2. La representación de la estética y el arte visual, ambas plasmadas como elementos
propios de Woody Allen, son aquellos que logran hacer de “Midnight in Paris”
la mejor comedia del director desde su reivindicable “Manhattan”.
Prescinde de los tópicos cinematográficos característicos del cine moderno, y añade
frescura a su talento artístico, que había quedado en entredicho con sus últimas
películas, donde la música o la fotografía permanecían a la sombra del perfecto guión
que las rodeaba. La película capta la atención con su lógica visión de un mundo
contrario a si mismo, de una pequeña parte de la sociedad descontenta con la etapa
que está viviendo, o del hecho de poder dejar de creer en la realidad.
Se presenta como la atípica comedia satírica y mordaz, cuyo humor resalta por su
general contraste hacia la política extremista y su curioso avance, así como los
dilemas morales que se plantean en las películas del neoyorquino. El desenfreno
amoroso, la presión sobre la prepotencia ajena... todos retratados como segundos
planos que perfilan la idea en la que se basa la película. Aborda una sorprendente
calidad interpretativa, presentando a un Owen Wilson muy vivo en un papel de
enorme dificultad, quien destaca por la perfección de la ironía plasmada sobre el
asombro y la ignorancia hacia la realidad, así como a Marion Cotillard, que logra
cautivar con la inocente visión del París más profundo que se conoce: el emocional.
Vemos como los secundarios cobran fuerza y otros no demasiada; Michael Sheen y
Rachel MacAdams completan esa descripción con interpretaciones basadas en la
compleja idea de mezclar lo superficial y lo profundo, sin llegar a aportar demasiada
credibilidad a dos personajes que no acaban de funcionar como se esperaba.
Por último, los secundarios“de lujo”, como Kathy Bates y Adrien Brody, firman
interpretaciones totalmente claras y limpias, con la típica ironía que pueden reflejar
ambos rostros, así como el enfado omitido por la emoción del primero, que se
muestra como la simpatía “sin exteriorizar”, y la originalidad interpretativa del
segundo, con la caracterización fuertemente a su favor.
Allen nos muestra una fotografía exuberante, algo descolocada en algunos momentos,
y se llega a considerar que su uso es excesivo, pero, artísticamente, se convierte en
una auténtica obra de majestuosidad visual, acompañada por el suave, de leve
brusquedad, acorde musical compuesto por el típico sonido francés, sin obviar el
“Can-Can”, y sus similares.
Woody Allen nos devuelve la clase impregnada de sensación, donde todo aparenta lo
superficial, pero su complejidad convierte el hilo argumental en el trasfondo humano
más significativo que existe: el afán de ver lo que conocemos.