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(1901-1905)
Félix Méndez
Edición:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
Félix Méndez (1870-1913), el último bohemio
Bohemia, bohemio, dos palabras cargadas de mística, de misterio,
sinónimas de libertad, de creatividad, de anarquía, que hasta cuando
son utilizadas como insulto dan carta de naturaleza, suponen un
reconocimiento, una reafirmación ideológica, vital. Lo contrario de las
palabras okupa, perroflauta, que carecen de ese carácter mítico, de
leyenda urbana, a pesar de sus múltiples similitudes: la pobreza, la
miseria, el vivir al día. La diferencia es que el bohemio es un nihilista
que solo cree en el presente, en el aquí y ahora, y el okupa un anti-
sistema, un creyente en los unicornios. El okupa es un inocente, un
buenista, el bohemio un vividor, un escéptico. El bohemio cae
simpático, es admirado, imitado, porque carece de ideología, no es un
coñazo, vive y deja vivir, y lo que es mejor todavía, hace vivir más
intensamente a las personas que pululan a su alrededor, que en
apariencia son utilizadas, manipuladas, por el gorrón, y que en
realidad lo que hacen es vampirizar al pobre libertario, que en su
generosidad existencial, que no material, se entrega sin reservas.
4
1908
Esta es la parte positiva, luminosa, las risas, la negativa ya no es tan
conocida, las humillaciones diarias que conlleva este vivir sin tener
ninguna perspectiva ni proyecto de futuro. La picaresca, el buscarse la
vida por medios paralelos o subterráneos al sistema, no es fácil, el
orgullo sufre, y mucho. El bohemio es una persona sensible, espiritual,
pero come, y bebe, como el resto. Si vivir dentro de la norma ya es
algo precario, vivir fuera casi una utopía. El final del siglo XIX y el
comienzo del XX fue la Edad de Oro de la bohemia porque el
capitalismo todavía tenía sus grietas, el mercado negro se parecía
demasiado al blanco, y la sociedad europea vivía sumida en la
ingenuidad del bienestar, del progreso sin fin. Cantarismo que se vino
abajo como un castillo de naipes gracias a las dos Guerras Mundiales.
Este libro inédito de Félix Méndez, a veces Feliz Méndez, recoge el
prosaico día a día de la bohemia madrileña, sin exageraciones
valleinclanescas ni tremendismos. Un autocrítico diario a pie de tierra,
que a pesar de mostrar la realidad sin maquillaje, sin heroísmos, está
lleno de humor, de ternura, de comprensión humanista, de pasión por
la vida, por la amistad, por la creación, como las mejores novelas
picarescas del Siglo de Oro, que nunca caían en la vulgaridad,
victimismo narcisista, egocéntrico, del existencialismo francés.
5
1913
¿Y quién fue Félix Méndez? Pues un buscavidas, un bohemio de
libro, con tuberculosis y todo, un superviviente, fue desahuciado por
los médicos 20 años antes de su muerte. “El médico afirma que tengo
una tisis galopante; pero yo he logrado ponerla al paso”. La tragedia
siempre rondó su vida, la condición necesaria para ser humorista. Sus
dos hermanas murieron en plena juventud, Luisa en 1897, y Soledad
en 1909. También en 1897, cuatro meses después de la muerte de su
hermana, murió su esposa Asunción, con la que se había casado
apenas hacia un año. A pesar de todo nunca perdió el sentido del
humor, y junto a su amigo del alma, el poeta y también tuberculoso,
Manolito Paso, nunca dejó de cerrar los cafés de Madrid. “Era tal vez
el último ejemplar de esa familia literaria que vivía alegremente
burlándose de sus propias desdichas, tomando a chacota a la
humanidad entera y ahogando los tormentos del espíritu y las
dolencias del cuerpo entre tragos y carcajadas.” (Eduardo Muñoz)
Su heredero natural, hasta físicamente, fue el gran periodista Félix
Lorenzo, el autor de las legendarias columnas “Charlas al Sol”.
6
Cortejo fúnebre de Félix Méndez
Un joven artista, un literato, que para “ganar su pan y sus vicios”,
tuvo que trabajar a destajo escribiendo para casi todos los periódicos y
revistas de la época, que muy generosos no eran con los emolumentos.
Siguió el proceso evolutivo habitual: primero epigramista en revistas
cómicas y galantes (La Semana cómica, Madrid Cómico), la
subliteratura de finales del XIX, cronista taurino y castizo (Pan y
Toros, El Heraldo de Madrid, La Ilustración Española y Americana,
La Mañana, Mundo Gráfico), cuentista, de humor (Por estos mundos,
Nuevo Mundo, La Nación Militar), el género más despreciado, el que
mejor ha envejecido, era el humorista más famoso de su tiempo, y
finalmente novelista por entregas, que nunca tuvieron trasvase en
forma de libro, “Las aguas de San Canuto” (1906). Salvo un par de
folletos, de opúsculos, “El puesto de la inocencia, escrúpulo de sainete
lírico” (1897), y “Olé, Olé, las mujeres” (1909), una apología del
piropo que tuvo gran éxito popular. Vivió su minuto de gloria poco
antes de morir gracias a un intercambio epistolar en prensa con el
gigante Unamuno (ver apéndice). Según Zamacois, el gran cronista,
testigo privilegiado, de la bohemia, “Tipos de Café” (1935), Félix
Méndez era más genial todavía en la vida real que en sus escritos:
“Si Félix Méndez hubiese sabido llevar al papel la gracia, la
extraordinaria gracia pícara de las chuscadas que a caño abierto
decía y hacía, hubiera sido un formidable autor satírico.”
Julio Pollino Tamayo
7
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
Félix Méndez (1870-1913), el último bohemio………………….….3
EPISODIOS DE LA BOHEMIA
I – La tarde los cantares……………………………………………..9
II – Once horas en coche…………………………………….……..15
III – La levita francesa……………………………………….…….23
IV – La cena…….…………………………………………………..29
V – De chquet a chaqueta corta…………………………………...33
VI – La guitarra……………………………………………….…...41
VII – Filántropo, cortés y cautivo……………………………...….47
VIII – El rigor de la etiqueta………………………………….…...53
IX - “Nosce Te Ipsum”……………………………………………..61
X - ¡Quiero quedarme sin comer!…………………….…………...67
XI – Vamos a poner casa……………………………………..…….75
8
XII – La hoja del álbum………………………………………..…..83
XIII - ¡Yo, director de periódico!………………………………….91
XIV – Mi cadena perpetua……………………………………..….99
XV – El extraordinario…………………………………………....115
XVI – El corresponsal moroso…………………………..………..123
XVII – Las damas y los bohemios……………………….……….129
XVIII – Un baile de cabezas perdidas………………….………..139
APÉNDICE
INTERCAMBIO DE ARTÍCULOS ENTRE UNAMUNO Y FÉLIX MÉNDEZ
1- Tres por cuatro, doce (Félix Méndez)…………………….…....145
2- ¡Guerra a la guerra! (Unamuno)…….…….…….…….……....148
3- La oquedad sonora (Unamuno)…..…….…….…….….……....151
4- El alma ingenua del público (Unamuno)……..…..….….…......155
5- Declino el honor (Félix Méndez)…………………….………....158
6- La Kultura y la Cultura (Unamuno)………………….……….162
7- El que paga descansa (Félix Méndez)…………….….………...165
8- Eruditos, heruditos y hheruditos (Unamuno)…….…..…….....171
9- Otro arabesco pedagógico (Unamuno)………………….….….175
10- Mis paradojas de antaño (Unamuno)…………..……..….......180
9
I
LA TARDE DE LOS CANTARES
Dibujos de Karikato
LA tertulia era en el turno de Hilario, del Café de Fornos.
Allí nos reuníamos unos cuantos muchachos con tales ganas de
tomar café únicamente comparables a las de tener tabaco.
La tarde venturosa en que cada cual llevaba su media peseta para el
café, y unos cuantos cigarrillos, se discutía en aquellas mesas de lo
temporal y de lo eterno, sin andarse en miramientos por el diapasón de
los tonos y mucho menos por la calidad de las palabras.
10
Cuando la mayor parte no llevábamos los dos reales, aminoraban las
voces y se cuidaba un poco más la galanura del lenguaje, para no
excitar el enojo de Hilario, al cual parecía que se le alargaba la cara a
cada contertulio que entraba y decía que ya había tomado café....
¡Cuántas veces he oído decir a Hilario!...
—Estos literatos serán muy buenos para todo, menos para
parroquianos de café.
El buen Hilario para eso de fiar se había cerrado a la banda... de
María Luisa.
Hará lo menos ocho años de esta tarde de los cantares a que voy a
referirme. Varios de los que constituían la tertulia aquella han escalado
ya preeminentes puestos en el teatro y en el periodismo.
Digo escalado porque hay cosas que no siendo por escalo no se
consiguen
jamás.
A pesar del tiempo transcurrido y de mi poca memoria, aún recuerdo
que cuando entré en Fornos aquella famosa tarde, lo hice con la
entereza con que se pasearía Napoleón I después de un triunfo de sus
armas.
De diez o doce literatos que confinaban dos mesas, lo menos había
cuatro como parroquianos decorativos.
Tomé asiento donde buenamente pude, saludé a mis amigos y pedí
café de tal manera que hubo quien creyó que iba a tomar Fornos a
traspaso.
Observé, a seguida de sentarme, que había quien no había tomado
café, y poco trabajo me costó hacerme entender de alguno de ellos que
podía pedirlo porque llevaba yo dinero.
—Tú, Alfredo,—dije—¿no tomas café?
—Sí, hombre, pero te estaba esperando para tomarlo juntos.
—Pues pídelo, pídelo. ¿Y tú Enrique?
—Yo también lo pediré ahora.
—¿Me convidas a mí?—gritó otro desde el lado opuesto.
—¡Ya lo creo!—le repuse—y a todo el que quiera... ¡Vaya un
cigarrito!...
—¡Pero, oye, oye!—me dijo Alfredo—¿es que se ha muerto ya tu
pobre tío, el que tenía dinero?
11
—No, hombre, no; tengo veinte pesetas que acabo de cobrar... y voy
a contaros la procedencia.
Al oír aquel grupo de jóvenes que iban a saber la procedencia de
veinte pesetas, se hizo tal silencio en la reunión que se hubiera podido
oír el vuelo de un mosquito sin trompetilla.
—¡A ver! ¡a ver! decía uno.
—¡Sepamos!—exclamaba otro.
—¡Silencio, caballeros, que oigamos todos!
Sorbí un poquito de café con cierta solemnidad, y dije mirando a
todos para ver el efecto que producía:
— Estas veinte pesetas que pongo son producto de la literatura....
—¿Has vendido el Quijote?—me interrumpió diciendo uno del
género festivo.
—No, señor, yo no vendo Quijotes, porque me quedaría sin amigos
como tú.
12
—¡Vamos, vamos!—exclamó un poeta sentimental—¿le vais a dejar
que nos diga dónde dan veinte pesetas por literatura?
—Eso es, basta de interrupciones de mal tono,—agregó uno de los
convidados.
—Pues bien, allá va. Anteayer al salir de aquí se me acercó un joven
muy bien vestido y me dijo con cierta timidez:
—¿Es usted Méndez?
—Sí, señor,—le repuse.
—¿Es verdad que hace usted versos?
—¡Sí, señor, verdad, espantosa verdad!
—¿Querría usted hacerme unos cantares para mi novia?
—¿De qué género?
—Del que usted quiera. Le explicaré la cosa y usted verá el género
que más conviene. Le oí lo de siempre... que su novia era muy guapa,
y muy buena, y muy rica; pero que sus padres se oponían a las
relaciones dudando del porvenir del chico.
—¡Hombre!,—dijo uno—teniendo ella dinero, el porvenir del
muchacho no podía ser más venturoso ni más risueño...
—Eso le dije yo; pero los padres no están conformes con estas
teorías y desprecian al joven, el cual quería vengarse poéticamente
de sus verdugos. Total, que ayer le hice los cantares, contratados a
medio duro cada uno, y hoy se los he entregado.
—¿De modo que le has hecho ocho cantares?
—No, lo he hecho cuatro; pero le han gustado tanto que me los ha
pagado a duro.
—¿Y sabes dónde vive?—me preguntó uno.
—No.
— ¿Qué señas tiene ese muchacho?—me preguntó otro.—¿Es uno
alto, de bigote?...
—No, nada, no es ese. Es uno que no conocéis vosotros y que ya no
quiere más cantares.
—Bueno, guarda el secreto del personaje; pero di los cantares.
—¡Sí, sí! gritaron todos—que los diga.
—Allá van... Primero:
13
«Al que juzga mal de un hombre
porque no tiene dinero,
merecía que lo atasen
en un pesebre sin pienso.»
—¡Bravo, bravo!—decía uno.
—¡Qué filosofía tiene!—exclamaba otro.
—Mucha—objetó un tercero.
—Precioso es... Leérselo a Hilario.
—¡Sí, sí!—volvieron a decir a coro—que lo oiga Hilario....
Y lo oyó.
—Segundo cantar:
«Porque digo que te adoro,
sé que tus padres me odian;
y yo en cambio los venero
porque dicen que te adoran»
—Ese es precioso...
—¡Encantador!
—Eso es hacer un cantar... (Dame otro cigarro).
—Toma...
—El último solo vale los cuatro duros.
—Y cuatro mil. Oye, esta noche comeremos juntos.
—Por supuesto. Alfredo, Enrique, Anselmo, tú y yo.
—¿Dónde?
—En casa de la Concha, modestamente.
—Vamos a hacer el menú.
—Vamos.
Tres raciones de judías con jamón.
Tres de pescado frito a la andaluza.
Tres de solomillo. Tres botellas de vino.
Queso, fruta y café.
—¿Qué te parece?—me preguntó.
—Suculento. ¿Habrá bastante dinero?
—Sí, ¡ya lo creo! y nos queda para comprar una cajetilla para cada
uno.
14
—Pues hecho.
Así se hizo, y nos reímos hasta reventar y disfrutamos de aquellas
veinte pesetas como si hubieran sido veinte mil.
¡Si ustedes supieran con qué mezcla de alegría y tristeza me acuerdo
de aquel episodio de la bohemia que convinimos en llamar la tarde de
los cantares!
Y no sé por qué; pero, aunque lo supiera, no lo diría....
Son joyas que pertenecen al tesoro del alma...
15
II
ONCE HORAS EN COCHE
NO pude conciliar el sueño en toda la noche, y a las ocho en punto
de la mañana me arrojé de la cama para poner mano a mi obra,
perfectamente planeada y dispuesta.
Desde mi casa fui a la de mi amigo Carlos, que no se había
levantado todavía, ni pensaba en ello. Hacían escasamente dos horas
que dormía profundamente, y se hallaba en el principio del primer
sueño. Este Carlos, es de los que tienen varios sueños, y de los
que los ordenan numéricamente, cosa que a mí me maravilla, porque
siempre he tenido uno solo; aunque es de tener en cuenta que este me
dura veintitantas horas, y la mayor parte de las veces, las tantas son
nueve.
16
Tengo tal predisposición al sueño, desde muy niño, que duermo más
que un cadáver.
Llegué, como digo, a casa de mi buen amigo, y entré en su alcoba
acompañado de sus dos hermanas para que no hubiese tiros.
—¡Carlos,—le dije—levántate y anda!
Carlos comenzó a dar señales de vida, gracias a que sus hermanas
repetían incesantemente:
—¡Carlos, despierta, hombre, mira quién está aquí!
—¡Yo, yo! Despierta, que tenemos que salir a la calle. Hoy es el día
del negocio aquel de que te hablé. Vístete, que dentro de un par de
horas podrás acostarte nuevamente y dormir con la tranquilidad del
que tiene unos cientos de pesetas en el bolsillo.
—¿Qué dices?—me preguntó sentándose en el lecho, y con unos
ojos tan despejados y abiertos como los de un puente.
—Que te vistas inmediatamente, hombre. Mira le dije enseñándole
una hoja de papel, del tamaño ordinario de un periódico,—esta es la
prueba de la imprenta para ir a ver a los candidatos conservadores que
se presentan como diputados por Madrid.
—¿Está ya impresa?
—Sí, están tirando el último millar en estos momentos.
—Dame aquellos pantalones.
—Tómalos. Vístete a prisa.
—Tráeme las botas.
—Toma.
—Ve echando agua en la jofaina...
—Voy... Pero no la hay en el jarro.
—¡Pídela, da gritos!
—¿A quién?
—A mi hermana Laura.
—¡Laura!... ¡¡Laura!!... ¡¡¡Lauraaa!!!
—¿Qué pasa?—preguntó asomando la cara la hermana de mi amigo.
—Que no hay agua aquí,—le dije yo.—Hágame usted el favor de
traerla enseguida.
—Inmediatamente.
—Oye—dijo Carlos—da un limpión a mi gabán. Ahí tienes el
cepillo.
17
—Bueno.
—Aquí está el agua,—dijo Laura a los pocos segundos.
—Muchas gracias.
—¿Hace falta algo más?
—No, señora.
Cuando menos podía yo pensarlo, dijo mi amigo:
—¡Ea, ya estoy dispuesto!
—Pues en marcha.
Salimos a la calle, y, como si fuera cosa convenida, nos dirigimos a
un coche del punto más inmediato.
—¿A quién vamos a ver primero?—dijo Carlos.
—Al banquero X... o al industrial L...,—le contesté yo.—Dada la
hora que es, serán los únicos candidatos que habrá levantados: los
demás son aristócratas y se levantan más tarde.
—Hacen muy bien,—me repuso.
—Visitando a esos señores damos tiempo a que se levanten los
demás.
—Perfectamente.
—Cochero ¿qué hora es?
—Las nueve en punto, señorito,—contestó el auriga después de
consultar un reloj de gran tamaño.
—A la calle de tal, número tantos.
—Muy bien.
Lo primero que hizo mi amigo en cuanto nos sentamos en el
carruaje, fue preguntarme si tenía yo dinero para comenzar las
negociaciones, puesto que ya nos habíamos metido en gastos.
—Ni una peseta,—le dije con un laconismo espantoso.—Pero no te
apures; antes de una hora tendremos dinero de largo.
—Y... ¿si no lo tuviésemos, si fracasaran todas las proposiciones?...
—¡Ah!—le interrumpí—si fracasaran todas las negociaciones, tengo
una solución.
—¿Cuál?
—El suicidio.
En este punto llegamos a la casa de nuestro primer hombre. Bajé del
carruaje y pregunté al portero:
—¿Don Fulano de Tal?…
18
—Se ha ido a la fábrica.
—¡Hombre, qué contrariedad!... ¿Y dónde está la fábrica?
—En el Paseo de las Delicias.
—Vamos, ahí al lado, como quien dice...
—En coche, unos tres cuartos de hora.
—Vaya, gracias. ¡Adiós!
—¡Abur!
Dimos al cochero la nueva dirección y salió el jaco a un trote
regular. Por el camino comentamos la contrariedad sufrida, no sin
advertir que era de buen presagio aquello de las delicias del paseo.
Llegamos a la fábrica y preguntamos por el director de ella a quien
tratábamos de ver.
Nos dijeron que allí había estado, pero que se había ido a Getafe a
un asunto, y que hasta la noche sería imposible verle.
—No sé porqué presiento una catástrofe, —me dijo Carlos casi sin
alientos y cuando ya estábamos en marcha nuevamente con dirección
a la casa del segundo candidato.
—Y yo también.
— En fin, dame un cigarro.
—No tengo.
—¡Bien, hombre, bien! El porvenir será muy venturoso; pero, chico,
¡qué quieres que te diga! el presente no puede ser más fatídico.
—Ya veremos.
El carruaje se detuvo delante de un palacio colosal, templo del
dinero, donde se respiraba un ambiente algo parecido al del Banco de
España.
El portero, vestido con lujosa librea, se adelantó para recibirnos y
preguntarnos a dónde íbamos.
—A ver al banquero señor X,—dijo Carlos.
—¿Es para cobrar?
—Creo que sí—exclamé yo precipitadamente.
—Pues no son horas de caja. Hasta las once no vienen los
empleados.
—Se trata de un asunto particular con el señor X... y nada tienen que
ver en él sus dependientes comerciales,—objetó Carlos
oportunamente.
19
—Entonces, suban ustedes; no sé si les recibirá el señor, porque
tiene una visita.
—Esperaremos a ver si baja.
—Pues ya tienen para rato, porque es el candidato señor barón de
*** y generalmente se entretiene mucho tiempo.
—¡Ah, demonio!... ¿La visita es el señor barón? Pues nos viene de
perlas; ¿verdad, Carlos?
—¡Ya lo creo!... ¡Así matamos dos pájaros de un tiro!
—¿Pero vienen ustedes a matarlos?
—¡No, hombre, no!
—Pues suban ustedes.
—Gracias.
Subimos, pasamos nuestras tarjetas, e inmediatamente salió un
criado invitándonos a llegar hasta la presencia de los personajes.
Expusimos nuestro asunto con todo lujo de detalles y razonamientos,
siendo el más flojo de estos últimos, el de que si no aceptaban la hoja
que les proponíamos, no saldrían diputados probablemente.
Ya estaba el banquero convencido y a punto de darnos el dinero,
cuando el señor barón, adoptando la postura más aristocrática
de que disponía, dijo que él por su parte no patrocinaba la hoja, porque
no quería esgrimir ciertas armas en las luchas electorales.
Al oír tan bien cumplidas razones, el banquero se pasó al bando de
su correligionario, y los dos se unieron para la más rotunda
negativa.
Fracasado nuestro segundo intento, nos despedimos lo más
cortésmente que nos fue posible, dado el estado de ánimo en que nos
hallábamos, y nos metimos otra vez en el coche para hacer la tercera
intentona al cuarto político de los seis que formaban la combinación.
El cuarto candidato era duque nada menos.
Llegamos a su casa, y antes de lograr entrar en su despacho sufrimos
catorce o diez y seis interrogatorios. Primero el portero, luego un
criado, a seguida el ayuda de cámara, después el administrador
general, el apoderado, el secretario particular, un hermano del duque,
qué sé yo; pero, en fin, a la media hora nos sentábamos en el despacho
del gran aristócrata, con orden de que le esperásemos sentados porque
estaba desayunándose.
20
A la una y media, es decir, unas tres horas después de haber llegado,
(seis pesetas justas de coche), entró el buen señor precipitadamente,
diciéndonos:
—Les he hecho a ustedes esperar un poquito, ¿eh?
—¡Quiá! no señor,—dijo Carlos.—Precisamente yo sería capaz de
no salir de aquí.
Nueva exposición del asunto, lectura de la hoja, razones,
reflexiones, conveniencias. frases, todo lo imaginable para llevar el
asunto a un éxito feliz.
Cuando hubimos concluido de despotricar y de contarle las
excelencias de nuestra labor periodística, nos dijo:
—A mí me parece eso muy bien, y yo daré lo que me corresponda si
mis correligionarios aceptan. Yo solo no me atrevo a hacer nada,
porque sería significarme.
Aceptamos aquel rasgo de delicadeza que nos puso a punto de
caernos desmayados, y a vuelta de mil reverencias y cortesías,
entramos en el coche para dirigirnos a tratar con el quinto candidato,
en cuya morada, también suntuosa, nos dijeron que el señor no estaba
en Madrid.
21
—Yo no puedo más—exclamó el pobre Carlos, desfallecido.—Me
muero de hambre, son las tres y no he desayunado.
—Pues el caso es—añadí yo—que aquí me tienes a mi que estoy en
el mismo trance.
—Hay que ocuparse en comer algo.
—Eso digo yo.
—¿Has visto qué cara tiene el cochero?
—Sí, se parece al barón.
—Mucho, y nos va a dar otro disgusto, lo mismo que el barón.
—Igual me da; ahora lo que quiero yo es comer. Hay que empeñar
una americana para tomar algún alimento.
—Eso digo yo; pero si empeño la mía me quedo en mangas de
camisa.
—Pues la mía no la toman porque está muy mala; hay que empeñar
la tuya que, aunque no está mucho mejor, está admisible, y te pones
mi gabán. Yo iré a cuerpo.
—¡Magnífico!
Mandamos parar al cochero, y le dijimos:
—Manzana, 16, casa de préstamos.
Empeñamos la americana en diez pesetas. Antes se me olvidó decir
que los gabanes no los toman.
Comimos el cochero, el caballo y nosotros.
El cochero, cuando vio que le sacaban del café un bisté con patatas,
media botella de vino y un café, empezó aponerse tratable.
El caballo también se dio un buen pasto de mendrugos de pan.
A las cinco de la tarde terminábamos de almorzar para continuar
nuestra odisea.
Vimos al sexto candidato y también fracasó el plan que llevábamos.
Eran las ocho de la noche cuando un querido amigo, cuya vida
guarde Dios muchos años, pagaba cinco duros al cochero por sus
servicios durante todo el día.
En mi vida he visto más cerca de mí la delegación de vigilancia.
22
23
III
LA LEVITA FRANCESA
ERA la última prenda de mi pasado esplendor. Se trataba de una
magnífica levita francesa que me llegaba a los tobillos, la cual retenía
en mi poder porque las prendas entalladas y de faldón no las admiten
en pactos de retroventa, como llaman ahora los prestamistas a lo que
siempre se ha llamado empeños.
Por entonces tenía yo más empeños que Sagasta en la actualidad.
Hacía lo menos tres meses que andaba yo metido en aquella levita,
sin poder salir de ella, porque no tenía otra cosa que ponerme, cuando
vino el invierno con todos sus horrores.
24
La inopia me tenía condenado a etiqueta perpetua, y parecía como
que la Providencia quería dar razón al sastre que, al entregarme
aquella prenda, me dijo:
—Le está a usted como pintada.
Mientras hizo calor anduve por esas calles de Dios hecho un
diplomático en funciones de su cargo; pero se echó el frío encima
y el problema se presentó pavoroso e irresoluble, porque yo no tenía
abrigo.
Urge advertir que por aquella época se estilaban mucho los gabanes
ingleses, famosos porque parecían americanas un poco largas, pero
que eran ¡ay! muy cortos para gabanes.
Un entrañable amigo mío, que era a la sazón director de orquesta,
maestro compositor y organista de Nuestra Señora del Carmen, se
compadeció de mí y de los elegantísimos fríos que yo pasaba, y a
vuelta de mil rodeos para no herir mi susceptibilidad, me ofreció un
gabán nuevecito que le habían hecho a él, y que no podía ponerse
porque le estaba estrecho.
Yo acepta con júbilo aquella oferta, y la misma tarde que me la hizo
fuimos juntos a recoger a su casa el gabán.
—A ti te estará divinamente,—me decía por el camino.—Como eres
un poco más delgado que yo, debe de sentarte muy bien.
Con efecto, en cuanto llegamos a su casa, de un armario ropero bien
alimentado sacó el gabán, y me ayudó a encapillármele.
La carcajada que soltó en cuanto se separó de mí unos pasos para
ver qué tal me sentaba, heló mi sangre, y aún resuena en mis oídos
como una descarga de fusilería.
—¿De qué te ríes?—le pregunté—¿me está muy mal?
—Ven por aquí, hombre,—me dijo sin dejar de reírse—¡mírate en
esa luna!
Cuando me vi reproducido de cuerpo entero, y observé que la levita
sobresalía del gabán más de media vara, estuve a punto de caer
desmayado; pero decidí reírme también, en razón de lo cómico de mi
figura. En cuanto nos hartamos de reír, dijo mi amigo:
—¡No te sirve!
—¿Cómo que no?—le repuse yo—¡Ya verás si me sirve!
25
Efectivamente. Lo llevé a mi casa muy bien dobladito sobre el
brazo, y una vez en mi habitación, me puse a discurrir la manera de
poder llevar el consabido gabán, y a vuelta de serias meditaciones,
hallé un modo de ponérmelo, con la levita debajo, que fue de
un éxito felicísimo.
Veamos cómo.
Sobre la levita extendida me ponía el gabán; a seguida, los faldones
de atrás me los traía hacia adelante, formando un ángulo en la parte
delantera de los faldones, que levantaba hacia el pecho y que sujetaba
abrochándome el gabán inmediatamente.
Entre los muchísimos inconvenientes que tenía aquella manera de
vestirme, había alguna ventaja que los compensaba sobradamente;
una de ellas era el abrigarme del frío, superiormente.
Nadie puede imaginarse lo calentito que iba yo con todos aquellos
dobleces de tricot.
Los cinco meses que viví con aquella fantástica indumentaria, dieron
lugar a incidentes de una fuerza cómica ejemplar.
Una vez me invitaron a comer en una de las casas particulares donde
mejor se comía en Madrid por aquella época.
Acudí a la cita media hora antes de la convenida, para poder
desarrollar mi plan. Cuando yo llegué, ya había en el despacho otro
de los convidados hablando con el dueño de la casa; uno de los criados
me hizo pasar al referido despacho, en el cual entré, como es natural,
con mi gabancito abrochado, y mi sombrero de copa y el bastón en las
manos.
Después de saludarnos, hicimos algunos comentarios acerca de los
asuntos del día; yo celebré algunas obras de arte que adornaban la
habitación, y momentos después y pretextando que en el despacho
hacía mucho calor, porque había en la chimenea un buen fuego de
leña, salí al recibimiento donde, sin que nadie me viera, me quité el
gabán y me desdoblé la levita, para entrar nuevamente en el despacho,
hecho un gran señor.
Cuando el dueño de la casa y mi amigo me vieron entrar
nuevamente, notaron la transformación, y no hacían más que observar
aquellos larguísimos faldones y mirarme después como preguntándose
dónde los habría llevado antes.
26
La situación de asombro de ellos era tan visible, como la
indiferencia que yo trataba de tener.
Por fin, el dueño de la casa me dijo con una delicadeza exquisita:
—¿Por qué ha venido usted vestido? Ya sabía usted que íbamos a
comer solo los amigos, porque mi mamá está fuera de Madrid, y, por
lo tanto, no hay señoras.
—Yo le diré a usted, mi querido Gaspar,—se llamaba Gaspar, y se
llama.—De no venir vestido como usted dice, hubiera tenido que
venir desnudo, porque no tengo más ropa que esta que usté ve ahora, y
que no ve cuando me pongo el gabán, a pesar de ser tan corto.
Este rasgo mío de sinceridad mitigó bastante las zozobras de
aquellos buenos señores, aunque cada vez estaban más intrigados.
Decidí confesarles todo lo que había de misterioso en aquella
metempsicosis que habían presenciado, no solamente porque estaba
obligado a ello, si que también porque así me ayudarían después de
comer a que pudiera colocarme el gabán sin que un criado me pusiera
en el trance de operar delante de él al auxiliarme para encapillármele,
como era de su obligación.
27
Al oír mi relación se rieron a mandíbula batiente y me rogaron que
hiciese la operación delante de ellos, porque lo que les maravillaba
era que no tuviese arrugas la levita.
Salí en busca de mi gabán, e hice dos o tres pruebas de doblar y
desdoblar, cosa que les hizo reír grandemente, y que me valió
lisonjeras frases para mi ingenio.
Pasé por doce o catorce apuros de esta naturaleza y mayores, durante
mi cautiverio en la levita francesa; pero el mayor fue el que voy a
referir ahora, porque figuran en él personas conocidísimas en el arte
dramática y en la literatura.
Cuando me ocurrió el episodio que voy a referir, creí que me daban
viruelas.
¡Qué rato pasé, Dios mío!
Luis París, uno de mis más queridos amigos me presentó a la
eminente actriz María Tubau, en su lujoso camerino del Teatro de
la Princesa, y en ocasión de estar aquél lleno de visitas de periodistas,
literatos y actores, a los cuales atendía con su cortesía acostumbrada
Ceferino Palencia.
—Este amigo mío,—dijo el que me presentaba, dirigiéndose a María
Tubau y señalándome a mí,—aquí donde le ve usted viene
correctamente vestido de etiqueta: ese gabán oculta una larga levita.
Ni la distinguida actriz ni yo supimos qué decirnos, mientras reían
las demás personas allí presentes, como si se hubieran vuelto
locas. En cuanto se me pasó la primera impresión, que fue horrible,
dije tartamudeando en algunas palabras, porque tenía la boca seca:
—Sí, señora, sí; estoy de levita. Y si usted me lo permite me quitaré
aquí el gabán.
—¡Ya lo creo!—exclamó María, con un tono de confianza sublime
para darme ánimos,—imagínese usted que está en su casa.
Le di las gracias lo mejor que pude, y procedí a quitarme el gabán y
a desdoblarme la levita, operaciones que terminé entre las más
estrepitosas carcajadas.
Los comentarios se hicieron todo el tiempo que duró el entreacto, y
yo me avergoncé en tales términos que no he vuelto a poner los pies
en el cuarto de la notable artista.
28
Aquella levita la sustituí con un terno magnífico de americana, y el
primer día que salí a la calle sin la preocupación de que llevaba
la levita doblada, no sé lo que pasó por mí...
Me pareció que había salido a la calle en mangas de camisa.
Quien fuere el que observó que en el mundo todo es harto
acostumbrarse, debió de estar condenado también a una levita
francesa.
29
IV
LA CENA
ESTAS cosas no debían contarse, sobre todo estando muy en peligro
de que se repita la suerte de aquella desgracia; pero las cuento
porque después de todo el cenar frugalmente no es ningún pecado,
corno tampoco lo es el no cenar: antes bien, esto y aquello pueden ser
una virtud, mejor dicho, dos virtudes, en gracia de las cuales hay en el
mundo millones y millones de virtuosos.
Era una de las últimas noches del mes de Septiembre de 188... sin
frío ni calor, de esas noches que hay en Madrid en las que vivimos sin
saber que vivimos, como cuando se duerme, por lo que atañe al
tiempo.
Serían las ocho y media de entonces, las veinte y treinta de ahora,
(no confundirse con el treinta y cuarenta); momento más que crítico
para irse cada cual a cenar a su casa, a su pensión, o a su viudedad.
30
Aquella apacible noche fue una de tantas y tantas que tiene
la bohemia, en que no hay nada más problemático que cenar con
decoro.
Los sufragáneos de otras noches tuvieron sus compromisos; uno
cenaba en casa de su tía con motivo de ser el día de su santo; otro
tenía que asistir al bautizo de un sobrino procedente de hermana
primípara, y no cabían disculpas; otro comía con el diputado por el
distrito electoral de su pueblo, y otro, porque había otro, no tenía
dinero aquella noche, y se veía precisado a recurrir al condumio
doméstico.
El porvenir no podía ser más pavoroso; me despedí abatidísimo
de todos ellos, y en cuanto me quedé solo pensé hasta en el café con
media tostada.
¡Qué momentos aquéllos! Yo estaba solo en la calle de Alcalá
en medio de centenares de personas que iban y venían muy deprisa, y
que a mí se me antojaba que todas iban a cenar.
Instintiva y alternativamente miraba yo al principal del Café inglés,
al restaurant y al entresuelo de Fornos, a las ventanas del famoso
comedor de Los dos cisnes, cuya cocina estaba encomendada a la
sazón, a un excocinero de S. M., que ponía los manjares muy en
sazón; al Café de Madrid, primero arriba (cinco pesetas), luego abajo
(tres pesetas), y ¡nada! vinieron a mi memoria centenares de cenas
suculentas, y sin darme cuenta excitaba mi apetito. ¡Lo que yo cené en
aquellos momentos! Intelectualmente, se entiende.
Absorto y abstraído comencé a andar en dirección a la Puerta del
Sol, hasta que volví sobre mí para recordar que tenía media peseta en
plata, con la cual algo se podría comer aunque no se me ocultaba que
sería muy difícil acertar con el qué y el dónde había de cenar.
Pensé primeramente en las dos onzas de queso manchego, pan y
vino; pero el menú no me sedujo. Después pensé en los cien gramos
de boquerones de Málaga, desechando el manjar porque exige mucho
vino, y no me quedaba más que para medio chico.
Un chorizo no estaría mal,—me dije como el que acierta la solución
de una charada difícil; y decidido a cenar chorizo, díme a discurrir el
lugar donde me lo comería.
31
En estas meditaciones profundas iba andando por la calle Ancha de
San Fernando adelante, y esquina a la del Pez advertí que me había
extraviado mucho del centro, y que ya eran más de las nueve.
Subí por la calle del Pez, ya cuasi saboreando el chorizo, cuando me
fijé en un magnífico barril de escabeche de atún, llamado de rueda,
que estaba diciendo Comedme a la puerta de una pescadería.
Me detuve y comencé a hacer la rueda al escabeche; pero no me
atrevía a comprarle por el descaro con que se hacía el peso, también
colocado en la mismísima puerta.
Por fin me decidí, y acercándome al pescadero le dije muy bajito y
muy avergonzado:
—¿A cómo está el escabeche?
—A peseta,—me contestó.
—Pues...deme usted un cuarterón muy bien envuelto, y sin que lo
vea nadie.
Al darme la vuelta de la media peseta, no supe qué hacer con
aquellos cinco perros chicos mojados y con un olor a pescado fresco,
que volcaba; estuve por tirarlos juntos con el escabeche; pero aquella
cena ya era un capricho más que una necesidad, y me guardé el dinero
en el bolsillo del pantalón, no sin hacer unos cuantos gestos de asco al
mismo tiempo.
32
Compré un panecillo francés calentito, que también me envolvieron
cuidadosamente, y una vez en posesión de las suculentas viandas,
me dirigí al Prado dispuesto a comérmelo todo lo tranquilo que me
fuera posible, ante el temor de que me viese cualquier persona
conocida.
Llegué al Prado, me senté en una de las sillas más protegidas por la
sombra, y una vez sentado dispuse la mesa valiéndome de la silla de al
lado, resultándome así la cosa con cierta coquetería.
Yo, preocupado únicamente en que las personas no me vieran comer,
no advertí la presencia de tres o cuatro perros auténticos que,
haciéndose los convidados, me delataban a los transeúntes dando
vueltas a mi alrededor, alargando el hocico poco menos que hasta
comerme el escabeche.
Tal prisa me di a mascar y deglutir que me atraganté cuatro o cinco
veces y creí que aquella cena me costaría la vida.
De cuando en cuando distraía el apetito de los canes con algún trozo
de pan; pero tuve que retraerme en mi cándido ardid, porque vi que
me quedaba con un hambre relativa.
Terminado el festín, me fui precipitadamente a una taberna, la más
oculta que hallé en mi camino de regreso a la Puerta del Sol. En ella
me bebí un quince de vino que me sentó admirablemente, y a seguida
me fui al Café Universal a tomar café a crédito, y a discutir en tertulia
de las excelencias de la cocina francesa. Aquella misma noche, muy a
última hora, más bien la madrugada del siguiente día, comí en el
entresuelo de Fornos, de una sentada, la equivalencia de más de
cuarenta cenas como la del escabeche.
Tan radicales e inmediatos son los trastornos estomacales en la vida
de la alta bohemia.
O cena suculenta, o una... fetidez de aliento.
33
V
DE CHAQUET A CHAQUETA CORTA
Sería preciso un tomo de doscientos páginas en cuarto mayor para
narrar todas las calamidades de aquel angustioso período de mi
bohemia, al cual estoy refiriéndome.
Dormía yo en una lúgubre alcoba de un piso principal en la calle del
Prado, gracias a la misericordia de un mi amigo que ocupaba el
gabinete contiguo, y gracias a la misericordia de la dueña de la casa,
que a su vez vivía allí gracias a la misericordia fiel administrador de la
finca.
34
En aquella memorable casa nadie pagaba a nadie: en la alcoba de la
sala vivía un Don Paco, como lo llamábamos todos los huéspedes,
porque era exgobernador de provincia, que no pagaba; el gabinete lo
tenía arrendado mi amigo, que no pagaba; la alcoba de aquel gabinete,
la ocupaba yo, y es claro, que no pagaba; en el comedor había otra
alcoba alquilada a un señor que no llegamos a conocer porque
madrugaba mucho, y no volvía a casa en todo el día, que tampoco
pagaba; y en el pasillo había otra alcoba arrendada por un empleado
del Ayuntamiento, que tampoco pagaba.
Eramos cinco huéspedes honorarios, es decir, sin honorarios.
De los cinco, cuatro estábamos contratados con asistencia, esto es,
que la patrona tenía la obligación de darnos de comer, en cuya
consecuencia no hay que decir que no comíamos.
Aún recuerdo de un día que me despertó mi amigo
escandalosamente, para decirme:
—Tú, levántate, que hay cocido.
—Déjame, hombre, déjame dormir, y no gastes bromas pesadas... Tú
estás obligado a que se te ocurran cosas de más ingenio.
—Te doy mi palabra de honor de que hay cocido.
—Pues no te creo ¡ea!
—Sí, señor, sí le hay—gritó la patrona con un tono que dejaba
adivinar cierto vanidoso mal humor,—y ya está la sopa en la mesa.
Oír yo que la sopa estaba servida y ponerme en pie de un salto
prodigioso, fue tan breve que no admite hacer cálculo de tiempo.
Me lavé lo antes posible en una jofaina de loza ordinaria que se
acomodaba muy mal en un palanganero de hierro, también muy
ordinario, y me senté a la mesa sin gran apetito, pero diciéndome:
«Come todo cuanto puedas por lo que pueda tronar.»
Lo que podía, tronar era que si no comía, iba a correr el riesgo de no
cenar tampoco, aunque tuviera apetito, lo cual era de una gravedad
suprema, y, por lo tanto, comí.
Puede deducirse que he pasado por alto el narrar cuándo y cómo me
vestí; porque no tenía ropa que ponerme.
35
Hacía tres días que no podía salir de casa porque mi americana y
chaleco fueron vendidos con pacto de retroventa, como me parece
haber escrito ya que se dice ahora: por entonces esa operación se
llamaba sencillamente empeñar, y algunos, los que entendíamos
de operaciones de crédito, lo llamábamos pignorar, para dar tono a
nuestras necesidades y en algunas ocasiones para que la gente se
creyera, al oírnos hablar, que se trataba de fuertes garantías en papel
del Estado.
Así las cosas, mi amigo y yo nos servíamos de un solo traje, que por
cierto era de chaquet, y algún tanto pasado de moda y pasado de uso,
que pertenecía a mi amigo, bastante más bajo de estatura que yo,
razón por la cual, cuando yo me lo ponía, no quedaba hecho un figurín
precisamente, antes bien, me convertía en un adefesio, porque parecía
que me había vestido tirándome las cosas desde un piso principal.
El día del cocido era cosa convenida que yo saliera a media noche
para procurarme dinero con qué rescatar mi ropa y llevar algunas
viandas fiambres al cenáculo. Llamábamos cenáculo,irónicamente, al
gabinete que ocupaba mi amigo, en mofa de las pocas veces que se
cenaba en aquella casa.
El plan se realizó; a las doce de la noche me puse mi buen chaquet,
es decir, el mal chaquet de mi amigo, y me dispuse a salir en dirección
a Fornos, diciendo:
—¡Ea! Ya estará en el café nuestro Mecenas.
—Hombre, no sé por qué se me antoja que te va a salir bien el
asalto,—dijo mi amigo.
—Yo también creo que va a salir bien—añadió D. Paco, que se había
convidado previamente,—y además sé por qué.
—¿Le pica a usted la palma de la mano?—le pregunté yo.
—No, señor; son derivaciones del lenguaje.
—¡A ver! ¡a ver!—dijimos mi amigo y yo.
—Está claro. Se habla de cenar en el cenáculo y gracias a un
Mecenas.
—¿Es un chiste?—exclamé yo algo contrariado por la desabrida
gracia del exgobernador, tanto más desabrida cuanto mayor fue el
desencanto después de habernos hecho concebir esperanzas en el buen
éxito de mi difícil gestión.
36
—Si es chiste o no ya lo veremos... Anda, vete,—interrumpió,
diciendo mi amigo, las disculpas que pretendía darnos el gracioso
D. Paco.
Desde la calle del Prado hasta el Café de Fornos, yendo por la calle
del Príncipe, encontré a todo lo más florido de mis relaciones, la
familia de mi novia inclusive, a la cual escribí diciendo que estaba
enfermo por no presentarme ante ella con aquel chaquet, o en mangas
de camisa y sin chaleco.
Lo que padecí no puedo narrarlo.
Por fin llegué a Fornos, y como no hay mal que cien años dure y
Dios aprieta, pero no ahoga, hallé a mi hombre en tan buena
disposición, que me hizo relatarle cuanto me pasaba, riéndose a
mandíbula batiente cuando mayor era el apuro que le relataba y más
crítica aparecía mi situación.
37
—Bueno,—me dijo,—¿y con cuánto dinero se arreglaría lo más
perentorio de ese montón de desdichas?
—Con cincuenta pesetas,—le repuse secamente.
—Con cincuenta... con cincuenta,—volvió a decir,—está bien; pues
mañana por la tarde se las enviaré con mi criado, porque aquí no las
tengo.
No hay que decir que palidecí al oír esta respuesta, y me quedé
perplejo, anonadado, con la boca entreabierta como para exhalar el
último suspiro, y realmente creí morir.
—¿Se pone usted malo?—me dijo.
—No, no;—le repuse para tranquilizarle—ha sido la emoción
experimentada al saber que no me da usted el dinero ahora mismo,
sobre la marcha.
—Pero, hombre, ¿qué más da, si mañana?...
—Es que mañana habrán aumentado considerablemente las
necesidades.
—¿Por qué?
—Porque habremos muerto.
—¿De qué?
—De todo. De sed, de hambre, de sueño, de desnudez acaso.
—No sea usted exagerado, amigo mío: si la desnudez matase,
mañana mismo amanecería el día siendo el mundo un inmenso
cementerio.
—¿Por qué?
—Porque todo el mundo se desnuda.
—¡Vamos, hombre! ¿Me va usted a negar que hay que acostarse
vestido?
—¡Pues ya lo creo!
—¿Pero usted cree que si yo me acuesto vestido el día que me
empeñaron la ropa, me la empeñan?... ¡Cá!
—¡Ah! ¿Pero fue que se la empeñaron a usted?
—Es claro. Y si ahora voy a casa y me desnudo, se pone esta ropa su
dueño y ya no salgo de casa en otros tres días.
—¿Aunque yo mande el dinero?
—Si usted manda el dinero, peor. Entonces explotan mi situación,
me sitian por hambre, y tengo que ir dando cantidades para el sustento
de todos hasta que se me acabe el dinero.
38
—Eso es inquisitorial.
—Eso es la lucha por la existencia.
—Entonces ¿qué piensa usted hacer?
—Ahora voy a casa, digo lo que me ha ocurrido con usted, me
siento a horcajadas en una silla, y me pongo a tararear el racconto de
Lohengrin.
—¿Y por qué el racconto?... ¿Por no dormirse?
—No, señor; porque sé que les hace dormir a ellos, lo cual me
permite a mí dar una cabezadita.
—Se me ocurre una idea. Ahora de momento puedo darle a usted
hasta diez pesetas.
—¡Cómo!... ¡Qué!... ¡A ver!... ¡Diga, diga otra vez!... ¿Cuánto?
—Diez pesetas.
—¿Ha dicho de momento?
—Sí, sí; téngalas usted.
Cogí los dos duros, y no pensé más que en echar a correr para llevar
a mis amigos una cena suculenta que nos indemnizase a todos del
frugal y escaso condumio del mediodía.
Con tal violencia me levanté, y con tanta fuerza quiso detenerme mi
protector para quedar en lo que se había de hacer al siguiente día, que
se quedó con los dos faldones del chaquet en la mano, mientras yo
corría desesperado, sin advertir la catástrofe de que me había quedado
de improviso vestido de chaqueta corta.
Inútilmente se desgañitó, gritándome que volviese a recoger los
faldones; tan vertiginosa fuga emprendí en busca de las vituallas
de boca, que ni oí los gritos ni me percaté de la triste figura que iba
haciendo al cruzar las calles de Alcalá, Sevilla y Príncipe hasta llegar a
la taberna de los pájaros, donde produje la hilaridad de la abigarrada
concurrencia.
Noté que todos los parroquianos se miraban, esforzándose por no
reírse de mí, delante de mí, mientras pedía yo ternera mechada,
jamón en dulce, embuchado de lomo, queso, pan y vino, que después
de bien acondicionado en varios papeles y todos ellos en uno muy
grande, pagué, y de dos saltos llegué al principal de la calle del Prado,
porque no tuve necesidad de llamar: estaban en el balcón esperándome
el exgobernador y mi amigo, con el mismo entusiasmo y el mismo
interés que una muchacha enamorada.
39
Cuando entré en el gabinete, su primer cuidado fue cogerme el
papelón para ver lo que contenía; pero no llegaron a hacerlo: una
explosión de risa me heló la sangre e hizo que despertasen los otros
huéspedes a consecuencia de lo estentóreo y prolongado de la
carcajada.
Entonces me enteré de lo que me había ocurrido; pero ya no era
tiempo más que de comer, y reír y más reír, mientras yo les contaba
lo que me había sucedido.
Aquella noche conocimos al huésped durmiente, que resultó ser un
autor dramático, el cual, nos amargó aquella deliciosa velada
leyéndonos un drama con tesis.
—¿Eh, qué tal?—me decía el exgobernador.—¿Ahora no le parecerá
a usted tan mal aquello de la cena, el cenáculo y el Mecenas?
—No, amigo, no; ahora no me parece tan mal,—le repuse, y seguí
diciendo:—Dígame usted, ¿cree qué mañana me mandará las
cincuenta pesetas?
—¡Hombre, yo creo que sí!...
También acertó. Al día siguiente recibí una carta y un paquete.
La carta contenía un billete de cincuenta pesetas, y el paquete los
faldones del chaquet.
40
41
VI
LA GUITARRA
ÉRAMOS Alberto X, Daniel X también, y yo. Desde las dos de la
madrugada, hora triste en que perdimos el derecho de asilo en el café,
donde habíamos gastado nuestras últimas monedas, anduvimos
errantes por todo Madrid, bien a nuestras anchas hasta por sus más
angostas calles, sin poder posarnos en lugar alguno donde fuera
preciso dar ni cinco céntimos por los tres.
Afortunadamente, era una noche espléndida de Junio, y, más
afortunadamente, aún teníamos una cajetilla de pitillos encargada de
amenizarnos la velada y hacernos la vida agradable y risueña. Digan
lo que quieran los no fumadores, el tabaco ayuda poderosamente a los
hombres a resolver los más arduos problemas de su vida. Éramos,
pues, tres ingenios con tabaco y con dos o tres terrones de azúcar
procedentes del café.
42
La familia de Alberto hacía seis u ocho días que veraneaba en una
playa del Norte, y él estaba esperando dinero de un momento a otro
para ir a reunirse con los suyos.
Daniel tenía su familia en Madrid; pero no esperaba dinero de ella, y
yo, que también tenía mi familia en la corte, tampoco esperaba dinero
suyo ni de nadie.
Esta situación de Daniel y mía, si bien no era halagüeña, nos
proporcionaba cierta tranquilidad de espíritu que está muy lejos de
sentirse cuando se espera recibir alguna cantidad, aunque sea por el
concepto más legítimo y por el conducto más seguro. No sé qué tiene
el dinero que siempre llega después de muchas dudas, infinitos
sobresaltos, prolongadas inquietudes, impaciencia continua, y... menos
mal si llega, que, generalmente, no llega, como puedo comprobarse.
En filosofías como éstas, y en restar méritos literarios o artísticos a
nuestros más íntimos amigos, nos sorprendió el amanecer de uno de
los días más pavorosos y de porvenir más incierto, dado nuestro
género de vida.
A la sazón había yo trocado el cómodo y apacible albergue que me
tenían designado mis padres en su ordenado hogar, por una alcoba
hedionda que mediante un estipendio mezquino alquilé en el piso
cuarto de una casa de la calle de las Infantas.
Con no muy sana razón creía yo salir ganando al cambiar un caudal
de caricias, tan desinteresadas como bien sentidas, por un puñado de
independencia mal entendida; pero ello fue preciso, porque tenía que
rendir culto a mi propio carácter de hacer lo que se me antoja, único
bello ideal de mi existencia, cuando estos antojos son cosas
jurídicamente lícitas y no atentan a la moral.
Estaba yo comprometido con mi amigo Alberto a darle lecho y luz
durante los días que él tardase en resolver sus negocios de dinero;
compromisos que me fueron muy fáciles cumplir, porque mi cama era
capaz para dos personas de nuestras escasas carnes. De la luz no había
que preocuparse, porque nos acostábamos siempre de día, y el sol sale
para todos.
En cuanto al buen Daniel, hombre que practicaba la amistad como
sacrosanto sacerdocio, entendió que podría juzgarse de egoísmo el
abandonarnos entre tantos peligros de pasarnos el día sin comer, y
resolvió quedarse entre nosotros y correr nuestra suerte, generosidad
que pudo costarle muy cara, además de arriesgar una alimentación
que él tenía seguramente en su casita.
43
Estábamos los tres sentados en un banco de la Plaza de Oriente,
hartos de hablar, escasos ya de cigarros y en los preludios de un
abatimiento que necesariamente tenía que ser pasajero.
El sol comenzaba a dar cuenta de su presencia amenazando
carbonizarnos, y nuestros estómagos se ponían en orden de desayuno.
¡El desayuno! No había en el mundo nada más problemático ni más
remoto que nuestro desayuno de aquel día.
Había que pensar en adquirirlo, y a pensarlo nos dimos cada cual por
nuestra parte.
Más de diez minutos habrían transcurrido sin que cruzáramos
palabra, cuando interrumpió el silencio Alberto para preguntarnos con
cierta perplejidad:
—¿Sabéis si toman las guitarras en las casas de préstamos?
Daniel respondió en seguida, lleno de pesimismo abrumador, que no
las tomaban.
—¡Tú que sabes, hombre!—le dije yo.—¿Has pretendido empeñar
alguna?
—¿Yo? No, pero creo que no darán nada por una guitarra; yo por lo
menos no daría nada.
—¡Toma, toma! ¡Ni yo! Pero como no se trata de dar sino de
tomar... En fin, yo creo que sí las empeñan... Aquí lo que hace falta es
la guitarra.
—La guitarra está,—dijo Alberto—la tengo en la portería de mi
casa; no es mía, ya sabéis que yo no toco la guitarra; pero es igual que
si fuera mía.
—¿Sí, eh?—exclamó Daniel.—Pues manos a la obra: ¡a empeñar la
guitarra!
—¡Vamos!—dijimos Alberto y yo simultáneamente.
Y como movidos por un resorte nos pusimos los tres en pie y nos
dirigimos a la portería de una casa de la calle del Saúco, donde vivía
Alberto.
Una vez en posesión de la guitarra se nos presentó un inconveniente
estupendo: el de que ninguno de los tres se creía con la suficiente
desfachatez para ir con una guitarra por las calles de Madrid a las siete
de la mañana.
Debatimos el asunto en el mismo portal durante veinte minutos, y
resolvimos llevarla los tres, alternando.
44
No sé lo que sufrirían ellos cuando la llevaban; yo de mí sé decir que
cuando me tocó el turno, cuando vi la guitarra colgada, por la parte del
clavijero, de mi antebrazo izquierdo, por poco me desmayo.
La vergüenza que me daba porque la gente supusiera que yo había
pasado la noche tarareando un pasacalle, acompañándome con aquel
instrumento, y dando vueltas por toda la ciudad, no puede calcularlo
nadie.
Lo peor del trance no fue llevarla hasta la primera casa de préstamos
que hallamos en nuestro camino; lo peor fue que en la primera no nos
la tomaron, ni en la segunda, ni en la tercera, ni en la cuarta.
Afortunadamente, a fuerza de ir con la guitarra de un lado para otro,
ya la llevábamos con la misma soltura que la llevaba Perico el Ciego.
Por fin llegamos a una casa de préstamos de la calle del Ave María,
en la cual me tocaba a mí entrar, y le di la guitarra a un joven que
había detrás del mostrador.
Cogió el instrumento, la templó con cierta parsimonia, según es uso
en el arte, se arrancó rasgueando una falseta, (creo que se dice así), y
de buenas a primeras me preguntó:
—¿Cuánto pide usté?
—Siga usté, siga usté tocando... ¡Canastos qué, manos tiene usté
para la guitarra!
—¡Quiá!—me respondió despreciativamente; pero le había halagado
ya el amor propio y siguió rasgueando.
—¡Olé, los hombres!... ¡Bien tocao!...—le decía yo.—A ver,
tóqueme usté una malagueñiya.
—Bueno... Pero ¿cuánto quiere usté?
—Poco, porque la voy a sacar en seguida.
—Bien; pero ¿cuánto?
—Pues, hombre, déme usted quince pesetas.
—¡Quince pesetas! No puedo... ¿Quiere usté diez?...
—¡Hombre! ¿Y es usté el que sabe tocar la guitarra?
—Sí, señor.
—Pues no se conoce, amigo, porque le digo a usté que se toque
una malagueña...
—¿Y qué?
45
—Que se ha salido usté por peteneras.
—Está bien… ¿Quiere usté doce?
—¡Pero hombre, si la voy a sacar en seguida! Precisamente en mi
casa no podemos vivir nadie sin la guitarra... ¡es la alegría del hogar!
A mi señor padre se le alivian los dolores de estómago en cuanto toca
un poco la guitarra... Con que ¡ya ve usté!
—Siendo así le daré las quince, porque yo soy lo mismo: si no
tuviera guitarra, no viviría... ¿Para qué quiero yo la vida sin mi
guitarra?
—Es claro. ¡Un instrumento tan!. . (yo no sabía qué decir) tan
expresivo!
Me dieron mis tres duritos y mi papeleta, y salí a la calle.
Cuando Alberto y Daniel me vieron sin guitarra se abalanzaron sobre
mí como para saquearme.
—Estamos salvados—les dije.—¡Hay quince pesetas para hacer
frente a las necesidades del día!
Hubo terceto de expansión, comentarios propios del caso, tranvía
hasta la Puerta del Sol, café y media tostada en el Oriental, tabaco,
y, sobre todo y como más principal, reserva de dinero para comer a las
seis de la tarde cuando nos levantásemos de dormir, porque estábamos
ya que no podíamos tenernos en pie.
¡Teníamos más sueño que hambre!
¡¡Si tendríamos sueño!!
46
47
VII
FILÁNTROPO, CORTÉS Y CAUTIVO
VOY a tratar de uno de los días de mi vida en que he amanecido con
más dinero. Tenía yo aquella tarde (yo amanezco por las tardes), sin
exagerar, unas diez pesetas; ya sé que no es una fortuna, pero dos
duritos para quien de ordinario se despierta sin quince céntimos,
resulta una cifra muy bonita y que brinda un día de buen pasar.
Aquella noche había de celebrarse, como realmente se celebró, en
los perniciosos jardines del Buen Retiro—los llamo perniciosos
porque allí se va a hacer piernas—una fiesta de caridad, cuyos
productos se destinaban a no recuerdo qué clasificación de
menesterosos colegiados.
48
Una de las organizadoras de aquella especie de «serrane´s» garden
party (partida serrana de jardín), aristocrática señora de tan buenos
ojos como mala vista, porque mandarme a mí billetes de pago es no
ver ciento en un burro, se le ocurrió, por su loca fantasía de protectora
y con su buen sentido de mujer distanciada de la realidad de las cosas,
la peregrina idea de enviarme cinco billetes para la hermosa fiesta,
según ella, que había de allegar recursos a un establecimiento
benéfico, que ya he dicho que no recuerdo cuál fue, y aunque lo
recordase no lo diría por que no pareciese que lo echaba en cara.
Según el texto de la esquelita portadora, fundábase la noble dama
para remitirme aquellas cinco entradas,—que me costaron cinco
pesetas, y repito que no es echarlo en cara—en mi reconocido amor al
prójimo, mis caritativos sentimientos, mi proverbial generosidad
(¡atiza!), mi fe religiosa y mi jamás desmentida filantropía. Esto está
bien, porque ¿quién se va a entretener en desmentirla? Total, que me
aplicaba cinco calidades honrosas y que me las cobraba a peseta
cada una; como se ve, así, a primera vista, no era caro. Di un duro al
criado que llevó la carta, recomendándole al propio tiempo que no se
lo gastase, porque yo, en materia de dinero, creo que es muy prudente
no fiarse de nadie, por lo menos, sin la duda correspondiente.
Además, le recomendé también muy especialmente que no dejase de
expresar a su agradecimiento, por la delicada atención de que me
había hecho objeto acordándose de mí en los sacrosantos momentos
del reparto, y por la inmerecida merced que me hacía suponiendo que
yo podía tener un duro a cualquier hora del día.
¿Ustedes, mis escasos lectores, creerán que ya está narrado lo de
filántropo y lo de cortés a que el título se refiere?... Pues no, señores;
hasta ahora no va dicho más que la parte de filántropo. La de cortés es
mucho más distraída.
Salí a la calle con el otro durito,—ruego que se lleve bien la
cuenta—del cual pagué un servicio postal para que llevasen a dos
señoras amigas mías dos de los billetes de la hermosa fiesta; tomé
café, compré tabaco y cerillas, y me quedé con tres pesetas para hacer
frente a todo linaje de compromisos y necesidades de la vida, comer
inclusive.
49
En esta abundancia de recursos me hallaba yo cuando tropecé con
dos de mis más íntimos amigos, entro los cuales comenté muy a mi
gusto la humorada de la caritativa aristócrata, claro está, dados mis
buenos principios, que sin pensar ni decir nada en que la dama
sufrióse la más leve censura; antes al contrario, entonces y ahora le
pido a Dios que la pague con creces el bien que hizo a los pobres.
Me oyeron mis amigos la relación, con cierta complacencia, y de
comentario en comentario vinimos a parar en citarnos a la puerta de
los Jardines, después que aquéllos cenasen, para aprovechar las tres
entradas que me quedaban. Quería darles a cada uno su billete,
pero rechazaron mi pretensión fundándose en que, quedándome
yo con los tres, no faltaría a la cita, como es mi costumbre desde niño.
Aún recuerdo íntegra la forma en que nos despedimos.
50
—Bueno, no faltes; a las nueve en punto, en la puerta.
—Vosotros sois los que no habéis de faltarme.
—¡Descuida, hombre, descuida!
— Pues ¡hasta luego!
—¡A las nueve! ¿eh?
—¡Sí, sí, a las nueve!
Eran las ocho. Ellos se fueron hacia la calle del Arenal, y yo me fui
por la de Alcalá, muy despacito porque iba, ya cuando me quedé solo,
trazando el programa de la noche, que no tengo inconveniente en
relatar.
—Con estas tres pesetas,—me decía yo a mí mismo—tengo para
cenar, a la salida de los Jardines, una cenita de dos pesetas en Fornos:
daré un real de propina, y con los tres reales restantes y lo que tengo
que cobrar mañana, que creo que no tengo nada que cobrar, llego a
pasado mañana perfectamente muerto de hambre.
Advierto que esto de morirme de hambre no me ha preocupado
nunca; desde que me destetaron—no digo desde que me quitaron
el pecho, porque todavía tengo pecho—vengo amenazado de muerte
por ella (por el hambre), y hace treinta años que como todos
los días, muchos de ellos muy bien, y la mayor parte con vinos
extranjeros.
Eso de preocuparse de las comidas me ha parecido siempre cosa
reservada a los cocineros, exclusivamente.
Oí sonar las nueve del reloj del Banco de España, paseándome a
todo lo largo de la puerta, punto de mi cita, para distraerme más hasta
que llegasen mis amigos, y oí las diez, y todavía no habían llegado, y
yo seguía paseándome, juro que sin impaciencia, aunque tenía la
completa seguridad de que no asistirían a la cita.
Ya estaba yo decidido a entrar tres veces, con el benéfico fin de que
no se perdiese ninguna entrada, cuando se detuvo un coche de plaza a
la puerta de los Jardines, que me llamó la atención entre otros muchos
y sobre todos los que incesantemente se habían detenido en el mismo
sitio desde que yo esperaba, porque llevaba dos mujeres encantadoras,
vestidas y alhajadas con las galas más costosas y elegantes de que se
tenía noticia aquel verano.
51
Me aproximé al carruaje para ver más de cerca tanta belleza, y cuál
no sería mi sorpresa al reconocer en ellas a dos señoritas que me
habían presentado la noche anterior en los propios Jardines del Buen
Retiro.
Hice lo lógico: les ofrecí la mano para ayudarlas a bajar del coche,
según costumbre; porque yo creo que más que ayudarlas en la acción
de apearse se las entorpece; y una vez pie a tierra,—como se dice en
el cuarto de estandartes—las dije que si no tenían billetes podía
dárselos yo.
Aquello fue breve.
—Muchas gracias,—me dijo la más guapa, que fue a quien yo me
dirigí, como es muy humano.
—No hay de qué,—respondí, entregándolas los dos billetes que
tenía dispuestos para mis amigos.
—¡Ay!... Pero, si ahora que me acuerdo, tengo que cambiar un
billete en el despacho, para pagar al cochero...
—¡Quite, por Dios!—la interrumpí yo—no faltaba más... Váyase
descuidada, que yo le pagaré.
—¡Tanta molestia!...
—¡Vaya, eso no merece la pena!
—Pues muchas gracias por todo.
—No hay de qué.
—¿Usted va a entrar?
—Sí, señorita, ahora mismo, detrás de ustedes.
—Pues basta ahora.
Efectivamente; me volví hacia el cochero, bien sabe Dios que sin
afectar grandeza, y le dije:
—¿Cuánto es?
—Trece pesetas.
—¿Qué dices?
—Que trece pesetas...
—¿Pero han cenado en el coche, o me quiere cobrar también los
vestidos que llevan?
52
—No, señorito; es que me han tomado a las cuatro; han estado de
compras toda la tarde, y después he esperado a que cenasen para
traerlas aquí...
—Sí, ¿eh?...—(Yo estaba loco).—Bueno, pues anda, vamos a la
Delegación.
—Es, señorito, que le agradecería a usted que me despachara porque
tengo que relevar.
—Pues mira, empieza por relevarme tú a mí del compromiso de
pagarte, porque yo no tengo bastante dinero.
—¿Y quién le mete a usted a generoso?
—¡A ti que te importa!... ¡Alza!., ¡tira!… ¡Vamos a buscar dinero!...
¡A Fornos!…
…………………………………………………………………………
A las dos de la madrugada pagaba yo al cochero dándole hasta el
dinero de la cena mía, después de cuatro horas de cautiverio que se me
figuraron seis años.
53
VIII
EL RIGOR DE LA ETIQUETA
ME parece haber dicho en episodios anteriores que a mí me tomaban
las prendas entalladas en la casa de préstamos que yo visitaba, porque
a fuerza de asiduidad en concurrir a ella llegué a ser íntimo amigo del
dueño, y hubo días en que parecía yo de la familia.
En la noche de referencia se celebraba en el Teatro Real un
acontecimiento artístico de primera magnitud, al cual tenía yo que
asistir nada menos que como cronista de un importante periódico, y
con evidente desproporción entre el cargo y los medios de
desempeñarle.
Así es el mundo, principalmente en España; se nos echa encima la
importancia personal, sin que el dinero correspondiente haya dado la
más leve prueba de su gallardo advenimiento.
54
Por esta gran verdad, que hará muy mal el discreto y culto lector si
la pasa por alto y no la concede toda la atención merecida, me vi yo
una noche en el caso tristísimo de tener que asistir al regio coliseo con
cierta significación literaria, sin tener botas a propósito, ni sombrero a
propósito, ni camisa a propósito, ni nada a propósito, ¡ea! Porque lo
único que tenía a propósito era el traje de frac, que estaba flamante,
gracias a la magnanimidad de un sastre; pero lo tenia empeñado en la
fabulosa suma de cuarenta pesetas.
Ahora es cuando creo yo que el discreto lector debe pasar por alto lo
de si pagué o no pagué aquel traje, porque realmente no me acuerdo,
aunque me parece que no lo pagué, y hasta se puede asegurar que si lo
tuve fue porque me lo dieron sin dinero.
A las tres de la tarde precursora de aquella famosa noche, me dieron
la noticia de que tenía que asistir a la función del Real.
La cosa era para anonadarse, y así me anonadé yo hasta que pude
dar forma a la negativa de ir, poniendo a la persona del director del
periódico el fútil pretexto de que me era imposible la asistencia al
acto, como no hubiera que ir en paños menores, únicas prendas de que
no me he desprendido jamás, por mor del aseo, y de cuyo íntimo
detalle públicamente me envanezco.
El director se me echó a reír con una franqueza que a mí me pareció
desfachatez en aquella ocasión, y dándome unos golpecitos cariñosos
en la espalda, me dijo sin perder un detalle de su animada fisonomía:
—¡Bien, hombre, bien!.. Pues pase usted a la Administración, y que
le den el dinero preciso para arreglar el conflicto, siempre que no
exceda de quince duros.
No había tiempo que perder; fui a la Administración, pedí los quince
duros, y una vez en posesión de aquel dinero, salí del periódico, tomé
un coche y me dirigí a mi casa.
Mi casa, porque todo hay que decirlo para que aprendan a vivir los
hombres de generaciones venideras que se crean con derecho a vivir
bien, consistía en una cama de hierro sin estilo determinado; un
colchón por el mismo estilo; una almohada; la ropa absolutamente
necesaria, muy limpia; una silla, un palanganero con su amplia
jofaina, y chismes para mi aseo personal, entre los cuales había
algunos que revelaban cierto refinamiento y un si es no es de
coquetería.
55
En una maleta de gran tamaño guardaba la ropa interior, y con ella
puede darse por terminado el inventario del ajuar que llenaba por
completo la alcoba que me tenía alquilada una lavandera anciana, más
limpia que los chorros del oro; pongamos mejor ejemplo, más limpia
que mi gabeta.
Llegué a mi cuarto jadeante de subir la escalera todo lo deprisa que
me fue posible, y desde luego comencé a dar disposiciones a mi
patrona.
—Señora Dolores, ¿tengo camisa planchada con pechera de piqué?
—No, señor, están sin planchar las dos que tiene usted limpias.
—¿Y tirilla de batista para la corbata, tengo?
—Sí, señor; también sin planchar.
—Pues ahora mismo, pero ahora mismo, busque usted una
planchadora, que planche una camisa de esas y una tirilla, mientras yo
me lavo y me mudo... Es decir, veinte minutos de tiempo...
—En veinte minutos no se puede planchar una camisa para frac,
porque no tomará bien el almidón, y además estará húmeda.
—Señora Dolores, déjese usted ahora de informes periciales sobre el
lavado y planchado, y búsqueme una planchadora que ponga la
pechera dura a fuerza de almidón, y que la deje seca a fuerza de
ponerla al fuego de su anafre, de un hornillo, o de lo que sea; tenga
usted tres pesetas para todo eso, y ya está usted aquí de vuelta con la
camisa.
—¡Señor, señor, qué transtorno!—decía la pobre vieja dando vueltas
por toda la casa.
—¡Señora Dolores!.. ¡Señora Dolores!.. ¡Señora Dolores!—gritaba
yo exaltadísimo.—Serénese usted, y tráigame agua caliente en ese
lebrillo, y fría en ese jarro, y márchese usted enseguida, y vuelva
pronto, porque no voy a llegar a donde tengo que ir.
—Pero ¡Dios mío! si siempre recurre usted a última hora... ¿Por qué
no me lo ha dicho usted esta mañana y estaría ya todo arreglado?
—Porque esta mañana no sabía yo nada de esto, ni tenía media
peseta para nada… ¡Lo entiende usted!
—Sí, señor, sí; lo entiendo.
—Pues eso es.
56
Todo este diálogo, que no fue otro, sin quitar ni poner una palabra,
tuvo lugar entre mi patrona y yo, mientras me preparó las aguas
correspondientes, y cogió una de las camisas para llevarla a planchar.
Por fin salió aquella buena mujer en busca de la planchadora, y yo
me quedé entregado a las operaciones propias de un cuerpo que se va
a consagrar a la semi-sagrada investidura de la etiqueta.
Hice las tales operaciones con cierta parsimonia, previendo que por
mucha prisa que se diera la planchadora siempre tardaría más que yo...
Y efectivamente, esperé más de media hora en actitud de ponerme la
camisa, y no quieran ustedes saber las energías nerviosas que yo
consumí en aquella media hora.
Ya me disponía yo a salir en busca de la vieja, creo que para
estrangularla, cuando llegó muñéndose, o poco menos, de un ataque
de asma; pero con la camisa, planchada tan esmeradamente que su
pechera parecía, de tiesa y de brillante, una luna de Venecia.
Se la arrebaté de las manos, y me la encapillé después de ponerle los
gemelos y los botones, mientras recomendaba a la vieja que bebiese
agua, a ver si se le pasaba aquella especie de agonía que la tuvo cinco
minutos a las puertas de la muerte.
Me vestí con mi traje de americana, mi buen gabán, mis botas claras,
y mi hongo, y me lancé dentro del coche que me esperaba a la puerta,
diciendo al cochero de un grito:
—¡A París!
Yo noté que el cochero no daba señales de vida, ni se ponía el coche
en movimiento, y entonces saqué la cabeza por una ventanilla y me
encontré a aquél riéndose como un tonto.
—Pero, señorito —me dijo—¡Cómo quiere que le lleve a París con
este caballo, que apenas llegaría al Puente de los Franceses, que está a
tres kilómetros de aquí!..
— ¡Hombre!... no sé si tienes razón—le dije de muy mal humor,
porque caí en la cuenta de que sí la tenía, y a mí me da mucha rabia
cuando tienen razón los cocheros sin saber por qué. —Le he dicho a
París, a la zapatería… ¿No sabes dónde es?
—Sí, señorito, sí; ya sé.
—Pues arrea, hombre, ¡por Dios!
57
En el coche, y desde mi casa a la zapatería, observé que con la
precipitación me había puesto una corbata colorada, sin acordarme de
la corbata de frac, que tampoco la vieja me dio distraída con su asma;
pero, en fin, esto no era una contrariedad, porque figúrense ustedes si
hay en Madrid corbatas de frac, habiendo dinero para comprarlas.
Llegué a la zapatería, y como no era cosa de esmerarse en la
compra, entré desde luego pidiendo unas botas de cartera de cabritilla,
con chanclo de charol, del número 38 (tengo un pie precioso).
Como no podía por menos, después de pedirlas tan detalladamente,
las primeras que me probé me estaban admirablemente; las pagué, di
las señas para que me enviasen las botas viejas a casa, y salí a la calle
con el nuevo detallito de etiqueta.
Me hice seguir del coche hasta la primera camisería que encontré de
las infinitas que hay en la calle de la Montera, y pedí una corbata
blanca para frac.
58
Allí mismo me hice un lazo primoroso, me metí la corbata estirada
en el bolsillo, pagué la blanca, y me volví al coche dando las señas de
la casa de préstamos donde tenía empeñado el traje.
Eran las siete de la noche, y ya estaba yo medio vestido de señorito.
Paró el coche en la puerta de la casa de préstamos, y salté del coche
a la tienda, porque la casa es en puerta de calle.
Salté el mostrador, y me metí en un cuartito que sirve de trastienda,
y desde luego comencé a desnudarme, mientras ordenaba a los
dependientes que me dieran el traje de frac. A los cinco minutos ya
estaba vestido.
Algunas de las personas que me vieron saltar hecho un pelafustrán, y
luego me vieron salir hecho un caballero, se quedaban atónitos de la
transformación.
Yo lo hacía todo tan vertiginosamente que no paraba mientes en
nadie.
—A ver mi cuenta,—dije yo una vez confundido con aquellos
desgraciados que iban a empeñar, o a renovar, o a lo que fueran, que a
mí no me importaba.
La cuenta era fácil: cuarenta pesetas en dos meses que hacía que
estaba empeñado el traje, importaban cuarenta y cuatro pesetas, y tres
que di a la patrona para la camisa, cuarenta y siete; y una de la
corbata, cuarenta y ocho; y veinticinco de las botas, setenta y tres
pesetas; luego me quedaban dos, hasta setenta y cinco, para pagar al
cochero, comprarme guantes, y sobre todo y lo más terrible, para
comprarme sombrero de copa alta.
Cuando yo me di cuenta de la cuenta, por poco me muero: me puse
peor que la patrona; pero no era cosa de dejarse conquistar por el
pánico y anonadarse, porque el contador del coche corría y yo tenía
necesariamente que resolver en un tiempo apremiante.
Medité un momento no más, y en seguida recibí la inspiración lógica
en estos trances.
—Oye,—le dije al chico a quien pagué el desempeño.—Ese traje de
americana que me he quitado, se queda empeñado en treinta pesetas;
dámelas en seguida.
59
Me dio los seis duros, y ya con treinta y dos pesetas, y a falta de
sombrero y de guantes solamente, la situación estaba resuelta.
Volví al coche y le di al cochero las señas de una guantería de la Red
de San Luis, a la cual me condujo.
Compré mí par de guantes blancos, volví al coche, y di las señas de
una fábrica de sombreros de copa, que hay en la calle de Fuencarral.
Pedí un sombrero do copa alta de última moda, y un señor grueso y
joven muy agradable que recibió el encargo, y que resultó ser el
dueño, me dio a probar la chistera más bonita que se ha puesto en la
cabeza ser humano.
—Muy bien, muy bien,—decía yo mientras la tanteaba en mi cabeza
y hacía diferentes posturas ante el espejo para ponérmela mejor.—Esta
me está muy bien... ¿Y cuanto vale?
—Esa lo menos, lo menos, por ser para usté, (no me había visto en
su vida) veinticinco pesetas.
—¿Veinticinco pesetas—le repuso yo—por ser para mi, ¿eh?...
Porque tengo tipo de rico, ¿no es eso? ¡Claro! Voy vestido de frac,
bota flamante de charol, camisa magnífica, guante todavía plegado,
corbata blanca impecable, coche a la puerta, cierta soltura en el
ademán, algo perfumadillo, etc., etc.... Pues bien, no puedo darle a
usté más que quince pesetas, porque no tengo más dinero.
—No se apure usted por eso,—me dijo sonriéndose.—También las
tengo de quince pesetas.
Y, efectivamente, me dio otra chistera, que cuando me la encasqueté,
y me miré al espejo, yo mismo me parecí un palafrenero de una
funeraria.
—¡Vamos hombre—le dije devolviéndole el sombrero—usté se
burla de la desgracia!… No se trata de esto; yo quiero la de
veinticinco pesetas; pero no tengo más que quince, y mañana le daré
las otras diez que faltan.
—Si se trata de eso,—me dijo en el acto, y no se lo olvidaré jamás—
puede usted llevársela ahora mismo... Dígame, pues, dónde tengo
que mandarle el hongo, y mañana a primera hora, lo tendrá usted en su
casa.
—Y ya estaré aquí por la tarde, mañana mismo, a pagarle a usté las
diez pesetas. (Como así se verificó, ¿eh?)
60
Eran las ocho y veinticinco minutos cuando salí de la sombrerería, y
las ocho y media en punto cuando entraba en el foyer del Teatro Real,
correctamente vestido de etiqueta...
Pero sin cenar, y con tres pesetas en el bolsillo, que me quedaron
después de pagar al cochero y darle dos pesetas de propina, por lo bien
que se había portado.
¡Bueno! Pues lo mejor de este episodio de mi vida de bohemio, fue
al día siguiente, para deshacer la operación de los trajes y pagar al
sombrerero, que tuve que empeñar las botas nuevas, e ir de frac por
esas calles de Dios a las tres de la tarde, lloviendo a cántaros, y sin
paraguas.
Ya sé yo que hay muchos que reprobarán esta conducta; pero así hay
que vivir cuando no se tiene dinero, y hay que hacerse persona
honradamente.
61
IX
“NOSCE TE IPSUM”
YO creo en Dios porque siempre se me ha presentado con todos los
honores providenciales a la crítica hora.
Bécquer declaró creer en Él porque le miró la mujer amada. Yo hago
la declaración porque siempre he satisfecho mis necesidades y, la
mayor parte de las veces, las fantasías apetecidas.
Verdad es que mis fantasías han estado de ordinario sustentadas en
elucubraciones prudentes y en fines humanamente realizables; pero el
hecho es y la consecuencia es que, a estas fechas, he tenido cuanto he
imaginado tener y muchas veces más de lo imaginado.
62
Añádase a esto, que cuando una cosa que apetezco la veo de difícil
realización me hago reflexiones de hacerla imposible, y, por lo tanto,
desisto de perseguirla voluntariamente, porque no sería de hombre de
buen juicio perseguir imposibles, y se vendrá en pleno
convencimiento de que, sin poseer nada jamás, soy un niño mimado
de la Fortuna.
Para mí, Madrid es la verdadera corte de los milagros.
Sin salir de Madrid y sin hablar con Dios, me han ocurrido cosas tan
peregrinas como la cura del paralítico y la resurrección de Lázaro, de
que nos hablan los sagrados textos.
Yo veo, constantemente, que la humanidad se agita inquieta en
persecución de fines particularísimos, los cuales fines, sean cuales
fueren, a mí siempre me han parecido bien: aquellos que se los
procuran por medios legales, los disfrutarán sin persecuciones de la
justicia y admirable quietud de espíritu, y cuantos se los procuren por
medios ilegales, violentos, punibles, en fin, los disfrutarán con los
consiguientes sobresaltos y las lógicas persecuciones de la justicia.
Eso consiste en el temperamento de cada cual, y a mí ningún
temperamento me merece ningún juicio mío particular.
A mí me parece muy bien que haya muchos hombres que se levanten
cronométricamente a las siete de la mañana, y que se dediquen desde
luego al empleo de sus fuerzas físicas o intelectuales hasta las siete de
la noche, para llevar luego el fruto de esa labor incesante y cruel al
tapete verde.
Los conozco que trabajan como negros: ni duermen ni reposan, son
activos, hábiles e instruidos, ganan dinero en cantidades de vivir en
perpetua felicidad,—hablo de la felicidad que atañe a la abundancia de
dinero—y su mayor placer, su gozo único consiste en poner cien
pesetas a una carta y cincuenta a otra, para irse a su casa abatidos por
la contrariedad, inquietos por su conducta, hambrientos porque antes
de atender a sus necesidades fisiológicas atienden a otras de orden
psicológico, sedientos porque la bebida no la juzgan necesaria, es más,
la temen por perniciosa. El hombre así, al que bebe le llama
despiadadamente borracho; al que dedica su dinero al amor,
mujeriego; al que se lo gasta en comer, hambrón y tragaldabas, y al
que se dedica a vestir bien le llama sin rodeos presumido y tonto de
capirote.
63
También los conozco que trabajan incesantemente, y ni comen, ni
beben, ni juegan, ni visten bien, y todos sus placeres estriban en
llevarle el dinero a una mujer, con la cual sostienen amores, ilógicos,
según la opinión de la gente, porque es fea, dispendiosa, les tratan mal
pública y privadamente, y lo que es más espantoso, les engañan con
otro, y no les quieren. También los hay que, a fuerza de fatigas y
sinsabores, consiguen diariamente algunas monedas, las cuales van
íntegras a pasar al cajón del tabernero. A un señor así le merecen
juicios horribles el jugador y el mujeriego, y cada peseta que se gasta
en comer la llora, haciéndosele despreciable toda persona que había de
comer en su presencia.
También los hay que, además de trabajar sin descanso, son capaces
de llegar al delito, por ir primorosamente vestidos, lujosamente
calzados y coquetonamente concluidos para su presentación ante las
gentes. Este también habla mal del que come bien, del que bebe
mucho, del que juega y del que ama y paga el amor.
También los hay, y de estos son la mayor parte, que, sin exagerar las
pasiones, satisfacen convenientemente un poco de cada necesidad,
crean un hogar, forman una familia y la aman. Estos se afanan y llevan
el producto de su trabajo a satisfacer las exigencias de un presupuesto
ordenado y meditadísimo: con lo que ganan hay para todo, para un
poco de todo, para comer, beber, vestir y divertirse. Claro es que
comen poco y malo, que beben malo y poco, que visten
deficientemente y que se divierten de higos a brevas; pero lo hacen
todo, y estos, por lo común, no merecen las censuras de nadie.
Las censuras mías, como ya he dicho, no las merecen ni estos
ni aquellos, porque para mí cada cual debe de vivir como se le antoje y
como viva más satisfecho y a su gusto.
Pero, ¿por qué habrá quien se ocupe de cómo vivo yo, y por qué
hago lo que hago, y, sobre todo, por qué harán malos juicios de ello
cuando, sin hacer mal a nadie, yo me gasto las cuantiosas sumas que
gano en lo que más me guste del mundo?
Vamos a cuentas.
El presidente del Consejo de ministros disfruta un sueldo de
cuarenta y cinco mil pesetas anuales: treinta mil de la nómina y quince
mil para gastos de representación, ¿no es eso?
64
Pues bien, no tiene bastante para vivir como debe de vivir, y mucho
menos para vivir como se merece.
Para llegar a ocupar ese cargo se necesita un conjunto enorme de
talento, sabiduría, actividad y fortuna.
Además, cuando se llega a presidente del Consejo de ministros la
responsabilidad es grande y eterna, pasa a la historia; el trabajo es
arduo y constante, y como nunca se labora a gusto de todos, las
censuras son crueles y continuas.
Yo... ya soy otra cosa. Yo calculo que ganaré todos los años de
trescientas a cuatrocientas mil pesetas, las cuales me gasto íntegras
en lo que más me gusta de todo lo que he visto en el mundo desde que
tengo uso de razón y derecho a hacer lo que me dé la gana.
Lo que más me gusta de este mundo es no hacer nada, y, de hacer
algo, hacerlo cuando me es grato, cuando el trabajo me distrae, cuando
la labor me divierte, por ejemplo, ahora, cuando escribo esto.
65
No hay nada más prudente y menos molesto para la humanidad que
lo que yo hago. Sé que no he nacido para la lucha, me encocora la
competencia, y aquí, donde todo está organizado para la contrariedad
eterna por la ambición y el egoísmo de los hombres, yo quiero
presenciar la pelea sin terciar en ella, por no molestarme.
Las cuatrocientas mil pesetillas que gano invariable y honradamente
todos los años, me las gasto en no hacer nada, esto es, en acostarme
cuando tengo sueño y no levantarme hasta que el sueño se me acaba;
como cuando tengo apetito, bebo cuando tengo sed; no voy a donde
me desagrada ir, donde no soy bien recibido no vuelvo; no salgo de
donde estoy bien hasta que empiezo a estar mal, y allí donde estoy
bien me estoy sin cansarme, indefinidamente...
A este plan de vida tendrán algunos que oponer que pasaré
necesidades muchas veces... ¡Ya lo creo que las paso! Pero ¿quién no
las pasa?
¿No se ha dicho al principio de estas líneas que el jugador pasa
necesidades de la vida por jugar, y que el borracho las pasa por beber,
y el mujeriego por amar, y el elegante por vestir. Pues bien, yo las
paso por no hacer nada, ¡y tan contento!
Habrá quien se pregunte que cómo gano ochenta mil duros anuales,
sin hacer nada. ¡No ganándolos! Pero, para los efectos de gastarlos si
los ganase, es lo mismo que ganarlos.
Como no hay zapaterías, ni sastrerías, ni horchaterías, ni ninguna
clase de establecimientos donde vendan descanso, se descansa desde
luego, esto es, antes de cansarse, que es lo mismo que no cansarse; y
el dinero que hubiera ganado uno trabajando se lo imagina gastado en
no trabajar.
¿He dicho en no trabajar?
Pues he dicho mal, yo trabajo; pero trabajo poco y cuando me gusta
hacerlo. Entonces gano, y lo que gano me lo gasto en lo que más me
gusta, que unas veces es una cosa y otras veces es otra.
Esto sería abominable si yo hubiera complicado a otro ser en mi
manera de vivir; mas, como no es así, vivo muy mal para los demás...
Pero para Dios y para su causa vivo virtuosamente.
66
Cuando he obtenido dinero dándome el placer de trabajar, o me lo
gasto todo en comida, o todo en bebida, o todo en indumentaria, etc.,
etc. Así, se da el caso de que unas veces esté ahíto, de bien comer;
otras, ebrio, de buen beber; otras; elegante, de admirable vestir, y
otras, etc., etc.; pero siempre contento de mí y satisfecho de todo y de
todo el mundo.
Esta es; la virtualidad de la bohemia. Pero hay que sentirla
necesariamente para que resulte tal virtualidad.
La vida de bohemia tiene muchos detractores; pero son todos
envidiosos, faltos de resignación y de grandeza para practicarla.
«Nosce te ipsum.»
Yo soy así, porque soy.
67
X
¡QUIERO QUEDARME SIN COMER!
DICE que dio con los nudillos tres o cuatro golpes, bastante fuertes,
en uno de los cuarterones que decoraban la puerta de mi habitación.
Yo no le oí, porque estaba profundamente dormido.
Cuando se cansó de dar con los nudillos, o cuando le dolían de
tanto golpear, aporreó la puerta con la rodilla hasta ponérsela en
carne viva, y después con el tacón de la bota. Tan fuertes y tan
repetidos eran los golpes que dio con el tacón que no tuve más
remedio que despertarme.
68
Habrán observado ustedes que en mi modesto piso no había
campanilla, ni timbre, ni eslabón. Y no había eslabón, ni timbre, ni
campanilla porque el propietario de la finca, considerando que aquella
reducida vivienda no la ocuparía jamás persona alguna que contase
merecimientos de ser llamada por nadie, tuvo la comodidad de no
disponer que pusieran alguno de esos artefactos. A mí esta
determinación del casero me pareció de perlas, hasta tal punto que si
él no hubiese tenido la comodidad de no ponerlos, yo hubiera tenido la
comodidad de quitarlos. Eso sí, las habitaciones que son para dormir
y para trabajar no necesitan servicios de campanilla, ni instalaciones
eléctricas con timbre, ni nada, en fin, que vaya de consuno contra el
reposo y el silencio sepulcral que debe presidir en todo dormitorio
bien organizado.
Mi hombre, porque era un hombre aquel que tan despiadadamente
me despertaba a las doce de la mañana, seguía taconeando y
vociferando juntamente.
—¿Quién es?—grité desde el lecho, algún tanto alarmado.—¿Qué
pasa?
—¿Vive aquí Don Fulano de Tal?
—Sí, yo soy, que no debía de vivir tan al alcance de los tacones.
—¡Demonio, hombre, abra usted! ¿No sabe usted quién soy?
—No, ni me importa... Y yo no abro, sea usted quien sea, amigo o
enemigo. Si quiere usted abrir, meta los dedos por debajo de la
puerta, coja el llavín que hay en el suelo y abra usted.
—No puedo meter los dedos, porque de tanto llamar me los he
puesto en carne viva.
—Pues yo no me levanto de la cama, ¡ea! Dígame usted desde ahí lo
que se le ofrezca.
—¿Pero no me conoce usted en la voz?
—Hablando, no... Cante usted algo, a ver si cantando caigo en quién
es usted... Aunque es más fácil que me lo diga y no haga ya más el
coco.
—¡Soy Lino Gutiérrez, el almacenista de Sigüenza! ¡Aquél que
estuvo con usted aquella noche en el Café Habanero!
—¡Ah, si, hombre!... ¿Usted por aquí otra vez? ¡Qué alegría! Pues
nada, Lino, coja usted el llavín que le he dicho y abra usted, y entre,
porque yo no me levanto ni para el señor obispo de Sigüenza…
69
El famoso Lino Gutiérrez, anunciado a puerta cerrada, era un
comerciante rico de Sigüenza que una buena noche cayó en la mesa
del café de al lado de la nuestra. Nuestra mesa estaba rodeada de
cuatro o cinco muchachos menores de veinte años de edad, con un
temperamento artístico que, el que menos, no se hubiera cambiado por
Miguel Ángel. Yo era el más modesto, y en punto a temperamento y
aspiraciones por aquella época, creía que había venido a eclipsar la
figura literaria de Quevedo.
No cito los nombres de los que ocupaban conmigo la mesa porque
dos de ellos ya se han muerto, legando cada cual a la posteridad
una labor envidiable y un nombre ilustre; los otros, viven, y ocupando
están los lugares más preeminentes de la literatura y del arte patrios.
En cuanto a mí, aquí me tienen ustedes todavía presumiendo de
temperamento, y estoy en días de marcharme ya.
Lino, desde su mesa, nos oyó las vicisitudes que se pasan en la vida
cuando todo se sacrifica a la independencia; pero contadas con tan
vivos colores y de modo tan pintoresco que se embelesaba oyéndonos
y hubiera dado todo su almacén aquella noche por un kilo de
temperamento literario.
Entre las cosas que narramos, conté yo cómo me había quedado sin
comer un día de la misma semana en que lo relataba. El almacenista se
reía a mandíbula batiente de los comentarios que hice y de las
reflexiones de que me ayudé para resignarme con mi apetito. Llegó a
ponerse malo de reír: no hay nada en el mundo que tenga tanta gracia
como el hambre de los demás. En el teatro siempre han sido de gracia
positiva los tipos de cesantes que no comen: cuanto más tiempo haga
que no comen, mayor gracia. Esto es invariable.
La hilaridad que produjimos en nuestro adlátere le condujo a
ponerse inconveniente, queriendo confraternizar con nosotros, no sin
pedirnos antes mil perdones por su osadía, rogándonos que se le
dispensara si pecaba de incorrecto y entrometido; pero, según él, no
podía sustraerse al deseo de hablar directamente con nosotros.
70
—¿Quién es?—preguntó desde el lecho, algún tanto alarmado
—Eso que le pasa a usted,—le dijo uno de mis amigos que pecaba
de intransigente con los extraños—le ocurre a todo el mundo y se
aguanta. Estas conversaciones son nuestros festines, esas frases que a
usted le hacen reír son nuestros manjares. Venir a disfrutar de ellos sin
previa invitación, es una descortesía. ¿Qué hubiera usted dicho si mi
amigo el día que se quedó sin comer le hubiera cogido a usted su
ración del plato y se la hubiese comido él?
—No hubiera dicho nada,—repuso tímidamente, después de oír tan
intemperantes y desabridas palabras.
—¡Nada, no hubiera usted dicho nada!—siguió diciendo mi
amigo.—Pero le hubiera usted dado en la cabeza con el plato vacío, y
se habría usted quedado tan tranquilo por haber castigado a un osado...
¿No es eso?
71
—No, señor, no es eso... La prueba de que no es eso, la pueden
intentar, si ustedes no se ofenden por mi invitación, dispensándome el
honor de cenar esta noche conmigo... No soy ningún capitalista
fabuloso, pero puedo permitirme la satisfacción de gastarme unos
cientos de pesetas en que comamos y bebamos como a cada cual se
nos antoje.
De todos y de cada uno de la reunión salieron corteses frases de
agradecimiento, pero rechazando la invitación, bien que con cierta
timidez que dejaba margen a un prudente cambio de criterio.
El intransigente estuvo a punto de estropear el margen, porque se
quedó para hablar el último, y se salió diciendo:
—Nosotros no comemos con quien no conocemos. ¡Sabe Dios quién
será usted y de dónde le habrán venido esas pesetas!... ¡No podemos
dignamente aceptar esa invitación viniendo de un señor
completamente desconocido y del cual no sabemos sino que se ríe
mucho...
Don Lino pudo muy bien en aquel momento sacar un revólver y
matar al intransigente; pero se echó a reír de un modo escandaloso
porque le había hecho mucha gracia el desplante, y mandó llamar al
dueño del café, del cual era íntimo amigo, para que nos le presentase y
que desaparecieran ciertos escrúpulos que, en realidad, estábamos
muy lejos de sentir.
Se acortaron las distancias después de la presentación hecha por el
amo del café, como con un camino vecinal bien entendido, y
terminamos aceptando la invitación del señor Gutiérrez, después de
proclamarle Mecenas con toda solemnidad.
Nos subimos a uno de los gabinetes más amplios del piso entresuelo,
para estar con más independencia, y allí comenzó el uso de la palabra
en solicitud de mariscos y salsas francesas, y el abuso de todo linaje
de vinos, lacrados desde que se inventó el lacre...
¿Cuánto tiempo permanecimos allí reunidos?...
¡Ah!...
Ni mis amigos ni yo volvimos a ver a nuestro Mecenas. Supimos
que había pagado religiosamente setecientas pesetas del consumo
hecho durante el tiempo que estuvimos en el gabinete del entresuelo, y
que por la tarde había salido de Madrid, muy satisfecho de lo que se
había divertido.
72
Tal era el hombre que me despertó, y de no haber sido él, lo hubiera
pasado muy mal por despertarme.
—¡Dormilón!—entró diciendo en mi cuarto, con gran júbilo,
mientras me alargaba les brazos para estrecharme entre ellos.
Yo, saqué medio cuerpo de la cama para corresponder al agasajo con
que me brindaba; pero lleno de terror, porque supuse que viniendo de
la calle traería la ropa helada, como así era ciertamente.
Abrevié el acto del abrazo que él pensaba darle unas proporciones de
duración ni más ni menos que las del grupo escultórico de Daoiz y
Velarde, y me zambullí nuevamente en la cama, preso de terrible
escalofrío, cubriéndome con el embozo de tal manera que solo se me
quedó fuera una mano, porque yo tenía la pretensión, nada ridícula,
por cierto, de poder hablarle por señas.
Cuando entré en reacción, me atreví a descubrirme hasta los ojos, y
entonces vi por primera vez la plácida fisonomía del almacenista,
con su sempiterna sonrisa, dispuesto a elevarla a carcajada a la
primera sandez.
—¿Con que dormilón, eh?—le dije.—Pues ¿qué hora es?
—¡Las doce, hombre, las doce!
73
—Pues he dormido tres horas, amigo mío. Vine a casa a las seis,
después de cenar no tan en grande como la famosa noche, y he
leído en estos libros hasta la llegada de los diarios de la mañana, cuya
lectura me ha durado hasta las nueve dadas.
—Pues, yo no me arrepiento de haberle despertado a usted…
—¡Bien hecho! ¡Las cosas con franqueza!
—Desde que nos separamos, ni un solo día he dejado de pensar en
usted y de acordarme de todo cuanto dijo usted del día que se quedó
sin comer.
—Le agradezco a usted tanto...
—Nada, nada de agradecimiento. ¡Si es mi mayor placer!... Le he
contado el caso a todos mis amigos, y he conseguido unos triunfos de
gracioso que jamás pude soñar.
—Me alegro tanto.
—¡Levántese usted, hombre!
—No, eso no, ¡por Dios!
—Pues le necesito a usted... ¿Tiene usted dinero?
—Ni una peseta.
—Me alegro con toda mi alma.
—¡Muchas gracias!
—Hombre, sí. Me alegro, porque no teniendo usted dinero lograré el
fin que me había propuesto y con el cual vengo soñando hace tres
meses,
—Usted dirá.
—Quiero que me convide usted hoy a mí.
Debí poner una cara muy estúpida. Yo no comprendía a aquel
hombre: creí que estaba loco, y comencé a despertarme del todo ante
el temor de una acometida furiosa.
—Señor Gutiérrez, viene usted a esta casa a mofarse de mis
sentimientos más delicados… Sé que le debo una espléndida
invitación, pero ya le he dicho que hoy no tengo ni una peseta, y le
juro que no le he engañado.
—¡Si ya lo sé, hombre, si ya lo sé! —decía a intermitencias
alternando con unas risotadas que me erizaban los cabellos.
—¡Pues no entiendo cómo quiere usted que le convide sin dinero!
74
—Dinero, no falta. Yo tengo a la disposición de usted cuatro, cinco,
seis, hasta siete mil pesetas en la cartera... ¿Quiere usted verlas?
—No, señor.
—Pero, con todo ese dinero, vengo exclusivamente a que me
convide usted hoy.
—¡Pues, nada, dese usted por convidado!… ¿A qué?
—Vengo a que me convide usted hoy a quedarme sin comer. Tengo
ganas de reírme mucho.
Al oír la insensatez del almacenista me lancé del lecho, me lavé, me
vestí y nos fuimos a la calle, porque ya no me cabía duda: o estaba
loco, o le duraban aún los efectos del vino lacrado, o su médico le
había aconsejado la dieta.
Eso sí, yo realicé mi promesa con tanta esplendidez como él cuando
nos convidó.
Le tuve treinta horas sin comer… ¡Por poco se me muere de
debilidad!
Bien es cierto que luego nos desquitamos por su cuenta.
* * *
He sabido mucho después que el risueño Don Lino había muerto. En
santa gloria nos espere a todos por muchos años.
75
XI
VAMOS A PONER CASA
REALMENTE, no podíamos seguir viviendo como vivíamos mi
amigo Equis y yo, porque aquello no era vivir, y decidimos, de común
acuerdo, realizar un supremo esfuerzo de actividad y trabajo para
adquirir recursos que nos permitiesen instalarnos con ciertas
comodidades, dentro de una prudente modestia.
En lo de que lo primero que necesitábamos era dinero nos pusimos
de acuerdo inmediatamente los dos amigos, y si hubiéramos sido dos
mil creo yo que hubiese acontecido lo mismo, a pesar de ser el punto
más esencial. ¡Qué pocas veces ocurre esto en la vida!
Pusimos, pues, manos a la obra.
La obra lo mismo podía ser un sainete con asunto, que una comedia
sin él, que un drama sin drama; el caso era construir una cosa, escribir
algo de que pudiera decirse que valía dinero, y pedir el dinero, como
se verificó.
EPISODIOS DE LA BOHEMIA (1901-1905) Félix Méndez
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EPISODIOS DE LA BOHEMIA (1901-1905) Félix Méndez

  • 2. 2
  • 3. 3 Félix Méndez (1870-1913), el último bohemio Bohemia, bohemio, dos palabras cargadas de mística, de misterio, sinónimas de libertad, de creatividad, de anarquía, que hasta cuando son utilizadas como insulto dan carta de naturaleza, suponen un reconocimiento, una reafirmación ideológica, vital. Lo contrario de las palabras okupa, perroflauta, que carecen de ese carácter mítico, de leyenda urbana, a pesar de sus múltiples similitudes: la pobreza, la miseria, el vivir al día. La diferencia es que el bohemio es un nihilista que solo cree en el presente, en el aquí y ahora, y el okupa un anti- sistema, un creyente en los unicornios. El okupa es un inocente, un buenista, el bohemio un vividor, un escéptico. El bohemio cae simpático, es admirado, imitado, porque carece de ideología, no es un coñazo, vive y deja vivir, y lo que es mejor todavía, hace vivir más intensamente a las personas que pululan a su alrededor, que en apariencia son utilizadas, manipuladas, por el gorrón, y que en realidad lo que hacen es vampirizar al pobre libertario, que en su generosidad existencial, que no material, se entrega sin reservas.
  • 4. 4 1908 Esta es la parte positiva, luminosa, las risas, la negativa ya no es tan conocida, las humillaciones diarias que conlleva este vivir sin tener ninguna perspectiva ni proyecto de futuro. La picaresca, el buscarse la vida por medios paralelos o subterráneos al sistema, no es fácil, el orgullo sufre, y mucho. El bohemio es una persona sensible, espiritual, pero come, y bebe, como el resto. Si vivir dentro de la norma ya es algo precario, vivir fuera casi una utopía. El final del siglo XIX y el comienzo del XX fue la Edad de Oro de la bohemia porque el capitalismo todavía tenía sus grietas, el mercado negro se parecía demasiado al blanco, y la sociedad europea vivía sumida en la ingenuidad del bienestar, del progreso sin fin. Cantarismo que se vino abajo como un castillo de naipes gracias a las dos Guerras Mundiales. Este libro inédito de Félix Méndez, a veces Feliz Méndez, recoge el prosaico día a día de la bohemia madrileña, sin exageraciones valleinclanescas ni tremendismos. Un autocrítico diario a pie de tierra, que a pesar de mostrar la realidad sin maquillaje, sin heroísmos, está lleno de humor, de ternura, de comprensión humanista, de pasión por la vida, por la amistad, por la creación, como las mejores novelas picarescas del Siglo de Oro, que nunca caían en la vulgaridad, victimismo narcisista, egocéntrico, del existencialismo francés.
  • 5. 5 1913 ¿Y quién fue Félix Méndez? Pues un buscavidas, un bohemio de libro, con tuberculosis y todo, un superviviente, fue desahuciado por los médicos 20 años antes de su muerte. “El médico afirma que tengo una tisis galopante; pero yo he logrado ponerla al paso”. La tragedia siempre rondó su vida, la condición necesaria para ser humorista. Sus dos hermanas murieron en plena juventud, Luisa en 1897, y Soledad en 1909. También en 1897, cuatro meses después de la muerte de su hermana, murió su esposa Asunción, con la que se había casado apenas hacia un año. A pesar de todo nunca perdió el sentido del humor, y junto a su amigo del alma, el poeta y también tuberculoso, Manolito Paso, nunca dejó de cerrar los cafés de Madrid. “Era tal vez el último ejemplar de esa familia literaria que vivía alegremente burlándose de sus propias desdichas, tomando a chacota a la humanidad entera y ahogando los tormentos del espíritu y las dolencias del cuerpo entre tragos y carcajadas.” (Eduardo Muñoz) Su heredero natural, hasta físicamente, fue el gran periodista Félix Lorenzo, el autor de las legendarias columnas “Charlas al Sol”.
  • 6. 6 Cortejo fúnebre de Félix Méndez Un joven artista, un literato, que para “ganar su pan y sus vicios”, tuvo que trabajar a destajo escribiendo para casi todos los periódicos y revistas de la época, que muy generosos no eran con los emolumentos. Siguió el proceso evolutivo habitual: primero epigramista en revistas cómicas y galantes (La Semana cómica, Madrid Cómico), la subliteratura de finales del XIX, cronista taurino y castizo (Pan y Toros, El Heraldo de Madrid, La Ilustración Española y Americana, La Mañana, Mundo Gráfico), cuentista, de humor (Por estos mundos, Nuevo Mundo, La Nación Militar), el género más despreciado, el que mejor ha envejecido, era el humorista más famoso de su tiempo, y finalmente novelista por entregas, que nunca tuvieron trasvase en forma de libro, “Las aguas de San Canuto” (1906). Salvo un par de folletos, de opúsculos, “El puesto de la inocencia, escrúpulo de sainete lírico” (1897), y “Olé, Olé, las mujeres” (1909), una apología del piropo que tuvo gran éxito popular. Vivió su minuto de gloria poco antes de morir gracias a un intercambio epistolar en prensa con el gigante Unamuno (ver apéndice). Según Zamacois, el gran cronista, testigo privilegiado, de la bohemia, “Tipos de Café” (1935), Félix Méndez era más genial todavía en la vida real que en sus escritos: “Si Félix Méndez hubiese sabido llevar al papel la gracia, la extraordinaria gracia pícara de las chuscadas que a caño abierto decía y hacía, hubiera sido un formidable autor satírico.” Julio Pollino Tamayo
  • 7. 7 ÍNDICE INTRODUCCIÓN Félix Méndez (1870-1913), el último bohemio………………….….3 EPISODIOS DE LA BOHEMIA I – La tarde los cantares……………………………………………..9 II – Once horas en coche…………………………………….……..15 III – La levita francesa……………………………………….…….23 IV – La cena…….…………………………………………………..29 V – De chquet a chaqueta corta…………………………………...33 VI – La guitarra……………………………………………….…...41 VII – Filántropo, cortés y cautivo……………………………...….47 VIII – El rigor de la etiqueta………………………………….…...53 IX - “Nosce Te Ipsum”……………………………………………..61 X - ¡Quiero quedarme sin comer!…………………….…………...67 XI – Vamos a poner casa……………………………………..…….75
  • 8. 8 XII – La hoja del álbum………………………………………..…..83 XIII - ¡Yo, director de periódico!………………………………….91 XIV – Mi cadena perpetua……………………………………..….99 XV – El extraordinario…………………………………………....115 XVI – El corresponsal moroso…………………………..………..123 XVII – Las damas y los bohemios……………………….……….129 XVIII – Un baile de cabezas perdidas………………….………..139 APÉNDICE INTERCAMBIO DE ARTÍCULOS ENTRE UNAMUNO Y FÉLIX MÉNDEZ 1- Tres por cuatro, doce (Félix Méndez)…………………….…....145 2- ¡Guerra a la guerra! (Unamuno)…….…….…….…….……....148 3- La oquedad sonora (Unamuno)…..…….…….…….….……....151 4- El alma ingenua del público (Unamuno)……..…..….….…......155 5- Declino el honor (Félix Méndez)…………………….………....158 6- La Kultura y la Cultura (Unamuno)………………….……….162 7- El que paga descansa (Félix Méndez)…………….….………...165 8- Eruditos, heruditos y hheruditos (Unamuno)…….…..…….....171 9- Otro arabesco pedagógico (Unamuno)………………….….….175 10- Mis paradojas de antaño (Unamuno)…………..……..….......180
  • 9. 9 I LA TARDE DE LOS CANTARES Dibujos de Karikato LA tertulia era en el turno de Hilario, del Café de Fornos. Allí nos reuníamos unos cuantos muchachos con tales ganas de tomar café únicamente comparables a las de tener tabaco. La tarde venturosa en que cada cual llevaba su media peseta para el café, y unos cuantos cigarrillos, se discutía en aquellas mesas de lo temporal y de lo eterno, sin andarse en miramientos por el diapasón de los tonos y mucho menos por la calidad de las palabras.
  • 10. 10 Cuando la mayor parte no llevábamos los dos reales, aminoraban las voces y se cuidaba un poco más la galanura del lenguaje, para no excitar el enojo de Hilario, al cual parecía que se le alargaba la cara a cada contertulio que entraba y decía que ya había tomado café.... ¡Cuántas veces he oído decir a Hilario!... —Estos literatos serán muy buenos para todo, menos para parroquianos de café. El buen Hilario para eso de fiar se había cerrado a la banda... de María Luisa. Hará lo menos ocho años de esta tarde de los cantares a que voy a referirme. Varios de los que constituían la tertulia aquella han escalado ya preeminentes puestos en el teatro y en el periodismo. Digo escalado porque hay cosas que no siendo por escalo no se consiguen jamás. A pesar del tiempo transcurrido y de mi poca memoria, aún recuerdo que cuando entré en Fornos aquella famosa tarde, lo hice con la entereza con que se pasearía Napoleón I después de un triunfo de sus armas. De diez o doce literatos que confinaban dos mesas, lo menos había cuatro como parroquianos decorativos. Tomé asiento donde buenamente pude, saludé a mis amigos y pedí café de tal manera que hubo quien creyó que iba a tomar Fornos a traspaso. Observé, a seguida de sentarme, que había quien no había tomado café, y poco trabajo me costó hacerme entender de alguno de ellos que podía pedirlo porque llevaba yo dinero. —Tú, Alfredo,—dije—¿no tomas café? —Sí, hombre, pero te estaba esperando para tomarlo juntos. —Pues pídelo, pídelo. ¿Y tú Enrique? —Yo también lo pediré ahora. —¿Me convidas a mí?—gritó otro desde el lado opuesto. —¡Ya lo creo!—le repuse—y a todo el que quiera... ¡Vaya un cigarrito!... —¡Pero, oye, oye!—me dijo Alfredo—¿es que se ha muerto ya tu pobre tío, el que tenía dinero?
  • 11. 11 —No, hombre, no; tengo veinte pesetas que acabo de cobrar... y voy a contaros la procedencia. Al oír aquel grupo de jóvenes que iban a saber la procedencia de veinte pesetas, se hizo tal silencio en la reunión que se hubiera podido oír el vuelo de un mosquito sin trompetilla. —¡A ver! ¡a ver! decía uno. —¡Sepamos!—exclamaba otro. —¡Silencio, caballeros, que oigamos todos! Sorbí un poquito de café con cierta solemnidad, y dije mirando a todos para ver el efecto que producía: — Estas veinte pesetas que pongo son producto de la literatura.... —¿Has vendido el Quijote?—me interrumpió diciendo uno del género festivo. —No, señor, yo no vendo Quijotes, porque me quedaría sin amigos como tú.
  • 12. 12 —¡Vamos, vamos!—exclamó un poeta sentimental—¿le vais a dejar que nos diga dónde dan veinte pesetas por literatura? —Eso es, basta de interrupciones de mal tono,—agregó uno de los convidados. —Pues bien, allá va. Anteayer al salir de aquí se me acercó un joven muy bien vestido y me dijo con cierta timidez: —¿Es usted Méndez? —Sí, señor,—le repuse. —¿Es verdad que hace usted versos? —¡Sí, señor, verdad, espantosa verdad! —¿Querría usted hacerme unos cantares para mi novia? —¿De qué género? —Del que usted quiera. Le explicaré la cosa y usted verá el género que más conviene. Le oí lo de siempre... que su novia era muy guapa, y muy buena, y muy rica; pero que sus padres se oponían a las relaciones dudando del porvenir del chico. —¡Hombre!,—dijo uno—teniendo ella dinero, el porvenir del muchacho no podía ser más venturoso ni más risueño... —Eso le dije yo; pero los padres no están conformes con estas teorías y desprecian al joven, el cual quería vengarse poéticamente de sus verdugos. Total, que ayer le hice los cantares, contratados a medio duro cada uno, y hoy se los he entregado. —¿De modo que le has hecho ocho cantares? —No, lo he hecho cuatro; pero le han gustado tanto que me los ha pagado a duro. —¿Y sabes dónde vive?—me preguntó uno. —No. — ¿Qué señas tiene ese muchacho?—me preguntó otro.—¿Es uno alto, de bigote?... —No, nada, no es ese. Es uno que no conocéis vosotros y que ya no quiere más cantares. —Bueno, guarda el secreto del personaje; pero di los cantares. —¡Sí, sí! gritaron todos—que los diga. —Allá van... Primero:
  • 13. 13 «Al que juzga mal de un hombre porque no tiene dinero, merecía que lo atasen en un pesebre sin pienso.» —¡Bravo, bravo!—decía uno. —¡Qué filosofía tiene!—exclamaba otro. —Mucha—objetó un tercero. —Precioso es... Leérselo a Hilario. —¡Sí, sí!—volvieron a decir a coro—que lo oiga Hilario.... Y lo oyó. —Segundo cantar: «Porque digo que te adoro, sé que tus padres me odian; y yo en cambio los venero porque dicen que te adoran» —Ese es precioso... —¡Encantador! —Eso es hacer un cantar... (Dame otro cigarro). —Toma... —El último solo vale los cuatro duros. —Y cuatro mil. Oye, esta noche comeremos juntos. —Por supuesto. Alfredo, Enrique, Anselmo, tú y yo. —¿Dónde? —En casa de la Concha, modestamente. —Vamos a hacer el menú. —Vamos. Tres raciones de judías con jamón. Tres de pescado frito a la andaluza. Tres de solomillo. Tres botellas de vino. Queso, fruta y café. —¿Qué te parece?—me preguntó. —Suculento. ¿Habrá bastante dinero? —Sí, ¡ya lo creo! y nos queda para comprar una cajetilla para cada uno.
  • 14. 14 —Pues hecho. Así se hizo, y nos reímos hasta reventar y disfrutamos de aquellas veinte pesetas como si hubieran sido veinte mil. ¡Si ustedes supieran con qué mezcla de alegría y tristeza me acuerdo de aquel episodio de la bohemia que convinimos en llamar la tarde de los cantares! Y no sé por qué; pero, aunque lo supiera, no lo diría.... Son joyas que pertenecen al tesoro del alma...
  • 15. 15 II ONCE HORAS EN COCHE NO pude conciliar el sueño en toda la noche, y a las ocho en punto de la mañana me arrojé de la cama para poner mano a mi obra, perfectamente planeada y dispuesta. Desde mi casa fui a la de mi amigo Carlos, que no se había levantado todavía, ni pensaba en ello. Hacían escasamente dos horas que dormía profundamente, y se hallaba en el principio del primer sueño. Este Carlos, es de los que tienen varios sueños, y de los que los ordenan numéricamente, cosa que a mí me maravilla, porque siempre he tenido uno solo; aunque es de tener en cuenta que este me dura veintitantas horas, y la mayor parte de las veces, las tantas son nueve.
  • 16. 16 Tengo tal predisposición al sueño, desde muy niño, que duermo más que un cadáver. Llegué, como digo, a casa de mi buen amigo, y entré en su alcoba acompañado de sus dos hermanas para que no hubiese tiros. —¡Carlos,—le dije—levántate y anda! Carlos comenzó a dar señales de vida, gracias a que sus hermanas repetían incesantemente: —¡Carlos, despierta, hombre, mira quién está aquí! —¡Yo, yo! Despierta, que tenemos que salir a la calle. Hoy es el día del negocio aquel de que te hablé. Vístete, que dentro de un par de horas podrás acostarte nuevamente y dormir con la tranquilidad del que tiene unos cientos de pesetas en el bolsillo. —¿Qué dices?—me preguntó sentándose en el lecho, y con unos ojos tan despejados y abiertos como los de un puente. —Que te vistas inmediatamente, hombre. Mira le dije enseñándole una hoja de papel, del tamaño ordinario de un periódico,—esta es la prueba de la imprenta para ir a ver a los candidatos conservadores que se presentan como diputados por Madrid. —¿Está ya impresa? —Sí, están tirando el último millar en estos momentos. —Dame aquellos pantalones. —Tómalos. Vístete a prisa. —Tráeme las botas. —Toma. —Ve echando agua en la jofaina... —Voy... Pero no la hay en el jarro. —¡Pídela, da gritos! —¿A quién? —A mi hermana Laura. —¡Laura!... ¡¡Laura!!... ¡¡¡Lauraaa!!! —¿Qué pasa?—preguntó asomando la cara la hermana de mi amigo. —Que no hay agua aquí,—le dije yo.—Hágame usted el favor de traerla enseguida. —Inmediatamente. —Oye—dijo Carlos—da un limpión a mi gabán. Ahí tienes el cepillo.
  • 17. 17 —Bueno. —Aquí está el agua,—dijo Laura a los pocos segundos. —Muchas gracias. —¿Hace falta algo más? —No, señora. Cuando menos podía yo pensarlo, dijo mi amigo: —¡Ea, ya estoy dispuesto! —Pues en marcha. Salimos a la calle, y, como si fuera cosa convenida, nos dirigimos a un coche del punto más inmediato. —¿A quién vamos a ver primero?—dijo Carlos. —Al banquero X... o al industrial L...,—le contesté yo.—Dada la hora que es, serán los únicos candidatos que habrá levantados: los demás son aristócratas y se levantan más tarde. —Hacen muy bien,—me repuso. —Visitando a esos señores damos tiempo a que se levanten los demás. —Perfectamente. —Cochero ¿qué hora es? —Las nueve en punto, señorito,—contestó el auriga después de consultar un reloj de gran tamaño. —A la calle de tal, número tantos. —Muy bien. Lo primero que hizo mi amigo en cuanto nos sentamos en el carruaje, fue preguntarme si tenía yo dinero para comenzar las negociaciones, puesto que ya nos habíamos metido en gastos. —Ni una peseta,—le dije con un laconismo espantoso.—Pero no te apures; antes de una hora tendremos dinero de largo. —Y... ¿si no lo tuviésemos, si fracasaran todas las proposiciones?... —¡Ah!—le interrumpí—si fracasaran todas las negociaciones, tengo una solución. —¿Cuál? —El suicidio. En este punto llegamos a la casa de nuestro primer hombre. Bajé del carruaje y pregunté al portero: —¿Don Fulano de Tal?…
  • 18. 18 —Se ha ido a la fábrica. —¡Hombre, qué contrariedad!... ¿Y dónde está la fábrica? —En el Paseo de las Delicias. —Vamos, ahí al lado, como quien dice... —En coche, unos tres cuartos de hora. —Vaya, gracias. ¡Adiós! —¡Abur! Dimos al cochero la nueva dirección y salió el jaco a un trote regular. Por el camino comentamos la contrariedad sufrida, no sin advertir que era de buen presagio aquello de las delicias del paseo. Llegamos a la fábrica y preguntamos por el director de ella a quien tratábamos de ver. Nos dijeron que allí había estado, pero que se había ido a Getafe a un asunto, y que hasta la noche sería imposible verle. —No sé porqué presiento una catástrofe, —me dijo Carlos casi sin alientos y cuando ya estábamos en marcha nuevamente con dirección a la casa del segundo candidato. —Y yo también. — En fin, dame un cigarro. —No tengo. —¡Bien, hombre, bien! El porvenir será muy venturoso; pero, chico, ¡qué quieres que te diga! el presente no puede ser más fatídico. —Ya veremos. El carruaje se detuvo delante de un palacio colosal, templo del dinero, donde se respiraba un ambiente algo parecido al del Banco de España. El portero, vestido con lujosa librea, se adelantó para recibirnos y preguntarnos a dónde íbamos. —A ver al banquero señor X,—dijo Carlos. —¿Es para cobrar? —Creo que sí—exclamé yo precipitadamente. —Pues no son horas de caja. Hasta las once no vienen los empleados. —Se trata de un asunto particular con el señor X... y nada tienen que ver en él sus dependientes comerciales,—objetó Carlos oportunamente.
  • 19. 19 —Entonces, suban ustedes; no sé si les recibirá el señor, porque tiene una visita. —Esperaremos a ver si baja. —Pues ya tienen para rato, porque es el candidato señor barón de *** y generalmente se entretiene mucho tiempo. —¡Ah, demonio!... ¿La visita es el señor barón? Pues nos viene de perlas; ¿verdad, Carlos? —¡Ya lo creo!... ¡Así matamos dos pájaros de un tiro! —¿Pero vienen ustedes a matarlos? —¡No, hombre, no! —Pues suban ustedes. —Gracias. Subimos, pasamos nuestras tarjetas, e inmediatamente salió un criado invitándonos a llegar hasta la presencia de los personajes. Expusimos nuestro asunto con todo lujo de detalles y razonamientos, siendo el más flojo de estos últimos, el de que si no aceptaban la hoja que les proponíamos, no saldrían diputados probablemente. Ya estaba el banquero convencido y a punto de darnos el dinero, cuando el señor barón, adoptando la postura más aristocrática de que disponía, dijo que él por su parte no patrocinaba la hoja, porque no quería esgrimir ciertas armas en las luchas electorales. Al oír tan bien cumplidas razones, el banquero se pasó al bando de su correligionario, y los dos se unieron para la más rotunda negativa. Fracasado nuestro segundo intento, nos despedimos lo más cortésmente que nos fue posible, dado el estado de ánimo en que nos hallábamos, y nos metimos otra vez en el coche para hacer la tercera intentona al cuarto político de los seis que formaban la combinación. El cuarto candidato era duque nada menos. Llegamos a su casa, y antes de lograr entrar en su despacho sufrimos catorce o diez y seis interrogatorios. Primero el portero, luego un criado, a seguida el ayuda de cámara, después el administrador general, el apoderado, el secretario particular, un hermano del duque, qué sé yo; pero, en fin, a la media hora nos sentábamos en el despacho del gran aristócrata, con orden de que le esperásemos sentados porque estaba desayunándose.
  • 20. 20 A la una y media, es decir, unas tres horas después de haber llegado, (seis pesetas justas de coche), entró el buen señor precipitadamente, diciéndonos: —Les he hecho a ustedes esperar un poquito, ¿eh? —¡Quiá! no señor,—dijo Carlos.—Precisamente yo sería capaz de no salir de aquí. Nueva exposición del asunto, lectura de la hoja, razones, reflexiones, conveniencias. frases, todo lo imaginable para llevar el asunto a un éxito feliz. Cuando hubimos concluido de despotricar y de contarle las excelencias de nuestra labor periodística, nos dijo: —A mí me parece eso muy bien, y yo daré lo que me corresponda si mis correligionarios aceptan. Yo solo no me atrevo a hacer nada, porque sería significarme. Aceptamos aquel rasgo de delicadeza que nos puso a punto de caernos desmayados, y a vuelta de mil reverencias y cortesías, entramos en el coche para dirigirnos a tratar con el quinto candidato, en cuya morada, también suntuosa, nos dijeron que el señor no estaba en Madrid.
  • 21. 21 —Yo no puedo más—exclamó el pobre Carlos, desfallecido.—Me muero de hambre, son las tres y no he desayunado. —Pues el caso es—añadí yo—que aquí me tienes a mi que estoy en el mismo trance. —Hay que ocuparse en comer algo. —Eso digo yo. —¿Has visto qué cara tiene el cochero? —Sí, se parece al barón. —Mucho, y nos va a dar otro disgusto, lo mismo que el barón. —Igual me da; ahora lo que quiero yo es comer. Hay que empeñar una americana para tomar algún alimento. —Eso digo yo; pero si empeño la mía me quedo en mangas de camisa. —Pues la mía no la toman porque está muy mala; hay que empeñar la tuya que, aunque no está mucho mejor, está admisible, y te pones mi gabán. Yo iré a cuerpo. —¡Magnífico! Mandamos parar al cochero, y le dijimos: —Manzana, 16, casa de préstamos. Empeñamos la americana en diez pesetas. Antes se me olvidó decir que los gabanes no los toman. Comimos el cochero, el caballo y nosotros. El cochero, cuando vio que le sacaban del café un bisté con patatas, media botella de vino y un café, empezó aponerse tratable. El caballo también se dio un buen pasto de mendrugos de pan. A las cinco de la tarde terminábamos de almorzar para continuar nuestra odisea. Vimos al sexto candidato y también fracasó el plan que llevábamos. Eran las ocho de la noche cuando un querido amigo, cuya vida guarde Dios muchos años, pagaba cinco duros al cochero por sus servicios durante todo el día. En mi vida he visto más cerca de mí la delegación de vigilancia.
  • 22. 22
  • 23. 23 III LA LEVITA FRANCESA ERA la última prenda de mi pasado esplendor. Se trataba de una magnífica levita francesa que me llegaba a los tobillos, la cual retenía en mi poder porque las prendas entalladas y de faldón no las admiten en pactos de retroventa, como llaman ahora los prestamistas a lo que siempre se ha llamado empeños. Por entonces tenía yo más empeños que Sagasta en la actualidad. Hacía lo menos tres meses que andaba yo metido en aquella levita, sin poder salir de ella, porque no tenía otra cosa que ponerme, cuando vino el invierno con todos sus horrores.
  • 24. 24 La inopia me tenía condenado a etiqueta perpetua, y parecía como que la Providencia quería dar razón al sastre que, al entregarme aquella prenda, me dijo: —Le está a usted como pintada. Mientras hizo calor anduve por esas calles de Dios hecho un diplomático en funciones de su cargo; pero se echó el frío encima y el problema se presentó pavoroso e irresoluble, porque yo no tenía abrigo. Urge advertir que por aquella época se estilaban mucho los gabanes ingleses, famosos porque parecían americanas un poco largas, pero que eran ¡ay! muy cortos para gabanes. Un entrañable amigo mío, que era a la sazón director de orquesta, maestro compositor y organista de Nuestra Señora del Carmen, se compadeció de mí y de los elegantísimos fríos que yo pasaba, y a vuelta de mil rodeos para no herir mi susceptibilidad, me ofreció un gabán nuevecito que le habían hecho a él, y que no podía ponerse porque le estaba estrecho. Yo acepta con júbilo aquella oferta, y la misma tarde que me la hizo fuimos juntos a recoger a su casa el gabán. —A ti te estará divinamente,—me decía por el camino.—Como eres un poco más delgado que yo, debe de sentarte muy bien. Con efecto, en cuanto llegamos a su casa, de un armario ropero bien alimentado sacó el gabán, y me ayudó a encapillármele. La carcajada que soltó en cuanto se separó de mí unos pasos para ver qué tal me sentaba, heló mi sangre, y aún resuena en mis oídos como una descarga de fusilería. —¿De qué te ríes?—le pregunté—¿me está muy mal? —Ven por aquí, hombre,—me dijo sin dejar de reírse—¡mírate en esa luna! Cuando me vi reproducido de cuerpo entero, y observé que la levita sobresalía del gabán más de media vara, estuve a punto de caer desmayado; pero decidí reírme también, en razón de lo cómico de mi figura. En cuanto nos hartamos de reír, dijo mi amigo: —¡No te sirve! —¿Cómo que no?—le repuse yo—¡Ya verás si me sirve!
  • 25. 25 Efectivamente. Lo llevé a mi casa muy bien dobladito sobre el brazo, y una vez en mi habitación, me puse a discurrir la manera de poder llevar el consabido gabán, y a vuelta de serias meditaciones, hallé un modo de ponérmelo, con la levita debajo, que fue de un éxito felicísimo. Veamos cómo. Sobre la levita extendida me ponía el gabán; a seguida, los faldones de atrás me los traía hacia adelante, formando un ángulo en la parte delantera de los faldones, que levantaba hacia el pecho y que sujetaba abrochándome el gabán inmediatamente. Entre los muchísimos inconvenientes que tenía aquella manera de vestirme, había alguna ventaja que los compensaba sobradamente; una de ellas era el abrigarme del frío, superiormente. Nadie puede imaginarse lo calentito que iba yo con todos aquellos dobleces de tricot. Los cinco meses que viví con aquella fantástica indumentaria, dieron lugar a incidentes de una fuerza cómica ejemplar. Una vez me invitaron a comer en una de las casas particulares donde mejor se comía en Madrid por aquella época. Acudí a la cita media hora antes de la convenida, para poder desarrollar mi plan. Cuando yo llegué, ya había en el despacho otro de los convidados hablando con el dueño de la casa; uno de los criados me hizo pasar al referido despacho, en el cual entré, como es natural, con mi gabancito abrochado, y mi sombrero de copa y el bastón en las manos. Después de saludarnos, hicimos algunos comentarios acerca de los asuntos del día; yo celebré algunas obras de arte que adornaban la habitación, y momentos después y pretextando que en el despacho hacía mucho calor, porque había en la chimenea un buen fuego de leña, salí al recibimiento donde, sin que nadie me viera, me quité el gabán y me desdoblé la levita, para entrar nuevamente en el despacho, hecho un gran señor. Cuando el dueño de la casa y mi amigo me vieron entrar nuevamente, notaron la transformación, y no hacían más que observar aquellos larguísimos faldones y mirarme después como preguntándose dónde los habría llevado antes.
  • 26. 26 La situación de asombro de ellos era tan visible, como la indiferencia que yo trataba de tener. Por fin, el dueño de la casa me dijo con una delicadeza exquisita: —¿Por qué ha venido usted vestido? Ya sabía usted que íbamos a comer solo los amigos, porque mi mamá está fuera de Madrid, y, por lo tanto, no hay señoras. —Yo le diré a usted, mi querido Gaspar,—se llamaba Gaspar, y se llama.—De no venir vestido como usted dice, hubiera tenido que venir desnudo, porque no tengo más ropa que esta que usté ve ahora, y que no ve cuando me pongo el gabán, a pesar de ser tan corto. Este rasgo mío de sinceridad mitigó bastante las zozobras de aquellos buenos señores, aunque cada vez estaban más intrigados. Decidí confesarles todo lo que había de misterioso en aquella metempsicosis que habían presenciado, no solamente porque estaba obligado a ello, si que también porque así me ayudarían después de comer a que pudiera colocarme el gabán sin que un criado me pusiera en el trance de operar delante de él al auxiliarme para encapillármele, como era de su obligación.
  • 27. 27 Al oír mi relación se rieron a mandíbula batiente y me rogaron que hiciese la operación delante de ellos, porque lo que les maravillaba era que no tuviese arrugas la levita. Salí en busca de mi gabán, e hice dos o tres pruebas de doblar y desdoblar, cosa que les hizo reír grandemente, y que me valió lisonjeras frases para mi ingenio. Pasé por doce o catorce apuros de esta naturaleza y mayores, durante mi cautiverio en la levita francesa; pero el mayor fue el que voy a referir ahora, porque figuran en él personas conocidísimas en el arte dramática y en la literatura. Cuando me ocurrió el episodio que voy a referir, creí que me daban viruelas. ¡Qué rato pasé, Dios mío! Luis París, uno de mis más queridos amigos me presentó a la eminente actriz María Tubau, en su lujoso camerino del Teatro de la Princesa, y en ocasión de estar aquél lleno de visitas de periodistas, literatos y actores, a los cuales atendía con su cortesía acostumbrada Ceferino Palencia. —Este amigo mío,—dijo el que me presentaba, dirigiéndose a María Tubau y señalándome a mí,—aquí donde le ve usted viene correctamente vestido de etiqueta: ese gabán oculta una larga levita. Ni la distinguida actriz ni yo supimos qué decirnos, mientras reían las demás personas allí presentes, como si se hubieran vuelto locas. En cuanto se me pasó la primera impresión, que fue horrible, dije tartamudeando en algunas palabras, porque tenía la boca seca: —Sí, señora, sí; estoy de levita. Y si usted me lo permite me quitaré aquí el gabán. —¡Ya lo creo!—exclamó María, con un tono de confianza sublime para darme ánimos,—imagínese usted que está en su casa. Le di las gracias lo mejor que pude, y procedí a quitarme el gabán y a desdoblarme la levita, operaciones que terminé entre las más estrepitosas carcajadas. Los comentarios se hicieron todo el tiempo que duró el entreacto, y yo me avergoncé en tales términos que no he vuelto a poner los pies en el cuarto de la notable artista.
  • 28. 28 Aquella levita la sustituí con un terno magnífico de americana, y el primer día que salí a la calle sin la preocupación de que llevaba la levita doblada, no sé lo que pasó por mí... Me pareció que había salido a la calle en mangas de camisa. Quien fuere el que observó que en el mundo todo es harto acostumbrarse, debió de estar condenado también a una levita francesa.
  • 29. 29 IV LA CENA ESTAS cosas no debían contarse, sobre todo estando muy en peligro de que se repita la suerte de aquella desgracia; pero las cuento porque después de todo el cenar frugalmente no es ningún pecado, corno tampoco lo es el no cenar: antes bien, esto y aquello pueden ser una virtud, mejor dicho, dos virtudes, en gracia de las cuales hay en el mundo millones y millones de virtuosos. Era una de las últimas noches del mes de Septiembre de 188... sin frío ni calor, de esas noches que hay en Madrid en las que vivimos sin saber que vivimos, como cuando se duerme, por lo que atañe al tiempo. Serían las ocho y media de entonces, las veinte y treinta de ahora, (no confundirse con el treinta y cuarenta); momento más que crítico para irse cada cual a cenar a su casa, a su pensión, o a su viudedad.
  • 30. 30 Aquella apacible noche fue una de tantas y tantas que tiene la bohemia, en que no hay nada más problemático que cenar con decoro. Los sufragáneos de otras noches tuvieron sus compromisos; uno cenaba en casa de su tía con motivo de ser el día de su santo; otro tenía que asistir al bautizo de un sobrino procedente de hermana primípara, y no cabían disculpas; otro comía con el diputado por el distrito electoral de su pueblo, y otro, porque había otro, no tenía dinero aquella noche, y se veía precisado a recurrir al condumio doméstico. El porvenir no podía ser más pavoroso; me despedí abatidísimo de todos ellos, y en cuanto me quedé solo pensé hasta en el café con media tostada. ¡Qué momentos aquéllos! Yo estaba solo en la calle de Alcalá en medio de centenares de personas que iban y venían muy deprisa, y que a mí se me antojaba que todas iban a cenar. Instintiva y alternativamente miraba yo al principal del Café inglés, al restaurant y al entresuelo de Fornos, a las ventanas del famoso comedor de Los dos cisnes, cuya cocina estaba encomendada a la sazón, a un excocinero de S. M., que ponía los manjares muy en sazón; al Café de Madrid, primero arriba (cinco pesetas), luego abajo (tres pesetas), y ¡nada! vinieron a mi memoria centenares de cenas suculentas, y sin darme cuenta excitaba mi apetito. ¡Lo que yo cené en aquellos momentos! Intelectualmente, se entiende. Absorto y abstraído comencé a andar en dirección a la Puerta del Sol, hasta que volví sobre mí para recordar que tenía media peseta en plata, con la cual algo se podría comer aunque no se me ocultaba que sería muy difícil acertar con el qué y el dónde había de cenar. Pensé primeramente en las dos onzas de queso manchego, pan y vino; pero el menú no me sedujo. Después pensé en los cien gramos de boquerones de Málaga, desechando el manjar porque exige mucho vino, y no me quedaba más que para medio chico. Un chorizo no estaría mal,—me dije como el que acierta la solución de una charada difícil; y decidido a cenar chorizo, díme a discurrir el lugar donde me lo comería.
  • 31. 31 En estas meditaciones profundas iba andando por la calle Ancha de San Fernando adelante, y esquina a la del Pez advertí que me había extraviado mucho del centro, y que ya eran más de las nueve. Subí por la calle del Pez, ya cuasi saboreando el chorizo, cuando me fijé en un magnífico barril de escabeche de atún, llamado de rueda, que estaba diciendo Comedme a la puerta de una pescadería. Me detuve y comencé a hacer la rueda al escabeche; pero no me atrevía a comprarle por el descaro con que se hacía el peso, también colocado en la mismísima puerta. Por fin me decidí, y acercándome al pescadero le dije muy bajito y muy avergonzado: —¿A cómo está el escabeche? —A peseta,—me contestó. —Pues...deme usted un cuarterón muy bien envuelto, y sin que lo vea nadie. Al darme la vuelta de la media peseta, no supe qué hacer con aquellos cinco perros chicos mojados y con un olor a pescado fresco, que volcaba; estuve por tirarlos juntos con el escabeche; pero aquella cena ya era un capricho más que una necesidad, y me guardé el dinero en el bolsillo del pantalón, no sin hacer unos cuantos gestos de asco al mismo tiempo.
  • 32. 32 Compré un panecillo francés calentito, que también me envolvieron cuidadosamente, y una vez en posesión de las suculentas viandas, me dirigí al Prado dispuesto a comérmelo todo lo tranquilo que me fuera posible, ante el temor de que me viese cualquier persona conocida. Llegué al Prado, me senté en una de las sillas más protegidas por la sombra, y una vez sentado dispuse la mesa valiéndome de la silla de al lado, resultándome así la cosa con cierta coquetería. Yo, preocupado únicamente en que las personas no me vieran comer, no advertí la presencia de tres o cuatro perros auténticos que, haciéndose los convidados, me delataban a los transeúntes dando vueltas a mi alrededor, alargando el hocico poco menos que hasta comerme el escabeche. Tal prisa me di a mascar y deglutir que me atraganté cuatro o cinco veces y creí que aquella cena me costaría la vida. De cuando en cuando distraía el apetito de los canes con algún trozo de pan; pero tuve que retraerme en mi cándido ardid, porque vi que me quedaba con un hambre relativa. Terminado el festín, me fui precipitadamente a una taberna, la más oculta que hallé en mi camino de regreso a la Puerta del Sol. En ella me bebí un quince de vino que me sentó admirablemente, y a seguida me fui al Café Universal a tomar café a crédito, y a discutir en tertulia de las excelencias de la cocina francesa. Aquella misma noche, muy a última hora, más bien la madrugada del siguiente día, comí en el entresuelo de Fornos, de una sentada, la equivalencia de más de cuarenta cenas como la del escabeche. Tan radicales e inmediatos son los trastornos estomacales en la vida de la alta bohemia. O cena suculenta, o una... fetidez de aliento.
  • 33. 33 V DE CHAQUET A CHAQUETA CORTA Sería preciso un tomo de doscientos páginas en cuarto mayor para narrar todas las calamidades de aquel angustioso período de mi bohemia, al cual estoy refiriéndome. Dormía yo en una lúgubre alcoba de un piso principal en la calle del Prado, gracias a la misericordia de un mi amigo que ocupaba el gabinete contiguo, y gracias a la misericordia de la dueña de la casa, que a su vez vivía allí gracias a la misericordia fiel administrador de la finca.
  • 34. 34 En aquella memorable casa nadie pagaba a nadie: en la alcoba de la sala vivía un Don Paco, como lo llamábamos todos los huéspedes, porque era exgobernador de provincia, que no pagaba; el gabinete lo tenía arrendado mi amigo, que no pagaba; la alcoba de aquel gabinete, la ocupaba yo, y es claro, que no pagaba; en el comedor había otra alcoba alquilada a un señor que no llegamos a conocer porque madrugaba mucho, y no volvía a casa en todo el día, que tampoco pagaba; y en el pasillo había otra alcoba arrendada por un empleado del Ayuntamiento, que tampoco pagaba. Eramos cinco huéspedes honorarios, es decir, sin honorarios. De los cinco, cuatro estábamos contratados con asistencia, esto es, que la patrona tenía la obligación de darnos de comer, en cuya consecuencia no hay que decir que no comíamos. Aún recuerdo de un día que me despertó mi amigo escandalosamente, para decirme: —Tú, levántate, que hay cocido. —Déjame, hombre, déjame dormir, y no gastes bromas pesadas... Tú estás obligado a que se te ocurran cosas de más ingenio. —Te doy mi palabra de honor de que hay cocido. —Pues no te creo ¡ea! —Sí, señor, sí le hay—gritó la patrona con un tono que dejaba adivinar cierto vanidoso mal humor,—y ya está la sopa en la mesa. Oír yo que la sopa estaba servida y ponerme en pie de un salto prodigioso, fue tan breve que no admite hacer cálculo de tiempo. Me lavé lo antes posible en una jofaina de loza ordinaria que se acomodaba muy mal en un palanganero de hierro, también muy ordinario, y me senté a la mesa sin gran apetito, pero diciéndome: «Come todo cuanto puedas por lo que pueda tronar.» Lo que podía, tronar era que si no comía, iba a correr el riesgo de no cenar tampoco, aunque tuviera apetito, lo cual era de una gravedad suprema, y, por lo tanto, comí. Puede deducirse que he pasado por alto el narrar cuándo y cómo me vestí; porque no tenía ropa que ponerme.
  • 35. 35 Hacía tres días que no podía salir de casa porque mi americana y chaleco fueron vendidos con pacto de retroventa, como me parece haber escrito ya que se dice ahora: por entonces esa operación se llamaba sencillamente empeñar, y algunos, los que entendíamos de operaciones de crédito, lo llamábamos pignorar, para dar tono a nuestras necesidades y en algunas ocasiones para que la gente se creyera, al oírnos hablar, que se trataba de fuertes garantías en papel del Estado. Así las cosas, mi amigo y yo nos servíamos de un solo traje, que por cierto era de chaquet, y algún tanto pasado de moda y pasado de uso, que pertenecía a mi amigo, bastante más bajo de estatura que yo, razón por la cual, cuando yo me lo ponía, no quedaba hecho un figurín precisamente, antes bien, me convertía en un adefesio, porque parecía que me había vestido tirándome las cosas desde un piso principal. El día del cocido era cosa convenida que yo saliera a media noche para procurarme dinero con qué rescatar mi ropa y llevar algunas viandas fiambres al cenáculo. Llamábamos cenáculo,irónicamente, al gabinete que ocupaba mi amigo, en mofa de las pocas veces que se cenaba en aquella casa. El plan se realizó; a las doce de la noche me puse mi buen chaquet, es decir, el mal chaquet de mi amigo, y me dispuse a salir en dirección a Fornos, diciendo: —¡Ea! Ya estará en el café nuestro Mecenas. —Hombre, no sé por qué se me antoja que te va a salir bien el asalto,—dijo mi amigo. —Yo también creo que va a salir bien—añadió D. Paco, que se había convidado previamente,—y además sé por qué. —¿Le pica a usted la palma de la mano?—le pregunté yo. —No, señor; son derivaciones del lenguaje. —¡A ver! ¡a ver!—dijimos mi amigo y yo. —Está claro. Se habla de cenar en el cenáculo y gracias a un Mecenas. —¿Es un chiste?—exclamé yo algo contrariado por la desabrida gracia del exgobernador, tanto más desabrida cuanto mayor fue el desencanto después de habernos hecho concebir esperanzas en el buen éxito de mi difícil gestión.
  • 36. 36 —Si es chiste o no ya lo veremos... Anda, vete,—interrumpió, diciendo mi amigo, las disculpas que pretendía darnos el gracioso D. Paco. Desde la calle del Prado hasta el Café de Fornos, yendo por la calle del Príncipe, encontré a todo lo más florido de mis relaciones, la familia de mi novia inclusive, a la cual escribí diciendo que estaba enfermo por no presentarme ante ella con aquel chaquet, o en mangas de camisa y sin chaleco. Lo que padecí no puedo narrarlo. Por fin llegué a Fornos, y como no hay mal que cien años dure y Dios aprieta, pero no ahoga, hallé a mi hombre en tan buena disposición, que me hizo relatarle cuanto me pasaba, riéndose a mandíbula batiente cuando mayor era el apuro que le relataba y más crítica aparecía mi situación.
  • 37. 37 —Bueno,—me dijo,—¿y con cuánto dinero se arreglaría lo más perentorio de ese montón de desdichas? —Con cincuenta pesetas,—le repuse secamente. —Con cincuenta... con cincuenta,—volvió a decir,—está bien; pues mañana por la tarde se las enviaré con mi criado, porque aquí no las tengo. No hay que decir que palidecí al oír esta respuesta, y me quedé perplejo, anonadado, con la boca entreabierta como para exhalar el último suspiro, y realmente creí morir. —¿Se pone usted malo?—me dijo. —No, no;—le repuse para tranquilizarle—ha sido la emoción experimentada al saber que no me da usted el dinero ahora mismo, sobre la marcha. —Pero, hombre, ¿qué más da, si mañana?... —Es que mañana habrán aumentado considerablemente las necesidades. —¿Por qué? —Porque habremos muerto. —¿De qué? —De todo. De sed, de hambre, de sueño, de desnudez acaso. —No sea usted exagerado, amigo mío: si la desnudez matase, mañana mismo amanecería el día siendo el mundo un inmenso cementerio. —¿Por qué? —Porque todo el mundo se desnuda. —¡Vamos, hombre! ¿Me va usted a negar que hay que acostarse vestido? —¡Pues ya lo creo! —¿Pero usted cree que si yo me acuesto vestido el día que me empeñaron la ropa, me la empeñan?... ¡Cá! —¡Ah! ¿Pero fue que se la empeñaron a usted? —Es claro. Y si ahora voy a casa y me desnudo, se pone esta ropa su dueño y ya no salgo de casa en otros tres días. —¿Aunque yo mande el dinero? —Si usted manda el dinero, peor. Entonces explotan mi situación, me sitian por hambre, y tengo que ir dando cantidades para el sustento de todos hasta que se me acabe el dinero.
  • 38. 38 —Eso es inquisitorial. —Eso es la lucha por la existencia. —Entonces ¿qué piensa usted hacer? —Ahora voy a casa, digo lo que me ha ocurrido con usted, me siento a horcajadas en una silla, y me pongo a tararear el racconto de Lohengrin. —¿Y por qué el racconto?... ¿Por no dormirse? —No, señor; porque sé que les hace dormir a ellos, lo cual me permite a mí dar una cabezadita. —Se me ocurre una idea. Ahora de momento puedo darle a usted hasta diez pesetas. —¡Cómo!... ¡Qué!... ¡A ver!... ¡Diga, diga otra vez!... ¿Cuánto? —Diez pesetas. —¿Ha dicho de momento? —Sí, sí; téngalas usted. Cogí los dos duros, y no pensé más que en echar a correr para llevar a mis amigos una cena suculenta que nos indemnizase a todos del frugal y escaso condumio del mediodía. Con tal violencia me levanté, y con tanta fuerza quiso detenerme mi protector para quedar en lo que se había de hacer al siguiente día, que se quedó con los dos faldones del chaquet en la mano, mientras yo corría desesperado, sin advertir la catástrofe de que me había quedado de improviso vestido de chaqueta corta. Inútilmente se desgañitó, gritándome que volviese a recoger los faldones; tan vertiginosa fuga emprendí en busca de las vituallas de boca, que ni oí los gritos ni me percaté de la triste figura que iba haciendo al cruzar las calles de Alcalá, Sevilla y Príncipe hasta llegar a la taberna de los pájaros, donde produje la hilaridad de la abigarrada concurrencia. Noté que todos los parroquianos se miraban, esforzándose por no reírse de mí, delante de mí, mientras pedía yo ternera mechada, jamón en dulce, embuchado de lomo, queso, pan y vino, que después de bien acondicionado en varios papeles y todos ellos en uno muy grande, pagué, y de dos saltos llegué al principal de la calle del Prado, porque no tuve necesidad de llamar: estaban en el balcón esperándome el exgobernador y mi amigo, con el mismo entusiasmo y el mismo interés que una muchacha enamorada.
  • 39. 39 Cuando entré en el gabinete, su primer cuidado fue cogerme el papelón para ver lo que contenía; pero no llegaron a hacerlo: una explosión de risa me heló la sangre e hizo que despertasen los otros huéspedes a consecuencia de lo estentóreo y prolongado de la carcajada. Entonces me enteré de lo que me había ocurrido; pero ya no era tiempo más que de comer, y reír y más reír, mientras yo les contaba lo que me había sucedido. Aquella noche conocimos al huésped durmiente, que resultó ser un autor dramático, el cual, nos amargó aquella deliciosa velada leyéndonos un drama con tesis. —¿Eh, qué tal?—me decía el exgobernador.—¿Ahora no le parecerá a usted tan mal aquello de la cena, el cenáculo y el Mecenas? —No, amigo, no; ahora no me parece tan mal,—le repuse, y seguí diciendo:—Dígame usted, ¿cree qué mañana me mandará las cincuenta pesetas? —¡Hombre, yo creo que sí!... También acertó. Al día siguiente recibí una carta y un paquete. La carta contenía un billete de cincuenta pesetas, y el paquete los faldones del chaquet.
  • 40. 40
  • 41. 41 VI LA GUITARRA ÉRAMOS Alberto X, Daniel X también, y yo. Desde las dos de la madrugada, hora triste en que perdimos el derecho de asilo en el café, donde habíamos gastado nuestras últimas monedas, anduvimos errantes por todo Madrid, bien a nuestras anchas hasta por sus más angostas calles, sin poder posarnos en lugar alguno donde fuera preciso dar ni cinco céntimos por los tres. Afortunadamente, era una noche espléndida de Junio, y, más afortunadamente, aún teníamos una cajetilla de pitillos encargada de amenizarnos la velada y hacernos la vida agradable y risueña. Digan lo que quieran los no fumadores, el tabaco ayuda poderosamente a los hombres a resolver los más arduos problemas de su vida. Éramos, pues, tres ingenios con tabaco y con dos o tres terrones de azúcar procedentes del café.
  • 42. 42 La familia de Alberto hacía seis u ocho días que veraneaba en una playa del Norte, y él estaba esperando dinero de un momento a otro para ir a reunirse con los suyos. Daniel tenía su familia en Madrid; pero no esperaba dinero de ella, y yo, que también tenía mi familia en la corte, tampoco esperaba dinero suyo ni de nadie. Esta situación de Daniel y mía, si bien no era halagüeña, nos proporcionaba cierta tranquilidad de espíritu que está muy lejos de sentirse cuando se espera recibir alguna cantidad, aunque sea por el concepto más legítimo y por el conducto más seguro. No sé qué tiene el dinero que siempre llega después de muchas dudas, infinitos sobresaltos, prolongadas inquietudes, impaciencia continua, y... menos mal si llega, que, generalmente, no llega, como puedo comprobarse. En filosofías como éstas, y en restar méritos literarios o artísticos a nuestros más íntimos amigos, nos sorprendió el amanecer de uno de los días más pavorosos y de porvenir más incierto, dado nuestro género de vida. A la sazón había yo trocado el cómodo y apacible albergue que me tenían designado mis padres en su ordenado hogar, por una alcoba hedionda que mediante un estipendio mezquino alquilé en el piso cuarto de una casa de la calle de las Infantas. Con no muy sana razón creía yo salir ganando al cambiar un caudal de caricias, tan desinteresadas como bien sentidas, por un puñado de independencia mal entendida; pero ello fue preciso, porque tenía que rendir culto a mi propio carácter de hacer lo que se me antoja, único bello ideal de mi existencia, cuando estos antojos son cosas jurídicamente lícitas y no atentan a la moral. Estaba yo comprometido con mi amigo Alberto a darle lecho y luz durante los días que él tardase en resolver sus negocios de dinero; compromisos que me fueron muy fáciles cumplir, porque mi cama era capaz para dos personas de nuestras escasas carnes. De la luz no había que preocuparse, porque nos acostábamos siempre de día, y el sol sale para todos. En cuanto al buen Daniel, hombre que practicaba la amistad como sacrosanto sacerdocio, entendió que podría juzgarse de egoísmo el abandonarnos entre tantos peligros de pasarnos el día sin comer, y resolvió quedarse entre nosotros y correr nuestra suerte, generosidad que pudo costarle muy cara, además de arriesgar una alimentación que él tenía seguramente en su casita.
  • 43. 43 Estábamos los tres sentados en un banco de la Plaza de Oriente, hartos de hablar, escasos ya de cigarros y en los preludios de un abatimiento que necesariamente tenía que ser pasajero. El sol comenzaba a dar cuenta de su presencia amenazando carbonizarnos, y nuestros estómagos se ponían en orden de desayuno. ¡El desayuno! No había en el mundo nada más problemático ni más remoto que nuestro desayuno de aquel día. Había que pensar en adquirirlo, y a pensarlo nos dimos cada cual por nuestra parte. Más de diez minutos habrían transcurrido sin que cruzáramos palabra, cuando interrumpió el silencio Alberto para preguntarnos con cierta perplejidad: —¿Sabéis si toman las guitarras en las casas de préstamos? Daniel respondió en seguida, lleno de pesimismo abrumador, que no las tomaban. —¡Tú que sabes, hombre!—le dije yo.—¿Has pretendido empeñar alguna? —¿Yo? No, pero creo que no darán nada por una guitarra; yo por lo menos no daría nada. —¡Toma, toma! ¡Ni yo! Pero como no se trata de dar sino de tomar... En fin, yo creo que sí las empeñan... Aquí lo que hace falta es la guitarra. —La guitarra está,—dijo Alberto—la tengo en la portería de mi casa; no es mía, ya sabéis que yo no toco la guitarra; pero es igual que si fuera mía. —¿Sí, eh?—exclamó Daniel.—Pues manos a la obra: ¡a empeñar la guitarra! —¡Vamos!—dijimos Alberto y yo simultáneamente. Y como movidos por un resorte nos pusimos los tres en pie y nos dirigimos a la portería de una casa de la calle del Saúco, donde vivía Alberto. Una vez en posesión de la guitarra se nos presentó un inconveniente estupendo: el de que ninguno de los tres se creía con la suficiente desfachatez para ir con una guitarra por las calles de Madrid a las siete de la mañana. Debatimos el asunto en el mismo portal durante veinte minutos, y resolvimos llevarla los tres, alternando.
  • 44. 44 No sé lo que sufrirían ellos cuando la llevaban; yo de mí sé decir que cuando me tocó el turno, cuando vi la guitarra colgada, por la parte del clavijero, de mi antebrazo izquierdo, por poco me desmayo. La vergüenza que me daba porque la gente supusiera que yo había pasado la noche tarareando un pasacalle, acompañándome con aquel instrumento, y dando vueltas por toda la ciudad, no puede calcularlo nadie. Lo peor del trance no fue llevarla hasta la primera casa de préstamos que hallamos en nuestro camino; lo peor fue que en la primera no nos la tomaron, ni en la segunda, ni en la tercera, ni en la cuarta. Afortunadamente, a fuerza de ir con la guitarra de un lado para otro, ya la llevábamos con la misma soltura que la llevaba Perico el Ciego. Por fin llegamos a una casa de préstamos de la calle del Ave María, en la cual me tocaba a mí entrar, y le di la guitarra a un joven que había detrás del mostrador. Cogió el instrumento, la templó con cierta parsimonia, según es uso en el arte, se arrancó rasgueando una falseta, (creo que se dice así), y de buenas a primeras me preguntó: —¿Cuánto pide usté? —Siga usté, siga usté tocando... ¡Canastos qué, manos tiene usté para la guitarra! —¡Quiá!—me respondió despreciativamente; pero le había halagado ya el amor propio y siguió rasgueando. —¡Olé, los hombres!... ¡Bien tocao!...—le decía yo.—A ver, tóqueme usté una malagueñiya. —Bueno... Pero ¿cuánto quiere usté? —Poco, porque la voy a sacar en seguida. —Bien; pero ¿cuánto? —Pues, hombre, déme usted quince pesetas. —¡Quince pesetas! No puedo... ¿Quiere usté diez?... —¡Hombre! ¿Y es usté el que sabe tocar la guitarra? —Sí, señor. —Pues no se conoce, amigo, porque le digo a usté que se toque una malagueña... —¿Y qué?
  • 45. 45 —Que se ha salido usté por peteneras. —Está bien… ¿Quiere usté doce? —¡Pero hombre, si la voy a sacar en seguida! Precisamente en mi casa no podemos vivir nadie sin la guitarra... ¡es la alegría del hogar! A mi señor padre se le alivian los dolores de estómago en cuanto toca un poco la guitarra... Con que ¡ya ve usté! —Siendo así le daré las quince, porque yo soy lo mismo: si no tuviera guitarra, no viviría... ¿Para qué quiero yo la vida sin mi guitarra? —Es claro. ¡Un instrumento tan!. . (yo no sabía qué decir) tan expresivo! Me dieron mis tres duritos y mi papeleta, y salí a la calle. Cuando Alberto y Daniel me vieron sin guitarra se abalanzaron sobre mí como para saquearme. —Estamos salvados—les dije.—¡Hay quince pesetas para hacer frente a las necesidades del día! Hubo terceto de expansión, comentarios propios del caso, tranvía hasta la Puerta del Sol, café y media tostada en el Oriental, tabaco, y, sobre todo y como más principal, reserva de dinero para comer a las seis de la tarde cuando nos levantásemos de dormir, porque estábamos ya que no podíamos tenernos en pie. ¡Teníamos más sueño que hambre! ¡¡Si tendríamos sueño!!
  • 46. 46
  • 47. 47 VII FILÁNTROPO, CORTÉS Y CAUTIVO VOY a tratar de uno de los días de mi vida en que he amanecido con más dinero. Tenía yo aquella tarde (yo amanezco por las tardes), sin exagerar, unas diez pesetas; ya sé que no es una fortuna, pero dos duritos para quien de ordinario se despierta sin quince céntimos, resulta una cifra muy bonita y que brinda un día de buen pasar. Aquella noche había de celebrarse, como realmente se celebró, en los perniciosos jardines del Buen Retiro—los llamo perniciosos porque allí se va a hacer piernas—una fiesta de caridad, cuyos productos se destinaban a no recuerdo qué clasificación de menesterosos colegiados.
  • 48. 48 Una de las organizadoras de aquella especie de «serrane´s» garden party (partida serrana de jardín), aristocrática señora de tan buenos ojos como mala vista, porque mandarme a mí billetes de pago es no ver ciento en un burro, se le ocurrió, por su loca fantasía de protectora y con su buen sentido de mujer distanciada de la realidad de las cosas, la peregrina idea de enviarme cinco billetes para la hermosa fiesta, según ella, que había de allegar recursos a un establecimiento benéfico, que ya he dicho que no recuerdo cuál fue, y aunque lo recordase no lo diría por que no pareciese que lo echaba en cara. Según el texto de la esquelita portadora, fundábase la noble dama para remitirme aquellas cinco entradas,—que me costaron cinco pesetas, y repito que no es echarlo en cara—en mi reconocido amor al prójimo, mis caritativos sentimientos, mi proverbial generosidad (¡atiza!), mi fe religiosa y mi jamás desmentida filantropía. Esto está bien, porque ¿quién se va a entretener en desmentirla? Total, que me aplicaba cinco calidades honrosas y que me las cobraba a peseta cada una; como se ve, así, a primera vista, no era caro. Di un duro al criado que llevó la carta, recomendándole al propio tiempo que no se lo gastase, porque yo, en materia de dinero, creo que es muy prudente no fiarse de nadie, por lo menos, sin la duda correspondiente. Además, le recomendé también muy especialmente que no dejase de expresar a su agradecimiento, por la delicada atención de que me había hecho objeto acordándose de mí en los sacrosantos momentos del reparto, y por la inmerecida merced que me hacía suponiendo que yo podía tener un duro a cualquier hora del día. ¿Ustedes, mis escasos lectores, creerán que ya está narrado lo de filántropo y lo de cortés a que el título se refiere?... Pues no, señores; hasta ahora no va dicho más que la parte de filántropo. La de cortés es mucho más distraída. Salí a la calle con el otro durito,—ruego que se lleve bien la cuenta—del cual pagué un servicio postal para que llevasen a dos señoras amigas mías dos de los billetes de la hermosa fiesta; tomé café, compré tabaco y cerillas, y me quedé con tres pesetas para hacer frente a todo linaje de compromisos y necesidades de la vida, comer inclusive.
  • 49. 49 En esta abundancia de recursos me hallaba yo cuando tropecé con dos de mis más íntimos amigos, entro los cuales comenté muy a mi gusto la humorada de la caritativa aristócrata, claro está, dados mis buenos principios, que sin pensar ni decir nada en que la dama sufrióse la más leve censura; antes al contrario, entonces y ahora le pido a Dios que la pague con creces el bien que hizo a los pobres. Me oyeron mis amigos la relación, con cierta complacencia, y de comentario en comentario vinimos a parar en citarnos a la puerta de los Jardines, después que aquéllos cenasen, para aprovechar las tres entradas que me quedaban. Quería darles a cada uno su billete, pero rechazaron mi pretensión fundándose en que, quedándome yo con los tres, no faltaría a la cita, como es mi costumbre desde niño. Aún recuerdo íntegra la forma en que nos despedimos.
  • 50. 50 —Bueno, no faltes; a las nueve en punto, en la puerta. —Vosotros sois los que no habéis de faltarme. —¡Descuida, hombre, descuida! — Pues ¡hasta luego! —¡A las nueve! ¿eh? —¡Sí, sí, a las nueve! Eran las ocho. Ellos se fueron hacia la calle del Arenal, y yo me fui por la de Alcalá, muy despacito porque iba, ya cuando me quedé solo, trazando el programa de la noche, que no tengo inconveniente en relatar. —Con estas tres pesetas,—me decía yo a mí mismo—tengo para cenar, a la salida de los Jardines, una cenita de dos pesetas en Fornos: daré un real de propina, y con los tres reales restantes y lo que tengo que cobrar mañana, que creo que no tengo nada que cobrar, llego a pasado mañana perfectamente muerto de hambre. Advierto que esto de morirme de hambre no me ha preocupado nunca; desde que me destetaron—no digo desde que me quitaron el pecho, porque todavía tengo pecho—vengo amenazado de muerte por ella (por el hambre), y hace treinta años que como todos los días, muchos de ellos muy bien, y la mayor parte con vinos extranjeros. Eso de preocuparse de las comidas me ha parecido siempre cosa reservada a los cocineros, exclusivamente. Oí sonar las nueve del reloj del Banco de España, paseándome a todo lo largo de la puerta, punto de mi cita, para distraerme más hasta que llegasen mis amigos, y oí las diez, y todavía no habían llegado, y yo seguía paseándome, juro que sin impaciencia, aunque tenía la completa seguridad de que no asistirían a la cita. Ya estaba yo decidido a entrar tres veces, con el benéfico fin de que no se perdiese ninguna entrada, cuando se detuvo un coche de plaza a la puerta de los Jardines, que me llamó la atención entre otros muchos y sobre todos los que incesantemente se habían detenido en el mismo sitio desde que yo esperaba, porque llevaba dos mujeres encantadoras, vestidas y alhajadas con las galas más costosas y elegantes de que se tenía noticia aquel verano.
  • 51. 51 Me aproximé al carruaje para ver más de cerca tanta belleza, y cuál no sería mi sorpresa al reconocer en ellas a dos señoritas que me habían presentado la noche anterior en los propios Jardines del Buen Retiro. Hice lo lógico: les ofrecí la mano para ayudarlas a bajar del coche, según costumbre; porque yo creo que más que ayudarlas en la acción de apearse se las entorpece; y una vez pie a tierra,—como se dice en el cuarto de estandartes—las dije que si no tenían billetes podía dárselos yo. Aquello fue breve. —Muchas gracias,—me dijo la más guapa, que fue a quien yo me dirigí, como es muy humano. —No hay de qué,—respondí, entregándolas los dos billetes que tenía dispuestos para mis amigos. —¡Ay!... Pero, si ahora que me acuerdo, tengo que cambiar un billete en el despacho, para pagar al cochero... —¡Quite, por Dios!—la interrumpí yo—no faltaba más... Váyase descuidada, que yo le pagaré. —¡Tanta molestia!... —¡Vaya, eso no merece la pena! —Pues muchas gracias por todo. —No hay de qué. —¿Usted va a entrar? —Sí, señorita, ahora mismo, detrás de ustedes. —Pues basta ahora. Efectivamente; me volví hacia el cochero, bien sabe Dios que sin afectar grandeza, y le dije: —¿Cuánto es? —Trece pesetas. —¿Qué dices? —Que trece pesetas... —¿Pero han cenado en el coche, o me quiere cobrar también los vestidos que llevan?
  • 52. 52 —No, señorito; es que me han tomado a las cuatro; han estado de compras toda la tarde, y después he esperado a que cenasen para traerlas aquí... —Sí, ¿eh?...—(Yo estaba loco).—Bueno, pues anda, vamos a la Delegación. —Es, señorito, que le agradecería a usted que me despachara porque tengo que relevar. —Pues mira, empieza por relevarme tú a mí del compromiso de pagarte, porque yo no tengo bastante dinero. —¿Y quién le mete a usted a generoso? —¡A ti que te importa!... ¡Alza!., ¡tira!… ¡Vamos a buscar dinero!... ¡A Fornos!… ………………………………………………………………………… A las dos de la madrugada pagaba yo al cochero dándole hasta el dinero de la cena mía, después de cuatro horas de cautiverio que se me figuraron seis años.
  • 53. 53 VIII EL RIGOR DE LA ETIQUETA ME parece haber dicho en episodios anteriores que a mí me tomaban las prendas entalladas en la casa de préstamos que yo visitaba, porque a fuerza de asiduidad en concurrir a ella llegué a ser íntimo amigo del dueño, y hubo días en que parecía yo de la familia. En la noche de referencia se celebraba en el Teatro Real un acontecimiento artístico de primera magnitud, al cual tenía yo que asistir nada menos que como cronista de un importante periódico, y con evidente desproporción entre el cargo y los medios de desempeñarle. Así es el mundo, principalmente en España; se nos echa encima la importancia personal, sin que el dinero correspondiente haya dado la más leve prueba de su gallardo advenimiento.
  • 54. 54 Por esta gran verdad, que hará muy mal el discreto y culto lector si la pasa por alto y no la concede toda la atención merecida, me vi yo una noche en el caso tristísimo de tener que asistir al regio coliseo con cierta significación literaria, sin tener botas a propósito, ni sombrero a propósito, ni camisa a propósito, ni nada a propósito, ¡ea! Porque lo único que tenía a propósito era el traje de frac, que estaba flamante, gracias a la magnanimidad de un sastre; pero lo tenia empeñado en la fabulosa suma de cuarenta pesetas. Ahora es cuando creo yo que el discreto lector debe pasar por alto lo de si pagué o no pagué aquel traje, porque realmente no me acuerdo, aunque me parece que no lo pagué, y hasta se puede asegurar que si lo tuve fue porque me lo dieron sin dinero. A las tres de la tarde precursora de aquella famosa noche, me dieron la noticia de que tenía que asistir a la función del Real. La cosa era para anonadarse, y así me anonadé yo hasta que pude dar forma a la negativa de ir, poniendo a la persona del director del periódico el fútil pretexto de que me era imposible la asistencia al acto, como no hubiera que ir en paños menores, únicas prendas de que no me he desprendido jamás, por mor del aseo, y de cuyo íntimo detalle públicamente me envanezco. El director se me echó a reír con una franqueza que a mí me pareció desfachatez en aquella ocasión, y dándome unos golpecitos cariñosos en la espalda, me dijo sin perder un detalle de su animada fisonomía: —¡Bien, hombre, bien!.. Pues pase usted a la Administración, y que le den el dinero preciso para arreglar el conflicto, siempre que no exceda de quince duros. No había tiempo que perder; fui a la Administración, pedí los quince duros, y una vez en posesión de aquel dinero, salí del periódico, tomé un coche y me dirigí a mi casa. Mi casa, porque todo hay que decirlo para que aprendan a vivir los hombres de generaciones venideras que se crean con derecho a vivir bien, consistía en una cama de hierro sin estilo determinado; un colchón por el mismo estilo; una almohada; la ropa absolutamente necesaria, muy limpia; una silla, un palanganero con su amplia jofaina, y chismes para mi aseo personal, entre los cuales había algunos que revelaban cierto refinamiento y un si es no es de coquetería.
  • 55. 55 En una maleta de gran tamaño guardaba la ropa interior, y con ella puede darse por terminado el inventario del ajuar que llenaba por completo la alcoba que me tenía alquilada una lavandera anciana, más limpia que los chorros del oro; pongamos mejor ejemplo, más limpia que mi gabeta. Llegué a mi cuarto jadeante de subir la escalera todo lo deprisa que me fue posible, y desde luego comencé a dar disposiciones a mi patrona. —Señora Dolores, ¿tengo camisa planchada con pechera de piqué? —No, señor, están sin planchar las dos que tiene usted limpias. —¿Y tirilla de batista para la corbata, tengo? —Sí, señor; también sin planchar. —Pues ahora mismo, pero ahora mismo, busque usted una planchadora, que planche una camisa de esas y una tirilla, mientras yo me lavo y me mudo... Es decir, veinte minutos de tiempo... —En veinte minutos no se puede planchar una camisa para frac, porque no tomará bien el almidón, y además estará húmeda. —Señora Dolores, déjese usted ahora de informes periciales sobre el lavado y planchado, y búsqueme una planchadora que ponga la pechera dura a fuerza de almidón, y que la deje seca a fuerza de ponerla al fuego de su anafre, de un hornillo, o de lo que sea; tenga usted tres pesetas para todo eso, y ya está usted aquí de vuelta con la camisa. —¡Señor, señor, qué transtorno!—decía la pobre vieja dando vueltas por toda la casa. —¡Señora Dolores!.. ¡Señora Dolores!.. ¡Señora Dolores!—gritaba yo exaltadísimo.—Serénese usted, y tráigame agua caliente en ese lebrillo, y fría en ese jarro, y márchese usted enseguida, y vuelva pronto, porque no voy a llegar a donde tengo que ir. —Pero ¡Dios mío! si siempre recurre usted a última hora... ¿Por qué no me lo ha dicho usted esta mañana y estaría ya todo arreglado? —Porque esta mañana no sabía yo nada de esto, ni tenía media peseta para nada… ¡Lo entiende usted! —Sí, señor, sí; lo entiendo. —Pues eso es.
  • 56. 56 Todo este diálogo, que no fue otro, sin quitar ni poner una palabra, tuvo lugar entre mi patrona y yo, mientras me preparó las aguas correspondientes, y cogió una de las camisas para llevarla a planchar. Por fin salió aquella buena mujer en busca de la planchadora, y yo me quedé entregado a las operaciones propias de un cuerpo que se va a consagrar a la semi-sagrada investidura de la etiqueta. Hice las tales operaciones con cierta parsimonia, previendo que por mucha prisa que se diera la planchadora siempre tardaría más que yo... Y efectivamente, esperé más de media hora en actitud de ponerme la camisa, y no quieran ustedes saber las energías nerviosas que yo consumí en aquella media hora. Ya me disponía yo a salir en busca de la vieja, creo que para estrangularla, cuando llegó muñéndose, o poco menos, de un ataque de asma; pero con la camisa, planchada tan esmeradamente que su pechera parecía, de tiesa y de brillante, una luna de Venecia. Se la arrebaté de las manos, y me la encapillé después de ponerle los gemelos y los botones, mientras recomendaba a la vieja que bebiese agua, a ver si se le pasaba aquella especie de agonía que la tuvo cinco minutos a las puertas de la muerte. Me vestí con mi traje de americana, mi buen gabán, mis botas claras, y mi hongo, y me lancé dentro del coche que me esperaba a la puerta, diciendo al cochero de un grito: —¡A París! Yo noté que el cochero no daba señales de vida, ni se ponía el coche en movimiento, y entonces saqué la cabeza por una ventanilla y me encontré a aquél riéndose como un tonto. —Pero, señorito —me dijo—¡Cómo quiere que le lleve a París con este caballo, que apenas llegaría al Puente de los Franceses, que está a tres kilómetros de aquí!.. — ¡Hombre!... no sé si tienes razón—le dije de muy mal humor, porque caí en la cuenta de que sí la tenía, y a mí me da mucha rabia cuando tienen razón los cocheros sin saber por qué. —Le he dicho a París, a la zapatería… ¿No sabes dónde es? —Sí, señorito, sí; ya sé. —Pues arrea, hombre, ¡por Dios!
  • 57. 57 En el coche, y desde mi casa a la zapatería, observé que con la precipitación me había puesto una corbata colorada, sin acordarme de la corbata de frac, que tampoco la vieja me dio distraída con su asma; pero, en fin, esto no era una contrariedad, porque figúrense ustedes si hay en Madrid corbatas de frac, habiendo dinero para comprarlas. Llegué a la zapatería, y como no era cosa de esmerarse en la compra, entré desde luego pidiendo unas botas de cartera de cabritilla, con chanclo de charol, del número 38 (tengo un pie precioso). Como no podía por menos, después de pedirlas tan detalladamente, las primeras que me probé me estaban admirablemente; las pagué, di las señas para que me enviasen las botas viejas a casa, y salí a la calle con el nuevo detallito de etiqueta. Me hice seguir del coche hasta la primera camisería que encontré de las infinitas que hay en la calle de la Montera, y pedí una corbata blanca para frac.
  • 58. 58 Allí mismo me hice un lazo primoroso, me metí la corbata estirada en el bolsillo, pagué la blanca, y me volví al coche dando las señas de la casa de préstamos donde tenía empeñado el traje. Eran las siete de la noche, y ya estaba yo medio vestido de señorito. Paró el coche en la puerta de la casa de préstamos, y salté del coche a la tienda, porque la casa es en puerta de calle. Salté el mostrador, y me metí en un cuartito que sirve de trastienda, y desde luego comencé a desnudarme, mientras ordenaba a los dependientes que me dieran el traje de frac. A los cinco minutos ya estaba vestido. Algunas de las personas que me vieron saltar hecho un pelafustrán, y luego me vieron salir hecho un caballero, se quedaban atónitos de la transformación. Yo lo hacía todo tan vertiginosamente que no paraba mientes en nadie. —A ver mi cuenta,—dije yo una vez confundido con aquellos desgraciados que iban a empeñar, o a renovar, o a lo que fueran, que a mí no me importaba. La cuenta era fácil: cuarenta pesetas en dos meses que hacía que estaba empeñado el traje, importaban cuarenta y cuatro pesetas, y tres que di a la patrona para la camisa, cuarenta y siete; y una de la corbata, cuarenta y ocho; y veinticinco de las botas, setenta y tres pesetas; luego me quedaban dos, hasta setenta y cinco, para pagar al cochero, comprarme guantes, y sobre todo y lo más terrible, para comprarme sombrero de copa alta. Cuando yo me di cuenta de la cuenta, por poco me muero: me puse peor que la patrona; pero no era cosa de dejarse conquistar por el pánico y anonadarse, porque el contador del coche corría y yo tenía necesariamente que resolver en un tiempo apremiante. Medité un momento no más, y en seguida recibí la inspiración lógica en estos trances. —Oye,—le dije al chico a quien pagué el desempeño.—Ese traje de americana que me he quitado, se queda empeñado en treinta pesetas; dámelas en seguida.
  • 59. 59 Me dio los seis duros, y ya con treinta y dos pesetas, y a falta de sombrero y de guantes solamente, la situación estaba resuelta. Volví al coche y le di al cochero las señas de una guantería de la Red de San Luis, a la cual me condujo. Compré mí par de guantes blancos, volví al coche, y di las señas de una fábrica de sombreros de copa, que hay en la calle de Fuencarral. Pedí un sombrero do copa alta de última moda, y un señor grueso y joven muy agradable que recibió el encargo, y que resultó ser el dueño, me dio a probar la chistera más bonita que se ha puesto en la cabeza ser humano. —Muy bien, muy bien,—decía yo mientras la tanteaba en mi cabeza y hacía diferentes posturas ante el espejo para ponérmela mejor.—Esta me está muy bien... ¿Y cuanto vale? —Esa lo menos, lo menos, por ser para usté, (no me había visto en su vida) veinticinco pesetas. —¿Veinticinco pesetas—le repuso yo—por ser para mi, ¿eh?... Porque tengo tipo de rico, ¿no es eso? ¡Claro! Voy vestido de frac, bota flamante de charol, camisa magnífica, guante todavía plegado, corbata blanca impecable, coche a la puerta, cierta soltura en el ademán, algo perfumadillo, etc., etc.... Pues bien, no puedo darle a usté más que quince pesetas, porque no tengo más dinero. —No se apure usted por eso,—me dijo sonriéndose.—También las tengo de quince pesetas. Y, efectivamente, me dio otra chistera, que cuando me la encasqueté, y me miré al espejo, yo mismo me parecí un palafrenero de una funeraria. —¡Vamos hombre—le dije devolviéndole el sombrero—usté se burla de la desgracia!… No se trata de esto; yo quiero la de veinticinco pesetas; pero no tengo más que quince, y mañana le daré las otras diez que faltan. —Si se trata de eso,—me dijo en el acto, y no se lo olvidaré jamás— puede usted llevársela ahora mismo... Dígame, pues, dónde tengo que mandarle el hongo, y mañana a primera hora, lo tendrá usted en su casa. —Y ya estaré aquí por la tarde, mañana mismo, a pagarle a usté las diez pesetas. (Como así se verificó, ¿eh?)
  • 60. 60 Eran las ocho y veinticinco minutos cuando salí de la sombrerería, y las ocho y media en punto cuando entraba en el foyer del Teatro Real, correctamente vestido de etiqueta... Pero sin cenar, y con tres pesetas en el bolsillo, que me quedaron después de pagar al cochero y darle dos pesetas de propina, por lo bien que se había portado. ¡Bueno! Pues lo mejor de este episodio de mi vida de bohemio, fue al día siguiente, para deshacer la operación de los trajes y pagar al sombrerero, que tuve que empeñar las botas nuevas, e ir de frac por esas calles de Dios a las tres de la tarde, lloviendo a cántaros, y sin paraguas. Ya sé yo que hay muchos que reprobarán esta conducta; pero así hay que vivir cuando no se tiene dinero, y hay que hacerse persona honradamente.
  • 61. 61 IX “NOSCE TE IPSUM” YO creo en Dios porque siempre se me ha presentado con todos los honores providenciales a la crítica hora. Bécquer declaró creer en Él porque le miró la mujer amada. Yo hago la declaración porque siempre he satisfecho mis necesidades y, la mayor parte de las veces, las fantasías apetecidas. Verdad es que mis fantasías han estado de ordinario sustentadas en elucubraciones prudentes y en fines humanamente realizables; pero el hecho es y la consecuencia es que, a estas fechas, he tenido cuanto he imaginado tener y muchas veces más de lo imaginado.
  • 62. 62 Añádase a esto, que cuando una cosa que apetezco la veo de difícil realización me hago reflexiones de hacerla imposible, y, por lo tanto, desisto de perseguirla voluntariamente, porque no sería de hombre de buen juicio perseguir imposibles, y se vendrá en pleno convencimiento de que, sin poseer nada jamás, soy un niño mimado de la Fortuna. Para mí, Madrid es la verdadera corte de los milagros. Sin salir de Madrid y sin hablar con Dios, me han ocurrido cosas tan peregrinas como la cura del paralítico y la resurrección de Lázaro, de que nos hablan los sagrados textos. Yo veo, constantemente, que la humanidad se agita inquieta en persecución de fines particularísimos, los cuales fines, sean cuales fueren, a mí siempre me han parecido bien: aquellos que se los procuran por medios legales, los disfrutarán sin persecuciones de la justicia y admirable quietud de espíritu, y cuantos se los procuren por medios ilegales, violentos, punibles, en fin, los disfrutarán con los consiguientes sobresaltos y las lógicas persecuciones de la justicia. Eso consiste en el temperamento de cada cual, y a mí ningún temperamento me merece ningún juicio mío particular. A mí me parece muy bien que haya muchos hombres que se levanten cronométricamente a las siete de la mañana, y que se dediquen desde luego al empleo de sus fuerzas físicas o intelectuales hasta las siete de la noche, para llevar luego el fruto de esa labor incesante y cruel al tapete verde. Los conozco que trabajan como negros: ni duermen ni reposan, son activos, hábiles e instruidos, ganan dinero en cantidades de vivir en perpetua felicidad,—hablo de la felicidad que atañe a la abundancia de dinero—y su mayor placer, su gozo único consiste en poner cien pesetas a una carta y cincuenta a otra, para irse a su casa abatidos por la contrariedad, inquietos por su conducta, hambrientos porque antes de atender a sus necesidades fisiológicas atienden a otras de orden psicológico, sedientos porque la bebida no la juzgan necesaria, es más, la temen por perniciosa. El hombre así, al que bebe le llama despiadadamente borracho; al que dedica su dinero al amor, mujeriego; al que se lo gasta en comer, hambrón y tragaldabas, y al que se dedica a vestir bien le llama sin rodeos presumido y tonto de capirote.
  • 63. 63 También los conozco que trabajan incesantemente, y ni comen, ni beben, ni juegan, ni visten bien, y todos sus placeres estriban en llevarle el dinero a una mujer, con la cual sostienen amores, ilógicos, según la opinión de la gente, porque es fea, dispendiosa, les tratan mal pública y privadamente, y lo que es más espantoso, les engañan con otro, y no les quieren. También los hay que, a fuerza de fatigas y sinsabores, consiguen diariamente algunas monedas, las cuales van íntegras a pasar al cajón del tabernero. A un señor así le merecen juicios horribles el jugador y el mujeriego, y cada peseta que se gasta en comer la llora, haciéndosele despreciable toda persona que había de comer en su presencia. También los hay que, además de trabajar sin descanso, son capaces de llegar al delito, por ir primorosamente vestidos, lujosamente calzados y coquetonamente concluidos para su presentación ante las gentes. Este también habla mal del que come bien, del que bebe mucho, del que juega y del que ama y paga el amor. También los hay, y de estos son la mayor parte, que, sin exagerar las pasiones, satisfacen convenientemente un poco de cada necesidad, crean un hogar, forman una familia y la aman. Estos se afanan y llevan el producto de su trabajo a satisfacer las exigencias de un presupuesto ordenado y meditadísimo: con lo que ganan hay para todo, para un poco de todo, para comer, beber, vestir y divertirse. Claro es que comen poco y malo, que beben malo y poco, que visten deficientemente y que se divierten de higos a brevas; pero lo hacen todo, y estos, por lo común, no merecen las censuras de nadie. Las censuras mías, como ya he dicho, no las merecen ni estos ni aquellos, porque para mí cada cual debe de vivir como se le antoje y como viva más satisfecho y a su gusto. Pero, ¿por qué habrá quien se ocupe de cómo vivo yo, y por qué hago lo que hago, y, sobre todo, por qué harán malos juicios de ello cuando, sin hacer mal a nadie, yo me gasto las cuantiosas sumas que gano en lo que más me guste del mundo? Vamos a cuentas. El presidente del Consejo de ministros disfruta un sueldo de cuarenta y cinco mil pesetas anuales: treinta mil de la nómina y quince mil para gastos de representación, ¿no es eso?
  • 64. 64 Pues bien, no tiene bastante para vivir como debe de vivir, y mucho menos para vivir como se merece. Para llegar a ocupar ese cargo se necesita un conjunto enorme de talento, sabiduría, actividad y fortuna. Además, cuando se llega a presidente del Consejo de ministros la responsabilidad es grande y eterna, pasa a la historia; el trabajo es arduo y constante, y como nunca se labora a gusto de todos, las censuras son crueles y continuas. Yo... ya soy otra cosa. Yo calculo que ganaré todos los años de trescientas a cuatrocientas mil pesetas, las cuales me gasto íntegras en lo que más me gusta de todo lo que he visto en el mundo desde que tengo uso de razón y derecho a hacer lo que me dé la gana. Lo que más me gusta de este mundo es no hacer nada, y, de hacer algo, hacerlo cuando me es grato, cuando el trabajo me distrae, cuando la labor me divierte, por ejemplo, ahora, cuando escribo esto.
  • 65. 65 No hay nada más prudente y menos molesto para la humanidad que lo que yo hago. Sé que no he nacido para la lucha, me encocora la competencia, y aquí, donde todo está organizado para la contrariedad eterna por la ambición y el egoísmo de los hombres, yo quiero presenciar la pelea sin terciar en ella, por no molestarme. Las cuatrocientas mil pesetillas que gano invariable y honradamente todos los años, me las gasto en no hacer nada, esto es, en acostarme cuando tengo sueño y no levantarme hasta que el sueño se me acaba; como cuando tengo apetito, bebo cuando tengo sed; no voy a donde me desagrada ir, donde no soy bien recibido no vuelvo; no salgo de donde estoy bien hasta que empiezo a estar mal, y allí donde estoy bien me estoy sin cansarme, indefinidamente... A este plan de vida tendrán algunos que oponer que pasaré necesidades muchas veces... ¡Ya lo creo que las paso! Pero ¿quién no las pasa? ¿No se ha dicho al principio de estas líneas que el jugador pasa necesidades de la vida por jugar, y que el borracho las pasa por beber, y el mujeriego por amar, y el elegante por vestir. Pues bien, yo las paso por no hacer nada, ¡y tan contento! Habrá quien se pregunte que cómo gano ochenta mil duros anuales, sin hacer nada. ¡No ganándolos! Pero, para los efectos de gastarlos si los ganase, es lo mismo que ganarlos. Como no hay zapaterías, ni sastrerías, ni horchaterías, ni ninguna clase de establecimientos donde vendan descanso, se descansa desde luego, esto es, antes de cansarse, que es lo mismo que no cansarse; y el dinero que hubiera ganado uno trabajando se lo imagina gastado en no trabajar. ¿He dicho en no trabajar? Pues he dicho mal, yo trabajo; pero trabajo poco y cuando me gusta hacerlo. Entonces gano, y lo que gano me lo gasto en lo que más me gusta, que unas veces es una cosa y otras veces es otra. Esto sería abominable si yo hubiera complicado a otro ser en mi manera de vivir; mas, como no es así, vivo muy mal para los demás... Pero para Dios y para su causa vivo virtuosamente.
  • 66. 66 Cuando he obtenido dinero dándome el placer de trabajar, o me lo gasto todo en comida, o todo en bebida, o todo en indumentaria, etc., etc. Así, se da el caso de que unas veces esté ahíto, de bien comer; otras, ebrio, de buen beber; otras; elegante, de admirable vestir, y otras, etc., etc.; pero siempre contento de mí y satisfecho de todo y de todo el mundo. Esta es; la virtualidad de la bohemia. Pero hay que sentirla necesariamente para que resulte tal virtualidad. La vida de bohemia tiene muchos detractores; pero son todos envidiosos, faltos de resignación y de grandeza para practicarla. «Nosce te ipsum.» Yo soy así, porque soy.
  • 67. 67 X ¡QUIERO QUEDARME SIN COMER! DICE que dio con los nudillos tres o cuatro golpes, bastante fuertes, en uno de los cuarterones que decoraban la puerta de mi habitación. Yo no le oí, porque estaba profundamente dormido. Cuando se cansó de dar con los nudillos, o cuando le dolían de tanto golpear, aporreó la puerta con la rodilla hasta ponérsela en carne viva, y después con el tacón de la bota. Tan fuertes y tan repetidos eran los golpes que dio con el tacón que no tuve más remedio que despertarme.
  • 68. 68 Habrán observado ustedes que en mi modesto piso no había campanilla, ni timbre, ni eslabón. Y no había eslabón, ni timbre, ni campanilla porque el propietario de la finca, considerando que aquella reducida vivienda no la ocuparía jamás persona alguna que contase merecimientos de ser llamada por nadie, tuvo la comodidad de no disponer que pusieran alguno de esos artefactos. A mí esta determinación del casero me pareció de perlas, hasta tal punto que si él no hubiese tenido la comodidad de no ponerlos, yo hubiera tenido la comodidad de quitarlos. Eso sí, las habitaciones que son para dormir y para trabajar no necesitan servicios de campanilla, ni instalaciones eléctricas con timbre, ni nada, en fin, que vaya de consuno contra el reposo y el silencio sepulcral que debe presidir en todo dormitorio bien organizado. Mi hombre, porque era un hombre aquel que tan despiadadamente me despertaba a las doce de la mañana, seguía taconeando y vociferando juntamente. —¿Quién es?—grité desde el lecho, algún tanto alarmado.—¿Qué pasa? —¿Vive aquí Don Fulano de Tal? —Sí, yo soy, que no debía de vivir tan al alcance de los tacones. —¡Demonio, hombre, abra usted! ¿No sabe usted quién soy? —No, ni me importa... Y yo no abro, sea usted quien sea, amigo o enemigo. Si quiere usted abrir, meta los dedos por debajo de la puerta, coja el llavín que hay en el suelo y abra usted. —No puedo meter los dedos, porque de tanto llamar me los he puesto en carne viva. —Pues yo no me levanto de la cama, ¡ea! Dígame usted desde ahí lo que se le ofrezca. —¿Pero no me conoce usted en la voz? —Hablando, no... Cante usted algo, a ver si cantando caigo en quién es usted... Aunque es más fácil que me lo diga y no haga ya más el coco. —¡Soy Lino Gutiérrez, el almacenista de Sigüenza! ¡Aquél que estuvo con usted aquella noche en el Café Habanero! —¡Ah, si, hombre!... ¿Usted por aquí otra vez? ¡Qué alegría! Pues nada, Lino, coja usted el llavín que le he dicho y abra usted, y entre, porque yo no me levanto ni para el señor obispo de Sigüenza…
  • 69. 69 El famoso Lino Gutiérrez, anunciado a puerta cerrada, era un comerciante rico de Sigüenza que una buena noche cayó en la mesa del café de al lado de la nuestra. Nuestra mesa estaba rodeada de cuatro o cinco muchachos menores de veinte años de edad, con un temperamento artístico que, el que menos, no se hubiera cambiado por Miguel Ángel. Yo era el más modesto, y en punto a temperamento y aspiraciones por aquella época, creía que había venido a eclipsar la figura literaria de Quevedo. No cito los nombres de los que ocupaban conmigo la mesa porque dos de ellos ya se han muerto, legando cada cual a la posteridad una labor envidiable y un nombre ilustre; los otros, viven, y ocupando están los lugares más preeminentes de la literatura y del arte patrios. En cuanto a mí, aquí me tienen ustedes todavía presumiendo de temperamento, y estoy en días de marcharme ya. Lino, desde su mesa, nos oyó las vicisitudes que se pasan en la vida cuando todo se sacrifica a la independencia; pero contadas con tan vivos colores y de modo tan pintoresco que se embelesaba oyéndonos y hubiera dado todo su almacén aquella noche por un kilo de temperamento literario. Entre las cosas que narramos, conté yo cómo me había quedado sin comer un día de la misma semana en que lo relataba. El almacenista se reía a mandíbula batiente de los comentarios que hice y de las reflexiones de que me ayudé para resignarme con mi apetito. Llegó a ponerse malo de reír: no hay nada en el mundo que tenga tanta gracia como el hambre de los demás. En el teatro siempre han sido de gracia positiva los tipos de cesantes que no comen: cuanto más tiempo haga que no comen, mayor gracia. Esto es invariable. La hilaridad que produjimos en nuestro adlátere le condujo a ponerse inconveniente, queriendo confraternizar con nosotros, no sin pedirnos antes mil perdones por su osadía, rogándonos que se le dispensara si pecaba de incorrecto y entrometido; pero, según él, no podía sustraerse al deseo de hablar directamente con nosotros.
  • 70. 70 —¿Quién es?—preguntó desde el lecho, algún tanto alarmado —Eso que le pasa a usted,—le dijo uno de mis amigos que pecaba de intransigente con los extraños—le ocurre a todo el mundo y se aguanta. Estas conversaciones son nuestros festines, esas frases que a usted le hacen reír son nuestros manjares. Venir a disfrutar de ellos sin previa invitación, es una descortesía. ¿Qué hubiera usted dicho si mi amigo el día que se quedó sin comer le hubiera cogido a usted su ración del plato y se la hubiese comido él? —No hubiera dicho nada,—repuso tímidamente, después de oír tan intemperantes y desabridas palabras. —¡Nada, no hubiera usted dicho nada!—siguió diciendo mi amigo.—Pero le hubiera usted dado en la cabeza con el plato vacío, y se habría usted quedado tan tranquilo por haber castigado a un osado... ¿No es eso?
  • 71. 71 —No, señor, no es eso... La prueba de que no es eso, la pueden intentar, si ustedes no se ofenden por mi invitación, dispensándome el honor de cenar esta noche conmigo... No soy ningún capitalista fabuloso, pero puedo permitirme la satisfacción de gastarme unos cientos de pesetas en que comamos y bebamos como a cada cual se nos antoje. De todos y de cada uno de la reunión salieron corteses frases de agradecimiento, pero rechazando la invitación, bien que con cierta timidez que dejaba margen a un prudente cambio de criterio. El intransigente estuvo a punto de estropear el margen, porque se quedó para hablar el último, y se salió diciendo: —Nosotros no comemos con quien no conocemos. ¡Sabe Dios quién será usted y de dónde le habrán venido esas pesetas!... ¡No podemos dignamente aceptar esa invitación viniendo de un señor completamente desconocido y del cual no sabemos sino que se ríe mucho... Don Lino pudo muy bien en aquel momento sacar un revólver y matar al intransigente; pero se echó a reír de un modo escandaloso porque le había hecho mucha gracia el desplante, y mandó llamar al dueño del café, del cual era íntimo amigo, para que nos le presentase y que desaparecieran ciertos escrúpulos que, en realidad, estábamos muy lejos de sentir. Se acortaron las distancias después de la presentación hecha por el amo del café, como con un camino vecinal bien entendido, y terminamos aceptando la invitación del señor Gutiérrez, después de proclamarle Mecenas con toda solemnidad. Nos subimos a uno de los gabinetes más amplios del piso entresuelo, para estar con más independencia, y allí comenzó el uso de la palabra en solicitud de mariscos y salsas francesas, y el abuso de todo linaje de vinos, lacrados desde que se inventó el lacre... ¿Cuánto tiempo permanecimos allí reunidos?... ¡Ah!... Ni mis amigos ni yo volvimos a ver a nuestro Mecenas. Supimos que había pagado religiosamente setecientas pesetas del consumo hecho durante el tiempo que estuvimos en el gabinete del entresuelo, y que por la tarde había salido de Madrid, muy satisfecho de lo que se había divertido.
  • 72. 72 Tal era el hombre que me despertó, y de no haber sido él, lo hubiera pasado muy mal por despertarme. —¡Dormilón!—entró diciendo en mi cuarto, con gran júbilo, mientras me alargaba les brazos para estrecharme entre ellos. Yo, saqué medio cuerpo de la cama para corresponder al agasajo con que me brindaba; pero lleno de terror, porque supuse que viniendo de la calle traería la ropa helada, como así era ciertamente. Abrevié el acto del abrazo que él pensaba darle unas proporciones de duración ni más ni menos que las del grupo escultórico de Daoiz y Velarde, y me zambullí nuevamente en la cama, preso de terrible escalofrío, cubriéndome con el embozo de tal manera que solo se me quedó fuera una mano, porque yo tenía la pretensión, nada ridícula, por cierto, de poder hablarle por señas. Cuando entré en reacción, me atreví a descubrirme hasta los ojos, y entonces vi por primera vez la plácida fisonomía del almacenista, con su sempiterna sonrisa, dispuesto a elevarla a carcajada a la primera sandez. —¿Con que dormilón, eh?—le dije.—Pues ¿qué hora es? —¡Las doce, hombre, las doce!
  • 73. 73 —Pues he dormido tres horas, amigo mío. Vine a casa a las seis, después de cenar no tan en grande como la famosa noche, y he leído en estos libros hasta la llegada de los diarios de la mañana, cuya lectura me ha durado hasta las nueve dadas. —Pues, yo no me arrepiento de haberle despertado a usted… —¡Bien hecho! ¡Las cosas con franqueza! —Desde que nos separamos, ni un solo día he dejado de pensar en usted y de acordarme de todo cuanto dijo usted del día que se quedó sin comer. —Le agradezco a usted tanto... —Nada, nada de agradecimiento. ¡Si es mi mayor placer!... Le he contado el caso a todos mis amigos, y he conseguido unos triunfos de gracioso que jamás pude soñar. —Me alegro tanto. —¡Levántese usted, hombre! —No, eso no, ¡por Dios! —Pues le necesito a usted... ¿Tiene usted dinero? —Ni una peseta. —Me alegro con toda mi alma. —¡Muchas gracias! —Hombre, sí. Me alegro, porque no teniendo usted dinero lograré el fin que me había propuesto y con el cual vengo soñando hace tres meses, —Usted dirá. —Quiero que me convide usted hoy a mí. Debí poner una cara muy estúpida. Yo no comprendía a aquel hombre: creí que estaba loco, y comencé a despertarme del todo ante el temor de una acometida furiosa. —Señor Gutiérrez, viene usted a esta casa a mofarse de mis sentimientos más delicados… Sé que le debo una espléndida invitación, pero ya le he dicho que hoy no tengo ni una peseta, y le juro que no le he engañado. —¡Si ya lo sé, hombre, si ya lo sé! —decía a intermitencias alternando con unas risotadas que me erizaban los cabellos. —¡Pues no entiendo cómo quiere usted que le convide sin dinero!
  • 74. 74 —Dinero, no falta. Yo tengo a la disposición de usted cuatro, cinco, seis, hasta siete mil pesetas en la cartera... ¿Quiere usted verlas? —No, señor. —Pero, con todo ese dinero, vengo exclusivamente a que me convide usted hoy. —¡Pues, nada, dese usted por convidado!… ¿A qué? —Vengo a que me convide usted hoy a quedarme sin comer. Tengo ganas de reírme mucho. Al oír la insensatez del almacenista me lancé del lecho, me lavé, me vestí y nos fuimos a la calle, porque ya no me cabía duda: o estaba loco, o le duraban aún los efectos del vino lacrado, o su médico le había aconsejado la dieta. Eso sí, yo realicé mi promesa con tanta esplendidez como él cuando nos convidó. Le tuve treinta horas sin comer… ¡Por poco se me muere de debilidad! Bien es cierto que luego nos desquitamos por su cuenta. * * * He sabido mucho después que el risueño Don Lino había muerto. En santa gloria nos espere a todos por muchos años.
  • 75. 75 XI VAMOS A PONER CASA REALMENTE, no podíamos seguir viviendo como vivíamos mi amigo Equis y yo, porque aquello no era vivir, y decidimos, de común acuerdo, realizar un supremo esfuerzo de actividad y trabajo para adquirir recursos que nos permitiesen instalarnos con ciertas comodidades, dentro de una prudente modestia. En lo de que lo primero que necesitábamos era dinero nos pusimos de acuerdo inmediatamente los dos amigos, y si hubiéramos sido dos mil creo yo que hubiese acontecido lo mismo, a pesar de ser el punto más esencial. ¡Qué pocas veces ocurre esto en la vida! Pusimos, pues, manos a la obra. La obra lo mismo podía ser un sainete con asunto, que una comedia sin él, que un drama sin drama; el caso era construir una cosa, escribir algo de que pudiera decirse que valía dinero, y pedir el dinero, como se verificó.