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1
LA SEÑORA
DON JUAN
Dubut de Laforest
2
Título original.- Madame Don Juan
Jean-Louis Dubut de Laforest. Paris 1884
Traducción del francés.- José M. Ramos González.
Pontevedra 2014
Diseño de la portada.- Lesbiana con flores.
3
I
DUELO DE MUJERES
–¿Eh?... ¿Cómo?... ¿Eres tú, Rosine?
–No soy Rosine… soy yo, Honoré… tu marido.
Y el arquitecto Perrotin, atravesando la habitación donde
Coelsia estaba acostada, caminó derecho hacia la ventana, abrió
las persianas y dejó penetrar el grisáceo día de esa mañana in-
vernal.
Bruscamente, la italiana se revolvió en su cama:
–¿No tienes nada mejor que hacer que venir a despertar a
las personas tan temprano? ¡Apenas son las once!
–Diez y media, solamente, – rectificó el arquitecto.
–¡Razón de más!... ¡Déjame dormir!
–Sí… pero cuando haya hablado contigo…
–¡Hablaremos más tarde!
–¡No, de inmediato!
–¡Está bien! ¿Qué quieres?
Ella se había levantado sobre su edredón, con los ojos
apagados, el rostro todavía abotargado del sueño, y como Perro-
tin, instalado a su lado, guardaba silencio, ella gruñó:
–¡Vamos, habla!
–Nona-Coelsia, ¿a qué hora has regresado esta noche… o
más bien esta mañana?
–A las dos.
–¿De dónde venías?
–¡Obviamente de resolver mis asuntos!
–¡Esa no es una respuesta!.... A menudo regresas a horas
indebidas y algunas veces incluso pasas toda la noche fuera…
Ella fijó sobre el hombre sus negras pupilas, de un negro
de tinta:
–¿Es que me estás espiando?
Honoré se echó a reír:
4
–¡Qué el diablo me lleve!... Tengo derecho… Soy tu mari-
do…
–¡No digas tonterías!... Si salgo y si intento distraerme es
porque me muero de aburrimiento en este palacete, ahora triste y
helado como una tumba… Sola… siempre sola contigo… y el
otro… ¡allá arriba!
–La prudencia exige renovar el personal y no conservar
con nosotros más que a tu dama de compañía, tu Rosine, de la
que estamos seguros… Con Rosine y nuestro nuevo criado
Anastase, esto marcha admirablemente… El barón no tiene ne-
cesidad de sirviente, puesto que nosotros velamos por él, puesto
que tú lo cuidas, puesto que tú lo mimas y lo rodeas de atencio-
nes.
La italiana suspiró:
–¿Cuándo acabará todo esto, Dios mío?
–¡Pronto, mi Coelsia, serás libre y rica!... ¡Pero hay que
redoblar el celo!... ¡Falta poco tiempo para que el barón Tiburce
nos deje sus millones! Esta noche, antes de tu regreso, ha gritado
como una bestia salvaje…
–¡Debiste subir!
–Lo hice.
–¿Y?
–No he entrado… ¡Sabes que ahora me ha cogido inquina!
He mirado por el ventanillo de la puerta. Su cena todavía estaba
intacta sobre la mesa, y el viejo se paseaba, rugiendo y llaman-
do: «¡Coelsia!... ¡Coelsia!», y luego, como no acudías, se puso a
rugir tan fuerte que se le podía creer en el jardín Botánico o en
el zoo de Bidel... ¡Ah! hemos tenido una feliz idea acolchando
las paredes y los barrotes de la ventana… sin lo que, en una de
sus crisis, se habría ya roto la cabeza y no heredaríamos, pues se
nos acusaría de haberlo llevado la locura y la muerte por el in-
ternamiento.
–Honoré, tiemblo solo de pensar que logre comunicarse
con el exterior.
–¿Cómo podría hacerlo? Nadie más que tú entra en su
cuarto; no tiene papel, ni tinta, ni plumas a su disposición, y
5
estamos seguros de que sus grito no pueden ser oídos desde fue-
ra… No te preocupes, Coelsia, tu paciencia será recompensa-
da… ¡El testamento está en lugar seguro, y Géraud no tiene me-
dios para escribir otro!
La Sra. Perrotin gimió:
–¡Esos millones nos costarán caros!... Y… ¿cuándo
vendrán?
–Antes de un mes, si continuamos excitando su espíritu
mediante libros y grabados eróticos, y sus deseos carnales con
bebedizos hábilmente preparados… ¡Toma, ten, Coelsia!
El arquitecto entregó a su esposa un pequeño frasco de
cristal que contenía un licor rojo.
–¿Qué es esto? – preguntó la italiana.
–Polvo de cantáridas… Una decena de gotas en su botella
de burdeos, y el licor incendiará la sangre del viejo.
Nona-Coelsia tuvo una especie de remordimientos, su
conciencia, de ordinario tan elástica, se revolvía:
–En lugar de jugar con la vida de ese hombre, mejor har-
íamos en acabar enseguida; sería menos cruel.
–Ya te lo he propuesto; te has negado, ahora la obra está
demasiado avanzada para arriesgarnos a ir a la cárcel…
La campanilla de entrada, anunciando que la puerta se abr-
ía, resonó en el patio y los verdugos del viejo se sobresaltaron.
–¿Quién puede ser?–gruñó el arquitecto.
Pero la lesbiana ya saltaba prestamente de su cama:
–Tranquilízate Honoré… Probablemente pregunte por
mí… Espero a alguien…
Él se violentó:
–¿Olvidas que hasta nueva orden, nadie debe franquear el
umbral de este palacete?
–¡De esta tumba! – dijo en voz baja, la amante del aislado.
Y, en voz alta, a su marido:
–Son dos amigas, la Sra. Emmeline Gédéon, la esposa del
doctor, y la Señorita Blanche Latour, de las Fantasías Parisinas.
–¿Vienen a buscarte para salir?
6
–No, para hablar de una venta de caridad de la que son
damas organizadoras…
–Entonces, si quedas aquí puedo ausentarme algunas
horas… Debo ver a Le Goëz y a Neuenschwander, para hablar
de nuestra sociedad en ciernes.
–¡Sí, vete!
Honoré salió y Rosine anunció a su señora que la Sra.
Gédéon y la Srta. Latour la esperaban en el salón. La Sra. Perro-
tin se puso apresuradamente un batín y fue a reunirse con sus
visitantes.
Las encontró serias, manteniendo la actitud conveniente a
los preliminares de un duelo, y la esposa del doctor Hylas, una
morena y también lesbiana, tomó la palabra:
–Querida Señora, siguiendo vuestro deseo, hemos ido a
entrevistarnos con la baronesa de Mirandol que nos ha puesto en
contacto con dos de sus amigas, la duquesa de Louqsor y lady
Fenwick.
–Lady Fenwick… de soltera de Haut-Brion… ¡La cosa es
divertida!
–Esas damas aceptan las condiciones que les hemos indi-
cado de vuestra parte, en vuestra calidad de ofendida.
–Gracias… ¿Y dónde tendrá lugar el encuentro?
–Mañana, a las once, en los bosques de Fosse-Repose, en
Chaville… Y os recuerdo las condiciones: Nada de corsés, ca-
misetas de seda, pantalón de ciclista, guantes de Crispín; asaltos
de tres minutos… Los cuerpo a cuerpo están prohibidos; el
combate cesará cuando el estado de inferioridad de una de las
adversarias haya sido reconocido por las doctoras asistentes.
Nona-Coelsia admiraba la elocuencia de su primer testigo:
–¿Vos estáis familiarizada con el código del duelo, queri-
da Señora?... ¡Yo, que sé manejar una espada, tan bien como la
baronesa Don Juan, mi adversaria, sería incapaz de arreglar un
encuentro!
–Y nosotras también, podéis creerlo – dijo riendo la actriz
de las Fantasías Parisinas, – pero hemos recurrido a los conoci-
mientos del Último Gigoló.
7
La Sra. Perrotin observó, asustada:
–¿Cómo,… habéis dicho al Señor marqués de Artaban que
me batía con la baronesa de Mirandol?
–¡Estad tranquila! Fue la duquesa de Louqsor quien se ha
encargado y ella ha actuado con la mayor discreción…
–¿En cuánto al motivo del duelo? – preguntó la Sra.
Gédéon.
–¡Ya os lo he dicho, querida Señora, una discusión en re-
lación con un caballo!
–Esa es también la versión de la baronesa…
–No tengo mucha fe en ese caballo – sonrió Blanche La-
tour, e imaginaba más bien un caballero…
–¡No se puede ocultaros nada!... ¿El coche?
–Mañana por la mañana, a las nueve en punto, estaremos
en vuestra puerta con un landau y unas espadas.
La Srta. Latour la Sra. Gédéon ya se levantaban para irse,
cuando, de repente, un gemido bestial descendió desde lo alto
del palacete: se hubiese dicho el estertor de un animal al que
degüellan.
Las dos visitantes se miraron, no atreviéndose a preguntar
a la Sra. Perrotin.
Coelsia, muy pálida, balbuceó:
–¡Uno de nuestros viejos criados padece de un reumatismo
articular!... ¡El pobrecillo sufre como un condenado!
–¿Urbain, el criado del barón Géraud, tal vez? –preguntó,
benevolente y graciosa, la esposa del doctor.
–Exactamente, Señora.
–¿Y el barón Tiburce, sigue en su castillo de Haut-Brion
en el Oise?
–¡Sí, todavía!... ¡Nuestro pobre viejo amigo se debilita a
cada hora!... Necesita el aire libre del campo… ¡Los negocios
del Sr. Perrotin nos impiden cuidarlo a diario, pero le vemos
todos los domingos!.... ¡Qué desgracia para nosotros si acaba-
mos perdiéndole!
–¡En efecto, una gran desgracia!... Hasta mañana, querida
Señora…
8
–¡Hasta mañana, mis buenas amigas!
Desde que las visitantes partieron, la digna esposa del ar-
quitecto Honoré se sentó en un sofá de su recibidor y se hundió
en la lectura de los periódicos de moda, esperando la hora de
subir a las habitaciones del barón.
Los gritos y gemidos de Tiburce habían cesado, y en la
gran casa, antaño tan ruidosa, no se oía más que el va y viene de
Rosine y de Anastase, los dos criados relegados al subsuelo del
palacete.
A mediodía, la Sra. Perrotin llamó e interpeló al criado
que entraba en el recibidor:
–¿El almuerzo del Sr. barón, Anastase?
–Está preparado, Señora.
–Súbelo aquí.
–Bien, Señora… Pero, si la Sra. quisiera, yo podría evitar-
le las molestias de llevarlo arriba.
–Sabes perfectamente que el Sr. barón no quiere ser servi-
do más que por mí… ¡Haz lo que ordeno!
Algunos minutos más tarde, Anastase traía, sobre una
bandeja cubierta de una fina servilleta, un pan, medio pollo frío,
un trozo de jamón, una ensalada de lechuga, queso de Chester,
una botella de burdeos y una taza de café.
Depositó las vituallas sobre un velador y se alejó.
Nona-Coelsia esperó un instante, y, segura de que el cria-
do había regresado a la cocina, tomó la botella, la descorchó, y,
extrayendo de su bolsillo el frasco de cristal que Honoré le había
dado, vertió el contenido en el vino destinado a Tiburce.
Una voz pronunció detrás de ella:
–Mil perdones, Señora, por presentarme de este modo…
De inmediato, la mujer del arquitecto disimuló el frasco,
dejó la botella sobre la mesa, y, volviéndose, vio un sacerdote
que le era desconocido.
El eclesiástico parecía de unos cuarenta años de edad, y su
rostro tostado por soles lejanos se enmarcaba en una barba muy
larga y negra; en su sotana brillaba la cinta de caballero de la
Legión de honor y mantenía en la mano su tricornio verde.
9
¿Cómo había entrado?--- ¿Quién lo había introducido en
ese recibidor retirado del palacete?... Coelsia no se preocupó
demasiado de ello, absorbida como estaba por el temor a haber
sido vista vertiendo el nocivo licor.
El sacerdote dijo, inclinado:
–Señora, soy el abad Raphaël, de las Misiones Apostóli-
cas, y desearía ver a mi viejo amigo, el Sr. barón Géraud.
Ella murmuró, molesta por la mirada inquisidora del visi-
tante:
–El Sr. barón Géraud no está en París…
–¡Ah!... ¿Dónde está entonces?
–En el campo, señor cura, en su castillo…
–¿Seríais tan amable, Señora, de decirme donde se en-
cuentra ese campo… donde está situado ese castillo?
–La mujer del arquitecto estaba confusa… ¿Por qué ese
hombre, ese sacerdote desconocido, le planteaba tales preguntas.
¿Por qué hablaba de Géraud?... ¿Es que, a sus espaldas, el viejo
había llamado a ese misionero?
–Solamente sé – dijo ella – que el castillo está en l’Oise;
en cuanto a su nombre lo desconozco, así como el del municipio
en el que se encuentra…
Raphaël sonrió bajo su barba morena:
–¿Cómo es posible que vos, Señora Perrotin, la amiga del
barón Géraud, ignoréis donde está situado su castillo campes-
tre?... ¡Ah! ¡Permitidme que me sorprenda!
La italiana ya reconocía que tenía entre manos a un hom-
bre más fuerte que ella, y se mantuvo en guardia:
–Declarando antes ignorar la dirección de nuestro amigo,
actuaba según sus órdenes… Me es pues imposible dárosla, pero
si queréis escribir al Sr. barón Géraud, mi marido le entregará
vuestra carta con mucho gusto.
El inclinó la cabeza:
–No, Señora… Lo que tengo que comunicar al barón debe
ser dicho de viva voz, y sabré llegar hasta él…
–El Sr. Géraud no os recibirá… Está enfermo, y su puerta
está defendida por los amigos más íntimos…
10
El sacerdote concluyó:
–Solo me queda, Señora, disculparme por haberos moles-
tado…
Y el abad Raphaël salió, dejando a la Sra. Perrotin con una
perplejidad muy grande.
En la antesala, el misionero se encontró con Anastase que
lo esperaba.
–¿Y bien, Sr. abad, – dijo el criado, – la Señora Perrotin os
ha llevado ante el viejo?
–Todavía no, e incluso ha negado la presencia del barón
en este palacete…
–¡Ay!
Pero, el sacerdote cambió de tono y compostura:
–¿Grelu?
–¿Señor Dardanne?
–¿Qué médico trata al barón?
–El Sr. Géraud no quiere recibirlo…
–Sin embargo él está gravemente enfermo?
–¡Por lo que se nos dice!... Nunca nadie, a excepción de la
Señora, entra en su habitación.
–¿No podrías verlo, aunque fuese más que un minuto?
–¡Oh!... ¡completamente imposible!
–¿Podrías deslizarle bajo la puerta una carta?
–Para eso habría que atravesar el antiguo apartamento de
la Sra. Perrotin, y el taller del arquitecto, y cuando los carceleros
no están ahí, uno u otro, lo que es raro, todas las puertas, y hay
cinco por las que pasar, están cerradas con doble giro de llave.
El Director de la Agencia declaró:
–¡Grelu, eres bobo!... ¡Yo franquearé esas cinco puertas!
¡Veré al barón y él me contará toda la verdad sobre la historia de
Esbly!... ¿Para quién era el almuerzo que he visto sobre una
bandeja, en el recibidor de la Señora Perrotin?
–Para el señor barón… ¡Oh!... ¡se le cuida!
–¡Demasiado bien, sin duda! – dijo el sacerdote de barba
negra…
Grelu, espero mañana tu informe, en la Agencia…
11
–Sí, jefe.
Y Théodore Dardanne, irreconocible bajo el hábito ecle-
siástico, bajó, ampuloso y grave.
En una habitación dependiente de los antiguos aposentos
de los esposos Perrotin, en las buhardillas del palacete, el barón
Géraud, ajado, envejecido, pálido, sentado ante una mesa, se
libraba a una singular labor, prestando atención, de vez en cuan-
do, con el temor de ser sorprendido… A falta de tijeras, arranca-
ba con sus dedos las páginas de un libro, y, en esas páginas, des-
tacaba ciertas letras, algunas veces palabras enteras, que oculta-
ba bajo uno de sus cojines de la alfombra de la habitación, que
levantaba y dejaba caer de inmediato.
¡Qué estrategia! ¡qué paciencia!
¡Oh! ¡no era la obra de un loco, sino la de un prisionero
trabajando en su libertad!
Privado por sus verdugos de papel, de tinta y pluma, Ti-
burce esperaba, gracias a los fragmentos del libro, construir una
carta que trataría de hacer llegar a Cloé a la que le imploraba
perdón, suplicándole viniese en su auxilio.
La habitación del viejo, bastante confortablemente amue-
blada, era a la vez una celda de Mazas y un calabozo de la
Salpêtriere; se habían acolchado las paredes así como los barro-
tes de las ventanas que daban al amplio jardín del palacete; en la
puerta, un ventanillo permitía hablar desde el exterior al ence-
rrado y pasarle su alimento.
Géraud leía obras obscenas cuyos análisis e imágenes eró-
ticos no dejaban nunca de sobrecalentar su cerebro y exaltar sus
ardores; además del veneno de las lecturas, el que le vertía No-
na-Coelsia con una sonrisa en los labios, en forma de licores
afrodisiacos.
Bajo la doble potencia de los brebajes y las lecturas, Ti-
burce perdía la noción de los seres y las cosas; alucinaciones
extrañas le acosaban: veía a Cloé en poses lascivas de los perso-
najes de los libros, y a Cloé se unían todas las mujeres morenas
o rubias que él había amado antaño, y entre las vivas hacía revi-
vir a las muertas en todo la plenitud de su juventud y belleza.
12
Con los brazos extendidos, los ojos fijos, la boca espume-
ando, Géraud corría hacia esos fantasmas a través de la habita-
ción, golpeándose contra los muros, por fortuna blandos, ex-
halando llamadas de amor y formidables amenazas, hasta el
momento en que, roto por el propio erotismo de sus deseos, caía
sin conocimiento.
También pasaba por largos periodos de calma; se desper-
taba, se volvía místico, pasaba días enteros con las manos juntas,
los ojos dirigidos al cielo, orando con fervor; pero, como desde
hacía tiempo había olvidado sus preces, inventaba oraciones en
las que los nombres de Cloé y de Coelsia reemplazaban a los de
la Virgen y de los Santos.
Un día, Tiburce pidió un misal, y el arquitecto divertido le
ofreció el Portier des Chartreux1
, obra innoble que el viejo se
puso a deletrear como un alumno su lección.
Los Perrotin, esos monstruos, asistían sin remordimiento a
esa debacle humana, demasiado cobardes para terminar de un
solo golpe las miserias y agonías, y esperando cada mañana en-
contrar a Géraud muerto en medio de una crisis.
Ese día – hacia una hora – el tío de Cloé, se dedicaba a re-
cortar sus libros, cuando se estremeció ante un ruido de pasos…
Alguien andaba en la habitación contigua…
Vivamente, el hombre amontonó los trozos de papel dis-
persos sobre la mesa y fue a esconderlos en su habitual escondi-
te.
El ventanillo de la puerta se abrió, y Géraud pudo observar
el rostro sonriente de la Sra. Perrotin.
Nona-Coelsia preguntó dulcemente:
–¿Vas a ser razonable esta mañana, mi buen Tiburce?
–Si, Coelsia, muy razonable.
–Te traigo el almuerzo.
–Bien, entra.
–¿No me harás una escena como el otro día?
1
L’Histoire de Dom Bougre, portier des Chartreux es una novela li-
bertina de 1741 atribuida al abogado Gervaise de Latouche (N. del T.)
13
–No, pero date prisa… Quedando ahí, detrás del ventani-
llo, me da la impresión de que estoy en prisión.
Ella introdujo una llave en la cerradura, entró, depositó
sobre una mesa de la habitación el almuerzo del barón, diciendo
con mimo:
–Tiburce, ¿es que no besas a tu Coelsia, hoy?
Con un gesto angustioso, el viejo mostró la puerta ya ce-
rrada:
–¿Cuándo seré libre?... ¿Cuándo se me permitirá franquear
el umbral de esta puerta? ¿Cuándo podré circular a mis an-
chas,… en mi palacete?
–¡Pero si eres libre, Tiburce, completamente libre!.... Si
nuestra amistad por ti nos ha obligado y nos obliga a hacerte
permanecer en la habitación, es porque has estado… porque
todavía estás enfermo.
–¿Y mi dinero?... ¿mi fortuna?... ¿Qué hacéis de ella du-
rante este tiempo?
–Honoré se encarga… Tu fortuna está en buena manos.
–¡No quiero que me hables de tu marido!... Honoré es un
rufián, y si Cloé no ha querido saber nada de mí, es por su cul-
pa... ¿Dónde están mis criados?
–Abajo, a lo suyo.
–¡Urbain!.... Quiero ver a Urbain… ¡Los demás, me son
indiferentes!
–Lo verás uno de estos días… Ha debido ausentarse por
asuntos familiares.
–¡Mientes!
–¡No, Tiburce, no miento!
–¿Es que acaso piensas que no me doy cuenta de que me
estáis secuestrando… que queréis hacerme morir de rabia?
–¡Oh! Tiburce, ¡qué horrible idea!
–¡Sin embargo siempre me he portado bien contigo!
–Sí.
–He sido generoso.
–Sí, Tiburce, sí.
14
–Entonces, ¿por qué este espantoso suplicio de aislamien-
to, de encarcelación?
Y, de repente, levantándose:
–¿Sabes lo que ocurrirá pronto, Coelsia?
–No… ¿Qué sucederá?
–¡Una gran desgracia!... ¡Perderé por completo la cabeza,
y en el momento en el que entres en esta habitación, saltaré so-
bre ti, y te estrangularé!... ¡Lo he pensado muchas veces y lucho
contra ello!
La esposa del arquitecto estaba habituada a ese tipo de es-
cenas; tenía un medio de tranquilizar al viejo, y dijo, lujuriosa:
–¡Oh! ¡No harás eso, Tiburce! ¡No se estrangula a aquellos
a los que se ama!... ¡Y tú me amas!... ¡Tú me adoras!
El balbuceó:
–Te amé y te adoré antaño; ¡ahora te detesto!... ¡Solamente
Cloé vive inmortal en mi espíritu y en mi carne!
La Sra. Perrotin le rodeó el cuello con sus voluptuosos de-
dos:
–¡Eso no es cierto! ¡Tú me amas todavía! ¡Tú me amas
más de lo que amas a Cloe!... Vamos, mírame, y atrévete a de-
cirme que tu Coelsia no es siempre amable y deseable.
Y arrastrándole, subyugado, hacia la mesa:
–¡Hoy almuerzo contigo y te vas a divertir!
–¡Ah! ¡Hace tanto tiempo!
Y siempre la misma comedia. La italiana estaba segura de
su poder sobre él: sabía que ese hombre marchito, destrozado, le
pertenecería hasta la tumba.
Se pusieron a la mesa, y la Sera. Perrotin se mostró encan-
tadora, sirviendo los platos y ofreciéndole el vino que ella había
preparado.
Ahora bien, el efecto del brebaje no se hizo esperar por
mucho tiempo… Tiburce, con la mirada inyectada en sangre,
tomó a la miserable entre sus brazos:
–¡Cloé!... ¡Tú eres Cloé!... ¡Cloé ha regresado! ¡Ven!
¡Ven!
15
El barón quiso llevarla, pero Coelsia, muy robusta, se des-
prendió fácilmente y saltó fuera de la habitación cerrando la
puerta con doble giro; luego, detrás del ventanillo entreabierto,
observó al viejo.
De pie, él parecía escuchar y murmuraba:
–¡Cloé ha partido! ¡Va a regresar… regresar! ¡Regresar!...
¡Ah! ¡Aquí está!... ¡Qué grande está desnuda!... ¡Jamás había
admirado sus carnes desnudas… sus íntimos tesoros de amor!...
¡Me queman!... ¡me ciegan!... ¿Por qué no has sido siempre así,
Cloe?... ¡Yo no habría amado a Coelsia!... Pero, Coelsia también
está ahí… denuda como mi adorada... ¡Tanto mejor! ¡Cloé, Co-
elsia y todas las demás!... ¡Centenares! ¡Son mil!... Las amaré a
todas… ¡Quiero una cosecha viva de mujeres!... ¡Quiero oler su
perfume, calentarme con sus cuerpos, irradiarme con su luz!
Con el cuerpo inclinado, las manos extendidas como para
agarrar seres al paso y lanzarse sobre las presas, rugía:
–Están demasiao lejos; y, encadenado, no puedo alcanzar-
las… ¡Se burlan de mi!... ¡Se ríen de mi debilidad! ¡Cloé, can-
ta… canta esa canción que está ahí, impresa en ese libro!
Permanecía quieto bajo el cántico de la lejana voz; luego,
en el paroxismo del furor amoroso, aulló:
–¡Pero, venid!... ¡Mujeres, os quiero!... ¡Mujeres, os de-
seo!.... ¡A todas!... ¡A todas!... ¡No brilléis tanto; me quemáis
los ojos!... ¡No habléis tan alto; me desgarráis los oídos, y vues-
tras voces resuenan como truenos!...¡Mi cabeza estalla!... ¡Mis
miembros se retuercen!... ¡Tengo fuego en el pecho!... ¡Agua!...
No, ¡amor!... ¡Aquí estáis!... Cloe… Coelsia… amor… ¡Por
piedad, amor!…
Rodaba sobre la alfombra, arrojaba aullidos de salvaje, y
de repente, sus miembros se relajaron y permaneció inmóvil,
como en éxtasis…
Detrás del ventanillo, la Sra. Perrotin le mostraba su len-
gua…
El hombre gimió, lleno de dolor, y estalló en sollozos.
16
Al día siguiente, por la mañana, a las nueve de la mañana,
un landau cerrado lleva a la italiana, a sus dos testigos, la Sra.
Gédéon, la Srta. Latour y una rubia doctora, la Señorita Gene-
viève Saint-Phar, hacia el lugar del encuentro.
Una mañana soberbia. La actriz entretenía el camino con
historias divertidas, y un sol invernal doraba las copas deshoja-
das de los árboles, cuando se detuvo en un claro de los bosques
de Fosse-Repose.
La Sra. Huguette de Mirandol había llegado hacía un ins-
tante a Chaville, en compañía de lady Fenwick, la duquesa de
Louqsor y de una doctora morena, la Sra. Desmont.
Se intercambiaron los saludos de rigor y pronto se en-
contró un terreno propicio para el duelo.
Era un claro, rodado de grandes árboles y donde el suelo,
muy seco y recubierto de una fina grava, anunciada todas las
ventajas de una pista ideal.
Un gran silencio reinaba en el discreto bosque, interrum-
pido únicamente por el murmullo de la brisa.
La suerte designó las espadas de la baronesa; a Coelsia le
correspondió elegir el lugar y dio la espalda al astro brillante en
su gloria.
Muy seria, la duquesa de Louqsor repetía a las adversarias
las condiciones del encuentro, – y nunca las dos enemigas,
habiendo quitado sus abrigos, parecieron tan bellas y atractivas
como en uniforme de combate.
Llevaban camisetas de seda, una rosa y la otra azul, meti-
das en un pantalón oscuro y ceñido de ciclista; la baronesa esta-
ba tocada con un fieltro gris de amplios bordes, recordando el
sombrero de los mosqueteros, y los cabellos negros de la italiana
se enorgullecían con un toque de lustre.
Enguantadas a lo Crispin, se apoderaron de las espadas; la
Sra. de Louqsor, que dirigía el duelo, unió las dos puntas y or-
denó:
–¡Adelante, Señoras!
Nona-Coelsia y Huguette se pusieron en guardia, aplomo
sobre sus caderas, el cuerpo bien dirigido, y, a algunos pasos de
17
ellas, los testigos y las doctoras se alienaron, dispuestas a inter-
venir.
La Sra. Don Juan parecía más fuerte, más segura de sí
misma, pero Coelsia, más ligera, más astuta, acometía ataques y
realizaba paradas bruscas, vueltas y sobresaltos que denotaban la
escuela de su país.
Un primer asalto tuvo lugar sin resultado; y, al segundo,
un igual furor animó a las combatiente.
A un golpe recto prestamente enviado por la baronesa, la
extranjera ejecutó una hábil respuesta, y, a la altura del codo, la
camiseta de la Sra. Don Juan se empapó con una mancha roja.
–¡Alto! – ordenó la duquesa de Louqsor.
–¡Eso no es nada! – dijo la reina de Lesbos…. ¡Continue-
mos!...
Pero ya los testigos y las doctoras examinaban la herida, y
como la carne únicamente rasgada no ponía a la baronesa de
Mirandol en un estado de manifiesta inferioridad, el duelo con-
tinuó su curso.
En el comienzo del tercer asalto, la italiana emitió un grito
y se desequilibró tocada en el hombro.
Se apresuraron a su alrededor.
Un grito había respondido a la herida, y una joven y rubia
muchacha, se lanzó entre los ramajes desde donde miraba el
duelo de las lesbianas.
–¡Ah! ¡Señora! ¡Qué desgracia!
Mientras las doctoras cuidaban a la mujer del arquitecto,
cuya herida era por otra parte poco grave, la Sra. Don Juan se
acercó a la joven muchacha y dijo, galante, muy amable:
–¿Sabéis señorita, que sois muy curiosa?
–Perdonadme, Señora,– respondió la otra – Yo pasaba por
aquí… Os he escuchado… Os he visto…y, a mi pesar, me he
detenido detrás de esos arbustos… Cuando habéis sido tocada en
el brazo, a punto estuve de correr hacia vos, y, viendo a esa po-
bre dama tambalearse y palidecer, no he podido resistir…
¡Perdón, Señora!
Huguette la devoraba con sus miradas ardientes:
18
–Tenéis todo un corazoncito, Señorita… ¿Cómo os llam-
áis?
–Emma Delpuget.
–¿Vivís en Chaville?
–Sí, en una pequeña villa muy cerca de aquí, con mi padre
y mi hermana.
Y, preocupada:
–¿Esa pobre dama está peligrosamente herida?
–Espero que no.
–¿Y vos, Señora? Debéis sufrir… Veo sangre en vuestra
manga…
–Sí… un poco…
–Si queréis venir a descansar un instante a la casa, mi pa-
dre, mi hermana y yo estaríamos encantados de recibiros.
La baronesa observó a Emma, y sus ojos brillaron:
–Por mi parte, acepto…
–¿Y la otra dama?
–Voy a informarme…
Y, envolviendo siempre a la bonita rubia con mirada en-
cantadora:
–Esperadme ahí… Ahora regreso, querida…
La Sra. Don Juan se aproximó a su adversaria que estaba
de pie, dispuesta a partir; le tendió la mano, y la reconciliación
fue sellada con un beso, demasiado cálido para no revelar anti-
guos amores.
Lady Fenwick, la duquesa de Louqsor y la doctora Saint-
Phar se reunieron solas en el landau, pues Huguette declaró que
se quedaría en Chaville, teniendo el deseo de buscar y alquilar
allí una casa en el campo.
Se conocían las originalidades de la Sra. Don Juan, y nadie
protestó contra esta fantasía.
Adversaria, doctoras, y testigos desaparecieron, y la baro-
nesa corrió en busca de Emma Delpuget.
–Querida – dijo – ¡soy toda vuestra y estoy feliz de cono-
ceros más!... ¿Me habéis dicho que vivís en los alrededores?
–Sí, Señora, allá, detrás de esos grande árboles…
19
–Antes de presentarme a vuestro padre – dijo tiernamente
la reina de Lesbos – es indispensable que os diga como me lla-
mo…
–No me he atrevido a preguntároslo, Señora.
–Me llamo baronesa Huguette de Mirandol… Conducid-
me, querida…
Fue un honor para los Delpuget recibir a una tan grande
dama. Huguette se mostró siencilla, dulce, amable; inventó una
historia para su duelo, y las bravas gentes, deslumbradas, per-
manecieron sumidas bajo su encanto.
No dudaron, los desgraciados, que la joven Emma, al lle-
var a Huguettte, acababa de introducir a la loba en el redil; cre-
ían incluso en una intervención de la Providencia; en efecto, la
Sra. don Juan se dejaba enternecer ante la miseria de la familia y
pidió a Emma que ingresase en su casa como lectora.
Al día siguiente, alegre e inocente, la rubia muchacha cu-
yo mal destino conoció en el bosque en el momento del duelo de
las enamoradas, llamaba a la puerta del palacio Mirandol, bule-
var Malesherbe, y hacía su entrada en el reino de Lesbos.
¡Pobre Emma! ¡Pobre inocente! Esperaba no ser ya una
carga para el viejo padre, el ex cajero de Le Goëz y de su her-
mana mayor la telefonista, y vivir honorable, esperando su boda
con el joven oficial Etienne Delarue, uno de los puteros de
Blanche Latour.
Etienne y Emma se amaban con todo el ardor y toda la po-
tencia de su bella juventud, y el lugarteniente iba pronto a rom-
per con la amante del notario Edgard Bazinet.
Otro enamorado le sucedería, en la calle de la Boëtie, y la
Devoradora de hombres llevaría siempre a cinco, los cuatro pu-
teros y el mantenedor, el notario en nomina.
Y mientras la Sra. Delarue, la madre del lugarteniente de
zapadores, mujer muy misteriosa, a juzgar por sus diversos mo-
dales en casas alejadas la una de la otra, se regocijaba con la
prudencia de Etienne, la Srta. Latour continuaba amasando for-
tuna.
20
Arthur de La Plaçade acechaba los ahorros de Blanche, y
sin olvidar los rencores hacia lady Fenwick y las intenciones
matrimoniales y por negocios junto a la vieja Sainte-Radegonde,
honraba con sus favores a la actriz y a la Sra. Perrotin.
A la esposa del arquitecto, al contrario de la Sra. Don Juan
que era solamente lesbiana, le iban los dos sexos, y el doble es-
tado psicológico y patológico del marido inspiró este atrevido y
mordaz comentario del Último Gigoló:
–Perrotin, incluso quitándose el sombrero, incluso baján-
dose, incluso reptando, no pasaría bajo la puerta Saint-Denis, es
un cornudo… Es el rey de los maridos, y el arquitecto debería
levantar en su honor un Arco del Triunfo con inmensos cuernos
parlantes!
21
II
EL PUDOR DE EMMA
Hacía ya un día que Emma Delpuget se había instalado en
casa de la Sra. Don Juan, en el palacete del bulevar Malesher-
bes, y la baronesa Huguette le había dado una habitación conti-
gua a sus aposentos.
Feliz y confiada, la lectora dormía esa noche con el sueño
sereno de las vírgenes.
Ahora bien, por la mañana, un dulce calor la despertó, y
como el día comenzaba a penetrar en la habitación, Emma vio
acostada a su lado a la baronesa de Mirandol.
La jovencita, completamente estupefacta, murmuró teme-
rosa:
–¡Ah! ¿Sois vos?... ¿vos, Señora baronesa?
Huguette rompió a reír:
–Sí, soy yo, querida… ¿Acaso os molesto?
–No del todo… pero…
–Tenía una pesadilla… una pesadilla abominable… En-
tonces he venido… suavemente… tan suavemente que ni siquie-
ra os habéis despertado… He hecho bien, ¿verdad, querida?
La Señorita Delpuget saltó de la cama y se vistió apresu-
radamente:
–¿Ya os levantáis?– exclamó la baronesa.
–Os molestaría, Señora…
–¡Apenas es de día!
–¡Oh! ¡Yo me levanto muy temprano, señora baronesa!
–¡Esa es una costumbre que deberás perder aquí!.... Va-
mos, vuelve a mi lado, mi niña… Charlaremos…
Pero Emma se retiraba al cuarto de baño; experimentaba
un malestar, una angustia que no podía explicar todavía… Esa
mujer, esa gran dama de mirada de fuego, la turbaba, la hacía
avergonzarse… Sin embargo, muy a menudo en Chaville, Fanny
22
iba a meterse en su cama, o bien era ella quién iba a reunirse con
su hermana, y mantenían largas, dulces y fraternales conversa-
ciones; pero con la Sra. de Mirandol, todo el pudor virginal de la
joven se revolvía, y no hubiese podido permanecer en camisa
ante Huguette o hacer sus abluciones sin enrojecer como si estu-
viese en presencia de un hombre.
Dijo, púdica:
–Permitidme, Señora, acabar mi aseo.
La baronesa tuvo un movimiento de contrariedad:
–Antes, queréis ir a buscar a mi habitación mi paquete de
cigarrillos; lo encontraréis sobre la mesita de noche…
Y como la lectora tardaba en responder, increpó nerviosa:
–¿Habéis escuchado, señorita?
–Sí, Señora, enseguida estoy con vos…
–Transcurrieron dos minutos, y la Srta. Delpuget, salió del
cuarto de baño.
La joven lectora estaba cubierta con un camisón de franela
azul; sus rubios cabellos, aún húmedos, flotaban sobre sus hom-
bros, y traía con ella un agradable olor de juventud y salud.
Se dirigió hacia la habitación contigua para ir a buscar los
cigarrillos.
La Sra. Don Juan la detuvo:
–¡No hace falta, Señorita! Ya no tengo ganas de fumar…
Tengo otra idea…
Y, contemplando a la rubita:
–¡Qué magnífica cabellera tenéis, Emma!
–¡Oh! Señora baronesa, si vieseis la de mi hermana Fanny,
esa sí que es más larga y más densa todavía.
–¡Tal vez! ¡Pero vuestra hermana no tiene vuestro dulce y
gracioso rostro!
Huguette salió de la cama, vestida con un camisón de mu-
selina, cuya transparencia dejaba ver sus carnes rosadas y sus
esculturales formas; indicó una silla baja a la lectora:
–Sentaos ahí, querida… Voy a peinaros…
–¡Ah, Señora! – se defendió Emma, confusa y sonrojada.
23
–¿Qué? ¿Es que nunca os habéis dejado peinar por una
amiga… por vuestra hermana?
–Sí, Señora… pero no es lo mismo…
–¡Sentaos ahí; os lo ordeno!
Y, risueña:
–¡Vais a ver!... Soy una artista… tan buena como el ilustre
Victor Chevrier, ¡y no es un decir!
Completamente asustada, la Señorita Delpuget tomó
asiento en la silla, y la baronesa, levantando sus mangas y arma-
da de un peine de marfil y de otros utensilios tomados del cuarto
de baño, se puso manos a la obra, extendiendo, manipulando y
torciendo con sus manos aristocráticas la abundante melena.
Se bajaba sobre la muchacha, quemándola con su aliento:
–Pasadme los alfileres, bebé…
Y ella le entregó un paquete de broches de nácar.
Luego, trabajando todavía, la baronesa preguntó:
–¿Dónde estabáis, ángel mío, antes de vivir con vuestro
padre en Chaville?... ¿En un internado, tal vez?
–Sí, señora, en un internado en Passy, en la calle de la
Pompe.
–¿En casa de la Señora Malézieux?
–¿Vos conocéis el internado Malézieux, Señora baronesa?
–No, pero muchas de mis amigas han sido educadas allí…
Es un excelente internado, donde se aprenden… ¡muchas co-
sas!.... ¿Habéis oído hablar de Faustine de Puypelat?
Emma enrojeció con un sofoco hasta ahora desconocido.
¡Oh, sí, ella había oído hablar de esa tal Faustine, una veterana
expulsada del pensionado por causas misteriosas y tan graves
que, en casa de la Sra. Malézieux, era una tradición evocar la
brusca expulsión de Faustine y las aventuras del dormitorio,
pero a escondidas y en voz baja, y solamente entre las alumnas
más atrevidas.
La lectora respondió:
–Sí, señora, pero, esa señorita abandonó el internado hace
muchos años.
24
–Faustine debe tener mi edad… apenas veinticinco años.
¿Me dais un alfiler?
La baronesa modelaba los cabellos de su joven ídolo en
forma de casco, desprendiendo unos ligeros rizos sobre la nuca,
y le producía un placer infinito pasear sus dedos a lo largo de las
carnes de la muchacha.
–Emma, ¿teníais una amiga que preferíais a las demás?
–Les tenía afecto a todas por igual.
–¡Es extraño!... Por lo común, siempre se tiene una prefe-
rencia.
La Sra. de Mirandol no había mentido al afirmar igualar a
Victor Chevrier, el célebre peluquero para damas; acababa de
ejecutar una obra maestra capilar. Dejó el peine, roció con vapo-
rizadores de iris y verbenas la cabeza rubia y exclamó, orgullo-
sa:
–Miraos en el espejo, señorita, y decime si habéis visto al-
guna vez una muchacha tan bonita.
De pie, ante el espejo, Emma sonreía, hacia muecas; casi
lamentaba reconocer lo bella que se encontraba.
Huguette le abrió los brazos:
–Ahora, para recompensarme, venid a besarme, querida.
–¡Oh, de todo corazón, Señora!
Tendió su frente virginal, pero el beso de la reina de Les-
bos se deslizó y fue a aplicarse sobre la boca de la jovencita.
Emma tuvo la sensación de una ardiente quemadura y re-
trocedió, turbada:
–¡Señora baronesa!... ¡Señora baronesa!...
–¿Qué ocurre, pequeña?... ¿Es que no tengo el derecho de
besaros?
–Sí, Señora… pero…
Y muy bajo, la Sra. Don Juan, murmuró para sí:
–¡No sabe nada! ¡Absolutamente nada!... ¡Mejor así!...
Se acababa de anunciar a la baronesa de Mirandol que el
marqués de Artaban la esperaba en la sala de armas; Huguette
dejó a Emma con la esperanza de volver a encontrarse con ella a
solas durante el almuerzo.
25
Pero, el Último Gigoló, tras un asalto de los más brillan-
tes, se invitó a sí mismo a compartir la comida con su alumna.
¡Se hubiese dicho que ese diablo de hombre olía la carne fresca!
La baronesa de Mirandol, a pesar de su gran deseo de
ocultar a Emma de todas las miradas, se vio obligada a presentar
a la joven lectora al aristócrata; Achille se relamió los labios, y
durante el almuerzo se produjo una andanada de alusiones muy
atrevidas dirigidas a la lesbiana.
Huguette, vejada, trataba de leer en el rosto de Emma la
impresión producida por las palabras del Último Gigoló, pero la
jovencita escuchaba sin comprender las frases con doble sentido
y los términos del léxico del bulevar.
Achille no permaneció mucho tiempo; ese día tenía cita
con la duquesa de Louqsor, y la baronesa, habiendo acogido su
partida como una liberación, interrogó a la lectora amiga:
–Veamos, querida, ¿qué os parece el Señor de Artaban?
Viva y franca, la Señorita Delpuget respondió:
–¡Lo encuentro muy bien, Señora baronesa, y, sobre todo,
muy amable!
–Si tuvieseis que elegir entre él y yo, ¿a quién elegiríais? –
preguntó, irreflexiva, la reina de Lesbos.
–¡A vos! ¡A vos!... ¡mil veces a vos, señora baronesa!
Emma articulaba esas palabras con toda la inocencia de su
alma de virgen, y sin embargo, Huguette no pudo reprimir un
alegre estremecimiento.
–¿Entonces, me amáis… un poco, querida?
–¡Mucho, señora, y me parece que cuando os conozca me-
jor os amaré todavía más!
Habían entrado en un recibidor, tapizado de seda malva,
con flores por todas partes, en especial rosas, la pasión de la Sra.
de Mirandol.
Ambas se sentaron en un diván; Huguette posó la mano
sobre el pecho de su joven lectora:
–¿Y ese corazoncito, jamás ha latido por un enamorado?
26
Emma bajó los ojos, y la Sra. Don Juan sintió latir más
fuerte e incluso sobresaltarse bajo su mano el pequeño corazón
del que ella estaba celosa.
–¿Así… que amáis… a un hombre? Hablad; sed sincera,
señorita.
La lectora declaró:
–Sí, Señora, y al que amo será un día mi marido…
–¿Vuestro marido? ¿Habéis dicho «vuestro marido»?...
–Tan pronto como mi padre haya podido reunir la dote re-
glamentaria…. Pues por desgracia estamos lejos… muy lejos de
ser ricos.
–¡Ah! ¿Un militar? – dijo Huguette, con pérfida sorna– ¿Y
cómo se llama ese feliz mortal?
–Etienne Delarue.
–Lo conozco… Lo he visto en el baile de Lady Fenwick…
¿Entonces vais en serio? ¿Tenéis intención de casaros con ese
pequeño e insignificante oficial?
–Sí, Señora… Y Etienne Delarue es digno de mi amor…
La Sra. Don Juan estalló:
–¡No haréis semejante estupidez! ¡No os casaréis con ese
muchacho!
–¿Y… por qué, señora?
–¿Por qué?... ¡por qué?... ¡Eh!... ¡caramba! ¡porque es un
hombre!
Emma dirigió una mirada confusa hacia la baronesa:
–¿Con quien tendría que casarse una joven si no es con un
hombre?
–Os diré eso más tarde… mañana… esta noche, tal vez…
Pero, vos no conocéis todavía mi palacete… Os lo voy a ense-
ñar… Venid, querida, y luego iremos al Bois a dar una vuelta en
coche por el lago… ¡También os llevaré al teatro!... ¡No quiero
que os aburráis aquí! Deseo que viváis a mi lado, feliz… muy
feliz…
Los ojos de la lesbiana brillaban y todo su cuerpo palpita-
ba de lujuria.
27
Emma, azorada hasta lo más profundo de su ser, no se ex-
plicaba sus múltiples y nuevos sentimientos: la baronesa de Mi-
randol era para ella un sujeto de asombro mezclado de espanto y
de una instintiva desconfianza, un enigma vivo, un problema
cuya solución permanecía oculto y temible.
Huguette arrastraba a la lectora hacia la escalera secreta
que conducía al salón rojo, cuando las dos negras, Akmé y Aïs-
sa, aparecieron, vestidas con sus indumentarias orientales.
Desde la víspera por la noche, la Srta. Delpuget había vis-
to varias veces a las esclavas de la Sra. Mirandol, y las considera
como dos personajes fantásticos escapados del sueño o de las
leyendas, y terribles con su piel de ébano, sus grandes ojos blan-
cos, sus dientes puntiagudos, sus piernas y sus brazos con aros
de oro y sus vistosas y magníficas telas.
En esa casa, a Emma todo le parecía extraordinario y fabu-
loso a su alrededor, así como la baronesa y su extraño compor-
tamiento, o esas hijas de Mauritania, cariátides vivas, robustas
como tigresas, sumisas como perras.
La Sra. Don Juan las interpeló:
–¿Qué es lo que deseáis vosotras? ¿Por qué venís sin que
os haya llamado?
Akmé se inclinó profundamente, con la mano en el co-
razón:
–Ama, lo hemos creído oportuno… Hay una señorita en el
salón que solicita hablar con la Señorita Emma…
–¿Su nombre?
–Fanny Delpuget.
–¡Mi hermana!.... ¡Es mi hermana! – dijo alegre la lecto-
ra… ¿Señora Baronesa, me permitís ir a abrazarla?
–¡De acuerdo! – dijo Huguette – ¡Id, señorita, pero regre-
sad pronto!
La joven partió corriendo y fue al salón a arrojarse entre
los brazos de su hermana mayor, la empleada del teléfono.
–¡Fanny! ¡Mi querida Fanny!.... ¡qué feliz estoy de ver-
te!... ¿No trabajas hoy?
28
–¿Trabajar? ¡Tenía demasiadas ganas de saber cómo te
iba!.... ¡He obtenido un día de permiso y aquí estoy!
Esas dos muchachas se habían separado la víspera; y, ob-
servando su alegría y escuchando crepitar sus besos fraternales
se hubiese dicho que se encontraban después de una larga au-
sencia.
Emma preguntó:
–¿Por qué no ha venido padre contigo?
–En estos momentos recorre París buscando empleo… ¡El
pobre se deprime por su inactividad!... Vendrá a verte esta tar-
de… Ahora, hablemos de ti… Dime, ¿estás a gusto aquí?...
¿Estás contenta?
–Sí, hermana, muy contenta, – suspiró tristemente la novia
de Etienne Delarue.
Fanny la había tomado por las manos y la miraba, preocu-
pada y alerta:
–¿Cómo me dices eso, hermanita?
Y viendo dos lágrimas brillar en las pupilas de la joven
lectora:
–¿Lloras Emma? ¿Por qué lloras? ¡Quiero saberlo!
–¡Estoy loca! – dijo la pequeña tratando de reír.
–¿Acaso la Sra. de Mirandol no es buena contigo?
–¡Oh! sí, ¡muy buena!
–¿No se te humilla ni se te trata como a una criada?
–¡Al contrario! La señora baronesa se muestra llena de
atenciones hacia mí; me hace comer en su mesa y me ha dado
una habitación al lado de la suya…
–¿Entonces, por qué esa pena? ¿Por qué esas lágrimas?
¡No te comprendo!
La lectora murmuró:
–¡Ni lo comprendo yo misma!... Aquí, en este palacio, to-
do es demasiado bonito, demasiado grande, todo muy distinto a
lo que estaba acostumbrada a ver a nuestro alrededor... Me pare-
ce que una gran desgracia planea sobre mi cabeza… que me va a
ocurrir algo horrible... Todo me asusta… sí… todo… hasta la
29
excesiva amistad de la señora baronesa... Imagínate, Fanny, que
este mañana, al despertar,… encontré a la Sra. de Mirandol…
Una puerta se abrió, deteniendo las palabras sobre los la-
bios de la lectora, y Huguette, tranquila y altiva, entró en el
salón.
–¡Estaba escuchando! – dijo Emma al oído de su hermana.
–¡Oh! ¡Qué idea!
–¡Te digo que escuchaba!
La Sra. Don Juan avanzaba sonriente hacia Fanny, pero el
estallido rojo de los ojos revelaba que la sonrisa era una másca-
ra.
Respondió a los saludos de la telefonista y, dirigiéndose a
su lectora:
–Id a vestiros, hija mía… Os llevo conmigo a mi costurero
y a mi modista.
Y a Fanny:
–Lamento interrumpir la charla y no poder rogaros que
acompañéis a vuestra hermana… Mi coche solamente dispone
de cuatro plazas, y he prometido a dos de mis amigas ir a reco-
gerlas. Mi palacete os estará siempre abierto, cuando queráis
visitar a vuestra hermana... Lamentablemente las visitas serán
escasas, ¿verdad?... Debéis estar muy ocupada en vuestra ofici-
na…
–¡Sí, señora… muy… muy ocupada! Pero, puesto que me
autorizáis… algunas veces… el domingo…
–Eso es, Señorita… ¡algunas veces, el domingo!
Fanny se fue con el corazón encogido, previendo que la
baronesa de Mirandol quería elevar una barrera entre ella y su
hermana, pero se consolaba, feliz de saber que Emma tan bien
instalada en ese palacete, cuyas instalaciones fastuosas acababa
de admirar; y, luego, a medida que se alejaba para dirigirse a
Chaville, donde su padre no debía reunirse con ella hasta la no-
che, se burló de sí misma… ¿No estaba bastante honrada por
haber sido recibido en el salón, como una igual, por esa altiva
baronesa? ¡Diga! ¡Diga…aquí la telefonista!... ¿Qué más podía
desear? ¿Qué se la invitase a cenar, tal vez con unos marqueses
30
y duques? ¿Qué se la llevase a la Ópera, a los bailes del barrio
Saint-Germain, que se le ofreciese un lugar de honor en la tribu-
na reservada a la Sra. de Mirandol en el Hipódromo?
Y, muy divertida con esa idea, miró su vestido negro y
sencillo de burguesita pobre, su mantón de diez francos, sus
botines de doble hebilla, sus guantes usados, llegó a la estación
de Saint-Lazare, subió al ferrocarril en tercera clase e, ignorando
a los vecinos, prorrumpió a reír de sus cómicos pensamientos de
grandeza, y que veía desvanecerse entre la humareda de la lo-
comotora:
–¡Demasiado ambiciosa, Señorita Delpuget!… ¡Diga!
¡Diga…aquí la telefonista!...
En el momento de salir con Emma, Huguette recibió la vi-
sita de la duquesa Daisy de Louqsor y de lady Cloé Fenwick;
esas damas iban a recabar noticias de la herida… ¡Ah! bien, sí,
su herida!... la señora Don Juan ya no pensaba demasiado en ese
pinchazo que no había dejado ninguna huella; pero, lo que la
entristeció al instante fue saber que no ocurría lo mismo con su
adversaria; la Sra. Perrotin se encontraba en la cama, presa de
fiebre, y el doctor Gédéon temía serias complicaciones.
Libre a las cuatro, la baronesa de Mirandol pudo por fin
subir en coche con su lectora, y fue para Emma una tarde de
ensueño, un alto en casa de la modista, luego en los suntuosos
salones de Vestris, el célebre diseñador de modas de la avenida
de la Opera, y, hacia las seis, al regreso del Bois, una parada en
una confitería de moda, en la calle Castiglione, frente a la verja
de las Tullerías.
La Sra. Don Juan hizo traer pasteles parisinos y bebidas
americanas.
Emma no se atrevía a negarse a beber, y las mezclas de
champán, whisky y ginebra la exaltaron.
Sin darle importancia, vio a apuestos caballeros y bellas
damas cuchichear y hablarse en voz baja, mirando a la baronesa.
Una mujer muy elegante se levantó de una mesa vecina,
caminó con la mano tendida hacia la Sra. de Mirandol y le dijo
al oído:
31
–Buenos días, Huguet…
La Sra. Don Juan intercambió un apretón de manos con la
cliente:
–Hola, Mathilde… Déjanos, hija mía…
La Srta. Romain, curiosa, insistió:
–¿No queréis invitarme a algo?
–¡No! ¡Vete!
–Mi bello Huguet – continuó la Venus de las Fantasías Pa-
risinas – no es nada amable de tu parte despedirme.
–Tal vez te vuelva a ver, pero no me molestes… ¿No ves
que no estoy sola?
Entonces, Venus llevó sobre su nariz unos finos anteojos
de nácar y observó a la lectora; luego, inclinándose aún hacia
Huguette, cuya belleza encendía los ojos de los hombres y las
mujeres:
–Felicidades, querido Huguet, mi sustituta es deliciosa…
y, si un día o una noche, habéis tenido bastante con ella, me con-
formaré con los restos del festín…
Y retornó a su lugar donde un camarero acababa de servir-
le unos bizcochos y un vino de madeira.
–¡Vámonos, querida! – dijo la Sra. de Mirandol, levantán-
dose.
Dejó un luís sobre la mesa, y sin esperar el cambio,
arrastró a Emma hacia su coche.
–¡Al palacete! – ordenó la Señora Don Juan al criado que
cerraba la portezuela.
Y, el coche en marcha, Hugette agarró con fuerza la mano
de su lectora:
–¿Qué os ocurre, mi bella? Parecéis pensativa
–Me siento mareada… Tengo estremecimientos y mi ca-
beza es pesada… ¡pesada!...
Una risa diabólica iluminó a la mujer tan ardientemente e
ingenuamente deseada como esposa legítima por el príncipe
Vorontzow:
–¿No habíais bebido nunca champán?
32
–Sí, una vez… Hace mucho tiempo, el día de la fiesta de
mi padre, pero el vino era menos fuerte…
–¡Y más banal que el coctel!... ¿Sonreídme?... Me gusta
vuestra bonita sonrisa…
Le pasó un brazo por detrás de la nuca, pero la jovencita ni
siquiera se estremeció; sus párpados pesados se cerraban y su
cuerpo permanecía inerte.
Pronto, Emma, vuelta en sí, se desprendió suavemente del
abrazo:
–Os pido perdón, Señora, me dormía… ¡Maldito vino de
Champán!... ¡Jamás volveré a beberlo!
–¿Estáis mejor?
–Sí… pero durante un momento, sobre todo allí en la con-
fitería, he perdido la facultad de pensar…
–Entonces – vaciló la lesbiana – ¿no os habéis fijado en
esa dama que me hablaba… en voz baja?
–¿A la que llamabais «Mahtilde»?
–Sí.
–Sí, muy bien… Y ¿por qué os daba un nombre de hom-
bre?... Os llamaba «Huguet».
–¡Os equivocáis, querida!
–Es posible, pero ¿por qué, mirándome con una singular
persistencia os ha dicho: «¡Felicidades! Mi sustituta es deliciosa,
y si un día o una noche, habéis tenido bastante con ella…» No
recuerdo más… También ha hablado de un festín… ¿Acaso esa
dama fue vuestra anterior lectora, señora baronesa?
La calesa se detuvo ante la entrada del palacete; un criado
abrió la portezuela y Huguette saltó a tierra, ordenando a su
compañera seguirla.
En el recibidor de seda malva, la Sra. Don Juan se des-
prendió de su sombrero y su abrigo, y cuando la joven hubo qui-
tado su manto y su gorro, le dijo:
–Ahora, querida, vamos a visitar los aposentos del palace-
te que todavía no conocéis… ¿No estáis cansada?
–No, no del todo.
–¡Entonces, vamos!
33
La tomó por la mano, la hizo bajar la escalera secreta, la
introdujo en el templo de los amores y anunció:
–¡Señorita, estáis en vuestra casa!
Emma permanecía deslumbrada en el umbral; jamás tal
magnificencia había estallado a las miradas de la rubia niña.
Esos espejos, esos oros, esas majestuosas telas, esas flores, esas
panoplias, esos perfumes, esas luces, esos divanes, esa inmensa
cama redonda, todo ese lujo evocaba en su espíritu uno de esos
palacios mágicos, cuya descripción había leído en los libros; y,
temblando, bajo el calor de los vinos, aumentado por el brillo de
las luces y las emanaciones olorosas, balbuceó ante la magia del
decorado:
–¡Estoy soñando!... ¡oh!... ¡estoy soñando!
Huguette la empujaba, graciosa:
–¡Entrad! ¡Os he dicho que estabais en vuestra casa, que-
rida!
–¡Qué bonito es esto! ¡Cuánta riqueza! ¡Ah! ¡Esto es ma-
ravilloso – exclamó la joven, juntando las manos, como en una
iglesia.
Y sin embrago, a pesar de su inocente admiración, Emma
se sintió con el corazón oprimido: los divanes le parecían «pro-
fundos como tumbas», según la imagen de Baudelaire; los per-
fumes le parecían demasiado embriagadores, la cama demasiado
amplia, y las estatuas de mármol de la que una representaba «la
Venus impúdica» y la otra «La Suicida de Leucade», le hicieron
bajar los ojos.
Huguette dijo:
–Espérame aquí, mi bella… Ahora vuelvo.
Y, sin añadir una palabra, la reina de Lesbos desapareció,
dejando a la Señorita Delpuget sola en el santuario de los amo-
res.
Emma no sabía que pensar. Mil ideas se entrecruzaban en
su cerebro; se encontraba a la vez aterrorizada y radiante, y
permanecería inmóvil y blanca bajo el imperio del misterio, co-
mo las Vestales del templo de Isis. ¿Por qué la baronesa acababa
de introducirla en ese lugar magnifico? ¿Por qué la abandonaba
34
allí? La señora de Mirandol debía volver, pero ¿por qué esa ex-
traña salida, esos modales bizarros?
La jovencita se puso a caminar por el salón rojo, exami-
nando todos los objetos; pasó ante las vitrinas y leyó las etique-
tas sobre los frascos de cristal: «Opio», «Cocaina»,
¿«Éter»?...¿«Opio»? ¡Esa palabra le reveló por fin el terrible
enigma! Había ingerido opio, y todo lo que veía no era más que
un sueño. Pronto se despertaría para encontrarse en Chaville en
la habitación virginal, con su hermana Fanny a su lado… ¿En-
tonces, la visita de la baronesa de Mirandol? ¡Un sueño! ¿El
duelo de mujeres? ¡Un sueño!... ¿Su instalación en el palacete
del bulevar Malesherbes? ¡Un sueño! ¿Ese templo oriental?...
¿Esas indecentes estatuas?.... ¿Esos divanes?... ¿Esos perfumes?
¿Esas luces?... Esos espejos multiplicando su imagen hasta el
infinito?... ¡Un sueño! ¡Un sueño! ¡Un sueño!...
Y caminaba siempre, presa de una creciente alucinación.
De repente, vio cerca de ella a la baronesa de Mirandol.
La Sra. Don Juan había puesto su traje de joven efebo; sus
ojos proyectaban luces múltiples, deslumbrantes como pedrer-
ías, cuyo fuego parecía atenuado por la sonrisa mostrando una
fresca y bella dentadura y unas rosadas encías.
La joven muchacha farfulló:
–¿Vos? ¿Sois vos, señora?
–¿No te había dicho que regresaría?
–Sí… pero… ¿ese traje?
–Este traje te explica – dijo la baronesa – porque antes
Mathilde me llamaba «Huguet», y no «Huguette».
La Srta. Delpuget estaba tan emocionada que no se dio
cuenta del tuteo de la Sra. de Mirandol.
Huguette le pasó un brazo alrededor de la cintura para
arrastrarla hacia los divanes circulares:
–Ven a sentarte a mi lado y te contaré la historia de Faus-
tine… Te diré porque ha sido expulsada del internado Melé-
zieux…
–No, no, Señora… ¡No vale la pena!
35
–Entonces, querida, voy a enseñarte cosas originales, ex-
quisitas…
Emma se defendía instintivamente:
–¡Os lo suplico, Señora, subamos!... ¡Aquí, me ahogo!...
¡Aquí, deliro!... ¡Me dais miedo!
Pero la otra la mantenía enlazada, rostro contra rostro,
quemándola con el fuego de su aliento:
–¿Tus carnes ya no palpitan?... ¿De qué estás hecha?...
¿No tienes músculos, piel y sangre?... ¿Eres de mármol?...
–Señora, os lo ruego, dejadme.
–¡No!... ¡Ven!
Con manos temblorosas le arrancó la blusa a la lectora, pe-
ro, Emma se desprendió, y corriendo hacia una panoplia tomó
una flecha cuya punta acerada dirigió contra su pecho.
Y, decidida:
–¡Señora, no os comprendo! ¡No sé lo que queréis de mí,
pero advino algo monstruoso! Si dais un paso más para acerca-
ros, me clavo este hierro.
Huguette, pálida como una muerta, exclamó:
–¡Desgraciada! ¡Desgraciada! ¡Esa flecha está envenena-
da!
–¡Tanto mejor! ¡Seguramente moriré más rápido!
–Deja esa arma; ¡te lo ordeno!
–Sí; pero dejadme irme! ¡Dejadme marchar!
–¡Arroja esa arma!
–¡Entonces, Señora, abrid la puerta!
La baronesa abrió la puerta de bronce, disimulada bajo las
altas tapicerías rojas; Emma arrojó la flecha y se precipitó a la
escalera, subiendo al palacete.
La Sra. Don Juan, perpleja, permaneció en medio del salón
rojo, mientras la lectora, enloquecida, atravesaba el vestíbulo
para encerrarse en su habitación.
Un criado le dijo al pasar:
–Señorita, vuestro padre os espera…
Emma se detuvo:
–¿Dónde está?
36
–En el gran salón, señorita, – dijo el criado, asombrado del
comportamiento de la joven.
Pronto, la hermana de Fanny se arrojó en los brazos del
viejo Delpuget:
–¡Llévame padre! ¡Llévame!
–¿Qué te ocurre, hija mía? ¿Por qué este terror?
–¡Llévame. No quiero permanecer ni un minuto más en es-
te palacete!
Delpuget estaba tan pálido y temblando aún como su hija,
y gemía:
–¡Hija mía, explícate!
–¡No puedo decir nada! ¡Sácame de aquí!
–¡La plaza parecía excelente!... ¿Te has vuelto loca?
–¡Tengo mis razones, pero deseo partir al instante!
–¡Al menos hay que hablar con la señora baronesa!
–¡No!... ¡No!
–¿Y tus efectos?... ¿Tu ropa?
–¡Abandono todo! ¡Vámonos!... ¡Ya deberíamos estar le-
jos de aquí!
Y colgándose del anciano cajero de Le Goëz, aturdido, lo
arrastró fuera del palacete.
En el salón rojo, Huguette, recuperada de la sorpresa ini-
cial, levantaba altivamente la cabeza:
–¿Burlada por esa chiquilla? ¿Yo?... ¡Oh!
Y, más vulgar:
–¿Un corte de mangas a la señora Don Juan? ¡No! ¡Jamás!
Llamó a un timbre; Akmé y Aïssa aparecieron.
La Sra. Mirandol ordenó:
–Subid a la habitación de la señorita lectora y decidle que
le ordeno que baje… Si rechaza, atadla, ¡traedla a la fuerza!...
¡id!
Las negras salieron, y algunos instantes después, regresa-
ron solas.
–¿Emma? ¿Dónde está Emma? – rugió la baronesa.
–¡Ha partido, ama! – dijo Akmé.
–¿Partido?
37
–Sí… con su padre – añadió Aïssa.
–¡La imbécil!
La reina de Lesbos iba y venía por el salón rojo, exaltada,
echando espuma, arrojando blasfemias y las dos esclavas, in-
móviles y respetuosas, esperaban órdenes.
Ella se plantó ante sus mujeres:
–Akmé, Aïssa, ¿vuestra vida me pertenece, verdad?
Ellas respondieron al unísono::
–¡Sí, ama, nuestra vida es tuya y puedes tomarla!
–No es vuestra vida lo que quiero; lo que tengo que solici-
taros en un simple servicio que os será pagado generosamente.
–Habla, ama – dijo Akmé – ¡Aïssa y yo estamos aquí para
obedecerte!
–Emma ha partido para Chaville… Debéis ir a buscármela
y me la traeréis por las buenas o por las malas.
–Sí, ama.
–Os daré órdenes más detalladas, cuando sea el momento
de actuar… ¡Podéis marchar!
La Sra. de Mirandol olvidaba su carta a la Cría-Reseda,
pero quería a Emma Delpuget.
Y, sola, dijo voluptuosa e irónica, segura de su poder ab-
soluto:
–¿Un corte de mangas a la Sra. Don Juan?... ¡Oh! ¡No!
¡Jamás! ¡Los cortes de manga son buenos para los hombres!
Se la vio por la noche en la mesa del hotel de mujeres re-
gentado por la Michon y al día siguiente en el Nuevo Circo; de
donde se llevó una casquivana y una amazona; luego, tuvo otras
conquistas en el Olympia, en el Casino de Paris, en las Folies-
Bergères, en el Polo Norte, pero, el recuerdo de Emma la obse-
sionaba.
¡Emma! ¡Emma! ¡Emma! ¡Todas las actrices, todas las
bailarinas, todas las casquivanas, e incluso las mujeres de su
mundo, todas las lesbianas se desvanecían ante la virgen de
Chaville!
¡Emma! ¡Emma! ¡Emma! Flor de belleza e inocencia,
serás condenada – por la Sra. Don Juan – a hacer desesperar a
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un hombre que os adora y a vacilar, caer y pudriros bajo los ar-
dores lesbianos.
Emma, sois joven, sois nueva, sois bella, pero sois pobre –
pero la Sra. de Mirandol es rica y viciosa – y, para la miseria, y
más que el corazón para el amor, ¡Oh, Pascal! el vicio «tiene
razones que la razón no conoce».
Soñando con su nuevo ídolo, la Sra. Don Juan recorría o
más bien descendía al camino de las lujurias.
El demonio corruptor quería saber todo, experimentar to-
do, y Huguette llegó a emplear la flagelación contra jóvenes y
contra sí misma.
En este drama donde, si conseguimos al cabo de un in-
mensa labor, hacer desfilar toda la vida contemporánea, evita-
remos insistir sobre las aberraciones que son competencia de la
medicina, y que ya hemos anotado antes y analizado en nuestro
libro: Patología social.
39
III
EN SAINTE-ANNE
Casi todos los días, la Srta. Lagrange, que vivía con la Sra.
de Esbly en la villa de Chaville, iba a visitar a lady Cloé Fen-
wick al palacete de los Campos Elíseos.
Olga se prendó de inmediato de su hermana mayor, y si la
primogénita de los Haut-Brion no había insistido para que vivie-
se con ella, era porque no quería privar a la condesa, asilada y
deprimida tras la partida de Lionel, de la compañía de esa niña a
la que la propia Sra. de Esbly quería como a una hija.
Ni una nube cubría ahora la existencia de la que fuera la
Virgen del Arroyo y la Gran Casquivana; Una vez encontrada
Olga, Lionel en Rusia a salvo en las propiedades del príncipe
Vorontzow; el barón Géraud incapaz de actuar; el vizconde de la
Plaçade vergonzosamente expulsado del palacete; Reginald tal
vez borracho, libertino y sodomita, pero reservado, casi amable
con su esposa, Cloé se rodeaba de un círculo de amigos, el
príncipe Vorontzow, el marqués de Artaban, siempre cariñosos
pero respetuosos, el duque y la duquesa de Louqsor, la Sra. de
Mirandol, menos ardiente, y además, en otro aspecto diferente,
la amable costurera Annette Loizet.
Ahora bien, esa mañana, hacia las nueve, lady Fenwick, en
vestido de calle, se encontraba en su recibidor; un criado anun-
ció al príncipe Vorontzow.
Cloé tendió la mano al aristócrata ruso:
–¡Buenos días, príncipe! ¿A qué feliz casualidad debo el
placer de vuestra tempranera visita?
–Es cierto, – dijo el atamán de los cosacos – es un poco
temprano, y me excuso…
–¡Oh! ¡vos sabéis que yo estoy siempre contenta de veros!
Sentaos a mi lado, amigo, y decidme por qué parecéis un tanto
sombrío?
–No estoy sombrío, amiga, estoy serio…
40
Se instaló en un sofá, y como guardaba silencio, Cloé le
dijo amablemente:
–¿Venís a hablarme de la baronesa Huguette?
El rostro del aristócrata se iluminó:
–¡Oh! ¡Hablaría siempre de ella con mucho gusto! ¡La
amo!... ¡La adoro!... ¡No es un misterio para nadie!... Pero no se
trata de la Señora de Mirandol de lo que vengo a hablar hoy…
–¿De quién, entonces?
–De nuestra niña recuperada… de nuestra pequeña Olga…
de vuestra hermana.
–Vais a poder abrazarla… La espero… ¿Qué queréis de
nuestra bien amada Olga?
–Voy a exponéroslo; pero, antes, una pregunta.
–¡Hablad, amigo mío!
–¿La señora condesa de Esbly viene con vuestra hermana?
–Sí, y Olga y yo debemos dirigirnos juntas a Sainte-Anne
para ver a nuestra querida enferma…
–Traigo a la Señora de Esbly noticias de su hijo, buenas
noticias…
–¡La señora condesa estará feliz! – respondió lady Fen-
wick, vivamente interesada, y dominando su emoción.
–El conde, como sabéis, está en una de mis propiedades
del Cáucaso, y esta mañana ha llegado una carta anunciando que
está fuera de peligro…
–¡Qué Dios sea alabado!
–Ahora, hablemos de Olga ¿queréis? He pensado que era
mi deber asegurar el porvenir de esa niña, la segunda hija de mi
amigo el marqués de Haut-Brion…
– ¿No estoy yo, príncipe?
–Sí… sí… querida Cloé, estáis ahí… pero… yo también…
yo también estoy ahí… y me gustaría…
El gran aristócrata dudaba; no podía decirle: «¡Sí, estáis
ahí, llena de ternura; sois lady Fenwick, pero no habéis aportado
ninguna dote al matrimonio, y nada de lo que os rodea os perte-
nece!...»
41
No podía ni quería decirle eso, y concluyó, entregándole
un voluminoso paquete lacrado con sus armas en cera verde.
–He aquí el asunto, me bella lady.
–¿Qué es eso?
–La dote de Olga… doscientos cincuenta mil rublos…
–¡Más de un millón! – dijo Cloé, estupefacta.
–Sí… me queda aún bastante para mi boda… Pero, ¡aquí
están! No sé cómo hacerle aceptar este dinero… He imaginado
mentir, yo que nunca he mentido… y pienso en contarle que esta
suma procede de su padre que me lo entregó para ella… anta-
ño…
Cloé lo miraba, emocionada:
–¡Ah! ¡Sois muy bueno, príncipe! Sois sencillamente y re-
almente generoso!
–No se es generoso al cumplir con un deber… ¿Aprobáis
mi idea?
–Vos ya habéis empleado ese medio cuando habéis puesto
dinero en manos del barón Géraud… o del arquitecto…
–¡Oh! ¡Una bagatela!
–Y además Olga sabe, tan bien como yo, que nuestro pa-
dre no era rico… a la hora de su muerte…
–¿Qué hacer entonces?
–Volver a meter ese dinero en vuestro bolsillo y esperar…
El atamán declaró:
–¿Me vais a obligar guardar esta suma destinada a nuestra
pequeña Olga y a su madre?… La marquesa de Haut-Brion
saldrá, un día u otro, de Sainte-Anne… Puedo verme obligado a
ausentarme de Paris, y no permitiré que esas dos queridas criatu-
ras que tanto han sufrido ya, vuelvan a sumirse en la miseria.
Lady Fenwick no se creyó con derecho a negarse y acabó
por meter los valores en un mueble, cuando la Srta. Lagrange
entró acompañada de la Sra. de Esbly.
Olga se precipitó hacia los brazos de su hermana:
–¡Cloé, mi Cloé!
Tras unos fraternales besos, corrió hacia Vorontzow:
42
–¡Gran amigo, perdón! ¡No os había visto!... ¡Cuando mi
Cloé está ahí no veo a nadie más que a ella!
Muy alegre de haber encontrado al camarada más íntimo
de su padre, la Srta. Lagrange honraba a Vorontzow con una
especie de culto filial; le llamaba «gran amigo», y esa dulce fa-
miliaridad emocionaba al bravo aristócrata hasta las lágrimas.
Olga ignoraba los tristes noviazgos de Cloé y de Lionel, y
la joven adorada del mártir, que servía de unión entre la Sra. de
Esbly y de lady Fenwick, guardaba, junto a su hermana mayor,
el secreto de su alma.
–¡Buenas noticias, Señora condesa! – dijo el atamán de los
Cosacos, tras haber saludado a la madre del inocente evadido.
–¿De mi hijo, príncipe?... – preguntó ansiosa la Sra. de
Esbly.
–Sí, Señora, de vuestro hijo… He aquí una carta…
Radiante de alegría, se apoderó del papel que Dimitri le
entregó y se puso a leer, murmurando, encantada:
–¡Lionel! ¡Lionel! ¡Oh, mi Lionel!
Olga se había vuelto muy pálida y parecía presta a desva-
necerse; Cloé la retuvo en sus brazos:
–¿Hermanita, que te pasa?
Pero la joven se levantaba, iluminada de esperanza:
–¡Hermana, soy feliz!
Y, saltando hacia la condesa:
–¡Leed, leed, Señora, la carta del Señor Lionel!
En la misiva, el aristócrata contaba la admirable recepción
de los vasallos del príncipe en el Cáucaso, y enviaba a su madre
y a Olga los mejores recuerdos desde el exilio.
Cloé no apartaba los ojos de su hermana, y la deliciosa
emoción de la jovencita, las lágrimas que corrían a lo largo de
sus mejillas, el pequeño grito que emitió mientras escuchaba a la
condesa pronunciar su nombre, revelaron a lady Fenwick el
amor de Olga por el ausente. Al principio se produjo en ella co-
mo una puñalada que le hubiese golpeado; y, bajo la herida, toda
su vida de desgracias inmerecidas surgió a sus ojos, todas las
esperanzas rotas y muertas resucitaron en unos celos muy
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humanos; luego, de repente, más calmada, arrastró a su hermana
aparte, y, muy emocionada, le dijo:
–¡Hermanita, no me ocultes nada!.... ¿Amas a Lionel?
Olga levantó sobre Cloé su límpida y casta mirada:
–Sí, hermana… ¡lo amo!
–¿Y él?
–Él me ama también…
–¿Por qué no habías aún hablado de ese amor?
–¡Para no entristecerte con mi pena!... Fue Lionel quién
me lo dijo: ¡No nos está permitido amarnos!
–¿Lo crees culpable?
La joven respondió vibrante:
–¿Culpable? ¡No!... ¡Oh! ¡no!... Sé que la noche, en la que
deseosa de abrigar el suplicio de un amor sin esperanza huí, vi-
nieron a detenerlo… y que tú, el príncipe y uno de tus amigos lo
salvasteis!... Ignoro de que se le acusa a Lionel… Nadie ha que-
rido decírmelo, pero ¿creerlo culpable? ¡No! ¡No!... ¡Antes cre-
ería más bien que no hay justicia sobre la tierra ni en el cielo!
Entonces, la mayor de los Haut-Brion estrechó a la menor
perdidamente contra su corazón:
–¡Ámalo, Olga!... ¡Ámalo, mi hermanita querida! ¡Sois
dignos el uno del otro!...
El príncipe Vorontzow tomó aparte a lady Fenwick; la
madre de Lionel salió por unos asuntos y Cloé y Olga se dirigie-
ron en coche a la calle de la Santé, al hospital psiquiátrico de
Sainte-Anne.
Por lo común, un guardia recibía a los visitantes, y en el
pabellón de las mujeres, una vigilante las llevaba junto a la Sra.
Lagrange; pero, ese día, el director, advertido de la visita, hizo
entrar a las dos hermanas en su despacho.
Ellad se asustaron ante esas precauciones excepcionales.
El director, con barba oscura, muy burócrata, las tranquilizó
enseguida, y dirigiéndose a la mayor de las Haut-Brion:
44
–Señora, me complace anunciaros, así como a esta querida
niña, que el doctor Thiercelin, médico jefe de la casa, ha consta-
tado una sensible mejoría en el estado de la Señora Lagrange.
–¡Mamá! ¡Mi pobre mamá!…. ¡Por fin curada! – exclamó
Olga, estremeciéndose de alegría– La llevaremos con nosotras,
¿verdad, señor?
–No, señorita, hoy no, pero pronto… El doctor Thiercelin
va intentar ante vos una de esas experiencias que le sirven para
establecer la progresiva curación del sujeto… ¿Quieren sentarse,
señoras?
Acercó a sus labios un cornete acústico:
–Rogad al señor médico en jefe que venga a mi despa-
cho…
Eugène Thiercelin entró. Era un alto y apuesto anciano de
figura delgada, fresca y rosa, de cabellos canosos, cayendo en
bucles sedosos sobre el cuello de su chaleco negro; en su ojal, se
veía una amplia roseta de la Legión de Honor, y, con sus gestos
paternales y su buena sonrisa, encarnaba al clásico tipo de la
vieja y honorable escuela.
El médico en jefe dijo a Olga:
–¿Me permitís dirigiros algunas preguntas relativas a
vuestra madre, señorita?
–Sí, señor doctor.
–En vuestras anteriores visitas, la Sra. Lagrange no os ha
reconocido nunca, ¿verdad?
–Diculpe, señor doctor… dos veces durante algunos ins-
tantes… luego volvía a caer en su noche…
–Eso demuestra que la agudeza mental oscilaba y que el
equilibrio comenzaba a hacerse en su cerebro… Vuestra madre
nos ha sido enviada por el doctor Hylas Gédéon, calle de los
Mathurins, cuyo informe constata en la enferma un delirio de
persecución… ¿Es el doctor Gédéon el médico ordinario de la
Sra. Lagrange?
–Él la vio ese día por primera vez… Mi madre recibió una
fuerte conmoción en la casa donde estábamos de visita…
–¿De repente?
45
–Sí, señor, súbitamente.
–Habéis dicho, señorita, al interno encargado de propor-
cionar los cuidados a la señora Lagrange, que desde ya hacía
tiempo vuestra madre tenía el espíritu enfermo, que la acosaban
alucinaciones todas las veces que se le hablaba de un crimen que
decía haber presenciado?
–Sí, señor, una simple alusión a ese crimen la ponía fuera
de sí…
–¿Qué ocurrió en la casa en la que estabais de visita?
–Viendo entrar a un caballero… al que no conocía… que
jamás había visto, mi madre se levantó, con los ojos extraviados,
completamente lívida, y gritó: «¡Asesino!... ¡Asesino!...» Y des-
de ese día se volvió loca…
–Eso es lo que el doctor Gédéon ha establecido en su in-
forme… El señor acusado por vuestra madre es un amigo del
doctor… En fin, ¡todo va bien! La señora Lagrange está más o
menos curada… Se puede ahora hablar del crimen del bulevar
Saint-Germain, sin temor a una peligrosa sobrexcitación cere-
bral… Dentro de un instante intentaremos una prueba delante de
vos, señora y ante el doctor Gédéon.
–¿El doctor Gédéon? – preguntó lady Fenwick, mostrando
un gesto de contrariedad.
–¡Oh! ¡Simple formalidad de cortesía profesional!... Aun-
que mi colega no se haya dignado a visitar a su enferma desde la
entrada de la Sra. Lagrange en el hospital, tengo que invitarlo…
Un empleado ha partido a buscarlo. Cuando llegue nos dirigire-
mos juntos a la habitación de la Sra. Lagrange… Espero poder
firmar el alta de la enferma mañana o pasado mañana… No ten-
go necesidad de recomendaros los mayores cuidados, las mayo-
res delicadezas… Una emoción fuerte podría derivar en una
catástrofe…
Lady Fenwick observó:
–La Señora Lagrange vivirá en el campo, en casa de una
de nuestras amigas, la condesa de Esbly.
–Nada mejor podría convenir a nuestra enferma.
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En ese momento el doctor Hylas Gédéon fue introducido
por un hombre de servicio.
Llegó con su sonrisa de cocodrilo, y le hubiese más gusta-
do ver en su casa que en ese establecimiento, a la mujer de Re-
ginald con la que esperaba contar algún día como una de sus
ricas víctimas, para la extracción de los ovarios o incluso para
practicar un aborto.
–¡No me equivoco!... ¡Lady Fenwick!... ¡Ah! ¡Permitidme,
señora, poner a vuestros pies mis homenajes!
Se inclinó ante la Srta. Lagrange a la que no reconoció, sa-
ludó al director del establecimiento e interpeló al doctor Thier-
celin:
–Mi querido colega, acudo a vuestra llamada, aunque las
enfermedades mentales no forman parte de mi especialidad... No
soy hombre de cerebros, como vos, yo soy hombre de vientres...
En fin, aquí estoy… ¿De qué se trata?
–De una enferma que nos habéis enviado, y de la que que-
remos constatar su curación más o menos absoluta…
Hylas puso cara de buscar en su memoria:
–¿Cómo? ¿Yo os he enviado una enferma? ¡Es raro! ¡No
me acuerdo!
–La señora Lagrange.
–¡Ah! ¡sí, muy bien! Ya sé ahora… En la comisaría de po-
licía… ¿Realmente está curada?
–Sí.
–Entonces, si está curada, ¿por qué diablos me hacéis ve-
nir, mi querido colega?
–¡Por cortesía profesional! – declaró secamente el doctor
Thiercelin, y si queréis vamos a verla, con lady Fenwick, su
amiga, y la señorita Lagrange, su hija.
El ovariotomista miraba a Olga y permanecía estupefacto.
Había oído decir a la Plaçade que la joven estaba muerta, que-
mada, en el incendio del Conejo Coronado y que ni siquiera se
encontraron sus restos… ¿Cómo es que la veía ahí, entera y bien
viva, al lado de lady Fenwick?
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Sin embargo, el doctor de la sonrisa de cocodrilo no dejó
vislumbrar su asombro y dijo a la jovencita:
–Es cierto, señorita, os reconozco… He tenido el honor de
encontrarme con vos en esa casa excelente de la Sra. de Sainte-
Radegonde, el día en el que fui llamado para verificar la enfer-
medad mental de vuestra madre… Perdonadme, señorita… Ese
día estaba tan turbado… tan confuso… tan desolado…
Ella recordaba haberse encontrado con el doctor Hylas ese
día terrible, donde su madre, arrancada de sus brazos, había sido
conducida y encerrada en el Depósito de la Comisaría bajo las
órdenes de ese médico y de un comisario de policía! Y, desde
ese momento, muy a menudo, por la noches, Gédeon se había
levantado ante ella en un espantoso sueño, con su mandíbula de
escualo, su barba hirsuta, su gran nariz, sus ojos incoloros y su
hipócrita verborrea, y la niña consideró un mal presagio volver a
encontrarlo en Sainte-Anne, cuando su madre iba a ser dada de
alta después de tantas oraciones y dolor.
Pero, Gédéon había sido llamado por el médico en jefe del
hospital, y había que asumir su presencia.
Cuando lady Fenwick y la Srta. Lagrange se alejaban, es-
coltadas por el doctor Thiercelin y el ovariotomista, se encon-
traron en el umbral del despacho del director a la baronesa
Huguette de Mirandol.
Vestida de negro, muy seria, la Sra. Don Juan iba a visitar
en ese lugar a una de las víctimas del templo de Lesbos.
La baronesa y Cloé intercambiaron un saludo, y la Sra. de
Mirandol entró en el despacho del director.
–Señora baronesa – le dijo el jefe del establecimiento, –
lamento deciros que vuestra protegida no está mejor… Ayer, se
le tuvo que poner la camisa de fuerza y aislarla…
–¿Puedo verla, Señor, y aportar mi consuelo a esa desdi-
chada?
–Voy a informarme…
Después de comunicarse con el cornete acústico, declaró:
–Se os va a conducir, señora baronesa… ¿Seréis prudente?
–Sí, Señor director…
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La Sra. Don Juan siguió el camino ya recorrido por las dos
hermanas, y como otras visitantes, se le ahorró, tanto como era
posible, el contacto con las internas; pero, sin embargo, para
llegar al pabellón donde la Sra. Lagrange ocupaba una habita-
ción vecina de la de la lesbiana, Huguette debió atravesar unos
patios, pasillos, subir escaleras, y codearse con desgraciadas e
inofensivas criaturas que la saludaban con palabras insensatas y
risas ingenuas. ¡Oh! ¡Qué diferencia entre las visitantes en ese
mismo camino de desgracia! ¡Qué piedad para las primeras!
¡Qué vergüenza para la otra!
¡Las hermanas de Haut-Brion acababan de abrazar y con-
solar a una víctima de la fatalidad, y la Sra. Don Juan iba a ver
su obra, su obra sacrílega, su obra abominable!
Al fondo de un corredor, los dos grupos se juntaron, y
mientras la baronesa, precedida de una vigilante, se dirigía hacia
un número del pabellón, el doctor Thiercelin detenía a su cortejo
en el vestíbulo de otra habitación:
–Señoras, el doctor Gédéon y yo, al principio estaremos
solos con la enferma, y vos tendréis que esperar aquí… Cuando
yo pronuncie muy alto, las palabras: «¡vuestra hija!», vos entrar-
éis… Os ruego que me obedezcáis en interés de la curación de la
señora Lagrange… Por lo demás, levantaré la cortina de la ven-
tana y, desde vuestra situación podréis vernos y escucharnos…
Y mientras detrás del espejo ciego, lady Fenwick y la Srta.
Lagrange, ansiosas, acechaban la llamada del doctor, la Sra. de
Mirandol se encontraba enfrente de una antigua amiga.
¡Oh! ¡Qué cambiada estaba la pequeña rubia que fue una
de las sirvientas de amor de la gran Huguette! ¿Cómo reconocer
en esa máscara agitada, transformada, en esos ojos rojos, en esa
cabellera despeinada, el rostro encantador de Rose Léris, una de
las estrellas de las Fantasías Parisinas?
–¡Hola, Huguet, hola!– dijo la desdichada.
Luego, de pronto, amenazadora:
–¡Es la Mirandol! ¡Es la Sra. Don Juan!... ¡Ella me ha ro-
bado el corazón!.... ¡Detenedla!.... ¡Detened a la zorra! ¡Detened
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a la infame! ¡Detened a la devoradora de mujeres!... ¡Ella me ha
robado… robado… robado mi corazón!...
–¡Querida! – gemía la baronesa, en lágrimas.
Y, Rose aullaba siempre:
–¡Al cadalso con la Sra. Don Juan!... ¡Me ha robado… ro-
bado… robado mi corazón!
Huguette, fuera de sí, salió de la habitación y ya, cerca de
su coche, decidió esperar el regreso de lady Fenwick y de esa
niña rubia que le recordaba a Emma, su nuevo ídolo.
Los médicos habían entrado solos en la habitación de la
enferma, y las dos mujeres, esperando en la antesala, pudieron
ver, a través de la ventana tintada, a la Sra. Léonie Lagrange
sentada sobre un sillón y tricotando.
A pesar de sus cabellos más canos debido a todo lo que
había pasado, la segunda marquesa de Haut-Brion parecía reju-
venecida, con una tez menos crispada, ojos tranquilos, y nada
anormal parecía turbar ese rostro dulce y serio.
A la entrada del doctor Thiercelin, levantó la cabeza, y
viéndolo seguido del otro personaje, miró largo rato a Hylas
Gédéon.
–¿Y bien, querida señora – pronunció el médico jefe –
¿cómo estáis esta mañana?
–Mejor, doctor, os lo agradezco…. ¿No estáis solo?
–No… ¿Reconocéis a este caballero?
La Sra. Lagrange seguía observando a Gédéon, y él, de
pie, cerca de la chimenea, donde ardía un fuego de madera, le
dirigía su espantoso rictus.
Ella balbuceó:
–No, doctor… no del todo… ¿Uno de vuestros colegas
probablemente?
–Sí… Miradlo bien.
–Jamás había visto a este caballero antes de hoy…
El ovariotomista tomó la palabra:
–Señora, tuve el honor de ser llamado a su lado en una cir-
cunstancia dolorosa… ¿Recuerda?
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Léonie seguía observándole, y sus cejas fruncidas, las
arrugas de su frente, la fijación de sus pupilas, anunciaron que
estaba realizando un laborioso esfuerzo para acordarse.
Al cabo de un instante, murmuró:
–Vuestra cara, señor, no me es extraña… Recuerdo habe-
ros visto… antaño… como en un sueño.
Thiercelin se sentó a su lado y, tomando su mano entre las
suyas, dijo dulcemente.
–No lo intentéis más, Señora; no os fatiguéis en averiguar-
lo… Se os dirá lo que ignoráis… Sois fuerte y valiente, ahora;
ya no tenéis fiebre…
–Es cierto, me siento revivir, y os debo… os deberé salir
de la tumba.
–¿Queréis responder a algunas preguntas que tal vez os
parezcan… extraordinarias?
–Preguntad, querido doctor, – sonrió la madre de Olga…
estoy lista…
–¿Recordáis haber estado enferma?
Ella guardo un momento de silencio, luego declaró:
–¡Sí… he estado loca!
El médico jefe continuó con benevolencia:
–Hablad, señora…
–Sí, he estado loca!... Si no hubiese estado loca ¿por qué
me habrían de encerrar en Sainte-Anne?... ¡Pero lo que sé, lo
que juro, es que estoy curada!... ¡Oh! ¡ya nada tenéis que temer
por mi razón!... ¿Queréis saber la causa de mi locura, doctor?
Voy a decírosla… Solamente, dejadme recordar… La memoria
todavía vacila…
Thiercelin se inquietaba:
–Señora, no os sobrexcitéis.
Se produjo un gran silencio durante el cual la Sra. Lagran-
ge puso sus ideas en orden, y fue con una angustia profunda que
el médico jefe vio a la interna sumirse en esa contención de
espíritu que le había impresionado tan alarmantemente cuando
ingresó. Sin embargo, no quiso turbar su meditación.
Bruscamente, ella exclamó, radiante:
51
–Doctor, ¡ya recuerdo!... ¡ya recuerdo!... Y sin embargo,
había olvidado todo… todo… ¡hasta mi nombre!... Mi hija bus-
caba trabajo… un empleo de lectora.. y, tentada por un anuncio
de periódico yo la acompañé a la calle Notre-Dame-de-
Lorette… a casa de… sí… ¡Eso es!... ¡eso es!... a casa de una
mujer… una malvada mujer… y hete aquí que mientras hablá-
bamos… un hombre entró… y en ese hombre reconocí… al ase-
sino… un asesino que había visto en acción… hundiendo un
puñal a una vieja dama…
El doctor Gédéon se alzó de hombros, y dijo en voz bajo
al médico jefe:
–Estáis equivocado, mi querido colega;¡ esta pobre idiota
todavía necesita vuestros cuidados!
–¡No! ¡Al contrario, creo que la Señora Lagrange se ex-
presa con una lucidez perfecta!
Y a la marquesa de Haut-Brion:
–Continuad, Señora.
–Ese crimen al que asistí desde mi ventana, cuando vivía-
mos en una habitación que daba a los jardines del palacete le
Goëz, en el bulevar Saint-Germain, me hizo perder la razón…
En nuestra vivienda, en un hotel amueblado, del bulevar de la
Villette, tenía alucinaciones durante las cuales creía volver a ver
la escena del crimen... Esas ausencias no duraban más que algu-
nos instantes, y volvía a retomar, sin problemas, mi vida nor-
mal… Pero ese día, viendo aparecer de pronto al hombre de la
barba rubia, mi razón se extravío, y, después… ya no recuerdo
más…
–¡Historias demenciales! – dijo con sorna Gédéon – ¿Y
me hacéis venir a Sainte-Anne para escuchar semejantes idiote-
ces?
El doctor Thiercelin, muy rudo, dijo:
–Historias demenciales que tal vez os interesen, Señor,
pues parecéis muy alterado.
Él se volvió hacia la convaleciente:
–Señora, no tenéis más que hacer una cosa. Dentro de al-
gunos días, mañana tal vez, saldréis de aquí, y vuestro deber es
52
ir a hablar con el Procurador de la República y solicitarle un
careo con el hombre de la barba rubia al que suponéis un asesi-
no…
–¡Oh! ¡no lo supongo!... ¡Estoy segura! ¡Lo reconocería
entre mil!
–¿Sabéis su nombre, Señora?
–No, pero conozco la casa donde lo encontré, en la calle
Notre-Dame-de-Lorette…
–¡Eso bastará! Veréis al Procurador de la República. Se
investigará al hombre que acusáis; se os confrontará con él, y
luego la justicia hará su deber.
Gédéon, inquieto por su amigo La Plaçade, intentó un
último esfuerzo:
–¿Entonces, va en serio, vais a poner a esta mujer en liber-
tad?
–Mañana, estará con su familia…
–Asumís una gran responsabilidad, doctor.
–¿Por qué?... Está curada, y, además, como médico jefe no
tengo que recibir lecciones de nadie... ¡Ocupaos de vuestros
vientres, doctor Gédéon! Os he hecho venir por deferencia pro-
fesional para mostraros la curación absoluta de uno de vuestros
enfermos… ¿Dudáis?... ¡Yo afirmo y decido!... ¡Id a enredar en
vuestras entrañas, Señor, y dejadme a mí mis cerebros!
Hylas Gédéon bajó la cabeza, peo no quiso abandonar su
lugar y se refugió en una esquina de la habitación. El médico
jefe del hospital preguntó a Léonie, y bastante alto para ser es-
cuchado en la habitación contigua:
–Ahora, querida señora, ¿Queréis abrazar a vuestra hija?
Ella respondió, muy alegre:
–¡Mi hija!.... ¡Oh! ¡Sí! ¡Hace tanto tiempo!...
La Sra. Lagrange no recordaba que, durante su locura, Ol-
ga había venido a pasar largas horas a su lado.
A la señal del médico jefe, las dos hermanas entraron en la
habitación, y Olga se precipito hacia la segunda marquesa de
Haut-Brion:
–¡Madre!... ¡madre querida, abraza a tu hija!
53
Léonie sollozaba:
–¡Olga! ¡Olga! ¡Qué feliz soy!
–¿Me reconoces, madre?
–¿Qué si te reconozco, mi Olga? ¡Oh! sí, te reconozco y te
adoro! ¡No nos dejaremos nunca más!... Ahora soy fuerte, bas-
tante joven todavía para trabajar!... Trabajaremos las dos, mi
Olga, y si la miseria regresa, pues bien, lucharemos juntas contra
la miseria.
–¡La miseria no volverá, mamá! – exclamó la joven – Te-
nemos protectores, ángeles guardianes que velan por nosotros…
Ella mostró a lady Fenwick:
–¡De entrada ella! ¡Mírala! ¡Es tan buena como bella!
Cloé dijo a la madre de Olga:
–Hoy me llaman lady Fenwick, Señora, pero he nacido
Cloé de Haut-Brion…
–Yo también me llamo de Haut-Brion – murmuró la Seño-
ra Lagrange.
La ex cantante callejera estalló:
–¡Es mi hermana, la hija mayor del marqués Emmanuel,
mi padre!
–¡Y a partir de ahora, Señora – añadió Cloé – tendréis dos
hijas en lugar de una para amaros y serviros!
La Sra. Lagrange, vencida por la emoción, se libró a filia-
les besos:
–¡Ah! ¡Es demasiada felicidad!.... ¡Sueño!
–¡No! ¡no! Señora – dijo Thiercelin, radiante – ¡habéis
despertado y estáis curada!... Mañana, hacia las tres, Señorita
Lagrange, podréis venir a buscar a vuestra madre…
–Vendré con la señora condesa de Esbly, y llevaremos a
mamá a Chaville, donde vivimos, esperando nuestra próxima
partida para el castillo de Esbly, en l’Oise…
–¿La condesa de Esbly? – preguntó la Señora Lagrange –
¿Quién es?
–Nuestra otra benefactora, mamá… Ya te explicaré todo, y
verás también a un gran amigo, el príncipe Vorontzow.
54
Nadie prestaba atención al doctor Hylas, retirado como
una araña en su tela en un rincón de la habitación; pero, muy
atento, no perdía ni una palabra de la conversación.
El doctor Thiercelin lo percibió y le dijo:
–¿Por qué estáis todavía aquí, señor?
El otro respondió sardónico:
–¡Me olvidaba con tantas emociones!... ¡Esta pequeña es-
cena familiar me ha llegado al fondo del alama!... ¿No me nece-
sitáis más?
–¡En absoluto!
–Regreso a mi clínica… ¡Es extraordinario en este mo-
mento lo que dan los vientres!
Gédéon se alejó y se hizo conducir a la calle de Atenas, a
casa de su amigo La Plaçade.
Sobre la acera, delante de las puertas de Sainte-Anne, la
Sra. de Mirandol, vio salir a las dos jóvenes y dijo a Cloé, de-
signando a Olga:
–¿Es vuestra lectora, querida lady?
–No, baronesa, es mi hermana.
Y Cloé la presentó, graciosa:
–La Señorita Olga Lagrange de Haut-Brion…
La Señora don Juan, con el monóculo en el ojo, murmura-
ba:
–¡Es encantadora!... Me aburriré sola en mi cupé… ¿Me
autorizáis, bella lady, a subir en vuestro landau?
–Con mucho gusto, baronesa.
Las tres se instalaron, y Huguette dio a su cochero la orden
de seguir el coche de lady Fenwick.
Desde la calle de la Santé al bulevar Malesherbes, la gran
enamorada, que olvidaba a la pobre Rose Léris, la loca de Sain-
te-Anne, se mostró amable, espiritual, elocuente. Sin embargo, a
pesar de sus deseos de lujuria, no se atrevió a renovar sus propo-
siciones galantes a lady Fenwick, ni comprometerse con una
escaramuza ante la joven rubia, y regresó a su palacete, siempre
obsesionada por la imagen de Emma, la virgen de Chaville.
55
¿Y Mathilde Romain? Desde luego, a los ojos de la Sra. de
Mirandol, Venus no carecía de encantos, pero también tenía una
íntima afección, muy desagradable, una leucorrea2
, y Huguette
se alejaba de ella aplicándole ese cuarteto del conde de Maure-
pas dedicado a la marquesa de Pompadour:
La Mathilde tiene muchos encantos,
¡Sus rasgos son vivos, sus gracias son
francas!
y las flores nacen bajo sus pasos;
Pero, por desgracia, ¡son flores blancas!
El doctor llegó a la calle de Atenas.
Ahora bien, esa mañana, el vizconde Arthur de La Plaça-
de, solo en su apartamento y sentado ante la elegante mesa de
despacho, acababa de escribir una carta.
El gran rubio parecía muy preocupado; nada iba bien, des-
de su ruptura con lord Reginald Fenwick, y escribía a su noble
amigo para intentar una reconciliación financiera… ¡Más dine-
ro! ¡Más crédito! Las deudas comenzaban a ser amenazadoras…
Seguramente un negocio podría resolver sus problemas: su
matrimonio con Olympe de Sainte-Radegonde, pero esa pers-
pectiva todavía le horrorizaba, y antes de llegar a esos extremos
quería intentar un acercamiento con Fenwick y hacer chantaje a
la baronesa de Mirandol.
En efecto, la carta robada a la Cría-Reseda en su camerino
de las Fantasías Parisinas, costaría cara a la Sra. Don Juan, si
esta soñaba con convertirse en princesa Vorontzow.
En el ámbito «Amor», el aristócrata no era más feliz que
en el ámbito «Dinero»: la Sra. Perrotin ya estaba harta de él;
ponía incandescente a la condesa de Louqsor… Esta millonaria
2
Leucorrea o secreción blanca, se trata de una infección vaginal que
presenta una pequeña cantidad de material mucoide blanco en la vagina que
es el resultado de la descamación y acumulación de células epiteliales. (N.
del T.)
56
era una esperanza, pero por desgracia una esperanza que reco-
noció ilusoria ante el último Gigoló, su amante titular.
Oh! ese marques Achille de Artaban, ese Último Gigoló,
cómo lo evidiaba, cómo lo odiaba, cómo le gustaría enviarlo a
todos los diablos! Independientemente de que no le perdonaba la
corrección recibida en el hotel Metropole de Marsella, el rufián
en levita veía en el Último Gigoló a un aguafiestas, incapaz de
comprender a la mujer, instrumento de amor, como un ser esen-
cialmente proporcionador que siempre reporta algo... ¿Quién
sabe? Tal vez, sin ese Achille, Cloé hubiese vuelto a ser su
amante…
Desde algún tiempo atrás, el aristócrata había dejado cre-
cer su barba de oro; y, al igual que Sansón, esperaba vencer por
su cabellera imaginando que en su barba residía el secreto de su
absoluto poder.
Era hábil con las mueres y torpe con el sodomita activo
Reginald.
Arthur ocultó la nota que acababa de escribir y llamó a su
criado:
–Benoit, lleva esta carta de inmediato a lord Fenwick a su
palacete de los Campos Elíseos; espera respuesta.
Alguien llamaba.
Benoit fue a abrir, e introdujo al doctor Gédéon. Acto se-
guido se apresuró a cumplir las órdenes de su amo.
En su despacho, el aristócrata rompió a reír ante la lúgubre
cara de Hylas:
–¿Qué os sucede, doctor? ¿ Venís de coser un vientre al
revés?
–¡Cuando sepáis lo que traigo, no estaréis tan jovial, ami-
go mío!
–¡Oh! ¡oh!
–¿Tendríais algo que temer si os encontraseis un día en
presencia de esa mujer que hemos hecho internar en Sainte-
Anne y que va a salir de allí curada?
–¡Absolutamente nada, doctor!
57
–¡Mejor, amigo mío, mejor! ¿Entonces os es igual ser ca-
reado con ella ante la justicia?
A pesar de su fuerza de carácter, Arthur balbuceó con voz
estrangulada:
–¡Explicaos Gédéon!
–Esta mañana he sido llamado a Saint-Anne por mi cole-
ga, el doctor Thiercelin, médico jefe… He visto y escuchado a la
Señora Lagrange; acusa siempre a un rubio alto que se encontró
en casa de Olympe de Sainte-Radegonde, de ser el asesino del la
Señora Le Goëz, ¡y ese gran rubio sois vos!
–¡Bah! ¡Está loca! – gruñó La Plaçade, queriendo tranqui-
lizarse a sí mismo.
–Una loca que ahora razona tan bien como vos y yo.
El aristócrata tomó al ovariotomista por la solapa:
–¡Gédéon, contadme todo!... ¡Quiero saberlo todo!
–¿Lo veis? ¡Algo teméis!
–¡No, pero responded!
–¡He venido aquí para poneros en guardia y ayudaros!
¿Qué deseáis de mí, vizconde?
–¡El medio de retener a esa calumniadora en Sainte-Anne!
–Os lo he dicho y os lo repito: ¡está curada, absolutamente
curada!... el doctor Thiercelin está dispuesto a firmar su alta…
Arthur lo miró a la cara:
–¿Ese doctor Thiercelin es incorruptible?
–¡Incorruptible!
–¿Y poniendo precio?
–¡No obtendríais nada de él y os arriesgaríais a ir a la
cárcel!
–¿Cuándo debe salir del hospital la Sra. Lagrange?
–Mañana, a las tres de la tarde.
–No sola, evidentemente…
–No, acompañada de su hija y de la condesa de Esbly.
–¿Su hija? ¿Me tomáis el pelo?... ¡La Señorita Olga La-
grange murió en el incendio del Conejo Coronado!
58
–Está viva; le he hablado… la Señorita Lagrange estaba en
Sainte-Anne, esta mañana, en compañía de vuestra antigua
amante, lady Fenwick.
El rufián en levita buscaba el misterio y la relación entre
todos estos nuevos problemas:
–Hylas, ¿afirmáis que la Señorita Olga Lagrange se encon-
traba en el hospital psiquiátrico con lady Fenwick?... ¿Se cono-
cen?
–¡Son hermanas!
–¿Entonces, la hermana perdida de la que Cloé siempre
hablaba, es la señorita Lagrange?
–Naturalmente.
–¿Y la condesa de Esbly que pinta en esta historia?
–La señorita Olga vive en casa de la condesa.
A estas alturas, Arthur olvidaba toda prudencia ante el
amenazador peligro:
–¡En nombre de Dios! ¡La vieja Lagrange va a salir y a
hablar!… ¡Estoy perdido!
Gédéon lo observaba, sonriendo con su sonrisa de cocodri-
lo, y el buen doctor estaba contento de haber penetrado por fin
en el secreto del vizconde.
Se le acercó, paternal:
–Vamos, vamos, mi buen Arthur, ¡hacerse malasangre es
inútil y peligroso!... ¡Hay remedio para todos los males!... ¡Soy
médico; debo saberlo! ¡Animo, vizconde, un poco de energía!...
¡Sería idiota desesperar cuando uno no tiene más que una vieja
dama entre sí y la felicidad!
La Plaçade se recuperaba:
–Tenéis razón, doctor… ¡Hay que actuar!
Hylas objetó, pérfido:
–¿Cómo… tengo razón?... ¡No he dicho nada!
–¿Vos no me traicionaríais, verdad?
–¿Traicionaros, querido?… Pero si no sé nada… No quie-
ro saber nada. Y además, ¿qué interés tendría en una traición?
Esta hipocresía había exasperado al rufián en levita.
59
–¡Pongamos las cartas sobre la mesa! – dijo. – Yo, viz-
conde Arthur de La Plaçade, asesiné a la Señora Le Goëz, y vos,
doctor Hylas Gédéon, habéis envenenado a vuestra primera es-
posa; habéis operado abortos en Blanche Latour y otras actrices
que fueron amigas mías… Una de vuestras clientas, la marquesa
de Horn, ha muerto en vuestro quirófano, y si yo voy a la cárcel
o al cadalso, ¡vos me seguiréis!
Al principio, Hylas se dejó llevar; pero, La Plaçade daba
explicaciones muy claras, y los dos hombres – en nombre de sus
cadáveres – se juraron ayuda recíproca.
Al día siguiente, a las tres de la tarde, la condesa de Esbly
y Olga fueron a recoger a la Sra. Lagrnage en Sainte-Anne y la
hicieron subir en un coche para conducirla a Chaville.
El Sr. Eugène Thiercelin, el buen doctor, despedía a la li-
berada:
–Señora, estáis curada… Nadie más que yo está feliz, y
ahora tenéis el deber de denunciar al gran rubio a la Justicia.
–Sí, señor doctor, – respondió – es mi deber y pronto soli-
citaré una audiencia con el Señor Procurador dela República…
¡Adiós y gracias!
Se pusieron en camino. La hermana de Cloé estaba eufóri-
ca y la madre de Lionel, feliz de su alegría y de la libertad de la
Sra. Lagrange, segunda marquesa de Haut-Brion, entreveía la
liberación del otro, – del exiliado– y su dicha era mutua.
En la calle de la Santé se produjo un atasco de vehículos, y
en un cupé del círculo, la Sra. Lagrange reconoció, al lado del
doctor Gédéon, al vizconde de La Plaçade.
En el temor de que la liberada cambiase de opinión y se
dirigiese inmediatamente a la Fiscalía, el rufián en levita la se-
guía, con el deseo de crear incidentes en el camino y asesinar al
testigo de su crimen durante la noche, en la casa de Chaville.
A la vista del asesino de la Sra. Le Goëz, Léonie experi-
mentó un estremecimiento; sus ojos se abrieron desmesurada-
mente y exclamó:
–¡El!... ¡El!... ¡El gran rubio! ¡El asesino!... ¡El asesino!...
¡El asesino!...
60
Pero ya, La Plaçade había saltado fuera del cupé y desapa-
reció entre la multitud. Mientras tanto Gédéon se acercaba a las
viajeras.
–¿Y bien, que hay querida Señora?– dijo el médico –¿Soy
yo el gran rubio?
La madre de Olga gritaba, se volvía amenazadora; unos
hombres la trasladaron a una farmacia, y al doctor Thiercelin,
mandado llamar a toda prisa, Gedeon le manifestó con cinismo:
–¡Yo estaba solo en mi cupé!… ¡Esta desdichada me tomó
por el gran rubio!... ¿Veis que todavía está loca, que está más
loca que nunca?
Y se alejó, mientras que, a orden de Thiercelin, se volvía a
llevar a la Señora Lagrange, a Sainte-Anne…
Entonces, informado sobre el estado de la enferma, y ben-
diciendo a la naturaleza que se unía a los seres para acudir en su
ayuda, el chulo evolucionó hacia nuevos horizontes.
La respuesta de lord Fenwick aunque había sido pobre, se
tradujo en una limosna de algunos luises. Arthur esperaba que le
saliese mejor el chantaje que iba a infligir a la Sra. de Mirandol,
novia del príncipe Vorontzow.
Amenazaría a la baronesa con publicar su carta a Jeanne
en el Tonnerre Parisien, y la lesbiana, mujer de mundo, se apre-
suraría a comprar su declaración.
¡La Sra. Don Juan no quería escribir más, pero deseaba
seguir amando!
Ahora bien, si para un vicioso o viciosa, es fácil – con di-
nero – alejar a los Plaçade, los viciosos deben batallar contra los
de Artaban – con su belleza y su gracia.
Para añadir interés al espectáculo del eterno Triunfo de
Venus, La Temperie exhibía, en el último acto, seis jóvenes y
rubias bailarinas americanas, las hermanas Arrisson, también
llamadas «Vientres hambrientos».
Una noche, Huguette vio como el Sr. de Artaban se iba
con Maud, una de las bailarinas.
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La señora don juan

  • 2. 2 Título original.- Madame Don Juan Jean-Louis Dubut de Laforest. Paris 1884 Traducción del francés.- José M. Ramos González. Pontevedra 2014 Diseño de la portada.- Lesbiana con flores.
  • 3. 3 I DUELO DE MUJERES –¿Eh?... ¿Cómo?... ¿Eres tú, Rosine? –No soy Rosine… soy yo, Honoré… tu marido. Y el arquitecto Perrotin, atravesando la habitación donde Coelsia estaba acostada, caminó derecho hacia la ventana, abrió las persianas y dejó penetrar el grisáceo día de esa mañana in- vernal. Bruscamente, la italiana se revolvió en su cama: –¿No tienes nada mejor que hacer que venir a despertar a las personas tan temprano? ¡Apenas son las once! –Diez y media, solamente, – rectificó el arquitecto. –¡Razón de más!... ¡Déjame dormir! –Sí… pero cuando haya hablado contigo… –¡Hablaremos más tarde! –¡No, de inmediato! –¡Está bien! ¿Qué quieres? Ella se había levantado sobre su edredón, con los ojos apagados, el rostro todavía abotargado del sueño, y como Perro- tin, instalado a su lado, guardaba silencio, ella gruñó: –¡Vamos, habla! –Nona-Coelsia, ¿a qué hora has regresado esta noche… o más bien esta mañana? –A las dos. –¿De dónde venías? –¡Obviamente de resolver mis asuntos! –¡Esa no es una respuesta!.... A menudo regresas a horas indebidas y algunas veces incluso pasas toda la noche fuera… Ella fijó sobre el hombre sus negras pupilas, de un negro de tinta: –¿Es que me estás espiando? Honoré se echó a reír:
  • 4. 4 –¡Qué el diablo me lleve!... Tengo derecho… Soy tu mari- do… –¡No digas tonterías!... Si salgo y si intento distraerme es porque me muero de aburrimiento en este palacete, ahora triste y helado como una tumba… Sola… siempre sola contigo… y el otro… ¡allá arriba! –La prudencia exige renovar el personal y no conservar con nosotros más que a tu dama de compañía, tu Rosine, de la que estamos seguros… Con Rosine y nuestro nuevo criado Anastase, esto marcha admirablemente… El barón no tiene ne- cesidad de sirviente, puesto que nosotros velamos por él, puesto que tú lo cuidas, puesto que tú lo mimas y lo rodeas de atencio- nes. La italiana suspiró: –¿Cuándo acabará todo esto, Dios mío? –¡Pronto, mi Coelsia, serás libre y rica!... ¡Pero hay que redoblar el celo!... ¡Falta poco tiempo para que el barón Tiburce nos deje sus millones! Esta noche, antes de tu regreso, ha gritado como una bestia salvaje… –¡Debiste subir! –Lo hice. –¿Y? –No he entrado… ¡Sabes que ahora me ha cogido inquina! He mirado por el ventanillo de la puerta. Su cena todavía estaba intacta sobre la mesa, y el viejo se paseaba, rugiendo y llaman- do: «¡Coelsia!... ¡Coelsia!», y luego, como no acudías, se puso a rugir tan fuerte que se le podía creer en el jardín Botánico o en el zoo de Bidel... ¡Ah! hemos tenido una feliz idea acolchando las paredes y los barrotes de la ventana… sin lo que, en una de sus crisis, se habría ya roto la cabeza y no heredaríamos, pues se nos acusaría de haberlo llevado la locura y la muerte por el in- ternamiento. –Honoré, tiemblo solo de pensar que logre comunicarse con el exterior. –¿Cómo podría hacerlo? Nadie más que tú entra en su cuarto; no tiene papel, ni tinta, ni plumas a su disposición, y
  • 5. 5 estamos seguros de que sus grito no pueden ser oídos desde fue- ra… No te preocupes, Coelsia, tu paciencia será recompensa- da… ¡El testamento está en lugar seguro, y Géraud no tiene me- dios para escribir otro! La Sra. Perrotin gimió: –¡Esos millones nos costarán caros!... Y… ¿cuándo vendrán? –Antes de un mes, si continuamos excitando su espíritu mediante libros y grabados eróticos, y sus deseos carnales con bebedizos hábilmente preparados… ¡Toma, ten, Coelsia! El arquitecto entregó a su esposa un pequeño frasco de cristal que contenía un licor rojo. –¿Qué es esto? – preguntó la italiana. –Polvo de cantáridas… Una decena de gotas en su botella de burdeos, y el licor incendiará la sangre del viejo. Nona-Coelsia tuvo una especie de remordimientos, su conciencia, de ordinario tan elástica, se revolvía: –En lugar de jugar con la vida de ese hombre, mejor har- íamos en acabar enseguida; sería menos cruel. –Ya te lo he propuesto; te has negado, ahora la obra está demasiado avanzada para arriesgarnos a ir a la cárcel… La campanilla de entrada, anunciando que la puerta se abr- ía, resonó en el patio y los verdugos del viejo se sobresaltaron. –¿Quién puede ser?–gruñó el arquitecto. Pero la lesbiana ya saltaba prestamente de su cama: –Tranquilízate Honoré… Probablemente pregunte por mí… Espero a alguien… Él se violentó: –¿Olvidas que hasta nueva orden, nadie debe franquear el umbral de este palacete? –¡De esta tumba! – dijo en voz baja, la amante del aislado. Y, en voz alta, a su marido: –Son dos amigas, la Sra. Emmeline Gédéon, la esposa del doctor, y la Señorita Blanche Latour, de las Fantasías Parisinas. –¿Vienen a buscarte para salir?
  • 6. 6 –No, para hablar de una venta de caridad de la que son damas organizadoras… –Entonces, si quedas aquí puedo ausentarme algunas horas… Debo ver a Le Goëz y a Neuenschwander, para hablar de nuestra sociedad en ciernes. –¡Sí, vete! Honoré salió y Rosine anunció a su señora que la Sra. Gédéon y la Srta. Latour la esperaban en el salón. La Sra. Perro- tin se puso apresuradamente un batín y fue a reunirse con sus visitantes. Las encontró serias, manteniendo la actitud conveniente a los preliminares de un duelo, y la esposa del doctor Hylas, una morena y también lesbiana, tomó la palabra: –Querida Señora, siguiendo vuestro deseo, hemos ido a entrevistarnos con la baronesa de Mirandol que nos ha puesto en contacto con dos de sus amigas, la duquesa de Louqsor y lady Fenwick. –Lady Fenwick… de soltera de Haut-Brion… ¡La cosa es divertida! –Esas damas aceptan las condiciones que les hemos indi- cado de vuestra parte, en vuestra calidad de ofendida. –Gracias… ¿Y dónde tendrá lugar el encuentro? –Mañana, a las once, en los bosques de Fosse-Repose, en Chaville… Y os recuerdo las condiciones: Nada de corsés, ca- misetas de seda, pantalón de ciclista, guantes de Crispín; asaltos de tres minutos… Los cuerpo a cuerpo están prohibidos; el combate cesará cuando el estado de inferioridad de una de las adversarias haya sido reconocido por las doctoras asistentes. Nona-Coelsia admiraba la elocuencia de su primer testigo: –¿Vos estáis familiarizada con el código del duelo, queri- da Señora?... ¡Yo, que sé manejar una espada, tan bien como la baronesa Don Juan, mi adversaria, sería incapaz de arreglar un encuentro! –Y nosotras también, podéis creerlo – dijo riendo la actriz de las Fantasías Parisinas, – pero hemos recurrido a los conoci- mientos del Último Gigoló.
  • 7. 7 La Sra. Perrotin observó, asustada: –¿Cómo,… habéis dicho al Señor marqués de Artaban que me batía con la baronesa de Mirandol? –¡Estad tranquila! Fue la duquesa de Louqsor quien se ha encargado y ella ha actuado con la mayor discreción… –¿En cuánto al motivo del duelo? – preguntó la Sra. Gédéon. –¡Ya os lo he dicho, querida Señora, una discusión en re- lación con un caballo! –Esa es también la versión de la baronesa… –No tengo mucha fe en ese caballo – sonrió Blanche La- tour, e imaginaba más bien un caballero… –¡No se puede ocultaros nada!... ¿El coche? –Mañana por la mañana, a las nueve en punto, estaremos en vuestra puerta con un landau y unas espadas. La Srta. Latour la Sra. Gédéon ya se levantaban para irse, cuando, de repente, un gemido bestial descendió desde lo alto del palacete: se hubiese dicho el estertor de un animal al que degüellan. Las dos visitantes se miraron, no atreviéndose a preguntar a la Sra. Perrotin. Coelsia, muy pálida, balbuceó: –¡Uno de nuestros viejos criados padece de un reumatismo articular!... ¡El pobrecillo sufre como un condenado! –¿Urbain, el criado del barón Géraud, tal vez? –preguntó, benevolente y graciosa, la esposa del doctor. –Exactamente, Señora. –¿Y el barón Tiburce, sigue en su castillo de Haut-Brion en el Oise? –¡Sí, todavía!... ¡Nuestro pobre viejo amigo se debilita a cada hora!... Necesita el aire libre del campo… ¡Los negocios del Sr. Perrotin nos impiden cuidarlo a diario, pero le vemos todos los domingos!.... ¡Qué desgracia para nosotros si acaba- mos perdiéndole! –¡En efecto, una gran desgracia!... Hasta mañana, querida Señora…
  • 8. 8 –¡Hasta mañana, mis buenas amigas! Desde que las visitantes partieron, la digna esposa del ar- quitecto Honoré se sentó en un sofá de su recibidor y se hundió en la lectura de los periódicos de moda, esperando la hora de subir a las habitaciones del barón. Los gritos y gemidos de Tiburce habían cesado, y en la gran casa, antaño tan ruidosa, no se oía más que el va y viene de Rosine y de Anastase, los dos criados relegados al subsuelo del palacete. A mediodía, la Sra. Perrotin llamó e interpeló al criado que entraba en el recibidor: –¿El almuerzo del Sr. barón, Anastase? –Está preparado, Señora. –Súbelo aquí. –Bien, Señora… Pero, si la Sra. quisiera, yo podría evitar- le las molestias de llevarlo arriba. –Sabes perfectamente que el Sr. barón no quiere ser servi- do más que por mí… ¡Haz lo que ordeno! Algunos minutos más tarde, Anastase traía, sobre una bandeja cubierta de una fina servilleta, un pan, medio pollo frío, un trozo de jamón, una ensalada de lechuga, queso de Chester, una botella de burdeos y una taza de café. Depositó las vituallas sobre un velador y se alejó. Nona-Coelsia esperó un instante, y, segura de que el cria- do había regresado a la cocina, tomó la botella, la descorchó, y, extrayendo de su bolsillo el frasco de cristal que Honoré le había dado, vertió el contenido en el vino destinado a Tiburce. Una voz pronunció detrás de ella: –Mil perdones, Señora, por presentarme de este modo… De inmediato, la mujer del arquitecto disimuló el frasco, dejó la botella sobre la mesa, y, volviéndose, vio un sacerdote que le era desconocido. El eclesiástico parecía de unos cuarenta años de edad, y su rostro tostado por soles lejanos se enmarcaba en una barba muy larga y negra; en su sotana brillaba la cinta de caballero de la Legión de honor y mantenía en la mano su tricornio verde.
  • 9. 9 ¿Cómo había entrado?--- ¿Quién lo había introducido en ese recibidor retirado del palacete?... Coelsia no se preocupó demasiado de ello, absorbida como estaba por el temor a haber sido vista vertiendo el nocivo licor. El sacerdote dijo, inclinado: –Señora, soy el abad Raphaël, de las Misiones Apostóli- cas, y desearía ver a mi viejo amigo, el Sr. barón Géraud. Ella murmuró, molesta por la mirada inquisidora del visi- tante: –El Sr. barón Géraud no está en París… –¡Ah!... ¿Dónde está entonces? –En el campo, señor cura, en su castillo… –¿Seríais tan amable, Señora, de decirme donde se en- cuentra ese campo… donde está situado ese castillo? –La mujer del arquitecto estaba confusa… ¿Por qué ese hombre, ese sacerdote desconocido, le planteaba tales preguntas. ¿Por qué hablaba de Géraud?... ¿Es que, a sus espaldas, el viejo había llamado a ese misionero? –Solamente sé – dijo ella – que el castillo está en l’Oise; en cuanto a su nombre lo desconozco, así como el del municipio en el que se encuentra… Raphaël sonrió bajo su barba morena: –¿Cómo es posible que vos, Señora Perrotin, la amiga del barón Géraud, ignoréis donde está situado su castillo campes- tre?... ¡Ah! ¡Permitidme que me sorprenda! La italiana ya reconocía que tenía entre manos a un hom- bre más fuerte que ella, y se mantuvo en guardia: –Declarando antes ignorar la dirección de nuestro amigo, actuaba según sus órdenes… Me es pues imposible dárosla, pero si queréis escribir al Sr. barón Géraud, mi marido le entregará vuestra carta con mucho gusto. El inclinó la cabeza: –No, Señora… Lo que tengo que comunicar al barón debe ser dicho de viva voz, y sabré llegar hasta él… –El Sr. Géraud no os recibirá… Está enfermo, y su puerta está defendida por los amigos más íntimos…
  • 10. 10 El sacerdote concluyó: –Solo me queda, Señora, disculparme por haberos moles- tado… Y el abad Raphaël salió, dejando a la Sra. Perrotin con una perplejidad muy grande. En la antesala, el misionero se encontró con Anastase que lo esperaba. –¿Y bien, Sr. abad, – dijo el criado, – la Señora Perrotin os ha llevado ante el viejo? –Todavía no, e incluso ha negado la presencia del barón en este palacete… –¡Ay! Pero, el sacerdote cambió de tono y compostura: –¿Grelu? –¿Señor Dardanne? –¿Qué médico trata al barón? –El Sr. Géraud no quiere recibirlo… –Sin embargo él está gravemente enfermo? –¡Por lo que se nos dice!... Nunca nadie, a excepción de la Señora, entra en su habitación. –¿No podrías verlo, aunque fuese más que un minuto? –¡Oh!... ¡completamente imposible! –¿Podrías deslizarle bajo la puerta una carta? –Para eso habría que atravesar el antiguo apartamento de la Sra. Perrotin, y el taller del arquitecto, y cuando los carceleros no están ahí, uno u otro, lo que es raro, todas las puertas, y hay cinco por las que pasar, están cerradas con doble giro de llave. El Director de la Agencia declaró: –¡Grelu, eres bobo!... ¡Yo franquearé esas cinco puertas! ¡Veré al barón y él me contará toda la verdad sobre la historia de Esbly!... ¿Para quién era el almuerzo que he visto sobre una bandeja, en el recibidor de la Señora Perrotin? –Para el señor barón… ¡Oh!... ¡se le cuida! –¡Demasiado bien, sin duda! – dijo el sacerdote de barba negra… Grelu, espero mañana tu informe, en la Agencia…
  • 11. 11 –Sí, jefe. Y Théodore Dardanne, irreconocible bajo el hábito ecle- siástico, bajó, ampuloso y grave. En una habitación dependiente de los antiguos aposentos de los esposos Perrotin, en las buhardillas del palacete, el barón Géraud, ajado, envejecido, pálido, sentado ante una mesa, se libraba a una singular labor, prestando atención, de vez en cuan- do, con el temor de ser sorprendido… A falta de tijeras, arranca- ba con sus dedos las páginas de un libro, y, en esas páginas, des- tacaba ciertas letras, algunas veces palabras enteras, que oculta- ba bajo uno de sus cojines de la alfombra de la habitación, que levantaba y dejaba caer de inmediato. ¡Qué estrategia! ¡qué paciencia! ¡Oh! ¡no era la obra de un loco, sino la de un prisionero trabajando en su libertad! Privado por sus verdugos de papel, de tinta y pluma, Ti- burce esperaba, gracias a los fragmentos del libro, construir una carta que trataría de hacer llegar a Cloé a la que le imploraba perdón, suplicándole viniese en su auxilio. La habitación del viejo, bastante confortablemente amue- blada, era a la vez una celda de Mazas y un calabozo de la Salpêtriere; se habían acolchado las paredes así como los barro- tes de las ventanas que daban al amplio jardín del palacete; en la puerta, un ventanillo permitía hablar desde el exterior al ence- rrado y pasarle su alimento. Géraud leía obras obscenas cuyos análisis e imágenes eró- ticos no dejaban nunca de sobrecalentar su cerebro y exaltar sus ardores; además del veneno de las lecturas, el que le vertía No- na-Coelsia con una sonrisa en los labios, en forma de licores afrodisiacos. Bajo la doble potencia de los brebajes y las lecturas, Ti- burce perdía la noción de los seres y las cosas; alucinaciones extrañas le acosaban: veía a Cloé en poses lascivas de los perso- najes de los libros, y a Cloé se unían todas las mujeres morenas o rubias que él había amado antaño, y entre las vivas hacía revi- vir a las muertas en todo la plenitud de su juventud y belleza.
  • 12. 12 Con los brazos extendidos, los ojos fijos, la boca espume- ando, Géraud corría hacia esos fantasmas a través de la habita- ción, golpeándose contra los muros, por fortuna blandos, ex- halando llamadas de amor y formidables amenazas, hasta el momento en que, roto por el propio erotismo de sus deseos, caía sin conocimiento. También pasaba por largos periodos de calma; se desper- taba, se volvía místico, pasaba días enteros con las manos juntas, los ojos dirigidos al cielo, orando con fervor; pero, como desde hacía tiempo había olvidado sus preces, inventaba oraciones en las que los nombres de Cloé y de Coelsia reemplazaban a los de la Virgen y de los Santos. Un día, Tiburce pidió un misal, y el arquitecto divertido le ofreció el Portier des Chartreux1 , obra innoble que el viejo se puso a deletrear como un alumno su lección. Los Perrotin, esos monstruos, asistían sin remordimiento a esa debacle humana, demasiado cobardes para terminar de un solo golpe las miserias y agonías, y esperando cada mañana en- contrar a Géraud muerto en medio de una crisis. Ese día – hacia una hora – el tío de Cloé, se dedicaba a re- cortar sus libros, cuando se estremeció ante un ruido de pasos… Alguien andaba en la habitación contigua… Vivamente, el hombre amontonó los trozos de papel dis- persos sobre la mesa y fue a esconderlos en su habitual escondi- te. El ventanillo de la puerta se abrió, y Géraud pudo observar el rostro sonriente de la Sra. Perrotin. Nona-Coelsia preguntó dulcemente: –¿Vas a ser razonable esta mañana, mi buen Tiburce? –Si, Coelsia, muy razonable. –Te traigo el almuerzo. –Bien, entra. –¿No me harás una escena como el otro día? 1 L’Histoire de Dom Bougre, portier des Chartreux es una novela li- bertina de 1741 atribuida al abogado Gervaise de Latouche (N. del T.)
  • 13. 13 –No, pero date prisa… Quedando ahí, detrás del ventani- llo, me da la impresión de que estoy en prisión. Ella introdujo una llave en la cerradura, entró, depositó sobre una mesa de la habitación el almuerzo del barón, diciendo con mimo: –Tiburce, ¿es que no besas a tu Coelsia, hoy? Con un gesto angustioso, el viejo mostró la puerta ya ce- rrada: –¿Cuándo seré libre?... ¿Cuándo se me permitirá franquear el umbral de esta puerta? ¿Cuándo podré circular a mis an- chas,… en mi palacete? –¡Pero si eres libre, Tiburce, completamente libre!.... Si nuestra amistad por ti nos ha obligado y nos obliga a hacerte permanecer en la habitación, es porque has estado… porque todavía estás enfermo. –¿Y mi dinero?... ¿mi fortuna?... ¿Qué hacéis de ella du- rante este tiempo? –Honoré se encarga… Tu fortuna está en buena manos. –¡No quiero que me hables de tu marido!... Honoré es un rufián, y si Cloé no ha querido saber nada de mí, es por su cul- pa... ¿Dónde están mis criados? –Abajo, a lo suyo. –¡Urbain!.... Quiero ver a Urbain… ¡Los demás, me son indiferentes! –Lo verás uno de estos días… Ha debido ausentarse por asuntos familiares. –¡Mientes! –¡No, Tiburce, no miento! –¿Es que acaso piensas que no me doy cuenta de que me estáis secuestrando… que queréis hacerme morir de rabia? –¡Oh! Tiburce, ¡qué horrible idea! –¡Sin embargo siempre me he portado bien contigo! –Sí. –He sido generoso. –Sí, Tiburce, sí.
  • 14. 14 –Entonces, ¿por qué este espantoso suplicio de aislamien- to, de encarcelación? Y, de repente, levantándose: –¿Sabes lo que ocurrirá pronto, Coelsia? –No… ¿Qué sucederá? –¡Una gran desgracia!... ¡Perderé por completo la cabeza, y en el momento en el que entres en esta habitación, saltaré so- bre ti, y te estrangularé!... ¡Lo he pensado muchas veces y lucho contra ello! La esposa del arquitecto estaba habituada a ese tipo de es- cenas; tenía un medio de tranquilizar al viejo, y dijo, lujuriosa: –¡Oh! ¡No harás eso, Tiburce! ¡No se estrangula a aquellos a los que se ama!... ¡Y tú me amas!... ¡Tú me adoras! El balbuceó: –Te amé y te adoré antaño; ¡ahora te detesto!... ¡Solamente Cloé vive inmortal en mi espíritu y en mi carne! La Sra. Perrotin le rodeó el cuello con sus voluptuosos de- dos: –¡Eso no es cierto! ¡Tú me amas todavía! ¡Tú me amas más de lo que amas a Cloe!... Vamos, mírame, y atrévete a de- cirme que tu Coelsia no es siempre amable y deseable. Y arrastrándole, subyugado, hacia la mesa: –¡Hoy almuerzo contigo y te vas a divertir! –¡Ah! ¡Hace tanto tiempo! Y siempre la misma comedia. La italiana estaba segura de su poder sobre él: sabía que ese hombre marchito, destrozado, le pertenecería hasta la tumba. Se pusieron a la mesa, y la Sera. Perrotin se mostró encan- tadora, sirviendo los platos y ofreciéndole el vino que ella había preparado. Ahora bien, el efecto del brebaje no se hizo esperar por mucho tiempo… Tiburce, con la mirada inyectada en sangre, tomó a la miserable entre sus brazos: –¡Cloé!... ¡Tú eres Cloé!... ¡Cloé ha regresado! ¡Ven! ¡Ven!
  • 15. 15 El barón quiso llevarla, pero Coelsia, muy robusta, se des- prendió fácilmente y saltó fuera de la habitación cerrando la puerta con doble giro; luego, detrás del ventanillo entreabierto, observó al viejo. De pie, él parecía escuchar y murmuraba: –¡Cloé ha partido! ¡Va a regresar… regresar! ¡Regresar!... ¡Ah! ¡Aquí está!... ¡Qué grande está desnuda!... ¡Jamás había admirado sus carnes desnudas… sus íntimos tesoros de amor!... ¡Me queman!... ¡me ciegan!... ¿Por qué no has sido siempre así, Cloe?... ¡Yo no habría amado a Coelsia!... Pero, Coelsia también está ahí… denuda como mi adorada... ¡Tanto mejor! ¡Cloé, Co- elsia y todas las demás!... ¡Centenares! ¡Son mil!... Las amaré a todas… ¡Quiero una cosecha viva de mujeres!... ¡Quiero oler su perfume, calentarme con sus cuerpos, irradiarme con su luz! Con el cuerpo inclinado, las manos extendidas como para agarrar seres al paso y lanzarse sobre las presas, rugía: –Están demasiao lejos; y, encadenado, no puedo alcanzar- las… ¡Se burlan de mi!... ¡Se ríen de mi debilidad! ¡Cloé, can- ta… canta esa canción que está ahí, impresa en ese libro! Permanecía quieto bajo el cántico de la lejana voz; luego, en el paroxismo del furor amoroso, aulló: –¡Pero, venid!... ¡Mujeres, os quiero!... ¡Mujeres, os de- seo!.... ¡A todas!... ¡A todas!... ¡No brilléis tanto; me quemáis los ojos!... ¡No habléis tan alto; me desgarráis los oídos, y vues- tras voces resuenan como truenos!...¡Mi cabeza estalla!... ¡Mis miembros se retuercen!... ¡Tengo fuego en el pecho!... ¡Agua!... No, ¡amor!... ¡Aquí estáis!... Cloe… Coelsia… amor… ¡Por piedad, amor!… Rodaba sobre la alfombra, arrojaba aullidos de salvaje, y de repente, sus miembros se relajaron y permaneció inmóvil, como en éxtasis… Detrás del ventanillo, la Sra. Perrotin le mostraba su len- gua… El hombre gimió, lleno de dolor, y estalló en sollozos.
  • 16. 16 Al día siguiente, por la mañana, a las nueve de la mañana, un landau cerrado lleva a la italiana, a sus dos testigos, la Sra. Gédéon, la Srta. Latour y una rubia doctora, la Señorita Gene- viève Saint-Phar, hacia el lugar del encuentro. Una mañana soberbia. La actriz entretenía el camino con historias divertidas, y un sol invernal doraba las copas deshoja- das de los árboles, cuando se detuvo en un claro de los bosques de Fosse-Repose. La Sra. Huguette de Mirandol había llegado hacía un ins- tante a Chaville, en compañía de lady Fenwick, la duquesa de Louqsor y de una doctora morena, la Sra. Desmont. Se intercambiaron los saludos de rigor y pronto se en- contró un terreno propicio para el duelo. Era un claro, rodado de grandes árboles y donde el suelo, muy seco y recubierto de una fina grava, anunciada todas las ventajas de una pista ideal. Un gran silencio reinaba en el discreto bosque, interrum- pido únicamente por el murmullo de la brisa. La suerte designó las espadas de la baronesa; a Coelsia le correspondió elegir el lugar y dio la espalda al astro brillante en su gloria. Muy seria, la duquesa de Louqsor repetía a las adversarias las condiciones del encuentro, – y nunca las dos enemigas, habiendo quitado sus abrigos, parecieron tan bellas y atractivas como en uniforme de combate. Llevaban camisetas de seda, una rosa y la otra azul, meti- das en un pantalón oscuro y ceñido de ciclista; la baronesa esta- ba tocada con un fieltro gris de amplios bordes, recordando el sombrero de los mosqueteros, y los cabellos negros de la italiana se enorgullecían con un toque de lustre. Enguantadas a lo Crispin, se apoderaron de las espadas; la Sra. de Louqsor, que dirigía el duelo, unió las dos puntas y or- denó: –¡Adelante, Señoras! Nona-Coelsia y Huguette se pusieron en guardia, aplomo sobre sus caderas, el cuerpo bien dirigido, y, a algunos pasos de
  • 17. 17 ellas, los testigos y las doctoras se alienaron, dispuestas a inter- venir. La Sra. Don Juan parecía más fuerte, más segura de sí misma, pero Coelsia, más ligera, más astuta, acometía ataques y realizaba paradas bruscas, vueltas y sobresaltos que denotaban la escuela de su país. Un primer asalto tuvo lugar sin resultado; y, al segundo, un igual furor animó a las combatiente. A un golpe recto prestamente enviado por la baronesa, la extranjera ejecutó una hábil respuesta, y, a la altura del codo, la camiseta de la Sra. Don Juan se empapó con una mancha roja. –¡Alto! – ordenó la duquesa de Louqsor. –¡Eso no es nada! – dijo la reina de Lesbos…. ¡Continue- mos!... Pero ya los testigos y las doctoras examinaban la herida, y como la carne únicamente rasgada no ponía a la baronesa de Mirandol en un estado de manifiesta inferioridad, el duelo con- tinuó su curso. En el comienzo del tercer asalto, la italiana emitió un grito y se desequilibró tocada en el hombro. Se apresuraron a su alrededor. Un grito había respondido a la herida, y una joven y rubia muchacha, se lanzó entre los ramajes desde donde miraba el duelo de las lesbianas. –¡Ah! ¡Señora! ¡Qué desgracia! Mientras las doctoras cuidaban a la mujer del arquitecto, cuya herida era por otra parte poco grave, la Sra. Don Juan se acercó a la joven muchacha y dijo, galante, muy amable: –¿Sabéis señorita, que sois muy curiosa? –Perdonadme, Señora,– respondió la otra – Yo pasaba por aquí… Os he escuchado… Os he visto…y, a mi pesar, me he detenido detrás de esos arbustos… Cuando habéis sido tocada en el brazo, a punto estuve de correr hacia vos, y, viendo a esa po- bre dama tambalearse y palidecer, no he podido resistir… ¡Perdón, Señora! Huguette la devoraba con sus miradas ardientes:
  • 18. 18 –Tenéis todo un corazoncito, Señorita… ¿Cómo os llam- áis? –Emma Delpuget. –¿Vivís en Chaville? –Sí, en una pequeña villa muy cerca de aquí, con mi padre y mi hermana. Y, preocupada: –¿Esa pobre dama está peligrosamente herida? –Espero que no. –¿Y vos, Señora? Debéis sufrir… Veo sangre en vuestra manga… –Sí… un poco… –Si queréis venir a descansar un instante a la casa, mi pa- dre, mi hermana y yo estaríamos encantados de recibiros. La baronesa observó a Emma, y sus ojos brillaron: –Por mi parte, acepto… –¿Y la otra dama? –Voy a informarme… Y, envolviendo siempre a la bonita rubia con mirada en- cantadora: –Esperadme ahí… Ahora regreso, querida… La Sra. Don Juan se aproximó a su adversaria que estaba de pie, dispuesta a partir; le tendió la mano, y la reconciliación fue sellada con un beso, demasiado cálido para no revelar anti- guos amores. Lady Fenwick, la duquesa de Louqsor y la doctora Saint- Phar se reunieron solas en el landau, pues Huguette declaró que se quedaría en Chaville, teniendo el deseo de buscar y alquilar allí una casa en el campo. Se conocían las originalidades de la Sra. Don Juan, y nadie protestó contra esta fantasía. Adversaria, doctoras, y testigos desaparecieron, y la baro- nesa corrió en busca de Emma Delpuget. –Querida – dijo – ¡soy toda vuestra y estoy feliz de cono- ceros más!... ¿Me habéis dicho que vivís en los alrededores? –Sí, Señora, allá, detrás de esos grande árboles…
  • 19. 19 –Antes de presentarme a vuestro padre – dijo tiernamente la reina de Lesbos – es indispensable que os diga como me lla- mo… –No me he atrevido a preguntároslo, Señora. –Me llamo baronesa Huguette de Mirandol… Conducid- me, querida… Fue un honor para los Delpuget recibir a una tan grande dama. Huguette se mostró siencilla, dulce, amable; inventó una historia para su duelo, y las bravas gentes, deslumbradas, per- manecieron sumidas bajo su encanto. No dudaron, los desgraciados, que la joven Emma, al lle- var a Huguettte, acababa de introducir a la loba en el redil; cre- ían incluso en una intervención de la Providencia; en efecto, la Sra. don Juan se dejaba enternecer ante la miseria de la familia y pidió a Emma que ingresase en su casa como lectora. Al día siguiente, alegre e inocente, la rubia muchacha cu- yo mal destino conoció en el bosque en el momento del duelo de las enamoradas, llamaba a la puerta del palacio Mirandol, bule- var Malesherbe, y hacía su entrada en el reino de Lesbos. ¡Pobre Emma! ¡Pobre inocente! Esperaba no ser ya una carga para el viejo padre, el ex cajero de Le Goëz y de su her- mana mayor la telefonista, y vivir honorable, esperando su boda con el joven oficial Etienne Delarue, uno de los puteros de Blanche Latour. Etienne y Emma se amaban con todo el ardor y toda la po- tencia de su bella juventud, y el lugarteniente iba pronto a rom- per con la amante del notario Edgard Bazinet. Otro enamorado le sucedería, en la calle de la Boëtie, y la Devoradora de hombres llevaría siempre a cinco, los cuatro pu- teros y el mantenedor, el notario en nomina. Y mientras la Sra. Delarue, la madre del lugarteniente de zapadores, mujer muy misteriosa, a juzgar por sus diversos mo- dales en casas alejadas la una de la otra, se regocijaba con la prudencia de Etienne, la Srta. Latour continuaba amasando for- tuna.
  • 20. 20 Arthur de La Plaçade acechaba los ahorros de Blanche, y sin olvidar los rencores hacia lady Fenwick y las intenciones matrimoniales y por negocios junto a la vieja Sainte-Radegonde, honraba con sus favores a la actriz y a la Sra. Perrotin. A la esposa del arquitecto, al contrario de la Sra. Don Juan que era solamente lesbiana, le iban los dos sexos, y el doble es- tado psicológico y patológico del marido inspiró este atrevido y mordaz comentario del Último Gigoló: –Perrotin, incluso quitándose el sombrero, incluso baján- dose, incluso reptando, no pasaría bajo la puerta Saint-Denis, es un cornudo… Es el rey de los maridos, y el arquitecto debería levantar en su honor un Arco del Triunfo con inmensos cuernos parlantes!
  • 21. 21 II EL PUDOR DE EMMA Hacía ya un día que Emma Delpuget se había instalado en casa de la Sra. Don Juan, en el palacete del bulevar Malesher- bes, y la baronesa Huguette le había dado una habitación conti- gua a sus aposentos. Feliz y confiada, la lectora dormía esa noche con el sueño sereno de las vírgenes. Ahora bien, por la mañana, un dulce calor la despertó, y como el día comenzaba a penetrar en la habitación, Emma vio acostada a su lado a la baronesa de Mirandol. La jovencita, completamente estupefacta, murmuró teme- rosa: –¡Ah! ¿Sois vos?... ¿vos, Señora baronesa? Huguette rompió a reír: –Sí, soy yo, querida… ¿Acaso os molesto? –No del todo… pero… –Tenía una pesadilla… una pesadilla abominable… En- tonces he venido… suavemente… tan suavemente que ni siquie- ra os habéis despertado… He hecho bien, ¿verdad, querida? La Señorita Delpuget saltó de la cama y se vistió apresu- radamente: –¿Ya os levantáis?– exclamó la baronesa. –Os molestaría, Señora… –¡Apenas es de día! –¡Oh! ¡Yo me levanto muy temprano, señora baronesa! –¡Esa es una costumbre que deberás perder aquí!.... Va- mos, vuelve a mi lado, mi niña… Charlaremos… Pero Emma se retiraba al cuarto de baño; experimentaba un malestar, una angustia que no podía explicar todavía… Esa mujer, esa gran dama de mirada de fuego, la turbaba, la hacía avergonzarse… Sin embargo, muy a menudo en Chaville, Fanny
  • 22. 22 iba a meterse en su cama, o bien era ella quién iba a reunirse con su hermana, y mantenían largas, dulces y fraternales conversa- ciones; pero con la Sra. de Mirandol, todo el pudor virginal de la joven se revolvía, y no hubiese podido permanecer en camisa ante Huguette o hacer sus abluciones sin enrojecer como si estu- viese en presencia de un hombre. Dijo, púdica: –Permitidme, Señora, acabar mi aseo. La baronesa tuvo un movimiento de contrariedad: –Antes, queréis ir a buscar a mi habitación mi paquete de cigarrillos; lo encontraréis sobre la mesita de noche… Y como la lectora tardaba en responder, increpó nerviosa: –¿Habéis escuchado, señorita? –Sí, Señora, enseguida estoy con vos… –Transcurrieron dos minutos, y la Srta. Delpuget, salió del cuarto de baño. La joven lectora estaba cubierta con un camisón de franela azul; sus rubios cabellos, aún húmedos, flotaban sobre sus hom- bros, y traía con ella un agradable olor de juventud y salud. Se dirigió hacia la habitación contigua para ir a buscar los cigarrillos. La Sra. Don Juan la detuvo: –¡No hace falta, Señorita! Ya no tengo ganas de fumar… Tengo otra idea… Y, contemplando a la rubita: –¡Qué magnífica cabellera tenéis, Emma! –¡Oh! Señora baronesa, si vieseis la de mi hermana Fanny, esa sí que es más larga y más densa todavía. –¡Tal vez! ¡Pero vuestra hermana no tiene vuestro dulce y gracioso rostro! Huguette salió de la cama, vestida con un camisón de mu- selina, cuya transparencia dejaba ver sus carnes rosadas y sus esculturales formas; indicó una silla baja a la lectora: –Sentaos ahí, querida… Voy a peinaros… –¡Ah, Señora! – se defendió Emma, confusa y sonrojada.
  • 23. 23 –¿Qué? ¿Es que nunca os habéis dejado peinar por una amiga… por vuestra hermana? –Sí, Señora… pero no es lo mismo… –¡Sentaos ahí; os lo ordeno! Y, risueña: –¡Vais a ver!... Soy una artista… tan buena como el ilustre Victor Chevrier, ¡y no es un decir! Completamente asustada, la Señorita Delpuget tomó asiento en la silla, y la baronesa, levantando sus mangas y arma- da de un peine de marfil y de otros utensilios tomados del cuarto de baño, se puso manos a la obra, extendiendo, manipulando y torciendo con sus manos aristocráticas la abundante melena. Se bajaba sobre la muchacha, quemándola con su aliento: –Pasadme los alfileres, bebé… Y ella le entregó un paquete de broches de nácar. Luego, trabajando todavía, la baronesa preguntó: –¿Dónde estabáis, ángel mío, antes de vivir con vuestro padre en Chaville?... ¿En un internado, tal vez? –Sí, señora, en un internado en Passy, en la calle de la Pompe. –¿En casa de la Señora Malézieux? –¿Vos conocéis el internado Malézieux, Señora baronesa? –No, pero muchas de mis amigas han sido educadas allí… Es un excelente internado, donde se aprenden… ¡muchas co- sas!.... ¿Habéis oído hablar de Faustine de Puypelat? Emma enrojeció con un sofoco hasta ahora desconocido. ¡Oh, sí, ella había oído hablar de esa tal Faustine, una veterana expulsada del pensionado por causas misteriosas y tan graves que, en casa de la Sra. Malézieux, era una tradición evocar la brusca expulsión de Faustine y las aventuras del dormitorio, pero a escondidas y en voz baja, y solamente entre las alumnas más atrevidas. La lectora respondió: –Sí, señora, pero, esa señorita abandonó el internado hace muchos años.
  • 24. 24 –Faustine debe tener mi edad… apenas veinticinco años. ¿Me dais un alfiler? La baronesa modelaba los cabellos de su joven ídolo en forma de casco, desprendiendo unos ligeros rizos sobre la nuca, y le producía un placer infinito pasear sus dedos a lo largo de las carnes de la muchacha. –Emma, ¿teníais una amiga que preferíais a las demás? –Les tenía afecto a todas por igual. –¡Es extraño!... Por lo común, siempre se tiene una prefe- rencia. La Sra. de Mirandol no había mentido al afirmar igualar a Victor Chevrier, el célebre peluquero para damas; acababa de ejecutar una obra maestra capilar. Dejó el peine, roció con vapo- rizadores de iris y verbenas la cabeza rubia y exclamó, orgullo- sa: –Miraos en el espejo, señorita, y decime si habéis visto al- guna vez una muchacha tan bonita. De pie, ante el espejo, Emma sonreía, hacia muecas; casi lamentaba reconocer lo bella que se encontraba. Huguette le abrió los brazos: –Ahora, para recompensarme, venid a besarme, querida. –¡Oh, de todo corazón, Señora! Tendió su frente virginal, pero el beso de la reina de Les- bos se deslizó y fue a aplicarse sobre la boca de la jovencita. Emma tuvo la sensación de una ardiente quemadura y re- trocedió, turbada: –¡Señora baronesa!... ¡Señora baronesa!... –¿Qué ocurre, pequeña?... ¿Es que no tengo el derecho de besaros? –Sí, Señora… pero… Y muy bajo, la Sra. Don Juan, murmuró para sí: –¡No sabe nada! ¡Absolutamente nada!... ¡Mejor así!... Se acababa de anunciar a la baronesa de Mirandol que el marqués de Artaban la esperaba en la sala de armas; Huguette dejó a Emma con la esperanza de volver a encontrarse con ella a solas durante el almuerzo.
  • 25. 25 Pero, el Último Gigoló, tras un asalto de los más brillan- tes, se invitó a sí mismo a compartir la comida con su alumna. ¡Se hubiese dicho que ese diablo de hombre olía la carne fresca! La baronesa de Mirandol, a pesar de su gran deseo de ocultar a Emma de todas las miradas, se vio obligada a presentar a la joven lectora al aristócrata; Achille se relamió los labios, y durante el almuerzo se produjo una andanada de alusiones muy atrevidas dirigidas a la lesbiana. Huguette, vejada, trataba de leer en el rosto de Emma la impresión producida por las palabras del Último Gigoló, pero la jovencita escuchaba sin comprender las frases con doble sentido y los términos del léxico del bulevar. Achille no permaneció mucho tiempo; ese día tenía cita con la duquesa de Louqsor, y la baronesa, habiendo acogido su partida como una liberación, interrogó a la lectora amiga: –Veamos, querida, ¿qué os parece el Señor de Artaban? Viva y franca, la Señorita Delpuget respondió: –¡Lo encuentro muy bien, Señora baronesa, y, sobre todo, muy amable! –Si tuvieseis que elegir entre él y yo, ¿a quién elegiríais? – preguntó, irreflexiva, la reina de Lesbos. –¡A vos! ¡A vos!... ¡mil veces a vos, señora baronesa! Emma articulaba esas palabras con toda la inocencia de su alma de virgen, y sin embargo, Huguette no pudo reprimir un alegre estremecimiento. –¿Entonces, me amáis… un poco, querida? –¡Mucho, señora, y me parece que cuando os conozca me- jor os amaré todavía más! Habían entrado en un recibidor, tapizado de seda malva, con flores por todas partes, en especial rosas, la pasión de la Sra. de Mirandol. Ambas se sentaron en un diván; Huguette posó la mano sobre el pecho de su joven lectora: –¿Y ese corazoncito, jamás ha latido por un enamorado?
  • 26. 26 Emma bajó los ojos, y la Sra. Don Juan sintió latir más fuerte e incluso sobresaltarse bajo su mano el pequeño corazón del que ella estaba celosa. –¿Así… que amáis… a un hombre? Hablad; sed sincera, señorita. La lectora declaró: –Sí, Señora, y al que amo será un día mi marido… –¿Vuestro marido? ¿Habéis dicho «vuestro marido»?... –Tan pronto como mi padre haya podido reunir la dote re- glamentaria…. Pues por desgracia estamos lejos… muy lejos de ser ricos. –¡Ah! ¿Un militar? – dijo Huguette, con pérfida sorna– ¿Y cómo se llama ese feliz mortal? –Etienne Delarue. –Lo conozco… Lo he visto en el baile de Lady Fenwick… ¿Entonces vais en serio? ¿Tenéis intención de casaros con ese pequeño e insignificante oficial? –Sí, Señora… Y Etienne Delarue es digno de mi amor… La Sra. Don Juan estalló: –¡No haréis semejante estupidez! ¡No os casaréis con ese muchacho! –¿Y… por qué, señora? –¿Por qué?... ¡por qué?... ¡Eh!... ¡caramba! ¡porque es un hombre! Emma dirigió una mirada confusa hacia la baronesa: –¿Con quien tendría que casarse una joven si no es con un hombre? –Os diré eso más tarde… mañana… esta noche, tal vez… Pero, vos no conocéis todavía mi palacete… Os lo voy a ense- ñar… Venid, querida, y luego iremos al Bois a dar una vuelta en coche por el lago… ¡También os llevaré al teatro!... ¡No quiero que os aburráis aquí! Deseo que viváis a mi lado, feliz… muy feliz… Los ojos de la lesbiana brillaban y todo su cuerpo palpita- ba de lujuria.
  • 27. 27 Emma, azorada hasta lo más profundo de su ser, no se ex- plicaba sus múltiples y nuevos sentimientos: la baronesa de Mi- randol era para ella un sujeto de asombro mezclado de espanto y de una instintiva desconfianza, un enigma vivo, un problema cuya solución permanecía oculto y temible. Huguette arrastraba a la lectora hacia la escalera secreta que conducía al salón rojo, cuando las dos negras, Akmé y Aïs- sa, aparecieron, vestidas con sus indumentarias orientales. Desde la víspera por la noche, la Srta. Delpuget había vis- to varias veces a las esclavas de la Sra. Mirandol, y las considera como dos personajes fantásticos escapados del sueño o de las leyendas, y terribles con su piel de ébano, sus grandes ojos blan- cos, sus dientes puntiagudos, sus piernas y sus brazos con aros de oro y sus vistosas y magníficas telas. En esa casa, a Emma todo le parecía extraordinario y fabu- loso a su alrededor, así como la baronesa y su extraño compor- tamiento, o esas hijas de Mauritania, cariátides vivas, robustas como tigresas, sumisas como perras. La Sra. Don Juan las interpeló: –¿Qué es lo que deseáis vosotras? ¿Por qué venís sin que os haya llamado? Akmé se inclinó profundamente, con la mano en el co- razón: –Ama, lo hemos creído oportuno… Hay una señorita en el salón que solicita hablar con la Señorita Emma… –¿Su nombre? –Fanny Delpuget. –¡Mi hermana!.... ¡Es mi hermana! – dijo alegre la lecto- ra… ¿Señora Baronesa, me permitís ir a abrazarla? –¡De acuerdo! – dijo Huguette – ¡Id, señorita, pero regre- sad pronto! La joven partió corriendo y fue al salón a arrojarse entre los brazos de su hermana mayor, la empleada del teléfono. –¡Fanny! ¡Mi querida Fanny!.... ¡qué feliz estoy de ver- te!... ¿No trabajas hoy?
  • 28. 28 –¿Trabajar? ¡Tenía demasiadas ganas de saber cómo te iba!.... ¡He obtenido un día de permiso y aquí estoy! Esas dos muchachas se habían separado la víspera; y, ob- servando su alegría y escuchando crepitar sus besos fraternales se hubiese dicho que se encontraban después de una larga au- sencia. Emma preguntó: –¿Por qué no ha venido padre contigo? –En estos momentos recorre París buscando empleo… ¡El pobre se deprime por su inactividad!... Vendrá a verte esta tar- de… Ahora, hablemos de ti… Dime, ¿estás a gusto aquí?... ¿Estás contenta? –Sí, hermana, muy contenta, – suspiró tristemente la novia de Etienne Delarue. Fanny la había tomado por las manos y la miraba, preocu- pada y alerta: –¿Cómo me dices eso, hermanita? Y viendo dos lágrimas brillar en las pupilas de la joven lectora: –¿Lloras Emma? ¿Por qué lloras? ¡Quiero saberlo! –¡Estoy loca! – dijo la pequeña tratando de reír. –¿Acaso la Sra. de Mirandol no es buena contigo? –¡Oh! sí, ¡muy buena! –¿No se te humilla ni se te trata como a una criada? –¡Al contrario! La señora baronesa se muestra llena de atenciones hacia mí; me hace comer en su mesa y me ha dado una habitación al lado de la suya… –¿Entonces, por qué esa pena? ¿Por qué esas lágrimas? ¡No te comprendo! La lectora murmuró: –¡Ni lo comprendo yo misma!... Aquí, en este palacio, to- do es demasiado bonito, demasiado grande, todo muy distinto a lo que estaba acostumbrada a ver a nuestro alrededor... Me pare- ce que una gran desgracia planea sobre mi cabeza… que me va a ocurrir algo horrible... Todo me asusta… sí… todo… hasta la
  • 29. 29 excesiva amistad de la señora baronesa... Imagínate, Fanny, que este mañana, al despertar,… encontré a la Sra. de Mirandol… Una puerta se abrió, deteniendo las palabras sobre los la- bios de la lectora, y Huguette, tranquila y altiva, entró en el salón. –¡Estaba escuchando! – dijo Emma al oído de su hermana. –¡Oh! ¡Qué idea! –¡Te digo que escuchaba! La Sra. Don Juan avanzaba sonriente hacia Fanny, pero el estallido rojo de los ojos revelaba que la sonrisa era una másca- ra. Respondió a los saludos de la telefonista y, dirigiéndose a su lectora: –Id a vestiros, hija mía… Os llevo conmigo a mi costurero y a mi modista. Y a Fanny: –Lamento interrumpir la charla y no poder rogaros que acompañéis a vuestra hermana… Mi coche solamente dispone de cuatro plazas, y he prometido a dos de mis amigas ir a reco- gerlas. Mi palacete os estará siempre abierto, cuando queráis visitar a vuestra hermana... Lamentablemente las visitas serán escasas, ¿verdad?... Debéis estar muy ocupada en vuestra ofici- na… –¡Sí, señora… muy… muy ocupada! Pero, puesto que me autorizáis… algunas veces… el domingo… –Eso es, Señorita… ¡algunas veces, el domingo! Fanny se fue con el corazón encogido, previendo que la baronesa de Mirandol quería elevar una barrera entre ella y su hermana, pero se consolaba, feliz de saber que Emma tan bien instalada en ese palacete, cuyas instalaciones fastuosas acababa de admirar; y, luego, a medida que se alejaba para dirigirse a Chaville, donde su padre no debía reunirse con ella hasta la no- che, se burló de sí misma… ¿No estaba bastante honrada por haber sido recibido en el salón, como una igual, por esa altiva baronesa? ¡Diga! ¡Diga…aquí la telefonista!... ¿Qué más podía desear? ¿Qué se la invitase a cenar, tal vez con unos marqueses
  • 30. 30 y duques? ¿Qué se la llevase a la Ópera, a los bailes del barrio Saint-Germain, que se le ofreciese un lugar de honor en la tribu- na reservada a la Sra. de Mirandol en el Hipódromo? Y, muy divertida con esa idea, miró su vestido negro y sencillo de burguesita pobre, su mantón de diez francos, sus botines de doble hebilla, sus guantes usados, llegó a la estación de Saint-Lazare, subió al ferrocarril en tercera clase e, ignorando a los vecinos, prorrumpió a reír de sus cómicos pensamientos de grandeza, y que veía desvanecerse entre la humareda de la lo- comotora: –¡Demasiado ambiciosa, Señorita Delpuget!… ¡Diga! ¡Diga…aquí la telefonista!... En el momento de salir con Emma, Huguette recibió la vi- sita de la duquesa Daisy de Louqsor y de lady Cloé Fenwick; esas damas iban a recabar noticias de la herida… ¡Ah! bien, sí, su herida!... la señora Don Juan ya no pensaba demasiado en ese pinchazo que no había dejado ninguna huella; pero, lo que la entristeció al instante fue saber que no ocurría lo mismo con su adversaria; la Sra. Perrotin se encontraba en la cama, presa de fiebre, y el doctor Gédéon temía serias complicaciones. Libre a las cuatro, la baronesa de Mirandol pudo por fin subir en coche con su lectora, y fue para Emma una tarde de ensueño, un alto en casa de la modista, luego en los suntuosos salones de Vestris, el célebre diseñador de modas de la avenida de la Opera, y, hacia las seis, al regreso del Bois, una parada en una confitería de moda, en la calle Castiglione, frente a la verja de las Tullerías. La Sra. Don Juan hizo traer pasteles parisinos y bebidas americanas. Emma no se atrevía a negarse a beber, y las mezclas de champán, whisky y ginebra la exaltaron. Sin darle importancia, vio a apuestos caballeros y bellas damas cuchichear y hablarse en voz baja, mirando a la baronesa. Una mujer muy elegante se levantó de una mesa vecina, caminó con la mano tendida hacia la Sra. de Mirandol y le dijo al oído:
  • 31. 31 –Buenos días, Huguet… La Sra. Don Juan intercambió un apretón de manos con la cliente: –Hola, Mathilde… Déjanos, hija mía… La Srta. Romain, curiosa, insistió: –¿No queréis invitarme a algo? –¡No! ¡Vete! –Mi bello Huguet – continuó la Venus de las Fantasías Pa- risinas – no es nada amable de tu parte despedirme. –Tal vez te vuelva a ver, pero no me molestes… ¿No ves que no estoy sola? Entonces, Venus llevó sobre su nariz unos finos anteojos de nácar y observó a la lectora; luego, inclinándose aún hacia Huguette, cuya belleza encendía los ojos de los hombres y las mujeres: –Felicidades, querido Huguet, mi sustituta es deliciosa… y, si un día o una noche, habéis tenido bastante con ella, me con- formaré con los restos del festín… Y retornó a su lugar donde un camarero acababa de servir- le unos bizcochos y un vino de madeira. –¡Vámonos, querida! – dijo la Sra. de Mirandol, levantán- dose. Dejó un luís sobre la mesa, y sin esperar el cambio, arrastró a Emma hacia su coche. –¡Al palacete! – ordenó la Señora Don Juan al criado que cerraba la portezuela. Y, el coche en marcha, Hugette agarró con fuerza la mano de su lectora: –¿Qué os ocurre, mi bella? Parecéis pensativa –Me siento mareada… Tengo estremecimientos y mi ca- beza es pesada… ¡pesada!... Una risa diabólica iluminó a la mujer tan ardientemente e ingenuamente deseada como esposa legítima por el príncipe Vorontzow: –¿No habíais bebido nunca champán?
  • 32. 32 –Sí, una vez… Hace mucho tiempo, el día de la fiesta de mi padre, pero el vino era menos fuerte… –¡Y más banal que el coctel!... ¿Sonreídme?... Me gusta vuestra bonita sonrisa… Le pasó un brazo por detrás de la nuca, pero la jovencita ni siquiera se estremeció; sus párpados pesados se cerraban y su cuerpo permanecía inerte. Pronto, Emma, vuelta en sí, se desprendió suavemente del abrazo: –Os pido perdón, Señora, me dormía… ¡Maldito vino de Champán!... ¡Jamás volveré a beberlo! –¿Estáis mejor? –Sí… pero durante un momento, sobre todo allí en la con- fitería, he perdido la facultad de pensar… –Entonces – vaciló la lesbiana – ¿no os habéis fijado en esa dama que me hablaba… en voz baja? –¿A la que llamabais «Mahtilde»? –Sí. –Sí, muy bien… Y ¿por qué os daba un nombre de hom- bre?... Os llamaba «Huguet». –¡Os equivocáis, querida! –Es posible, pero ¿por qué, mirándome con una singular persistencia os ha dicho: «¡Felicidades! Mi sustituta es deliciosa, y si un día o una noche, habéis tenido bastante con ella…» No recuerdo más… También ha hablado de un festín… ¿Acaso esa dama fue vuestra anterior lectora, señora baronesa? La calesa se detuvo ante la entrada del palacete; un criado abrió la portezuela y Huguette saltó a tierra, ordenando a su compañera seguirla. En el recibidor de seda malva, la Sra. Don Juan se des- prendió de su sombrero y su abrigo, y cuando la joven hubo qui- tado su manto y su gorro, le dijo: –Ahora, querida, vamos a visitar los aposentos del palace- te que todavía no conocéis… ¿No estáis cansada? –No, no del todo. –¡Entonces, vamos!
  • 33. 33 La tomó por la mano, la hizo bajar la escalera secreta, la introdujo en el templo de los amores y anunció: –¡Señorita, estáis en vuestra casa! Emma permanecía deslumbrada en el umbral; jamás tal magnificencia había estallado a las miradas de la rubia niña. Esos espejos, esos oros, esas majestuosas telas, esas flores, esas panoplias, esos perfumes, esas luces, esos divanes, esa inmensa cama redonda, todo ese lujo evocaba en su espíritu uno de esos palacios mágicos, cuya descripción había leído en los libros; y, temblando, bajo el calor de los vinos, aumentado por el brillo de las luces y las emanaciones olorosas, balbuceó ante la magia del decorado: –¡Estoy soñando!... ¡oh!... ¡estoy soñando! Huguette la empujaba, graciosa: –¡Entrad! ¡Os he dicho que estabais en vuestra casa, que- rida! –¡Qué bonito es esto! ¡Cuánta riqueza! ¡Ah! ¡Esto es ma- ravilloso – exclamó la joven, juntando las manos, como en una iglesia. Y sin embrago, a pesar de su inocente admiración, Emma se sintió con el corazón oprimido: los divanes le parecían «pro- fundos como tumbas», según la imagen de Baudelaire; los per- fumes le parecían demasiado embriagadores, la cama demasiado amplia, y las estatuas de mármol de la que una representaba «la Venus impúdica» y la otra «La Suicida de Leucade», le hicieron bajar los ojos. Huguette dijo: –Espérame aquí, mi bella… Ahora vuelvo. Y, sin añadir una palabra, la reina de Lesbos desapareció, dejando a la Señorita Delpuget sola en el santuario de los amo- res. Emma no sabía que pensar. Mil ideas se entrecruzaban en su cerebro; se encontraba a la vez aterrorizada y radiante, y permanecería inmóvil y blanca bajo el imperio del misterio, co- mo las Vestales del templo de Isis. ¿Por qué la baronesa acababa de introducirla en ese lugar magnifico? ¿Por qué la abandonaba
  • 34. 34 allí? La señora de Mirandol debía volver, pero ¿por qué esa ex- traña salida, esos modales bizarros? La jovencita se puso a caminar por el salón rojo, exami- nando todos los objetos; pasó ante las vitrinas y leyó las etique- tas sobre los frascos de cristal: «Opio», «Cocaina», ¿«Éter»?...¿«Opio»? ¡Esa palabra le reveló por fin el terrible enigma! Había ingerido opio, y todo lo que veía no era más que un sueño. Pronto se despertaría para encontrarse en Chaville en la habitación virginal, con su hermana Fanny a su lado… ¿En- tonces, la visita de la baronesa de Mirandol? ¡Un sueño! ¿El duelo de mujeres? ¡Un sueño!... ¿Su instalación en el palacete del bulevar Malesherbes? ¡Un sueño! ¿Ese templo oriental?... ¿Esas indecentes estatuas?.... ¿Esos divanes?... ¿Esos perfumes? ¿Esas luces?... Esos espejos multiplicando su imagen hasta el infinito?... ¡Un sueño! ¡Un sueño! ¡Un sueño!... Y caminaba siempre, presa de una creciente alucinación. De repente, vio cerca de ella a la baronesa de Mirandol. La Sra. Don Juan había puesto su traje de joven efebo; sus ojos proyectaban luces múltiples, deslumbrantes como pedrer- ías, cuyo fuego parecía atenuado por la sonrisa mostrando una fresca y bella dentadura y unas rosadas encías. La joven muchacha farfulló: –¿Vos? ¿Sois vos, señora? –¿No te había dicho que regresaría? –Sí… pero… ¿ese traje? –Este traje te explica – dijo la baronesa – porque antes Mathilde me llamaba «Huguet», y no «Huguette». La Srta. Delpuget estaba tan emocionada que no se dio cuenta del tuteo de la Sra. de Mirandol. Huguette le pasó un brazo alrededor de la cintura para arrastrarla hacia los divanes circulares: –Ven a sentarte a mi lado y te contaré la historia de Faus- tine… Te diré porque ha sido expulsada del internado Melé- zieux… –No, no, Señora… ¡No vale la pena!
  • 35. 35 –Entonces, querida, voy a enseñarte cosas originales, ex- quisitas… Emma se defendía instintivamente: –¡Os lo suplico, Señora, subamos!... ¡Aquí, me ahogo!... ¡Aquí, deliro!... ¡Me dais miedo! Pero la otra la mantenía enlazada, rostro contra rostro, quemándola con el fuego de su aliento: –¿Tus carnes ya no palpitan?... ¿De qué estás hecha?... ¿No tienes músculos, piel y sangre?... ¿Eres de mármol?... –Señora, os lo ruego, dejadme. –¡No!... ¡Ven! Con manos temblorosas le arrancó la blusa a la lectora, pe- ro, Emma se desprendió, y corriendo hacia una panoplia tomó una flecha cuya punta acerada dirigió contra su pecho. Y, decidida: –¡Señora, no os comprendo! ¡No sé lo que queréis de mí, pero advino algo monstruoso! Si dais un paso más para acerca- ros, me clavo este hierro. Huguette, pálida como una muerta, exclamó: –¡Desgraciada! ¡Desgraciada! ¡Esa flecha está envenena- da! –¡Tanto mejor! ¡Seguramente moriré más rápido! –Deja esa arma; ¡te lo ordeno! –Sí; pero dejadme irme! ¡Dejadme marchar! –¡Arroja esa arma! –¡Entonces, Señora, abrid la puerta! La baronesa abrió la puerta de bronce, disimulada bajo las altas tapicerías rojas; Emma arrojó la flecha y se precipitó a la escalera, subiendo al palacete. La Sra. Don Juan, perpleja, permaneció en medio del salón rojo, mientras la lectora, enloquecida, atravesaba el vestíbulo para encerrarse en su habitación. Un criado le dijo al pasar: –Señorita, vuestro padre os espera… Emma se detuvo: –¿Dónde está?
  • 36. 36 –En el gran salón, señorita, – dijo el criado, asombrado del comportamiento de la joven. Pronto, la hermana de Fanny se arrojó en los brazos del viejo Delpuget: –¡Llévame padre! ¡Llévame! –¿Qué te ocurre, hija mía? ¿Por qué este terror? –¡Llévame. No quiero permanecer ni un minuto más en es- te palacete! Delpuget estaba tan pálido y temblando aún como su hija, y gemía: –¡Hija mía, explícate! –¡No puedo decir nada! ¡Sácame de aquí! –¡La plaza parecía excelente!... ¿Te has vuelto loca? –¡Tengo mis razones, pero deseo partir al instante! –¡Al menos hay que hablar con la señora baronesa! –¡No!... ¡No! –¿Y tus efectos?... ¿Tu ropa? –¡Abandono todo! ¡Vámonos!... ¡Ya deberíamos estar le- jos de aquí! Y colgándose del anciano cajero de Le Goëz, aturdido, lo arrastró fuera del palacete. En el salón rojo, Huguette, recuperada de la sorpresa ini- cial, levantaba altivamente la cabeza: –¿Burlada por esa chiquilla? ¿Yo?... ¡Oh! Y, más vulgar: –¿Un corte de mangas a la señora Don Juan? ¡No! ¡Jamás! Llamó a un timbre; Akmé y Aïssa aparecieron. La Sra. Mirandol ordenó: –Subid a la habitación de la señorita lectora y decidle que le ordeno que baje… Si rechaza, atadla, ¡traedla a la fuerza!... ¡id! Las negras salieron, y algunos instantes después, regresa- ron solas. –¿Emma? ¿Dónde está Emma? – rugió la baronesa. –¡Ha partido, ama! – dijo Akmé. –¿Partido?
  • 37. 37 –Sí… con su padre – añadió Aïssa. –¡La imbécil! La reina de Lesbos iba y venía por el salón rojo, exaltada, echando espuma, arrojando blasfemias y las dos esclavas, in- móviles y respetuosas, esperaban órdenes. Ella se plantó ante sus mujeres: –Akmé, Aïssa, ¿vuestra vida me pertenece, verdad? Ellas respondieron al unísono:: –¡Sí, ama, nuestra vida es tuya y puedes tomarla! –No es vuestra vida lo que quiero; lo que tengo que solici- taros en un simple servicio que os será pagado generosamente. –Habla, ama – dijo Akmé – ¡Aïssa y yo estamos aquí para obedecerte! –Emma ha partido para Chaville… Debéis ir a buscármela y me la traeréis por las buenas o por las malas. –Sí, ama. –Os daré órdenes más detalladas, cuando sea el momento de actuar… ¡Podéis marchar! La Sra. de Mirandol olvidaba su carta a la Cría-Reseda, pero quería a Emma Delpuget. Y, sola, dijo voluptuosa e irónica, segura de su poder ab- soluto: –¿Un corte de mangas a la Sra. Don Juan?... ¡Oh! ¡No! ¡Jamás! ¡Los cortes de manga son buenos para los hombres! Se la vio por la noche en la mesa del hotel de mujeres re- gentado por la Michon y al día siguiente en el Nuevo Circo; de donde se llevó una casquivana y una amazona; luego, tuvo otras conquistas en el Olympia, en el Casino de Paris, en las Folies- Bergères, en el Polo Norte, pero, el recuerdo de Emma la obse- sionaba. ¡Emma! ¡Emma! ¡Emma! ¡Todas las actrices, todas las bailarinas, todas las casquivanas, e incluso las mujeres de su mundo, todas las lesbianas se desvanecían ante la virgen de Chaville! ¡Emma! ¡Emma! ¡Emma! Flor de belleza e inocencia, serás condenada – por la Sra. Don Juan – a hacer desesperar a
  • 38. 38 un hombre que os adora y a vacilar, caer y pudriros bajo los ar- dores lesbianos. Emma, sois joven, sois nueva, sois bella, pero sois pobre – pero la Sra. de Mirandol es rica y viciosa – y, para la miseria, y más que el corazón para el amor, ¡Oh, Pascal! el vicio «tiene razones que la razón no conoce». Soñando con su nuevo ídolo, la Sra. Don Juan recorría o más bien descendía al camino de las lujurias. El demonio corruptor quería saber todo, experimentar to- do, y Huguette llegó a emplear la flagelación contra jóvenes y contra sí misma. En este drama donde, si conseguimos al cabo de un in- mensa labor, hacer desfilar toda la vida contemporánea, evita- remos insistir sobre las aberraciones que son competencia de la medicina, y que ya hemos anotado antes y analizado en nuestro libro: Patología social.
  • 39. 39 III EN SAINTE-ANNE Casi todos los días, la Srta. Lagrange, que vivía con la Sra. de Esbly en la villa de Chaville, iba a visitar a lady Cloé Fen- wick al palacete de los Campos Elíseos. Olga se prendó de inmediato de su hermana mayor, y si la primogénita de los Haut-Brion no había insistido para que vivie- se con ella, era porque no quería privar a la condesa, asilada y deprimida tras la partida de Lionel, de la compañía de esa niña a la que la propia Sra. de Esbly quería como a una hija. Ni una nube cubría ahora la existencia de la que fuera la Virgen del Arroyo y la Gran Casquivana; Una vez encontrada Olga, Lionel en Rusia a salvo en las propiedades del príncipe Vorontzow; el barón Géraud incapaz de actuar; el vizconde de la Plaçade vergonzosamente expulsado del palacete; Reginald tal vez borracho, libertino y sodomita, pero reservado, casi amable con su esposa, Cloé se rodeaba de un círculo de amigos, el príncipe Vorontzow, el marqués de Artaban, siempre cariñosos pero respetuosos, el duque y la duquesa de Louqsor, la Sra. de Mirandol, menos ardiente, y además, en otro aspecto diferente, la amable costurera Annette Loizet. Ahora bien, esa mañana, hacia las nueve, lady Fenwick, en vestido de calle, se encontraba en su recibidor; un criado anun- ció al príncipe Vorontzow. Cloé tendió la mano al aristócrata ruso: –¡Buenos días, príncipe! ¿A qué feliz casualidad debo el placer de vuestra tempranera visita? –Es cierto, – dijo el atamán de los cosacos – es un poco temprano, y me excuso… –¡Oh! ¡vos sabéis que yo estoy siempre contenta de veros! Sentaos a mi lado, amigo, y decidme por qué parecéis un tanto sombrío? –No estoy sombrío, amiga, estoy serio…
  • 40. 40 Se instaló en un sofá, y como guardaba silencio, Cloé le dijo amablemente: –¿Venís a hablarme de la baronesa Huguette? El rostro del aristócrata se iluminó: –¡Oh! ¡Hablaría siempre de ella con mucho gusto! ¡La amo!... ¡La adoro!... ¡No es un misterio para nadie!... Pero no se trata de la Señora de Mirandol de lo que vengo a hablar hoy… –¿De quién, entonces? –De nuestra niña recuperada… de nuestra pequeña Olga… de vuestra hermana. –Vais a poder abrazarla… La espero… ¿Qué queréis de nuestra bien amada Olga? –Voy a exponéroslo; pero, antes, una pregunta. –¡Hablad, amigo mío! –¿La señora condesa de Esbly viene con vuestra hermana? –Sí, y Olga y yo debemos dirigirnos juntas a Sainte-Anne para ver a nuestra querida enferma… –Traigo a la Señora de Esbly noticias de su hijo, buenas noticias… –¡La señora condesa estará feliz! – respondió lady Fen- wick, vivamente interesada, y dominando su emoción. –El conde, como sabéis, está en una de mis propiedades del Cáucaso, y esta mañana ha llegado una carta anunciando que está fuera de peligro… –¡Qué Dios sea alabado! –Ahora, hablemos de Olga ¿queréis? He pensado que era mi deber asegurar el porvenir de esa niña, la segunda hija de mi amigo el marqués de Haut-Brion… – ¿No estoy yo, príncipe? –Sí… sí… querida Cloé, estáis ahí… pero… yo también… yo también estoy ahí… y me gustaría… El gran aristócrata dudaba; no podía decirle: «¡Sí, estáis ahí, llena de ternura; sois lady Fenwick, pero no habéis aportado ninguna dote al matrimonio, y nada de lo que os rodea os perte- nece!...»
  • 41. 41 No podía ni quería decirle eso, y concluyó, entregándole un voluminoso paquete lacrado con sus armas en cera verde. –He aquí el asunto, me bella lady. –¿Qué es eso? –La dote de Olga… doscientos cincuenta mil rublos… –¡Más de un millón! – dijo Cloé, estupefacta. –Sí… me queda aún bastante para mi boda… Pero, ¡aquí están! No sé cómo hacerle aceptar este dinero… He imaginado mentir, yo que nunca he mentido… y pienso en contarle que esta suma procede de su padre que me lo entregó para ella… anta- ño… Cloé lo miraba, emocionada: –¡Ah! ¡Sois muy bueno, príncipe! Sois sencillamente y re- almente generoso! –No se es generoso al cumplir con un deber… ¿Aprobáis mi idea? –Vos ya habéis empleado ese medio cuando habéis puesto dinero en manos del barón Géraud… o del arquitecto… –¡Oh! ¡Una bagatela! –Y además Olga sabe, tan bien como yo, que nuestro pa- dre no era rico… a la hora de su muerte… –¿Qué hacer entonces? –Volver a meter ese dinero en vuestro bolsillo y esperar… El atamán declaró: –¿Me vais a obligar guardar esta suma destinada a nuestra pequeña Olga y a su madre?… La marquesa de Haut-Brion saldrá, un día u otro, de Sainte-Anne… Puedo verme obligado a ausentarme de Paris, y no permitiré que esas dos queridas criatu- ras que tanto han sufrido ya, vuelvan a sumirse en la miseria. Lady Fenwick no se creyó con derecho a negarse y acabó por meter los valores en un mueble, cuando la Srta. Lagrange entró acompañada de la Sra. de Esbly. Olga se precipitó hacia los brazos de su hermana: –¡Cloé, mi Cloé! Tras unos fraternales besos, corrió hacia Vorontzow:
  • 42. 42 –¡Gran amigo, perdón! ¡No os había visto!... ¡Cuando mi Cloé está ahí no veo a nadie más que a ella! Muy alegre de haber encontrado al camarada más íntimo de su padre, la Srta. Lagrange honraba a Vorontzow con una especie de culto filial; le llamaba «gran amigo», y esa dulce fa- miliaridad emocionaba al bravo aristócrata hasta las lágrimas. Olga ignoraba los tristes noviazgos de Cloé y de Lionel, y la joven adorada del mártir, que servía de unión entre la Sra. de Esbly y de lady Fenwick, guardaba, junto a su hermana mayor, el secreto de su alma. –¡Buenas noticias, Señora condesa! – dijo el atamán de los Cosacos, tras haber saludado a la madre del inocente evadido. –¿De mi hijo, príncipe?... – preguntó ansiosa la Sra. de Esbly. –Sí, Señora, de vuestro hijo… He aquí una carta… Radiante de alegría, se apoderó del papel que Dimitri le entregó y se puso a leer, murmurando, encantada: –¡Lionel! ¡Lionel! ¡Oh, mi Lionel! Olga se había vuelto muy pálida y parecía presta a desva- necerse; Cloé la retuvo en sus brazos: –¿Hermanita, que te pasa? Pero la joven se levantaba, iluminada de esperanza: –¡Hermana, soy feliz! Y, saltando hacia la condesa: –¡Leed, leed, Señora, la carta del Señor Lionel! En la misiva, el aristócrata contaba la admirable recepción de los vasallos del príncipe en el Cáucaso, y enviaba a su madre y a Olga los mejores recuerdos desde el exilio. Cloé no apartaba los ojos de su hermana, y la deliciosa emoción de la jovencita, las lágrimas que corrían a lo largo de sus mejillas, el pequeño grito que emitió mientras escuchaba a la condesa pronunciar su nombre, revelaron a lady Fenwick el amor de Olga por el ausente. Al principio se produjo en ella co- mo una puñalada que le hubiese golpeado; y, bajo la herida, toda su vida de desgracias inmerecidas surgió a sus ojos, todas las esperanzas rotas y muertas resucitaron en unos celos muy
  • 43. 43 humanos; luego, de repente, más calmada, arrastró a su hermana aparte, y, muy emocionada, le dijo: –¡Hermanita, no me ocultes nada!.... ¿Amas a Lionel? Olga levantó sobre Cloé su límpida y casta mirada: –Sí, hermana… ¡lo amo! –¿Y él? –Él me ama también… –¿Por qué no habías aún hablado de ese amor? –¡Para no entristecerte con mi pena!... Fue Lionel quién me lo dijo: ¡No nos está permitido amarnos! –¿Lo crees culpable? La joven respondió vibrante: –¿Culpable? ¡No!... ¡Oh! ¡no!... Sé que la noche, en la que deseosa de abrigar el suplicio de un amor sin esperanza huí, vi- nieron a detenerlo… y que tú, el príncipe y uno de tus amigos lo salvasteis!... Ignoro de que se le acusa a Lionel… Nadie ha que- rido decírmelo, pero ¿creerlo culpable? ¡No! ¡No!... ¡Antes cre- ería más bien que no hay justicia sobre la tierra ni en el cielo! Entonces, la mayor de los Haut-Brion estrechó a la menor perdidamente contra su corazón: –¡Ámalo, Olga!... ¡Ámalo, mi hermanita querida! ¡Sois dignos el uno del otro!... El príncipe Vorontzow tomó aparte a lady Fenwick; la madre de Lionel salió por unos asuntos y Cloé y Olga se dirigie- ron en coche a la calle de la Santé, al hospital psiquiátrico de Sainte-Anne. Por lo común, un guardia recibía a los visitantes, y en el pabellón de las mujeres, una vigilante las llevaba junto a la Sra. Lagrange; pero, ese día, el director, advertido de la visita, hizo entrar a las dos hermanas en su despacho. Ellad se asustaron ante esas precauciones excepcionales. El director, con barba oscura, muy burócrata, las tranquilizó enseguida, y dirigiéndose a la mayor de las Haut-Brion:
  • 44. 44 –Señora, me complace anunciaros, así como a esta querida niña, que el doctor Thiercelin, médico jefe de la casa, ha consta- tado una sensible mejoría en el estado de la Señora Lagrange. –¡Mamá! ¡Mi pobre mamá!…. ¡Por fin curada! – exclamó Olga, estremeciéndose de alegría– La llevaremos con nosotras, ¿verdad, señor? –No, señorita, hoy no, pero pronto… El doctor Thiercelin va intentar ante vos una de esas experiencias que le sirven para establecer la progresiva curación del sujeto… ¿Quieren sentarse, señoras? Acercó a sus labios un cornete acústico: –Rogad al señor médico en jefe que venga a mi despa- cho… Eugène Thiercelin entró. Era un alto y apuesto anciano de figura delgada, fresca y rosa, de cabellos canosos, cayendo en bucles sedosos sobre el cuello de su chaleco negro; en su ojal, se veía una amplia roseta de la Legión de Honor, y, con sus gestos paternales y su buena sonrisa, encarnaba al clásico tipo de la vieja y honorable escuela. El médico en jefe dijo a Olga: –¿Me permitís dirigiros algunas preguntas relativas a vuestra madre, señorita? –Sí, señor doctor. –En vuestras anteriores visitas, la Sra. Lagrange no os ha reconocido nunca, ¿verdad? –Diculpe, señor doctor… dos veces durante algunos ins- tantes… luego volvía a caer en su noche… –Eso demuestra que la agudeza mental oscilaba y que el equilibrio comenzaba a hacerse en su cerebro… Vuestra madre nos ha sido enviada por el doctor Hylas Gédéon, calle de los Mathurins, cuyo informe constata en la enferma un delirio de persecución… ¿Es el doctor Gédéon el médico ordinario de la Sra. Lagrange? –Él la vio ese día por primera vez… Mi madre recibió una fuerte conmoción en la casa donde estábamos de visita… –¿De repente?
  • 45. 45 –Sí, señor, súbitamente. –Habéis dicho, señorita, al interno encargado de propor- cionar los cuidados a la señora Lagrange, que desde ya hacía tiempo vuestra madre tenía el espíritu enfermo, que la acosaban alucinaciones todas las veces que se le hablaba de un crimen que decía haber presenciado? –Sí, señor, una simple alusión a ese crimen la ponía fuera de sí… –¿Qué ocurrió en la casa en la que estabais de visita? –Viendo entrar a un caballero… al que no conocía… que jamás había visto, mi madre se levantó, con los ojos extraviados, completamente lívida, y gritó: «¡Asesino!... ¡Asesino!...» Y des- de ese día se volvió loca… –Eso es lo que el doctor Gédéon ha establecido en su in- forme… El señor acusado por vuestra madre es un amigo del doctor… En fin, ¡todo va bien! La señora Lagrange está más o menos curada… Se puede ahora hablar del crimen del bulevar Saint-Germain, sin temor a una peligrosa sobrexcitación cere- bral… Dentro de un instante intentaremos una prueba delante de vos, señora y ante el doctor Gédéon. –¿El doctor Gédéon? – preguntó lady Fenwick, mostrando un gesto de contrariedad. –¡Oh! ¡Simple formalidad de cortesía profesional!... Aun- que mi colega no se haya dignado a visitar a su enferma desde la entrada de la Sra. Lagrange en el hospital, tengo que invitarlo… Un empleado ha partido a buscarlo. Cuando llegue nos dirigire- mos juntos a la habitación de la Sra. Lagrange… Espero poder firmar el alta de la enferma mañana o pasado mañana… No ten- go necesidad de recomendaros los mayores cuidados, las mayo- res delicadezas… Una emoción fuerte podría derivar en una catástrofe… Lady Fenwick observó: –La Señora Lagrange vivirá en el campo, en casa de una de nuestras amigas, la condesa de Esbly. –Nada mejor podría convenir a nuestra enferma.
  • 46. 46 En ese momento el doctor Hylas Gédéon fue introducido por un hombre de servicio. Llegó con su sonrisa de cocodrilo, y le hubiese más gusta- do ver en su casa que en ese establecimiento, a la mujer de Re- ginald con la que esperaba contar algún día como una de sus ricas víctimas, para la extracción de los ovarios o incluso para practicar un aborto. –¡No me equivoco!... ¡Lady Fenwick!... ¡Ah! ¡Permitidme, señora, poner a vuestros pies mis homenajes! Se inclinó ante la Srta. Lagrange a la que no reconoció, sa- ludó al director del establecimiento e interpeló al doctor Thier- celin: –Mi querido colega, acudo a vuestra llamada, aunque las enfermedades mentales no forman parte de mi especialidad... No soy hombre de cerebros, como vos, yo soy hombre de vientres... En fin, aquí estoy… ¿De qué se trata? –De una enferma que nos habéis enviado, y de la que que- remos constatar su curación más o menos absoluta… Hylas puso cara de buscar en su memoria: –¿Cómo? ¿Yo os he enviado una enferma? ¡Es raro! ¡No me acuerdo! –La señora Lagrange. –¡Ah! ¡sí, muy bien! Ya sé ahora… En la comisaría de po- licía… ¿Realmente está curada? –Sí. –Entonces, si está curada, ¿por qué diablos me hacéis ve- nir, mi querido colega? –¡Por cortesía profesional! – declaró secamente el doctor Thiercelin, y si queréis vamos a verla, con lady Fenwick, su amiga, y la señorita Lagrange, su hija. El ovariotomista miraba a Olga y permanecía estupefacto. Había oído decir a la Plaçade que la joven estaba muerta, que- mada, en el incendio del Conejo Coronado y que ni siquiera se encontraron sus restos… ¿Cómo es que la veía ahí, entera y bien viva, al lado de lady Fenwick?
  • 47. 47 Sin embargo, el doctor de la sonrisa de cocodrilo no dejó vislumbrar su asombro y dijo a la jovencita: –Es cierto, señorita, os reconozco… He tenido el honor de encontrarme con vos en esa casa excelente de la Sra. de Sainte- Radegonde, el día en el que fui llamado para verificar la enfer- medad mental de vuestra madre… Perdonadme, señorita… Ese día estaba tan turbado… tan confuso… tan desolado… Ella recordaba haberse encontrado con el doctor Hylas ese día terrible, donde su madre, arrancada de sus brazos, había sido conducida y encerrada en el Depósito de la Comisaría bajo las órdenes de ese médico y de un comisario de policía! Y, desde ese momento, muy a menudo, por la noches, Gédeon se había levantado ante ella en un espantoso sueño, con su mandíbula de escualo, su barba hirsuta, su gran nariz, sus ojos incoloros y su hipócrita verborrea, y la niña consideró un mal presagio volver a encontrarlo en Sainte-Anne, cuando su madre iba a ser dada de alta después de tantas oraciones y dolor. Pero, Gédéon había sido llamado por el médico en jefe del hospital, y había que asumir su presencia. Cuando lady Fenwick y la Srta. Lagrange se alejaban, es- coltadas por el doctor Thiercelin y el ovariotomista, se encon- traron en el umbral del despacho del director a la baronesa Huguette de Mirandol. Vestida de negro, muy seria, la Sra. Don Juan iba a visitar en ese lugar a una de las víctimas del templo de Lesbos. La baronesa y Cloé intercambiaron un saludo, y la Sra. de Mirandol entró en el despacho del director. –Señora baronesa – le dijo el jefe del establecimiento, – lamento deciros que vuestra protegida no está mejor… Ayer, se le tuvo que poner la camisa de fuerza y aislarla… –¿Puedo verla, Señor, y aportar mi consuelo a esa desdi- chada? –Voy a informarme… Después de comunicarse con el cornete acústico, declaró: –Se os va a conducir, señora baronesa… ¿Seréis prudente? –Sí, Señor director…
  • 48. 48 La Sra. Don Juan siguió el camino ya recorrido por las dos hermanas, y como otras visitantes, se le ahorró, tanto como era posible, el contacto con las internas; pero, sin embargo, para llegar al pabellón donde la Sra. Lagrange ocupaba una habita- ción vecina de la de la lesbiana, Huguette debió atravesar unos patios, pasillos, subir escaleras, y codearse con desgraciadas e inofensivas criaturas que la saludaban con palabras insensatas y risas ingenuas. ¡Oh! ¡Qué diferencia entre las visitantes en ese mismo camino de desgracia! ¡Qué piedad para las primeras! ¡Qué vergüenza para la otra! ¡Las hermanas de Haut-Brion acababan de abrazar y con- solar a una víctima de la fatalidad, y la Sra. Don Juan iba a ver su obra, su obra sacrílega, su obra abominable! Al fondo de un corredor, los dos grupos se juntaron, y mientras la baronesa, precedida de una vigilante, se dirigía hacia un número del pabellón, el doctor Thiercelin detenía a su cortejo en el vestíbulo de otra habitación: –Señoras, el doctor Gédéon y yo, al principio estaremos solos con la enferma, y vos tendréis que esperar aquí… Cuando yo pronuncie muy alto, las palabras: «¡vuestra hija!», vos entrar- éis… Os ruego que me obedezcáis en interés de la curación de la señora Lagrange… Por lo demás, levantaré la cortina de la ven- tana y, desde vuestra situación podréis vernos y escucharnos… Y mientras detrás del espejo ciego, lady Fenwick y la Srta. Lagrange, ansiosas, acechaban la llamada del doctor, la Sra. de Mirandol se encontraba enfrente de una antigua amiga. ¡Oh! ¡Qué cambiada estaba la pequeña rubia que fue una de las sirvientas de amor de la gran Huguette! ¿Cómo reconocer en esa máscara agitada, transformada, en esos ojos rojos, en esa cabellera despeinada, el rostro encantador de Rose Léris, una de las estrellas de las Fantasías Parisinas? –¡Hola, Huguet, hola!– dijo la desdichada. Luego, de pronto, amenazadora: –¡Es la Mirandol! ¡Es la Sra. Don Juan!... ¡Ella me ha ro- bado el corazón!.... ¡Detenedla!.... ¡Detened a la zorra! ¡Detened
  • 49. 49 a la infame! ¡Detened a la devoradora de mujeres!... ¡Ella me ha robado… robado… robado mi corazón!... –¡Querida! – gemía la baronesa, en lágrimas. Y, Rose aullaba siempre: –¡Al cadalso con la Sra. Don Juan!... ¡Me ha robado… ro- bado… robado mi corazón! Huguette, fuera de sí, salió de la habitación y ya, cerca de su coche, decidió esperar el regreso de lady Fenwick y de esa niña rubia que le recordaba a Emma, su nuevo ídolo. Los médicos habían entrado solos en la habitación de la enferma, y las dos mujeres, esperando en la antesala, pudieron ver, a través de la ventana tintada, a la Sra. Léonie Lagrange sentada sobre un sillón y tricotando. A pesar de sus cabellos más canos debido a todo lo que había pasado, la segunda marquesa de Haut-Brion parecía reju- venecida, con una tez menos crispada, ojos tranquilos, y nada anormal parecía turbar ese rostro dulce y serio. A la entrada del doctor Thiercelin, levantó la cabeza, y viéndolo seguido del otro personaje, miró largo rato a Hylas Gédéon. –¿Y bien, querida señora – pronunció el médico jefe – ¿cómo estáis esta mañana? –Mejor, doctor, os lo agradezco…. ¿No estáis solo? –No… ¿Reconocéis a este caballero? La Sra. Lagrange seguía observando a Gédéon, y él, de pie, cerca de la chimenea, donde ardía un fuego de madera, le dirigía su espantoso rictus. Ella balbuceó: –No, doctor… no del todo… ¿Uno de vuestros colegas probablemente? –Sí… Miradlo bien. –Jamás había visto a este caballero antes de hoy… El ovariotomista tomó la palabra: –Señora, tuve el honor de ser llamado a su lado en una cir- cunstancia dolorosa… ¿Recuerda?
  • 50. 50 Léonie seguía observándole, y sus cejas fruncidas, las arrugas de su frente, la fijación de sus pupilas, anunciaron que estaba realizando un laborioso esfuerzo para acordarse. Al cabo de un instante, murmuró: –Vuestra cara, señor, no me es extraña… Recuerdo habe- ros visto… antaño… como en un sueño. Thiercelin se sentó a su lado y, tomando su mano entre las suyas, dijo dulcemente. –No lo intentéis más, Señora; no os fatiguéis en averiguar- lo… Se os dirá lo que ignoráis… Sois fuerte y valiente, ahora; ya no tenéis fiebre… –Es cierto, me siento revivir, y os debo… os deberé salir de la tumba. –¿Queréis responder a algunas preguntas que tal vez os parezcan… extraordinarias? –Preguntad, querido doctor, – sonrió la madre de Olga… estoy lista… –¿Recordáis haber estado enferma? Ella guardo un momento de silencio, luego declaró: –¡Sí… he estado loca! El médico jefe continuó con benevolencia: –Hablad, señora… –Sí, he estado loca!... Si no hubiese estado loca ¿por qué me habrían de encerrar en Sainte-Anne?... ¡Pero lo que sé, lo que juro, es que estoy curada!... ¡Oh! ¡ya nada tenéis que temer por mi razón!... ¿Queréis saber la causa de mi locura, doctor? Voy a decírosla… Solamente, dejadme recordar… La memoria todavía vacila… Thiercelin se inquietaba: –Señora, no os sobrexcitéis. Se produjo un gran silencio durante el cual la Sra. Lagran- ge puso sus ideas en orden, y fue con una angustia profunda que el médico jefe vio a la interna sumirse en esa contención de espíritu que le había impresionado tan alarmantemente cuando ingresó. Sin embargo, no quiso turbar su meditación. Bruscamente, ella exclamó, radiante:
  • 51. 51 –Doctor, ¡ya recuerdo!... ¡ya recuerdo!... Y sin embargo, había olvidado todo… todo… ¡hasta mi nombre!... Mi hija bus- caba trabajo… un empleo de lectora.. y, tentada por un anuncio de periódico yo la acompañé a la calle Notre-Dame-de- Lorette… a casa de… sí… ¡Eso es!... ¡eso es!... a casa de una mujer… una malvada mujer… y hete aquí que mientras hablá- bamos… un hombre entró… y en ese hombre reconocí… al ase- sino… un asesino que había visto en acción… hundiendo un puñal a una vieja dama… El doctor Gédéon se alzó de hombros, y dijo en voz bajo al médico jefe: –Estáis equivocado, mi querido colega;¡ esta pobre idiota todavía necesita vuestros cuidados! –¡No! ¡Al contrario, creo que la Señora Lagrange se ex- presa con una lucidez perfecta! Y a la marquesa de Haut-Brion: –Continuad, Señora. –Ese crimen al que asistí desde mi ventana, cuando vivía- mos en una habitación que daba a los jardines del palacete le Goëz, en el bulevar Saint-Germain, me hizo perder la razón… En nuestra vivienda, en un hotel amueblado, del bulevar de la Villette, tenía alucinaciones durante las cuales creía volver a ver la escena del crimen... Esas ausencias no duraban más que algu- nos instantes, y volvía a retomar, sin problemas, mi vida nor- mal… Pero ese día, viendo aparecer de pronto al hombre de la barba rubia, mi razón se extravío, y, después… ya no recuerdo más… –¡Historias demenciales! – dijo con sorna Gédéon – ¿Y me hacéis venir a Sainte-Anne para escuchar semejantes idiote- ces? El doctor Thiercelin, muy rudo, dijo: –Historias demenciales que tal vez os interesen, Señor, pues parecéis muy alterado. Él se volvió hacia la convaleciente: –Señora, no tenéis más que hacer una cosa. Dentro de al- gunos días, mañana tal vez, saldréis de aquí, y vuestro deber es
  • 52. 52 ir a hablar con el Procurador de la República y solicitarle un careo con el hombre de la barba rubia al que suponéis un asesi- no… –¡Oh! ¡no lo supongo!... ¡Estoy segura! ¡Lo reconocería entre mil! –¿Sabéis su nombre, Señora? –No, pero conozco la casa donde lo encontré, en la calle Notre-Dame-de-Lorette… –¡Eso bastará! Veréis al Procurador de la República. Se investigará al hombre que acusáis; se os confrontará con él, y luego la justicia hará su deber. Gédéon, inquieto por su amigo La Plaçade, intentó un último esfuerzo: –¿Entonces, va en serio, vais a poner a esta mujer en liber- tad? –Mañana, estará con su familia… –Asumís una gran responsabilidad, doctor. –¿Por qué?... Está curada, y, además, como médico jefe no tengo que recibir lecciones de nadie... ¡Ocupaos de vuestros vientres, doctor Gédéon! Os he hecho venir por deferencia pro- fesional para mostraros la curación absoluta de uno de vuestros enfermos… ¿Dudáis?... ¡Yo afirmo y decido!... ¡Id a enredar en vuestras entrañas, Señor, y dejadme a mí mis cerebros! Hylas Gédéon bajó la cabeza, peo no quiso abandonar su lugar y se refugió en una esquina de la habitación. El médico jefe del hospital preguntó a Léonie, y bastante alto para ser es- cuchado en la habitación contigua: –Ahora, querida señora, ¿Queréis abrazar a vuestra hija? Ella respondió, muy alegre: –¡Mi hija!.... ¡Oh! ¡Sí! ¡Hace tanto tiempo!... La Sra. Lagrange no recordaba que, durante su locura, Ol- ga había venido a pasar largas horas a su lado. A la señal del médico jefe, las dos hermanas entraron en la habitación, y Olga se precipito hacia la segunda marquesa de Haut-Brion: –¡Madre!... ¡madre querida, abraza a tu hija!
  • 53. 53 Léonie sollozaba: –¡Olga! ¡Olga! ¡Qué feliz soy! –¿Me reconoces, madre? –¿Qué si te reconozco, mi Olga? ¡Oh! sí, te reconozco y te adoro! ¡No nos dejaremos nunca más!... Ahora soy fuerte, bas- tante joven todavía para trabajar!... Trabajaremos las dos, mi Olga, y si la miseria regresa, pues bien, lucharemos juntas contra la miseria. –¡La miseria no volverá, mamá! – exclamó la joven – Te- nemos protectores, ángeles guardianes que velan por nosotros… Ella mostró a lady Fenwick: –¡De entrada ella! ¡Mírala! ¡Es tan buena como bella! Cloé dijo a la madre de Olga: –Hoy me llaman lady Fenwick, Señora, pero he nacido Cloé de Haut-Brion… –Yo también me llamo de Haut-Brion – murmuró la Seño- ra Lagrange. La ex cantante callejera estalló: –¡Es mi hermana, la hija mayor del marqués Emmanuel, mi padre! –¡Y a partir de ahora, Señora – añadió Cloé – tendréis dos hijas en lugar de una para amaros y serviros! La Sra. Lagrange, vencida por la emoción, se libró a filia- les besos: –¡Ah! ¡Es demasiada felicidad!.... ¡Sueño! –¡No! ¡no! Señora – dijo Thiercelin, radiante – ¡habéis despertado y estáis curada!... Mañana, hacia las tres, Señorita Lagrange, podréis venir a buscar a vuestra madre… –Vendré con la señora condesa de Esbly, y llevaremos a mamá a Chaville, donde vivimos, esperando nuestra próxima partida para el castillo de Esbly, en l’Oise… –¿La condesa de Esbly? – preguntó la Señora Lagrange – ¿Quién es? –Nuestra otra benefactora, mamá… Ya te explicaré todo, y verás también a un gran amigo, el príncipe Vorontzow.
  • 54. 54 Nadie prestaba atención al doctor Hylas, retirado como una araña en su tela en un rincón de la habitación; pero, muy atento, no perdía ni una palabra de la conversación. El doctor Thiercelin lo percibió y le dijo: –¿Por qué estáis todavía aquí, señor? El otro respondió sardónico: –¡Me olvidaba con tantas emociones!... ¡Esta pequeña es- cena familiar me ha llegado al fondo del alama!... ¿No me nece- sitáis más? –¡En absoluto! –Regreso a mi clínica… ¡Es extraordinario en este mo- mento lo que dan los vientres! Gédéon se alejó y se hizo conducir a la calle de Atenas, a casa de su amigo La Plaçade. Sobre la acera, delante de las puertas de Sainte-Anne, la Sra. de Mirandol, vio salir a las dos jóvenes y dijo a Cloé, de- signando a Olga: –¿Es vuestra lectora, querida lady? –No, baronesa, es mi hermana. Y Cloé la presentó, graciosa: –La Señorita Olga Lagrange de Haut-Brion… La Señora don Juan, con el monóculo en el ojo, murmura- ba: –¡Es encantadora!... Me aburriré sola en mi cupé… ¿Me autorizáis, bella lady, a subir en vuestro landau? –Con mucho gusto, baronesa. Las tres se instalaron, y Huguette dio a su cochero la orden de seguir el coche de lady Fenwick. Desde la calle de la Santé al bulevar Malesherbes, la gran enamorada, que olvidaba a la pobre Rose Léris, la loca de Sain- te-Anne, se mostró amable, espiritual, elocuente. Sin embargo, a pesar de sus deseos de lujuria, no se atrevió a renovar sus propo- siciones galantes a lady Fenwick, ni comprometerse con una escaramuza ante la joven rubia, y regresó a su palacete, siempre obsesionada por la imagen de Emma, la virgen de Chaville.
  • 55. 55 ¿Y Mathilde Romain? Desde luego, a los ojos de la Sra. de Mirandol, Venus no carecía de encantos, pero también tenía una íntima afección, muy desagradable, una leucorrea2 , y Huguette se alejaba de ella aplicándole ese cuarteto del conde de Maure- pas dedicado a la marquesa de Pompadour: La Mathilde tiene muchos encantos, ¡Sus rasgos son vivos, sus gracias son francas! y las flores nacen bajo sus pasos; Pero, por desgracia, ¡son flores blancas! El doctor llegó a la calle de Atenas. Ahora bien, esa mañana, el vizconde Arthur de La Plaça- de, solo en su apartamento y sentado ante la elegante mesa de despacho, acababa de escribir una carta. El gran rubio parecía muy preocupado; nada iba bien, des- de su ruptura con lord Reginald Fenwick, y escribía a su noble amigo para intentar una reconciliación financiera… ¡Más dine- ro! ¡Más crédito! Las deudas comenzaban a ser amenazadoras… Seguramente un negocio podría resolver sus problemas: su matrimonio con Olympe de Sainte-Radegonde, pero esa pers- pectiva todavía le horrorizaba, y antes de llegar a esos extremos quería intentar un acercamiento con Fenwick y hacer chantaje a la baronesa de Mirandol. En efecto, la carta robada a la Cría-Reseda en su camerino de las Fantasías Parisinas, costaría cara a la Sra. Don Juan, si esta soñaba con convertirse en princesa Vorontzow. En el ámbito «Amor», el aristócrata no era más feliz que en el ámbito «Dinero»: la Sra. Perrotin ya estaba harta de él; ponía incandescente a la condesa de Louqsor… Esta millonaria 2 Leucorrea o secreción blanca, se trata de una infección vaginal que presenta una pequeña cantidad de material mucoide blanco en la vagina que es el resultado de la descamación y acumulación de células epiteliales. (N. del T.)
  • 56. 56 era una esperanza, pero por desgracia una esperanza que reco- noció ilusoria ante el último Gigoló, su amante titular. Oh! ese marques Achille de Artaban, ese Último Gigoló, cómo lo evidiaba, cómo lo odiaba, cómo le gustaría enviarlo a todos los diablos! Independientemente de que no le perdonaba la corrección recibida en el hotel Metropole de Marsella, el rufián en levita veía en el Último Gigoló a un aguafiestas, incapaz de comprender a la mujer, instrumento de amor, como un ser esen- cialmente proporcionador que siempre reporta algo... ¿Quién sabe? Tal vez, sin ese Achille, Cloé hubiese vuelto a ser su amante… Desde algún tiempo atrás, el aristócrata había dejado cre- cer su barba de oro; y, al igual que Sansón, esperaba vencer por su cabellera imaginando que en su barba residía el secreto de su absoluto poder. Era hábil con las mueres y torpe con el sodomita activo Reginald. Arthur ocultó la nota que acababa de escribir y llamó a su criado: –Benoit, lleva esta carta de inmediato a lord Fenwick a su palacete de los Campos Elíseos; espera respuesta. Alguien llamaba. Benoit fue a abrir, e introdujo al doctor Gédéon. Acto se- guido se apresuró a cumplir las órdenes de su amo. En su despacho, el aristócrata rompió a reír ante la lúgubre cara de Hylas: –¿Qué os sucede, doctor? ¿ Venís de coser un vientre al revés? –¡Cuando sepáis lo que traigo, no estaréis tan jovial, ami- go mío! –¡Oh! ¡oh! –¿Tendríais algo que temer si os encontraseis un día en presencia de esa mujer que hemos hecho internar en Sainte- Anne y que va a salir de allí curada? –¡Absolutamente nada, doctor!
  • 57. 57 –¡Mejor, amigo mío, mejor! ¿Entonces os es igual ser ca- reado con ella ante la justicia? A pesar de su fuerza de carácter, Arthur balbuceó con voz estrangulada: –¡Explicaos Gédéon! –Esta mañana he sido llamado a Saint-Anne por mi cole- ga, el doctor Thiercelin, médico jefe… He visto y escuchado a la Señora Lagrange; acusa siempre a un rubio alto que se encontró en casa de Olympe de Sainte-Radegonde, de ser el asesino del la Señora Le Goëz, ¡y ese gran rubio sois vos! –¡Bah! ¡Está loca! – gruñó La Plaçade, queriendo tranqui- lizarse a sí mismo. –Una loca que ahora razona tan bien como vos y yo. El aristócrata tomó al ovariotomista por la solapa: –¡Gédéon, contadme todo!... ¡Quiero saberlo todo! –¿Lo veis? ¡Algo teméis! –¡No, pero responded! –¡He venido aquí para poneros en guardia y ayudaros! ¿Qué deseáis de mí, vizconde? –¡El medio de retener a esa calumniadora en Sainte-Anne! –Os lo he dicho y os lo repito: ¡está curada, absolutamente curada!... el doctor Thiercelin está dispuesto a firmar su alta… Arthur lo miró a la cara: –¿Ese doctor Thiercelin es incorruptible? –¡Incorruptible! –¿Y poniendo precio? –¡No obtendríais nada de él y os arriesgaríais a ir a la cárcel! –¿Cuándo debe salir del hospital la Sra. Lagrange? –Mañana, a las tres de la tarde. –No sola, evidentemente… –No, acompañada de su hija y de la condesa de Esbly. –¿Su hija? ¿Me tomáis el pelo?... ¡La Señorita Olga La- grange murió en el incendio del Conejo Coronado!
  • 58. 58 –Está viva; le he hablado… la Señorita Lagrange estaba en Sainte-Anne, esta mañana, en compañía de vuestra antigua amante, lady Fenwick. El rufián en levita buscaba el misterio y la relación entre todos estos nuevos problemas: –Hylas, ¿afirmáis que la Señorita Olga Lagrange se encon- traba en el hospital psiquiátrico con lady Fenwick?... ¿Se cono- cen? –¡Son hermanas! –¿Entonces, la hermana perdida de la que Cloé siempre hablaba, es la señorita Lagrange? –Naturalmente. –¿Y la condesa de Esbly que pinta en esta historia? –La señorita Olga vive en casa de la condesa. A estas alturas, Arthur olvidaba toda prudencia ante el amenazador peligro: –¡En nombre de Dios! ¡La vieja Lagrange va a salir y a hablar!… ¡Estoy perdido! Gédéon lo observaba, sonriendo con su sonrisa de cocodri- lo, y el buen doctor estaba contento de haber penetrado por fin en el secreto del vizconde. Se le acercó, paternal: –Vamos, vamos, mi buen Arthur, ¡hacerse malasangre es inútil y peligroso!... ¡Hay remedio para todos los males!... ¡Soy médico; debo saberlo! ¡Animo, vizconde, un poco de energía!... ¡Sería idiota desesperar cuando uno no tiene más que una vieja dama entre sí y la felicidad! La Plaçade se recuperaba: –Tenéis razón, doctor… ¡Hay que actuar! Hylas objetó, pérfido: –¿Cómo… tengo razón?... ¡No he dicho nada! –¿Vos no me traicionaríais, verdad? –¿Traicionaros, querido?… Pero si no sé nada… No quie- ro saber nada. Y además, ¿qué interés tendría en una traición? Esta hipocresía había exasperado al rufián en levita.
  • 59. 59 –¡Pongamos las cartas sobre la mesa! – dijo. – Yo, viz- conde Arthur de La Plaçade, asesiné a la Señora Le Goëz, y vos, doctor Hylas Gédéon, habéis envenenado a vuestra primera es- posa; habéis operado abortos en Blanche Latour y otras actrices que fueron amigas mías… Una de vuestras clientas, la marquesa de Horn, ha muerto en vuestro quirófano, y si yo voy a la cárcel o al cadalso, ¡vos me seguiréis! Al principio, Hylas se dejó llevar; pero, La Plaçade daba explicaciones muy claras, y los dos hombres – en nombre de sus cadáveres – se juraron ayuda recíproca. Al día siguiente, a las tres de la tarde, la condesa de Esbly y Olga fueron a recoger a la Sra. Lagrnage en Sainte-Anne y la hicieron subir en un coche para conducirla a Chaville. El Sr. Eugène Thiercelin, el buen doctor, despedía a la li- berada: –Señora, estáis curada… Nadie más que yo está feliz, y ahora tenéis el deber de denunciar al gran rubio a la Justicia. –Sí, señor doctor, – respondió – es mi deber y pronto soli- citaré una audiencia con el Señor Procurador dela República… ¡Adiós y gracias! Se pusieron en camino. La hermana de Cloé estaba eufóri- ca y la madre de Lionel, feliz de su alegría y de la libertad de la Sra. Lagrange, segunda marquesa de Haut-Brion, entreveía la liberación del otro, – del exiliado– y su dicha era mutua. En la calle de la Santé se produjo un atasco de vehículos, y en un cupé del círculo, la Sra. Lagrange reconoció, al lado del doctor Gédéon, al vizconde de La Plaçade. En el temor de que la liberada cambiase de opinión y se dirigiese inmediatamente a la Fiscalía, el rufián en levita la se- guía, con el deseo de crear incidentes en el camino y asesinar al testigo de su crimen durante la noche, en la casa de Chaville. A la vista del asesino de la Sra. Le Goëz, Léonie experi- mentó un estremecimiento; sus ojos se abrieron desmesurada- mente y exclamó: –¡El!... ¡El!... ¡El gran rubio! ¡El asesino!... ¡El asesino!... ¡El asesino!...
  • 60. 60 Pero ya, La Plaçade había saltado fuera del cupé y desapa- reció entre la multitud. Mientras tanto Gédéon se acercaba a las viajeras. –¿Y bien, que hay querida Señora?– dijo el médico –¿Soy yo el gran rubio? La madre de Olga gritaba, se volvía amenazadora; unos hombres la trasladaron a una farmacia, y al doctor Thiercelin, mandado llamar a toda prisa, Gedeon le manifestó con cinismo: –¡Yo estaba solo en mi cupé!… ¡Esta desdichada me tomó por el gran rubio!... ¿Veis que todavía está loca, que está más loca que nunca? Y se alejó, mientras que, a orden de Thiercelin, se volvía a llevar a la Señora Lagrange, a Sainte-Anne… Entonces, informado sobre el estado de la enferma, y ben- diciendo a la naturaleza que se unía a los seres para acudir en su ayuda, el chulo evolucionó hacia nuevos horizontes. La respuesta de lord Fenwick aunque había sido pobre, se tradujo en una limosna de algunos luises. Arthur esperaba que le saliese mejor el chantaje que iba a infligir a la Sra. de Mirandol, novia del príncipe Vorontzow. Amenazaría a la baronesa con publicar su carta a Jeanne en el Tonnerre Parisien, y la lesbiana, mujer de mundo, se apre- suraría a comprar su declaración. ¡La Sra. Don Juan no quería escribir más, pero deseaba seguir amando! Ahora bien, si para un vicioso o viciosa, es fácil – con di- nero – alejar a los Plaçade, los viciosos deben batallar contra los de Artaban – con su belleza y su gracia. Para añadir interés al espectáculo del eterno Triunfo de Venus, La Temperie exhibía, en el último acto, seis jóvenes y rubias bailarinas americanas, las hermanas Arrisson, también llamadas «Vientres hambrientos». Una noche, Huguette vio como el Sr. de Artaban se iba con Maud, una de las bailarinas.