3. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Jean-Louis Dubut de Laforest es un escritor francés nacido en un SaintPardoux-la-Rivière (Dordogne) el 24 de julio de 1853 et muerto en Paris el 3 de
abril de 1902. Prolífico, publicó un gran número de novelas sobre temas
considerados atrevidos para la época, algunas de las cuales aparecieron bajo forma
de folletín en la prensa.
Hizo sus estudios en el Instituto de Périgueux y de Limoges. Después de los
estudios de derecho, Jean-Louis Dubut de Laforest se hace abogado y redactor del
periódico L'Avenir de la Dordogne. Es nombrado consejero de prefectura en
Beauvais (Oise) en 1879, pero dimite al cabo de tres años en 1882 y se dedica a la
literatura. Escribe numerosas novelas y piezas de teatro y colabora en el Figaro bajo
el seudónimo de Jean Tolbiac.
Publicó un cierto número de novelas
que se apoyaban sobre los descubrimientos
científicos de su época, pero también
novelas de costumbres: Les Dames de
Lameth, Tête à l'envers, La Crucifiée, Le
Rêve d'un viveur, Un américain de Paris,
Belle-maman, La Baronne Emma, Contes à
la paresseuse, Les Dévorants de Paris, Le
Gaga, La Bonne à tout-faire, Le Cornac,
Mademoiselle de Marbeuf ou Contes à la
lune.
En Le Faiseur d'hommes (1884),
trataba por primera vez en la historia de la literatura el problema de la inseminación
artificial sobre una mujer. Abordando realidades tales como la existencia de los
medios homosexuales parisinos en La Vierge du trottoir y Esthètes et cambrioleurs,
rozaba tabús literarios y cuando publicó Le Gaga, en 1885, fue perseguido por
ultraje a las buenas costumbres ante la fiscalía. El autor fue condenado a una multa
de 1000 francos y a dos meses de prisión. Reunidos en los treinta y siete volúmenes
de la serie Derniers Scandales de Paris (1898-1900), sus novelas de costumbres
ponían en escena todo un mundo paralelo de prostitutas, de chulos y de delincuentes.
Calificado de “novelista anticlerical y obsceno” Por un crítico conservador, Dubut
de Laforest compartió con otros autores la distinción de figurar en el Infierno de la
Biblioteca Nacional.
A pesar de su éxito, puso fin a sus días el 3 de abril de 1902.
(Fuente: Wikipedia)
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5. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
AL MAESTRO LÉON CLÉRY
Abogado de la Corte de Apelación de París.
Mi bien querido maestro,
Permítame inscribir su nombre en cabeza de estas páginas. Me
ha parecido que tenía el deber de testimoniar, desde hoy, mi gratitud
a mi eminente defensor, al maestro, al amigo, cuyo alegato
permanecerá como una de las manifestaciones más brillantes de la
elocuencia francesa, al servicio de la libertad de escribir.
Los Cuentos para Bañistas son fragmentos de vida, de estudios
parisinos, de provincia y de pueblo que dicen de las etapas de mi
carrera literaria: tal relato tiene ocho años; tal cuento tiene ocho
días.
Maestro, acepte este pálido ramo, menos pálido desde que el
pintor Fernand Besnier lo ha adornado con sus bonitas rosas.
Gracias a usted, mi pensamiento ha desbrozado el camino: ha ido
registrando los recuerdos de la primera juventud; él os ofrece, ante la
cosecha, una flor de todas las recogidas; él os presenta el humilde
tributo de una profunda admiración de escritor y de un
reconocimiento inolvidable de cliente a la vez «condenado»… y
«absuelto», – usted sabe por qué y cómo.
DUBUT DE LAFOREST.
París, 14 de mayo de 1886.
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6.
7. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
A DUBUT DE LAFOREST
Mi querido cliente,
Si es al abogado al que dedica sus “Cuentos”, ha cometido un
error… pues no le han servido para gran cosa; – si es al amigo, tiene usted
razón, pues nadie los leerá con más placer que yo.
De todos modos, puesto que usted quiere ofrecérmelos tan
gentilmente, yo los acepto, en recuerdo de nuestra común campaña de de la
cual diría que una vez más se desprende que no siempre aquellos que tienen
razón ganan su proceso. Pero no dejarán de acusarme de ver las cosas con
las gafas particulares de M. Josse. En lo que, se habrían equivocado: M.
Josse que era orfebre, vendía oro, y yo, ¡yo no le he dado más que cobre!
Siempre suyo,
LEÓN CLÉRY
París, 15 de mayo de 1886
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13. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Se hablaba de mujeres.
Monistrac tenía la palabra.
–Un día del verano pasado, – dijo – me encontraba, en mangas de
camisa, con el rostro descompuesto, los párpados enrojecidos, en una
habitación de hotel en Saint-Malo. El último capítulo de una novela
me había mantenido en el escritorio, desde medianoche hasta las
nueve de la mañana, con la lámpara todavía encendida y las cortinas
verdes cubriendo las altas ventanas. Bajo la emoción de una noche
febril, poblada de visiones, de encantamientos, de largas risas y
profundas tristezas, donde vibraron todas mis fuerzas, todo mi valor,
me pareció muy natural que un baño era lo que procedía.
Tras el baño, me vestí y desayuné aprisa. Luego, luchando contra
unas terribles ganas de dormir, sacudiendo el sopor de los nervios por
la implacable voluntad de vivir y de pensar, salí del hotel, con el
cigarro entre los dientes. En la playa, los paseantes eran raros. Yo
caminaba, con el sombrero de paja en la mano, un poco cansado, con
los miembros doloridos, pero el corazón festivo. La brisa humedecía
mis cabellos; unos rayos de oro me besaban en las mejillas, entraban
en mi con cálidas y voluptuosas caricias.
Iba a lo largo de la orilla. Mis ojos, al principio incómodos, se
iban acostumbrando a la ardiente luz del astro que brillaba en todo su
esplendor. Sin saber por qué, seguí un camino que llevaba al campo.
Ahora veía el mar, la inmensidad azul, desde lo alto de los
acantilados; y, cuando mi mirada se había posado allí, me volví del
lado de las tierras incendiadas por los besos del sol. Entonces, todo
tomaba movimiento y vida. Escuché grandes clamores,
desgarramientos de olas, ruidos de frondosidad, un tumulto venido del
mar, del aire y del suelo, como si la naturaleza se despertase
bruscamente de un encanto mágico, bajo una explosión de alegría, en
un canto furioso de triunfo.
Me tumbé sobre una roca musgosa para dormir, no pudiendo
resistir más.
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14. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Las sombras de la tarde caían. Aquí y allá, unas hojas de árbol,
sacudidas por un viento cálido, se elevaban, estremeciéndose, con
voces lastimeras. En torno a los acantilados, brillaban los últimos
rayos de luz: las luces moribundas temblaban, se apagaban una a una,
confundiéndose en medio del azul sombrío de los lejanos horizontes
que ellas horadaban con sus flechas de color, en una apoteosis de
aurora boreal.
–¿Se encuentra bien, señor?
¿Quién hablaba?...
Yo había sentido un roce de faldas; había escuchado una dulce
frase; pero estaba tan bien…
–¡Ah! perdón, señora, – murmuré levantando el sombrero que me
cubría los ojos.
***
La mujer ya desaparecía. Yo grité. Ella se detuvo. Y, como yo
esperaba encontrarme con alguna bañista familiar y galante, en plena
ruptura de un matrimonio, quedé sorprendido, estupefacto, de la
atrevida llamada que acababa de arrojar al viento y que los ecos de las
rocas todavía repetían. Me levanté, para saludar la extraña aparición.
Era una joven religiosa de rostro dulce, muy pálido, cuyos ojos,
modestamente bajados hacia el suelo, proyectaban suaves llamas. Era
alta, esbelta, – bonita, a pesar de su palidez; un rosario de gruesas
cuentas del que colgaba un crucifijo de cobre caía sobre su pecho. Su
vestido, hecho de paño mortuorio, envolvía un cuerpo delicado,
nervioso, al menos tal me pareció por ciertos sobresaltos de las
caderas y una dolorosa trepidación tal vez del pecho y de los hombros.
Venía de visitar a un enfermo del pueblo vecino; se dirigía a su
convento, en Saint-Malo. Habiendo observado aun hombre tumbado
de espaldas, sin movimiento, ella había presentido una desgracia o un
crimen y se había detenido para prestar auxilio… Pero, repuesta de su
susto, la joven iba a continuar su camino. ¿Por qué había tomado ese
camino tan peligroso donde ella tropezaba a cada paso? Lo ignoraba,
llamándome su hermano. Yo balbuceé tímidamente:
–La noche es muy oscura, hermana…
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15. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
La religioso dijo «sí», con un gesto de la cabeza, y yo me dispuse
a caminar a su lado, con los brazos hacia adelante, para apartar las
espinas en flor y guiar a la desconocida en medio de las tinieblas.
De repente, se detuvo, enternecida, tomada de un nuevo deseo de
expansión. Nos sentamos, teniendo frente a nosotros, a nuestros pies,
el mar, cuyo murmullo acompañaba las palabras de la mujer. Su voz
del Midi tenía un dulce acento cantarín mientras evocaba su feliz
juventud. La hermana volvía a ver a su padre, un distinguido abogado
del Colegio de Burdeos; su hermano, un oficial de futuro; volvía a ver
a su madre que bordaba su cama, cuando ella era pequeña; escuchaba
el griterío alegre de sus compañeros de antaño corriendo sobre los
Quinconces, a través de los senderos de los jardines de Tourny.
A este recuerdo dichoso sucedió la visión de las horas presentes,
las sombrías losas, los inflexibles reglamentos, las rodillas
endurecidas por las piedras, el aislamiento en medio del mundo, las
cabezas rapadas como si se tratase de criminales dispuestas para el
cadalso, y, sobre todo los silencios, los barrotes de prisión, los fríos
catres y los corazones más frías todavía, que jamás vienen a calentar
palabras amigas, fraternales caricias.
***
Se llamaba Marie Lagrange, en religión sor Madeleine. Su familia
vivía todavía en Burdeos. Un día, la joven había huido, llena de
espanto, a fin de ocultar y sepultar en el fondo de un claustro la pesada
pena que martirizaba su alma. El hombre al cual amaba, la había
abandonado por otra mujer. Hacía cinco años que eso había
sucedido…
Ella también había gozado de este día radiante de verdor y luz.
Después de cinco años, era la primera vez que, reemplazando a una
hermana difunta, abandonaba el claustro para llevar auxilio a un
miserable de la comunidad. La encomienda era lejana. La religiosa
había partido al amanecer; contaba las sensaciones que había
experimentado por el camino, mientras los ruiseñores cantaban; había
llorado, recogiendo rosas; había llorado más fuerte todavía,
rompiéndolas, no atreviéndose a ponerlas en su pecho, ni en engalanar
su tocado de duelo, ni guardarlas entre sus manos.
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16. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Ella comentaba la embriaguez de esta noche, bajo el manto azul
donde brillaban las estrellas. Sobre su rostro, en el tumultuoso vaivén
de sus senos, yo leía todos mis goces aumentados, todas mis
embriagueces centuplicadas; y pensando en mis horas de trabajo, en
mi privación de la mañana, en el sacrificio de una simple aurora
alegre, comprendía lo pequeño que era a su lado, – de la enclaustrada,
de la bonita mujer que había descendido tan joven y viva a la tumba.
Ella sonreía, bajando sus largas pestañas que se habían salvado de
las tijeras. Levantó la frente; nos miramos, los ojos en los ojos,
invadidos por una idéntica emoción… Ella se defendía. Pero,
encendido por un golpe de deseo, la estreché entre mis brazos,
bendiciendo el azar que me la entregaba. Poco a poco, ella se despertó
con un estremecimiento de carne, dejando caer sobre mi hombro su
cabeza desfalleciente: me parecía que yo hacía una obra grande y
sana, calentando ese cuerpo helado e insuflándole un aliento de vida…
Ella me devolvía caricias por caricias, besos por besos… A la luz de
los astros, sus mejillas y sus labios, antes tan pálidos, tomaban ahora
tintes rojizos; en sus ojos se advertían fulgurantes destellos; su ser
palpitaba, vivía con fuerza nueva, como si una ola de sangre hubiese
atravesado a toda esa mujer para regenerarla y expandirla; finalmente,
bajo el cielo azul en plena floración de belleza, de juventud y de amor,
en el soberano orgullo de la naturaleza victoriosa y agradecida…
La campana del convento repicó. La religiosa se estremeció; se
levantó, estupefacta, mirando las hierbas aplastadas; yo la llamé; ella
no respondió; logré agarrarla; ella se desprendió del abrazo y vi a sor
Madeleine de pie sobre los acantilados, que se arrojaba al abismo, con
los brazos pegados al cuerpo, como un gran pájaro negro sin alas.
Al día siguiente, se leía en el Mémorial de Saint-Malo:
«Un espantoso accidente:
«Ayer, por la noche, la señorita M… L…, en religión sor
Madeleine, de la congregación de Santa Genoveva, regresaba de un
pueblo donde había ido a visitar a un enfermo; seguía, sola, el camino
de los acantilados, cuando su pie tropezó en una gruesa raíz. La
religiosa cayó al mar y con tal desgracia, que la pobre mujer ya no
daba señales de vida cuando unos pescadores recogieron su cuerpo.
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17. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Cosa extraña, – no había nadie sobre las rocas y los pescadores
afirman haber oído un largo grito de angustia que silbaba en el aire y
se transmitía de eco en eco a lo largo de toda la costa, como el aullido
de una bestia herida de muerte. »
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23. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Si el Chariot d’Or es el primer hotel de la estación termal de
Bains-en-Vosges, toda la gloria se debe a la señora Paul, una morena
de ojos ardientes y cabellos lo bastante negros para hacer palidecer de
envidia a los mirlos mejor dotados de los magníficos bosques vecinos.
Los habitantes del pueblo acuden al café del hotel para admirar a
la patrona; los viajeros de comercio olvidan allí a sus clientes; los
bañistas pierden la sed de aguas minerales: estos y aquellos competían
en espíritu y galantería ante la hermosa hostelera.
–La descentralización comienza, – decían las gentes del lugar –,
¡no siempre ha de ser Plombières quien se lleve el gato al agua!...
En efecto, las señoritas que merodean por los bares de los
Casinos, desde Dieppe y Boulogne-sur-Mer hasta Luchon y Biarritz,
jamás han tenido una clientela tan variada como la que la señora Paul,
sentada en la recepción, abriga bajo sus dos axilas.
¿Tenéis hambre?... Los dientes del perrito de la señora Paul
muerden vuestros brazos y os abren el apetito.
¿Tenéis sed?... La risa de la dama, parecida a un gluglú, invita a
ofrecer champán.
¿Os gusta el juego?... Pero cómo resistir a las carantoñas de las
manitas blancas que os arrastran por los botones de vuestro traje hasta
la tabla verde?...
¡Se come – se bebe – se fuma – se canta – se ama – se ríe!...
Y esas tres últimas consumiciones, sobre las que el control pierde
sus derechos, no son precisamente las que proporcionan los menores
beneficios al hotel Chariot d’Or.
El marido de la dama, el señor Paul, un gran hombre delgado,
desgarbado, de frente abombada, más que miope, se dedica por
completo a la contabilidad: no sale de su despacho, un polígono de
cristal donde las monedas de cien centavos se amontonan, se
amontonan unas encima de las otras.
***
Entre los adoradores de la hostelera se distingue un comandante
de gendarmería, un oficial retirado, un apuesto hombre que, de vez en
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24. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
cuando, vuelve a vestir su uniforme para deslumbramiento de las
turistas de Bains-en-Vosges.
El comandante Fongoff es viudo y busca consuelo junto a esposas
que deshojan sus flores de azahar. Le ha echado el ojo a la dueña del
hotel.
Desde que se acerca a la recepción, el círculo de adoradores se
retira, y se producen, aquí y allá, crispaciones y sonrisas forzadas.
–¡Es el señor Paul!... – Continúan las risas.
–¡Es el comandante!... – Las risas se detienen.
El pasado domingo, el comandante se dirigía hacia el Chariot
d’Or. Estaba vestido de uniforme de gala, gorro de batalla, pantalón
blanco, botas altas y brillantes como los ojos de la presidenta de las
Risueñas, señora de Cléry. Unas cadenillas de plata que brillaban a la
luz, rodeaban el pie.
Dieron las tres.
En abril, a las tres – en plena claridad del día – es el bendito
momento de los enamorados en buena racha. Ni un ruido y poca gente
en la casa. Los maridos no son desconfiados y piensan que el sol es el
ángel guardián de la virtud de sus esposas.
El comandante caminaba, orgulloso de sí mismo, dichoso de
estarlo. El señor Paul que hacía las cuentas del trimestre no se percató
de las botas que entraban en la casa.
El señor Fongoff subió la escalera que llevaba a los apartamentos
del primer piso y se introdujo en el dormitorio de su bella.
Ese día, la señora Paul estaba de humor festivo.
–¡Oh! ¡Qué botas más bonitas!... ¿Me permites?
–Pero, querida…
–Es una fantasía… ¡Préstame tus botas!...
–¡Bueno, ya que tú lo quieres!...
Y la hostelera arrojó su camisón, hizo volar en el aire sus
zapatillas y no tuvo ninguna dificultad en introducir sus pequeños pies
en las botas del gendarme.
***
¡Oh! ¡Estaba soberbia!... Se paseaba orgullosamente delante del
espejo de cuerpo entero, hacía sonar el talón, volvía a sentarse sobre el
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25. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
canapé, balanceándose en las inmensas barcazas negras, saliendo
bruscamente para entrar nuevamente, y salir de nuevo, y volver a
entrar.
Él, inmóvil, con los ojos abiertos de par en par, miraba. Entonces,
ella fue hacia él, con poses de mujer extenuada, extendiendo los
brazos en medio círculo en una convulsión turbadora; luego, se
levantó, imitando con su lengua los gritos de los jinetes del circo
dispuestos a saltar en los aros:
–¡Hop!...¡hop!...
Madame Judic no hubiese estado más graciosa, ni más seductora.
Era un va y viene de faldones blancos, de medias rosas y de botas
negras, torbellinos de gasa y encajes… Fongoff estaba achispado,
pues nada embriaga a un hombre más, que la ropa interior blanca de
una mujer amada.
La señora Paul se lo tomaba con gran alegría. Estaba roja, más
roja que un albaricoque. Tomando su espalda como un rascador de
carne, se hubiesen hecho saltar chispas.
El comandante tuvo a bien decir:
–Te quedan demasiado grandes… la crema le va a salir… Parezco
un tonto con mis calcetines. Las botas son el complemento
indispensable del uniforme de un gendarme… ¡Varus, entregadnos
nuestras legiones!... Marie, ¡dame mis botas!...
–No, no, no.
Y la señora Paul, altiva, retomaba su danza a través de la
habitación.
Cuando hubo terminado sus cuentas, el señor Paul preguntó por
su esposa. Un camarero le dijo:
–La señora está arriba.
El marido se detuvo ante la puerta de su dormitorio, su habitación
azul, su bonita habitación de bodas. Quiso abrirla. La puerta estaba
cerrada.
–Mi esposa, – pensó – está en el baño.
Llamó. No hubo respuesta.
Entonces, muy pálido, miró por el agujero de la cerradura.
–… Hay alguien en mi habitación… pero gracias al cielo, no es
mi esposa… ¡Oh! ¡Esto es espantoso, es horroroso!... El
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26. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
comandante… Cuatro botas… ¡Dos gendarmes juntos!... Caricias,
tocamientos… ¡Es para volverse loco!…. ¡Es para volverse loco!...
El señor Paul se escapó de allí como un ladrón.
***
La hostelera había tomado la escalera de servicio y, pinturera y
encantadora, regresaba por el patio con un enorme ramo de rosas.
–Me he hecho mucho daño, – dijo ella, – recogiendo estas
flores… El buen Dios podría haber privado a la rosa de espinas… pero
no puede pensar en todo… y el buen Dios menos que los demás…
Por la noche, cuando el comandante Fongoff regresó al hotel del
Chariot d’Or, el señor Paul, tan tranquilo de ordinario, agarró
brutalmente el brazo de su mujer y arrastró a la esposa adúltera hasta
las sombras del corredor.
La pobrecilla se creía perdida.
–Te juro…
–Marie, – murmuró el señor Paul con voz sorda, – ¡te prohíbo
hablar al señor Fongoff!... Ese comandante de gendarmería es un
miserable, un ser antinatural, ¡carne de cañón de la justicia!... ¡Hay
que echarlo, pues deshonra la estación!...
Al día siguiente, el señor Fongoff recibía una tarjeta de visita en
estos términos:
SEÑORA PAUL
HOTEL CHARIOT D’OR
Tus botas me han salvado.
Un beso.
Marie.
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31. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Dos viajeros, que habían llegado esa misma mañana al Gran
Hotel, se hacían servir la cena en su habitación.
Él, un hombre de sesenta años pasados, de altura por encima de la
media, un amplio pecho, un grueso vientre, con los cabellos blancos
muy cortos, las cejas gris espeso, el rostro color ladrillo; ella, una
joven de tez criolla, esbelta, distinguida, de ojos negros enérgicos y
acariciadores: sobre sus labios una risa que no ríe, como si, en el
momento de su expansión, la detuviese una amenaza invisible.
El viejo llevaba una larga levita; la joven estaba vestida de negro,
sin una joya.
Los forasteros habían sido inscritos bajo los nombres de Sr. y Sra.
de la Pèna; venían de Madrid y partían al día siguiente para Londres.
Durante el día, el Sr. y la Sra de la Pena habían aprovechado el
buen tiempo para dar una vuelta por los grandes bulevares. Como
hacia las seis, regresaban al hotel, un grupo de jóvenes sentados
delante de la terraza del café de la Paz intercambiaban sus
observaciones:
–El caballero… un tipo divertido… ¿eh?...
–La mujer es bonita…
–Un antiguo cajero y la hija del patrón…
–Dos actores de provincias…
–Un cura con su penitente…
En efecto, había allí, en el actor jubilado, en el cajero malicioso,
en el cura encajado en esa gran cabeza redonda de anciano, algo turbio
y siniestro en esa mirada huidiza. El hombre caminaba inquieto,
abatido, lleno de terror; y, de vez en cuando, la dama de negro
murmuraba dulces palabras, para darle ánimos.
La cena estaba servida. El señor y la señora de la Pena tomaron
asiento en la mesa.
–Amigo mío, abandonad ese aire sombrío… Vamos Achille, ¿no
estoy aquí? ¿Qué podéis temer?... ¡Nadie os reconocerá!...
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32. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
–Querida esposa… mi pequeña Marthe… Tengo el aspecto de un
cura cebado, ¿verdad?... Me he desprendido de mi bigote… Estaría
bien en sotana… ¡Bueno! ¡si me amáis así!...
***
De pronto, unos gritos se oyeron procedentes del bulevar de los
Capuchinos.
–¡La victoria del general Négrier en Tonkin!... ¡La gran victoria
del ejército francés!...
El extranjero abrió la ventana.
El gentío invadía las aceras: los periódicos se agotaban. Los gritos
se sucedían; la noticia se transmitía cálida e intensa. Eran siempre los
mismos vocingleros; pero parecía que esa noche su acento era más
orgulloso. Los vendedores de periódicos afluían de todas partes y los
gritos tenían un eco que iba creciendo del barrio de Montmartre hasta
la Magdalena.
Los entusiastas, siempre más numerosos, exhibían intrépidamente
las hojas, incapaces de dar abasto con la tarea. Se les veía correr,
empujando a los frágiles buhoneros que venden las cartas
transparentes.
La patria tenía la palabra.
–¡La victoria del ejército francés!... ¡La victoria!...
El señor de la Pena escuchaba.
La palabra «victoria» entró furiosamente en la estancia y vibró
como un toque de clarín.
Fue la señora quién, viendo a su marido muy pálido, casi
desfalleciente, cerró la ventana.
–¡Los parisinos!... ¡Oh! ¡los parisinos!... ¡Qué mirones!...
Los extranjeros continuaron su comida.
***
¿Por qué había palidecido ese hombre?... ¿Por qué tembló con
tanta intensidad?...
Hay una historia.
El hombre del bigote afeitado es un recluso evadido. El jurado le
ha condenado a muerte por unanimidad. Su pena fue commutada por
la de trabajos forzados a perpetuidad. La mujer se jugó la vida para
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33. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
sacar a su marido del presidio. Sola, contra todos, ella creyó en la
inocencia del anciano condenado por un crimen tan grande que su
recuerdo permanecerá eternamente en la memoria de los hombres. Si
el señor Achille de la Pena prounciase su nombre real, la multitud
parisina lo lincharía de inmediato.
Hacía más de diez años que había tenido lugar la evasión; y
después de esos diez años, los dos extranjeros se arrastraban a través
de Europa.
El señor y la señora de la Pena van a reunirse con sus hijos en
Inglaterra; Les irrita París, pero han querido volver a ver la ciudad una
última vez, la capital de la Francia que los ha expulsado y maldecido.
El hombre es viejo y feo; la mujer todavía es joven y hermosa. Si
en alguna ocasión, en la época de su esplendor, la señora de la Pena ha
tenido algún remordimiento por ese matrimonio, desde la condena de
su marido, ha enterrado a la mujer ardiente que hay en ella y ha sido la
esposa fiel y abnegada hasta la muerte. La mancha que deshonra al
viejo la hace más joven y bella. Su marido es sagrado para ella. Él le
ha jurado que era inocente; ella cree en él; lo venera como a un mártir
y considera que no es suficiente el haber sacrificado sus deseos y sus
ardores.
Flor de los trópicos, ella se abre, a pesar del viento frío del exilio,
a pesar de las amarguras y los numerosos dolores. Ella deslumbra en
esta noche helada; y aparece ante el viejo, con la boca sonriente… El
viejo siniestro no tiene más que a ella; ella es la única alegría de su
vida perdida.
***
Ahora el hombre descansa y la joven murmura sus oraciones,
mirándolo dormir.
¡Cómo lo ama!... ¡Cómo sabría defenderlo si se amenazase con
arrebatárselo!...
París se mueve, en la luz, ardiente y rápida.
La dama de negro permanece en su aislamiento soñador; se ha
arrodillado a los pies de la cama… Pero, bruscamente, se sobresalta…
Una idea que quiere expulsar, contra la que ella lucha con toda sus
energías, con toda su creencia de esposa, la persigue siempre… ¿Y si
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34. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
ese hombre ha mentido?... ¿Y si era culpable? Ella lucha; sacude la
cabeza para decir: no… La alucinación se apodera de ella…
En una luminosidad sangrienta, la señora de la Pena vuelve a ver
un campo de masacre. Unas víctimas se levantan ante ella, cada vez
más numerosas, siempre aumentando; sopla un viento glacial que le
golpea el rostro. Es un cortejo que pasa, un desfile lúgubre, silencioso:
hombres amenazadores caminan con la frente curvada hacia tierra…
¿Están vivos o muertos?...Ella no lo sabe… Muertos, puesto que no
hablan, puesto que los tambores tienen crespones y el cielo está en
duelo!...
Entonces, entre el estrépito de los coches, el chirriar de las
ventanas de hierro y el confuso clamor del bulevar, ella no escucha
más que fanfarrias de clarines y movimientos de carros… Y luego
todo se hace negro… ¡Un silencio espantoso!... Es el cortejo
silencioso que pasa, en medio de las sombras ensangrentadas, –
mientras que más lejos, hacia el Oriente, en una trinchera roja, las
banderas restallan en el aire y los cañones tronan a muerte.
Aturdida, la extranjera oscila, sacudida y martirizada hasta las
entrañas; pero su mirada no deja de mirar al dormido…
Es horrible ese viejo del bigote afeitado!... Parece que se ríe con
sarcasmo… Ha mentido… ¡Es infame!... Por fin es ella quien va a
hacer justicia… Se adelanta, extraordinaria, con las manos tendidas
hacia delante…
El señor de la Pena se despierta; y acariciando dulcemente las
mejillas de su esposa, dice:
–Marthe, ¿Por qué tiemblas?... ¿Por qué no te acuestas? ¡Oh!
¡Estás muy pálida!...
Ella llora; jura al viejo que siempre lo querrá… Tiene que
perdonarla… Su pobre cabeza dolorida no está en sus cabales después
de tantas pruebas…
–No regresaremos más a París, -– dice ella… – ¡París me
mataría!...
Y Marthe, arrepentida, da al viejo un beso de amor; lo inunda de
sus voluptuosidades para que él no escuche este último clamor que va,
alegre, hasta el cielo azul:
–¡La victoria del ejército francés!...
34
35. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
……
El ex mariscal Bazaine1 y su esposa han abandonado París y
Francia, para siempre.
1
François Achille Bazaine (Versalles, 13 de febrero de 1811 - Madrid, 23 de
septiembre de 1888), mariscal de Francia. Sirvió en la Guerra de Argelia, en la
Guerra de Crimea y en la Segunda Intervención Francesa en México. Sin embargo,
es más conocido por su fracaso como comandante en jefe del ejército del Rin y por
haber contribuido a la derrota francesa en la Guerra franco-prusiana de 1870.
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41. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
El viejo Sicaire Fargeas se arrastraba, se ahogaba. Una noche, a
los setenta años bien cumplidos, después de la siega de heno, una
enfermedad tonta lo había cogido en su granja, cuando daba de comer
a los bueyes. El hombre tuvo un hipo: se le creyó acabado.
Sus dos hijos Tiènillou y Landreuï lo acostaron en una de las
grandes camas de la cocina, mientras que una de sus nueras, la
Perrine, corría al municipio de Saint-Front-la-Rivière para buscar al
cura. La familia ni siquiera había pensado en llamar al médico, de tal
modo la muerte parecía inevitable y próxima.
El sacerdote, acompañado de un monaguillo, un crío que, a lo
largo del camino se había divertido matando luciérnagas, llegó al
pueblo de la Croix-du-Jarry.
Y allí, ante las buenas mujeres conmovidas, oyendo los sollozos
de sus nueras y de sus hijos, el viejo Fargeas, inmóvil y más pálido
que una sábana blanca, recibió el sacramento de la extremaunción.
La siega del heno había pasado; la cosecha del trigo estaba hecha;
se había vendimiado y el enfermo no quería morir.
–Se irá – se decía, – como los tuberculosos, con la caída de las
hojas…
–Tiene guasa, el muy bribón, el Torno le aprieta; ¡está jodido!...
–Más pensión que pagar… Los hijos de Fargeas van a tener un
bonito ingreso…
Y patatí, y patatá, ya se enterraba a Sicaire y Sicaire todavía vivía.
***
Sucedió que la enfermedad costaba cara y la pensión de cien
escudos atribuida al viejo no bastaba. El médico, doctor Descombes,
ordenó un régimen… ¡Oh! nada de medicamentos, sino vinos
generosos, carne. En los primeros tiempos, la familia no se quejaba
demasiado: se descorchaba en la bodega una botella polvorienta; se
mataba un pollo. Pero, las provisiones se agotaron y fue necesario
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42. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
dirigirse a la ciudad a comparar un trozo de venado y pagar, en dinero
contante y sonante, algunos litros de vino.
Sicaire Fargeas comía con buen apetito, y cuando había bebido un
trago de vino, sus ojillos grises pestañeaban, no con intensas llamas,
sino con pequeñas brasas, como las de los carbones que mantiene la
ceniza, todo lo que es necesario para no morir. El viejo, incapaz de
levantarse, vivía en la cama. A veces, durante el día, los ancianos del
pueblo visitaban al moribundo: contaban historias de los viejos
tiempos y luego se iban con esa común idea de que Fargeas tenía el
alma clavada al vientre.
Una dura vida la de Sicaire. Criado en una granja, sin paga, puede
decirse que había conquistado su independencia a base de azadón; se
podía ver en sus manos callosas y delgadas, acartonadas por la rudeza
de los aperos de labranza y por la polvareda de los establos, en su
frente arrugada y curtida por los rayos del sol. Casado con la Catalina,
una valiente, educó a sus hijos en el amor al trabajo, y tras diez año de
labor, compró un pedazo de tierra donde edificó. Los hijos crecían.
Tiénillou partió a buscar fortuna; Landreuï quedó con sus padres, y
cuando el militar regresó del servicio, hubo en casa de los Fargeas una
doble fiesta. Los dos hermanos se casaron con dos hermanas, las hijas
de François Mathurin, un rico particular del pueblo de la Croix-duJarry.
A la muerte de su esposa, Sicaire se jubiló y dejó sus tierras en
manos de sus hijos. Entre los hermanos se produjeron violentas
disputas. Los hermanos hablaron de repartir. Por fin se iba a efectuar
la división, cuando el inevitable envejecer, clavó a Fargeas en su
cama. Eso no era más que una parte de la decisión. La Perrine y la
Antoinette no podían soportarse, aunque fuesen hermanas. El viento
de batalla dejó por fin de soplar; los celos se apaciguaron.
–Cuando el viejo no esté, ya haremos nuestras cuentas.
–¿Esperar una semana más?
–¡A lo sumo!...
Los hermanos se miraban, inquietos, muy sombriós, durante sus
trabajos. Una idea común iba germinando en ellos; ni uno ni otro se
atrevía a hablar.
El mayor – antiguo soldado –Tiénillou, que tenía bigote, se
dirigió un día al menor:
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43. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
–Landreuï – dijo, – el médico se burla de nosotros con sus
recetas… Ya hemos gastado todo el dinero de los cajones… ¿No sería
mejor aprovechar el ofrecimiento de nuestro cura y llevar a padre a
Nontron, al hospicio de ancianos?... Este es el cálculo…
Los buyes, detenidos en medio del surco, levantaban en el aire sus
hocicos humeantes; Tiénillou, con su guadaña al brazo, como antaño
llevaba el fusil, se arrancó en un elogio extraordinario de los asilos…
En Nontron, el anciano padre estaría mejor cuidado que en su casa; la
Perrine y la Antoinette perdían un tiempo considerable en cuidarlo…
Los días de feria, todos los sábados, se informaban… Realmente, si la
enfermedad se prolongaba, quedarían arruinados… En el asilo, al
menos, se sabía a qué atenerse: un precio fijo, representando en un
año, la suma dispensada en tres meses…
–Landreuï, – un hombre maligno, con rostro lampiño, frente
huidiza, hizo pivotar su azadón sobre un terrón, como si destrozase un
cráneo.
Ya era primavera, – el doctor Descombes autorizó al enfermo a
levantarse. Los hombres trabajaban en los campos; las mujeres
vistieron a Fargeas tan bien como mal.
Flexionando sus piernas delgadas, tanteando los guijarros con su
bastón, el viejo Sicaire llegó hasta el sillón del castaño situado delante
de la puerta de la casa.
Se sentó, tocado con su boina negra, los ojos deslumbrados por el
estallido de los árboles en flor. A su lado, unos pollos correteaban,
perseguidos por un gallo de cresta escarlata; de los establos vecinos se
elevaban unos mugidos. Contempló las alfalfas, la llanura bañada de
luz y sol, los bosques bajos, los grandes montes. Vio pasar los tiros de
bueyes; escuchó el rodar de las carretas, los silbidos y los refranes
alegres de los mozos que llevaban las riendas. El despertar de la
naturaleza lo embriagaba!... Lloró.
El viejo campesino sentía ganas caminar, de arrojar su abrigo de
fustán, de tomar su azada y mezclarse con ese pueblo de trabajadores
dispersos por las tierras y los caminos. Pronto comprendió que ya no
podía, pero, al recuerdo de los grandes bueyes, – de los suyos, – se
levantó de su sillón y entró en el establo, balanceándose, con el cuerpo
doblado en ángulo recto, la cara girada hacia el suelo, como un
animal. Allí, solo, con sus manos temblorosas, Sicaire arrancó algunos
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44. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
puñados de heno en el montón que colgaba de las vigas y la distribuyó
a los bueyes. Unos mugidos respondieron a sus llamadas. Cuando se
retiró, cansado de haber hecho tanto, los animales sacudieron
furiosamente las mandíbulas y levantaron la cornamenta, no ya para
comer, sino para ver una vez más a su amo, a su viejo amigo.
***
Una mañana, muy temprano, dos campesinos que, sin hablar, se
vestían para ir al trabajo, se plantaron ante la cama de un viejo.
–¿Duerme usted, padre?
No hubo respuesta.
–¡Si se despertase!... – murmuró Tiénillou.
–¡No hay peligro!... – respondió Landreuï.
Y ambos, en mangas de camisa, descalzos, empuñaron la
almohada de la cama que hundieron violentamente sobre el rostro del
moribundo. Sicaire Fargeas, despertado, trató de defenderse. Emitía
unos «¡euh!» unos «¡euh!» que, en el silencio de la habitación,
silbaban más estridentes que unos gritos de lechuza herida… ¡Por fin
se le tenía!
Eso duró mucho tiempo, tanto que la Antoinette en faldón, toda
despechugada, y la Perrine casi desnuda, se estrechaban la una contra
la otra, heladas de espanto…
… Y mientras sonaba el Angelus, dos hombres, de pie, con el
sombrero en el brazo, dos mujeres arrodilladas, los cuatro tan serios y
recogidos como los aldeanos de tu obra inmortal, ¡oh, Millet2! rogaron
por el muerto.
2
Jean-François Millet (4 de octubre de 1814 - 20 de enero de 1875) fue un pintor
francés realista y uno de los fundadores de la escuela de Barbizon en la Francia
rural. Se destaca por sus escenas de granjeros campesinos, donde quiere expresar la
inocencia del hombre campesino en contraposición a la degradación que acompaña
al ciudadano inmerso en la sociedad industrial. Se le incluye en los movimientos
realista y naturalista.
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48. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Hace algunos meses se leía en los hechos diversos de los
periódicos de París:
«Ayer, hacia medianoche, una joven muy elegante, que parecía
pertenecer a la alta sociedad, se detuvo sobre la acera del bulevar de
los Italianos. Y, allí, delante de los transeúntes, ajena al pavor de las
mundanas que salían de los teatros, al asombro de los engominados,
de los vendedores de barquillos y de las putas que la insultaban al
paso, la mujer, anegada en lágrimas, levantó su falda; dejó caer una
media de seda negra que cubría una gruesa media de lana; luego,
extrayendo de su bolsillo una aguja de oro, se pinchó por encima de la
pantorrilla. Un poco más tranquila, la dama pidió un coche y
desapareció, en el momento en que los agentes de policía venían de
todos lados, para constatar, en un posible proceso verbal, ese nuevo
ultraje a la moral pública.»
Esta mujer era la condesa Julia de Maubeuge.
Esa noche, mientras su marido se dirigía a su club, la condesa dio
la orden de enganchar su cupé y se hizo conducir, con las ventanillas
abiertas, a los Campos Eliseos, esperando que el frescor de la noche,
el movimiento del coche, la visión de mil cosas, disiparían las
ardientes quemaduras que inflamaban su cuerpo. En lugar de
apaciguar sus irritaciones, el balanceo de los amortiguadores sobre la
calzada los excitó, y, hasta tal punto, que la señora de Maubeuge
detuvo los caballos y se apeó, ordenando al cochero que regresase al
palacete.
Entonces, caminó, febril, estremecida por un dolor que la tomaba
en el talón izquierdo y a veces la paralizaba, inmovilizándola en el
lugar, como si enormes puntas al rojo vivo la hubiesen atravesado,
puntas gigantes que partían del suelo y subían más allá de su cabeza,
para acabar en un torbellino de haces de chispas. Ella luchaba,
valiente, con golpes y sobresaltos, a derecha y a izquierda, con el
rostro crispado, azotado por el viento, hasta que una angustia la dejaba
en una rigidez de cadáver. Luchó corriendo, galopando, tomando
aliento, no viendo ni las risas de los idiotas ni las tristezas que iba
sembrando sobre su camino de desdicha. Quería vencer…
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49. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Pero, en el bulevar de los Italianos, la rabia que invadía a la
condesa fue tan violenta, estaba tan fuera de sí por los sufrimientos
soportados, que la joven mujer, perdiendo la noción de la realidad, la
religiosidad de todo pudor, obedeció a la ley de la naturaleza que
ordena a los seres enfermos intentar cualquier cosa para vivir y sufrir.
¡Ah! ¡la triste vida, el sombrío decorado, tras la recogida de
flores!
***
Esto había comenzado en una salida del baile.
La Señora de Maubeuge, harta de polkas y valses, entreveía una
noche de amor. Se decía, en sus sueños de joven casada, que iba a dar
al esposo las caricias más locas.
Se amaban.
El conde Paul y su esposa regresaban a su palacete de la calle de
Grenelle-Saint-Germain. Julia emitió un débil grito.
–¿Qué ocurre, querida?
–Algo me ha picado…
Luego, dulcemente, algo turbada, mostró una sonrisa encantadora
que ponía sombras sobre la trivialidad de la atrevida frase:
–Creo que me han entrado pulgas en el baile de la marquesa…
Ambos rieron, como niños grandes que se entienden bien, cuyos
pensamientos emanan deslumbrantes de la misma llama, cuyas ideas
proceden de una fuente parecida, siempre chispeante y cantarina, en
orillas siempre floridas.
La alcoba era una fiesta.
La condesa Julia jamás había estado tan bonita y tan voluptuosa;
jamás había temblado de ese modo, bajo el ardor del placer, en un
abrazo de cerebro y cuerpo, bajo una llama que la hacía moverse,
alegre, en una atmósfera de luz y fuego.
Había en su ser algo que todavía ignoraba, un calor que pasaba,
rápido, sobre sus músculos, se introducía en sus venas – un fluido que
iba hasta las profundidades del sexo, poniendo toda la musculatura de
la mujer en una ebullición de deseo.
Era una levadura de vida que fermentaba, sin tregua, aportando
fuerzas nuevas, eclosiones, expansiones radiantes.
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50. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
A este estado febril, sucedieron las lasitudes, los no querer, las
resistencias, una llamada al reposo; luego, un prurito, unos picores
agradables todavía, cosquilleantes, luego irritantes, finalmente
espantosos.
Y el punto doloroso era tanto aquí, tanto allá, sobre un brazo,
sobre una pierna, en el canal del pecho, en las sienes, sobre la nuca, en
los riñones, sobre los pies, en las orejas, sobre el rostro, sobre la
lengua.
La condesa Julia no podía dormir.
***
Ella era esposa y madre, mujer fiel y madre abnegada.
Se la vio abandonar a su marido, olvidar a sus dos hijitas, Jeanne
y Louise, a las que adoraba con toda la potencia de su amor maternal.
Se hundió en el dédalo de la lujuria, llorando sus faltas, obedeciendo
siempre las órdenes misteriosas que la sacudían brutalmente, cuando,
con las manos juntas, la boca torcida por una blasfemia, imploraba su
salvación, en una hora de calma, en un momento de sueño.
Unos hombres la cortejaban; y ella, que hasta ese día había
alejado los amantes, más aún por su orgullosa actitud que mediante
sus palabras, ahora buscaba hombres. Los necesitaba. Se entregó de
un modo extraordinario, sin que sus dolores de mujer se mitigasen.
La señora de Maubeuge tenía una compañera que la consolaba.
No era una hija de Lesbos, sino una pequeña, una pequeña compañera
muda, dispuesta en todo momento, cuyo mordiente beso le daba por
fin el reposo. Se habituó a las inyecciones de morfina; hizo tal uso de
ella, que el licor pronto quedó sin efecto. Todo su cuerpo, sus manos,
su figura desaparecían bajo un tatuaje de bizarros arabescos en
extrañas floraciones, en líneas gesticulantes, toda una evocación,
traducida sobre carne, de sueños infernales: en el rictus de su boca,
había una salamandra rosada de escamas rubís, semejante a la joya
que la condesa llevaba antaño en su rubia cabellera.
Era horrible.
***
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51. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Hoy, tras haber intentado todo, tras atreverse a todo, la señora de
Maubeuge se ha encerrado en su apartamento cubierto de telas verdes,
para no irritar sus pobres ojos. Ya no sale.
El conde Paul ignora los crímenes de su esposa; no conoce más
que los horrores que ha padecido esa desdichada criatura.
La otra noche, el señor de Maubeuge ha llevado a sus dos hijas a
ver a su madre, que había solicitado verlas. Los tres, el esposo y las
pequeñas, se han quedado en el umbral de la habitación, locos de
terror. La condesa Julia estaba borracha.
¡Ella bebe!... Es el único medio que todavía le queda para
expulsar el mal.
¡Ella bebe!... Bebe vino y licores.
Aletargada por el alcohol, oscila y cae sobre el parqué, gritando,
gritando, gritando… hasta que recobra las fuerzas, las fuerzas para
inyectarse todavía, y siempre con la aguja de morfina, la aguja
asesina.
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57. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
El comandante Pierre Mallevergne,, – un viejo valiente retirado
en Beaufermeil, – en los alrededores de Compiègne, – había casado a
su hija menor con el señor Charles Desmier, sustituto en la corte de
apelación de París, y no se explicaba aún la obstinación que ponía la
mayor de sus hijas en permanecer soltera.
No sabía que Lucienne se había sacrificado, el día en el que
Caroline le confesó su amor. Ambas amaban al mismo hombre, quién
cortejaba a la hija mayor.
Pero, tras la muerte de la señora Mallevergne, Lucienne había
servido de madre a Caroline; había educado a la niña frívola, tratando
en vano de disipar las ligerezas de un temperamento de mujer contra
el que las violencias del antiguo oficial habían surgido más de una
vez.
Lucienne declinó las amorosas ternuras del Sr. Desmier; juró que
deseaba morir soltera, invitando al amigo de su corazón a girar sus
miradas hacia Caroline.
Cuando le pareció a la solterita que había terminado su obra,
asegurando la dicha de aquella a la que llamaba «su pequeña»,
entregándole por esposo un hombre al que ella amaba tal vez aún y
que su hermana menor le robó, ignorante del duelo eterno que llevaría
una alma destrozada.
Eran hermanas.
Si una misma sangre corría en sus venas, si una belleza
semejantes enorgullecía sus dos rostros, su naturaleza era muy
diferente.
El Sr. Mallevergne reprendía a Caroline, que estaba siempre en
babia, y, él – el hombre de la disciplina, – no se consideraba bastante
serio ante su Lucienne, una joya de mujer que se peinaba como santa
Catalina.
Desde su matrimonio, la señora Desmier vivía en Paris.
De vez en cuando, la parisina, la joven madre, ya cansada de su
marido, – un hombre frío, demasiado correcto, casi glacial, «un
hombrecillo vestido», decía ella, – regresaba a Beaufermeil, a la casa
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58. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
un poco triste que ella despertaba con su desbordante cháchara, en la
explosión ingenua de su risa.
Lucienne mimaba al bebé de su hermana.
***
En agosto de 18… Caroline llegó a casa de su padre y se instaló
con la nodriza y su hijo, en un pabellón perteneciente a la casa de
Beaufermeil.
En Sr. Desmier había sido retenido en el Palacio de Justicia: debía
llevar la acusación en un asunto de adulterio.
Algunos días más tarde, el comandante recibió una carta anónima:
«Tú, amigo mío, que eres tan celoso del honor de tu casa, tú, que
no tienes más que tres palabras en la boca: «Bandera, Familia, Patria»,
vas a temblar sabiendo esto: Tu hija Caroline mantiene relaciones
culpables con el lugarteniente Félix de Maupré… Para convencerte te
bastará dar una pequeña vuelta por el parque de Beaufermeil, una de
estas noches, hacia las once…
«Perdona, viejo, por causarte una pena tan grande. La amistad que
te profeso es lo que guía mi conducta.»
El señor Mallevergne lanzó un juramento tan terrible que
Lucienne acudió alarmada:
–¿Padre?...
–¡Lee!...
Lucienne tomó la carta. Se puso lívida.
Ella ya había presentido esas sospechas. La hija mayor se puso
violenta y levantando la cara, dijo con orgullo:
–¡Esto es falso!... ¡Caroline es una mujer decente!...
El antiguo oficial no se había tranquilizado:
–Sin embargo… ¡Ah! Lucienne, yo le torcería el cuello a tu
hermana!... ¡Le torcería el cuello!...
***
El cielo azul estaba tachonado de estrellas. Un viento arrullador
circulaba entre la vegetación del parque de Beaufermeil. Era una de
esas noches que activan en nosotros los deseos de la carne. La jornada
había sido muy calurosa: del suelo y de los cielos suben y descienden
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59. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
súbitas corrientes eléctricas. Todo en la creación, bajo el sol, decía
amarse, y el canto de los pájaros y el perfume de las violetas y las
floraciones ardientemente abiertas.
Los seres se sienten presas de una necesidad de amor.
¿Dónde está el magistrado filósofo que, teniendo en cuenta las
debilidades de la miserable naturaleza humana, incrimina las noches
de agosto, esas grandes entrometidas en los estremecimientos de calor
y voluptuosidad?...
La mujer del sustituto en camisón blanco se mantenía de pie, ante
su ventana, y disfrutaba respirando la olorosa brisa que le besaba el
rostro.
–¿Caroline?...
–¿Eres tú, Lucienne?...
–¡Sí… abre!...
La señora Desmier entreabrió la puerta de su habitación y allí se
quedó, inmóvil, asombrada. Las dos hermanas permanecieron un
instante muy erguidas, sin decir ni una palabra, sin mirarse.
Lucienne tomó tiernamente las manos de su hermana menor:
–Te quejabas de encontrarte mal… ¿Por qué no estás acostada,
hermanita?
–La velada es encantadora… Sube del jardín un olor de geranios
y heliotropos que me enerva y me embriaga…
Lucienne vaciló aún. Algo le decía que Caroline era culpable,
amenazada de un espantoso peligro; pero se sentía retenida por una
pena, por ese sentimiento de pudor que, mejor que todo lo demás,
hace que la mujer sea mujer.
-–¿Has venido a hablar conmigo? – preguntó Caroline un poco
temblorosa.
–Caroline, lo que tengo que decirte es serio… Una acusación
injuriosa pesa sobre ti… Es falsa, ¿verdad?... ¿Tú quieres a tu
marido?...
–Naturalmente…
–¿Y tú eres incapaz?...
–Y yo soy incapaz…
La señora Desmier miró el reloj de péndulo; una largo
estremecimiento la recorrió a través de su cuerpo:
–¡Déjame… Déjame… vete!...
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60. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
–Entonces, es cierto…
–¿Qué?... No comprendo…
–Has empalidecido… Un hombre va a venir… ¡Oh!
¡desgraciada!... Pero, tu no sabes que una carta anónima… padre sabe
todo… ¡va a matarte!... ¡Oh!...
Caroline desfallecía, confesando su crimen: era la amante del Sr.
de Maupré!... Lucienne ya analizaba fríamente la situación:
–Escucha, no tenemos tiempo que perder… ¿Tu amante, el Sr. de
Maupré, estará aquí dentro de algunos minutos, tal vez en algunos
segundos?...
–Sí… Es cierto…
–Pues bien, ¡vengo a salvarte!... Padre está al acecho… A la
primera señal, tira la puerta abajo… No quiero que mueras!...
–¿Qué propones?...
–Tomar tu lugar…
–¡Me niego!...
–¡Eres madre!...
–¡Qué importa!... No puedo aceptar…
–Tú has aceptado de buen grado un sacrificio más doloroso…
–¿Qué quieres decir?...
–Yo amaba a Charles; te lo he entregado…
–¡Oh!...
–Y ahora te pido que no mancilles el apellido que llevas… Eres
esposa; eres madre…
–No… Prefiero la muerte antes que tu inmolación…
–¡Tu hija está ahí!...
–Lucienne…
–Caroline, no hay tiempo… ¡es necesario actuar!...
Un ruido de pasos se oyó en el corredor.
La señora Desmier gemía:
–¡Es él!... ¡es él!... ¡estamos perdidas!...
Una voz de hombre preguntó:
–¿Caroline?...
La puerta se abrió violentamente y el hombre vio pasar a una
mujer arrastrando a otra mujer hacia la habitación contigua, donde
dormía una pequeña criatura.
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61. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
En ese momento, como Lucienne hacía señas al señor de Maupré
de guardar silencio, un brazo que la buscaba, en medio de las
tinieblas, por fin la agarró. Su cabellera se desató… Bajo la presión
brutal, sus rodillas golpearon el parqué; sus dientes castañearon.
–¡Ah! ¡desgraciada!...
–¿Padre?...
–Hija miserable, ¡voy a matarte!...
Pero el comandante Mallevergne retrocedió, horrorizado, roto.
Los rayos de luna dejaban ver plenamente el rostro de Lucienne.
–¿Lucienne?... – exclamó, con la voz desgarrada de los hombres a
los que un espanto expulsa la razón.
Repitió: «¿Lucienne?...» pues dudaba aún; luego, regresó junto a
la joven, con los ojos enloquecidos, los brazos tendidos hacia delante,
para estrangularla.
El lugarteniente Félix de Maupré se iba a interponer, cuando
apareció Caroline.
Con un gesto, el señor Mallevergne ordenó al oficial que se
retirase, diciéndole que se atuviese a sus órdenes.
Al día siguiente, el comandante y su yerno el señor Desmier
charlaban en el salón de Beaufermeil. El sustituto había hecho
comprender al viejo oficial que algunas injurias no se lavan con la
sangre, salvo cuando el ultraje es irreparable.
El Sr. Félix de Maupré tenía el deber de casarse con la señorita
Mallevergne. Era necesario esperar.
Lucienne escribió estas líneas al amante de Caroline:
«Señor,
«En el nombre del cielo, ocurra lo que ocurra, no diga nada; no
confiese nada… Mi situación es terrible, lo sé; pero, amo a mi
hermana con toda mi alma… El sacrificio no está por encima de mis
fuerzas… Un nuevo dolor ha venido a añadirse a tantos otros:
quisieran que la hermana de Caroline se convirtiese en su esposa… Es
imposible, usted lo sabe… Usted ha obrado mal, usted y ella… Solo
yo sé el secreto; lo llevaré a la tumba y mi sobrina no tendrá que
avergonzarse de su madre…
«Apelo a su palabra de soldado de que no revelará nada.
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62. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
LUCIENNE.»
La respuesta no se hizo esperar.
«Señorita,
»Usted no es una mujer; usted es una santa.
»Obedeceré respetuosamente sus órdenes.
FÉLIX DE MAUPRÉ.»
***
El comandante Mallevergne venía de enviar sus testigos al
lugarteniente Félix de Maupré.
Lucienne estaba enferma.
Caroline subió a la habitación de su hermana.
–Esto es demasiado… demasiado, – suspiró, – Tu sacrificio me
mata… ¡Voy a contarlo todo!...
–Te lo prohíbo… Me he sacrificado porque te quiero…
–Nuestro padre quiere echarte de casa…
–Me iré…
–No… no…
Sucumbiendo a la emoción, Caroline se puso de rodillas junto a la
cama; y, recordando en ese momento una anécdota de la infancia, con
las manos juntas, murmuró:
–Yo te saludo, María, llena eres de gracia…
El comandante entró. La joven se levantó; y con voz firme dijo:
–Padre, yo soy la culpable; ¡ella es la sacrificada!...
La pasada noche, el sustituto Desmier decía en su círculo,
regocijándose, tras una partida de bouillote3 muy afortunada para él:
3
Juego de cartas muy popular en Francia en el siglo XIX y con ciertas similitudes
al póker.
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63. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
–El matrimonio, caballeros, es la salvaguarda natural de las
mujeres: ¡después de Santa Catalina, las muchachas se vuelven
viciosas!...
Luego añadió mentalmente:
–He aquí una bonita frase, una frase que suena bien: la insertaré
en una requisitoria…
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69. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Allá abajo, bajo los castaños, media perdida en la sombra y en la
vegetación, acaba de sentarse una chiquilla. Los corderos pacen en la
pradera, la cabra olisquea los matorrales; el perro guardián hace su
ronda. Por tres veces, la pastorcilla ha tomado su muleta y, por tres
veces también, la ha depositado en el suelo; sus ojos, anegados en
lágrimas, se resisten al trabajo.
¡Es la Banbán!
Ese nombre tan poco agraciado, data del día en el que el gran
buey negro de la granja le rompió la pierna izquierda.
«Desde el accidente, cojea; cojea tan cómicamente– dicen las
buenas gentes del pueblo, – ¡que es para partirse de risa!»
¿Quién es y de dónde viene?
El grueso granjero que trabaja en los campos os dirá: «Esa, es un
enchufe del hospicio.»
La chiquilla es, en efecto, una joven asistida por la
Administración.
¿Su edad? En la próxima cosecha, Banbán, ya curvada como una
anciana, tendrá dieciocho años.
Dicen que está loca.
Su cabeza alargada, su frente arrugada, sus grandes ojos azules
que se pierden en el cielo y parecen perseguir un sueño, le confieren
un aire de extraña seriedad. Todo su ser es desmedrado y canijo. Una
arruga profunda atraviesa las comisuras de sus labios: hay que sonreír
mucha veces y muy amargamente para imitar ese característico surco.
Y además, ¡qué vestido para una campesina! La ha vestido la
caridad: se le ha tapado con un vestido lila, inmenso para su talla, de
tal modo que su cuerpo está enfundado dentro como en un sudario; en
sus pies lleva unos botines gastados, demasiado grandes también, y,
para completar el atavío, su rostro tiene tintes de cadáver y un cabello
color maíz que, como su razón, se va a la deriva.
Al verla así vestida, se diría una prostituta que se ha escapado de
su encierro y que arrastra a través de los campos sus andrajos y su
extravío.
¿La Banbán, una extraviada? No.
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70. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Esa mirada que proyecta dulces llamas, testimonia su inocencia
tanto como su desgracia. Es la bestia negra del pueblo, es la mártir de
los divertimentos campestres.
¡Qué triste está, la pobrecilla!
Independientemente de los duros trabajos a los que se la somete,
no hay vejación que no se le ahorre.
La joven es el hazmerreir y el chivo expiatorio de sus
compañeros.
Pensando encontrar un protector en su padre adoptivo, la Banbán
ha acuñado una frase que repite en los momentos de desesperación:
«No amo… ellos me matarán… Seguro que me matarán!...»
Los Bérias, sus padres adoptivos, no son sin embargo malas
personas; pero, dedicados por entero a su trabajo, no tienen tiempo
para escuchar las tristezas de la asistida. Por lo demás, es tal vez en su
casa incluso donde habría que buscar a los verdugos: su hija Catissou
y sus criados de granja, los hermanos Minelle, luchan en inventiva
para torturar a la víctima.
El pasado año, los Minelle sorprendieron a la muchacha que se
bañaba en el estanque: ocultaron sus ropas, y la bañista esperó en el
agua hasta la noche, bajándose para ocultar su desnudez, levantándose
para no dejar que se le helase la sangre.
«No amo… ellos me matarán… Seguro que me matarán!...»
La muchacha es todo corazón: se ha encariñado con los Bérias y
no quisiera apenarlos con una muerte prematura: el pago al hospicio
es insignificante, y habría que dar mucho dinero a una criada. No es
que la infortunada eche de menos el mundo: no lo conoce más que por
sus amarguras y sus decepciones. Jamás una voz amiga la ha alentado;
su oído no ha oído nunca una palabra amable. Sin duda, su pérdida
sería menos lamentable que la del gran buey negro que la golpeó, pero
su muerte ocasionaría gastos y molestias.
Cuando la esposa del propietario le dio su vestido lila, ella dobló
el regalo en el armario. La Catissou manchó todo el vestido de barro y
la Banbán fue castigada a golpes por el granjero. En la hoguera de San
Juan, las muchachas del pueblo empujaron a la Banbán en medio de
las llamas: a punto estuvo de quemarse viva. En otra ocasión, sintió el
frio de una culebra en su cama…
«No amo… ellos me matarán… ¡Seguro que me matarán!...»
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71. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
¡Bérias no tiene tiempo de escuchar esos sonsonetes!... ¿Y el heno
que no ha sido recogido?... ¿Y el trigo que debería ser cortado?...
Hoy, más que nunca, la Banbán está desesperada.
Escuchémosla hablar:
«No soy mala sin embargo: Cuando madre nos ordena lavar la
ropa con lejía, solo yo llevo los fardos a lo largo del camino, solo yo
lavo la ropa. En el río, se me hacen mil perrerías, y Catissou, que
debería protegerme, está siempre en mi contra. Las lavanderas me
llaman la niña encontrada… No saben lo feliz que me hacen cuando
me llaman así; el viejo buhonero, que es contratado en la granja en la
época de la simiente, me ha contado que los niños encontrados son los
niños de Dios, y que llegará el día en el que una gran dama me llevará
con ella en un hermoso carruaje… Antes he oído los pasos de los
caballos… He corrido al lindero del bosque, y, mientras mis corderos
comían la hierba de la cuneta, me he arrodillado para ver pasar el bello
coche… Por desgracia era un coche fúnebre. Al paso del cuerpo, me
ha parecido que el conductor decía mirándome: – «Pobre loca,
¡estarías mejor aquí!»
«El pasado domingo, no quería ir al baile; los hermanos Minelle
me han arrastrado a la fuerza contándome montones de tonterías de las
que nada comprendía; me trataban de atontada. La Catissou decía que
me hacía la ignorante y que sabía más que todos ellos… En la sala se
ha hecho un círculo a mi alrededor… la cabeza me giraba… Yo
gritaba: «No amo!... ¡no amo!...» siempre se bailaba, me golpeaban
por detrás, por delante… se me molía… mi vestido lila estaba hecho
jirones… Entonces me empujaron y caí media muerta… La Catissou
iba al baile en cada fiesta, y, por la noche, la oía reír detrás de los
grandes robles con los muchachos del pueblo… Regresaba extenuada;
su madre le pegaba y ella me devolvía a mí los golpes, diciendo que
yo la había delatado. Los Minelle me señalaban a la madre como una
holgazana, yo, que trabajaba todo el día hasta cortarme la respiración
y temblar de fiebre...
«Ayer por la noche, la Catissou y los muchachos me han gastado
una broma… Casi pierdo la cabeza. Se celebraba la feria en el burgo
vecino. Había quedado sola para guardar la casa. A la caída de la
noche, oí voces delante de la puerta; reconocí la voz del mayor de los
Minelle.
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72. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
«Se decía: – «Hay que hacerle una broma pesada, y se respondía:
«¡Eso, eso… hagámosle una broma pesada!»
«Catissou entró la primera con algunas muchachas, luego los
Minelle y finalmente la pandilla completa de los muchachos del baile.
Estaban todos ebrios.
–«¡Hola, Banbán!
«Yo estaba sentada delante de la chimenea de la cocina. Respondí
«Hola», temblando.
«Se cerró la puerta con cerrojo.
«El mayor de los Minelle se acercó a mí y me besó en la boca. Yo
retrocedí espantada.
«La Catissou me liberó: – «No era el plan hacer el amor con ese
monstruo… ¡Hay que gastarle una broma pesada!...» Un joven fuerte
me cerró la boca con su pañuelo… otro me tomó de los pies… otro
agarró mis manos… me desvistieron y me extendieron completamente
desnuda sobre la mesa de la cocina… Se tocó la viola y se pusieron a
bailar haciendo palmas y cantando hasta desgañitarse:
¡Oh! ¡la fea! ¡Oh! ¡la arrastrada!
La desgraciada, la Banbán!
La tric-trac y pan pan pan!...
«… Esta mañana, al despertarme en mi cama, creía que había
tenido una pesadilla, pero la vista de mis cabellos llenos de ceniza y
de mi cuerpo atravesado por cardenales, me han devuelto a la
realidad… Ahora se dice que estoy loca… – » «No amo… ellos me
matarán… ¡Seguro que me matarán!...»
Grandes sombras envolvían la tierra. Se aproximaba una
tormenta. El silbido del viento a través de los manzanos y los
membrillos puso fin a los pensamientos de la pastora. La Banbán
recogió su rebaño y se dirigió hacia la granja. El chaparrón se había
desencadenado; los corderos corrían aquí y allá, no reconociendo a la
loca excepto por las oscilaciones del amplio vestido lila. Perdida, la
Banbán se santiguaba a cada pájaro batiendo alas y a cada hoja
revoloteando en el aire.
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73. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
El granjero, furioso por haber cortado sus henos durante una
lluvia tan torrencial, golpeó a la pastora… ¿Y si las ovejas, realmente
empapadas, iban a enfermar?... La inocente decía ya: «¡No amo!…»
Bérias la detuvo bruscamente en su rabia: «Puedes morirte… ¡No
ganas el agua que bebes!»
Esa noche, Banbán se acostó muy cerca del gran buey negro, y,
por la mañana se encontró su cuerpo destrozado al ir a arreglar el
establo.
La Banbán es enterrada, y los muchachos del pueblo ríen entre
ellos por la buena broma pesada. En los días de baile, las muchachas
pintureras y alegres dicen aún a sus enamorados: «No amo… ellos me
matarán… ¡Seguro que me matarán!...»
¡Qué valientes!
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79. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Señorita, escúcheme…
Ella no escuchaba; bajaba nerviosa por el bulevar Saint-Michel;
iba, bajo el cielo blanco de nieve, con los ojos enloquecidos, el cuerpo
frío, agarrando con una mano temblorosa su vestido negro y sus faldas
bordadas. Modales de provinciana extraviada; sombrero de flores
rojas, – moda del pasado año, – guantes de fieltro; botines rotos;
capote verde con adornos de falsa plata; y luego, sobre el capote, una
pañoleta de color. Era una rubia alta de ojos grises, de talla esbelta y
labios un poco pálidos.
Caminaba sin parar, sin objetivo, sin una idea determinada. En
alguna ocasión, cuando un hombre se acercaba demasiado a ella en la
acera, cambiaba de dirección, iba a izquierda, a derecha, diciendo:
¡No!, con un gesto rápido, y continuaba su camino, temblando y
temerosa, como una perra que un dueño brutal ha golpeado y que va y
va a lo lejos sin saber a dónde.
De ese modo llegó al bulevar de los Italianos; tenía hambre, tenía
sed. Un sudor helado le discurría a lo largo de sus mejillas.
Señorita, escúcheme…
Ese grito, que partía de algún lado, la perseguía aún, más furioso,
más opresivo. El grito triunfal estaba por todas partes. Salía de las
tiendas deslumbrantes de joyas, del humo de los restaurantes, de los
coches, de los frufrús de seda, de las flores, de las luces, de mil cosas
que la Errante encontraba a su paso.
La huidiza se volvía buscadora.
***
Una historia sencilla.
Hace algunos días, en una pequeña comuna del Norte, una joven
funcionaria de correos «se comía el marrón», como se suele decir en
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80. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
las administraciones. La señorita E. F… se había dejado engatusar por
un vigilante de los trabajos del trazado del ferrocarril, un apuesto
hombre de bigotes morenos, que le prometía matrimonio. Se habían
conocido en la ventanilla, entre una recepción de correo y la venta de
algunos sellos con la efigie de la República Francesa.
Por esas casualidades de la vida, – para institutrices y
dependientas de correos, – muchachas pobres, pero ordinariamente
valientes, las ocasiones matrimoniales son escasas. La dote es la
cuestión. La señorita E.F… no quería morir soltera y acogió, alegre, al
galán que le caía de las canteras. El vigilante del ferrocarril no se
mostró menos dispuesto: se publicaron las amonestaciones.
Entre tanto, el novio de la funcionaria de correos vino a exponer
sus momentáneas apuros. Ese mismo día, debía hacer frente a un
pago, un compromiso de honor.
Su tío le enviaría el dinero en esa semana.
Un protesto, en vísperas del matrimonio, ¡qué contrariedad!... sin
contar que el director de los trabajos podía despedir a su empleado…
–¿Cuánto necesitarías? – preguntó la funcionaria.
–Mil quinientos francos…
–Voy a ver a la abuela…
La señorita E.F…. subió al primer piso de la casa.
–¿Abuela?...
–¿Hija mía?
–Estoy aquí…
Y la funcionaria contó la petición de su futuro esposo.
–Es raro, – dijo la vieja con gafas…– En fin…
Luego, reflexionando, casi triste:
–¿Y si te engaña?
–¡Oh! no… Yo lo amo… Él me ama…
–¿Estás segura?...
–¡Por supuesto!...
La vieja se dirigió hacia el cajón de su cómoda y extrajo una
media de algodón repleta de monedas blancas.
–Todos nuestros ahorros están ahí, – dijo.
Las mujeres permanecían preocupadas. El montante se elevaba a
ochocientos francos y algunos céntimos, no más.
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81. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
–Tal vez pueda arreglárselas con eso, – concluyó la joven –…
Dame, abuela…
El vigilante de los ferrocarriles se paseaba nervioso por la calle.
Entró en la oficina de correos.
–Eso es todo lo que tenemos, – murmuró la señorita F…,
mostrando la media a punto de reventar…
–¡Ah!...
–Estás muy pálido…
–Estoy perdido…
El hombre se hizo la víctima; dio su palabra de que, en ocho días,
estaría dispuesto a reembolsarlo. Lloraba, sollozaba, mezclando
palabras de amor con lamentos.
Algunos minutos más tarde, se embolsó mil quinientos francos.
Al día siguiente, desapareció.
No hubo noticias.
Entonces, comprendiendo su desgracia, la señorita F… decidió
emprender la huida, a su vez. Un inspector que estaba de servicio, fue
a la abuela a quién recibió ante la caja vacía.
Señorita, escúcheme…
La nieve caía y el capote verde de la señorita se cubría de
floraciones chispeantes: parecía que salía del baile de alguna princesa.
La nieve hace bien las cosas cuando se pone a ello.
Desde su llegada a París, la señorita F… solamente había pensado
en alejarse de la policía. Cada mañana, compraba los periódicos para
saber en la situación que se encontraba su caso: una breve noticia por
fin lo había reseñado. La fiscalía buscaba a la llamada E. F…
Al límite de sus recursos, presa de terror, la antigua funcionaria
de correos recorría la ciudad.
Pensaba:
–¿Morir?
–No… Era demasiado friolera para el agua helada del Sena.
–¿Ingresar en un convento?
–No… Toda oración le era imposible… Se reza mal con la rabia
en el corazón…
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82. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Había oído hablar de la obra de la hospitalidad nocturna. Le
alcanzó la idea de acudir allí, para descansar. ¿Pero a qué le llevaría
eso? A día siguiente, tendría que volver otra vez… Quizá la
reconociesen… La prisión preventiva, la corte de casación, la cárcel
central! … ¡Oh! ¡no!...
Ella andaba, andaba; iba extraviada. Era bonita, las mejillas rojas
por el frío, los ojos brillantes por el hambre; estaba soberbia, bajo el
cielo nevado, con su abrigo deslumbrante de armiño.
***
En la calle Gérando se detuvo, muy cansada, para tomar aliento.
Una vieja dama vestida de astracán amarillo pasó a su lado.
–¿Eh?... ¿Pica el frío, mi pequeña?... No va bien el negocio…
Y observándola, desvistiéndola con la mirada:
–Eres tontuela… con un tipo como el tuyo, siempre se sale
adelante…
–¿Usted cree, señora?
–¿Qué si lo creo?.... Mira, te apuesto a que no has cenado.
–Es cierto…
–¿Dónde dormirás esta noche?
–No lo sé…
–¡Bien! ¡ven!... no tendrás frío; no tendrás hambre; te pondrás
hermosos vestidos…
Ambas caminaban tomadas del brazo, silenciosamente.
Llegaron a una casa con las ventanas enrejadas.
La joven preguntó:
–¿En su casa, una mujer está como muerta, verdad? ¿No se la
busca ya?... ¿Ya no se la encuentra?...
–¡Jamás!...
–¿Hay una barrera infranqueable entre el pasado y la nueva vida?
–¡Puesto que tú lo dices! pequeña filósofa… ¡Entremos aprisa!...
elige un nombre… ¿quieres ser Clara, Amanda, Pomponnette?... Hago
en el Coche es más moderno…. ¿Qué piensas de Hago en el Coche?...
–Me llamaré: Ecoutémoidon.
***
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83. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Y hete aquí la razón por la cual la rubia señorita Ecoutémoidon
lloraba tan fuerte, la pasada noche, ante un viejo caballero que
introducía dinero en sus medias: ella pensaba en la hucha de la abuela.
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89. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
El pueblo de la Croix-du-Jarry está de fiesta.
La hija de Pitois se casa hoy mismo con un primo suyo, Pierre
Landreuï, un bravo muchacho,
Hubo que limar algunas asperezas en el momento del contrato: los
Pitois no querían desprenderse de la tierra de los Verdiers y de las
fincas de la Mare-aux-Herbes. Los Landreuï insistieron y quedó
convenido que los Pitois conservasen las fincas y dieran la tierra de
los Verdoyers.
Así pues, solo quedaba ocuparse de la boda.
El banquete tendría lugar en casa de los Pitois, que proporcionaría
el vino, el pan y los condimentos; los Landreuï pagarían la carne y el
postre. Los gastos de los licores serían compartidos. La parte más
importante compete a los Pitois, y es de toda justicia, puesto que al día
siguiente de la boda, los Landreuï deberán asumir unos pequeños
gastos.
La casa de la recién casada está edificada en lo alto del pueblo.
Ella se ha vestido para la circunstancia: traje blanco, volantes verdes,
nada le falta y toma aires de coqueta encintada con la hoja de parra
secular que la enlaza en un vigoroso abrazo.
El mes de setiembre toca a su fin y los hermosos racimos de oro
de los viñedos ya no conocen más obstáculos: irán como locos a cubrir
el tejado si una mano vigilante no frena su ardor. Esas ramas verdes,
son bebedoras de sol; tal vez estén brutalmente enamoradas: no tienen
ese aspecto lánguido de las plantas de ornamento de hojas brillantes;
tampoco saben tomar esas actitudes ásperas de los arbustos con flores
urticantes; pero están vivos como el dueño que los ha plantado, y, al
igual que el dueño, no temen las mordeduras del sol.
Nos encontramos en la casa de los Pitois. Los prados
descendiendo la ladera, la plantación de castaños que atraviesa la ruta;
esa gran extensión de terreno, antaño en barbecho, hoy completamente
plantada de viñas; las tierras de la Rouclée, donde, hace algunas
semanas apenas, las espigas rectas y tupidas formaban ondulaciones
de olas doradas, todo eso es de los Pitois.
Al lado de la casa, la granja, adornada con telas blancas. Los
batientes de las puertas están retenidos por unos toneles vacíos,
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90. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
adornados, ellos también, con un vestido blanco estampado de
motivos vegetales y floraciones gigantes.
El suelo, lavado a conciencia, luce como un bronce nuevo; cuatro
bueyes, atados a sus bridas, dejan oír sus amplios mugidos en los
establos vecinos.
La mesa, la obra maestra de los hijos Pitois. Una inmensa cerca
de hierro rodea las cubas, y el lagar viene a desembocar a un lado
hacia los gallineros vacíos y del otro al redil, donde los corderos,
asustados por el ruido, balan como jamás han balado.
El patio es un va y viene continuo; la madre Pitois preside todo:
con las mangas levantadas hasta los codos, el rostro iluminado, el
pañuelo amarillo y rojo cruzado sobre la cabeza, el sayal de gruesa
tela levantado hasta las rodillas, da las órdenes.
Antoinette, Aglaé, la Fantille, las tres nueras de la casa, tuercen el
cuello a las aves: patos, pollos, ocas, e incluso las mejores de entre las
ponedoras se cogen y caen bajo la guillotina!
En la cocina, las tarteras silban sus canciones, el asador
chisporrotea baja la enorme llama que hace resplandecer los cobres y
los platos decorados.
La tía Bertrix se encarga de poner los cubiertos. Ciento veinte
comensales han sido invitados a la fiesta, ciento cuarenta han
respondido a la invitación: los Bérias han llevado a sus sobrinos, los
Giroux se han hecho acompañar de sus nueras; así los demás. Estarán
un poco apretados, eso es todo.
Los platos son puestos y contados; las botellas llenas y los toneles
inclinados y acostados sobre las vigas del castaño, como cañones
dispuestos a arrojar metralla.
Son las cuatro.
Los viejos que no han podido seguir la boda en la casa de
Vincent, comienzan a impacientarse. Van y vienen por el patio, con
las manos detrás de su chaqueta con botones de cobre, charlando sobre
ese terreno que habría que cultivar o de la filoxera que destruye las
viñas. En medio de sus discusiones, encuentran unas palabras para
reír:
«Antoinette, sé amable, un besito…
–Tío Bérias, ¡déjeme tranquila!...
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91. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
–¡Bah! Es una broma… ¿vas a enfadarte por eso?... Te quiero
besar, palomita.»
Y la Antoinette que no ve mal las galanterías del viejo, se deja dar
dos sonoros besos, mientras que Aglaé defiende sus pechos contra los
ataques del viejo Maliou.
–«¡Oh! no… esto es pasarse de la raya… Vaya con los viejos…
Hay que ser prudentes… Deberían enrojecer por no ser razonables…
¡a su edad!...
–¡Rediós! Tienes razón, chiquilla, debemos dejar paso a los
mozos; nosotros solo somos buenos en la mesa…»
Se oyen clarinetes y chascarrillos de canciones.
Por fin, aquí llegan los novios:
Pierre Landreuï da el brazo a su compañera, una muchacha de
amplia risa, con la boca golosa y caderas sólidamente plantadas a la
defensiva para permitirle concebir hijos sin problemas.
¡Qué orgulloso está Pierre bajo su traje de paño negro! ¡y cómo se
bebe con los ojos a su Miette, su Miette que lo ha esperado cinco años,
mientras él era soldado!
Erguido como un roble, sano y esbelto como un lucio de río, el
recién casado mira complaciente su ramo de mil colores, pero sus ojos
se pierden siempre en los ojos de su bien amada.
Después de los novios vienen el muchacho de honor y la dama de
honor, provista de un gran ramo de rosas, los padres, los amigos, los
vecinos, siempre cantando, siempre riendo: jóvenes y viejos, hombres
y mujeres golpean con el pie a los sones de la música y los refranes
acompañan las cantinelas.
Se entra, se toma lugar. Solo los hombres están sentados; las
mujeres circulan a derecha y a izquierda por el servicio.
Al comienzo, poca conversación. Las cucharas golpean en los
profundos platos; es la primera sopa.
–¡Atención!– grita el padre Pitois… ¿Está todo el mundo servido?
–¡Sí! ¡sí!
–El viejo Grimaud no tiene nada en su vaso, – observa un
pequeño.
–¡Eh! viejo, ¿usted ha bebido?
– Me disculpará la juventud; la sed me trabajaba las tetas!...
Vamos: ¡A la salud de los novios!
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92. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Cien voces responden: «¡A la salud de los novios!»
Los platos suceden a otros platos, los vasos se llenan una y otra
vez. Es el momento donde hay que verter la copa del medio.
Todas las mujeres vienen a sentarse a la mesa. El novio y la novia
toman las botellas y sirven una ronda de pineau a las mujeres y de
aguardiente a los hombres.
Ha llegado la hora de las canciones.
Es la novia quien comienza.
La hija de Pitois está del color de la brasa. Canta un romance
sobre el río de la comarca y cuando llega al estribillo:
En tanto que la Dorna de aguas límpidas
Discurrirá sobre sus blancos guijarros…
Todos los invitados lo repiten a coro una vez, dos veces, tres
veces, y la Miette se sienta en medio de aplausos.
–¿A quién le toca? ¿A usted, tío Mathurin?
–¡Oh! amigos míos, no esta noche.
–¡Vamos! Tía Bertrix.
La tía Bertrix, propietaria de la tienda de la Croix-du-Jarry,
representa a la dama en medio de todos estos aldeanos. Exhibe para la
ocasión, un gorro feo y espigado como la mitra de un obispo. La tía
Bertrix es delgada y está arrugada: se levanta majestuosamente
arrojando hacia atrás las cintas de su gorro:
–No sé más que una.
–Adelante, tía Bertrix.
–¿Me acompañaréis?
–Nosotros la acompañaremos.
Virginia, con lágrimas en los ojos,
Vengo a despedirme de hinojos…
La voz, que resuena como una carraca, va debilitándose y los
auditores, fieles a su promesa, mantienen el estribillo:
Nosotros hablamos por la Messique,
Echamos la vela al viento…
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93. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Es el turno de los jóvenes; los viejos canturrean también: todo el
mundo pasa y vuelve a pasar.
–¡El ha cantado muy bien!...
Bebamos a su salud!...
–¡A la salud de nuestro anfitrión!
Que el diablo le rompa las costillas!
Y lan-lan-la, y lan-lan-la!...
Esta vez los jóvenes golpean la mesa con sus vasos; las chiquillas
dan palmas y los viejos brindan y vuelven a brindar a cada cual mejor.
Se produce un silencio.
«¡Eh! ¡la liga!... ¡la liga!...»
Es Nicolás, el hijo del molinero, quién lo ha gritado, y una mano
triunfante sale de debajo de la mesa con la liga de la novia.
Una liga rosa, comprada esa misma mañana en la ciudad. Se
pasan la liga de unos a otros; todas las manos quieren tocarla: el
objeto lleva alegría, como hacer pasar el fusil por debajo de las
piernas de una bonita muchacha, antes de ir de caza.
Se levantan. Solamente los viejos permanecen sentados en la
mesa; siguen tomando aguardiente, los licores, la gloria y el in
excelsis Deo.
«¡Al baile! ¡Al baile!»
Los músicos marcan el paso y el cortejo se pone en marcha.
En la noche, llena de dulces estrellas, se van con los brazos
encima, los brazos debajo, hasta la taberna del pueblo.
«¡Un vino caliente! – pide el hijo de Bérias.
–¡Marchando!» Y el vino caliente cuesta a razón de diez centavos
por cabeza.
Las viejas son arrastradas en medio de la sala; todo el mundo
debe bailar.
«¡Qué suene la música!»
Tin lounlan – lan lero – tin loun – loun – loun li!...
Las muchachas giran como trompos de Alemania; los mozos se
cruzan dando palmas y golpeando el suelo con los talones…
Es medianoche: los novios se retiran. Los bailes continúan.
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94. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
A las dos, alguien pregunta: ¡La sopa! ¡La sopa!
«Sí, ¡la sopa! ¡la sopa!...»
Una especie de tablón a modo de camilla está preparado; se
deposita encima una sopera humeante y las mozas y mozos toman el
camino hacia casa de Pitois.
«¡Los novios! ¡los novios!»
–No están aquí.
–¡Abridnos!... ¡abridnos!...
«Traemos la sopa,
La sopa,
La sopa…»
La tía Bertrix baja:
«Los novios están acostados en la casa de Mathurin.
–¡A casa de Mathurin! ¡A casa de Mathurin!»
Ellos comerán la sopa, la sopa,
Ellos comerán la soja de cebolla…»
La novia se enfada, pero él debe proceder; entreabre la puerta y el
tropel de mozos es introducido en la habitación nupcial.
La novia, completamente avergonzada, se oculta bajo las mantas
de la cama.
«¡La novia! ¡la novia!... ¡tiene que probarla!»
Los invitados a la boda rodean la cama cantando:
Traemos la sopa,
La sopa,
La sopa…
Miette levanta la cabeza y toma una cuchara; lo repite una vez,
dos veces con duda y acaba por comer de buen grado.
¡Vamos! La sopa no ha turbado su sueño.
Por la mañana, grandes y pequeños gastan mil bromas a Miette…
«Tiene los ojos ojerosos…
–Está pálida y cansada, cansada!...
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95. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
–¿La sopa le ha dado fuerzas?...
–¿Y Landreuï?... ¡El gallito de Landreuï!...»
Pasados dos días se almuerza en casa de los Landreuï. La boda
dura dos días aún y luego cada uno regresa a su casa.
Los viejos siguen la ruta principal; los jóvenes toman un atajo.
Por las tardes alegres, con el sol ocultándose, se encuentra en los
claros unas mozas con las faldas levantadas que huyen como sombras,
detrás de los grandes robles.
Esas chiquillas de rostro expansivo dan el brazo a sus
enamorados.
Se van, mirando a izquierda y derecha, diciendo que Miette es
feliz y que el desvirgue será discreto; pero pronto apresuran el paso,
desprendiéndose de las caricias de los galanes, preocupadas de saber
si la vaca ha tomado frío o si es el tiempo de hacer la colada. ¡Es
demasiado tarde!... Ellas han avistado ya la casa.
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101. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
La consulta de los médicos acababa de comenzar.
Tras haber examinado a su enfermo, la señorita Antoinette de
Lizieus, los siete hombres de ciencia se habían retirado a la biblioteca
del duque Rodolphe de Soulage, tío y tutor de la joven.
¿El caso de la señorita de Lizieux era tan extraño, tan raro, ajeno
a cualquier tipo de afección humana conocida que, para estudiarlo, era
necesario reunir en consejo a las eminencias de la Facultad de París?
A ver y a entender de los doctores, se podía decir con certeza:
¡No!... Pero el duque poseía una gran fortuna; no reparaba en gastos.
Había llamado a siete profesores, así, de entrada, con menos dificultad
que una pobre diablesa de mujer va a buscar al médico de su barrio.
El Sr. de Soulage esperaba en un pequeño salón contiguo a la
biblioteca, el resultado de la conferencia. Era un viejo de elevada talla,
lleno de vitalidad todavía. De largos bigotes blancos, ojos negros muy
intensos daban un aspecto completamente militar a su figura un poco
flaca.
***
Los médicos rodearon al viejo aristócrata.
Los siete parecían serios.
–Señor duque, – afirmó el más ilustre de los doctores, – ¡es
necesario casar a vuestra sobrina!... La señorita de Lizieux tiene la
enfermedad de su edad… Si queda soltera, morirá… ¡Apresúrese!...
Las palabras: «Clorosis, anemia,» fueron pronunciadas.
Una vez solo, el duque se dispuso a reflexionar.
¿Casar a Antoinette?... Desde luego, él pensaba en ello; incluso
no pensaba más que en eso, desde el día en el que la huérfana había
venido a reemplazar en el hogar a la compañera amada y fiel hasta la
muerte. Fue en medio de la tristeza de su duelo, como el Sr. de
Soulage, abatido y desesperado, se sintió revivir en su aislamiento;
todavía le quedaba un pariente que proteger.
101
102. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
La señorita de Lizieux, la hija de la hermana del duque, – una
huérfana sin fortuna, – un día había abandonado el convento, bajo el
ruego del tío desolado.
En el sombrío palacete de la calle de Varennes, Antoinette
apareció, tal como una golondrina que anuncia la primavera. Y, el
dolor del Sr. de Soulage se hacía menos agudo, bajo las filiales
caricias, cuando de repente, un viento de amargura pasó sobre la
frente de la joven.
La señorita de Lizieux perdió su alegría; las rosas de sus mejillas
se tornaron de un violeta pálido; su risa desapareció.
***
–¿Pero qué tienes, querida?
–No lo sé, tío…
El mal que minaba a Antoinette, había sido adivinado por el
duque tan bien como los doctores.
Un marido, necesitaba un marido, enseguida, bajo pena de
muerte.
¿Dónde encontrarlo?...
El Sr. de Soulage contaba con numerosas relaciones en el Barrio.
¿Pero podía dar a su sobrina como pasto, incluso a su mejor amigo, su
sobrina, una niña de diecisiete años que todavía no había dado sus
pasos en el mundo parisino?... ¿Podía él ofrecer a ella y sus millones a
un hombre que aceptase todo el lote, para dorar un blasón?... ¿Tenía el
derecho de unir una existencia, sin el consentimiento y el deseo de un
corazón amante, digno de ser amado?...
¿Sus insólitas gestiones no indicarían una falta urgente a
reparar?...
Entonces, ¿qué decidir?... Esperar.
El duque esperó varias semanas, esperando aún, esperando
siempre que su sobrina recuperase sus fuerzas perdidas, sus colores
sonrosados. No ocurrió nada. La enfermedad acababa su obra de
destrucción.
***
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103. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Esa noche, el Sr. de Soulage había dado permiso a la enfermera.
Estaba solo velando a su sobrina.
En un momento, caminó hacia la cama de limonero blanco con
hilillos de oro donde la señorita de Lizieux reposaba, tras una noche
de fiebre y delirio. De un tiempo a otro, Antoinette movía los brazos,
bajo temblores convulsivos; luego, juntaba las manos, como para
implorar el vivificante rocío de amor. El duque la miraba, con los ojos
brillantes. Él contemplaba ese rostro sufriente, esos labios
descoloridos, esos cabellos rubios sin fuerza; veía venir la muerte, la
odiosa máscara que iba a posarse sobre ese rostro de virgen y sentía en
él una renovación de la primavera.
Mañana sería demasiado tarde.
Entonces el Sr. de Soulage tomó sobre la mesilla de noche un
pequeño frasco que contenía un poderoso narcótico…
Una lucha inconsciente… Unos estremecimientos… Un sueño
profundo…
El viejo se acostó al lado de la joven…
.............
Cometido su crimen, el duque se visitó apresuradamente…
De pie, con la cabeza descubierta, en medio de la habitación,
espiaba el despertar de su víctima, temiendo haberla matado. Él estaba
allí, con la corbata desanudada, el chaleco abierto, la frente sudorosa,
los bazos tendidos hacia delante, la mirada muerta, en la actitud de un
criminal golpeado por el espanto.
Lo invadió la angustia.
Se reprochaba haber sido un cobarde y no un salvador. Quería
llamar, tocar el timbre, gritar en su auxilio; era incapaz de hacer esto o
lo otro.
Las palabras se estrangulaban en su garganta; sus miembros ya no
se movían.
Él veía, ante él, a la joven dormida, más pálida que las sábanas
que la cubrían; veía el lugar hundido bajo el peso de su cuerpo, – la
colcha aplastada, sangrante, – y no tenía el valor de aprovechar la
inmovilidad del ser para disimular el horror del atentado.
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104. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Mil ideas contrarias chocaban, poblaban su cerebro hasta hacerlo
explotar.
¿Antoinnette muerta?...
¿Antoinnette embarazada?...
¿Un asesinato?...
¿Una violación?...
Por fin lo invadió la razón, iluminando con viva luz todas las
cosas, hasta entonces confusas en su turbada alma. A su deseo de
llevar auxilio a su sobrina sucedió la voluntad imperiosa del suicidio.
***
Cuando el Sr. de Solage se dirigía a su habitación para descolgar
una pistola de su armario de armas, le pareció que una voz lo llamaba
tiernamente:
–¿Tío?...
Él se detuvo.
–¿Antoinnette?
La joven se había levantado. Se sentaron ambos, el uno muy cerca
del otro. Antoinnette había escrito palabras de amor sobre una hoja de
papel de carta y suspiraba con voz cálida y agradecida:
–¡Oh, mi querido tío! Me siento mejor, mucho mejor… he
soñado… usted estaba ahí… y no quería que yo muriese!... ¡Ah!
todavía tiemblo… Descendía hasta lo más profundo de mi ser una
llama ardiente, más dulce, dulce, como la caricia de un rayo de sol
sobre las flores abiertas… ¡Y era bueno!... ¡Era bueno!... ¡Os amo y
quiero vivir!... ¡Hágame sonreír!...
Se unieron en un beso.
« Señoras, Señores,
«El Sr. duque Rodolphe de Soulage tiene el honor de haceros
partícipe de su matrimonio con la señorita Antoinette de Lizieux…
quién no tiene ninguna duda.»
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109. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Ayer por la mañana, abriendo su correo, el señor Gabriel Dabert –
uno de nuestros más viejos parisinos – ha encontrado la siguiente
carta:
« AL SR. GABRIEL DABERT,
Jefe de ventas.
« Querido señor,
Hay en la vida ejemplos edificantes. Hace tiempo, me conmoví
por la conversión de mi amigo Paul Féval; hoy, estoy todavía más
emocionado por el bautismo de la señorita Nevada… Es hora de ir al
grano. A mi vez, quiero expurgarme, lavarme de una falta que por no
ser original, no es menos pesada de llevar… Hace cerca de veinticinco
años me he acostado con su esposa. Hasta ese día, la señora Francine
Dabert ha sido mi amante… Pues bien, confieso mi error y os
devuelvo a su mujer. Es la propia Francine la que os entregará esta
carta. Ambos nos arrepentimos muchos; sea amable, se lo ruego, y no
nos guarde rencor, y lo suficientemente cristiano para recordar que
Dios ordena a los hombres perdonar las ofensas.
Su hermano en Jesucristo,
« Jacques MAISONNETTE,
artista-pintor. »
El Sr. Gabriel Dabert no es un ángel, aunque lleve el nombre del
serafín que anunció a la Virgen María cosas tan dulces. El viejo
comerciante se lo ha tomado a mal; y sin titubear, ha llevado a su
esposa ante el pintor Maisonnette gritando, con el revólver en la
mano:
–Tú me la has robado… ¡Consérvala o te reviento la cabeza!...
Las cosas son así.
***
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110. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
Pero tenemos que remontarnos hasta la primavera de 1859.
En esa época, el pintor Maisonnette regresaba de Roma y erraba
por París, como un alma en pena, con el vientre hundido, mientras el
Sr. Dabert, que encarnaba a los Jean Baudry4 antes que el apóstol
Auguste Vacquerie los hubiese inventado, quedó boquiabierto ante un
cuadro del joven artista:
–Fíjate, – dijo el encargado de ventas…– tiene talento, este
animal!...
El señor Gabriel Dabert encargó enseguida al pintor el retrato de
su joven esposa, de su encantadora Francine… Acordado…
Convenido…. Un billete de mil por adelantado… Perfecto…
–Querido señor Dabert, es usted el mejor de los hombres!...
El bohemio famélico desertó de las pastelerías y se puso manos a
la obra. El retrato obtuvo una medalla en el Salón del año siguiente; y
luego, ocurrió que el bueno de Maisonnette se mostró amable con su
modelo, tan amable que una noche el señor Dabert los arrojó a ambos
por la ventana… desde una planta baja.
Jacques y Francine no tuvieron reparo alguno. Huyeron riendo,
¡poniendo los cuernos al esposo!
El señor Dabert era un hombre que temía el rumor y el escándalo.
Llevó su cornamenta con la suficiente dignidad para no solicitar la
intervención de los jueces y era lo bastante débil para no tomarse la
justicia por su mano.
***
En los últimos años, Jacques Maisonnette triunfó. Fue aclamado,
bombardeado de honores, condecorado. Su eterno modelo, la señora
Dabert, tuvo un gran éxito como mujer. Se la veía por todas partes, en
los cuadros del pintor estaba presente esa rubia vaporosa de ojos azul
aterciopelado. Uno se quedaba extasiado:
–¿Eh?
–¿Qué?
–La hermosa señora Dabert, la amante de Maisonnette…
4
Referencia al personaje de la obra teatral del autor teatral Auguste Vacquerie,
titulada Jean Baudry.
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Cuentos para bañistas
–¿Y Dabert?...
–¿Dabert?... ¡Ah! sí, Dabert, el amigo de los artistas, ¡el viejo
Dabert!...
Sin embargo, de un tiempo acá, uno recuerda a este hombre
envejecido antes de la edad, viéndolo pasar por las salas del Palacio de
la Industria, deteniéndose, él también, para admirar las desnudeces de
su esposa, ahora una extraña. Si, se detenía, contemplando con mirada
inexpresiva a esa mujer a la que conoció y acarició viva, ese pecho
marmóreo, esa boca bresca y rosada, ese torso admirable de elegancia,
esos hermosos cabellos al viento, esos bonitos ojos ahogados en
languidez, – todas esas cosas sagradas que fueron suyas y que para él
están muertas.
Y se iba, siempre muy tranquilo; no rompía los cuadros ni el
cráneo a nadie.
Un caballero retorcido, ¡palabra de honor!...
No, un Otelo original, un hombre terrible.
El señor Gabriel Dabert esperaba fríamente la venganza. Esperaba
que ese pecho se deformase, que esa boca se ajara, que la hermosa
mujer fuese fea. Y he aquí que la hora había llegado.
Durante un cuarto de siglo, el buen hombre sufrió y lloró. Sufrió
mientras su esposa se enorgullecía de los triunfos del amante; lloró,
mientras Francine dispensaba a otro los encantos de su opulenta
belleza.
Hoy, la señora Dabert es una enorme mujer, una grasa
bamboleante de carnes flácidas – un paquete. La mujer se marchita
más rápido que el hombre. El pintor Maisonnette está todavía de buen
ver, con su barba ondeante: necesita manos jóvenes y tiernas para
despertar sus sentidos. Francine lo aburre. Ella está allí, espiando en el
taller, vigilando a las bonitas modelos, vieja estúpida celosa. Un
paquete de carne, eso es todo lo que queda de la intrigante de antaño,
del distribuidor no patentado de las recompensas de los Salones, de la
esbelta y rubia meridional. En definitiva, Jacques está harto de la
dama; y la reenvía al marido – su legítimo propietario.
***
¡Alto ahí!, amigo mío.
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Cuentos para bañistas
El señor Gabriel Dabert no ha sido jefe de ventas en balde: Han
pasado más de veinticinco años para que se le puede devolver una
mercancía que ha dejado de gustar. Las casas comerciales del Quai no
son hasta ese punto ingenuas. Y además, ese protector de las Artes no
ha entregado a su esposa. El pintor se la robó cuando era joven y ya no
quiere el modelo que ha utilizado… ¿Acaso él conoce a esa extraña?...
¿Qué podrían contarse, esos dos viejos cuya existencia ha sido tan
diferente?...
¿El perdón?... ¿Por qué razón?
A veces – yo lo sé muy bien – en el teatro y en la vida, hombres
que son mejores que la mayoría de los hombres, – perdonan a las
mujeres arrepentidas. En el mundo obrero, un par de bofetadas; en el
bello mundo más hipócrita, gestos solemnes, una moral de los
abuelos; y todo está dicho. Uno es joven todavía; la pareja tiene hijos;
el hombre humillado se sacrifica: la vida es tan pesada, para una
mujer, cuando está sola llevando su fardo.
A menudo, por otra parte, la falta no ha sido más que un desliz,
una breve locura. Llegó un hombre; abusó de uno de esos momentos
en los que la esposa no debe estar sola, donde no se necesitan más que
algunas palabras para prender fuego en su carne y en su sangre…
Pero, este no es el caso de la hermosa señora Dabert.
La dama se ha entregado libremente y durante mucho tiempo al
placer: ella incluso ha ido más lejos. Su marido ha podido estar
enfermo o clavado a la cama por los reumatismos, que ella se ha
hecho la desentendida. Solo ha golpeado a la puerta del marido
cuando el amante la ha echado… Sí, realmente ella se fue joven y
pinturera y regresa en el estado que ustedes ya saben. ¿Tendría el
marido que acogerla?... ¡Menuda broma!...
Esta no es la pobre y dulce Froufrou quién se arrodilla, con la
frente marcada por los espantos de la muerte, – quién no quiere morir
sin el beso del perdón; es la mona desdentada y marchita que solicita
su lugar en el hogar conyugal, su plaza que la ley le concede, puesto
que no ha habido divorcio, ni juicio de separación física…
El señor Dabert es rico; si el señor Dabert estuviese arruinado, la
mujer no hubiese venido…
Así pues, ese parisino burgués, ese Mecenas de artistas, tiene
razón para ser brutal. Ha tenido el sombrío coraje de esperar la
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113. Dubut de Laforest
Cuentos para bañistas
completa decrepitud de la esposa adúltera, el descalabro de esa belleza
que ha dado la alegría y ha sido el orgullo del amante…
–Tú me la has robado… ¡Consérvala o te reviento la cabeza!...
Jacques Maisonnette se quedará con la vieja Francine.
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