma y llena hasta
ochocientas y hasta mil.
Para esta clase de gente (bendita sea su inocencia) escribir es tan fácil cuando
se está haciendo una novela, como cuando se está rellenando un boleto de
quinielas de fútbol. Desde luego se pierde más tiempo, es algo más pesado y se
puede ganar menos dinero; pero en cambio-, «si toca el premio», hay la
posibilidad de «la gloria», que ni siquiera en estos tiempos modernos está
descartada, y la posibilidad de un oficio que para ellos es tan fácil y que les
parece bien retribuido.
Esta escritora, miembro del jurado, está aprendiendo en su veraneo una cosa
nueva. Está aprendiendo la curiosa sensación que da enterarse del juicio de los
otros sobre uno mismo. Ella, que en estos meses de verano está tratando de
juzgar y calibrar la obra de los otros, ahora se siente juzgada como escritora. Y
por la gran mayoría se siente juzgada así: una mujer con suerte, que lee y lee sin
parar, porque en su día fue leída y ganó la quiniela.
1 de julio de 1961
19
APUNTES SOBRE JUAN REBULL
CONCHITA y Juan Rebull me enseñan Cataluña. Muchas veces lo han hecho.
Vamos en el coche, dando un paseo, hacia Tarragona. Vemos los algarrobos
grises y verdes sobre la tierra roja, cultivada desde siglos, vemos las manchas
oscuras de los pinos junto a la ancha raya pálida del Mediterráneo en la tarde. Las
masías, aisladas.
—Estamos buscando una masía para vivir en ella este verano —dice
Conchita—. Una verdadera casa de campo, grande, aislada, donde Juan pueda
trabajar.
Juan Rebull es escultor. No pretendo hacer ningún descubrimiento al
afirmarlo. Las obras de Juan Rebull están en los museos. En calles, en casas
particulares. Dentro y fuera de España. Él es uno de los grandes escultores de
todos los tiempos que ha tenido nuestra patria.
Un escultor necesita espacio para su trabajo, para los grandes bloques de
piedra o mármol. Y unas vacaciones de verano sin trabajo, para Rebull son el
aburrimiento. El traslado del taller, desde el jardín de su casa de Barcelona
al campo, constituye la novedad de las vacaciones. A Rebull le gusta sentir
alrededor la vida de los hombres que trabajan la tierra. Los animales. La fruta en
los árboles. El olor de la paja y del agua corriendo en el calor del día.
Juan Rebull es hijo de esta provincia de Tarragona. Es alto y delgado, con la
agilidad y la fuerza de los hijos del país. Esta misma agilidad, no sólo de cuerpo,
sino de espíritu; su sentido del humor, que hace chispear sus ojos, y la
profundidad de su pensamiento, le hacen una persona abierta y universal.
Aunque Rebull no fuese el gran creador que es, yo consideraría una suerte su
amistad, pues su personalidad humana basta para convertir ésta en algo
excepcional. Me hubiera sentido igualmente feliz de que una circunstancia casi
familiar (el matrimonio de Conchita, una de mis amistades más queridas de los
tiempos de Universidad) hubiese unido en una amistad profunda y sincera
nuestros dos hogares. Me hubiera sentido igualmente contenta de este paseo por
los campos de Tarragona y de que los hijos de mis amigos jugaran con los míos
esta tarde en la playa. Pero si Juan Rebull no fuese uno de los grandes artistas
de nuestro tiempo, yo no estaría ahora escribiendo para todos estas impresiones
del día.
Me gustaría poder transmitir transmitir esta impresión de serenidad, de fuerza,
que da el contacto con un ser humano que vive logrando algo grande y auténtico
y oírle hablar de su concepto del arte y del trabajo.
Si os acercáis a un artista mediocre y oportunista, pendiente de la opinión
pública, de la propaganda y del éxito momentáneo, creo que probablemente
os contagiará su nerviosismo y os hablará con pedantería y prosopopeya. Os
informará quizá que en arte nada tuvo validez hasta el momento en que él
intervino. Y quizá eche una mirada de soslayo a vuestro vestido para ver si
corresponde al que debe llevar aquella «clac» cuyo aplauso le interesa en el
día.
Para acercarse a un artista grande sólo hay, creo yo, dos caminos: el de la
verdadera validez de nuestro pensamiento, de la talla interna vuestra, o el que yo
he seguido para llegar a Rebull, que es el de la simpatía humana y la humana
20
amistad. Un hombre grande, es siempre sencillo. Puede ser amigo de un niño, del
hermano lego de un convento, de un labrador, de un obrero, de cualquier ser
auténtico, tanto como de un genio.
A Rebull, en casa, no le ha importado entrar en la cocina para ayudar al
arreglo de una mayonesa que se cortaba, no le ha importado atender con interés a
las preguntas de los niños sobre la mejor manera de construir un castillo de arena.
Y nos ha hablado con la misma naturalidad de unas representaciones infantiles
(en las que él hizo de actor, disfrazado de lobo) que de su trabajo y del trabajo de
los demás.
Rebull desconfía en arte de la brillantez, del éxito fácil, de la habilidad que se
asimila al «estilo del día». En arte no hay día, como no sea el largo día de la
humanidad entera. No es artista el que tiene sólo habilidad en sus manos para
imitar y coger aquello que priva en el instante. No es artista el que habla
agresivamente de todo lo que no le parece que pueda asombrar en el momento.
El artista no tiene por qué ser agresivo. Ya es agresiva la obra de arte en sí. Toda
obra de arte causa un impacto y puede contribuir a crear una nueva sabiduría,
un nuevo descubrimiento en el trabajo. Pero en la vida de un verdadero artista de
un verdadero creador, su obra más importante, la que quizá recoja toda su
sabiduría, es siempre una obra en la que al hacerla no se pensó que pudiera ser el
éxito ni la cumbre. Una obra en que el artista no intentó más ni menos que en
otras, pero en que sin saberlo expresó mejor, más sencillamente, lo que llevaba
dentro.
Una persona amiga, dice en esta conversación, cuántas veces se ha indignado
con el comentario oído delante de la sencillez de una obra genial: «Eso lo haría
yo también». Sin pensar el comentarista los años de trabajo y la sabiduría que se
han necesitado para este logro.
—Para un logro o para un fracaso —dice Rebull—... En el fondo es lo mismo.
Lo importante es el intento de dar lo que es nuestra medida, sin deslumbrarse por
la medida o el éxito de los demás. Sin descorazonarse por la inhabilidad.
Rebull cree que el ser inteligente, en principio, no es hábil. Muchas veces ha
visto la inhabilidad en las manos de un discípulo, al mismo tiempo que un
sentido del volumen, un deseo de expresión que le hacen conocer en él al
verdadero escultor. «Y el ser que lleva algo dentro para plasmarlo, que tiene esa
voluntad absoluta que da el sentir dentro la verdadera vocación, plasmará aunque
no tenga manos.» Esta lucha constante entre el cerebro y la mano es la formación
de un artista, es su aprendizaje de cada día. Y su premio. Porque para lograr el
amor de esta lucha, el artista tiene que ceñirse a su tarea, embeberse en ella,
desoír el halago fácil del éxito en otras derivaciones de su actividad que no son lo
suyo, encontrar esta humildad de cada día, disponiéndose cada día a aprender.
Indiferente a todo lo que pueda apartarle de su camino. Interesado por todo lo que
él encuentre auténtico y vital.
Por eso, Juan Rebull, en este paseo de la tarde va buscando una gran masía
entre los campos, donde quepa su taller de escultor, para pasar allí las vacaciones.
El goce de la vida y el trabajo son para él lo mismo. El éxito es sólo una
aportación del espíritu humano, a lo largo de toda su vida, a la gran vida de la
humanidad.
8 de julio de 1961
21
CINE DE VACACIONES
UN toldo de focos luminosos nos separa de la noche. Sentimos el fresco del
mar. Un poco más allá de la pantalla tiembla un trozo de rama de árbol, con las
hojas llenas de luz. El aparato proyector zumba como un mosquito gigantesco.
Como uno de los mosquitos de estas noches de julio, mil veces maldecidos.
Los chiquillos, y más que ellos los jóvenes en vacaciones, gritan y patean, silban
y aplauden. Casi no se por qué estoy entre ellos ni por qué estoy mirando con esa
atención embobada un viejo film del Oeste tan cortado que logra la ilusión de los
novelistas de vanguardia: el lector —en este caso, el espectador— debe poner de
su propia sustancia gris, de su propia imaginación, lo que allí falta de argumento
y de coherencia. A veces la pantalla queda en blanco durante irnos segundos y
arrecian los pateos. Este ambiente, esta cinta donde sonríen actores que ya han
muerto, este entusiasmo y esta broma me resultan a mi llenos de fantasmas. Por
un momento, durante la escena de una doma de caballos, me parece que estoy en
otro lugar; el aire fresco de la noche se hace espeso en un local cerrado y huelo a
zotal y a las botas de los “militares”. Me voy hacia atrás en el tiempo, a una
época más antigua que la época, ya pasada, en que se hizo esta película. Me
encuentro en el cine de mis siete años: en la sesión de los domingos, a las tres de
la tarde, en el Pabellón Recreativo de Las Palmas.
No creo que quede rastro de aquel Pabellón Recreativo, donde los niños
vivíamos con aquellas películas del Oeste unas horas de la época de la caballería
andante del cine. Cada domingo recibíamos allí una ración de heroísmo y
admiración, tan necesarios a nuestras vidas como el pan y la sal. Nada más entrar
en aquel barracón que era el cine sentíamos el hormigueo de la ilusión que no nos
dejaba estarnos quietos. Los novios de nuestras niñeras—siempre soldados—
nos regalaban pirulís, que chupábamos sentados en los largos bancos de madera,
moviendo las piernas con impaciencia. En un momento determinado nos uníamos
al gran pateo que conmovía todo el local. Pero de pronto empezaba el
espectáculo. La gran emoción colectiva se traducía en un suspiro. Estábamos
esperando el caracoleo de un caballo y los disparos al aire que anunciaban al
héroe.
Le llamábamos “el muchacho”, y era quien más valía. Era a aquél a quien
veníamos a ver, sin duda alguna. “La muchacha” resultaba un pretexto para sus
proezas, una ocasión de que él demostrara su fuerza, su bondad, su genio
invencible. “La muchacha” era víctima indefectible en las garras de “los
bandidos”. La veíamos atada y amordazada sobre un polvorín al que, a través de
una mecha kilométrica, se acercaba lentamente la llamita asesina. O atada y
amordazada en el espantoso subterráneo al que dejaban entrar el agua poco a
poco hasta que ella —con sus rizos sobre la frente, con grandes ojos girando
sobre la mordaza— se ahogase sin remedio. Un silencio esperanzado envolvía
estas escenas. Sabíamos que tenían que producirse. Pero el héroe —lo sabíamos
también— llegaba siempre a punto, entre nuestros aplausos de entusiasmo.
No sé hasta cuándo hubiera durado mi vida de espectadora entusiasta y
confiada si no hubiese tropezado un domingo con un film en el que al director
se le había ocurrido avanzar un poco en realismo, con una escena bochornosa.
22
No fui yo sola. Todo el local se sitió avergonzado y silbó y pateó al héroe aquel
día. Había ocurrido algo increíble. “El muchacho”, en uno de los lances, cayó
bajo un armario inmenso. Formaba parte del juego, y de momento no nos
inquietamos. “El muchacho” había caído muchas veces bajo rocas, entre cercos
de enemigos, en medio de llamas, pero era invencible. Lo del armario resultaba
una nadería. Esperábamos ver la sacudida de sus hombros robustos sacándose de
encima el peso como si se tratase de una lluvia de paja... Y aquello no ocurrió. El
héroe boqueó angustiado. ¡Necesitaba auxilio! Se había quedado débil como un
gato, como una niña... Y tuvimos que ver cómo le auxiliaban y cómo gracias a
sus amigos salía del trance...
Para mí fue como un fraude. Aquella escena vergonzosa entenebreció mis
siete años con la primera duda sobre la omnipotencia masculina, sobre el poder
de un caballista valiente y enamorado para resolver sólo toda clase de
dificultades. Creo que estuve rumiando toda la semana esta angustia, esta primera
verdad descorazonadora de que también un héroe puede ser débil en un momento
determinado. Hubiera dado algo por no saberlo, por seguir creyendo. Pero ningún
domingo más pude seguir con absoluta confianza las hazañas de los caballistas.
Y en el momento del aplauso y de la pasión, en el momento en que los héroes
corren a salvar a la amada echados sobre el cuello del caballo, golpeados por el
viento y sin perder jamás el sombrero, en esos momentos yo no aplaudía como
todos. Estaba sola entre los otros entusiasmos, los dedos apretados contra el
banco, el ceño fruncido, oyendo dentro de mí una vocecilla fría: “Está muy bien
todo eso... Pero ¿y si a éste le hubiese caído encima aquel armario?” “Este
tampoco podría...”
Aquel armario pesó sobre mi propia cabeza muchas veces durante el tiempo
de la desilusión. Durante el tiempo que va desde saber que hasta los héroes son
débiles, hasta el tiempo en que se comprende que hasta los débiles pueden ser
héroes en cualquier momento. El tiempo que ha sido desde que yo era una
chiquilla espectadora, entre un público de vacaciones domingueras, hasta este
tiempo en que soy espectadora en un cine de vacaciones de verano. El tiempo
transcurrido desde que oí aquellos aplausos, aquellas exclamaciones a las que por
primera vez me sentía ajena, hasta esta noche en que los oigo desde una línea sin
edad, donde no soy ajena a nada.
Al terminar la película salimos los niños y yo al borde de la playa. Ellos hacen
comentarios y tratan de reconstruir el argumento por encima de los cortes y los
fallos. Algunos me piden explicaciones mientras andamos. Yo las rehuyo. Y se
van dando cuenta de que no me he enterado de nada. “Parece que hayas visto otra
película.” Y yo no sé cómo explicarles que, en efecto, así ha sido. No les explico
nada. No lo comprenderían. Ellos están ahora haciendo de las emociones su
tesoro, escondiéndolas, como la ardilla de Katherine Mansfield, “para el largo
invierno en que las volverán a descubrir”. Yo estoy en el momento de ese
invierno, de ese segundo descubrimiento de la vida en que, delante de una
película del Oeste, podemos ver otra película del Oeste que recogimos y
guardamos en la memoria en el tiempo de atesorar y de esconder.
15 de julio de 1961
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EXCURSIÓN A LA CIUDAD
¿SE acuerdan ustedes de los días de excursión? Me refiero a los días en que
ustedes y yo éramos muy jóvenes y nos las arreglábamos solos para ir al campo.
¿Se acuerdan ustedes del color del cielo sobre las calles cuando íbamos corriendo
a coger el tren? Desde la noche antes, mientras hacíamos los preparativos, había
comenzado la alegría. En mi caso, los preparativos eran pocos. Casi no tenía nada
más en el mundo que una falda y un jersey y esta alegría. Ni a ustedes ni a mí (en
el caso de que ustedes hayan tenido también esa suerte de que su juventud no
fuera fácil) nos arredraban los terribles trenes de la posguerra, llenos, hasta tener
que entrar algunas veces por las ventanillas, y con aquella máquina de carbón que
nos regaba de hollín generosamente. Después de un día al aire libre, fuera de mi
vida habitual, yo he llegado a dormirme de pie, a la vuelta, en un pasillo de tren
atestado de compañeros excursionistas, de soldados, de las mujeres del estraperlo
y de sus grandes cestas y maletas, que desaparecían misteriosamente antes de
llegar a la estación de término.
Hoy he querido un día de excursión, un día fuera del orden de la vida, fuera de
los movimientos repetidos, del cansancio de la paz casera; pero estamos de
veraneo y la excursión tuvo que ser a la ciudad... El color del cielo era el color
del principio del día, como en todas las excursiones. Y la emoción de los
primeros pasos en las calles dormidas —las calles del pueblo— y la expectación
del viaje en el trenecito eléctrico que me llevaba por los campos de viñas, junto a
la raya del mar, donde se levantaba el sol. Pasaban en el amanecer los pinos y las
tiendas de colores de los “campings”, los pueblos blancos, las fábricas de color
cemento; más pueblos y más campos, más trozos de mar. Después una tristeza
grande, conmovedora, de casas altas, ennegrecidas. Miles de ventanas, jirones de
ropa tendida en patios. La cabeza soñolienta de una anciana entre los tiestos de la
ventana de su cocina. El trozo de una calle sombría y un niño arrastrando por la
calzada su bicicleta. Los arrabales de la ciudad. La llega da a otro mundo.
El descanso para los seres humanos tiene distintos significados. “Mi descanso
es pelear”, dice el guerrero. “Mi descanso es volver a mi casa”; “mi descanso es
tumbarme en una poltrona bajo los pinos”; “mi descanso es leer”... Pero el
descanso mío es éste: una excursión. Un cambio de ambiente. Cuando llevo
mucho tiempo sin salir del asfalto, sueño con hierba, sueño con el agua del mar y
las arenas de una playa. Cuando estoy mucho tiempo entre el aire puro y el
silencio, necesito ver la ciudad.
Esta es una ciudad que he visto muchas veces. Una verdadera ciudad de
excursión, cuya vida no he vivido, sino que he contemplado en distintos
momentos. No sé cómo explicarlo. Es distinto llegar un día a un campo que se ha
cultivado, cuya vida se ha seguido haciéndolo producir, que llegar al campo de
una excursión, con casas y con árboles y campos labrados, que son una parte del
paisaje solamente. Algo que está allí para nuestros ojos, nuestra sensibilidad y
nuestro recreo. Si en ese campo queda una parte nuestra, queda de distinta
manera. Si lo volvemos a ver, siempre será distinto; no porque haya cambiado
desde que lo dejamos, sino porque no nos dio tiempo a verlo todo en un día de
paso.
24
Esta ciudad es distinta siempre para mí. He llegado a ella varias veces por
mar, como la vez primera. He llegado a su puerto a medio día y en amaneceres
húmedos, en que los muelles y las grúas van saliendo de la niebla como
fantasmas, y entonces he pensado en los amigos que encontré en la primera
llegada y que se desvanecieron también entre la niebla. He llegado en avión y en
tren. Y siempre he vuelto a irme. Nunca he laborado con su vida, ni puse una
casa, ni planté un árbol, ni tuve un hijo aquí, aunque aquí he nacido. Pero
también nací de paso, como un gitano, como un vagabundo. Y por eso la ciudad
está; siempre me guarda su misterio, su aventura de descubrimientos, que nunca
se pierden. Es como un campo de excursión, que siempre tiene una luz nueva,
una nueva perspectiva.
Hoy he llegado a la ciudad sin otra intención que la del descanso entre el ruido
de sus calles. El descanso del silencio y del rumor del mar. He llegado a esta
ciudad, como a otra ciudad cualquiera, ansiosa de tranvías y autobuses y gente
indiferente, distinta; gente que no está de veraneo. Vista así la ciudad, es sólo una
ciudad del mundo, sin recuerdo alguno. Y, sin embargo, no me puedo librar de
sentir que esta luz húmeda y espesa es distinta a otras luces de otras ciudades, y
las persianas de hierro de sus casas, más sólidas, tienen distinta personalidad que
otras persianas. No me puedo librar de reconocer en la arquitectura de Gaudí, en
ese sueño barroco, coloreado y espeso, una raíz profunda, una raíz que sólo tiene
esta ciudad… Pero es distinto venir de paso a una ciudad que pasar un día de
excursión en la ciudad que sea; y poco a poco me libero y descanso. Sólo soy una
mujer que viene del campo y se extasía con los escaparates y los colores, con los
cafés repletos de gente, con los grandes quioscos de periódicos, con los carteles
de los cines, con el aire ajetreado de las amas de casa y los trabajadores, con el
aire despistado de los turistas, en calzón corto, que miran, ansiosos y apenados,
los grandes pilones de las fuentes públicas, donde no se atreven a bañarse. En la
excursión a la ciudad se hace todo lo contrario que cuando uno vive en la ciudad
en verano. Y yo vagabundeo por las calles a la hora en que están más vacías,
cuando detrás de las persianas entornadas los ciudadanos se reúnen alrededor de
la comida en la penumbra. Tomo un refresco al aire libre —libre y caliente—,
bajo la sombra pesada y soñolienta de los árboles ciudadanos; entro en el
ambiente refrigerado de unos grandes almacenes, subo y bajo escaleras
mecánicas; siento la misma ilusión, comprar chucherías baratas —tan caras,
porque nunca sirven para nada— que cuando en la excursión del campo cojo esas
flores de los riscos que luego llegan marchitas a casa. Huyo de los viejos y bellos
barrios, más silenciosos, y de los museos y de la paz. Mi bolso se llena de libros
sobre los pequeños paquetes de cosas inútiles y caigo además en la tentación de
comprar una guía, donde se explica el recorrido de los autobuses y los tranvías
ciudadanos. Busco en el periódico la cartelera y me alegro de que sea tan grande.
Mis ojos reciben un baño de civilización, de vida artificial, de seres humanos
dispares, que se reúnen en el borde de las calles esperando la luz verde del paso.
25
Y cuando cae la gran noche luminosa, con sus anuncios de colores, y el rumor se
hace distinto y las ventanas de las casas se abren presentando el pequeño teatro
de los hogares, yo estoy cansada, con un cansancio dichoso y bueno, un
cansancio que me vitaliza y me despierta y que quedará algunos días dentro de
mí, fuera de mí, en mi alegría, como quedaba en mi cara el sol de las excursiones
de mi adolescencia. En el tren que me lleva a la paz y al silencio del pueblo tengo
ganas de dormirme con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento. Pero ya no
soy tan joven. Miro las luces lejanas en la noche oscura con un sentimiento de
haber cumplido totalmente el día de vacaciones. Pero no me duermo.
22 de julio de 1961
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27
“UN LUGAR AUTÉNTICO”
—Lléveme a un sitio donde pueda descansar un par de días. Un sitio sin gente
y al mismo tiempo muy cómodo. ¿Sabe usted de algún lugar así?
El chófer del taxi dice que sí sabe. Habla de un lugar paradisíaco, con mucha
agua y mucha fruta y mucha calma.
Un hotel donde se puede encontrar silencio y le atienden a uno a la perfección.
Miro hacia mi bolso instintivamente.
—Bien de precio —me anima el chófer desde el espejo retrovisor.
Confieso que no le creo, aunque me agrada que no ponga dificultades. Parece
demasiado bueno el asunto; todas esas ventajas en plena estación veraniega y en
una excursión improvisada. Estoy desconfiada como un gato subido en un farol y
con un perro ladrando abajo. Esto se llama experiencia.
El coche corre entre campos ricos y bien labrados. La carretera asciende entre
el aire caliente del mediodía. Comienzan las curvas y los barrancos. Pinos,
higueras y viñas. El chófer habla, pero no puedo oírle porque la radio está
funcionando y el altavoz suena detrás de mi nuca. Aumenta la desconfianza. Voy
huyendo de las radios portátiles que quitan el rumor del mar en las playas. Pero
algo que se parece a la esperanza me hace aguantar con estoicismo esa música en
las orejas. Además, el viaje no es muy largo. Subimos hacia lo que parece una
antigua fortaleza, con muros que la luz enrojece entre el verdor de una colina.
Una pequeña carretera y la puerta de la fonda.
—Estamos en Santes Creus.
No sabía que iba a llegar a Santes Creus. No tenía idea de que iba a visitar la
tumba de Roger de Lauria y de Pedro el Grande. La sorpresa es buena y sigo al
chófer a pesar del impulso que me hace recular delante de la puerta de la fonda.
Tengo toda clase de experiencias, literarias y vividas, de las fondas. Y yo quiero
un lugar de descanso. No quiero olor a cocina desde por la mañana ni oír voces a
través de los tabiques. En realidad, por dos días, me parece preferible que no se
cumpla la condición de “buen precio” con tal de que se cumplan las demás. Pero
al entrar le doy las gracias al chófer. Ha ocurrido el milagro de que un exterior
sencillo oculte un interior cómodo y bueno. Los pasillos parecen salones con los
suelos brillantes. Los grandes ventanales, con persianas modernas entrecerradas,
dejan pasar la brisa sin el calor del día. La habitación es cómoda, simple,
rigurosamente limpia. La ducha funciona. El comedor tiene paredes pintadas de
claro y sobre los manteles blancos se sirve una comida perfecta, apetitosa y
sencilla. Mi admiración llega a estar fuera de lugar. Admiro simplemente algo
que es como debe ser. Admiro que no haya fraude. Admiro esta fonda acogedora
como se admira a un católico que tiene espíritu universal, a un comunista que
desee repartir su lujo hasta quedarse sin él con los demás, a un cristiano que
posea la sencillez, la comprensión y la bondad de amar al prójimo como a sí
mismo. Estoy admirando esa cosa difícil de, encontrar en algo lo que ese algo
dice ser.
28
Cuando salgo por la tarde a recorrer los campos que rodean el monasterio me
siento más ligera que cuando llegué. Me he descargado de la desconfianza, que
ahora me parece la madre de todos los males. El cielo azul brillante, que se tiende
como un pañuelo abombado, desde un risco a los montes de pinos, me parece el
cielo de la infancia, sin acechanza alguna. El monasterio, en el crepúsculo,
resulta muy hermoso y lo domina todo: los sembrados, los bosques y la paz. Todo
el pueblecito de Santes Creus está unido al viejo monasterio, está incrustado en
él, viviendo entre su sillería. El aire es limpio y el agua de las fuentes está fría,
como en las cantigas de Gonzalo de Berceo.
Por la mañana tiene uno ganas de romper a cantar, y la visita de la iglesia de la
abadía, de las tumbas gloriosas, de las estatuas carcomidas, es como un rito al
que no empuja obligación alguna, sólo una alegría especial. Esa alegría de vivir
que a veces uno pierde sin saberlo hasta que la encuentra.
Después llego a los claustros silenciosos. Seis siglos de vida, un siglo de
abandono, unos pocos años de cuidado, han hecho que sea como es. Las paredes
se han desnudado de pinturas. Todo lo que es belleza es sólo belleza de piedra
y formas. La sala capitular está vacía, con las tumbas de los abades. La enorme
cocina conserva sus pilones de piedra y una mesa que parece un peñasco
erosionado. La bodega deja ver la panza de dos enormes toneles que tienen más
de un siglo. La mazmorra no estremece ya, aunque existió, contra la idea idílica
que un profano pueda tener de un antiguo monasterio. La mazmorra existió,
como un anuncio realista de las penas de otra vida, bajo los cantos litúrgicos y el
trabajo, conviviendo con la santa humildad y la fe. Los capiteles de las columnas
del primer gótico catalán no se asombran de ello: representan casi siempre la
imagen de los pecados de los hombres mezclados en una lucha constante con sus
mejores anhelos y realidades. No me imagino que los monjes que levantaron el
monasterio viviesen ni por un momento de espaldas a esta verdad. Lo mejor y lo
peor que una vida pueda dar de sí puede imaginarse de sus vidas viendo estas
piedras. Pero no creo que existiera en los fundadores ni un vestigio de ñoñez.
Lucharon duramente, mejorando a su alrededor la vida de los campos. Se
equivocaron interviniendo en lances políticos: pero la llama que ardía dentro del
recinto les hizo volver siempre a su autenticidad. La gran biblioteca de las horas
de paz se ha perdido. Los siglos volvieron polvo los cuerpos de tantas vidas. Los
cuerpos se mezclaron con la tierra del viejo cementerio subiendo en la savia
de los cipreses enormes; pero uno siente que no fueron vidas en vacío las que
aquí se vivieron. Queda algo de todas ellas. Dieron lo mejor que hay entre estas
piedras. Se parece este algo a un hechizo de la luz; pero es más que eso, porque
la luz cambia las sombras y los colores, y ese espíritu de autenticidad está pegado
a la arquitectura del lugar, inmutable. Se mete en el alma del que está callado
recorriendo estos claustros. Está en la sombra fresca y en el calor del sol, en la
sensación de descanso profundo que nos rodea El alma del monasterio vive para
nosotros y nosotros vivimos en ella.
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Henry Miller habla del alma de la antigua Grecia en los lugares de oración.
Lugares en que se encuentra la salud perdida, la perdida verdad. Grita su hallazgo
con un grito que quiere estremecer toda la vaciedad de un mundo que no piensa
ni siente. En Santes Creus los gritos están lejos. Entre la gran armazón de
edificios exteriores 1os claustros encierran ese lugar de salud y de oración
formados por las vidas y las aspiraciones que dejaron su huella en los siglos. Y
expanden esa salud por el paisaje buscado para esas vidas, por la luz y por las
piedras.
Las horas no tienen valor aquí. Al salir de esto lugar uno no sabe bien si han
pasado dos minutos o dos siglos. El pueblecito resulta igualmente callado. Hay
una sensación de que, sin embargo, las cosas son diferentes: más claras, más
sencillas, más buenas. Y la vida, distinta. He visto algo al pasar que me lo
afirma. Algo sin importancia. No sé qué es, y vuelvo sobre mis pasos. Al fin lo
veo. En la sombra de la llamada Casa del Abad —una pequeña maravilla—,
donde está el buzón de Correos, hay un gran perrazo blanco tumbado. Un gatito
pequeño juega con la cola del perro y la mordisquea. Cuando el perrazo se
vuelve, abriendo su boca, el gato no huye. Los dos juegan.
29 de julio de 1961
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UNA FAMILIA DE GATOS
TENGO mala memoria, y además me molesta extraordinariamente lanzar
citas extrañas para apoyar mis observaciones; nunca llevo conmigo un fichero,
ni tampoco la biblioteca, donde recuerdo, poco más o menos, donde tengo que
buscar aquello que una vez encontré y que me hace falta. Y ahora, además, se
trata de algo tan poco erudito como contar la historia de una familia de gatos.
Una familia que me enseñó gran parte de lo que sé de los azares de la vida y las
distintas psicologías de los seres. Me parece que era Aldoux Huxley (he
empezado hablando de mi mala memoria) quien recomendaba a un novelista en
ciernes que se encerrara unos días en su casa con una pareja de gatos. El
novelista quería hacer un gran viaje al otro lado del mundo para escribir luego
una historia de amor en un país exótico. Huxley le decía que si después de haber
observado las reacciones de los gatos, sin salir de su casa, no podía escribir
la misma historia, debía renunciar a ser novelista.
Cuando yo escribí mi primera novela —sin haber leído el consejo de
Huxley—había observado mucho a los gatos. Desde luego, sin ninguna intención
utilitaria. Los observaba lo mismo que respiraba el aire, o nadaba en el mar. Y ni
siquiera lo hacía de manera consciente. Me gustaba perder el tiempo con ellos, y,
además, los quería.
La historia de aquella familia empezó por “Pachota”, una gata atigrada que
encontramos en el chalet donde fuimos a vivir cuando yo tenia once años.
“Pachota” se llamó así por mi mala memoria. En realidad, yo hubiera querido
darle el nombre de “Pichota”, como una gata de los “Episodios Nacionales”
(“Gerona”), pero no recordé el nombre exactamente, y cuando me convencí de
mi error ya era tarde, y “Pachota” era “Pachota” sin remedio. Era muy fina,
delicada y amable. Se introdujo en la casa casi sin sentir. Se hizo amiga del perro
y nos miraba con unos ojos verdes, dulces y desamparados. Ya la queríamos
mucho cuando mi padre, al abrir el cajón donde guardaba su tabaco, hizo una
mañana el terrible descubrimiento: “Pachota” había escogido aquel rincón
incómodo entre los puros y los botes de tabaco de pipa para que nacieran tres
gatitos. A mi padre le dio un asco tremendo, pero a los demás nos hizo gracia.
Trasladamos a la madre y los hijos a un rincón del jardín, abrigado y techado
bajo un alero de la casa, en un hueco entre las raíces de las enredaderas, y allí,
sobre un cojín, “Pachota” amamantó a sus hijos. No le molestaba que los
cogiéramos y que jugáramos jugáramos con ellos. Era una madre muy especial.
Le aburrían las crías, y si nos íbamos a acompañarla y a hablarle, se marchaba a
paseo, dejándoles mayar desconsoladamente. Los gatitos se llamaron “Miqui”,
“Titina” y “Telia”. “Miqui”, el único macho, era el más débil. Yo le protegí, casi
ayudé a su crianza artificialmente, y se hizo el más robusto. Tengo que decir
que era feo, chato, negro con manchas blancas. A sus hermanas las regalamos,
pero “Miqui” se quedó en casa, con “Pachota”. Era mucho más grande que ella.
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De “Titina” no volví a saber nada. Creo que fue una gata burguesa y protegida,
con una vida vulgar. “Telia” fue abandonada por sus dueños al terminar un
verano. Se convirtió en una hermosa gata salvaje. A veces la veía cruzar por los
jardines vecinos. No había confusión posible. Su piel era muy extraña:
blanca, -con algunas manchas atigradas. “Miqui", al llegar el invierno, se olvidó
de que “Pachota” era su madre, la trataba con familiaridad, como a una
compañera. En realidad, creo que él pensaba que su madre era yo. Todas las
tardes, al volver del instituto, le encontraba esperándome, subido en lo alto del
muro del jardín de la esquina. Saltaba a mis pies y se frotaba contra mi, luego, en
dos saltos, llegaba a nuestra casa. Durante la hora de estudio le tenía en mi
cuarto, ronroneando entre mis papeles o jugando con mis lápices por el suelo. Si
él llegaba tarde, comenzaba en voz baja una serie de mayidos especiales, hasta
que le abría. Al llegar la primavera, en las noches de lima grande, hemos saltado
juntos por el jardín, poseídos de una alegría especial. Una alegría que, según
Graham Greene, sólo tienen los hombres primitivos del centro de África. Una
alegría de esa luz de la luna, mágica y caliente. “Miqui” era mi gran compañero.
Un verdadero amigo. “Pachota” nos veía jugar con una soberana indiferencia.
A veces, “Miqui” desaparecía algunos días. Siempre volvía con arañazos, que
le curé una y otra vez. Era casero, bueno y amable. Nunca robó nada en la casa.
Ninguna de las golosinas que le tentaban a “Pachota”. Cuando me dijeron, que en
las casas vecinas estaba fichado como un gato ladrón que robaba palomos, no
pude creerlo. En nuestra casa, los pollos dormían tranquilos en su gallinero, y
estaban mucho más a mano.
En las tardes desoladas de invierno, cuando los chalets vecinos se quedaban
vacíos, he visto reuniones de gatos en la casa de al lado. Eran reuniones
periódicas, puedo jurarlo. “Miqui” y “Pachota” iban a ellas. Una vez conté más
de veinte gatos, que fueron llegando desde distintos puntos y entrando en el
jardín solitario. ¿Por qué no salté yo también las tapias? Creo que por pudor;
también por miedo de espantarles. Si ellos tenían su club, su vida social, había
que respetarles. Ningún daño podían hacer en la casa de los vecinos, cerrada y
vacía, y a mí me gustaba imaginarme aquellas reuniones. A veces le hablé de
ellas a “Miqui”. Ronroneaba, haciéndose el indiferente. Quizá hubiera roto su
secreto por mí si yo hubiese comprendido del todo su lenguaje. Era como lo de
aquellas malditas excursiones por los palomares vecinos, de las que también
guardaba el secreto. “Miqui” tenía su comida en casa..., ¿por qué, entonces?...
No había manera de hacerle comprender nada. O no quería comprender. En casa
era perfecto. ¿Entonces? Yo era como su madre, le acogía, le reñía, le acariciaba.
Pero una parte de su vida no tenía derecho a saberla. Ningún derecho... En
verdad, recibía de él toda clase de muestras de consideración. Una vez, en el
jardín, vino a traerme en la boca algo que se movía: un ratoncillo vivo que dejó a
mis pies... Logré salvar al ratón. “Miqui” quedó nervioso, moviendo la cola,
desolado… ¿Quién entiende del todo a los que quiere?... Ni “Miqui” a mí, ni yo a
él. Y, sin embargo, cuando hecho un gatazo enorme ronroneaba en mi falda,
como cuando era pequeño, yo sentía una paz más grande, mirando la luz de la
tarde sobre los nispereros del huerto, que cuando estaba sola.
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Cuando llegó el verano vi a “Telia”, la hermana de “Miqui”, entrando muchas
veces en el jardín vecino. No en las reuniones periódicas, de muchos gatos. Iba
sola y como recelosa. Se lo dije a los vecinos que acababan de llegar. Y de pronto
apareció el secreto de “Telia” en la carbonera: una gatita negra y sedosa, con los
ojos azules. Los dueños de la casa la prohijaron. Quiero decir, que se la quedaron,
le dieron sopas de leche y le pusieron un cojín de seda para dormir y la llamaron
“Telia”, como a su madre. También para ésta dejaron comida en el jardín, pero la
“Telia” salvaje no apareció nunca más. “Telia”, la pequeñita, creció más fina y
delicada que ningún gato que yo hubiese conocido. Cuando le dije a su dueña que
“Miqui”, su tío, me llegaba con heridas continuamente y que tenía fama de
ladrón, la dueña de la joven “Telia” me dijo que creía que yo estaba equivocada
respecto al origen de su gata; que la gatita tenia el pelo más largo y sedoso que
los gatos vulgares y que jamás comía nada que no fuera cocido y cocinado por las
manos de su dueña.
—Se avergüenzan de ti —le dije a “Miqui”.
Pero él no me hizo caso. Creo que fue un gato feliz y aventurero. Nunca, ni
siquiera los días de sus escapadas, faltó a la cita conmigo a la hora en que yo
llegaba a casa. Aunque fuera un momento, aparecía a mis pies, descolgándose
desde el muro de un jardín vecino... “Pachota” era otra cosa: más regular, más
sedentaria. Periódicamente aparecía con gatitos que luego regalábamos; tomaba
el sol en la terraza y robaba alguna que otra golosina casera. Nunca demasiado.
Era prudente. Creo que murió de vieja.
Una tarde, “Miqui” llegó, como siempre, a mi encuentro y desapareció, sin
esperarme en casa. A la hora de la cena no estaba tampoco. No era la primera vez,
pero yo estuve inquieta. Fui a casa de los vecinos, que estaban preparando
las maletas para volver a la ciudad, pues era otoño. “Telia II” se resistía,
mimosamente, a tomar unas sopas de leche. Su dueña volvió a hacerme notar que
tenía un pelaje sedoso y aristocrático. Se iba con ellos, naturalmente.
Me acosté con cierta tristeza. Al menos, ahora, en el recuerdo, me parece que
aquella noche estaba triste. Hacía luna y viento y no tuve ganas de salir al jardín.
Por la mañana encontré a “Miqui” me expliqué todos mis presentimientos.
Estaba tumbado en el primer escalón de la terraza. Tieso ya. Tenía un balazo en el
cuerpo. Herido, se arrastró hasta la casa, para morir con nosotros. Mis hermanos
y yo le enterramos en el jardín.
5 de agosto de 1961
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TREINTA KILÓMETROS
FUE el día en que el “Vostok II” giraba sobre nuestras cabezas. Naturalmente,
yo no lo sabía. Fue un día marcado con el signo de la aventura, y en mi vida
particular pude apreciarlo. El caso es que para mí sólo se trató de acompañar a
una señora de la familia hasta la ciudad, a treinta kilómetros de aquí. Fui a
despedirla. Ella debía tomar el Talgo para Zaragoza. Para mí, en total, un
pequeño paseo. Muchas mañanas lo he hecho con gusto en los trenes eléctricos
de cercanías. He venido a ver la ciudad romana. Y esto mismo hice ese día hasta
que salió el tren en que se iba mi pariente. La aventura empezó después de la
salida del Talgo, cuando al echar mía ojeada al horario de trenes vi que había
salido el que acostumbro a tomar para regreso, y me quedaban dos horas y media
de espera para el próximo. Dos horas y media entre las piedras clásicas tantas
veces recorridas, las piedras doradas junto al mar calmo, en un mediodía de
agosto mediterráneo, y muy cansada. Me senté filosóficamente en un banco de
piedra a la sombra de las palmeras, y desde la cuesta de la estación contemplé las
murallas, la silueta de las casas en lo alto y la punta de mis alpargatas de payesa.
Unas higueras cercanas entre la calina daban su olor. Entonces oí una voz que, en
inglés trabajoso, me preguntaba algo. Se trataba de un joven rabiosamente
moreno, con una mochila a la espalda. No sé inglés, y comencé a mover mucho
los brazos, porque había entendido que preguntaba por Correos y quería indicarle
el camino. Hasta que me atravesó una sospecha. “¿No será usted español, por
casualidad?” “Sí, señora” “Demonios”, pensé yo. Los dos nos reímos. El joven se
marchó bien informado. Entonces desplegué el periódico y me enteré, otra vez,
de la guerra de nervios del mundo. El reloj de una torre de la ciudad iba haciendo
saltar sus manecillas, minuto a minuto. Unos minutos de paz. Quizá los últimos
minutos de paz del mundo... Y otras voces en inglés salpicado de palabras
españolas. Dos señoras inglesas con trajes floreados, sombreros de paja de cintas
impecables y los brazos llenos de paquetes. Las señoras me reconocían:
habíamos hecho, en el mismo tren, el viaje de la mañana hasta la ciudad, y
querían volver al mismo pueblo que yo. Se sentaron a mi lado y empezó una
lucha verbal en un esperanto improvisado para explicarles la hora en que salía el
tren. Ellas decidieron quedarse conmigo, para siempre. Una cosa comprendían a
la perfección: siguiéndome llegarían a su destino. Les indiqué el periódico.
Hicieron un gesto. El gesto de casi todas las mujeres del mundo y de tantos
hombres a quienes se mete en una aventura en la que no quieren participar. El
gesto de los que saben que van a ser arrastrados sin remedio a una catástrofe y
que quiere decir: deseamos olvidar eso. Me ofrecieron uvas, me enseñaron las
palmeras, la luz espesa, el mar pálido, para olvidarlo. Lo olvidamos en el
momento en que hubo que bajar a la estación para comprar los billetes. Una larga
cola ante la ventanilla. Después: “este tren no para en el pueblo de ustedes. Sólo
en San Vicente”. San Vicente está a cuatro kilómetros de nuestro pueblo, poco
más o menos. Yo decidí marchar. Las inglesas, también. Y después esperamos en
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el andén. Allí vimos a la vieja de ojos brillantes que canta, en los trenes de
cercanías, antiguas canciones catalanas con su voz aguardentosa. Luego pasa
la bandeja. Debe de vivir así. Es extraordinario el número de personajes que
viven de trayectos de estos trenes cercanías: el hombre de los caramelos, el ciego
que pide limosna, y para mí, también, la señora Cuca, nuestra vecina, a la que me
encuentro cada vez que hago una excursión corta en tren. A decir verdad, aquel
día a la señora Cuca no la había visto aún, pero cuando tomamos el correo la
encontré en el asiento de al lado, saludando cariñosamente a las inglesas.
“Estas pobres alemanas —me explicó—han andado perdidas todo el día por la
ciudad lentamente al compás herrumbroso de las ruedas. Campos grises de olivos
y algarrobos. Masías tostadas, color de pan; campos de viñas, de pinos, de mar
azul; campos salpicados del colorido vivo de los “campings". Las inglesas
cerraron los ojos. Llegó el hombre de las rifas con barajas minúsculas. .La
señora Cuca compró media baraja dispuesta, esta vez, a que le tocara la bolsita de
los caramelos. Abrí el periódico y volví a cerrarlo. Un gran sopor nos llenaba. No
se oía el ruido del tren. El paisaje de tiendas de campaña, rojas, verdes, naranja,
pardas; el paisaje de pinos y mar al costado del tren, no se había movido.
Llevábamos parados veinte minutos. Por fin cruzó otro tren. Reemprendimos
la marcha. Llegó el ciego de la mañana con la mujer que le acompaña siempre.
Una pareja limpia y seria, que pide limosna formalmente. Llegó el hombre de los
caramelos con gran alborozo y grandes pregones. A la señora Cuca le había
tocado la bolsita de caramelos más cara que compró en su vida y estaba radiante.
Después se volvió a mí: “Vaya, vaya, lo que viaja usted... No diga que no. Yo
apenas salgo de casa, pero si tengo que hacer algo en algún pueblo, allí me la
encuentro…” Las señoras inglesas abrieron los ojos al llegar a San Vicente.
Desde el andén se veía el mar. Les hice comprender que para ellas lo más barato
y lo más en acuerdo con los gustos de su raza era seguir andando cuatro o cinco
kilómetros a la orilla del mar. Yo iba a buscar un taxi. “Nosotras taxi, taxi, partir
money.” No se apartaban de mí más que la uña de la carne. Pero en San Vicente
no había taxi. En cambio iba a salir un tren para Vendrell, cerca también de
nuestro pueblo. Mientras esperamos que el nuevo tren arrancase, las inglesas
volvieron a dormir. Mi reloj marcaba la hora en que mi pariente debía llegar en
su Talgo a Zaragoza. El trenecito eléctrico, limpio, cómodo, sin ciego por el
momento, sin cantadora ni hombre de los caramelos (pero sí con la señora
Cuca, que se reía moviendo la cabeza), arrancó al fin, entre un rico paisaje de
viñas verdes. Los labradores que recogían la uva llevaban sombreros amarillos, y
sus torsos desnudos tenían el color de la tierra. El mar quedaba a nuestra espalda.
En las montañas oscuras se formaban nubes tormentosas. Las inglesas estaban
serias. Ellas sabían que era al mar adonde debían dirigirse, y no entendían nada.
Vendrell llegó en seguida. Encontré un taxi. El hombre del taxi conducía por una
estrecha carretera colgada sobre el valle. Otro paisaje. Me dijo que la guerra es
un crimen, que los extranjeros aumentan los precios, que los camiones que no
dejan sitio en la carretera van conducidos por chóferes criminales, que hacía
mucho calor... Desde todas partes, entre los viñedos, nos salían anuncios de
colores que pintaban botellas refrescantes. Volvimos a ver el mar. Las inglesas se
animaron... El mar se hizo más grande. Se comió las casas. Lo llenó todo.
Llegamos a su orilla.
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Trayecto de treinta kilómetros. Cuatro horas y media. Demasiado tiempo
cuatro horas y media, aun en la época de la diligencia, para recorrer treinta
kilómetros. Y sin embargo, en ese mismo tiempo, mi pariente había llegado
desde la costa a Zaragoza (cosa increíble en aquella época de la diligencia) y el
“Vostok II”, a lo que parece, había pasado tres veces sobre nuestras cabezas
dando la vuelta al mundo... Pero esto, ¿significa algo? El mayor Titof, en estas
horas, se saltó a la torera tres días y tres noches... Y nosotros, el ciego, el
vendedor, la señora Cuca, las inglesas y yo, al contrario: en los treinta kilómetros
recorridos, asimilamos tres vueltas del viaje de Titof, un desplazamiento hasta
Zaragoza y aún nos quedó un trozo de día —ese día traspasado y perdido para el
“Vostok II"—para meternos en el mar, aquellos de nosotros que tuvimos ganas de
hacerlo.
12 de agosto de 1961
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DOS VIEJOS
NO hay por donde escapar, como no sea a nado. Muy temprano, a la hora en
que las barcas están ya varadas en la arena, el mar resplandece. Aún no se ha
levantado el aire vivo que suele formar las pequeñas manchas de espuma en la
llanura azul intenso. A esta hora, antes del desayuno, nadamos hacia el sol, en un
agua —que nuestro cuerpo va abriendo— verde y calmada. Desde el mar, si
miramos hacia el pueblo, lo vemos mejor de lo que es: blanco, con sus cristales
resplandecientes, los toldos de colores o de paja trenzada, las barcas grandes o
pequeñas, con los grandes faroles de vidrio, con las redes colgadas a secar. Entre
las barcas del trabajo, de cuando en cuando, la pintura agresiva y cuidada de un
barquito de lujo. Y detrás de las casas, allá arriba, se ve la mancha de los
algarrobos y, entre ellos, la silueta de un tren que pasa. Desde el mar, por las
mañanas, el pueblo tiene misterio. De tanta luz se borran los contornos de las
cosas. De ninguna manera se adivina la cantidad de gente que duerme, agazapada
en ese puñado de casas. No se sospecha la multitud de colores de los veraneantes
que un rato más tarde sale de sus guaridas y en la playa forman otro mar movible
y extraño. La gente de mi casa se mezcla con ellos, pero yo los conozco poco.
Las horas del mediodía no son mis horas, sino las horas de mi trabajo. Pero si
salgo a hacer algún recado me marea el hormigueo de la playa. Pasó, un poco
deslumbrada, entre las mesas de los cafés, casi llenas también, y me tropiezo
con el Jaime, que hace su primer recorrido entre los turistas.
El Jaime es un viejo gordo y fuerte, con los ojos azules. No se parece a otros
viejos del pueblo. Creo que aquí es el único que pide limosna, y hay quien lo
encuentra repugnante con su gran vientre, su pecho lleno de vello plateado y su
pesadez de borracho impenitente. Dicen que el Jaime capitanea a un grupo de
disipados pueblerinos que por las noches se dedican a espiar las ventanas
iluminadas de las extranjeras. Más de uno de estos rondadores ha sido, más tarde,
despedido a escobazos en la puerta de su propia casa por su indignada mujer.
Pero el Jaime no tiene a nadie que le despida a escobazos. Es una gran vergüenza.
Sólo le despiden de todas las mesas a las que él se acerca; le ponen una moneda
en las manos, hartos de sus cantilenas, de su eterno buen humor, un buen humor
que tiene su punto de obscenidad, su punto de ingenuidad maciza, también. El no
engaña a nadie. El olor a vino no se le va de un día a otro. El pide descarado,
risueño, insistente. A veces canta, a veces piropea en su idioma regional a quien
no puede entenderle; y hay que ver entonces la picardía de su sonrisa.
En las primeras horas de la tarde, la playa se vacía. Es cuando el Jaime
duerme la siesta a la sombra de una barca, acunado por el rumor del mar que
vuelve a dejarse oír. Un descanso antes del vagabundear de la tarde, un
descanso desvergonzado, cerca de las mujeres que, cubiertas con sombreros de
paja, sentadas en sillitas enanas, reparan las redes rotas por los delfines.
Cuando el día y el trabajo se acaban, poco se puede hacer en el pueblo si uno
se cansa de dar un largo paseo a la orilla del mar. Para variar, un paseo por la
larga acera de la playa donde están los cafés; un paseo entre la multitud que habla
idiomas variados. Uno se sienta casi siempre un rato junto a una de estas mesitas
con manteles de colores, y vuelve a ver al Jaime, despabilado y risueño, ganando
 ARTÍCULOS (1961-1964) Carmen Laforet
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ARTÍCULOS (1961-1964) Carmen Laforet

  • 2. 2
  • 3. 3 AUTORRETRATO APARIENCIA externa: una persona pequeña, de cabello tirando a gris. Risueña por naturaleza y buena salud y buen humor. Peso que oscila estos años entre los cincuenta kilos en las temporadas buenas, hasta el tope de los cincuenta y cinco en las malas. Característica de algunos años: un cigarrillo entre los dedos. Fumo todo el día a temporadas. Absolutamente nada en otras. Trabajo todo el día a temporadas —temporadas que pueden o no coincidir con el cigarrillo entre los dedos— y a temporadas no trabajo o trabajo muy poco. Vagabunda: me encanta coger un tren, dormir en diferentes ciudades, conocer distintos hoteles. Conocer andando, andando los lugares. La ciudad en que más placer me produce andar hasta ahora es París. Me gusta el montañismo individual. Me encanta marcharme a las montañas, andar todo el día y volver con todas las costras de pereza rotas, hecha cisco, llena de alegría. Me gusta aún más ahora, a mi edad provecta, que de muchacha. Pero me gustó toda mi vida. Me gustan muchas cosas. Casi todo me gusta. Únicamente me desespera una compañía o un trabajo impuestos.
  • 4. 4 De las personas me suelen atraer tres cualidades: la inteligencia, la valentía, la vitalidad. De las personas no espero que sean para mí un sedante, sino un estimulante espiritual o vital. Para descansar, descanso muy bien yo sola. Y tengo capacidad de admiración. Y no me molesta escuchar. Mis amistades suelen desesperarse de que tenga yo tantos defectos que jamás pueden cambiar. Yo nunca me desespero con los defectos de mis amigos. No los veo. Cuando esos defectos o alguna de sus cualidades se me hacen insoportables, creo que puedo dejarlos en paz y no frecuentar su trato. Pero no me empeño en cambiarlos: quizá esta de dejar vivir a los otros, sea la única cualidad verdadera que poseo socialmente. Me interesan los grandes problemas del mundo, pero no como juez, sino como espectadora. Me interesa todo lo que sea vida. Particularmente, conozco lo que es el dolor y sería idiota pretender que mi vida ha sido un continuo éxito y una continua alegría. Pero cada vez más me ocurre que, de le vida transcurrida, me quedan en el recuerdo, como importantes, sólo los momentos de plenitud y gozo y alegría. Por eso mi rencor es tan corto que casi se puede decir que más de un cuarto de hora no guardo rencor a nadie. Según mi grafología, la cualidad o defecto principal, la espina dorsal de mi carácter se llama independencia. Mi odio, mi fobia única, es a todo aquello que sea sermoneador que intente agarrarme, robarme esta independencia. Y este es mi autorretrato en este día, en este momento pues como casi todas las personas, he sido a veces obcecada y apasionada y estúpida y valiente y hasta buena, pero lo más constante de mí me parece que es esta verdad que he expuesto. La verdad en estos trazos de autorretrato. Pero no toda la verdad, que sería imposible, ni siquiera —diciéndolo a la manera pirandeliana— toda mi verdad. No suelo mentir nunca, porque la mentira me parece incómoda y monótona. Pero creo que tengo derecho a guardar gran parte de las cosas para mí. Mi grafología dice también que soy reservada. 30 de septiembre de 1967
  • 5. 5 ÍNDICE Autorretrato..................………………………………………………….....……..3 PUEBLO El pintor y el novelista en un entierro….........……………………………......…..7 Los golfos.......................……………………………………………………...….9 La suerte del artista…………………………………………………………...…11 Un centenario íntimo………………………………………………………........13 Viaje en Taf.........……....………………………………………………………..15 El veraneo del jurado………………………………………………………..…..17 Apuntes sobre Juan Rebull..………………………………………………....….19 Cine de vacaciones.………....…………………………………………………...21 Excursión a la ciudad...……............…………………………………………….23 “Un lugar auténtico”..…....................................................…………………..….27 Una familia de gatos..…...................…………………………………………....31 Treinta kilómetros..…......…………………………………………………...…..35 Dos viejos.……….....…………………………………………………………...39 Ciudad imprevista.......…………………………………………………………..41 Septiembre con Katherine Mansfield….………………………………...……...45 Juventud...…………………………………………………………………….....47 Un poco de magia....…………………………………………………………….49 El final...………………………………………………………………………....51 Las pequeñas sorpresas..…………………………………………………….…..53 Baroja y un personaje femenino…..………………………………………….....55 El gusto de vivir....…………………………………………………………...….59 Viaje tranquilo.……………………………………………………………..…...61 La sonrisa....……………………………………………………………………..63 Los viejos....……………………………………………………………………..65 El tiempo..…………………………………………………………………….....67 Día de otoño…………………………………………………………………......69 Esta lluvia....………………………………………………………………….....71 Sesión continua....………………………………………………………….........73 Tres fiestas barcelonesas………………………………………………………...75 El belén....…....……………………………………………………………….....77 Gripe...…........…………………………………………………………………..79 Esas cosas….........……………………………………………………………....81 Éxito y juventud…...………………………………………………………….....83 Recuerdos de bodas…...…………………………………………………...........85 El héroe..........…………………………………………………………………...87 Comentario a las palabras de un amigo.................………………………….…..89 El azar.………..................…………………………………………………...….91 Recuerdo de Gran Canaria…...............……………………………………….....93 El primer maestro….............................……………………………………….....95 Tertulia de nuestro invierno….........................……………………………….....97 Otra vez el teatro.…………………………………………………………...…...99 A contrapelo..……...………………………………………………………...…101 Un cielo extraño….......………………………………………………………...103
  • 6. 6 Al margen de la lectura…..…………………………………………………….105 Resurrección........……………………………………………………………...107 Talento en píldoras.....……………………………………………………..…...109 Un cuestionario…........………………………………………………………...111 Alta concentración……………………………………………………………..113 Literatura: comunicación……………………………………………………....115 La jubilada y yo...…....………………………………………………………....119 Greta Garbo y nosotros…......……………………………………………….....123 Reválida............……………………………………………………………......127 Médicos y pacientes….………………………………………………………...129 Los organillos.....…...................……………………………………………......131 Hacia el noroeste…...…………………………………………………………..133 Paisaje de cuento…………………………………………………………….....135 Estampa del domingo..….……………………………………………………...137 Madrid....……...……………………………………………………………......139 Las gaviotas…..………………………………………………………………..141 Espejismo del gran balneario…………………………………………………..143 Apuntes sobre vida y genialidad……………………………………………….145 Fiesta del Albariño..……..........………………………………………………..147 Las familias de los Rodríguez……………………………………………….....149 Don Ramón del Valle Inclán y su museo……………………………………....151 Pensando en Cataluña………………………………………………………….153 Tópicos sobre escritoras….............................……………………………….....155 Gran velocidad………………………………………………………………....157 Lectura de la vida……………………………………………………………....159 Apunte humano sobre Rosa Cajal.....……………………………………….….161 Todo previsto….…………………………………………………………….....163 Ahora, en serio…....…………………………………………………………....167 La juventud no cambia………………………………………………………...169 Reclamo invisible…...........…………………………………………………....171 Noticia íntima…..................................................……………………………...173 Homenaje al humor…....……………………………………………………....175 Valor en el aire….........................………………………………………….….177 Un amigo íntimo.....…..................……………………………………………..179 Vivir con los tiempos…..……………………………………………………....181 Correspondencia clasificada…..…………………………………………….....183 La edad……………...………………………………………………………….185 La importancia………………………………………………………………....187 Editores y autores…...………………………………………………………….189 El terrible viaje………………………………………………………………....191 Unamuno en el cine......………………………………………………………..193 El fondo de la cuestión…..………………………………………………….….195 DIARIO DE BURGOS Nuevos titiriteros…………………………………………………………….....197 La amistad...…...……………………….……………………………………....199 El ingenio desconocido.……………………………………………………......201 Sólo para escritores………………………………………………………….....203
  • 7. 7 EL PINTOR Y EL NOVELISTA EN UN ENTIERRO EN el primer libro de Baroja «Vidas sombrías», y en la segunda serie de «Madrid. Escenas y costumbres», de Solana, he encontrado la descripción del entierro de un panadero en Madrid. La época de estos dos entierros parece la misma, por la descripción de las costumbres y los trajes (alrededor de 1900). Baroja, al describir este entierro dice que «el día era oscuro y tristón», y Solana habla de que pica el sol de tal manera que los amigos del difunto tienen que quitarse las capas y doblarlas sobre los hombros. El difunto de Baroja se llama Mirandola, y el de Solana, Tadeo Fariñas Gallego. El recorrido hasta el cementerio de las Ventas es poco más o menos el mismo, y las incidencias de este recorrido también. A mí se me ha ocurrido pensar que Baroja y Solana fueron juntos al mismo entierro de un mismo panadero, y que cada uno lo convirtió en relato, a su manera, algún tiempo después. Los dos como grandes escritores, pero Solana como escritor-pintor, y Baroja como escritor-novelista. Cela, en su introducción de una edición reciente de Solana, dice que Solana escribe como un pintor y pinta como un escritor; y o estoy de acuerdo con la primera afirmación, y con la segunda siempre que se añada «como un escritor- pintor». Yo creo que hay escritores-pintores, aunque no hayan pintado un solo cuadro. Algunos son escritores muy buenos, pero limitados a la técnica del cuadro; su imaginación es puramente descriptiva de manera plástica. Si Solana hubiese sido solamente escritor, sería un escritor magnífico a trozos, pero limitado. La genialidad de Solana consiste en que él describía cuadros geniales que era capaz de realizar y que, por otra parte, no necesitan explicación alguna: son pintura y su explicación está dada en los colores, la forma y la elección del tema. Si Solana hubiese pintado como un escritor en el sentido amplio de la palabra, como un novelista, la literatura de Solana sería una literatura de novelista, una literatura de más alcance. Y su pintura no sería tan buena. Leyendo uno detrás de otro «El entierro del panadero» de Solana y «Los panaderos», de Baroja, se tienen, de momento, la impresión de que la literatura de Solana es más perfecta. La sucesión de cuadros de este entierro del panadero se nos quedan en la sensibilidad y hasta en la retina con la misma impresión caricaturesca, y de tan terrible casi ingenua, conque Solana nos causa impacto cuando pinta. Vemos —como en un cuadro, siempre— al difunto Tadeo Fariñas, en su caja entre cuatro velas y los lloros de los parientes. Cuando descubren el féretro en el cementerio le vemos otra vez «muy crecido, como una espiga, amarillo y seco». Y por la conversación de sus amigos sabemos que en los últimos tiempos Tadeo «todo lo echaba en manos» y que las piernas cada vez se le iban alargando más. Para nosotros es como si el difunto estuviese pintado. Y también los acompañantes, «De pie, muy derechos, las manos ocupadas en dar vueltas a la boina: en algunas cabezas se dibujaba la forma de los huesos de los cráneos y los tendones de la nuca en el colodrillo y las orejas blancas y desprendidas». El cochero también se nos aparece «con su alta chistera vieja y sus largas y desprendidas orejas» y «el perfil de su gran nariz». Cuando el cortejo se detiene, camino del cementerio, delante de una taberna, vemos también el vino y los caracoles que pide el cochero y «un trozo de queso lleno de gusanos que saltaban del plato a la mesa».
  • 8. 8 El relato de Solana termina en una taberna de las Ventas, a la vuelta del entierro, cuando todos los acompañantes comen pájaros fritos (unas grandes lagunetas que les recuerdan al difunto) y oyen los gritos de un crimen que acaba de cometerse en la calle. La descripción es magnífica. Es una pequeña obra de arte cerrada, acabada, que nos entra por los sentidos. «Los panaderos» de Baroja nos impresiona de otra manera más difícil. Un novelista cuando cuenta un relato lo hace con materiales distintos. Es cierto que puede pintar o dibujar con su pluma, pero maneja además otros elementos capaces de sacar a flote (de manera muy diferente a como los hace aflorar un cuadro) un mundo interior mucho más ancho, casi ilimitado. Al difunto de Solana, a sus acompañantes y las cosas que les rodean, les vemos. Al panadero difunto de Baroja no le vemos, no sabemos nada de su aspecto físico, pero le conocemos después de leer el relato, como conocemos a los panaderos que le acompañan y el mundo de «los amasaderos sombríos de las tahonas» donde todos trabajan. De los personajes de Baroja reunidos en este entierro —los panaderos de dos tahonas rivales, un poco distanciados al principio y al fin confundidos en la camaradería del vino, de los recuerdos, de los intereses tan parecidos— sabemos muchas cosas, aunque el relato es más corto y más esbozado que el de Solana. Del cochero del coche de muertos sabemos que era jovial y que «cuando iba un poco cargado lo cual pasaba un día sí y otro también, entretenía a los señores difuntos por todo el camino con sus tangos y sus playeras». El cortejo —lo mismo que en el entierro de Solana— se detiene para que los panaderos beban a escote una frasca de vino, tomando fuerzas para la continuación del viaje, y en este descanso es cuando conocemos al difunto Mirandola por boca de sus compañeros. Mirándola, cuando acompañaba a un entierro, bebía más que nadie. «El pobre Mirandola decía —añadió uno de los Barreiros— que camino del Purgatorio hay cuarenta mil tabernas y que en cada una de ellas hay que echar una copa. Estoy seguro de que él no se contenta con sólo una.» Solana cuenta la ceremonia del pobre entierro con todos sus detalles, nos hace ver la casulla negra del cura, galoneada de amarillo, y nos dice las oraciones en latín y las expresiones de los presentes. «Se hizo el entierro sin grandes ceremonias —dice Baroja—, lloviznaba, y hacía un viento muy frío.» A Baroja le interesan las reacciones de los hombres, no en pintura, sino puramente en novela. En la merienda, celebrada también en una taberna de las Ventas, a la vuelta del cementerio, nos hace oír una conversación corriente y sencilla entre los panaderos, sin ningún detalle macabro que cierre un cuadro con su pincelada; pero de esta conversación surge el ambiente entero de estos hombres, no sólo el ambiente del momento, sino el de sus vidas iguales y diferentes en su individualidad. El fondo que ha dejado en ellos la provincia de donde proceden. El oficio que les es común... El relato no queda enmarcado —no es cuadro—, no queda acabado, sólido, perfecto; es una parte de algo más, no tiene principio ni fin, se une y se desparrama en la humanidad entera, en el gran mundo humano y novelesco de Pío Baroja. 27 de mayo de 1961
  • 9. 9 LOS GOLFOS NO es por la originalidad de la técnica. Hace muchos años que vimos el nacimiento del neorrealismo en el cine italiano. Es porque se trata de una pequeña obra de arte que, al mismo tiempo, es una primera película de su director: Saura, y de unos colaboradores también jóvenes y entusiastas. Por eso creo yo que el comentario que puedo hacer no está de más; un comentario —completamente ajeno a los problemas del cine— interesado solamente en la obra que nos dan los jóvenes cuando en esa obra se ve un talento verdadero. Y en esta película, «Los golfos», con una gran sencillez de elementos, se ha logrado una belleza, una emoción especial. No sé si la sobriedad de su composición y su enfoque exclusivo al tema de la picaresca moderna pueden tener o no éxito en el gran público. Pero este mismo enfoque, este mismo tema escogido, tiene su raíz —más allá del neorrealismo italiano— en algo que es muy de nuestro pueblo, muy de nosotros: la picaresca clásica. «Los golfos» es la película de la picaresca madrileña. Los tipos están perfectamente escogidos para el tema, y los escenarios de la ciudad dan esa impresión de belleza y desamparo que una persona acostumbrada a andar y a mirar ha podido recoger siempre en su alma. Los protagonistas de la película son los pícaros del día; esos muchachos desamparados, crecidos en las orillas de la ciudad, en los lugares donde parece que el oleaje de cemento, de cristales, de chatarra, deja, como una marea, sus residuos. Les vemos en sus casas —los que la tienen—, en su trabajo —el que lo tiene—, en sus raterías, en su ignorancia, en su materialismo; pero también dentro de su rudimentario mundo espiritual, con una ilusión casi sublime. Porque entre este grupo de pilletes hay uno que es casi un ídolo, un héroe en el que los demás creen. No se trata de ningún buen deseo, forzadamente impuesto para que el argumento pueda tener un agarre sentimental. No hay concesiones a ninguna utopía rosada, pero tampoco hay concesiones a esa frialdad absoluta, forzada, que trata de deshumanizar el arte nuevo de nuestro tiempo. Este grupo de golfos, sin moral alguna, sin piedad cuando se trata de conseguir sus fines, están vivos porque hay un entusiasmo en ellos. No se trata de un reportaje de maldad, miseria y desesperación. No es esta película sólo un documental de los bajos fondos. Es la historia de un grupo de individuos nacidos en un medio en que la lucha por la vida es elemental y a veces sangrienta. Estos ladronzuelos miserables creen saber sólo una cosa: con dinero pueden conseguir todo aquello que las películas y el espectáculo de las calles les han hecho saber que existe y que está siendo disfrutado por otros hombres como ellos. No hay, ya lo he dicho, una chispa de sentido moral en sus almas, ni tampoco quieren cambiar el mundo. El mundo les parece bueno tal como es. Lo que quieren es apropiárselo. Subir de prisa hacia una meta tan material y tan limitada como todo lo que les rodea. Quieren ser el señor que pasea en su coche y consigue mujeres guapas por dinero, y fuma un puro detrás de otro. Ellos no ven más.
  • 10. 10 Pero tienen un héroe. Uno entre ellos es el centro de atracción del grupo. No es el matón, ni sirve siquiera para las expediciones de rapiñas. Es el único que trabaja, como cargador en el mercado, y el único que nunca pudo conseguir dinero. Y, sin embargo, tiene algo extraordinario: una vocación. Entre estos muchachos que viven al día, dando golpes, huyendo de la Policía, robando su comida, ambicionando dinero siempre, éste tiene la seguridad de su talento y el sueño de ser torero. Y los demás viven también esta ilusión a su alrededor. Todos creen en su arte. Y la admiración individualiza a este puñado de seres. Dejan de ser anónimos, masa, para convertirse cada uno de ellos en un ser humano particular, único. En la manera de admirar he creído yo siempre que está la clave del individuo. No el desprecio, sino la admiración, es la que da nuestra medida. Y cada uno de estos golfos admira a su manera. Unos con envidia, con recelo, queriéndose escapar del círculo mágico, casi con rabia; otros, generosamente. Pero todos creen en el muchacho que lleva dentro una especie de llama sagrada… Es claro que hacen proyectos para explotar el genio del amigo. Uno de ellos si no viera en este talento un porvenir productivo no sería capaz de respetarlo, y hasta los mejores saben que un gran torero puede ser trampolín para alcanzar millones, comodidad y hasta respetabilidad; la admiración por el torero en ciernes no cambia la visión de la vida que tienen todos. Pero dentro de cada uno hay algo distinto cuando roba, golpea y comete toda clase de canalladas, no por el aguijón del lucro personal que les ha movido siempre, sino para reunir una cantidad —fabulosa para todos ellos— que les piden, garantizándoles con ella el debut del torero en la plaza con todos los honores. Metidos ya en esta empresa llegan a superar todos los obstáculos con un verdadero espíritu de sacrificio y hasta abnegación. Cuando ven al amigo ensayando su toreo: tan seguro, tan grande, tan impasible y superior, su entusiasmo y su fe se incrementan. Están convencidos de que sólo ese dinero robado que consiguen con crueldad absoluta, con sudores y hasta con la vida de uno de ellos, este dinero mágico es lo único que hace falta para que su héroe sea el héroe de toda la nación y hasta de todo el mundo. Pero cuando llega el día de la novillada algo raro empieza a ocurrir. El torerillo está pálido y como abrumado por su responsabilidad. Y los amigos, desde las gradas, no saben por qué allá abajo, en la plaza, les resulta extrañamente disminuido debajo de su montera y sus estrechas ropas alquiladas. Y en seguida al ver aparecer al mal novillo que le han comprado hay una convicción muda, llena de espanto. Ellos, los estafadores, han sido víctimas de un estafador mayor y más impune. Este novillo no podría torearlo con lucimiento ni un gran torero consagrado. Es espantoso ver los esfuerzos baldíos del amigo. El espadín se le dobla. No acierta a moverse. No sabe matar. Cuando entre los pitidos y la befa de los espectadores el héroe, minuto a minuto, se les disuelve, se les esfuma; más que la tragedia del torerillo sentimos la de los otros golfos, sus compañeros, ladronzuelos robados a su vez. Miserables. Despojados de lo más grande que tuvieron nunca, de lo que nada puede sustituir en la vida de un hombre, aún entre el cinismo y el materialismo de la época; despojados de su fe en el sacrificio por algo más grande que ellos mismos. 3 de junio de 1961
  • 11. 11 LA SUERTE DELARTISTA ES un lugar común hablar de suerte cuando se comenta un éxito artístico o literario, sobre todo cuando ese éxito lleva con él una ganancia fuerte de dinero. Es como si hacer una obra original que el público aprecie fuese algo así como ganar la lotería. El otro día escribí yo unas líneas presentando a un joven pintor, Enrique Valero, que expone en Madrid después de haber obtenido en Francia un gran éxito de crítica con su última exposición, un éxito que le llevó a ser seleccionado para el salón de noviembre de 1959 en París. Al leer esta presentación mía a un amigo, volví a oír ese comentario tan repetido de la «suerte» de algunos artistas en comparación con la «suerte» de otros. La vida de Enrique Valero es muy corta —tiene poco más de veinte años—. Su historia comenzó ganando una beca para sus estudios en la Escuela Preparatoria de Bellas Artes de Tetuán, y la «suerte» a que aludía mi amigo fue para él la visita inesperada que hizo el director de una gran galería de arte de París a una de sus primeras exposiciones en Tánger. Desde aquel momento Valero vende sus cuadros en Francia, y a partir de su exposición en París la crítica sigue con curiosidad su obra y pronostica que su pintura —su joven y original pintura— es un valor en alza. Si hablo aquí de Enrique Valero es porque su exposición de estos días lo acerca a todos, y la palabra «suerte» como comentario a su éxito me ha dado el tema de hoy, pero como de Enrique Valero podría hablar de otro artista de la joven generación española de pintores, músicos, escritores y cineastas, que tienen éxito en el mundo. Una generación —como diría mi amigo— de «suerte». Y de verdad un éxito artístico de cualquier modalidad constituye una suerte, o más bien yo diría el encuentro afortunado de ocasiones propicias con talentos, trabajos y esfuerzos que estaban esperando para manifestarse. Y ahí, en ese encuentro, termina todo azar, toda suerte-casualidad. Para mí todo artista de talento lleva su suerte en su obra y pronto o tarde lo dará a conocer. El azar no interviene más que en relación al tiempo, a la juventud que tenga el artista cuando empiece a ser conocido. Y a veces no es azar tampoco. Hay artistas que maduran pronto, artistas en los que ya sus primeras obras tienen una fuerza, una originalidad que por sí misma sale y arrastra al éxito, y otros que se forman lentamente, hasta dar algo interesante. Por eso no hay que encogerse de hombros ni decir sin pensar: «ese jovencillo lo que tiene es una suerte que»... La suerte del artista es un trabajo tan duro y tan agotador dentro de cada uno de ellos, que quizá si pudiera describirlo asustaría a un cargador de muelles, pero el resultado —la obra que se ve, se oye o se lee— es tan aparentemente fácil que produce una inevitable envidia, una envidia diluida que se palpa a momentos, y que resulta el enemigo peor, el cieno resbaladizo donde empieza a patinar muchas veces el artista que se da a conocer con un empuje juvenil, con lo que parece «una suerte» imperdonable a los otros.
  • 12. 12 Y, sin embargo, la suerte del artista, no ya en su sentido de azar, entre comillas, sino con su verdadero sentido de destino de creación; esa suerte es la de todos nosotros. El éxito de una generación joven da la cultura que ha producido la tradición o la rebeldía de un país; como el gamberrismo y la vaciedad de otra parte de la generación joven da la medida de una especie de pecado colectivo que todos sentimos en nuestras espaldas. Y es curioso que mientras realmente sentimos este problema de la juventud «perdida» nos encojamos de hombros y hablemos de azar delante de los éxitos jóvenes, y hablando de azar, muchas veces estemos deseando la ocasión de ver confirmados nuestros augurios y de que aquellos que se han levantado alegremente, produciendo algo para nuestra admiración, caigan rápidamente en la mediocridad y en el olvido. Es tanto como desear hundirnos nosotros mismos, enterrar y raspar lo mejor que poseemos. Es, desde luego, absurdo pensar que debemos admirar sin discriminación cualquier obra juvenil que se nos presente, pero no tan absurdo pensar en hacer un clima propicio a que la suerte del artista se manifieste; un clima de curiosidad, de expectación, de alegría, un clima, en fin, parecido al que tiene una nación en estos tiempos, cuando lanza a su astronauta hacia la Luna. Todos se sienten un poco identificados con la suerte de este hombre. Si logran su objetivo todos se sentirán un poco partícipes de su éxito, y nadie piensa que será más grande, si no por el contrario, que se sentirá disminuido y pobre si el astronauta cae y fracasa... Y la suerte de un artista está más unida a la nuestra, viene más de nuestras raíces, de nuestra capacidad de originalidad, y vida que podría venir la gloria de un cosmonauta al que se lanza al espacio con el trabajo de sabios de todas las partes del mundo, y los impuestos sobre todos los ciudadanos. 10 de junio de 1961
  • 13. 13 UN CENTENARIO ÍNTIMO EN estos días de su centenario estuve dos o tres veces por coger y repasar los libros de Rabindranath Tagore, y un día por otro lo fui dejando. Estar con él un rato era celebrar su cumpleaños. Celebrar el siglo cumplido desde que está con nosotros, vivo, aunque hace veinte años que llegó la noticia de su muerte. Hemingway dice, hablando de Poe: «Es hábil, construye maravillosamente y está muerto.» De Rabindranath Tagore yo no podría decir nunca que ha sido hábil, ni siquiera sé ya si escribe maravillosamente, porque el concepto de lo maravilloso en las formas literarias cambia a menudo. Lo que sé es que está vivo, y que en cualquier lugar, aún en el más impensado, se encuentra su perduración, se encuentra el empujón que su poesía metió en nuestro mundo de Occidente, la savia que ha abierto nuevos cauces, algunos de ellos tan insospechados como el fuerte mundo poético de Neruda. Tagore fue para mí un encuentro de mi infancia, quizá mi primer encuentro con lo que es realmente la poesía. Neruda fue un encuentro de mi juventud, y lo conocí leyendo ese libro completamente logrado y personal, cantera de tantos poetas, que es «Residencia en la Tierra». Después de este primer encuentro de Neruda en su plenitud, tuve que buscar toda su obra, recorrer sus caminos y detenerme en ellos. Al llegar a sus primeros libros me encontré con Tagore. Y no en una influencia más o menos visible, sino en un completo calco. Neruda no se recata de esto, entre poesía original suya, en «Veinte poemas de amor y una canción desesperada» escribe poemas de Tagore con las mismas palabras de Tagore y los firma. No creo que tenga que insistir sobre este hecho, por lo demás muy poco importante para valorar a Neruda. Todo aficionado a la literatura lo ha visto o puede verlo, nada más que con repasar el libro de Neruda que he citado y «El jardinero», de Tagore. Si lo digo otra vez —me imagino que necesariamente debe de haberse dicho en muchas ocasiones— es sólo por hacer notar esta vida que Tagore tiene dentro del trabajo y la obra de los poetas nuevos. Algunos que, quizá por demasiado sabido, no se molestan mucho en conocerlo, ignoran el valor de la sustancia que el poeta indio metió dentro de nuestros creadores más modernos. Tagore ha sido traducido a todos nuestros idiomas occidentales a través del inglés, que él conocía tan bien como su propia lengua, y cuya literatura había estudiado. Fue traducido, amado y robado por los nuevos creadores, pero al hacer este robo le daban su grandeza de eternidad. Tagore se ha convertido en un patrimonio común; parece que sus enseñanzas y sus canciones fueran como elementos de la naturaleza misma de la cultura, como trozos de un interpretar a su modo. Quizá se deba esto a que ahora, en 1961, cuando se celebra el centenario de su nacimiento, las obras de Tagore se siguen editando con una continuidad que nunca se ha interrumpido desde que en 1913 obtuvo el Premio Nobel y empezó a difundirse con verdadera intensidad. Al pasar su conocimiento desde círculos restringidos de la intelectualidad de Europa a las manos de miles y miles de lectores, al gran público, Tagore fue recibido con entusiasmo por este elemento popular, como en su momento fue recibido por los grupos más exquisitos de críticos y literatos. Los niños saben sus canciones, y una, a veces, se siente ya empapada de él hasta el aburrimiento.
  • 14. 14 Tagore, que escribía en su casa de campo, a orillas del Ganges, que escribió en el retiro de su escuela de Shanti Niketan y que tomaba como primeros lectores a los niños que educaba en la escuela, creo yo que sentiría cumplido el verdadero destino de estas canciones suyas, sus cuentos y sus comedias, que han pasado a ser una posesión del pueblo universal, un canto de los niños de todo el mundo, como él mismo diría. Hace muchos años que los libros de Tagore están en mi estante particular, cerca de la mano. Desde que a mis ocho años mis padres me regalaron «La luna nueva». Están allí, en las más extrañas compañías, según mis curiosidades y mis gustos del momento. Algunos libros van pasando desde este estante a otros lugares de la casa, pero a Tagore no me atrevo a llevármelo lejos. Cuando alargo la mano para coger sus tomos es siempre para pasarlos a manos de mis hijos; su poesía está demasiado asimilada, en tantos años de amistad, para que pueda hacerme impacto. Y, sin embargo, si pierdo alguno de los libros primeros que leí de Tagore: «La luna nueva» o «El jardinero», los repongo inmediatamente en su lugar. Los necesito en mi intimidad. La presencia de Tagore, tal como lo he visto siempre en las fotografías, con sus grandes ojos de carbón líquido y las barbas y las melenas plateadas sobre su traje hindú, es un fantasma muy familiar en mi vida. Cuando la Prensa ha hablado de su centenario, ha hablado de una fiesta que me toca muy de cerca. Y yo he sentido que no podía dejar de acercarme un rato en silencio a las viejas páginas de sus poemas. Sus poemas, al releerlos hoy han recobrado parte de su frescura, perdida para mí en tantas y tantas copias con que mis ojos han tropezado tantas veces. Un poco tarde, yo también me uno a la fiesta de su centenario. Aunque nunca caí en la tentación de robarlo, él es mi propiedad y yo soy la suya, porque entre las cosas muy diversas que formaron mi espíritu, sus poemas llegaron los primeros. 17 de junio de 1961
  • 15. 15 VIAJE EN TAF EL último jirón de Madrid es este poblado de casitas que parecen sin cimientos, casitas de un pueblo improvisado con el bulto de los ladrillos transparentándose bajo la leve capa de cal y entre las casas una tierra amarilla que refracta la luz del sol. Hay algunos sembrados que conservan todavía su color verde, más casitas improvisadas, y al fin el campo ancho y lleno de ondulaciones. El interior de este tren modesto y limpio que es el Taf está refrigerado, y el brillo del día allá afuera no hace daño. Yo pienso que hace muchos años que no hago este recorrido durante el día. Muchos años. Tengo que retroceder desde los últimos tiempos en que suelo pasarlo de noche un par de veces al año —y entonces este poblado de los suburbios me parece un campo de luciérnagas, antes de meterme en la cama—, tengo que retroceder sobre la época en que solía hacerlo en avión, casi siempre con una capa de nubes debajo y, entre los desgarrones de las nubes, unas casas de juguete, unos trenes inmóviles entre los campos, tengo que saltar más allá de la juventud cuando, como Antonio Machado, iba «siempre sobre la madera de mi vagón, de tercera» hasta llegar a mi infancia, a un día de mi infancia en un departamento de tren, entre mis padres jóvenes y mis hermanos pequeños, un día que pasé asomada a la ventanilla. Y creo que hubiese olvidado ese día si no hubiese sido por un determinado momento, un instante de luz sobre las orillas de un río convertidas, entre cañas y hierbas, en charcos de colores. Y desde que he decidido hacer ahora este viaje en Taf, estoy pensando en aquel día, en aquella luz, en aquel paisaje. Quiero saber si al pasar por él, podré reconocerlo. Mientras comemos (temblando las botellas y los vasos, los cubiertos y los platos en la mesita de aluminio) estoy charlando y riendo con la persona que me acompaña. Convenimos en que el placer que yo noto apenas empiezo un viaje tiene mucho de insensato, que sería mucho más conveniente para una digna madre de familia suspirar ligeramente, mirar el reloj y pensar que las horas que faltan hasta la llegada son horas inevitablemente aburridas, pero que, por muchas razones, hay que pasarlas. Todo el mundo sabe que, excepto para los niños pequeños, un día de viaje es un día largo y perdido, y pretender a mi edad emociones de niño pequeño resulta poco menos que ridículo. En mi bolso de mano llevo libros y revistas para cuando llegue el momento en que me canse de mirar por la ventanilla el mundo que desfila. Y las caras humanas que alcanzo a ver desde mi asiento son un panorama de tranquila y educada resignación. Hay un refrán que dice: «A donde fueres, haz lo que vieres», y siguiendo el consejo del refrán, yo debería estar un poco más quieta, un poco más seria, un poco menos ilusionada. «Pero —le digo a la persona que me acompaña—, este placer del viaje, no por su final, sino por el viaje en sí, me viene ya de herencia. Es un placer que tiene sus raíces en una antigua tradición familiar. Muchas veces oí contar a mi abuela que cuando tenía que tomar un tren (en sus buenos tiempos, en que los trenes no se apresuraban demasiado en ningún caso), mi abuela prefería el tren correo porque paraba en todas las estaciones y daba tiempo a que diesen cuenta a los viajeros del cambio del paisaje e incluso de las formas de vida de los lugares que atravesaban. «Además —le oí decir un día—, el viaje en el correo duraba un poco más.»
  • 16. 16 Cuando el Taf se mete entre las tierras aragonesas, yo siento un poco de impaciencia; miro las aguas rojizas de un río —no sé si es el río Jalón—, miro las fábricas de cemento que parecen incapaces de estar movidas por esfuerzo humano alguno —más grises, más desoladas, más fantasmales que ninguna otra fábrica; miro los pueblos, que toman el color de la tierra donde están asentados, y veo los riscos, dentados y feroces, o veo los contrastes entre una feracidad asombrosa y unos yermos increíbles, unas montañas calvas, erosionadas. Y espero ya el momento de mi encuentro con el paisaje un día de mi infancia. Pero al llegar a Zaragoza aún no ha ocurrido nada. Pienso ahora en la sonata de Vinteuil y en el afán que Swan tenia en volver a escucharla, sólo por una frase de esta sonata, y se lo digo a la persona que me acompaña. La persona que me acompaña vuelve del libro que estaba leyendo, para mirarme, y así, al pronto, no sabe a qué sonata me refiero, ni quién es Swan. Entonces yo le hablo de Proust y de «A la busca del tiempo perdido». La persona que me acompaña ha leído muchas cosas y tiene el mismo oficio de escritor que yo tengo. Nuestra conversación languidece al fin envuelta en cierta pedantería. Pero yo busco aquel paisaje de mi infancia —la impresión de un minuto de paisaje—, lo mismo que Swan buscaba la frase de la sonata; con la misma inquietud de corazón, con el mismo placer anticipado e inquieto. Ahora vamos siguiendo el Ebro, que a ratos tiene un tono verdoso, lleno de luz, a ratos parece de un azul grisáceo. El Ebro desaparece durante trozos enteros del trayecto, pero después lo volvemos a encontrar. Yo veo mi paisaje dentro de mí, como aquel día. Era el trozo de un río (quizá sea este rio), que formaba un recodo. Después de aquel recodo el río venía hacia nosotros, hacia el tren. Y no me acuerdo ya si cuando yo lo vi, salíamos de un túnel entre riscos (en este caso la luz que volvía de colores los charcos era la luz de la mañana), o por el contrario, el tren se metía en el túnel abierto entre los riscos, y en este caso la luz era de tarde. Pero los charcos —esto era lo maravilloso—, como las manchas de una paleta de pintor, formaban un conjunto de colores distintos. Así los he visto todos los años de mi vida, dentro de mis ojos. No leo ni hablo. Mientras la luz va perdiendo grados, poco a poco, yo espero. Y de pronto veo ahora el recodo del río (una curva amplia entre prados llenos de luz, con las orillas de hierbas y de cañas). Un río que viene hacia nosotros, mientras el tren corre al negro agujero del túnel entre los riscos. No hay duda que este río es mi río y este paisaje mi paisaje. El río no es el Ebro; es un cauce de tierra húmeda y roja con algunos charcos plateados. Toda el agua que brilla, brilla como plata azulada. No hay charcos de colores. Este río es mi río y este paisaje mi paisaje, pero el momento no es el mismo. Mi momento no volverá más. Cuando cae del todo la tarde, yo voy leyendo una novela policíaca en el interior iluminado del Taf. Y deseo, al fin, que termine el viaje. Como a no fuese nieta de mi abuela. Como cualquier persona razonable después de tantas horas de tren. 24 de junio de 1961
  • 17. 17 EL VERANEO DEL JURADO NO se trata del título de una novela policíaca extranjera. Se trata simplemente de las impresiones veraniegas de un escritor, miembro del jurado de un importante premio de novelas, cuyo fallo se da en octubre. Se ha hablado mucho de los premios literarios españoles, mucho sobre la influencia y el estímulo que han sido para toda una generación de novelistas jóvenes del país. Se ha hablado de que estos premios orientan al público, y también de que le desorientan. Pero de algo más, algo que este jurado de un importante premio editorial descubre en estos días de verano, creo que no se ha dicho casi nada. Este jurado es una mujer, una escritora que ha publicado muchas cosas y que ha roto, después de escribirlas, muchas más. Una escritora que, desde su modestia, tiene un concepto de la literatura como de algo difícil cuyos hallazgos y bellezas aún están por descubrir para ella. Le parece que una vida entera metida en esta vocación es una vida de aprendizaje. Al aceptar este cargo de leer y juzgar a otros autores, se siente un poco abrumada por la responsabilidad. En estos primeros días de verano, también hay que decirlo, tiene sin embargo una ilusión. La lectura de estos libros le proporciona una especie de vacaciones. Puede dejar a un lado su trabajo, su continuo y desesperante trabajo de hacer y deshacer la obra propia. El verano que tiene por delante va a estar dedicado a un placer que es el mayor que ella concibe: el de la lectura reposada y en paz. Esta mujer llega a la playa, donde piensa pasar el verano, provista de su imprescindible máquina, seguida por los baúles familiares y con una emoción de aventurero que siempre le acomete cuando va hacia algo desconocido (un paisaje nuevo, una casa nueva, un nuevo color de mar y cielo, una nueva, novísima lectura). Y apenas instalada, cuando no ha tenido aún tiempo de lanzarse por primera vez al mar, llega un hombre robusto cargado de tal manera que jadea bajo el peso de un enorme paquete. «El primer envío de novelas», anuncia. Y la escritora considera el tamaño de este primer envío con unos ojos asombrados. Ya sabía ella que había muchos libros para la lectura (quizá doscientos, quizá más). Pero estos originales colocados delante de los ojos, unos sobre otros, forman una montaña. Está bien que se manden en envíos sucesivos. Todos juntos no cabrían en casa. Es entonces cuando esta mujer jurado siente una tremenda ilusión. Cree en realidad que en este país nuestro el amor por la literatura cuaja en una magnífica floración de vocaciones literarias. Un nuevo siglo de oro se avecina. No hay duda de ello. La escritora sabe, porque lo ha sufrido en su carne y en su sangre, cuánto cuesta hacer un libro. La cantidad de horas, de vida propia, que se va en un libro. La paciencia, la humildad de juzgarse a sí mismo que necesita un escritor, para que en su libro salga medianamente expresado lo que él quiso decir. Sabe, porque vive en ello, que la profesión de escritor se logra a través de una vocación que resulta muy dura... Si hay tantos y tantos escritores que sus libros llegan a formar esta montaña, quiere decir que hay un conjunto de ascetas espirituales capaces de levantar una época.
  • 18. 18 La escritora en estos primeros días de verano se pone a leer. Lee en la playa, lee en casa cuando todos duermen en el calor de la siesta, lee en la noche cuando se encienden las fogatas de San Juan o cuando se oyen los cohetes de la verbena de San Pedro. La escritora va descubriendo, de cuando en cuando, un libro que efectivamente indica la vocación literaria de su autor, y encontrará quizá un libro genial. Quizá, si tiene suerte, más de un libro genial. Pero lo que realmente descubre en estos días de verano es una cosa en la que nunca había pensado. Descubre que hay un sector de público muy alejado de la literatura (tan alejado de ella que ni siquiera lee), que también escribe para los concursos literarios. Lo descubre al principio con estupor, luego con calma, porque ha comprendido la causa. Hace algunos años, cuando —como sucede ahora— había escritores ricos y escritores pobres, escritores con éxito (que podían ser o podían no ser escritores ricos) y escritores sin éxito (que podían estar o podían no estar cargados de riquezas)... Hace algunos años la imagen del escritor, para este sector del público al que la literatura interesa muy poco, era la imagen de un ser famélico y bohemio que, alguna vez que otra, alcanzaba lo que se llama «gloria literaria». Gloria que para este público era, además, casi siempre póstuma. Hoy, que, como dije antes, los escritores siguen siendo ricos o pobres, con éxito o sin él, la imagen popular del escritor se ha modificado. Se considera que el escritor es un señor que puede alcanzar dinero y posición social de un golpe, como a quien le toca la lotería. Una cosa así. Las grandes fiestas literarias en que se dan los premios más importantes, y que difunden el cine, la televisión y los periódicos, contribuyen a ello, como también el anuncio anual de la cifra en que consiste el premio. Esto encandila a muchos. Encandila a gran parte dé aquellos que conociendo las reglas gramaticales no se sienten menos listos que los novelistas que han sido premiados (así como aquel que tiene, dinero para comprar un billete de lotería no se siente con menos probabilidades que otros para ganar el premio). Así, con esta idea, hay muchos que se sientan un día delante de la máquina o dictan a una mecanógrafa y ven con satisfacción que les sale una novela, a su juicio tan bordada como cualquier otra. El caso es llenar trescientas páginas. Hay quien se, entusiasma y llena hasta ochocientas y hasta mil. Para esta clase de gente (bendita sea su inocencia) escribir es tan fácil cuando se está haciendo una novela, como cuando se está rellenando un boleto de quinielas de fútbol. Desde luego se pierde más tiempo, es algo más pesado y se puede ganar menos dinero; pero en cambio-, «si toca el premio», hay la posibilidad de «la gloria», que ni siquiera en estos tiempos modernos está descartada, y la posibilidad de un oficio que para ellos es tan fácil y que les parece bien retribuido. Esta escritora, miembro del jurado, está aprendiendo en su veraneo una cosa nueva. Está aprendiendo la curiosa sensación que da enterarse del juicio de los otros sobre uno mismo. Ella, que en estos meses de verano está tratando de juzgar y calibrar la obra de los otros, ahora se siente juzgada como escritora. Y por la gran mayoría se siente juzgada así: una mujer con suerte, que lee y lee sin parar, porque en su día fue leída y ganó la quiniela. 1 de julio de 1961
  • 19. 19 APUNTES SOBRE JUAN REBULL CONCHITA y Juan Rebull me enseñan Cataluña. Muchas veces lo han hecho. Vamos en el coche, dando un paseo, hacia Tarragona. Vemos los algarrobos grises y verdes sobre la tierra roja, cultivada desde siglos, vemos las manchas oscuras de los pinos junto a la ancha raya pálida del Mediterráneo en la tarde. Las masías, aisladas. —Estamos buscando una masía para vivir en ella este verano —dice Conchita—. Una verdadera casa de campo, grande, aislada, donde Juan pueda trabajar. Juan Rebull es escultor. No pretendo hacer ningún descubrimiento al afirmarlo. Las obras de Juan Rebull están en los museos. En calles, en casas particulares. Dentro y fuera de España. Él es uno de los grandes escultores de todos los tiempos que ha tenido nuestra patria. Un escultor necesita espacio para su trabajo, para los grandes bloques de piedra o mármol. Y unas vacaciones de verano sin trabajo, para Rebull son el aburrimiento. El traslado del taller, desde el jardín de su casa de Barcelona al campo, constituye la novedad de las vacaciones. A Rebull le gusta sentir alrededor la vida de los hombres que trabajan la tierra. Los animales. La fruta en los árboles. El olor de la paja y del agua corriendo en el calor del día. Juan Rebull es hijo de esta provincia de Tarragona. Es alto y delgado, con la agilidad y la fuerza de los hijos del país. Esta misma agilidad, no sólo de cuerpo, sino de espíritu; su sentido del humor, que hace chispear sus ojos, y la profundidad de su pensamiento, le hacen una persona abierta y universal. Aunque Rebull no fuese el gran creador que es, yo consideraría una suerte su amistad, pues su personalidad humana basta para convertir ésta en algo excepcional. Me hubiera sentido igualmente feliz de que una circunstancia casi familiar (el matrimonio de Conchita, una de mis amistades más queridas de los tiempos de Universidad) hubiese unido en una amistad profunda y sincera nuestros dos hogares. Me hubiera sentido igualmente contenta de este paseo por los campos de Tarragona y de que los hijos de mis amigos jugaran con los míos esta tarde en la playa. Pero si Juan Rebull no fuese uno de los grandes artistas de nuestro tiempo, yo no estaría ahora escribiendo para todos estas impresiones del día. Me gustaría poder transmitir transmitir esta impresión de serenidad, de fuerza, que da el contacto con un ser humano que vive logrando algo grande y auténtico y oírle hablar de su concepto del arte y del trabajo. Si os acercáis a un artista mediocre y oportunista, pendiente de la opinión pública, de la propaganda y del éxito momentáneo, creo que probablemente os contagiará su nerviosismo y os hablará con pedantería y prosopopeya. Os informará quizá que en arte nada tuvo validez hasta el momento en que él intervino. Y quizá eche una mirada de soslayo a vuestro vestido para ver si corresponde al que debe llevar aquella «clac» cuyo aplauso le interesa en el día. Para acercarse a un artista grande sólo hay, creo yo, dos caminos: el de la verdadera validez de nuestro pensamiento, de la talla interna vuestra, o el que yo he seguido para llegar a Rebull, que es el de la simpatía humana y la humana
  • 20. 20 amistad. Un hombre grande, es siempre sencillo. Puede ser amigo de un niño, del hermano lego de un convento, de un labrador, de un obrero, de cualquier ser auténtico, tanto como de un genio. A Rebull, en casa, no le ha importado entrar en la cocina para ayudar al arreglo de una mayonesa que se cortaba, no le ha importado atender con interés a las preguntas de los niños sobre la mejor manera de construir un castillo de arena. Y nos ha hablado con la misma naturalidad de unas representaciones infantiles (en las que él hizo de actor, disfrazado de lobo) que de su trabajo y del trabajo de los demás. Rebull desconfía en arte de la brillantez, del éxito fácil, de la habilidad que se asimila al «estilo del día». En arte no hay día, como no sea el largo día de la humanidad entera. No es artista el que tiene sólo habilidad en sus manos para imitar y coger aquello que priva en el instante. No es artista el que habla agresivamente de todo lo que no le parece que pueda asombrar en el momento. El artista no tiene por qué ser agresivo. Ya es agresiva la obra de arte en sí. Toda obra de arte causa un impacto y puede contribuir a crear una nueva sabiduría, un nuevo descubrimiento en el trabajo. Pero en la vida de un verdadero artista de un verdadero creador, su obra más importante, la que quizá recoja toda su sabiduría, es siempre una obra en la que al hacerla no se pensó que pudiera ser el éxito ni la cumbre. Una obra en que el artista no intentó más ni menos que en otras, pero en que sin saberlo expresó mejor, más sencillamente, lo que llevaba dentro. Una persona amiga, dice en esta conversación, cuántas veces se ha indignado con el comentario oído delante de la sencillez de una obra genial: «Eso lo haría yo también». Sin pensar el comentarista los años de trabajo y la sabiduría que se han necesitado para este logro. —Para un logro o para un fracaso —dice Rebull—... En el fondo es lo mismo. Lo importante es el intento de dar lo que es nuestra medida, sin deslumbrarse por la medida o el éxito de los demás. Sin descorazonarse por la inhabilidad. Rebull cree que el ser inteligente, en principio, no es hábil. Muchas veces ha visto la inhabilidad en las manos de un discípulo, al mismo tiempo que un sentido del volumen, un deseo de expresión que le hacen conocer en él al verdadero escultor. «Y el ser que lleva algo dentro para plasmarlo, que tiene esa voluntad absoluta que da el sentir dentro la verdadera vocación, plasmará aunque no tenga manos.» Esta lucha constante entre el cerebro y la mano es la formación de un artista, es su aprendizaje de cada día. Y su premio. Porque para lograr el amor de esta lucha, el artista tiene que ceñirse a su tarea, embeberse en ella, desoír el halago fácil del éxito en otras derivaciones de su actividad que no son lo suyo, encontrar esta humildad de cada día, disponiéndose cada día a aprender. Indiferente a todo lo que pueda apartarle de su camino. Interesado por todo lo que él encuentre auténtico y vital. Por eso, Juan Rebull, en este paseo de la tarde va buscando una gran masía entre los campos, donde quepa su taller de escultor, para pasar allí las vacaciones. El goce de la vida y el trabajo son para él lo mismo. El éxito es sólo una aportación del espíritu humano, a lo largo de toda su vida, a la gran vida de la humanidad. 8 de julio de 1961
  • 21. 21 CINE DE VACACIONES UN toldo de focos luminosos nos separa de la noche. Sentimos el fresco del mar. Un poco más allá de la pantalla tiembla un trozo de rama de árbol, con las hojas llenas de luz. El aparato proyector zumba como un mosquito gigantesco. Como uno de los mosquitos de estas noches de julio, mil veces maldecidos. Los chiquillos, y más que ellos los jóvenes en vacaciones, gritan y patean, silban y aplauden. Casi no se por qué estoy entre ellos ni por qué estoy mirando con esa atención embobada un viejo film del Oeste tan cortado que logra la ilusión de los novelistas de vanguardia: el lector —en este caso, el espectador— debe poner de su propia sustancia gris, de su propia imaginación, lo que allí falta de argumento y de coherencia. A veces la pantalla queda en blanco durante irnos segundos y arrecian los pateos. Este ambiente, esta cinta donde sonríen actores que ya han muerto, este entusiasmo y esta broma me resultan a mi llenos de fantasmas. Por un momento, durante la escena de una doma de caballos, me parece que estoy en otro lugar; el aire fresco de la noche se hace espeso en un local cerrado y huelo a zotal y a las botas de los “militares”. Me voy hacia atrás en el tiempo, a una época más antigua que la época, ya pasada, en que se hizo esta película. Me encuentro en el cine de mis siete años: en la sesión de los domingos, a las tres de la tarde, en el Pabellón Recreativo de Las Palmas. No creo que quede rastro de aquel Pabellón Recreativo, donde los niños vivíamos con aquellas películas del Oeste unas horas de la época de la caballería andante del cine. Cada domingo recibíamos allí una ración de heroísmo y admiración, tan necesarios a nuestras vidas como el pan y la sal. Nada más entrar en aquel barracón que era el cine sentíamos el hormigueo de la ilusión que no nos dejaba estarnos quietos. Los novios de nuestras niñeras—siempre soldados— nos regalaban pirulís, que chupábamos sentados en los largos bancos de madera, moviendo las piernas con impaciencia. En un momento determinado nos uníamos al gran pateo que conmovía todo el local. Pero de pronto empezaba el espectáculo. La gran emoción colectiva se traducía en un suspiro. Estábamos esperando el caracoleo de un caballo y los disparos al aire que anunciaban al héroe. Le llamábamos “el muchacho”, y era quien más valía. Era a aquél a quien veníamos a ver, sin duda alguna. “La muchacha” resultaba un pretexto para sus proezas, una ocasión de que él demostrara su fuerza, su bondad, su genio invencible. “La muchacha” era víctima indefectible en las garras de “los bandidos”. La veíamos atada y amordazada sobre un polvorín al que, a través de una mecha kilométrica, se acercaba lentamente la llamita asesina. O atada y amordazada en el espantoso subterráneo al que dejaban entrar el agua poco a poco hasta que ella —con sus rizos sobre la frente, con grandes ojos girando sobre la mordaza— se ahogase sin remedio. Un silencio esperanzado envolvía estas escenas. Sabíamos que tenían que producirse. Pero el héroe —lo sabíamos también— llegaba siempre a punto, entre nuestros aplausos de entusiasmo. No sé hasta cuándo hubiera durado mi vida de espectadora entusiasta y confiada si no hubiese tropezado un domingo con un film en el que al director se le había ocurrido avanzar un poco en realismo, con una escena bochornosa.
  • 22. 22 No fui yo sola. Todo el local se sitió avergonzado y silbó y pateó al héroe aquel día. Había ocurrido algo increíble. “El muchacho”, en uno de los lances, cayó bajo un armario inmenso. Formaba parte del juego, y de momento no nos inquietamos. “El muchacho” había caído muchas veces bajo rocas, entre cercos de enemigos, en medio de llamas, pero era invencible. Lo del armario resultaba una nadería. Esperábamos ver la sacudida de sus hombros robustos sacándose de encima el peso como si se tratase de una lluvia de paja... Y aquello no ocurrió. El héroe boqueó angustiado. ¡Necesitaba auxilio! Se había quedado débil como un gato, como una niña... Y tuvimos que ver cómo le auxiliaban y cómo gracias a sus amigos salía del trance... Para mí fue como un fraude. Aquella escena vergonzosa entenebreció mis siete años con la primera duda sobre la omnipotencia masculina, sobre el poder de un caballista valiente y enamorado para resolver sólo toda clase de dificultades. Creo que estuve rumiando toda la semana esta angustia, esta primera verdad descorazonadora de que también un héroe puede ser débil en un momento determinado. Hubiera dado algo por no saberlo, por seguir creyendo. Pero ningún domingo más pude seguir con absoluta confianza las hazañas de los caballistas. Y en el momento del aplauso y de la pasión, en el momento en que los héroes corren a salvar a la amada echados sobre el cuello del caballo, golpeados por el viento y sin perder jamás el sombrero, en esos momentos yo no aplaudía como todos. Estaba sola entre los otros entusiasmos, los dedos apretados contra el banco, el ceño fruncido, oyendo dentro de mí una vocecilla fría: “Está muy bien todo eso... Pero ¿y si a éste le hubiese caído encima aquel armario?” “Este tampoco podría...” Aquel armario pesó sobre mi propia cabeza muchas veces durante el tiempo de la desilusión. Durante el tiempo que va desde saber que hasta los héroes son débiles, hasta el tiempo en que se comprende que hasta los débiles pueden ser héroes en cualquier momento. El tiempo que ha sido desde que yo era una chiquilla espectadora, entre un público de vacaciones domingueras, hasta este tiempo en que soy espectadora en un cine de vacaciones de verano. El tiempo transcurrido desde que oí aquellos aplausos, aquellas exclamaciones a las que por primera vez me sentía ajena, hasta esta noche en que los oigo desde una línea sin edad, donde no soy ajena a nada. Al terminar la película salimos los niños y yo al borde de la playa. Ellos hacen comentarios y tratan de reconstruir el argumento por encima de los cortes y los fallos. Algunos me piden explicaciones mientras andamos. Yo las rehuyo. Y se van dando cuenta de que no me he enterado de nada. “Parece que hayas visto otra película.” Y yo no sé cómo explicarles que, en efecto, así ha sido. No les explico nada. No lo comprenderían. Ellos están ahora haciendo de las emociones su tesoro, escondiéndolas, como la ardilla de Katherine Mansfield, “para el largo invierno en que las volverán a descubrir”. Yo estoy en el momento de ese invierno, de ese segundo descubrimiento de la vida en que, delante de una película del Oeste, podemos ver otra película del Oeste que recogimos y guardamos en la memoria en el tiempo de atesorar y de esconder. 15 de julio de 1961
  • 23. 23 EXCURSIÓN A LA CIUDAD ¿SE acuerdan ustedes de los días de excursión? Me refiero a los días en que ustedes y yo éramos muy jóvenes y nos las arreglábamos solos para ir al campo. ¿Se acuerdan ustedes del color del cielo sobre las calles cuando íbamos corriendo a coger el tren? Desde la noche antes, mientras hacíamos los preparativos, había comenzado la alegría. En mi caso, los preparativos eran pocos. Casi no tenía nada más en el mundo que una falda y un jersey y esta alegría. Ni a ustedes ni a mí (en el caso de que ustedes hayan tenido también esa suerte de que su juventud no fuera fácil) nos arredraban los terribles trenes de la posguerra, llenos, hasta tener que entrar algunas veces por las ventanillas, y con aquella máquina de carbón que nos regaba de hollín generosamente. Después de un día al aire libre, fuera de mi vida habitual, yo he llegado a dormirme de pie, a la vuelta, en un pasillo de tren atestado de compañeros excursionistas, de soldados, de las mujeres del estraperlo y de sus grandes cestas y maletas, que desaparecían misteriosamente antes de llegar a la estación de término. Hoy he querido un día de excursión, un día fuera del orden de la vida, fuera de los movimientos repetidos, del cansancio de la paz casera; pero estamos de veraneo y la excursión tuvo que ser a la ciudad... El color del cielo era el color del principio del día, como en todas las excursiones. Y la emoción de los primeros pasos en las calles dormidas —las calles del pueblo— y la expectación del viaje en el trenecito eléctrico que me llevaba por los campos de viñas, junto a la raya del mar, donde se levantaba el sol. Pasaban en el amanecer los pinos y las tiendas de colores de los “campings”, los pueblos blancos, las fábricas de color cemento; más pueblos y más campos, más trozos de mar. Después una tristeza grande, conmovedora, de casas altas, ennegrecidas. Miles de ventanas, jirones de ropa tendida en patios. La cabeza soñolienta de una anciana entre los tiestos de la ventana de su cocina. El trozo de una calle sombría y un niño arrastrando por la calzada su bicicleta. Los arrabales de la ciudad. La llega da a otro mundo. El descanso para los seres humanos tiene distintos significados. “Mi descanso es pelear”, dice el guerrero. “Mi descanso es volver a mi casa”; “mi descanso es tumbarme en una poltrona bajo los pinos”; “mi descanso es leer”... Pero el descanso mío es éste: una excursión. Un cambio de ambiente. Cuando llevo mucho tiempo sin salir del asfalto, sueño con hierba, sueño con el agua del mar y las arenas de una playa. Cuando estoy mucho tiempo entre el aire puro y el silencio, necesito ver la ciudad. Esta es una ciudad que he visto muchas veces. Una verdadera ciudad de excursión, cuya vida no he vivido, sino que he contemplado en distintos momentos. No sé cómo explicarlo. Es distinto llegar un día a un campo que se ha cultivado, cuya vida se ha seguido haciéndolo producir, que llegar al campo de una excursión, con casas y con árboles y campos labrados, que son una parte del paisaje solamente. Algo que está allí para nuestros ojos, nuestra sensibilidad y nuestro recreo. Si en ese campo queda una parte nuestra, queda de distinta manera. Si lo volvemos a ver, siempre será distinto; no porque haya cambiado desde que lo dejamos, sino porque no nos dio tiempo a verlo todo en un día de paso.
  • 24. 24 Esta ciudad es distinta siempre para mí. He llegado a ella varias veces por mar, como la vez primera. He llegado a su puerto a medio día y en amaneceres húmedos, en que los muelles y las grúas van saliendo de la niebla como fantasmas, y entonces he pensado en los amigos que encontré en la primera llegada y que se desvanecieron también entre la niebla. He llegado en avión y en tren. Y siempre he vuelto a irme. Nunca he laborado con su vida, ni puse una casa, ni planté un árbol, ni tuve un hijo aquí, aunque aquí he nacido. Pero también nací de paso, como un gitano, como un vagabundo. Y por eso la ciudad está; siempre me guarda su misterio, su aventura de descubrimientos, que nunca se pierden. Es como un campo de excursión, que siempre tiene una luz nueva, una nueva perspectiva. Hoy he llegado a la ciudad sin otra intención que la del descanso entre el ruido de sus calles. El descanso del silencio y del rumor del mar. He llegado a esta ciudad, como a otra ciudad cualquiera, ansiosa de tranvías y autobuses y gente indiferente, distinta; gente que no está de veraneo. Vista así la ciudad, es sólo una ciudad del mundo, sin recuerdo alguno. Y, sin embargo, no me puedo librar de sentir que esta luz húmeda y espesa es distinta a otras luces de otras ciudades, y las persianas de hierro de sus casas, más sólidas, tienen distinta personalidad que otras persianas. No me puedo librar de reconocer en la arquitectura de Gaudí, en ese sueño barroco, coloreado y espeso, una raíz profunda, una raíz que sólo tiene esta ciudad… Pero es distinto venir de paso a una ciudad que pasar un día de excursión en la ciudad que sea; y poco a poco me libero y descanso. Sólo soy una mujer que viene del campo y se extasía con los escaparates y los colores, con los cafés repletos de gente, con los grandes quioscos de periódicos, con los carteles de los cines, con el aire ajetreado de las amas de casa y los trabajadores, con el aire despistado de los turistas, en calzón corto, que miran, ansiosos y apenados, los grandes pilones de las fuentes públicas, donde no se atreven a bañarse. En la excursión a la ciudad se hace todo lo contrario que cuando uno vive en la ciudad en verano. Y yo vagabundeo por las calles a la hora en que están más vacías, cuando detrás de las persianas entornadas los ciudadanos se reúnen alrededor de la comida en la penumbra. Tomo un refresco al aire libre —libre y caliente—, bajo la sombra pesada y soñolienta de los árboles ciudadanos; entro en el ambiente refrigerado de unos grandes almacenes, subo y bajo escaleras mecánicas; siento la misma ilusión, comprar chucherías baratas —tan caras, porque nunca sirven para nada— que cuando en la excursión del campo cojo esas flores de los riscos que luego llegan marchitas a casa. Huyo de los viejos y bellos barrios, más silenciosos, y de los museos y de la paz. Mi bolso se llena de libros sobre los pequeños paquetes de cosas inútiles y caigo además en la tentación de comprar una guía, donde se explica el recorrido de los autobuses y los tranvías ciudadanos. Busco en el periódico la cartelera y me alegro de que sea tan grande. Mis ojos reciben un baño de civilización, de vida artificial, de seres humanos dispares, que se reúnen en el borde de las calles esperando la luz verde del paso.
  • 25. 25 Y cuando cae la gran noche luminosa, con sus anuncios de colores, y el rumor se hace distinto y las ventanas de las casas se abren presentando el pequeño teatro de los hogares, yo estoy cansada, con un cansancio dichoso y bueno, un cansancio que me vitaliza y me despierta y que quedará algunos días dentro de mí, fuera de mí, en mi alegría, como quedaba en mi cara el sol de las excursiones de mi adolescencia. En el tren que me lleva a la paz y al silencio del pueblo tengo ganas de dormirme con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento. Pero ya no soy tan joven. Miro las luces lejanas en la noche oscura con un sentimiento de haber cumplido totalmente el día de vacaciones. Pero no me duermo. 22 de julio de 1961
  • 26. 26
  • 27. 27 “UN LUGAR AUTÉNTICO” —Lléveme a un sitio donde pueda descansar un par de días. Un sitio sin gente y al mismo tiempo muy cómodo. ¿Sabe usted de algún lugar así? El chófer del taxi dice que sí sabe. Habla de un lugar paradisíaco, con mucha agua y mucha fruta y mucha calma. Un hotel donde se puede encontrar silencio y le atienden a uno a la perfección. Miro hacia mi bolso instintivamente. —Bien de precio —me anima el chófer desde el espejo retrovisor. Confieso que no le creo, aunque me agrada que no ponga dificultades. Parece demasiado bueno el asunto; todas esas ventajas en plena estación veraniega y en una excursión improvisada. Estoy desconfiada como un gato subido en un farol y con un perro ladrando abajo. Esto se llama experiencia. El coche corre entre campos ricos y bien labrados. La carretera asciende entre el aire caliente del mediodía. Comienzan las curvas y los barrancos. Pinos, higueras y viñas. El chófer habla, pero no puedo oírle porque la radio está funcionando y el altavoz suena detrás de mi nuca. Aumenta la desconfianza. Voy huyendo de las radios portátiles que quitan el rumor del mar en las playas. Pero algo que se parece a la esperanza me hace aguantar con estoicismo esa música en las orejas. Además, el viaje no es muy largo. Subimos hacia lo que parece una antigua fortaleza, con muros que la luz enrojece entre el verdor de una colina. Una pequeña carretera y la puerta de la fonda. —Estamos en Santes Creus. No sabía que iba a llegar a Santes Creus. No tenía idea de que iba a visitar la tumba de Roger de Lauria y de Pedro el Grande. La sorpresa es buena y sigo al chófer a pesar del impulso que me hace recular delante de la puerta de la fonda. Tengo toda clase de experiencias, literarias y vividas, de las fondas. Y yo quiero un lugar de descanso. No quiero olor a cocina desde por la mañana ni oír voces a través de los tabiques. En realidad, por dos días, me parece preferible que no se cumpla la condición de “buen precio” con tal de que se cumplan las demás. Pero al entrar le doy las gracias al chófer. Ha ocurrido el milagro de que un exterior sencillo oculte un interior cómodo y bueno. Los pasillos parecen salones con los suelos brillantes. Los grandes ventanales, con persianas modernas entrecerradas, dejan pasar la brisa sin el calor del día. La habitación es cómoda, simple, rigurosamente limpia. La ducha funciona. El comedor tiene paredes pintadas de claro y sobre los manteles blancos se sirve una comida perfecta, apetitosa y sencilla. Mi admiración llega a estar fuera de lugar. Admiro simplemente algo que es como debe ser. Admiro que no haya fraude. Admiro esta fonda acogedora como se admira a un católico que tiene espíritu universal, a un comunista que desee repartir su lujo hasta quedarse sin él con los demás, a un cristiano que posea la sencillez, la comprensión y la bondad de amar al prójimo como a sí mismo. Estoy admirando esa cosa difícil de, encontrar en algo lo que ese algo dice ser.
  • 28. 28 Cuando salgo por la tarde a recorrer los campos que rodean el monasterio me siento más ligera que cuando llegué. Me he descargado de la desconfianza, que ahora me parece la madre de todos los males. El cielo azul brillante, que se tiende como un pañuelo abombado, desde un risco a los montes de pinos, me parece el cielo de la infancia, sin acechanza alguna. El monasterio, en el crepúsculo, resulta muy hermoso y lo domina todo: los sembrados, los bosques y la paz. Todo el pueblecito de Santes Creus está unido al viejo monasterio, está incrustado en él, viviendo entre su sillería. El aire es limpio y el agua de las fuentes está fría, como en las cantigas de Gonzalo de Berceo. Por la mañana tiene uno ganas de romper a cantar, y la visita de la iglesia de la abadía, de las tumbas gloriosas, de las estatuas carcomidas, es como un rito al que no empuja obligación alguna, sólo una alegría especial. Esa alegría de vivir que a veces uno pierde sin saberlo hasta que la encuentra. Después llego a los claustros silenciosos. Seis siglos de vida, un siglo de abandono, unos pocos años de cuidado, han hecho que sea como es. Las paredes se han desnudado de pinturas. Todo lo que es belleza es sólo belleza de piedra y formas. La sala capitular está vacía, con las tumbas de los abades. La enorme cocina conserva sus pilones de piedra y una mesa que parece un peñasco erosionado. La bodega deja ver la panza de dos enormes toneles que tienen más de un siglo. La mazmorra no estremece ya, aunque existió, contra la idea idílica que un profano pueda tener de un antiguo monasterio. La mazmorra existió, como un anuncio realista de las penas de otra vida, bajo los cantos litúrgicos y el trabajo, conviviendo con la santa humildad y la fe. Los capiteles de las columnas del primer gótico catalán no se asombran de ello: representan casi siempre la imagen de los pecados de los hombres mezclados en una lucha constante con sus mejores anhelos y realidades. No me imagino que los monjes que levantaron el monasterio viviesen ni por un momento de espaldas a esta verdad. Lo mejor y lo peor que una vida pueda dar de sí puede imaginarse de sus vidas viendo estas piedras. Pero no creo que existiera en los fundadores ni un vestigio de ñoñez. Lucharon duramente, mejorando a su alrededor la vida de los campos. Se equivocaron interviniendo en lances políticos: pero la llama que ardía dentro del recinto les hizo volver siempre a su autenticidad. La gran biblioteca de las horas de paz se ha perdido. Los siglos volvieron polvo los cuerpos de tantas vidas. Los cuerpos se mezclaron con la tierra del viejo cementerio subiendo en la savia de los cipreses enormes; pero uno siente que no fueron vidas en vacío las que aquí se vivieron. Queda algo de todas ellas. Dieron lo mejor que hay entre estas piedras. Se parece este algo a un hechizo de la luz; pero es más que eso, porque la luz cambia las sombras y los colores, y ese espíritu de autenticidad está pegado a la arquitectura del lugar, inmutable. Se mete en el alma del que está callado recorriendo estos claustros. Está en la sombra fresca y en el calor del sol, en la sensación de descanso profundo que nos rodea El alma del monasterio vive para nosotros y nosotros vivimos en ella.
  • 29. 29 Henry Miller habla del alma de la antigua Grecia en los lugares de oración. Lugares en que se encuentra la salud perdida, la perdida verdad. Grita su hallazgo con un grito que quiere estremecer toda la vaciedad de un mundo que no piensa ni siente. En Santes Creus los gritos están lejos. Entre la gran armazón de edificios exteriores 1os claustros encierran ese lugar de salud y de oración formados por las vidas y las aspiraciones que dejaron su huella en los siglos. Y expanden esa salud por el paisaje buscado para esas vidas, por la luz y por las piedras. Las horas no tienen valor aquí. Al salir de esto lugar uno no sabe bien si han pasado dos minutos o dos siglos. El pueblecito resulta igualmente callado. Hay una sensación de que, sin embargo, las cosas son diferentes: más claras, más sencillas, más buenas. Y la vida, distinta. He visto algo al pasar que me lo afirma. Algo sin importancia. No sé qué es, y vuelvo sobre mis pasos. Al fin lo veo. En la sombra de la llamada Casa del Abad —una pequeña maravilla—, donde está el buzón de Correos, hay un gran perrazo blanco tumbado. Un gatito pequeño juega con la cola del perro y la mordisquea. Cuando el perrazo se vuelve, abriendo su boca, el gato no huye. Los dos juegan. 29 de julio de 1961
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  • 31. 31 UNA FAMILIA DE GATOS TENGO mala memoria, y además me molesta extraordinariamente lanzar citas extrañas para apoyar mis observaciones; nunca llevo conmigo un fichero, ni tampoco la biblioteca, donde recuerdo, poco más o menos, donde tengo que buscar aquello que una vez encontré y que me hace falta. Y ahora, además, se trata de algo tan poco erudito como contar la historia de una familia de gatos. Una familia que me enseñó gran parte de lo que sé de los azares de la vida y las distintas psicologías de los seres. Me parece que era Aldoux Huxley (he empezado hablando de mi mala memoria) quien recomendaba a un novelista en ciernes que se encerrara unos días en su casa con una pareja de gatos. El novelista quería hacer un gran viaje al otro lado del mundo para escribir luego una historia de amor en un país exótico. Huxley le decía que si después de haber observado las reacciones de los gatos, sin salir de su casa, no podía escribir la misma historia, debía renunciar a ser novelista. Cuando yo escribí mi primera novela —sin haber leído el consejo de Huxley—había observado mucho a los gatos. Desde luego, sin ninguna intención utilitaria. Los observaba lo mismo que respiraba el aire, o nadaba en el mar. Y ni siquiera lo hacía de manera consciente. Me gustaba perder el tiempo con ellos, y, además, los quería. La historia de aquella familia empezó por “Pachota”, una gata atigrada que encontramos en el chalet donde fuimos a vivir cuando yo tenia once años. “Pachota” se llamó así por mi mala memoria. En realidad, yo hubiera querido darle el nombre de “Pichota”, como una gata de los “Episodios Nacionales” (“Gerona”), pero no recordé el nombre exactamente, y cuando me convencí de mi error ya era tarde, y “Pachota” era “Pachota” sin remedio. Era muy fina, delicada y amable. Se introdujo en la casa casi sin sentir. Se hizo amiga del perro y nos miraba con unos ojos verdes, dulces y desamparados. Ya la queríamos mucho cuando mi padre, al abrir el cajón donde guardaba su tabaco, hizo una mañana el terrible descubrimiento: “Pachota” había escogido aquel rincón incómodo entre los puros y los botes de tabaco de pipa para que nacieran tres gatitos. A mi padre le dio un asco tremendo, pero a los demás nos hizo gracia. Trasladamos a la madre y los hijos a un rincón del jardín, abrigado y techado bajo un alero de la casa, en un hueco entre las raíces de las enredaderas, y allí, sobre un cojín, “Pachota” amamantó a sus hijos. No le molestaba que los cogiéramos y que jugáramos jugáramos con ellos. Era una madre muy especial. Le aburrían las crías, y si nos íbamos a acompañarla y a hablarle, se marchaba a paseo, dejándoles mayar desconsoladamente. Los gatitos se llamaron “Miqui”, “Titina” y “Telia”. “Miqui”, el único macho, era el más débil. Yo le protegí, casi ayudé a su crianza artificialmente, y se hizo el más robusto. Tengo que decir que era feo, chato, negro con manchas blancas. A sus hermanas las regalamos, pero “Miqui” se quedó en casa, con “Pachota”. Era mucho más grande que ella.
  • 32. 32 De “Titina” no volví a saber nada. Creo que fue una gata burguesa y protegida, con una vida vulgar. “Telia” fue abandonada por sus dueños al terminar un verano. Se convirtió en una hermosa gata salvaje. A veces la veía cruzar por los jardines vecinos. No había confusión posible. Su piel era muy extraña: blanca, -con algunas manchas atigradas. “Miqui", al llegar el invierno, se olvidó de que “Pachota” era su madre, la trataba con familiaridad, como a una compañera. En realidad, creo que él pensaba que su madre era yo. Todas las tardes, al volver del instituto, le encontraba esperándome, subido en lo alto del muro del jardín de la esquina. Saltaba a mis pies y se frotaba contra mi, luego, en dos saltos, llegaba a nuestra casa. Durante la hora de estudio le tenía en mi cuarto, ronroneando entre mis papeles o jugando con mis lápices por el suelo. Si él llegaba tarde, comenzaba en voz baja una serie de mayidos especiales, hasta que le abría. Al llegar la primavera, en las noches de lima grande, hemos saltado juntos por el jardín, poseídos de una alegría especial. Una alegría que, según Graham Greene, sólo tienen los hombres primitivos del centro de África. Una alegría de esa luz de la luna, mágica y caliente. “Miqui” era mi gran compañero. Un verdadero amigo. “Pachota” nos veía jugar con una soberana indiferencia. A veces, “Miqui” desaparecía algunos días. Siempre volvía con arañazos, que le curé una y otra vez. Era casero, bueno y amable. Nunca robó nada en la casa. Ninguna de las golosinas que le tentaban a “Pachota”. Cuando me dijeron, que en las casas vecinas estaba fichado como un gato ladrón que robaba palomos, no pude creerlo. En nuestra casa, los pollos dormían tranquilos en su gallinero, y estaban mucho más a mano. En las tardes desoladas de invierno, cuando los chalets vecinos se quedaban vacíos, he visto reuniones de gatos en la casa de al lado. Eran reuniones periódicas, puedo jurarlo. “Miqui” y “Pachota” iban a ellas. Una vez conté más de veinte gatos, que fueron llegando desde distintos puntos y entrando en el jardín solitario. ¿Por qué no salté yo también las tapias? Creo que por pudor; también por miedo de espantarles. Si ellos tenían su club, su vida social, había que respetarles. Ningún daño podían hacer en la casa de los vecinos, cerrada y vacía, y a mí me gustaba imaginarme aquellas reuniones. A veces le hablé de ellas a “Miqui”. Ronroneaba, haciéndose el indiferente. Quizá hubiera roto su secreto por mí si yo hubiese comprendido del todo su lenguaje. Era como lo de aquellas malditas excursiones por los palomares vecinos, de las que también guardaba el secreto. “Miqui” tenía su comida en casa..., ¿por qué, entonces?... No había manera de hacerle comprender nada. O no quería comprender. En casa era perfecto. ¿Entonces? Yo era como su madre, le acogía, le reñía, le acariciaba. Pero una parte de su vida no tenía derecho a saberla. Ningún derecho... En verdad, recibía de él toda clase de muestras de consideración. Una vez, en el jardín, vino a traerme en la boca algo que se movía: un ratoncillo vivo que dejó a mis pies... Logré salvar al ratón. “Miqui” quedó nervioso, moviendo la cola, desolado… ¿Quién entiende del todo a los que quiere?... Ni “Miqui” a mí, ni yo a él. Y, sin embargo, cuando hecho un gatazo enorme ronroneaba en mi falda, como cuando era pequeño, yo sentía una paz más grande, mirando la luz de la tarde sobre los nispereros del huerto, que cuando estaba sola.
  • 33. 33 Cuando llegó el verano vi a “Telia”, la hermana de “Miqui”, entrando muchas veces en el jardín vecino. No en las reuniones periódicas, de muchos gatos. Iba sola y como recelosa. Se lo dije a los vecinos que acababan de llegar. Y de pronto apareció el secreto de “Telia” en la carbonera: una gatita negra y sedosa, con los ojos azules. Los dueños de la casa la prohijaron. Quiero decir, que se la quedaron, le dieron sopas de leche y le pusieron un cojín de seda para dormir y la llamaron “Telia”, como a su madre. También para ésta dejaron comida en el jardín, pero la “Telia” salvaje no apareció nunca más. “Telia”, la pequeñita, creció más fina y delicada que ningún gato que yo hubiese conocido. Cuando le dije a su dueña que “Miqui”, su tío, me llegaba con heridas continuamente y que tenía fama de ladrón, la dueña de la joven “Telia” me dijo que creía que yo estaba equivocada respecto al origen de su gata; que la gatita tenia el pelo más largo y sedoso que los gatos vulgares y que jamás comía nada que no fuera cocido y cocinado por las manos de su dueña. —Se avergüenzan de ti —le dije a “Miqui”. Pero él no me hizo caso. Creo que fue un gato feliz y aventurero. Nunca, ni siquiera los días de sus escapadas, faltó a la cita conmigo a la hora en que yo llegaba a casa. Aunque fuera un momento, aparecía a mis pies, descolgándose desde el muro de un jardín vecino... “Pachota” era otra cosa: más regular, más sedentaria. Periódicamente aparecía con gatitos que luego regalábamos; tomaba el sol en la terraza y robaba alguna que otra golosina casera. Nunca demasiado. Era prudente. Creo que murió de vieja. Una tarde, “Miqui” llegó, como siempre, a mi encuentro y desapareció, sin esperarme en casa. A la hora de la cena no estaba tampoco. No era la primera vez, pero yo estuve inquieta. Fui a casa de los vecinos, que estaban preparando las maletas para volver a la ciudad, pues era otoño. “Telia II” se resistía, mimosamente, a tomar unas sopas de leche. Su dueña volvió a hacerme notar que tenía un pelaje sedoso y aristocrático. Se iba con ellos, naturalmente. Me acosté con cierta tristeza. Al menos, ahora, en el recuerdo, me parece que aquella noche estaba triste. Hacía luna y viento y no tuve ganas de salir al jardín. Por la mañana encontré a “Miqui” me expliqué todos mis presentimientos. Estaba tumbado en el primer escalón de la terraza. Tieso ya. Tenía un balazo en el cuerpo. Herido, se arrastró hasta la casa, para morir con nosotros. Mis hermanos y yo le enterramos en el jardín. 5 de agosto de 1961
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  • 35. 35 TREINTA KILÓMETROS FUE el día en que el “Vostok II” giraba sobre nuestras cabezas. Naturalmente, yo no lo sabía. Fue un día marcado con el signo de la aventura, y en mi vida particular pude apreciarlo. El caso es que para mí sólo se trató de acompañar a una señora de la familia hasta la ciudad, a treinta kilómetros de aquí. Fui a despedirla. Ella debía tomar el Talgo para Zaragoza. Para mí, en total, un pequeño paseo. Muchas mañanas lo he hecho con gusto en los trenes eléctricos de cercanías. He venido a ver la ciudad romana. Y esto mismo hice ese día hasta que salió el tren en que se iba mi pariente. La aventura empezó después de la salida del Talgo, cuando al echar mía ojeada al horario de trenes vi que había salido el que acostumbro a tomar para regreso, y me quedaban dos horas y media de espera para el próximo. Dos horas y media entre las piedras clásicas tantas veces recorridas, las piedras doradas junto al mar calmo, en un mediodía de agosto mediterráneo, y muy cansada. Me senté filosóficamente en un banco de piedra a la sombra de las palmeras, y desde la cuesta de la estación contemplé las murallas, la silueta de las casas en lo alto y la punta de mis alpargatas de payesa. Unas higueras cercanas entre la calina daban su olor. Entonces oí una voz que, en inglés trabajoso, me preguntaba algo. Se trataba de un joven rabiosamente moreno, con una mochila a la espalda. No sé inglés, y comencé a mover mucho los brazos, porque había entendido que preguntaba por Correos y quería indicarle el camino. Hasta que me atravesó una sospecha. “¿No será usted español, por casualidad?” “Sí, señora” “Demonios”, pensé yo. Los dos nos reímos. El joven se marchó bien informado. Entonces desplegué el periódico y me enteré, otra vez, de la guerra de nervios del mundo. El reloj de una torre de la ciudad iba haciendo saltar sus manecillas, minuto a minuto. Unos minutos de paz. Quizá los últimos minutos de paz del mundo... Y otras voces en inglés salpicado de palabras españolas. Dos señoras inglesas con trajes floreados, sombreros de paja de cintas impecables y los brazos llenos de paquetes. Las señoras me reconocían: habíamos hecho, en el mismo tren, el viaje de la mañana hasta la ciudad, y querían volver al mismo pueblo que yo. Se sentaron a mi lado y empezó una lucha verbal en un esperanto improvisado para explicarles la hora en que salía el tren. Ellas decidieron quedarse conmigo, para siempre. Una cosa comprendían a la perfección: siguiéndome llegarían a su destino. Les indiqué el periódico. Hicieron un gesto. El gesto de casi todas las mujeres del mundo y de tantos hombres a quienes se mete en una aventura en la que no quieren participar. El gesto de los que saben que van a ser arrastrados sin remedio a una catástrofe y que quiere decir: deseamos olvidar eso. Me ofrecieron uvas, me enseñaron las palmeras, la luz espesa, el mar pálido, para olvidarlo. Lo olvidamos en el momento en que hubo que bajar a la estación para comprar los billetes. Una larga cola ante la ventanilla. Después: “este tren no para en el pueblo de ustedes. Sólo en San Vicente”. San Vicente está a cuatro kilómetros de nuestro pueblo, poco más o menos. Yo decidí marchar. Las inglesas, también. Y después esperamos en
  • 36. 36 el andén. Allí vimos a la vieja de ojos brillantes que canta, en los trenes de cercanías, antiguas canciones catalanas con su voz aguardentosa. Luego pasa la bandeja. Debe de vivir así. Es extraordinario el número de personajes que viven de trayectos de estos trenes cercanías: el hombre de los caramelos, el ciego que pide limosna, y para mí, también, la señora Cuca, nuestra vecina, a la que me encuentro cada vez que hago una excursión corta en tren. A decir verdad, aquel día a la señora Cuca no la había visto aún, pero cuando tomamos el correo la encontré en el asiento de al lado, saludando cariñosamente a las inglesas. “Estas pobres alemanas —me explicó—han andado perdidas todo el día por la ciudad lentamente al compás herrumbroso de las ruedas. Campos grises de olivos y algarrobos. Masías tostadas, color de pan; campos de viñas, de pinos, de mar azul; campos salpicados del colorido vivo de los “campings". Las inglesas cerraron los ojos. Llegó el hombre de las rifas con barajas minúsculas. .La señora Cuca compró media baraja dispuesta, esta vez, a que le tocara la bolsita de los caramelos. Abrí el periódico y volví a cerrarlo. Un gran sopor nos llenaba. No se oía el ruido del tren. El paisaje de tiendas de campaña, rojas, verdes, naranja, pardas; el paisaje de pinos y mar al costado del tren, no se había movido. Llevábamos parados veinte minutos. Por fin cruzó otro tren. Reemprendimos la marcha. Llegó el ciego de la mañana con la mujer que le acompaña siempre. Una pareja limpia y seria, que pide limosna formalmente. Llegó el hombre de los caramelos con gran alborozo y grandes pregones. A la señora Cuca le había tocado la bolsita de caramelos más cara que compró en su vida y estaba radiante. Después se volvió a mí: “Vaya, vaya, lo que viaja usted... No diga que no. Yo apenas salgo de casa, pero si tengo que hacer algo en algún pueblo, allí me la encuentro…” Las señoras inglesas abrieron los ojos al llegar a San Vicente. Desde el andén se veía el mar. Les hice comprender que para ellas lo más barato y lo más en acuerdo con los gustos de su raza era seguir andando cuatro o cinco kilómetros a la orilla del mar. Yo iba a buscar un taxi. “Nosotras taxi, taxi, partir money.” No se apartaban de mí más que la uña de la carne. Pero en San Vicente no había taxi. En cambio iba a salir un tren para Vendrell, cerca también de nuestro pueblo. Mientras esperamos que el nuevo tren arrancase, las inglesas volvieron a dormir. Mi reloj marcaba la hora en que mi pariente debía llegar en su Talgo a Zaragoza. El trenecito eléctrico, limpio, cómodo, sin ciego por el momento, sin cantadora ni hombre de los caramelos (pero sí con la señora Cuca, que se reía moviendo la cabeza), arrancó al fin, entre un rico paisaje de viñas verdes. Los labradores que recogían la uva llevaban sombreros amarillos, y sus torsos desnudos tenían el color de la tierra. El mar quedaba a nuestra espalda. En las montañas oscuras se formaban nubes tormentosas. Las inglesas estaban serias. Ellas sabían que era al mar adonde debían dirigirse, y no entendían nada. Vendrell llegó en seguida. Encontré un taxi. El hombre del taxi conducía por una estrecha carretera colgada sobre el valle. Otro paisaje. Me dijo que la guerra es un crimen, que los extranjeros aumentan los precios, que los camiones que no dejan sitio en la carretera van conducidos por chóferes criminales, que hacía mucho calor... Desde todas partes, entre los viñedos, nos salían anuncios de colores que pintaban botellas refrescantes. Volvimos a ver el mar. Las inglesas se animaron... El mar se hizo más grande. Se comió las casas. Lo llenó todo. Llegamos a su orilla.
  • 37. 37 Trayecto de treinta kilómetros. Cuatro horas y media. Demasiado tiempo cuatro horas y media, aun en la época de la diligencia, para recorrer treinta kilómetros. Y sin embargo, en ese mismo tiempo, mi pariente había llegado desde la costa a Zaragoza (cosa increíble en aquella época de la diligencia) y el “Vostok II”, a lo que parece, había pasado tres veces sobre nuestras cabezas dando la vuelta al mundo... Pero esto, ¿significa algo? El mayor Titof, en estas horas, se saltó a la torera tres días y tres noches... Y nosotros, el ciego, el vendedor, la señora Cuca, las inglesas y yo, al contrario: en los treinta kilómetros recorridos, asimilamos tres vueltas del viaje de Titof, un desplazamiento hasta Zaragoza y aún nos quedó un trozo de día —ese día traspasado y perdido para el “Vostok II"—para meternos en el mar, aquellos de nosotros que tuvimos ganas de hacerlo. 12 de agosto de 1961
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  • 39. 39 DOS VIEJOS NO hay por donde escapar, como no sea a nado. Muy temprano, a la hora en que las barcas están ya varadas en la arena, el mar resplandece. Aún no se ha levantado el aire vivo que suele formar las pequeñas manchas de espuma en la llanura azul intenso. A esta hora, antes del desayuno, nadamos hacia el sol, en un agua —que nuestro cuerpo va abriendo— verde y calmada. Desde el mar, si miramos hacia el pueblo, lo vemos mejor de lo que es: blanco, con sus cristales resplandecientes, los toldos de colores o de paja trenzada, las barcas grandes o pequeñas, con los grandes faroles de vidrio, con las redes colgadas a secar. Entre las barcas del trabajo, de cuando en cuando, la pintura agresiva y cuidada de un barquito de lujo. Y detrás de las casas, allá arriba, se ve la mancha de los algarrobos y, entre ellos, la silueta de un tren que pasa. Desde el mar, por las mañanas, el pueblo tiene misterio. De tanta luz se borran los contornos de las cosas. De ninguna manera se adivina la cantidad de gente que duerme, agazapada en ese puñado de casas. No se sospecha la multitud de colores de los veraneantes que un rato más tarde sale de sus guaridas y en la playa forman otro mar movible y extraño. La gente de mi casa se mezcla con ellos, pero yo los conozco poco. Las horas del mediodía no son mis horas, sino las horas de mi trabajo. Pero si salgo a hacer algún recado me marea el hormigueo de la playa. Pasó, un poco deslumbrada, entre las mesas de los cafés, casi llenas también, y me tropiezo con el Jaime, que hace su primer recorrido entre los turistas. El Jaime es un viejo gordo y fuerte, con los ojos azules. No se parece a otros viejos del pueblo. Creo que aquí es el único que pide limosna, y hay quien lo encuentra repugnante con su gran vientre, su pecho lleno de vello plateado y su pesadez de borracho impenitente. Dicen que el Jaime capitanea a un grupo de disipados pueblerinos que por las noches se dedican a espiar las ventanas iluminadas de las extranjeras. Más de uno de estos rondadores ha sido, más tarde, despedido a escobazos en la puerta de su propia casa por su indignada mujer. Pero el Jaime no tiene a nadie que le despida a escobazos. Es una gran vergüenza. Sólo le despiden de todas las mesas a las que él se acerca; le ponen una moneda en las manos, hartos de sus cantilenas, de su eterno buen humor, un buen humor que tiene su punto de obscenidad, su punto de ingenuidad maciza, también. El no engaña a nadie. El olor a vino no se le va de un día a otro. El pide descarado, risueño, insistente. A veces canta, a veces piropea en su idioma regional a quien no puede entenderle; y hay que ver entonces la picardía de su sonrisa. En las primeras horas de la tarde, la playa se vacía. Es cuando el Jaime duerme la siesta a la sombra de una barca, acunado por el rumor del mar que vuelve a dejarse oír. Un descanso antes del vagabundear de la tarde, un descanso desvergonzado, cerca de las mujeres que, cubiertas con sombreros de paja, sentadas en sillitas enanas, reparan las redes rotas por los delfines. Cuando el día y el trabajo se acaban, poco se puede hacer en el pueblo si uno se cansa de dar un largo paseo a la orilla del mar. Para variar, un paseo por la larga acera de la playa donde están los cafés; un paseo entre la multitud que habla idiomas variados. Uno se sienta casi siempre un rato junto a una de estas mesitas con manteles de colores, y vuelve a ver al Jaime, despabilado y risueño, ganando