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MORFINA
Jean Louis Dubut de Laforest
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Título original.- Morphine.
© Jean-Louis Dubut de Laforest. París 1891
© José Manuel Ramos González por la traducción del francés.
Pontevedra 2013
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AL PROFESOR CESARE LOMBROSO
Al ilustre autor de « l’Uomo delinquente » y de « Genio e
Follia »
Al maestro que me ha dado la más grande fortuna y la más
hermosa gloria que pueda soñar un escritor, comentando mis libros, y especialmente: «Le Gaga» en sus lecciones de antropología
criminal.
Yo dedico esta novela.
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I
Una noche de noviembre de 1889.
En el café de la Paz, en una de las pequeñas salas, cálidas y acogedoras, cuyas
puertas dan a la plaza de la Ópera, el reloj de péndulo marcaba las once, cuando Jean de Fayolle, golpeando el mármol con su última ficha, la de la victoria, anunció:
«¡Dominó!»
Fayolle, capitán del décimo quinto batallón de coraceros, un joven y apuesto
mozo de bigotes pelirrojos, ocupaba una esquina de la banqueta de rojo terciopelo, y
a su derecha y delante de él, se encontraban sus adversarios: el mayor Edgard Lapouge, un rubio alto, de un rubio pajizo, con grandes ojos azules muy expresivos,
detrás de un binóculo de oro; – Arnould-Castellier, director de la Revue militaire,
con unos cabellos canos adquiridos en los estratos inferiores, siempre bajo órdenes,
y a pesar de la timba y las mejillas rubicundas, tratando de luchar contra el abotargamiento civil y dándose aires de mantenerse activo mediante sus gestos bruscos, su
voz agria y sus bigotes blancos y relucientes.
–¿Y Pontaillac, vendrá, sí o no? – preguntó el mayor.
–Vendrá, – respondió Fayolle.
–¡Nunca!... ¡Olvidaos de Pontaillac! – intervino desde la mesa contigua el lugarteniente Léon Darcy, moreno y gentil coracero, igualmente del decimo quinto batallón, que fumaba un sherry-glober, escuchando las divertidas historias de dos prostitutas sentadas a su lado.
–¿Qué sabes tú, Darcy? – dijo el capitán.
–Pontaillac está en la Ópera, y no se aburre, en un palco entre columnas,
¡acompañado de una mujer encantadora!
–¿La marquesa de Montreu? – preguntó Arnould-Castellier.
–¡Exactamente!
El capitán de Fayolle encendió un cigarro:
–¡Estás loco, Darcy! Nuestro bravo Pontaillac no tiene más que ojos y oídos
para la Stradowska, y tiene buenas razones: la gran artista rusa es un bocado de reyes, ¡quiero decir de capitán de coraceros!
–¡Pontaillac tiene agallas para mantener dos amores! – insistió el lugarteniente.
–¡Tres!– gruñó el mayor Lapouge.
–¿Cómo, tres?
–Olvidan, caballeros, la más querida de sus amantes, la más pérfida y la más
peligrosa.
–¿Qué es…?
–¡La morfina!
A esa palabra de «morfina», las dos mujeres que divertían a Léon Darcy, se
acercaron a los jugadores, pero el mayor no quiso dar ninguna explicación.
Pronto, la partida volvió a comenzar, y no se oyó otra cosa que voces graves y
altisonantes, con los comentarios de los jugadores y el ruidoso choque de las fichas
de dominó sobre la mesa de mármol.
Léon Darcy dedicaba palabras galantes a las dos prostitutas de alto nivel, para
alegría de la morena Thérèse de Roselmont y la rubia Luce Molday, ambas muy
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amables y cariñosas, la primera vestida de rojo, la segunda de azul, deslumbrantes
con profusión de diamantes.
El joven oficial y las cortesanas hablaron de la Stradowska, de la que todos los
periódicos constataban el éxito como mujer y como artista. Venía de San Petersburgo, de su país; allí, acababa de seducir a grandes duques, y poseía unos tesoros inestimables en su palacete de la Villa-Saïd: tal era la leyenda que circulaba por París.
–¿Y el capitán de Pontaillac es el amante de esa mujer? – susurró Thérèse al
oído de Léon.
–¡Claro que sí!
–¿Entonces es muy rico?– dijo Luce.
–Bastante… Doscientas mil libras de renta.
–¿Es guapo?
–¡Mira y juzga! –concluyó Darcy, señalando al hombre que entraba.
–¡Ah! ¡Aquí está Pontaillac! – exclamaron Fayolle y Arnould-Castellier.
Y mientras el conde Raymond de Pontaillac estrechaba las manos de sus amigos, las dos prostitutas lo observaron, invadidas por una sensación inédita que las
sacudía en su sopor de comerciantes venales y las pinchaba con un deseo lujurioso,
arrojándolas fuera de sí mismas.
Tenía treinta años; era alto, con amplios hombros, un torso sólido, un rostro
bronceado, cabellos morenos y cortos, de negros y voluptuosos bigotes, una nariz
evocando el recuerdo de los Valois, labios de carne rosada, bonitos dientes y unas
extremidades delicadas para un cuerpo tan robusto: bajo sus espesas cejas, sus grandes ojos castaños brillaban como dos tizones, y, tanto era así que se inmovilizaban
en un rayo ardiente y fijo, en la casi sobrenatural luz de los hipnotizados. Debajo de
una pelliza de rico forro, el traje, el chaleco a medida y el pantalón negro revelaban
formas de atleta, y el blanco cuello de la camisa – la fina coraza mundana – hacía
soñar a las damas con otra coraza de metal en las deslumbrantes blancuras de las
sábanas.
Todo en él denotaba la piel y el alma de un macho, y sin embargo la maravillosa musculatura se agitaba y temblaba bajo un imperceptible tic nervioso, no como
un joven arbusto al empuje de la savia, sino como un árbol antaño bien plantado,
bien florido, y que devoran los gusanos en su primavera.
Sentado cerca del camarada Fayolle, Raymond de Pontaillac permanecía serio,
indiferente al juego de dominó y a todas las proposiciones de francachelas nocturnas.
–¿Una partida a cuatro? – le dijo el mayor; – ¡yo gano todo lo que quiero!
–¿Qué es lo que me propones? ¡No me interesa tu dichosa partida!
Un camarero se acercó, preguntando que deseaba.
–¡Nada!... ¡Ah! sí… un vaso de agua!... ¡Me muero de sed!
Cuando el capitán de Pontaillac hubo dado cuenta del vaso de agua, se sumergió en la lectura de Le Soir, y las dos prostitutas no pudieron impedir decir al lugarteniente:
–¡No es muy divertido, tu amigo!
–¡Parece que no!
Una vez la partida se terminó, Jean de Fayolle quiso divertir a Pontaillac. Le
indicaba una sala vecina y detrás de un espejo esmerilado, a un viejo caballero, muy
conocido entre los oficiales y, según su costumbre, poniendo al día el Annuaire militaire.
–¡Qué paciencia, eh!
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–Me dan ganas de estrangularlo.
–¡Oh! ¡Raymond!
–¡Una desagradable historia que nosotros contaríamos!– dijo Thérèse, riendo.–
¡Mi capitán, usted se comería de un solo bocado a ese hombre!
–Y estarías equivocado, Pontaillac – declaró Arnould-Castellier. El corrector
es uno de nuestros mejores amigos…
–¿Qué quieres? Estoy de un humor de perros que no puedo contener y cuya
causa ignoro.
–Yo la conozco – afirmó el mayor, que erigía las fichas del dominó en forma
de torre Eiffel.
–¡Tonterías!... ¿La morfina, no?
–Pues bien, sí, ¡la morfina!... ¡La morfina te está matando, Pontaillac!
–¿Matarme? ¡Vamos, hombre! Cuando eso me haga daño, lo dejaré de inmediato…
–Será demasiado tarde; ¡ya no podrás parar!
–Es posible, porque lo que hace sufrir no es tomarla, sino no tomarla.
–¿Lo ves?
Jean de Fayolle pidió champán, y, a pesar de las invitaciones de los compañeros y las sonrisas de Thérèse y de Luce, Raymond se dedicó a vaciar dos vasos de
agua.
Bruscamente, la torre de ébano y marfil del mayor Lapouge se desmoronó, y
las fichas rodaron con estrépito sobre el mármol.
–¡Eres estúpido!–gritó Pontaillac.
–Gracias, capitán… ¡Muy amable, en verdad!
–Perdón, mayor, perdón, amigo mío, estoy tan enervado que el menor ruido
me exaspera…
–¡Ah!¡las consecuencias de la morfina! ¡Es ella la que te irrita!... ¡Pontaillac,
acabarás enfermando!
–Te equivocas, mayor. ¡Necesito mi inyección, eso es todo!
–Toma una copa de champán, eso será mejor – dijo Fayolle.
–¡Claro! ¡claro que sí! – animaron los demás.
–¡Brindemos por nuestros amores, capitán!–suspiró Thérèse.
Con un gesto, Raymond apartó la mano de Luce, que le tendía una copa espumosa.
Thérèse había tomado maquinalmente unos periódicos ilustrados y contemplaba un retrato de Christine Stradowska, la diva ilustre, la bella amante de Pontaillac. Este, cansado de luchar contra una obsesión, se había agachado, y tras levantar
la pernera de su pantalón y bajar un calcetín de seda, se inyectó en la pierna una dosis de morfina.
Cuando se levantaba, Luce Molday vio un objeto brillar en su mano, y se apoderó de él, muy risueña.
–¡Ah! ¡qué bonita jeringuilla!
–¡Dame eso!
–¡No! ¡no!
Y pasó al doctor la pequeña jeringa de Pravaz1 cuya aguja todavía estaba adherida.
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Jeringa de Pravaz Se trata de la primera jeringa inventada para la administración de inyecciones hipodérmicas, en la que el tallo del émbolo estaba graduado. Se llama así en honor a su inventor, el doctor
Charles Gabriel Pravaz (1791-1855)
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–¡No voy a devolvértela, capitán! – ¡Voy a destrozarla bajo mi talón! –
vociferó Lapouge, de pie.
–No te molestes mayor; ¡la dosis ya está inyectada! ¡Hay otra Pravaz en mi
bolsillo y tengo catorce en casa!
Entonces, Lapouge observó a Pontaillac. Le parecía metamorfoseado, pues si
para las demás miradas, el capitán había conservado, bajo las apariencias de un pesar amoroso, un porte extraordinario, – solo la mirada del mayor acababa de advertir
los temblores furtivos del morfinómano. Al mismo tiempo que los ojos perdían su
inquietante fijeza, la voz, antes muy ronca, sonaba en vibraciones de puro cristal; el
gesto, antes incierto, como incierto el caminar, recuperaba su mesura, su fuerza, su
encanto.
–¡Maravillosa! –balbuceaba el mayor que no se atrevía a destruir la Pravaz.
Raymond hizo los honores de una nueva botella de champán; bebió como un
auténtico cosaco. Luego, a ruego de Thérèse de Roselmont, explicó como se había
convertido en morfinómano.
Con motivo de las guerras del Tonkin, nuestros cirujanos calmaban los dolores
de los heridos con inyecciones de morfina, así como antaño los doctores alemanes
en Sadowa y en Gravelotte.
Uno de los camaradas de Pontaillac, un oficial de artillería, horriblemente mutilado, había sido aliviado por la Pravaz, y cuando Pontaillac, herido en duelo, recibió la visita del oficial de artillería, este le alabó el método estupefaciente, las inyecciones hipodérmicas de Wood, médico inglés: Raymond las usó, se encontró bien, y
ahora empleaba la morfina contra toda sensación anormal.
–No comía, no dormía, no bebía: ¡Una inyección! Como, duermo y bebo…
Estaba triste; ¡estoy alegre!
–¿Y… el amor? – preguntó tímidamente Luce Molday.
–¡Oh! querida, el amor, en eso como lo demás, ¡se ha calumniado a mi diosa!
Explicó el origen del veneno y la manera de no servirlo liquido, extrajo de su
bolsillo un pequeño joyero donde, sobre un lecho de terciopelo negro, dormía la
Pravaz, una hermana de la amiga confiscada por el mayor Lapouge: al lado de ella,
paralelamente, brillaban dos agujas de acero, y en el fondo de la caja se enrollaba un
ovillo de hilo de plata tan tenue como un cabello; a continuación, mostró el pequeño
frasco, el guardián del incomparable tesoro.
Luce preguntó:
–¿La aguja hace mucho daño?
–No. – respondió el capitán.
Y como se encontraba solo con sus amigos, y en las otras salas los camareros
alineaban sobre las mesas de mármol, las sillas desiertas, Pontaillac obedeció a ese
típico ardor de apologista que caracteriza a todos los morfinómanos:
–¡Vais a ver!
El joven se puso un nudo en su brazo de Hércules, aquí y allá marcado con bizarros tatuajes, y, de un golpe seco, hundió la aguja en plena carne. Se deslizó en los
tejidos; fue retirada sin que se escapase una gota de sangre y sin que el rostro del
capitán manifestase la menor inquietud.
Esta experiencia tuvo el poder de arrancar gritos de admiración en las dos
prostitutas.
–Lo ven, señoras, ¡lo hago yo mismo!
Iba a rellenar la jeringa.
-¿Quién quiere?
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–¡Ni por cien luises!–aulló Thérèse.
–¡Loca, es el Paraíso!
–Y bien, puesto que eso no hace daño y después da tanto placer, lo intentaré! –
declaró Luce Molday.
Sobre el bulevar de los italianos, se separaron. El mayor Lapouge y ArnouldCastellier caminaban a pie hacia sus domicilios respectivos; Jean de Fayolle y Léon
Darcy insistieron para arrastrar a Raymond a un restaurante nocturno donde cenaban
con las putas; pero, el amante de la Pravaz tomó un coche y dio la orden de ser conducido a casa de su otra amante, la Stradowska.
¿Tenía o no razón, el mayor Lapouge? ¿Realmente Pontaillac, ese macho soberbio, estaba dominado, violentado, para siempre destrozado por la morfina?
¿Quién lo alejaría de la bella Stradowska o de la Pravaz? Ni la una ni la otra, tal vez,
o bien un tercer ídolo, pues ya, con el ardiente recuerdo de la marquesa Blanche de
Montreu – de la gran dama que acababa de saludar en la Opera, de la patricia deseada – el conde de Pontaillac olvidaba sus dos otras amantes encantadas y vencidas,
para irse a soñar con una nueva y más difícil conquista, en su palacete, de la calle
Boissy-d’Anglas.

Morphinomanes ou le plumet . Grabado de Paul Albert Besnadr (1887)
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II

Hacía quince meses que Pontaillac estaba bajo la influencia del veneno mundano, sus ideas se mezclaban en mundos de sueño y de realidad.
Se producía en él un desdoblamiento especial de la personalidad. A diferencia
de las histéricas de primer nivel en las que los fenómenos de segunda condición excluyen el libre arbitrio, Raymond vivía y razonaba en los dos estados: lejos de abolir
el sentido intelectual, la morfina lo sobrexcitaba, y uno se encontraba en presencia
de un hombre libre, y no ante un loco.
Natural de Limoges, antiguo alumno de la academia Saint-Cyr, capitán de la
Escuela de guerra, el conde de Pontaillac amaba su oficio. Tenía gran estima por los
jefes y camaradas, y por los propios soldados, sobre todo los pobres apreciaban al
brillante oficial de generoso corazón.
Pero, en el magnífico palacete de la calle Boissy-d’Anglas, como en el círculo
vecino, la Unión artística, circulo llamado: l’Epatant, como el cuarto de caballería,
como en casa de su amante la Stradowska y en casa de los Montreu, sus nobles amigos del bulevar Malesherbes, por todas partas en definitiva, se podían observar los
bruscos cambios de los efectos de la Pravaz, sus múltiples estados y los síntomas de
una intoxicación progresiva.
El no veía nada y se enorgullecía de vencer el dolor. Del mismo modo que tras
un duelo sin motivo grave, se había pinchado para anestesiar una herida ligera, así él
recurría a la morfina, a la menor tontería, siempre aguijoneado por la necesidad, al
margen de todo sufrimiento caracterizado.
Al acostarse, dormía mal, los insomnio venían de una mala digestión o de una
irregularidad del corazón. Se descubría lesiones mórbidas y justificaba el diagnóstico confundiendo la tortura de las privaciones con enfermedades imaginarias, tan
pronto dsaparecidad al renovar la droga.
Al principio fueron sentimientos de bienestar y de beatitud, una embriaguez
delicioso, un Nirvana búdico, éxtasis, todo un horizonte de voluptuosidades, un despertar del espíritu, una aceleración del pensamiento, una doble vida.
Cuando el hábito aminoró los efectos del veneno, el morfinómano tuvo una
personalidad, no enteramente desdoblada como la de algunos neurópatas, sino diversa y siempre consciente, en plena identidad del yo. No alienaba su personalidad
para revestir otra; no se sumía en ningún yo exterior y permanecía siendo él mismo,
triste o alegre.
Si el valor del amor parecía disminuir, en razón directa a las dosis morfínicas,
él atribuía ese decrescendo a su demasiada larga frecuentación de la Stradowska, jurando reverdecer cerca de la marquesa de Montreu. Sí, la Pravaz tenía todas las virtudes, y se le acusaba injustamente de alterar las facultades genésicas!
Al día siguiente de la modesta fiesta, en el café de la Paz, Raymond se levantó, desde las ocho, y montó a caballo para dirigirse al cuartel de caballería.
En el frio intenso, trotaba, con el quepí sobre los ojos, las botas espoloneadas
y brillantes, la túnica ciñendo su figura, bajo el gran capote de paño azul, el sable
cliqueando – y el jinete estaba alerta y alegre, a lo largo de las calles, gracias a la
aguja embrujadora.
Sobre el puente del Alma, contempló el Sena, todo negro, en medio de sus orillas blanquecidas por la nieve; y más lejos, los remolcadores arrastrando contenedores de madera o de carbón, los barcos-mosca desiertos, los marineros gruñendo con-
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tra la niebla. En la Avenida de Orsay, vio un ejército de barrenderas, casi todas viejas mujeres cuyas faldas rezumaban la horrible basura, venidas allí, como en un
Sabbat, ocupadas en apartar, con sus escobas de brujas, los montones de nieve; y
desfilaron a continuación delgados empelados con rostros de pobres y largas narices
que el frio enrojecía y hacia idénticos; luego unos obreros, luego unos golfos, luego
unas muchachas con el cabello recogido, con sus dedos pinchados de alfileres; luego
pájaros tiritando en la cima de los árboles desnudos, y piando la miseria.
Él hubiese querido calentar a todos esos seres helados, todas esas cosas muertas, hubiese querido resucitarlas con su misericordia, darles un poco de alegría. Los
mendigos lo reconocieron y rodearon al jinete – y Raymond, más feliz, hizo su distribución cotidiana más larga.
Un funcionario le presentó armas; él saludó, y pasando cerca del cuerpo de
guardia, se dirigió hacia el patio del cuartel.
–¡El capitán esta en uno de sus buenos días! –dijo el suboficial que comandaba el puesto.
–No se fíe, – replicó el brigadier. – Con ese dichoso Pontaillac, nunca se sabe
si es tocino o cerdo.
–Yo sé el por qué, – comentó un simple coracero hijo de buena familia.
–¿Es cornudo?
–No.
–¿Se emborracha?
–No.
El mariscal de las casetas y sus hombres, con la pipa en la boca, se agruparon
alrededor de la estufa, y el coracero, instruido, les explicó los fenómenos de la morfina.
Esos seres simples manifestaron:
–¡Mejor habría bebiendo bocks!
–¡E incluso champán!
–E incluso absenta!
Tras haber escuchado la relación, el capitán hizo llamar al mayor Lapouge a la
sala de visita.
–¿Quiere, querido amigo, escribirme unas palabras?… Tengo necesidad de
una solución al sesenta por cien…
–¡Jamás, capitán!
–¡Iré entonces a un doctor civil!
–¡Vaya! ¡Yo no soy un asesino!
Y giró los talones.
De vuelta a su palacete, Pontaillac se aseó y almorzó con buen apetito.
Clémente, el ordenanza, un enorme y rubicundo normando, recibió la orden de
hacer enganchar el cupé.Pero Raymond consideró que todavía le quedaban algunos minutos, y, con el
cigarro en los dientes, observó el palacete, animado del deseo de amueblarlo de
nuevo para una hora bendita, aquella en la que la marquesa de Montreu se dignase a
aparecer allí.
¡Oh! ese día, quería una restauración completa, desde los asientos y las colgaduras hasta las maderas, los espejos y las camas, y todo sería puesto patas arriba, en
este domicilio construido en el pasado siglo por un financiero, amante de una bailarina de la Ópera: todo brillaría de unan nueva virginidad, los salones, las habitaciones, el fumadero, la biblioteca, la oficina, las cuadras, los jardines y – y solo, puesto
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que tenían derecho a la inmortalidad, vivirían siempre jóvenes, las admirables pinturas de Boucher.
A las dos, el capitán subía en coche, y ordenaba, temblando de amor:
–¡Al palacete de Montreu!
Cuando Pontaillac entró en la biblioteca del marqués Olivier, este estaba de
pie y pálido ante el hogar que iluminaba con sus oros los mármoles, los bronces, los
cueros de Cordoue, las preciosas encuadernaciones y el doble blasón de los Montreu
y de los La Croze.
–¿Qué ocurre, Olivier?– preguntó Raymond, antes incluso de haber estrechado
la mano del marqués.
–Estoy preocupado; mi mujer se encuentra mal.
–Nada grave, supongo – balbuceó el visitante, al que una angustia invadía.
–¡Eso espero!... Aubertot está con ella; él me ha hecho salir y espero.
Raymond no se atrevía a mirar al amigo al que quería traicionar, al simpático
aristócrata de cabellos rubios, de mirada dulce y soñadora, barba espesa cortada en
punta, cuya frágil y elegante silueta, cubierta por una bata de terciopelo negro, muy
sencilla, contrastaba con el físico poderoso del apuesto soldado.
–Ayer aún, en la Opera, –dijo el capitán. – la marquesa estaba alegre, sonriente.
–Sí, pero, esta mañana, almorzando, Blanche ha sido presa de un violento dolor de cabeza, y después los dolores se han vuelto intolerables.
–Te dejo, amigo mío.
–¡No, quédate! El doctor va a bajar en un instante, y estaré más cómodo si estas cerca de mí.
Una puerta se abrió, y el doctor Étienne Aubertot, profesor en la Facultad y
miembro de la Academia de medicina, entró. Ese gran médico tenía una buena figura, completamente afeitado y que llevaba encima de su frente muy alta, verdadera
frente de pensador y artista, una cabellera gris de bucles sedosos.
–¿Y bien? – dijo Olivier.
–¿Y bien? – repitió Pontaillac, a su pesar, bajo el visible esfuerzo de disimular
una creciente inquietud.
–¡La marquesa no está en peligro, pero sufre atrozmente una neuralgia que
voy a combatir con antipirina! François ha ido a buscarla.
–¿Usted cree, doctor, – preguntó el aristócrata, – que la antipirina la curara?
–Al menos tendrá un alivio, mi querido marqués.
–Dese prisa… ¡Blanche está martirizada!
–Es cierto. La neuralgia suborbitaria se produce en numerosos males humanos, los más dolorosos; pero en una media hora…
–¿Y usted la dejará sufrir una media hora, todavía? ¡Eso es imposible!
–¿Y qué quiere que haga? Espero que la antipirina actué, y, además, no hay
mejor remedio.
El Sr. de Pontaillac se atrevió a intervenir:
–Os pido perdón, señor doctor, pero hay un remedio poderoso, radical, infalible.
–¿Y podría yo conocer esa bella panacea?
–¡La morfina, querido maestro, la morfina!
El profesor Aubertot reflexionó un instante y observó al capitán con sus ojos
azules muy claros:
–A fe mía que tiene usted razón, y le agradezco que me lo haya recordado.
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Se volvió hacia el Sr. de Montreu:
–Voy a escribir una receta.
–Inútil, doctor,–continuó Raymond, – yo tengo aquí lo que hace falta para curarla.
Pontaillac tendió al médico un minúsculo frasco y un joyero de lo más elegante.
–¡No, no! ¡Eso no! ¡eso no!–dio Aubertot. – No conozco la dosis, y quiero una
solución muy diluida; pero acepto el instrumento. ¡Es usted nuestra Providencia, mi
querido capitán!
El oficial se despidió del Sr. de Montreu y del doctor Aubertotl, y, algunos
minutos más tarde, el marido y el médico penetraron en la habitación de la enferma.
Sobre una alta y amplia cama, en un cúmulo de encajes, la marquesa Blanche
de Montreu, nacida de La Corze, apretaba nerviosamente su cabeza con sus dos manos de dedos ligeros, y a lo largo de los hombros, un poco delgados y los brazos
desnudos, los bellos cabellos pelirrojos se expandían con fulgores metálicos. Se adivinaba a través de la camisa de surah y se veía por la dilatación de la garganta, una
piel rosada de una sangre roja; el cuerpo era joven y cálido, y las formas juveniles,
en sus castas envolturas, estaban llenas de gracia y de sugestiones voluptuosas.
Ella cayó sobre la almohada, ahogando un grito de dolor; sus bellos ojos de
terciopelo moreno se perlaban de lágrimas, la naricilla de delicadas fosas, los labios
que dejaban ver una hilera de encantadores dientes, el cuello esbelto, todo ese encantador rostro, en fin toda esa adorable juventud, luchaba, valiente, para no afligir
al esposo adorado.
Aubertot se adelantó, con la cabeza descubierta, y dijo:
–Señora, ¡le traemos alivio!
El doctor llenaba la Pravaz con una solución de morfina al treinta por ciento, y
Olivier se sentía temblar con la idea de que la aguja hiriese las carnes rosas y dulces.
Pontaillac, el amigo Pontaillac, el coracero-hercúleo, podía soportar una punción incluso terrible – pero ella, tan frágil, tan impresionable, ¿tendría fuerzas?
Y, en su ignorancia del remedio, como si adivinase lo que iba a ocurrir, Olivier detuvo bruscamente el brazo del doctor:
–No… se lo ruego.
–¿Por qué?
–¡Tengo miedo… por ella!
–Ningún daño, ningún peligro, señor.
–¿Me lo jura?
–¡Marqués, se lo juro!
Se produjo un silencio.
–Pero yo no tengo miedo, Olivier, – dijo la marquesa, presentando su brazo.
Tras el pinchazo, Aubertot dijo a su cliente:
–¿Le he hecho daño?
–No del todo; pero continúo sufriendo.
–¡Espere!
Los dos hombres se alejaron al fondo de la habitación, y Blanche comenzó
pronto a sumirse en el efecto del estupefaciente.
Inmóvil, con una mirada velada, observaba el Cristo de plata colgado sobre un
oscuro terciopelo, la pila de agua bendita de marfil, el oratorio, el espejo de Venecia,
los bibelots, los retratos, el vitral de las altas ventanas, y esos objetos se animaban y
vivían.
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El doctor y el marido se acercaron, observando a la mujer. En un momento, su
respiración muy tranquila pareció detenerse por completo; el médico sacudió suavemente a la Sra. de Montreu, y la respiración se recuperó de inmediato, franca, regular.
Blanche no dormía; ya no sufría; no respondía a las palabras que Olivier le dirigía; pero las escuchaba, por así decir, inacabadas, sin precisión humana, al igual
que esas voces que en el sueño, zumban en nuestras oídos con sus armonías confusas. Ella no se movía, pero sus labios entreabiertos sonreían con una sonrisa beatifica – y toda la mujer se transportaba hacia un más allá donde gozaba secretos e incomparable s éxtasisAl cabo de una hora de calma persistente, el médico se retiró.
–Usted debe velarla, – dijo al marido – pues hay que sacudir a la Sra. Marquesa, si la respiración se detiene.
Él se mantuvo allí, no queriendo añadir que a menudo, después de una pinchazo, se produce en ciertas personas un estado comatoso cuyas consecuencias pueden ser graves.
La noche había caído, y Olivier permanecía solo junto a la señora, cuando una
llamada se dejó oír en la puerta.
–Entra, mi buena Catissou, – autorizó el marqués.
Una mujer se adelantó, muy erguida, a pesar de su mucha edad, con un vestido
de tela negra, tocada con una cofia de seda roja, al estilo de los bordeleses; caminaba recogida, pero no servil: dos mechas de cabellos blancos ornaban su frente surcada por profundas arrugas, y su boca mostraba una sonrisa de infinita bondad.
Esta vieja sirvienta había visto nacer y crecer a Olivier, en Limousin, en el
dominio ancestral de los Montreu; lo había educado, cuidado, a la muerte de sus padres, bajo la tutela de un tío hoy desaparecido; y cuando el aristócrata, casado con la
única heredera de una noble casa, dejó la Alta-Viena para ir a París, ella quiso seguirle, servirle aún, con toda su devoción de perra maternal amada y respetada.
En este palacete del bulevar Malesherbes, en medio de los sirvientes a los que
ella ordenaba, de toda esa parafernalia doméstica, le gustaba tricotar medias, por la
noche, cerca de los hornos de la cocina, constituidos por vastas chimeneas señoriales
y llamas enormes.
Olivier veía en ella a una amiga, casi una pariente, y, a sus órdenes, ella le tuteaba como antaño, la época en la que desnudaba al pequeño, bordaba la cama, se
enorgullecía de ser la humilde mamá de su “señor”.
Ella dijo en su dialecto patois:
–Olivier, acabo de acostar a la pequeña Jeanne. ¿Cómo se encuentra nuestra
“dama”?
–Mucho mejor, – sonrió el aristócrata.
La anciana añadió:
–No puedes quedar aquí toda la noche… Tu vieja está aquí… Vamos, tienes
que acostarte!... No seas cabezota!...
El SR. de Montreu, bastante altivo con los demás sirvientes, reía con las familiaridades de Catherine, y, lejos de combatirlas, las alentaba mediante sus respuestas
en patois y la evocación de la tierra natal.
–¡Velaré solo!
–¡No! ¡no!
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Sin brusquedad, él empujó a la mujer hacia la puerta, corría a besar en la habitación contigua a Jeanne, su hija, una rubita de cuatro años; luego se instaló en un
gran sillón.
Pero antes del amanecer, Blanche lo invitó con su mirada a deslizarse a su lado, y se amaron.
La joven marquesa olvidaba su maldita neuralgia, y nunca se había mostrado
tan amorosa, ni tan deseable. Conservaba el recuerdo del dolor, pero bajo el embrujo
de la morfina, en el apaciguamiento de todo su ser, este dolor la abandonaba para
encarnizarse con otra mujer, y ella lamentaba el sufrimiento de la sustituta inmaterial.
Al despertar, otros fenómenos se manifestaron con el colorido exacto de las
visiones: su habitación de enferma se transformó en un parque magnífico, y la marquesa volvió a ver el castillo paterno, las Tejeras, en la hermosa estación de vacaciones. Muy joven, se divertía con sus dos mejores amigas del Sagrado Corazón de
Limoges: una prima pobre, Mathilde de Chastenet, hoy Sra. de Gouillèras, la esposa
de un rico comerciante de maderas, siempre exiliada en su agujero de provincias; la
otra, Geneviève Saint-Phar, ¡oh! esta, una señorita a la última moda, una pionera,
una doctora parisina a la que Blanche hubiese llamado a su lecho de dolor, si no fuese por el temor a herir en su amor propio al ilustre doctor Aubertot.
Además, la dama, encantada, se retrotraía a los días en los que el Sr. Montreu
emprendía su campaña amorosa. Ambos se adoraban; la unión de los La Croze y los
Montreu combinaba las ventajas del pedigrí y la fortuna. Pero había un rival, un joven igualmente bien nacido y más rico que Olivier – un vecino, el dueño del castillo
de los Ormes, el conde Raymond de Pontaillac, entonces lugarteniente de coraceros.
La señorita de La Croze no dudaba: el gran Raymond la espantaba, y ella eligió a Olivier, tal vez a pesar de las preferencias de su padre.
Las relaciones entre los Montreu-La Croze y los Pontaillac, se debilitaron cada
vez más. Sin embargo, después del nacimiento de Jeanne, el oficial de permiso se
presentó en las Tejeras, y a partir de ese momento, toda nube se desvaneció: Raymond trataba a Blanche amigablemente y hablaba a Olivier de sus amantes.
En París, el fuego se había despertado, abrasando el corazón y los sentidos del
capitán, y el hombre debió ocultar su irresistible pasión, bajo las apariencias de un
violento amor, de un amor de ostentación por la Stradowska.
19
III
En Villa Saïd, en una amplia estancia de techo de cristal y paredes tapizadas
en satén rojo, adornadas con objetos extraños, trofeos, porcelanas, puñales, fusiles,
lanzas, hachas, fustas de caza, cabezas de animales, cuernos, antorchas, escudos,
alabardas, sombras chinas, máscaras, sombreros mejicanos, sables rusos, Christine,
tumbada sobre una montaña de pieles de animales, acariciaba tiernamente a sus dos
grandes galgos negros, Bog y Tolgo.
Estaba tapada con un albornoz cachemira, abierto a partir de la cintura sobre
un paño de satén color azufre bordado de crisantemos; se levantó, tomó su espejo, y
ante su rostro de una irregular y fresca belleza, ante su rubia y magnífica cabellera,
sus ojos azules, de un azul zafiro, su graciosa nariz, sus labios rojos y sus bonitos
dientes, sonrió con una sonrisa que delataba a la vez el orgullo de encontrarse hermosa y el temor de no ser amada.
Por encima de ella, un dosel de seda rosa estampada de blancas margaritas,
con estandartes que terminaban en cabezas de dragón en bronce, le proporcionaba
una luz suave, en la fantasmagoría de las telas, un estallido de oros, plumas y flores.
Aquí y allá, unas palmeras, ramos de lilas blancas, abanicos de plumas de avestruz,
pavos y águilas, jazmines de España, camelias, primaveras, una orgía de rosas, toda
una cornucopia de verdor, y a lo largo de todo la estancia, pieles de animales, conservando apariencias vivas de leones, de tigres, de jaguares, de castores, de zorros,
de lobos, de osos, de hienas y de cocodrilos.
Los estantes de ébano soportaban un número infinito de artísticas riquezas, curiosidades de todas las épocas y de todos los pueblos: esmaltes, figuras de Saxe,
marfiles, lacas, bibelots de mármol, de serpentina, de bronce, de plata y oro.
Frente a la monumental chimenea de granito, una inmensa pajarera de barrotes
dorados y cascadas multicolores, como las fontanas luminosas de la Exposición
Universal de 1889, daba asilo a un mundo de pájaros.
Si las variadas panoplias recordaban a las riquezas de los reyes francos, los
cuadros, los mármoles y los bronces, todas las obras maestras de los antiguos y modernos maestros ofrecían un pintoresco conjunto: los Rubens, los Benvenuto Celline
se mezclaban con los Carpeaux, los Rodin y los Meissonier; una cabeza de Ribot
tenía a su derecha un retrato de Carrière, a su izquierda, una acuarela de Forain, y
más allá, sobre una estrada de terciopelo blanco, se encontraba un piano de cola, el
último grito de Erard. Finalmente una caja deslúmbrate de joyas, liras, collares, brazaletes, jarras, miniaturas, camafeos, palmas de plata, flores de rubíes, coronas de
oro, – recuerdos de príncipes, de reyes, de emperadores, de tantos homenajes, de
tantas líricas victorias.
Ahora, la Stradowska iba y venía, febril, releyendo una carta de Pontaillac,
una carta de banales excusas en las que Raymond trataba de justificar su ausencia.
–¡Miente!– farfullaba – ¡miente!... ¡miente!
Su imponente talla se erigía en un viento de cólera, y sus pequeños dedos
chasqueaban, rabiosos. Se detuvo cerca de un velador repleto de libros, de periódicos, de partituras, de revistas ilustradas. Se veían allí varias dedicatorias de músicos
y de autores ilustres, artículos elogiosos, retratos del último rol, cartas de Gounod,
de Massenet, de Saint-Saëns, entusiastas felicitaciones de los grandes compositores
rusos, Cui, Rimsky-Korsakoff, Glazounow, Liadow, Lavroff, Beleff, una auténtica
siembra de gloria – y Christine, desolada, envío, de una patada, toda esa montaña al
otro extremo de la habitación.
20
Hija de un oficial ruso, huérfana educada en Moscú, en el Instituto Catalina la
Grande, que es para las grandes señoritas de ese país, lo que son nuestras casas de la
Legión de honor para las hijas de los legionarios, Christine tenía alma de artista; encantaba a directores y compañías con su voz cálida y vibrante, y, al salir del Instituto, recorrió Europa. Los éxitos en San Petersburgo, Milán, Viena y Londres la llamaban a Francia, y fue, tras un memorable triunfo en la Ópera, cuando el brillante
capitán le dijo las primeras palabras de amor.
Ella amaba a Raymond: lo amaba con toda su juventud, con toda su sangre; se
había entregado por completo a él, y lo quería solo para ella. Sus otros amantes – los
amores de paso – estaban olvidados, rejuvenecida con fe nueva.
¿Por qué la abandonaba? Al principio, atribuyó la causa de los nervios del joven oficial al siniestro licor que ella trataba en vano prohibirle, pero, la pasada noche, viendo a Raymond en el palco de la Sra. de Montreu, la Stradowska pensó en la
existencia de una rival. Mientras que, en la escena ella representaba para él, indiferente a los bravos y al fuego de las mejillas, Pontaillac se sentaba a la derecha de la
marquesa Blanche, y no miraba a Christine más que cuando el marqués Olivier miraba a la Sra. de Montreu. Él, tan elegante, tomaba allí arriba aspecto de un colegial,
y lo vio temblar cuando el marqués ayudó a su esposa a ponerse una rosa al salir del
baile.
¿Se había consumado la traición o solamente estaba en vías de esperanza?
Christine aún lo ignoraba. ¿Qué podía reprocharle él a su fiel amante? ¿Acaso ella le
costaba demasiado dinero? No, pues aparte de los emolumentos en la Ópera y los
honorarios por las veladas mundanas que aseguraban el mantenimiento del palacete,
la diva poseía algunas rentas. Pontaillac la colmaba de flores y joyas, y, si ella ponía
cara de rechazarlas, él se ofendía. Ella lo amaba, lo adoraba, millonario, y lo amaría
igualmente, lo adoraría mañana, si los millones comenzasen a desvanecerse.
Y lo que demostraba el desinterés absoluto de Christine, es que no pensaba en
absoluto casarse con Raymond: como mujer, lo prefería a un estatus social; como
artista, lo prefería a su arte.
–El señor Rajileff está aquí, – señora – anunció uno de los sirvientes.
–¡Que entre!
De nuevo, acostada sobre el montón de pieles, Christine alejó sus galgos y
tendió la mano al visitante.
–Me aburro, Loris.
Muy respetuosamente, el hombre, un alto y delgado anciano de patillas grisáceas, habló del ensayo cotidiano.
–No, no cantaré hoy, y tal vez no cante jamás, – declaró Crhistine encendiendo un cigarrillo.
–Por las Santas Imágenes, ¡eso es imposible! –dijo el acompañante de la diva.
–¿Loris?
–¿Señora?
–¿Soy lo bastante bonita para los parisinos?
–¡Más que bella! ¡Y todo París es unánime en celebrar vuestro talento y vuestra belleza!... ¿Habéis leído los periódicos?
–¡Me burlo de ellos!
–Las revistas ilustradas publican vuestro retrato, unas en negro, otras en color
y yo os recomiendo un artículo del Rabelais.
–¡Bah! ¡Me da igual!
21
–Debéis distraeros, señora; hay que trabajar. Vamos, ¡dadme la satisfacción de
escucharos!
–Aún no, mi buen Rajileff.
Evocaron su país, las inmensas estepas, los ríos, las ciudades, las maravillas
del Kremlin, y como al recuerdo de las cosas lejanas y benditas, la calma renació
sobre el rostro de la joven rusa. El timbre de la antecámara sonó.
Christine escuchó y no pudo reprimir el efecto de una desilusión.
–Señora – dijo la criada entrando, – hay un caballero que insiste en veros Señora. He aquí su tarjeta.
La Stradowska leyó sobre el cartón: «César Houdrequin, redactor del Rabelais.»
–No conozco a este caballero; ¡no recibo! ¿Pregúntele lo que desea?
–Ha hablado de una entrevista.
–¡Entrevistas… ya he concedido bastantes!
Pero la diva reflexionó y, animada con la idea de que, tal vez, a base de notoriedad llegaría a reconquistar a su amante, rogó a Loris Rojileff que esperara en un
salón contiguo y recibió al periodista.
César Houdrequin, joven engominado con monóculo, cabello negro y rizado,
con una raíz en forma de lama de sable y una barbita, se inclinaba como hombre que
era de mundo.
–Señora, le manifiesto de entrada el agradecimiento del Rabelais.
–Su periódico, caballero, – respondió la diva, – siempre es amable y yo le estoy muy agradecida… Pero, siéntese!
Y llena de benevolencia, ofreció un cigarrillo oriental al entrevistador, que,
entre dos bocanadas, comenzó:
–Querida señora, se ha escrito mucho sobre usted, sobre sus encantos, sobre su
talento artístico; se saben las propuestas que le han sido hechas cada día por los más
grandes empresarios de América; uno no ignora su negativa más rotunda en ir a cantar a Alemania; usted, siendo rusa, ¡se ha mostrado más francesa que muchos franceses! Pero, este no es el motivo de nuestra entrevista. Hoy, el público tiene exigencias considerables, y yo diría que el Rabelais puede satisfacerlas, si se me permite la
falsa modestia. Un periódico bien informado se debe a sus lectores… Así pues,
perdóneme, señora, y dígnese a responderme: ¿Es cierto que uno de los grandes duques de Rusia a almorzado con usted esta mañana, y que…
La Stradowska lo interrumpió vivamente:
–No he recibido la visita de ningún duque, caballero, y no comprendo su pregunta, cuando menos bizarra; yo vivo aquí como me place ¡y mi vida privada no interesa a nadie!
–¡Ah! señora, ¡no se ofenda! Se lo repito y usted lo sabe, el Rabelais está
obligado por sus lectores…
–¡Tanto peor para sus lectores!
–Pero la visita de un gran duque no tiene nada de ofensivo, al contrario, y su
celebridad ganaría con ello.
–¡Basta, caballero!
Houdrequín murmuró unas palabras corteses. ¡Oh! ¡Consideraba no estar abusando! Sometería a Christine su entrevista, antes de entregarla al periódico. Realmente, no se revelarían cosas galantes, y el público vería allí un simple homenaje
rendido por una imperial alteza a una ilustre compatriota.
–¡Me ofende, caballero! Nunca he tenido relaciones con los grandes duques!
22
–¿Ni siquiera… platónicas?
–Incluso platónicas.
–¿Y el príncipe de Gales?
–¿Qué le pasa al príncipe de Gales?
–¿No ha cenado el viernes con Su Alteza en el pabellón chino?
–¡Jamás!
–Entonces el director del Rabelais va a franquearme la puerta!
–¿Y eso por qué?
–Porque por informaciones de un colega, le he prometido revelaciones rusas e
inglesas.
–Su colega se ha burlado de usted.
–¡Y me lo pagará! Hasta luego, señora.
–Adiós, señor.
Al quedar sola, Christine llamó a Rajileff y, furiosa por la visita del reportero,
distendió sus nervios, a los acordes del piano, con unos gorgoritos.
Hacia las cuatro, un landau, enganchado con una magnifica pareja de caballos,
se detuvo ante el palacete de la Villa Saïd, y el capitán Pontaillac se apeó.
–¡Ah! ¡por fin estás aquí! – gimió la Stradowska, arrojándose en los brazos de
Raymond.
Permanecieron abrazados un momento. El oficial inventaba excusas, pero
Christine le cerró la boca con un beso.
–¡No mientas!... Tú ya no me amas… ¿Amas a otra mujer?
–Te juro…
–¡No mientas!
El recuerdo de la marquesa de Montreu le quemaba el corazón y los labios, pero ella se sintió con el valor de dominarse, dispuesta a todos los perdones, a todas
las grandezas.
–¿Ámame un poquito?
–¡Te adoro!
Pasaron el fin de la jornada en el Bois, en el coche del conde, y por la noche,
tras una cena juntos, Raymond quiso dar a Christine la limosna de un aparente amor.
¡Qué mal la conocían, aquellos que sospechaban que traicionaba a su amante,
a su ídolo!
–¿Quieres que abandone el teatro?
–¿A qué viene eso?
–Yo solo te quiero a ti…
–¿Y la gloria, oh Christine?
–La gloria, la dicha, eres tú, tú, ¡nada más que tú!
Ella le rodeaba con sus bellos brazos, lo calentaba con todo el ardiente calor
de su juventud, y él, con el ánimo derrotado, soñaba con la gran dama.
–¡Déjame!…
–¿Raymond?
–¡Me agobias!
–¿Mi bien amado?
–¡Me molestas!... Necesito mi inyección.
–¡La morfina te mata!
–¡Me hace vivir!
–Mañana, Raymond…
–No… ¡Rápido, mi Pravaz!
23
Por la mañana, de regreso a su domicilio, el capitán encontró una amable nota
del marqués de Montreu y un pequeño paquete conteniendo una de sus Pravaz tan
graciosamente ofrecida al doctor Aubertot para su uso en la marquesa Blanche.
La nota decía:
«Mi viejo Pontaillac,
«Gracias a la morfina, mi querida esposa ha visto desaparecer su rebelde neuralgia. Te proclamamos el primer médico de Francia, y lo celebraremos, si quieres,
el lunes por la noche a las siete.
«Habrá perdices, becadas y una liebre del Limousin, una caza soberbia de mi
suegro La Croze.
«Tu amigo,
«OLIVIER.»
Raymond fue a cenar al palacete del bulevar Malesherbes, y no se atrevió aún
a confesar la pasión que le devoraba.
Los días, las semanas, transcurrían iguales.
En febrero, en marzo, en abril, la marquesa de Montreu sufrió sus crisis
neurálgicas. Se llamó al profesor Aubertot, pero este, a pesar de los ruegos de su
cliente, se opuso a nuevas inyecciones de morfina. Él indicaba el peligro y, a espaldas del doctor y de su marido, Blanche compró una Pravaz y se hizo expedir recetas
por otro médico.
Secretamente, recurría a las inyecciones hipodérmicas; llegó a hacerse fabricar
jeringuillas de plata y de oro, grabadas con sus iníciales e incrustadas de piedras
preciosas.
25
IV

–¿El doctor Aubertot?
–Entre, señora, – respondió a la visitante un criado en traje negro y corbata
blanca, erguido y rígido, solemne.
Y abrió a la prostituta Luce Molday la puerta de un gran salón en el que algunas personas estaban sentadas, unas cerca de la mesa pasando las páginas de unos
libros y álbumes, otras, aisladas en amplios sillones, bajo las sombras crepusculares.
La consulta iba a acabar pronto, pero el timbre del vestíbulo todavía sonaba, y
apareció un joven, un habitual.
–Es muy tarde, señor Lagneau, – observó el criado.
–Necesito pasar, Baptiste.
El caballero ya le había deslizado una moneda de dos francos al doméstico;
éste le hizo penetrar en un saloncito, y como el doctor acompañaba a la salida a una
dama, el turno de Lagneau no se hizo esperar.
–Le saludo, profesor.
–Siéntese, señor Lagneau.
A la claridad de las lámparas, Aubertot examinó a su enfermo, le tomó el pulso, recomendó la continuación de la prescripción anterior: bromuro de potasio, baños eléctricos, y terminó con estas palabras:
–Ni fatigas, ni emociones… y vuelva a verme dentro de ocho días.
Lagneau depositó dos luises sobre la mesa y salió.
Otros clientes de ambos sexos, afligidos de enfermedades nerviosas, entraron
y desaparecieron con la misma rapidez, provistos de recetas casi idénticas.
Luce Molday, en traje gris rata, mangas de pelusa, con un chaleco rayado en
blanco y oro, con un velo blanco y penacho gris, con un broche a la última moda, un
pájaro con alas desplegadas – Luce bajaba la mirada. Se recogía, dominada por el
lujo severo de la gran sala cuyas ocho ventanas daban sobre la avenida de la Ópera;
imitaba las actitudes serias de las demás personas y no podía imaginar que Baptiste,
en ese lugar de ciencia, intercambiase favores por monedas de cuarenta centavos.
Se movían sillas en salones contiguos, y alguien dijo:
–Esta noche hay un baile en casa del doctor.
Quedaban en el salón Luce, dos hombres maduros y tres mujeres jóvenes.
Baptiste les informó que la consulta se había terminado y les entregó unos
números de orden para la próxima visita al gran medico de las neurosis.
–¡Esto es asombroso! ¡Estoy muy enferma! – murmuró la prostituta que salía
la última.
Extrajo de su bolso en filigranas doradas, una moneda de cinco francos.
–¿Podría pasar con esto?
–¡Venga, rápido, señora! – dijo el criado, tomando el metal.
Como todos sus ilustres colegas, el doctor Aubertot desconocía las buenas
propinas del doméstico, o bien cerraba los ojos.
–No reciba a nadie más hoy – ordenó el médico a Baptiste.
E indicando una silla a su nueva y agradable clienta, dijo:
–La escucho, señora.
–Señor doctor, hace un mes que tomo morfina en inyecciones.
–¿Y por qué toma usted morfina?
–La primera vez me pinché por diversión, y luego…
26
–Porque usted tenía necesidad de inyectarse
–Sí, señor.
Étienne Aubertot, en chaleco negro con la roseta de la Legión de honor, apoyó
sobre su puño su bella cabeza pensativa:
–¿Fue un médico quién le aconsejó las inyecciones de morfina?
–No, señor doctor, fue un capitán.
–¿De quién se trata?
–Un capitán de coraceros, uno de mis buenos amigos, el conde de Pontiallac.
–¡Desgraciado!
–He comprado la pequeña jeringa y las soluciones a un farmacéutico de la calle de Gomorra, llamado Hornuch.
–¿Y el farmacéutico le entrega morfina libremente?
–¡Caramba! ¡no!... ¡Pagando!
–¿Cuántos días hace que no se pincha?
–Tres días.
–¿Y que experimenta?
–Un abatimiento y ganas de inyectarme. ¡Era delicioso, pero creo que eso no
me beneficia!
–¡Yo estoy seguro de ello! ¿Desea curarse?
–¡Oh! ¡sí!
–Pues bien, ¡nada de morfina! Pues en usted la supresión total no ofrece peligro alguno: todavía no es morfinómana; está a lo sumo morfinizada, y va a depender
de usted, solo de usted, recuperar la energía y la salud.
–Gracias, señor doctor. ¿Cuánto le debo?
–Veinte francos, señora.
Por la noche, numerosos carruajes estacionaron ante la casa del doctor.
Por la escalera de mármol blanco, los trajes negros y los vestidos de baile afluían al primer piso, y todo un mundo de ilustres parisinos, sabios, hombres de negocios, oficiales, escritores y artistas, acudían a saludar al Sr. y a la Sra. Aubertot; él,
muy amable, ella muy graciosa en su vestido de lilas, con su perfil de medalla griega
y sus cabellos empolvados a lo mariscal.
Tres salones alineados resplandecían de luz; un buffet se había dispuesto en el
comedor, y al fondo, a la izquierda del despacho del doctor, se percibía una cúpula
de cristal protegiendo el jardín de invierno.
En el salón del medio, contra la pared, se elevaba una estrada en la que Cadet
recitaba el monólogo del Caballo. Sobre una fila de sillas, las damas sentadas manejaban sus abanicos de encajes o de plumas; los fuegos de las lámparas realzaban sus
hombros desnudos, las pedrerías de sus collares y de sus brazaletes, las telas de los
vestidos brillantes, los diamantes de las orejas y del cabello, y detrás de ellas, la
línea oscura de fracs negros, aquí y allá rota por algunos uniformes.
En un grupo, el Sr. Arnoud-Castellier, el mayor Lapouge, Jean de Fayolle y
Léon Darcy, los camaradas de Pontaillac; en primera línea las damas, la marquesa
Blanche de Montreu y su amiga, la doctora Genevève Saint-Phar, una delgada morena, no bonita, pero deslumbrante de inteligencia; a derecha y de pie, el capitán de
Pontaillac, el marqués de Montreu; a izquierda, César Houdrequin, del Rabelais, entrevistando al profesor Emile Pascal sobre la linfa del doctor Koch.
Se aplaudió el monólogo; se escucharon diversas canciones de artistas de la
Ópera Cómica y de los Bouffes, una poesía de Alfred de Musset recitada por Sarah
Bernhardt, un solo de violonchelo ejecutado por la señorita Galitzin, y, hacia las on-
27
ce, se vio aparecer a la Stradowska, en vestido de satén blanco, ampliamente enguantada de negro, con los hombros desnudos, y sin otro aderezo que un collar de
zafiros.
Al piano, Loris Rajileff preludió, y la voz de Christine se oyó, llenando la sala
con sus vibraciones de una gran ternura o de una extrema potencia. Cantaba un himno ruso, y en el fragor lírico, en el eco lejano de la patria, la artistas se estremecía
con unas voluptuosidades que parecían envolverlo todo.
La Stradowska dominaba a la atenta multitud y, dirigiendo a un solo hombre
el fuego de su mirada de águila, imploraba una sonrisa del ser adorado; pero Raymond había visto alejarse a la Sra. de Montreu, y, mientras Christine vocalizaba aún,
él seguía a Blanche, a su pesar.
Jean de Fayolle, Léon Darcy, el mayor Lapouge y Arnould-Castellier lo detuvieron al paso.
–¡Un auténtico éxito!
–¡Admirable, la Stradowska!
–¡Uno se haría derretir por ella!
–¡Debes estar orgulloso, amigo mío!
–Y bien,– respondió Pontaillac desprendiéndose de ellos, – ¡id a tomar viento
y dejadme tranquilo!
Él se alejó y los otros dijeron:
–¡La morfina lo enerva!
–¡Lo envenena!
–¡Lo vuelve loco!
–¡Lo mata!
–¡Un muchacho tan bueno!... ¡Qué lástima!
El director de la Revue militaire concluyó:
–¡Este animal es un apologista! ¿Se pueden creer que me propuso pincharme
una noche por un dolor de muelas?... He tenido mal el corazón – ¡y la morfina me
disgusta!
Bajo el estruendo de los aplausos, la Sra. Aubertot y su marido obtuvieron de
la diva un canto francés, y todo el mundo hizo silencio. Nadie se percató de la desaparición de la Sra. de Montreu y del conde de Pontaillac.
Blanche se había dirigido hacia el «servicio» de la damas; pero, encontrando
la puerta cerrada, llegó al pequeño jardín de invierno donde unas enredaderas crecían a lo largo de un tallo de oro. En ese lugar maravilloso, quedó encantada al no
encontrarse con nadie. Muy cerca de ella, una gruta, donde florecían mimosas y que
rodeaban unas plantas gigantes, atrajo su atención. Precisamente, una antorcha de
cobre con diez boquillas eléctricas dejaba la gruta en una sombra relativa, y los armoniosos ruidos provenientes del salón hacían desvanecer el temor a posibles peligros.
Entonces, detrás del follaje, Blanche levantó bruscamente sus faldas, y en medio de los tesoros de lujo íntimo, bajando su media de seda gris perla, descubrió una
pantorrilla de carne rosada. Para cargar la Pravaz, hizo girar el engaste de diamante
de uno de sus brazaletes, desatornilló un minúsculo frasco, y hundió en él la aguja –
y sin vacilar, pinchó su pierna de marquesa.
Habitualmente, en su domicilio, la Sra. de Montreu, preocupada de sus encantos, se pinchaba en la región lumbar.
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La Morphinomane (1897) litografía a color de Eugene Grasset

Una sombra se interpuso entre la mujer y la claridad, y la Sra. de Montreu vio
de pie ante ella al Sr. de Pontaillac observándola.
Indignada, herida en su pudor, se levantó pálida y tan altiva que el oficial se
estremeció.
29
–Señor, ¿con qué derecho me está espiando?... Eso lo convierte en un…
El insulto expiró en sus labios.
–Señora, – dijo Raymond,– la he visto salir; parecía encontrase mal…
–¿Y que le importa a usted, señor?
Él le tomó las manos y la rozó con un beso:
–Blanche, Blanche, la amo…
Atónita, la marquesa quería huir y, bajo el ardor del veneno, una fuerza misteriosa la retenía allí, y violentos deseos le subían al cerebro. El brillo de sus ojos se
mezclaba con la llama de la mirada del hombre, y pugnaban en ella dos criaturas: la
casta esposa, madre inmaculada, y la otra, la nueva, una morfinómana cuyo cuerpo
se estremecía de amor.
–Señor… señor…
–¡Blanche, la amo!... Blanche, desde su matrimonio, desde su negativa a casarse conmigo, lucho contra mi pasión… ¿Dónde estamos?... Lo ignoro… ¡No veo
más que sus ojos!
Raymond la arrastraba, y ella arrojaba a su alrededor esas miradas dolorosas
del viajero al que encanta y aterroriza el abismo.
Finalmente, recobrada, detuvo al hombre, desapareció, y la soledad despertó a
la morfinómana a la realidad.
Ahora, se bailaba por todas partes, y el marqués Olivier preguntaba dulcemente a su esposa:
–¿Te encuentras mal?
–Tengo un poco de migraña.
–¿Nos vamos?
–No… todavía no… Quiero bailar…
Los bailarines giraban al son de una orquesta rumana; la Stradowska aceptaba
el brazo de Léon Darcy, estudiando a la marquesa; Jean de Fayolle invitó a Blanche.
La Sra. de Montreu se levantó y, desde los primeros compases, sintió el parqué flotar bajo ella.
–¿Qué le ocurre, señora?
–Nada, señor… No me apriete demasiado, se lo ruego.
Unos grupos bailaban, ligeros. Blanche, con los ojos muy abiertos, tropezó, y
Fayolle creyó que se iba a desmayar.
–¡Usted me agarra demasiado, señor! – repitió ella, irritada.
–Marquesa, yo…
–Su mano es dura como una mano de hierro…
A una imperiosa orden, el caballero debió abandonar la mano y la cintura – y
Blanche cayó hacia atrás, entre los brazos de su marido que corría en su ayuda.
En medio del tumulto de invitados y de criados, el marqués Olivier, ayudado
por la Sra. Aubertot, Jean de Fayolle y del mayor Lapouge, transportó a su esposa al
despacho del doctor.
Durante cuarenta minutos, la Sra. de Montreu permaneció sin noción exacta
de lo que pasaba a su alrededor; personas circulaban, de blanco o de negro, parecían
fantasmas. La enferma, tumbada sobre un diván, no podía decir ni una palabra, ni
hacer un gesto.
La mayoría de los invitados ya acababa de retirarse, y permanecían solamente
cerca de su amiga de pensión, la doctora Genevieve Saint-Phar, el mayor Lapouge,
los doctores Aubertot y Pascal, uno y otro profesores de la Facultad de París.
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Los cuatro médicos examinaron las diferentes funciones; el corazón, muy lento, latía a cincuenta, los movimientos respiratorios descendían por debajo de lo
normal. Unos sobresaltos agitaban el cuerpo.
El Sr. Emile Pascal, un hombre de alta talla, joven aún, de bigotes espesos y
grisáceos, ajustó sus anteojos y dijo a Olivier:
–¿Es la primera vez que la señora marquesa experimenta estos trastornos nerviosos?
–Sí, doctor, la primera vez.
–Habitualmente, este tipo de espasmos no persisten.
Y dirigiéndose a su colega Aubertot:
–¿No está sorprendido como yo, de la dilatación de las pupilas?
–¡Sin duda!
Aunque médico de los Montreu, Aubertot quiso cambiar de tema ante su ilustre colega, y preguntó al aristócrata:
–¿Qué ha comido esta noche?
–Ningún plato que no haya probado yo mismo.
–Veamos los brazos, las piernas – continuó Pascal, rogando a la Sra. Aubertot
que acompañase al marqués a otra habitación.
Percibió en las nalgas y en las pantorrillas numerosos pinchazos, y declaró:
–Nos encontramos en presencia de una intoxicación aguda por un envenenamiento grave de morfina.
–¡Ya me parecía a mí!– afirmó el mayor.
Y él mismo murmuró:
–¡Pontaillac está detrás de esto!
–Debo admitir, – dijo Aubertot – que en diciembre, he dado una inyección a la
Sra. de Montreu, pero un solo pinchazo destinado a combatir sus dolores neurálgicos. Recientemente, la marquesa me solicitó, por las mismas causas, nuevas inyecciones; temí que le crease dependencia y me negué.
–Otros médicos habrán sido menos escrupulosos, – comentó la doctora.
–No es el momento de agitar esta cuestión, – consideró Pascal – Hay que desvestir a la enferma.
No se tenía ni el tiempo ni la posibilidad de situar el termómetro en la axila; la
mujer desnuda permanecía en estado casi catatónico; la sensibilidad sensitivosensorial estaba abolida; el reflejo patalear y el reflejo plantar no existían, y una
aguja, hundida a través de la piel, no provocó ninguna reacción.
Los doctores se encontraban ante un estado caracterizado por el coma y el colapso. Se produjeron en la enferma unos intentos de vomitar, y los movimientos respiratorios, al principio muy acelerados, descendieron a diez por minuto. Otras particularidades interesantes se mostraron en la pupila y la cornea, y a la dilatación pupilar sucedió una abolición absoluta de reflejo; la abertura y la oclusión alternativa de
los párpados no hacían mover el iris excitado, y la aproximación de una vela no le
permitió reaccionar.
Finalmente, bajo la influencia del tanino y sobre todo del café en altas dosis, la
respiración comenzó a hacerse más amplia; los latidos del corazón se volvieron
igualmente poco a poco más claros y más acelerados, y con fricciones y masajes, la
temperatura subió.
Todo peligro estaba conjurado.
31
La Sra. de Montreu, no aceptando los amables ofrecimientos de la Sra. Aubertort, quiso regresar a su casa. Unas mujeres la ayudaron a vestirse, mientras los cuatro médicos se reunían, en el jardín de invierno, con el marqués Olivier.
Surgió una discusión entre el mayor, los profesores y la doctora.
¿Era conveniente, en presencia de ese caso de intoxicación crónica por la morfina, emplear la supresión brusca?
Pascal, Aubertort y la Srta. Saint-Phar abogaban por el método de los doctores
Ball, Zambacco, Lancereaux, etc., que consiste en la disminución progresiva de las
inyecciones; el cirujano militar, aunque buen francés, se declaraba partidario de la
supresión inmediata y radical, de la que el doctor alemán Levinstein era el apóstol.
–¡Pero mi esposa no toma morfina! – clamaba Olivier.
–¡La toma, a sus espaldas!– respondió Pascal.
La Srta. Saint-Phar añadió:
–¡Todos los morfinómanos, sobre todo las mujeres, saben disimularlo!
Ante la autoridad de los profesores, Lapouge cedió, y los médicos adoptaron
el método Erlenmeyer, progresivo decreciente, del cual explicaban el proceso, exhortando al marido a vigilar a su esposa.
Blanche, presa del miedo, escuchó los consejos de la doctora; le confesó su
pasión morfínica; le mostró el brazalete que encerraba el licor, jurando seguir las
órdenes de los médicos y de obedecer a su amado esposo.
Transcurridos algunos días, el Sr. y la Sra. de Montreu partieron para el castillo de los Tejares – y Raymond de Pontaillac durmió su pena de amor.
33
V
Era primavera, y todo se tornaba verde en el valle de Saint-Martin-l’Eglise
que domina el castillo de los Tejares.
El Sr. y la Sra. de La Croze, padre y madre de Blanche de Montreu vivían allí,
bendecidos por los pobres, amados y respetados por sus criados, sus aparceros y sus
vecinos.
Si el viejo castillo de sus ancestros fue reemplazado por una habitación moderna, si la hierba crece sobre antiguos fosos, y si una torre desmantelada evoca la
historia, los descendientes no han perdido nada de valor de sus antepasados, e incluso han ganado en caridad social.
La fachada del castillo da sobre un patio de armas, en medio del cual se encuentra un castaño célebre; a la derecha, las cuadras, luego los jardines, el parque y,
hacia la izquierda, un amplio estanque que baña las murallas.
Desde la terraza resplandeciente de flores, se perciben los veinte dominios de
la propiedad, las casas blancas, las praderas, los densos bosquecillos, los profundos
macizos, el castillo de los Ormes, el edificio señorial de Pontaillac, y más lejos aún,
el pueblo de Saint-Martin-l’Eglise y su campanario puntiagudo de tejas rojas.
Un arroyo vagabundo, a lo largo de los prados, y en lo alto del camino, aquí y
allá, en las inmensas landas, unos bloques grises, unos dólmenes, unos túmulos, interesaban a los miembros de las sociedades arqueológicas, como el amueblamiento
del castillo hubiese podido interesar y apasionar a un anticuario: tapicerías antiguas,
viejos arcones con fantásticas esculturas, grandes lechos con sus cortinajes estampados con personajes, lozas, relojes, y el propio billar con sus primitivas redes a guisa
de troneras, todas esas cosas tenían su historia y testimoniaban el respeto y los esmeros de la noble familia.
Sí, todo era alegre, por ese sol; los pájaros cantaban la eternidad de la creación; una brisa cargada de perfume de los tomillos y las lavandas corría por la tierra
yendo a parar a las aguas del estanque de las Falettes, donde duermen las flores nadadoras; ¡todo era alegre! Pero, en el invierno, cuando bajo un cielo gris, los árboles
despojados de sus hojas gemían al viento y los lobos vienen a aullar hasta el parque,
hay que bendecir la tierra natal o buscar intensas emociones para no desertar. Y los
suegros del marqués no desertaban, y resistían los inviernos mundanos, tan alabados
por su yerno y su hija.
En el castillo de los Tejares, con motivo de la estancia de los Montreu, se recibía a aristócratas de la vecindad, y especialmente a Pontaillac, cuando se encontraba de permiso; pero la intimidad habitual de los La Croze estaba restringida al
abad Boussarie, cura de Saint-Martin-l’Église, y a los Gouillèras – El Sr. Adolphe
Gouillèras, rico propietario y gran comerciante de maderas, habiéndose casado con
Mathilde de Chastenet, la prima pobre de Blanche.
Ese día, después de almorzar, el marqués Olivier, su esposa y su hija Jeanne,
se paseaban por los jardines con los La Croze.
La niña caminaba entre el padrino Pierre, un apuesto viejo de barba canosa, y
la madrina Amélie, una anciana en vieja en papillotes grises.
Para juzgar a los de La Croze, ¿no bastaba remontarse a la guerra de los 70, a
las batallas en las que el aristócrata mandaba una compañía de móviles, mientras
que la dama de los Tejares distribuía el pan a las humildes mujeres de los campesinos-soldados?
34
Consejero general del cantón, lugarteniente de los voluntarios del distrito, el
Sr. de La Croze hubiese querido ceder la consejería a Olivier. Al yerno no le preocupaba demasiado: él amaba más a su esposa y a París.
Desde la llegada a los Tejares, el Sr. de Montreu había impuesto – al menos
así lo creía – la disminución progresiva de la morfina. Los primeros días, Blanche se
rebeló, al descubrir los artificios de agua mezclada, éter sulfúrico, cloroformo o alcohol. ¡Necesitaba morfina! Lloraba, se lamentaba, insultaba, amenazaba, luego se
tranquilizó, pareció renunciar al estupefaciente y a todas las sustituciones diluidas,
mucho antes del plazo fijado por los médicos.
Blanche se consideraba salvada, absolutamente curada, hablaba con asco de su
antigua y ridícula pasión; tocaba el piano, el arpa, cantaba, reía, montaba a caballo –
y el marqués escribió unas cartas entusiastas al doctor Aubertot. Este respondió:
«¡Muy bien! Pero, tenga cuidado! ¡Continúe vigilando!»
Y le indicaba casos insólitos entre los morfinómanos para disimular.
En el paseo de los tilos, el Sr. de la Croze y el marqués encendían sus cigarrros; Blanche, madre celosa, cogió a la pequeña Jeanne de los brazos de la abuela, y
la cubrió de locos besos.
–¡Le haces daño!– exclamó la Sra. Amélie… – Mira: ¡está llorando!
Jeanne dijo, vertiendo lágrimas:
–¡Mala, mamita!
La marquesa estalló en sollozos, y se puso a caminar muy aprisa. Oliver preguntó, preocupado:
–Blanche, ¿a dónde vas?
–Regreso a mi habitación; ¡necesito llorar!
Corría tan rápido que los La Croze y el marqués tuvieron miedo y fueron tras
ella. Blanche gritó:
–¡Dejadme! ¡Me fastidiáis!
En su camino, se encontró con la vieja Catherine que quiso detenerla:
–¿Señora?...
–¡Déjame!... ¡déjame!
Ante ese espectáculo, el Sr. de Montreu se vio invadido de una gran angustia… ¿Acaso renacía la terrible pasión?
Y, pronunciando la consigna, golpeó la puerta de su esposa.
La marquesa fue a abrir; afirmó:
–¡Ya estoy mejor!
Él habló tímidamente de la morfina, y Blanche le saltó al cuello, muy alegre!
–¿La morfina?... ¡Oh! ¡no, Olivier!... ¿Crees que voy a morir?... Ya he sufrido
demasiado… ¿No hemos roto todas las siniestras Pravaz?
La joven mujer, enteramente calmada, había recuperado su alegría.
Cada día, la marquesa iba a cumplir con sus devociones en una pequeña capilla situada al final de los jardines, en medio de un denso follaje.
Por la puerta enrejada, se veía sobre el altar una Virgen de mármol blanco,
unos candelabros de oro y jarrones con flores recién cortadas; cuatro oratorios de
terciopelos se alineaban, entre las dos ventanas ojivales, cuyo sombrío y artístico vitral brillaba a la luz de una lámpara de iglesia.
Una mañana, el marqués y la pequeña Jeanne acompañaron a la Sra. de Montreu hasta la capilla. La mamá y la criatura se habían arrodillado, y Olivier, de pie,
observó los ojos de Blanche que, desde hacía algunos minutos, exploraban la alfombra, en una búsqueda infructuosa.
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La Sra. de Montreu se quedó en la pradera. Olivier llevó a la niña, feliz de verla saltar y reir. En un momento, Jeanne se bajó para recoger violetas.
–¡Oh! ¡papá, mira qué bonita joya!
En sus dedos brillaba al sol una Pravaz de oro.
El marqués recogió el objeto vivamente:
–¡Jeanne, no digas a mamá que has encontrado esto!
–¿Por qué?
–¡Porque me harías, mucho, mucho daño!
–Pero, no quiero que te apenes, papaíto….¡Chsss!... ¡Aquí viene mamá!
Blanche iba hacia ellos, con la mirada registrando la hierba, las rocas, y todo
su rostro revelaba una profunda inquietud.
Olivier creyó generoso y prudente no arriesgar con alguna alusión.
Durante la jornada, el marido y la esposa se dirigieron a Saint-Martin-l’Église,
a casa de sus parientes, los Gouillèras, y el Sr. de Montreu, dejando a Blanche con la
prima Mathilde, se acercó a la farmacia.
Cerca de la puerta, el Sr. Teissier, el farmacéutico, liaba un cigarro.
–Señor, – dijo Olivier – me haría el favor de concederme unos minutos.
–Con mucho gusto, señor marqués.
Se sentaron en un saloncito, detrás de la oficina.
El aristócrata expuso:
–El Dr. Vaussanges está de viaje; espero su regreso para preguntarle, si eso es
útil, lo que no creo. Él mismo me ha manifestado desde hace tiempo que la Sra. de
Montreu no tenía ya necesidad de morfina; por otro lado, estoy seguro de que mi esposa no ha recibido ningún envío desde París. Por lo tanto, es usted, señor, quién,
sin receta, está vendiendo morfina a la Sra. de Montreu.
–¡Esa es una acusación injusta, señor marqués! Yo jamás he vendido morfina
sin receta.
–¿Me da usted su palabra de honor?
–¡Palabra de honor!... Y deseo demostrarlo…
–¡No es necesario!
–Sí, quiero.
Corrió a la oficina y regresó, llevando consigo un libro y un frasco.
–Señor marqués, en nuestro pueblo se consume muy poca morfina. He recibido de París cincuenta gramos, y, con motivo del tratamiento seguido por la Sra.
marquesa, bajo diversas recetas del Dr. Vaussanges, han sido retirados cinco gramos, luego dos gramos, receta de otro médico, el Sr. Thavet, de Labrousse. Deben
quedarme cuarenta y tres gramos. ¡Vamos a ver!
Teissier depositó el frasco sobre una balanza, hizo un cálculo mental y exclamó:
–¡Catorce gramos solamente!... Por el amor de D… ¡me han robado!
De inmediato, llamó: «¡Víctor! ¡Víctor!»
Un hombre muy joven de cabello pelirrojo que apilaba quinquina en el laboratorio, entró y dio un respingo, asustado, ante los testimonios de su incorrección.
–¿Fuiste tú quien cogió la morfina de aquí? – gruño el farmacéutico. ¡No
mientas o te estrangulo!
–Sí, patrón. La he vendido en varias ocasiones, y voy a buscar el dinero ahora
mismo.
–¡Maldito! ¡canalla!... ¡Sal de aquí!
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Pero, a ruego del Sr. de Montreu, el farmacéutico se resignó a escuchar las razones de Víctor.
Él, hijo del Sr. Abel, el hermano arruinado del Sr. Adolphe Gouillèras, ¿en
qué se hubiese convertido sin la asistencia del tío rico? Esta asistencia la debía sobre
todo a la tía Mathilde, pues el tío Adolphe no lo quería demasiado. ¿Qué más natural
que expresar esa gratitud a la Sra. Mathilde, proporcionándole unos gramos de morfina que ella pagaba?
–Mi único error, – añadió el mancebo – es no haber puesto el dinero en la caja,
pero se habría descubierto la venta y la Sra. Mathilde quería mantener el secreto.
–¡Más que idiota! ¡más que bruto! – continúo el farmacéutico, tal vez hayas
envenenado a tu benefactora.
–No, porque la morfina no era para ella – replicó el Sr. de Montreu – ¿no es
así, Víctor?
–Yo no sé nada, señor marqués.
Desde que obtuvo del Sr. Teissier el perdón de Víctor y recomendado el silencio al patrón y al mancebo, el Sr. de Montreu regresó a casa de los primos Gouillèras. No deseaba una explicación inmediata con Blanche, en presencia de Mathilde;
temía encararse a las mentiras de las dos mujeres.
En el momento de partir, Blanche dijo a su prima:
–¡No lo olvides!
–No temas. Se lo entregaré al cartero.
En la calesa, a lo largo del camino, la Sra. de Montreu sonreía a su esposo.
Preguntó:
–¿Verdad, Olivier, que Mathilde embellece todos los días?
–No opino del mismo modo. ¡Es demasiado rubia, está demasiado pálida, demasiado delgada, demasiado alta!
–Tal vez, ¡pero es muy distinguida!
–Lo importante es que sea feliz, y si el Sr. Gouillèras no es la distinción personificada, tiene todas las cualidades de un hombre íntegro.
La noche transcurrió tranquila. Por la mañana, sobre la carretera, Olivier
acechó el paso del cartero:
–¿Tiene algo para mí?
–Sí, señor marqués, – respondió el cartero. – Tengo cartas y periódicos.
–¿Nada más?
–Un paquete para la Sra. marquesa, de parte de la Sra. Gouillèras.
–Deme el paquete.
El Sr. de Montreu regresó a su habitación, y, obligado por su amor a desempeñar un papel de vigilante conyugal, muy a pesar de su costumbre y su voluntad, el
marido desató el paquete. Se encontró dos ovillos de lana azul, y estos contenían en
su interior una carta, una pequeña botella y una Pravaz.
Era un deber leer, y Olivier rompió el sobre:
«Mi querida Blanche, en Limoges, en el Sagrado Corazón, tú rica, compartías
con la pobre prima Mathilde, las comidas que te enviaban desde el castillo de los
Tejares.
«Y, hoy, tengo la dicha de enviarte la mitad de las riquezas que poseo y de cuyo misterioso y soberano poder me has informado.
«Mezcla el divino licor, pues, por desgracia, la fuente se va a agotar. Ayer, en
efecto, mi sobrino Víctor me anunció que no podría seguir proporcionándomela, al
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prohibirle el patrón su venta y por razones que desconozco. Esas razones, las atribuyo a una visita de tu marido a la farmacia, visita que he sabido del propio testimonio
de la Sra. Teissier.
«¡Oh, querida, hay que ser cuidadosa! ¡Hay que ocultar este supremo tesoro!
Blanche, ¡no hay cajones lo suficientemente discretos ni cajas bastante fieles, contra
los ojos de un marido como el tuyo, un hombre que te adora y no es capaz de ver
que la privación es mortal!
«Mi marido a mí – ese bueno y sencillo hombre de campo– me deja libre, y,
por lo demás, yo lo domino con toda la altura de mi pobre nobleza.
«Te envío una Pravaz, menos elegante que la que has perdido, pero también
generosa. La Pravaz y la solución, continúa poniéndola bajo la salvaguarda de tu
pequeña Jeanne. El Sr. marqués jamás las encontrará: ¡un ángel las protege!
«Mil besos de tu:
«MATHILDE GOUILLÈRAS,
«NACIDA DE CHASTENET.»

«P.S.- Vuelvo a abrir esta nota. Tengo una idea. ¿Por qué no escribes a nuestra
amiga Geneviève Saint-Phar? Probablemente la doctora nos enviase morfina. Si se
niega, iré a Limoges y obtendré recetas de un doctor y tal vez soluciones, directamente, de los farmacéuticos.»
El Sr. de Montreu trataba de ahondar en el misterio de estas palabras: « La
Pravaz y la solución, continúa poniéndolas bajo la salvaguarda de tu pequeña Jeanne… »
¿Era una idea simbólica o el claro enunciado de un hecho?
Mientras la sirvienta vestía a Jeanne, Olivier inspeccionó la cama de la niña y
descubrió, en el fondo del somier, un frasco de morfina vacío en sus tres cuartas partes. No quiso seguir por la senda de las hipocresías burguesas, y por la tarde, a la
hora de la siesta, dijo a Blanche:
–A pesar de tus juramentos, vuelves a comenzar con las mismas locuras, y te
envenenas con la horrible morfina…
–¡Eso no es cierto!
–¡Blanche!
–¡No es cierto! ¡no es cierto! ¡No, eso no es cierto!
Él le mostró los dos frascos y la Pravaz:
–¿Para qué mentir?
–¿Dónde has cogido eso?
–Tuve que registrar la cama de Jeanne e inspeccionar el envío de Mathilde.
–¿Ha abierto usted una carta dirigida a su mujer? ¿Ha roto el sobre?
–Sí.
–¡Es usted un canalla!
–Amor mío…
–¡Cállese, señor! ¡Debería enrojecer!... Vamos, ¡entrégueme esos objetos!
–No.
–¡Yo así lo quiero!
–No.
–Señor, ¡entrégueme eso!
–¡Jamás!
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Nerviosa, ella se arrojaba sobre él, tratando de apoderarse de la Pravaz y los
pequeños frascos; él resistía; ella se colgaba de él, mezclando sus sollozos con promesas de amor, en ardientes ruegos y él necesitaba mucho coraje para resistir.
–¡Olivier, la Pravaz es mi vida!
–¡Eso será tu muerte!
Deseoso de poner término a una lucha tan dolorosa, arrojó la Pravaz y los
frascos por la ventana abierta, en el estanque de los Falettes.
Ambos oyeron el chapoteo del agua, y Blanche gritó:
–¡Me has matado!... ¡me has matado!
Olivier se arrodilló ante ella, implorando el perdón del sacrificio. Ella lo rechazó, quería estar sola.
¿Y si ella se arrojaba por la ventana? Él estaba allí; observaba; con sus brazos
agarrando las faldas.
E, inclinada en la ventana, Blanche miraba el cielo de un azul intenso y las
constelaciones. Veía temblar las estrellas sobre las aguas, y, entre ellas, dos más brillantes cuyo estallido iluminaba las profundidades que se abrían. Eran los frascos de
morfina: descansaban en un lecho de gladiolos y nenúfares, un joyero de herivas
verdes y rosas diamantadas. Los frascos se rompieron, el licor se vertió, abundante,
siempre más abundante, infinito. Y hete aquí que Blanche, se encontró en el paroxismo del delirio a la visión de un mar de morfina. Se acordó de un bonito espectáculo de viaje – ¡de su viaje de bodas! – y para ella la morfina circulaba en el
estanque, como en el Ródano, en Ginebra, y atravesaba el Leman sin confundir sus
aguas.
Todo lo demás era borroso, y solo el licor triunfaba y brillaba luminoso, inmaculado.
Escuchó voces celestiales que le prometían en el Paraíso amores inmortales.
Blanche iba a caer; iba a morir; él estaba allí, él la tomaba contra su pecho:
–¡Mi adorada!
–¡Yo no os conozco! ¡Váyase!... ¡váyase!... ¡Me produce horror!
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VI
El capitán Pontaillac se encontraba en un estado físico relativamente satisfactorio, y todavía mantenía representando al lado de la Stradowska una extraña comedia amorosa.
En esa ruda musculatura, entraba el veneno, se deslizaba, y al igual que el rayo
quema la espada de acero, sin dañar el forro de terciopelo, consume los huesos del
cuerpo, sin afectar la carne que los cubre – así, la morfina mataba el espíritu, la resistente llama, sin casi tocar la envoltura orgánica.
Cosa notable, no había para Raymond ningún elemento coexistente de un estado de degeneración mental hereditaria, ninguna apetencia mórbida, ninguna tendencia malsana que fuese el acto de una naturaleza ya debilitada e incapaz de resistirse a las solicitaciones.
Desde el principio, el cerebro estaba indemne de taras: desde el punto de vista
médico-legal, la herencia no ejercía no su rol habitual de factor etiológico, y no se
podían advertir más los fenómenos del morfinismo y del alcoholismo asociado.
Desaparecida Blanche, el joven oficial buscó el olvido en las tareas militares y
las pequeñas reuniones con sus camaradas, Jean de Fayolle, Léon Darcy y ArnouldCastellier; en cuanto al mayor Lapouge, fue víctima de los arrepentimientos del
morfinómano.
Pero, después de tres semanas, aparte de las horas en las que el servicio lo
llamaba al cuartel, Pontaillac era invisible. No se le encontraba ni en el Epatant, ni
en el café de la Paz, ni en la Ópera, ni en el Circo, ni en el Bois, y las cartas, los telegramas de Christine permanecían sin respuesta.
Comenzó una vida bizarra.
Algunas veces, en su casa, con su revólver en la mano, se detenía ante un espejo, con la idea de reventarse el cerebro, y luego, regenerado por una inyección,
colmado de deseo por Blanche, caminaba hacia un saloncito.
Admiraba un retrato de cuerpo entero de la Sra. de Montreu, una obra maestra,
cuya ejecución acababa de supervisar y de dictar los menores detalles, según una fotografía y la religión del recuerdo – así como se hace con las imágenes de los muertos.
Aquí y allá, por todas partes, cosas de ella: un abanico roto, un zapato de baile, un corsé, guantes, ramos; todos esos objetos sin valor, se los había comprado a
Angèle, la dama de compañía de la marquesa, y el corsé florido de encajes exhalaba
todavía el delicioso perfume de la dama pelirroja.
Con mirada suplicante, tendía las manos hacia el retrato, y Blanche parecía
animarse y descender de su marco; él la cubría de besos, la mimaba, la transportaba,
la poseía por entero. Y, acabada la alucinación, repentinamente, se volvía a encontrar cerca de un espejo y manejaba el gatillo de una pistola.
Ahora bien, un día, como todos los días, Raymond evocaba a su bien amada.
La puerta se abrió, y Christine que entraba, se detuvo, impactada.
–¡Raymond!
–¿Qué desea de mí, señora? ¿Qué viene a hacer aquí? ¡Salga!
–¿Ya no me amas?
–¡Yo jamás la he amado!
–¡Oh! – gimió ella, abrumada de dolor.
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–Esa es a quién amo, a quién adoro – exclamó, señalando el retrato de Blanche
– ¡Esa es! ¡Fue para ocultar a todos los ojos un amor culpable que se apoderó de
mi!... ¡Mire!... ¡Dios mío, qué bella es!... ¡Déjenos solos!
De sus dedos temblorosos, buscaba las formas maravillosas en un espacio geométrico indefinido, estrechaba sus brazos, y suspiraba:
–¡Blanche! ¡Oh, Blanche!... ¡Oh, mujer!.... ¡Toma! ¡sobre tus labios!
Pero, de pronto, se tambaleó, despertado:
–¡Estoy loco, mi buena Christine!
–Y yo vengo a consolarte; vengo a curarte… a hablarte de ella…
Había tanta sencillez y heroísmo en esa inmolación de la mujer ultrajada que
Raymond se arrodilló ante su amante.
Ella lo levantó, y besándolo en la frente:
–¿Quieres que sea tu hermana a partir de ahora?
–Entonces, – dijo él, sin entrever la grandeza del sacrificio, – entonces, ¿no
estás celosa?
–No… nada de celos.
–¿De verdad?
–De verdad.
Y hablaron de la ausente toda la jornada, toda la noche.
–¿Por qué no pides un permiso? Irías a verla… allá…
–Tengo miedo…
–¡No seas bobo!
Una noche, Crhistine condujo a Raymond a la estación de Orleans, y la valiente regresó a su casa, llena de angustia.
En los Tejares, la marquesa Blanche entraba en el último periodo del
«síndrome de abstinencia.»
El doctor Vaussanges, un hombre de barba gris de lo más honorable, trataba
de engañar a su noble clienta:
–Señora, le traigo morfina.
–¡No, doctor, eso es agua!
–Morfina y agua.
–¡No lo quiero!
Ante la imposibilidad de procurarse dosis de estupefaciente, la Sra. de Montreu, que ya no recibía cartas de la Sra. Gouilléras, se dirigió a los criados. Todos se
negaron a obedecer a su ama, bajo las órdenes del marqués.
Nada que esperar de la doctora Geneviève Saint-Phar.
Enloquecida de odio, Blanche rechazó a su marido en el lecho conyugal; evitó
las menores ternuras, los menores besos.
Él, dominando sus escrúpulos de hombre noble y queriendo por encima de todo la curación de su esposa, había hecho fabricar unas llaves; inspeccionaba el secreter, el escritorio, los cajones, los cofres, las bolsas, las cajas de guantes, los objetos más delicados, los más íntimos, y, si la marquesa lo sorprendía en sus bárbaras
pesquisas, le decía con desdén:
–¡No se moleste! ¡Verifique mis camisas, mis medias!
Y se estremecía de ganas de escupirle en el rostro.
En la marquesa Blanche, el sistema nervioso por entero, cerebro-espinal y
ganglionar, estaba profundamente afectado por la desaparición de la morfina en el
organismo: la joven mujer incriminaba moralmente a Ollivier, su salvaje guardián;
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el sistema nervioso se rebelaba físicamente contra el acto de violencia que le sustraía lo indispensable, y cada nervio manifestaba su trastorno, en su propio ámbito.
En virtud de leyes ignoradas, la fuerza del deseo fisiológico desarrollaba el
campo intelectual y permitía a la Sra. de Montreu analizar todas sus sensaciones.
Tenía hambre de morfina; tenía, no impulsos de golosa, sino una auténtica necesidad de alimento: ¡le faltaba un elemento!
Sentada o acostada, experimentaba una intensa agitación de las piernas, – en
sus piernas martirizadas, pues se había pinchado en las piernas – y se veía obligada a
ejecutar con ellas movimientos regulares; esta agitación se exageraba hasta tal punto
que se hubiese dicho un redoble de tambor. Los ligeros abscesos de la región lumbar
y de los muslos producidos por los pinchazos se cicatrizaban; el rostro conservaba
todo su frescor; la piel permanecía indemne a esa coloración purpura habitual en los
morfinómano sanguíneos; los ojos no revelaban ningún trastorno de acomodación, y
solo, los dolores en la región cardíaca, una tos nerviosa y una sed inextinguible
constituían los principales síntomas de la abstinencia.
–¡Olivier, me muero!... ¡Olivier, ten piedad de mí!
El Sr. de Montreu apartaba la mirada, temiendo sucumbir:
–Blanche, mi querida esposa, ten todavía un poco de valor… Te vas a curar;
no pensarás más en el horrible licor, y nos amaremos…
–¡Jamás, señor, jamás!
A fin de distraer a la enferma, Olivier se servía de Jeanne para enviarle regalos
encantadores.
–Mamá, es de papá… ¡Oh! ¡qué brazalete más bonito! ¡Oh, qué bonito collar!... Y esas flores, estas verbenas, estas rosas…
Blanche besaba la cabecita rubia y la alejaba – sin una sonrisa.
El Sr. y la Sra. de la Croze animaban a su yerno a salvar a la madre de Jeanne.
Se citaba a la Sra. de Montreu los ejemplos de algunos morfinómanos arrepentidos;
se le citaba el caso de Mathilde Gouilléras, que tras haber sufrido mucho, lanzaba
anatemas contra la morfina; Blanche no escuchaba nada, y siempre enamorada del
veneno, iba hacia el final de sus consumidores.
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VII
Ese día, Raymond de Pontaillac, llegado la víspera a su castillo de los Ormes,
montó a caballo para dirigirse a los Tejares.
Al principio puso su animal al galope, luego al trote, por último al paso, bajo
los grandes castañoss que le cubrían de sombra: en su deseo de volver a ver a Blanche se mezclaba una pena, como si realmente no estuviese seguro de encontrar allí
toda la dicha que iba a buscar.
Ante la verja del castillo, el capitán estuvo a punto de girar las bridas, pero
había sido visto por el Sr. de la Croze que le dijo:
–¡Caramba! ¡Qué sorpresa, amigo mío!... ¿Y desde cuando está usted en los
Ormes?
–Desde ayer, señor Pierre… Me he detenido en Limoges para saludar a mi tío.
–Podrías decir: «Monseñor»… ¿Cómo está nuestro obispo?
–¡Pontificalmente!
Un criado llevó el caballo del capitán a las cuadras, y el Sr. de la Croze y Pontaillac caminaron hacia la casa.
–Capitán, ha hecho bien en venir a vernos… ¡Uno se aburre mortalmente
aquí!... ¿Cuántos meses de permiso?
–No tengo meses; tengo días… quince.
–¡Diablos, eso es poco!
El viejo noble introdujo a Raymond en el gran salón, llamó a la Sra. de la Croze y envío a Catherine a advertir a la marquesa.
Olivier estaba en el parque, supervisando la instalación de los conductos del
agua. Se le llamó; acudió, y los dos amigos se abrazaron, mientras la marquesa hacía
su entrada.
Evocando la escena del jardín de invierno, en casa del doctor Aubertot, Raymond se decía: «¿Me ha perdonado?» Por el contrario Blanche se estremecía con esta idea: «Él tiene morfina; ¡me la dará!»
Ambos hablaban ahora de un modo indiferente de cosas parisinas y mundanas,
de los últimos bailes, de las últimas habladurías, de los últimos escándalos, y nada,
en su voz ni en sus gestos, traicionaba sus profundas emociones.
Se recibió la visita del abad Boussarie, el cura de Saint-Martin-l’Église, un
amable y paternal anciano de largos cabellos blancos, el antiguo preceptor del Sr. de
Pontaillac. Él recordó que Blanche, Olivier y Raymond habían sido bautizados por
él y que habían hecho su primera comunión en Saint-Martin. Solo, el capitán estaba
soltero. ¿En qué pensaba? ¡Vamos, el sobrino de Monseñor Aymard de Pontaillac,
el heredero de un linaje ilustre, debía predicar pronto con el ejemplo!
Y con su bastón, con empuñadura de plata, el viejo sacerdote amenazaba cariñosamente a Raymond.
Una esperanza animaba a la Sra. de Montreu. Era a Pontaillac a quién debía su
primer pinchazo y, en su horrible desamparo de hambrienta, el gran iniciador acudiría en su ayuda… ¿Cómo dirigir la petición, en qué lugar, con qué ardides? Aquí,
nada se podía intentar bajo la mirada del marido. ¿Escribir al capitán, enviar una
carta por un criado? Nadie en el castillo aceptaría el recado. Por otro lado, Blanche
no olvidaba la declaración de amor del joven oficial, y se sentía al respecto con la
más grande reserva. Y sin embargo, necesitaba la morfina, le hacía falta una Pravaz
– ¡solo, Raymond podía impedirle morir!
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Enseguida, nació la idea en el Sr. de Montreu de que su esposa habría recurrido a Pontaillac, y, como él buscase un medio de afirmar su papel de vigilante, fue el
propio Raymond quien le sacó de apuros:
–¿Sabes, Olivier? ¡Por fin he renunciado a mi estúpida dependencia por la
morfina!
–Ya no hay esperanza; ¡me mataré! – gruñó la marquesa.
Pero levantó los ojos y creyó leer una mentira y una promesa en la mirada del
hombre.
–¿Realmente, – interrogó el marqués, – has roto con la odiosa Pravaz?
–¡Sí, he roto!
Una nueva mirada desmintió la nueva afirmación, y esta vez Blanche mostró
una sonrisa. ¿Es que, por otra parte, podía olvidarse el embrujo? ¡Si Pontaillac acababa de traicionar la verdad, es que comprendía los dolores de la abstinencia y se
protegía del esposo, a fin de socorrer mejor a la desdichada mujer!
Tras la partida del cura y de Raymond, la marquesa subió a sus aposentos y
volvió a bajar, a la hora de la cena. Había cambiado de vestuario y, en vestido primaveral, con sus bellos cabellos pelirrojos adornados con un racimo de lilas, parecía
tranquila, casi alegre.
El marido iba a acusar a la morfina de esta agradable metamorfosis, pero
Blanche adivinó su pensamiento, y con un gran talento de disimulo, dijo:
–Olivier, sospechas que me he pinchado. ¡Pues bien, te equivocas! El Sr. de
Pontaillac se ha curado; ¿Por qué no podría hacerlo yo?
Creaba «el estado de esperanza» que ayuda a soportar «el estado de necesidad».
Al día siguiente, Raymond salió de los Ormes para un paseo matinal. Caminaba, con el corazón alegre, y, gracias a unos especiales razonamientos que las bienhechoras soluciones le inspiraban, llegando a convencerse de que era urgente procurar morfina a la gran dama y excusable el hacerse amante de la esposa de un amigo,
de su mejor amigos.
Pontaillac circulaba por un camino sombrío y, a través de las ramas, el sol le
besaba el rostro, le iluminaba sus entorchados; una brisa tibia y dulce lo impregnaba
de vivificantes fragancias de los bosques.
Se detuvo ante el parque de los Tejares, cerca de una brecha reciente hecha
por los obreros empelados en los conductos del agua. La verja de la capilla estaba
abierta y, en la mujer arrodillada, el hombre reconoció a la Sra. de Montreu.
La marquesa salía de la capilla, y las dos víctimas de la Pravaz se miraron.
–Señora, –comenzó Raymond, – el azar me ha traído aquí, y bendigo al
azar…¡Qué pálida y temblorosa estáis!... Habéis llorado…
–He llorado, porque sufro, porque me muero!
Decididamente, contó sus dolores, el suplicio que le imponía el Sr. de Montreu, privándola del licor vital; contó la escena nocturna en la que el marido arrojó al
estanque las soluciones y la Pravaz. Todo el mundo la abandonaba, sí, todo el mundo, incluso Mathilde, su antigua prosélita!
–Lo sabía, – replicó el oficial con aplomo; – lo sabía y he venido. Ayer, debí
ocultar bajo la mentira mi deseo de seros útil, pues, señora, mejor que nadie, yo conozco vuestro mal. Yo también lo he padecido y también he llorado. No hay tortura
comparable a la de la necesidad de morfina! Los médicos pretenden que el licor nos
mata! ¡Imbéciles! ¡Pero, la muerte odiosa, terrorífica, es la privación!
45
Extrajo de su bolsillo un neceser de viaje en seda azul que contenía la solución
y una aristocrática Pravaz:
–Tomad, señora… no lloréis más… Enjuagad vuestros bellos ojos… El infierno va a desaparecer…. para vos!
–¡Gracias, oh! ¡gracias, señor de Pontaillac! ¡Usted me salva!
El capitán saludó a la Sra. de Montreu y regresó por el camino de los Ormes.
Bajo la energía del pinchazo, Blanche experimentó un extraño malestar: la solución de Pontaillac era una dosis un grado mayor del que la joven víctima todavía
no había alcanzado.
Se produjo un trastorno espantoso en los órganos, al mismo tiempo que una
sobreexcitación del cerebro. La sangre afluyó al corazón, y unas imágenes – por los
ojos y por el pensamiento – reemplazaron a la vez las ideas exactas y los cuadros de
la realidad; así, la habitación de Blanche se transformaba en un amplio estanque, el
estanque de las Falettes; una barca se balanceaba sobre las aguas; el Sr de Montreu
encarnaba al Sr. de Pontaillac, y Blanche adoraba la nueva encarnación. En una lucha de la luz y las tinieblas, el espíritu establecía un contraste odioso entre los dos
nobles, entre el esposo severo, tal como un carcelero, y el enamorado soberbio, como un príncipe encantador. Blanche disminuís la pequeña talla del marido, cuando
el marido conducía los ponis de la victoria; ella le sustraía toda su belleza, su distinción, para apostar por el gran Raymond al que veía correr a caballo, resplandeciente
con casco y coraza, en un deslumbramiento de astro.
Al despertar, la decente mujer expulsó la mala idea y fue presa de un terror,
como si realmente hubiese sido responsable de las veleidades de lujuria sugeridas
por el alma del veneno.
Los días siguientes, se mostró fría con el Sr. de Pontaillac, afectando ante él
una gran ternura conyugal por Olivier; pero, cierta noche, el capitán cenó en las Tejares con el abad Boussarie, los Gouillèreas, y, cuando el marido de Mathilde, un
buen y grueso vecino de Limoges, de barba rojiza, aburría al invitado con sus preguntas sobre la pólvora sin humo y la Triple Alianza, Blanche, pasando, rozó a
Raymond con un roce voluptuoso.
El Sr. de Pontaillac se estremeció de alegría; la Sra. de Montreu balbuceó, antes de refugiarse cerca del ángel guardián, su hija.
Esos ardores inconscientes de la casta esposa justificaban uno de los más curiosos fenómenos de la intoxicación morfínica y de su resultados absolutamente
contrarios para los dos sexos. En efecto, mientras que el hombre sufría algunas veces un estado de depresión de las vías genésicas, el sistema llegaba en la mujer a un
alto grado de ninfomanía. La fuerza moral de Blanche, aunque muy debilitada por el
abuso de la morfina, la preservaba todavía contra el adulterio, pero no le impedía librarse a movimientos desordenados y de origen puramente mecánico donde se apagaban su mirada lasciva, donde se calmaba su excesiva sobreexcitación.
La Sra. de Montreu gemía con este triste estado; no quería mantener más relaciones con su marido; pero se revolvía contra las tendencias bestiales, y se sentía
humillada y herida durante las invisibles metamorfosis del licor.
Una tarde, el marqués Olivier, el Sr. de La Croze y el cura Boussarie jugaban
una partida de billar, y arriba, en su habitación, la marquesa se inyectaba una nueva
solución, – un regalo de Pontaillac.
El sol de junio arrojaba sobre la gleba una polvareda de oro y de fuego. Se oía
el canto de los grillos que se agudizaba, el rodamiento de los carros, las llamadas a
la siega, y a veces el mugido de los bueyes. Un pueblo de trabajadores, hombres y
46
mujeres, cortaban o amontonaban las hierbas, – los machos tostados y velludos, con
el torso delgado, las viejas todavía más negras; y aquí y allá, con un guadaña en la
mano, algunas bonitas mozas en falda oscura y camiseta clara, se estiraban, con poses amorosas, bajo el incendio del cielo.
Por un fenómeno de doble conciencia y de doble visión, la marquesa permanecía siendo la Sra. de Montreu, pero en ella vivía otra mujer dominando a la primera e imaginando esperar a Raymond, haberle concedido una cita en su habitación.
Ella podía percibirlo, allá, en los Ormes; él subía al caballo; ella lo seguía por la ruta
polvorienta, a lo largo de los olmos de Italia. Se detuvo ante la verja del castillo, No
había nadie para recibirlo, y la vidente distinguía claramente a los criados ocupados
en diversas faenas; estos ayudaban a los jornaleros; aquellos limpiaban el parqué del
gran salón; uno de los palafreneros dormía en un rincón de la granja; Catissou desangraba las aves.
–El Sr. de Pontaillac entra en el vestíbulo, y helo aquí en el comedor! – soñaba
en voz alta la morfinómana… –No encuentra a los caballeros jugando al billar…
¿Por qué Olivier y mi padre no lo oyen caminar?... ¿Por qué no lo llaman?...Yo lo
oigo… Lo veo… ¡Raymond! ¡Oh, Raymond!...
Esta vez, el joven entraba realmente; abría la puerta del corredor; subía por la
escalera, y Blanche, le tendía los brazos con pasión. El la besaba, lleno de amor, pero cuando la sintió resistir, luchar contra sí misma, contra la otra mujer, «la extraña», se apartó:
–¡Señora, yo os amo, os adoro! ¡Oh! ¡os deseo con toda mi alma, y sin embargo no quiero tomaros así!... ¡Blanche, adorada mía, te quiero libre, y no lo eres!
Ocho días más tarde, la Sra. de Montreu se entregó al Sr. de Pontaillac.
Ella murmuraba, bajo los efectos de la morfina:
–¡Tú no me has conquistado odiosamente, y te agradezco haberme esperado,
después de haberme encantado! ¡Oh, amor mío, amémonos!
47
VIII
Olivier de Montreu había relajado su rigurosa vigilancia, y la marquesa abusaba de ello, dando como pretextos sus paseos diarios de caridad: visita a los pobres
del vecindario, a los niños enfermos, a las embarazadas.
Blanche y Raymond se veían en una cabaña perdida en un bosquecillo o bien
en un kiosco aislado que el Sr. de la Croze hizo amueblar para la estación de pesca.
Esos dos lugares, tan diferentes el uno del otro, exaltaban sus deseos: tanto la cabaña parecía rústica con su camastro de hojas; tanto el kiosco recordaba, por sus amplios aparadores y sus mullidos divanes, el lujo y el buen gusto de los nobles.
Los amantes siempre tenían una semejante y seductora dueña, la Pravaz, pero
se inyectaban el veneno mundano, sin darle importancia, como si él se fumase un
habano, como si ella se empolvase la nariz o se perfumase.
Ella lo encontraba radiante en su traje azul marino, bajo un sombrero de viaje;
él la juzgaba adorable en vestido de tela cruda y zapatos amarillos, guantes de Suecia y tocada con un sombrero de paja deslumbrante con flores del campo.
Eran jóvenes; eran hermosos; se amaban – y eso es decirlo todo.
Hacia las dos, la Sra. de Montreu bajaba de su habitación; Jeanne la seguía:
–¡Mamita, ¿me llevas contigo?
–No, querida.
–¡Me portaré bien!
–¡No!... voy a visitar a los pobres el Sr. cura, ya sabes, esa mujer alta, La Gire
y ese gran anciano, Le Guillout… Tendrías miedo… ¡Vamos, déjame!
Pero la pequeña se colgaba de las faldas maternas:
–¡Ah, mamita, ya no eres tan amable como antes!
–Tengo prisa… ¡Vete!
Blanche apresuraba el paso. Un grito de Jeanne la hizo volverse de pronto, y
rodeó con sus brazos a la dulce niña que acababa de golpearse contra un árbol del
parque y le caían las lágrimas, con el rostro todo ensangrentado.
–¡Oh, querida!
Infiel amante y santa madre, Blanche olvidó la cita.
Una carta de Raymond, llevada a las Tejeras por una cridada de los Ormes, solicitaba una reparación amorosa, y al día siguiente, los amantes se reencontraron en
la cabaña.
–¡Aquí estás! ¡aquí estás por fin! – exclamó el oficial, encendido de deseo.
–Amigo mío, tengo que hablaros de cosas serias.
Pero, él no la escuchaba, y sus ardientes besos apagaban la voz de su amante.
–Raymond…
–¡Tus labios!... ¡Quiero tus labios!
–¡Te lo suplico!
–¡Te quiero toda!... Allí, un beso en tus ojos, sobre tu boca, siempre, siempre,
siempre!...
–¡Raymond!... ¡Raymond!... ¡Raymond!...
Tras la batalla de amor, Blanche regresó aprisa, atajando a través de las praderas y las landas. Una angustia la agitaba, la trastornaba, y unos aparceros la oyeron
gemir: «¡Mi hija está muerta!»
Ella la sabía curada, y nada expulsaba la idea de «la otra» en esta doble persona.
–Sí, sí, ¡ha muerto!
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Morfina

  • 1. 1
  • 3. 3 Título original.- Morphine. © Jean-Louis Dubut de Laforest. París 1891 © José Manuel Ramos González por la traducción del francés. Pontevedra 2013
  • 4.
  • 5. 5 AL PROFESOR CESARE LOMBROSO Al ilustre autor de « l’Uomo delinquente » y de « Genio e Follia » Al maestro que me ha dado la más grande fortuna y la más hermosa gloria que pueda soñar un escritor, comentando mis libros, y especialmente: «Le Gaga» en sus lecciones de antropología criminal. Yo dedico esta novela.
  • 6.
  • 7. 7 I Una noche de noviembre de 1889. En el café de la Paz, en una de las pequeñas salas, cálidas y acogedoras, cuyas puertas dan a la plaza de la Ópera, el reloj de péndulo marcaba las once, cuando Jean de Fayolle, golpeando el mármol con su última ficha, la de la victoria, anunció: «¡Dominó!» Fayolle, capitán del décimo quinto batallón de coraceros, un joven y apuesto mozo de bigotes pelirrojos, ocupaba una esquina de la banqueta de rojo terciopelo, y a su derecha y delante de él, se encontraban sus adversarios: el mayor Edgard Lapouge, un rubio alto, de un rubio pajizo, con grandes ojos azules muy expresivos, detrás de un binóculo de oro; – Arnould-Castellier, director de la Revue militaire, con unos cabellos canos adquiridos en los estratos inferiores, siempre bajo órdenes, y a pesar de la timba y las mejillas rubicundas, tratando de luchar contra el abotargamiento civil y dándose aires de mantenerse activo mediante sus gestos bruscos, su voz agria y sus bigotes blancos y relucientes. –¿Y Pontaillac, vendrá, sí o no? – preguntó el mayor. –Vendrá, – respondió Fayolle. –¡Nunca!... ¡Olvidaos de Pontaillac! – intervino desde la mesa contigua el lugarteniente Léon Darcy, moreno y gentil coracero, igualmente del decimo quinto batallón, que fumaba un sherry-glober, escuchando las divertidas historias de dos prostitutas sentadas a su lado. –¿Qué sabes tú, Darcy? – dijo el capitán. –Pontaillac está en la Ópera, y no se aburre, en un palco entre columnas, ¡acompañado de una mujer encantadora! –¿La marquesa de Montreu? – preguntó Arnould-Castellier. –¡Exactamente! El capitán de Fayolle encendió un cigarro: –¡Estás loco, Darcy! Nuestro bravo Pontaillac no tiene más que ojos y oídos para la Stradowska, y tiene buenas razones: la gran artista rusa es un bocado de reyes, ¡quiero decir de capitán de coraceros! –¡Pontaillac tiene agallas para mantener dos amores! – insistió el lugarteniente. –¡Tres!– gruñó el mayor Lapouge. –¿Cómo, tres? –Olvidan, caballeros, la más querida de sus amantes, la más pérfida y la más peligrosa. –¿Qué es…? –¡La morfina! A esa palabra de «morfina», las dos mujeres que divertían a Léon Darcy, se acercaron a los jugadores, pero el mayor no quiso dar ninguna explicación. Pronto, la partida volvió a comenzar, y no se oyó otra cosa que voces graves y altisonantes, con los comentarios de los jugadores y el ruidoso choque de las fichas de dominó sobre la mesa de mármol. Léon Darcy dedicaba palabras galantes a las dos prostitutas de alto nivel, para alegría de la morena Thérèse de Roselmont y la rubia Luce Molday, ambas muy
  • 8. 8 amables y cariñosas, la primera vestida de rojo, la segunda de azul, deslumbrantes con profusión de diamantes. El joven oficial y las cortesanas hablaron de la Stradowska, de la que todos los periódicos constataban el éxito como mujer y como artista. Venía de San Petersburgo, de su país; allí, acababa de seducir a grandes duques, y poseía unos tesoros inestimables en su palacete de la Villa-Saïd: tal era la leyenda que circulaba por París. –¿Y el capitán de Pontaillac es el amante de esa mujer? – susurró Thérèse al oído de Léon. –¡Claro que sí! –¿Entonces es muy rico?– dijo Luce. –Bastante… Doscientas mil libras de renta. –¿Es guapo? –¡Mira y juzga! –concluyó Darcy, señalando al hombre que entraba. –¡Ah! ¡Aquí está Pontaillac! – exclamaron Fayolle y Arnould-Castellier. Y mientras el conde Raymond de Pontaillac estrechaba las manos de sus amigos, las dos prostitutas lo observaron, invadidas por una sensación inédita que las sacudía en su sopor de comerciantes venales y las pinchaba con un deseo lujurioso, arrojándolas fuera de sí mismas. Tenía treinta años; era alto, con amplios hombros, un torso sólido, un rostro bronceado, cabellos morenos y cortos, de negros y voluptuosos bigotes, una nariz evocando el recuerdo de los Valois, labios de carne rosada, bonitos dientes y unas extremidades delicadas para un cuerpo tan robusto: bajo sus espesas cejas, sus grandes ojos castaños brillaban como dos tizones, y, tanto era así que se inmovilizaban en un rayo ardiente y fijo, en la casi sobrenatural luz de los hipnotizados. Debajo de una pelliza de rico forro, el traje, el chaleco a medida y el pantalón negro revelaban formas de atleta, y el blanco cuello de la camisa – la fina coraza mundana – hacía soñar a las damas con otra coraza de metal en las deslumbrantes blancuras de las sábanas. Todo en él denotaba la piel y el alma de un macho, y sin embargo la maravillosa musculatura se agitaba y temblaba bajo un imperceptible tic nervioso, no como un joven arbusto al empuje de la savia, sino como un árbol antaño bien plantado, bien florido, y que devoran los gusanos en su primavera. Sentado cerca del camarada Fayolle, Raymond de Pontaillac permanecía serio, indiferente al juego de dominó y a todas las proposiciones de francachelas nocturnas. –¿Una partida a cuatro? – le dijo el mayor; – ¡yo gano todo lo que quiero! –¿Qué es lo que me propones? ¡No me interesa tu dichosa partida! Un camarero se acercó, preguntando que deseaba. –¡Nada!... ¡Ah! sí… un vaso de agua!... ¡Me muero de sed! Cuando el capitán de Pontaillac hubo dado cuenta del vaso de agua, se sumergió en la lectura de Le Soir, y las dos prostitutas no pudieron impedir decir al lugarteniente: –¡No es muy divertido, tu amigo! –¡Parece que no! Una vez la partida se terminó, Jean de Fayolle quiso divertir a Pontaillac. Le indicaba una sala vecina y detrás de un espejo esmerilado, a un viejo caballero, muy conocido entre los oficiales y, según su costumbre, poniendo al día el Annuaire militaire. –¡Qué paciencia, eh!
  • 9. 9 –Me dan ganas de estrangularlo. –¡Oh! ¡Raymond! –¡Una desagradable historia que nosotros contaríamos!– dijo Thérèse, riendo.– ¡Mi capitán, usted se comería de un solo bocado a ese hombre! –Y estarías equivocado, Pontaillac – declaró Arnould-Castellier. El corrector es uno de nuestros mejores amigos… –¿Qué quieres? Estoy de un humor de perros que no puedo contener y cuya causa ignoro. –Yo la conozco – afirmó el mayor, que erigía las fichas del dominó en forma de torre Eiffel. –¡Tonterías!... ¿La morfina, no? –Pues bien, sí, ¡la morfina!... ¡La morfina te está matando, Pontaillac! –¿Matarme? ¡Vamos, hombre! Cuando eso me haga daño, lo dejaré de inmediato… –Será demasiado tarde; ¡ya no podrás parar! –Es posible, porque lo que hace sufrir no es tomarla, sino no tomarla. –¿Lo ves? Jean de Fayolle pidió champán, y, a pesar de las invitaciones de los compañeros y las sonrisas de Thérèse y de Luce, Raymond se dedicó a vaciar dos vasos de agua. Bruscamente, la torre de ébano y marfil del mayor Lapouge se desmoronó, y las fichas rodaron con estrépito sobre el mármol. –¡Eres estúpido!–gritó Pontaillac. –Gracias, capitán… ¡Muy amable, en verdad! –Perdón, mayor, perdón, amigo mío, estoy tan enervado que el menor ruido me exaspera… –¡Ah!¡las consecuencias de la morfina! ¡Es ella la que te irrita!... ¡Pontaillac, acabarás enfermando! –Te equivocas, mayor. ¡Necesito mi inyección, eso es todo! –Toma una copa de champán, eso será mejor – dijo Fayolle. –¡Claro! ¡claro que sí! – animaron los demás. –¡Brindemos por nuestros amores, capitán!–suspiró Thérèse. Con un gesto, Raymond apartó la mano de Luce, que le tendía una copa espumosa. Thérèse había tomado maquinalmente unos periódicos ilustrados y contemplaba un retrato de Christine Stradowska, la diva ilustre, la bella amante de Pontaillac. Este, cansado de luchar contra una obsesión, se había agachado, y tras levantar la pernera de su pantalón y bajar un calcetín de seda, se inyectó en la pierna una dosis de morfina. Cuando se levantaba, Luce Molday vio un objeto brillar en su mano, y se apoderó de él, muy risueña. –¡Ah! ¡qué bonita jeringuilla! –¡Dame eso! –¡No! ¡no! Y pasó al doctor la pequeña jeringa de Pravaz1 cuya aguja todavía estaba adherida. 1 Jeringa de Pravaz Se trata de la primera jeringa inventada para la administración de inyecciones hipodérmicas, en la que el tallo del émbolo estaba graduado. Se llama así en honor a su inventor, el doctor Charles Gabriel Pravaz (1791-1855)
  • 10. 10 –¡No voy a devolvértela, capitán! – ¡Voy a destrozarla bajo mi talón! – vociferó Lapouge, de pie. –No te molestes mayor; ¡la dosis ya está inyectada! ¡Hay otra Pravaz en mi bolsillo y tengo catorce en casa! Entonces, Lapouge observó a Pontaillac. Le parecía metamorfoseado, pues si para las demás miradas, el capitán había conservado, bajo las apariencias de un pesar amoroso, un porte extraordinario, – solo la mirada del mayor acababa de advertir los temblores furtivos del morfinómano. Al mismo tiempo que los ojos perdían su inquietante fijeza, la voz, antes muy ronca, sonaba en vibraciones de puro cristal; el gesto, antes incierto, como incierto el caminar, recuperaba su mesura, su fuerza, su encanto. –¡Maravillosa! –balbuceaba el mayor que no se atrevía a destruir la Pravaz. Raymond hizo los honores de una nueva botella de champán; bebió como un auténtico cosaco. Luego, a ruego de Thérèse de Roselmont, explicó como se había convertido en morfinómano. Con motivo de las guerras del Tonkin, nuestros cirujanos calmaban los dolores de los heridos con inyecciones de morfina, así como antaño los doctores alemanes en Sadowa y en Gravelotte. Uno de los camaradas de Pontaillac, un oficial de artillería, horriblemente mutilado, había sido aliviado por la Pravaz, y cuando Pontaillac, herido en duelo, recibió la visita del oficial de artillería, este le alabó el método estupefaciente, las inyecciones hipodérmicas de Wood, médico inglés: Raymond las usó, se encontró bien, y ahora empleaba la morfina contra toda sensación anormal. –No comía, no dormía, no bebía: ¡Una inyección! Como, duermo y bebo… Estaba triste; ¡estoy alegre! –¿Y… el amor? – preguntó tímidamente Luce Molday. –¡Oh! querida, el amor, en eso como lo demás, ¡se ha calumniado a mi diosa! Explicó el origen del veneno y la manera de no servirlo liquido, extrajo de su bolsillo un pequeño joyero donde, sobre un lecho de terciopelo negro, dormía la Pravaz, una hermana de la amiga confiscada por el mayor Lapouge: al lado de ella, paralelamente, brillaban dos agujas de acero, y en el fondo de la caja se enrollaba un ovillo de hilo de plata tan tenue como un cabello; a continuación, mostró el pequeño frasco, el guardián del incomparable tesoro. Luce preguntó: –¿La aguja hace mucho daño? –No. – respondió el capitán. Y como se encontraba solo con sus amigos, y en las otras salas los camareros alineaban sobre las mesas de mármol, las sillas desiertas, Pontaillac obedeció a ese típico ardor de apologista que caracteriza a todos los morfinómanos: –¡Vais a ver! El joven se puso un nudo en su brazo de Hércules, aquí y allá marcado con bizarros tatuajes, y, de un golpe seco, hundió la aguja en plena carne. Se deslizó en los tejidos; fue retirada sin que se escapase una gota de sangre y sin que el rostro del capitán manifestase la menor inquietud. Esta experiencia tuvo el poder de arrancar gritos de admiración en las dos prostitutas. –Lo ven, señoras, ¡lo hago yo mismo! Iba a rellenar la jeringa. -¿Quién quiere?
  • 11. 11 –¡Ni por cien luises!–aulló Thérèse. –¡Loca, es el Paraíso! –Y bien, puesto que eso no hace daño y después da tanto placer, lo intentaré! – declaró Luce Molday. Sobre el bulevar de los italianos, se separaron. El mayor Lapouge y ArnouldCastellier caminaban a pie hacia sus domicilios respectivos; Jean de Fayolle y Léon Darcy insistieron para arrastrar a Raymond a un restaurante nocturno donde cenaban con las putas; pero, el amante de la Pravaz tomó un coche y dio la orden de ser conducido a casa de su otra amante, la Stradowska. ¿Tenía o no razón, el mayor Lapouge? ¿Realmente Pontaillac, ese macho soberbio, estaba dominado, violentado, para siempre destrozado por la morfina? ¿Quién lo alejaría de la bella Stradowska o de la Pravaz? Ni la una ni la otra, tal vez, o bien un tercer ídolo, pues ya, con el ardiente recuerdo de la marquesa Blanche de Montreu – de la gran dama que acababa de saludar en la Opera, de la patricia deseada – el conde de Pontaillac olvidaba sus dos otras amantes encantadas y vencidas, para irse a soñar con una nueva y más difícil conquista, en su palacete, de la calle Boissy-d’Anglas. Morphinomanes ou le plumet . Grabado de Paul Albert Besnadr (1887)
  • 12.
  • 13. 13 II Hacía quince meses que Pontaillac estaba bajo la influencia del veneno mundano, sus ideas se mezclaban en mundos de sueño y de realidad. Se producía en él un desdoblamiento especial de la personalidad. A diferencia de las histéricas de primer nivel en las que los fenómenos de segunda condición excluyen el libre arbitrio, Raymond vivía y razonaba en los dos estados: lejos de abolir el sentido intelectual, la morfina lo sobrexcitaba, y uno se encontraba en presencia de un hombre libre, y no ante un loco. Natural de Limoges, antiguo alumno de la academia Saint-Cyr, capitán de la Escuela de guerra, el conde de Pontaillac amaba su oficio. Tenía gran estima por los jefes y camaradas, y por los propios soldados, sobre todo los pobres apreciaban al brillante oficial de generoso corazón. Pero, en el magnífico palacete de la calle Boissy-d’Anglas, como en el círculo vecino, la Unión artística, circulo llamado: l’Epatant, como el cuarto de caballería, como en casa de su amante la Stradowska y en casa de los Montreu, sus nobles amigos del bulevar Malesherbes, por todas partas en definitiva, se podían observar los bruscos cambios de los efectos de la Pravaz, sus múltiples estados y los síntomas de una intoxicación progresiva. El no veía nada y se enorgullecía de vencer el dolor. Del mismo modo que tras un duelo sin motivo grave, se había pinchado para anestesiar una herida ligera, así él recurría a la morfina, a la menor tontería, siempre aguijoneado por la necesidad, al margen de todo sufrimiento caracterizado. Al acostarse, dormía mal, los insomnio venían de una mala digestión o de una irregularidad del corazón. Se descubría lesiones mórbidas y justificaba el diagnóstico confundiendo la tortura de las privaciones con enfermedades imaginarias, tan pronto dsaparecidad al renovar la droga. Al principio fueron sentimientos de bienestar y de beatitud, una embriaguez delicioso, un Nirvana búdico, éxtasis, todo un horizonte de voluptuosidades, un despertar del espíritu, una aceleración del pensamiento, una doble vida. Cuando el hábito aminoró los efectos del veneno, el morfinómano tuvo una personalidad, no enteramente desdoblada como la de algunos neurópatas, sino diversa y siempre consciente, en plena identidad del yo. No alienaba su personalidad para revestir otra; no se sumía en ningún yo exterior y permanecía siendo él mismo, triste o alegre. Si el valor del amor parecía disminuir, en razón directa a las dosis morfínicas, él atribuía ese decrescendo a su demasiada larga frecuentación de la Stradowska, jurando reverdecer cerca de la marquesa de Montreu. Sí, la Pravaz tenía todas las virtudes, y se le acusaba injustamente de alterar las facultades genésicas! Al día siguiente de la modesta fiesta, en el café de la Paz, Raymond se levantó, desde las ocho, y montó a caballo para dirigirse al cuartel de caballería. En el frio intenso, trotaba, con el quepí sobre los ojos, las botas espoloneadas y brillantes, la túnica ciñendo su figura, bajo el gran capote de paño azul, el sable cliqueando – y el jinete estaba alerta y alegre, a lo largo de las calles, gracias a la aguja embrujadora. Sobre el puente del Alma, contempló el Sena, todo negro, en medio de sus orillas blanquecidas por la nieve; y más lejos, los remolcadores arrastrando contenedores de madera o de carbón, los barcos-mosca desiertos, los marineros gruñendo con-
  • 14. 14 tra la niebla. En la Avenida de Orsay, vio un ejército de barrenderas, casi todas viejas mujeres cuyas faldas rezumaban la horrible basura, venidas allí, como en un Sabbat, ocupadas en apartar, con sus escobas de brujas, los montones de nieve; y desfilaron a continuación delgados empelados con rostros de pobres y largas narices que el frio enrojecía y hacia idénticos; luego unos obreros, luego unos golfos, luego unas muchachas con el cabello recogido, con sus dedos pinchados de alfileres; luego pájaros tiritando en la cima de los árboles desnudos, y piando la miseria. Él hubiese querido calentar a todos esos seres helados, todas esas cosas muertas, hubiese querido resucitarlas con su misericordia, darles un poco de alegría. Los mendigos lo reconocieron y rodearon al jinete – y Raymond, más feliz, hizo su distribución cotidiana más larga. Un funcionario le presentó armas; él saludó, y pasando cerca del cuerpo de guardia, se dirigió hacia el patio del cuartel. –¡El capitán esta en uno de sus buenos días! –dijo el suboficial que comandaba el puesto. –No se fíe, – replicó el brigadier. – Con ese dichoso Pontaillac, nunca se sabe si es tocino o cerdo. –Yo sé el por qué, – comentó un simple coracero hijo de buena familia. –¿Es cornudo? –No. –¿Se emborracha? –No. El mariscal de las casetas y sus hombres, con la pipa en la boca, se agruparon alrededor de la estufa, y el coracero, instruido, les explicó los fenómenos de la morfina. Esos seres simples manifestaron: –¡Mejor habría bebiendo bocks! –¡E incluso champán! –E incluso absenta! Tras haber escuchado la relación, el capitán hizo llamar al mayor Lapouge a la sala de visita. –¿Quiere, querido amigo, escribirme unas palabras?… Tengo necesidad de una solución al sesenta por cien… –¡Jamás, capitán! –¡Iré entonces a un doctor civil! –¡Vaya! ¡Yo no soy un asesino! Y giró los talones. De vuelta a su palacete, Pontaillac se aseó y almorzó con buen apetito. Clémente, el ordenanza, un enorme y rubicundo normando, recibió la orden de hacer enganchar el cupé.Pero Raymond consideró que todavía le quedaban algunos minutos, y, con el cigarro en los dientes, observó el palacete, animado del deseo de amueblarlo de nuevo para una hora bendita, aquella en la que la marquesa de Montreu se dignase a aparecer allí. ¡Oh! ese día, quería una restauración completa, desde los asientos y las colgaduras hasta las maderas, los espejos y las camas, y todo sería puesto patas arriba, en este domicilio construido en el pasado siglo por un financiero, amante de una bailarina de la Ópera: todo brillaría de unan nueva virginidad, los salones, las habitaciones, el fumadero, la biblioteca, la oficina, las cuadras, los jardines y – y solo, puesto
  • 15. 15 que tenían derecho a la inmortalidad, vivirían siempre jóvenes, las admirables pinturas de Boucher. A las dos, el capitán subía en coche, y ordenaba, temblando de amor: –¡Al palacete de Montreu! Cuando Pontaillac entró en la biblioteca del marqués Olivier, este estaba de pie y pálido ante el hogar que iluminaba con sus oros los mármoles, los bronces, los cueros de Cordoue, las preciosas encuadernaciones y el doble blasón de los Montreu y de los La Croze. –¿Qué ocurre, Olivier?– preguntó Raymond, antes incluso de haber estrechado la mano del marqués. –Estoy preocupado; mi mujer se encuentra mal. –Nada grave, supongo – balbuceó el visitante, al que una angustia invadía. –¡Eso espero!... Aubertot está con ella; él me ha hecho salir y espero. Raymond no se atrevía a mirar al amigo al que quería traicionar, al simpático aristócrata de cabellos rubios, de mirada dulce y soñadora, barba espesa cortada en punta, cuya frágil y elegante silueta, cubierta por una bata de terciopelo negro, muy sencilla, contrastaba con el físico poderoso del apuesto soldado. –Ayer aún, en la Opera, –dijo el capitán. – la marquesa estaba alegre, sonriente. –Sí, pero, esta mañana, almorzando, Blanche ha sido presa de un violento dolor de cabeza, y después los dolores se han vuelto intolerables. –Te dejo, amigo mío. –¡No, quédate! El doctor va a bajar en un instante, y estaré más cómodo si estas cerca de mí. Una puerta se abrió, y el doctor Étienne Aubertot, profesor en la Facultad y miembro de la Academia de medicina, entró. Ese gran médico tenía una buena figura, completamente afeitado y que llevaba encima de su frente muy alta, verdadera frente de pensador y artista, una cabellera gris de bucles sedosos. –¿Y bien? – dijo Olivier. –¿Y bien? – repitió Pontaillac, a su pesar, bajo el visible esfuerzo de disimular una creciente inquietud. –¡La marquesa no está en peligro, pero sufre atrozmente una neuralgia que voy a combatir con antipirina! François ha ido a buscarla. –¿Usted cree, doctor, – preguntó el aristócrata, – que la antipirina la curara? –Al menos tendrá un alivio, mi querido marqués. –Dese prisa… ¡Blanche está martirizada! –Es cierto. La neuralgia suborbitaria se produce en numerosos males humanos, los más dolorosos; pero en una media hora… –¿Y usted la dejará sufrir una media hora, todavía? ¡Eso es imposible! –¿Y qué quiere que haga? Espero que la antipirina actué, y, además, no hay mejor remedio. El Sr. de Pontaillac se atrevió a intervenir: –Os pido perdón, señor doctor, pero hay un remedio poderoso, radical, infalible. –¿Y podría yo conocer esa bella panacea? –¡La morfina, querido maestro, la morfina! El profesor Aubertot reflexionó un instante y observó al capitán con sus ojos azules muy claros: –A fe mía que tiene usted razón, y le agradezco que me lo haya recordado.
  • 16. 16 Se volvió hacia el Sr. de Montreu: –Voy a escribir una receta. –Inútil, doctor,–continuó Raymond, – yo tengo aquí lo que hace falta para curarla. Pontaillac tendió al médico un minúsculo frasco y un joyero de lo más elegante. –¡No, no! ¡Eso no! ¡eso no!–dio Aubertot. – No conozco la dosis, y quiero una solución muy diluida; pero acepto el instrumento. ¡Es usted nuestra Providencia, mi querido capitán! El oficial se despidió del Sr. de Montreu y del doctor Aubertotl, y, algunos minutos más tarde, el marido y el médico penetraron en la habitación de la enferma. Sobre una alta y amplia cama, en un cúmulo de encajes, la marquesa Blanche de Montreu, nacida de La Corze, apretaba nerviosamente su cabeza con sus dos manos de dedos ligeros, y a lo largo de los hombros, un poco delgados y los brazos desnudos, los bellos cabellos pelirrojos se expandían con fulgores metálicos. Se adivinaba a través de la camisa de surah y se veía por la dilatación de la garganta, una piel rosada de una sangre roja; el cuerpo era joven y cálido, y las formas juveniles, en sus castas envolturas, estaban llenas de gracia y de sugestiones voluptuosas. Ella cayó sobre la almohada, ahogando un grito de dolor; sus bellos ojos de terciopelo moreno se perlaban de lágrimas, la naricilla de delicadas fosas, los labios que dejaban ver una hilera de encantadores dientes, el cuello esbelto, todo ese encantador rostro, en fin toda esa adorable juventud, luchaba, valiente, para no afligir al esposo adorado. Aubertot se adelantó, con la cabeza descubierta, y dijo: –Señora, ¡le traemos alivio! El doctor llenaba la Pravaz con una solución de morfina al treinta por ciento, y Olivier se sentía temblar con la idea de que la aguja hiriese las carnes rosas y dulces. Pontaillac, el amigo Pontaillac, el coracero-hercúleo, podía soportar una punción incluso terrible – pero ella, tan frágil, tan impresionable, ¿tendría fuerzas? Y, en su ignorancia del remedio, como si adivinase lo que iba a ocurrir, Olivier detuvo bruscamente el brazo del doctor: –No… se lo ruego. –¿Por qué? –¡Tengo miedo… por ella! –Ningún daño, ningún peligro, señor. –¿Me lo jura? –¡Marqués, se lo juro! Se produjo un silencio. –Pero yo no tengo miedo, Olivier, – dijo la marquesa, presentando su brazo. Tras el pinchazo, Aubertot dijo a su cliente: –¿Le he hecho daño? –No del todo; pero continúo sufriendo. –¡Espere! Los dos hombres se alejaron al fondo de la habitación, y Blanche comenzó pronto a sumirse en el efecto del estupefaciente. Inmóvil, con una mirada velada, observaba el Cristo de plata colgado sobre un oscuro terciopelo, la pila de agua bendita de marfil, el oratorio, el espejo de Venecia, los bibelots, los retratos, el vitral de las altas ventanas, y esos objetos se animaban y vivían.
  • 17. 17 El doctor y el marido se acercaron, observando a la mujer. En un momento, su respiración muy tranquila pareció detenerse por completo; el médico sacudió suavemente a la Sra. de Montreu, y la respiración se recuperó de inmediato, franca, regular. Blanche no dormía; ya no sufría; no respondía a las palabras que Olivier le dirigía; pero las escuchaba, por así decir, inacabadas, sin precisión humana, al igual que esas voces que en el sueño, zumban en nuestras oídos con sus armonías confusas. Ella no se movía, pero sus labios entreabiertos sonreían con una sonrisa beatifica – y toda la mujer se transportaba hacia un más allá donde gozaba secretos e incomparable s éxtasisAl cabo de una hora de calma persistente, el médico se retiró. –Usted debe velarla, – dijo al marido – pues hay que sacudir a la Sra. Marquesa, si la respiración se detiene. Él se mantuvo allí, no queriendo añadir que a menudo, después de una pinchazo, se produce en ciertas personas un estado comatoso cuyas consecuencias pueden ser graves. La noche había caído, y Olivier permanecía solo junto a la señora, cuando una llamada se dejó oír en la puerta. –Entra, mi buena Catissou, – autorizó el marqués. Una mujer se adelantó, muy erguida, a pesar de su mucha edad, con un vestido de tela negra, tocada con una cofia de seda roja, al estilo de los bordeleses; caminaba recogida, pero no servil: dos mechas de cabellos blancos ornaban su frente surcada por profundas arrugas, y su boca mostraba una sonrisa de infinita bondad. Esta vieja sirvienta había visto nacer y crecer a Olivier, en Limousin, en el dominio ancestral de los Montreu; lo había educado, cuidado, a la muerte de sus padres, bajo la tutela de un tío hoy desaparecido; y cuando el aristócrata, casado con la única heredera de una noble casa, dejó la Alta-Viena para ir a París, ella quiso seguirle, servirle aún, con toda su devoción de perra maternal amada y respetada. En este palacete del bulevar Malesherbes, en medio de los sirvientes a los que ella ordenaba, de toda esa parafernalia doméstica, le gustaba tricotar medias, por la noche, cerca de los hornos de la cocina, constituidos por vastas chimeneas señoriales y llamas enormes. Olivier veía en ella a una amiga, casi una pariente, y, a sus órdenes, ella le tuteaba como antaño, la época en la que desnudaba al pequeño, bordaba la cama, se enorgullecía de ser la humilde mamá de su “señor”. Ella dijo en su dialecto patois: –Olivier, acabo de acostar a la pequeña Jeanne. ¿Cómo se encuentra nuestra “dama”? –Mucho mejor, – sonrió el aristócrata. La anciana añadió: –No puedes quedar aquí toda la noche… Tu vieja está aquí… Vamos, tienes que acostarte!... No seas cabezota!... El SR. de Montreu, bastante altivo con los demás sirvientes, reía con las familiaridades de Catherine, y, lejos de combatirlas, las alentaba mediante sus respuestas en patois y la evocación de la tierra natal. –¡Velaré solo! –¡No! ¡no!
  • 18. 18 Sin brusquedad, él empujó a la mujer hacia la puerta, corría a besar en la habitación contigua a Jeanne, su hija, una rubita de cuatro años; luego se instaló en un gran sillón. Pero antes del amanecer, Blanche lo invitó con su mirada a deslizarse a su lado, y se amaron. La joven marquesa olvidaba su maldita neuralgia, y nunca se había mostrado tan amorosa, ni tan deseable. Conservaba el recuerdo del dolor, pero bajo el embrujo de la morfina, en el apaciguamiento de todo su ser, este dolor la abandonaba para encarnizarse con otra mujer, y ella lamentaba el sufrimiento de la sustituta inmaterial. Al despertar, otros fenómenos se manifestaron con el colorido exacto de las visiones: su habitación de enferma se transformó en un parque magnífico, y la marquesa volvió a ver el castillo paterno, las Tejeras, en la hermosa estación de vacaciones. Muy joven, se divertía con sus dos mejores amigas del Sagrado Corazón de Limoges: una prima pobre, Mathilde de Chastenet, hoy Sra. de Gouillèras, la esposa de un rico comerciante de maderas, siempre exiliada en su agujero de provincias; la otra, Geneviève Saint-Phar, ¡oh! esta, una señorita a la última moda, una pionera, una doctora parisina a la que Blanche hubiese llamado a su lecho de dolor, si no fuese por el temor a herir en su amor propio al ilustre doctor Aubertot. Además, la dama, encantada, se retrotraía a los días en los que el Sr. Montreu emprendía su campaña amorosa. Ambos se adoraban; la unión de los La Croze y los Montreu combinaba las ventajas del pedigrí y la fortuna. Pero había un rival, un joven igualmente bien nacido y más rico que Olivier – un vecino, el dueño del castillo de los Ormes, el conde Raymond de Pontaillac, entonces lugarteniente de coraceros. La señorita de La Croze no dudaba: el gran Raymond la espantaba, y ella eligió a Olivier, tal vez a pesar de las preferencias de su padre. Las relaciones entre los Montreu-La Croze y los Pontaillac, se debilitaron cada vez más. Sin embargo, después del nacimiento de Jeanne, el oficial de permiso se presentó en las Tejeras, y a partir de ese momento, toda nube se desvaneció: Raymond trataba a Blanche amigablemente y hablaba a Olivier de sus amantes. En París, el fuego se había despertado, abrasando el corazón y los sentidos del capitán, y el hombre debió ocultar su irresistible pasión, bajo las apariencias de un violento amor, de un amor de ostentación por la Stradowska.
  • 19. 19 III En Villa Saïd, en una amplia estancia de techo de cristal y paredes tapizadas en satén rojo, adornadas con objetos extraños, trofeos, porcelanas, puñales, fusiles, lanzas, hachas, fustas de caza, cabezas de animales, cuernos, antorchas, escudos, alabardas, sombras chinas, máscaras, sombreros mejicanos, sables rusos, Christine, tumbada sobre una montaña de pieles de animales, acariciaba tiernamente a sus dos grandes galgos negros, Bog y Tolgo. Estaba tapada con un albornoz cachemira, abierto a partir de la cintura sobre un paño de satén color azufre bordado de crisantemos; se levantó, tomó su espejo, y ante su rostro de una irregular y fresca belleza, ante su rubia y magnífica cabellera, sus ojos azules, de un azul zafiro, su graciosa nariz, sus labios rojos y sus bonitos dientes, sonrió con una sonrisa que delataba a la vez el orgullo de encontrarse hermosa y el temor de no ser amada. Por encima de ella, un dosel de seda rosa estampada de blancas margaritas, con estandartes que terminaban en cabezas de dragón en bronce, le proporcionaba una luz suave, en la fantasmagoría de las telas, un estallido de oros, plumas y flores. Aquí y allá, unas palmeras, ramos de lilas blancas, abanicos de plumas de avestruz, pavos y águilas, jazmines de España, camelias, primaveras, una orgía de rosas, toda una cornucopia de verdor, y a lo largo de todo la estancia, pieles de animales, conservando apariencias vivas de leones, de tigres, de jaguares, de castores, de zorros, de lobos, de osos, de hienas y de cocodrilos. Los estantes de ébano soportaban un número infinito de artísticas riquezas, curiosidades de todas las épocas y de todos los pueblos: esmaltes, figuras de Saxe, marfiles, lacas, bibelots de mármol, de serpentina, de bronce, de plata y oro. Frente a la monumental chimenea de granito, una inmensa pajarera de barrotes dorados y cascadas multicolores, como las fontanas luminosas de la Exposición Universal de 1889, daba asilo a un mundo de pájaros. Si las variadas panoplias recordaban a las riquezas de los reyes francos, los cuadros, los mármoles y los bronces, todas las obras maestras de los antiguos y modernos maestros ofrecían un pintoresco conjunto: los Rubens, los Benvenuto Celline se mezclaban con los Carpeaux, los Rodin y los Meissonier; una cabeza de Ribot tenía a su derecha un retrato de Carrière, a su izquierda, una acuarela de Forain, y más allá, sobre una estrada de terciopelo blanco, se encontraba un piano de cola, el último grito de Erard. Finalmente una caja deslúmbrate de joyas, liras, collares, brazaletes, jarras, miniaturas, camafeos, palmas de plata, flores de rubíes, coronas de oro, – recuerdos de príncipes, de reyes, de emperadores, de tantos homenajes, de tantas líricas victorias. Ahora, la Stradowska iba y venía, febril, releyendo una carta de Pontaillac, una carta de banales excusas en las que Raymond trataba de justificar su ausencia. –¡Miente!– farfullaba – ¡miente!... ¡miente! Su imponente talla se erigía en un viento de cólera, y sus pequeños dedos chasqueaban, rabiosos. Se detuvo cerca de un velador repleto de libros, de periódicos, de partituras, de revistas ilustradas. Se veían allí varias dedicatorias de músicos y de autores ilustres, artículos elogiosos, retratos del último rol, cartas de Gounod, de Massenet, de Saint-Saëns, entusiastas felicitaciones de los grandes compositores rusos, Cui, Rimsky-Korsakoff, Glazounow, Liadow, Lavroff, Beleff, una auténtica siembra de gloria – y Christine, desolada, envío, de una patada, toda esa montaña al otro extremo de la habitación.
  • 20. 20 Hija de un oficial ruso, huérfana educada en Moscú, en el Instituto Catalina la Grande, que es para las grandes señoritas de ese país, lo que son nuestras casas de la Legión de honor para las hijas de los legionarios, Christine tenía alma de artista; encantaba a directores y compañías con su voz cálida y vibrante, y, al salir del Instituto, recorrió Europa. Los éxitos en San Petersburgo, Milán, Viena y Londres la llamaban a Francia, y fue, tras un memorable triunfo en la Ópera, cuando el brillante capitán le dijo las primeras palabras de amor. Ella amaba a Raymond: lo amaba con toda su juventud, con toda su sangre; se había entregado por completo a él, y lo quería solo para ella. Sus otros amantes – los amores de paso – estaban olvidados, rejuvenecida con fe nueva. ¿Por qué la abandonaba? Al principio, atribuyó la causa de los nervios del joven oficial al siniestro licor que ella trataba en vano prohibirle, pero, la pasada noche, viendo a Raymond en el palco de la Sra. de Montreu, la Stradowska pensó en la existencia de una rival. Mientras que, en la escena ella representaba para él, indiferente a los bravos y al fuego de las mejillas, Pontaillac se sentaba a la derecha de la marquesa Blanche, y no miraba a Christine más que cuando el marqués Olivier miraba a la Sra. de Montreu. Él, tan elegante, tomaba allí arriba aspecto de un colegial, y lo vio temblar cuando el marqués ayudó a su esposa a ponerse una rosa al salir del baile. ¿Se había consumado la traición o solamente estaba en vías de esperanza? Christine aún lo ignoraba. ¿Qué podía reprocharle él a su fiel amante? ¿Acaso ella le costaba demasiado dinero? No, pues aparte de los emolumentos en la Ópera y los honorarios por las veladas mundanas que aseguraban el mantenimiento del palacete, la diva poseía algunas rentas. Pontaillac la colmaba de flores y joyas, y, si ella ponía cara de rechazarlas, él se ofendía. Ella lo amaba, lo adoraba, millonario, y lo amaría igualmente, lo adoraría mañana, si los millones comenzasen a desvanecerse. Y lo que demostraba el desinterés absoluto de Christine, es que no pensaba en absoluto casarse con Raymond: como mujer, lo prefería a un estatus social; como artista, lo prefería a su arte. –El señor Rajileff está aquí, – señora – anunció uno de los sirvientes. –¡Que entre! De nuevo, acostada sobre el montón de pieles, Christine alejó sus galgos y tendió la mano al visitante. –Me aburro, Loris. Muy respetuosamente, el hombre, un alto y delgado anciano de patillas grisáceas, habló del ensayo cotidiano. –No, no cantaré hoy, y tal vez no cante jamás, – declaró Crhistine encendiendo un cigarrillo. –Por las Santas Imágenes, ¡eso es imposible! –dijo el acompañante de la diva. –¿Loris? –¿Señora? –¿Soy lo bastante bonita para los parisinos? –¡Más que bella! ¡Y todo París es unánime en celebrar vuestro talento y vuestra belleza!... ¿Habéis leído los periódicos? –¡Me burlo de ellos! –Las revistas ilustradas publican vuestro retrato, unas en negro, otras en color y yo os recomiendo un artículo del Rabelais. –¡Bah! ¡Me da igual!
  • 21. 21 –Debéis distraeros, señora; hay que trabajar. Vamos, ¡dadme la satisfacción de escucharos! –Aún no, mi buen Rajileff. Evocaron su país, las inmensas estepas, los ríos, las ciudades, las maravillas del Kremlin, y como al recuerdo de las cosas lejanas y benditas, la calma renació sobre el rostro de la joven rusa. El timbre de la antecámara sonó. Christine escuchó y no pudo reprimir el efecto de una desilusión. –Señora – dijo la criada entrando, – hay un caballero que insiste en veros Señora. He aquí su tarjeta. La Stradowska leyó sobre el cartón: «César Houdrequin, redactor del Rabelais.» –No conozco a este caballero; ¡no recibo! ¿Pregúntele lo que desea? –Ha hablado de una entrevista. –¡Entrevistas… ya he concedido bastantes! Pero la diva reflexionó y, animada con la idea de que, tal vez, a base de notoriedad llegaría a reconquistar a su amante, rogó a Loris Rojileff que esperara en un salón contiguo y recibió al periodista. César Houdrequin, joven engominado con monóculo, cabello negro y rizado, con una raíz en forma de lama de sable y una barbita, se inclinaba como hombre que era de mundo. –Señora, le manifiesto de entrada el agradecimiento del Rabelais. –Su periódico, caballero, – respondió la diva, – siempre es amable y yo le estoy muy agradecida… Pero, siéntese! Y llena de benevolencia, ofreció un cigarrillo oriental al entrevistador, que, entre dos bocanadas, comenzó: –Querida señora, se ha escrito mucho sobre usted, sobre sus encantos, sobre su talento artístico; se saben las propuestas que le han sido hechas cada día por los más grandes empresarios de América; uno no ignora su negativa más rotunda en ir a cantar a Alemania; usted, siendo rusa, ¡se ha mostrado más francesa que muchos franceses! Pero, este no es el motivo de nuestra entrevista. Hoy, el público tiene exigencias considerables, y yo diría que el Rabelais puede satisfacerlas, si se me permite la falsa modestia. Un periódico bien informado se debe a sus lectores… Así pues, perdóneme, señora, y dígnese a responderme: ¿Es cierto que uno de los grandes duques de Rusia a almorzado con usted esta mañana, y que… La Stradowska lo interrumpió vivamente: –No he recibido la visita de ningún duque, caballero, y no comprendo su pregunta, cuando menos bizarra; yo vivo aquí como me place ¡y mi vida privada no interesa a nadie! –¡Ah! señora, ¡no se ofenda! Se lo repito y usted lo sabe, el Rabelais está obligado por sus lectores… –¡Tanto peor para sus lectores! –Pero la visita de un gran duque no tiene nada de ofensivo, al contrario, y su celebridad ganaría con ello. –¡Basta, caballero! Houdrequín murmuró unas palabras corteses. ¡Oh! ¡Consideraba no estar abusando! Sometería a Christine su entrevista, antes de entregarla al periódico. Realmente, no se revelarían cosas galantes, y el público vería allí un simple homenaje rendido por una imperial alteza a una ilustre compatriota. –¡Me ofende, caballero! Nunca he tenido relaciones con los grandes duques!
  • 22. 22 –¿Ni siquiera… platónicas? –Incluso platónicas. –¿Y el príncipe de Gales? –¿Qué le pasa al príncipe de Gales? –¿No ha cenado el viernes con Su Alteza en el pabellón chino? –¡Jamás! –Entonces el director del Rabelais va a franquearme la puerta! –¿Y eso por qué? –Porque por informaciones de un colega, le he prometido revelaciones rusas e inglesas. –Su colega se ha burlado de usted. –¡Y me lo pagará! Hasta luego, señora. –Adiós, señor. Al quedar sola, Christine llamó a Rajileff y, furiosa por la visita del reportero, distendió sus nervios, a los acordes del piano, con unos gorgoritos. Hacia las cuatro, un landau, enganchado con una magnifica pareja de caballos, se detuvo ante el palacete de la Villa Saïd, y el capitán Pontaillac se apeó. –¡Ah! ¡por fin estás aquí! – gimió la Stradowska, arrojándose en los brazos de Raymond. Permanecieron abrazados un momento. El oficial inventaba excusas, pero Christine le cerró la boca con un beso. –¡No mientas!... Tú ya no me amas… ¿Amas a otra mujer? –Te juro… –¡No mientas! El recuerdo de la marquesa de Montreu le quemaba el corazón y los labios, pero ella se sintió con el valor de dominarse, dispuesta a todos los perdones, a todas las grandezas. –¿Ámame un poquito? –¡Te adoro! Pasaron el fin de la jornada en el Bois, en el coche del conde, y por la noche, tras una cena juntos, Raymond quiso dar a Christine la limosna de un aparente amor. ¡Qué mal la conocían, aquellos que sospechaban que traicionaba a su amante, a su ídolo! –¿Quieres que abandone el teatro? –¿A qué viene eso? –Yo solo te quiero a ti… –¿Y la gloria, oh Christine? –La gloria, la dicha, eres tú, tú, ¡nada más que tú! Ella le rodeaba con sus bellos brazos, lo calentaba con todo el ardiente calor de su juventud, y él, con el ánimo derrotado, soñaba con la gran dama. –¡Déjame!… –¿Raymond? –¡Me agobias! –¿Mi bien amado? –¡Me molestas!... Necesito mi inyección. –¡La morfina te mata! –¡Me hace vivir! –Mañana, Raymond… –No… ¡Rápido, mi Pravaz!
  • 23. 23 Por la mañana, de regreso a su domicilio, el capitán encontró una amable nota del marqués de Montreu y un pequeño paquete conteniendo una de sus Pravaz tan graciosamente ofrecida al doctor Aubertot para su uso en la marquesa Blanche. La nota decía: «Mi viejo Pontaillac, «Gracias a la morfina, mi querida esposa ha visto desaparecer su rebelde neuralgia. Te proclamamos el primer médico de Francia, y lo celebraremos, si quieres, el lunes por la noche a las siete. «Habrá perdices, becadas y una liebre del Limousin, una caza soberbia de mi suegro La Croze. «Tu amigo, «OLIVIER.» Raymond fue a cenar al palacete del bulevar Malesherbes, y no se atrevió aún a confesar la pasión que le devoraba. Los días, las semanas, transcurrían iguales. En febrero, en marzo, en abril, la marquesa de Montreu sufrió sus crisis neurálgicas. Se llamó al profesor Aubertot, pero este, a pesar de los ruegos de su cliente, se opuso a nuevas inyecciones de morfina. Él indicaba el peligro y, a espaldas del doctor y de su marido, Blanche compró una Pravaz y se hizo expedir recetas por otro médico. Secretamente, recurría a las inyecciones hipodérmicas; llegó a hacerse fabricar jeringuillas de plata y de oro, grabadas con sus iníciales e incrustadas de piedras preciosas.
  • 24.
  • 25. 25 IV –¿El doctor Aubertot? –Entre, señora, – respondió a la visitante un criado en traje negro y corbata blanca, erguido y rígido, solemne. Y abrió a la prostituta Luce Molday la puerta de un gran salón en el que algunas personas estaban sentadas, unas cerca de la mesa pasando las páginas de unos libros y álbumes, otras, aisladas en amplios sillones, bajo las sombras crepusculares. La consulta iba a acabar pronto, pero el timbre del vestíbulo todavía sonaba, y apareció un joven, un habitual. –Es muy tarde, señor Lagneau, – observó el criado. –Necesito pasar, Baptiste. El caballero ya le había deslizado una moneda de dos francos al doméstico; éste le hizo penetrar en un saloncito, y como el doctor acompañaba a la salida a una dama, el turno de Lagneau no se hizo esperar. –Le saludo, profesor. –Siéntese, señor Lagneau. A la claridad de las lámparas, Aubertot examinó a su enfermo, le tomó el pulso, recomendó la continuación de la prescripción anterior: bromuro de potasio, baños eléctricos, y terminó con estas palabras: –Ni fatigas, ni emociones… y vuelva a verme dentro de ocho días. Lagneau depositó dos luises sobre la mesa y salió. Otros clientes de ambos sexos, afligidos de enfermedades nerviosas, entraron y desaparecieron con la misma rapidez, provistos de recetas casi idénticas. Luce Molday, en traje gris rata, mangas de pelusa, con un chaleco rayado en blanco y oro, con un velo blanco y penacho gris, con un broche a la última moda, un pájaro con alas desplegadas – Luce bajaba la mirada. Se recogía, dominada por el lujo severo de la gran sala cuyas ocho ventanas daban sobre la avenida de la Ópera; imitaba las actitudes serias de las demás personas y no podía imaginar que Baptiste, en ese lugar de ciencia, intercambiase favores por monedas de cuarenta centavos. Se movían sillas en salones contiguos, y alguien dijo: –Esta noche hay un baile en casa del doctor. Quedaban en el salón Luce, dos hombres maduros y tres mujeres jóvenes. Baptiste les informó que la consulta se había terminado y les entregó unos números de orden para la próxima visita al gran medico de las neurosis. –¡Esto es asombroso! ¡Estoy muy enferma! – murmuró la prostituta que salía la última. Extrajo de su bolso en filigranas doradas, una moneda de cinco francos. –¿Podría pasar con esto? –¡Venga, rápido, señora! – dijo el criado, tomando el metal. Como todos sus ilustres colegas, el doctor Aubertot desconocía las buenas propinas del doméstico, o bien cerraba los ojos. –No reciba a nadie más hoy – ordenó el médico a Baptiste. E indicando una silla a su nueva y agradable clienta, dijo: –La escucho, señora. –Señor doctor, hace un mes que tomo morfina en inyecciones. –¿Y por qué toma usted morfina? –La primera vez me pinché por diversión, y luego…
  • 26. 26 –Porque usted tenía necesidad de inyectarse –Sí, señor. Étienne Aubertot, en chaleco negro con la roseta de la Legión de honor, apoyó sobre su puño su bella cabeza pensativa: –¿Fue un médico quién le aconsejó las inyecciones de morfina? –No, señor doctor, fue un capitán. –¿De quién se trata? –Un capitán de coraceros, uno de mis buenos amigos, el conde de Pontiallac. –¡Desgraciado! –He comprado la pequeña jeringa y las soluciones a un farmacéutico de la calle de Gomorra, llamado Hornuch. –¿Y el farmacéutico le entrega morfina libremente? –¡Caramba! ¡no!... ¡Pagando! –¿Cuántos días hace que no se pincha? –Tres días. –¿Y que experimenta? –Un abatimiento y ganas de inyectarme. ¡Era delicioso, pero creo que eso no me beneficia! –¡Yo estoy seguro de ello! ¿Desea curarse? –¡Oh! ¡sí! –Pues bien, ¡nada de morfina! Pues en usted la supresión total no ofrece peligro alguno: todavía no es morfinómana; está a lo sumo morfinizada, y va a depender de usted, solo de usted, recuperar la energía y la salud. –Gracias, señor doctor. ¿Cuánto le debo? –Veinte francos, señora. Por la noche, numerosos carruajes estacionaron ante la casa del doctor. Por la escalera de mármol blanco, los trajes negros y los vestidos de baile afluían al primer piso, y todo un mundo de ilustres parisinos, sabios, hombres de negocios, oficiales, escritores y artistas, acudían a saludar al Sr. y a la Sra. Aubertot; él, muy amable, ella muy graciosa en su vestido de lilas, con su perfil de medalla griega y sus cabellos empolvados a lo mariscal. Tres salones alineados resplandecían de luz; un buffet se había dispuesto en el comedor, y al fondo, a la izquierda del despacho del doctor, se percibía una cúpula de cristal protegiendo el jardín de invierno. En el salón del medio, contra la pared, se elevaba una estrada en la que Cadet recitaba el monólogo del Caballo. Sobre una fila de sillas, las damas sentadas manejaban sus abanicos de encajes o de plumas; los fuegos de las lámparas realzaban sus hombros desnudos, las pedrerías de sus collares y de sus brazaletes, las telas de los vestidos brillantes, los diamantes de las orejas y del cabello, y detrás de ellas, la línea oscura de fracs negros, aquí y allá rota por algunos uniformes. En un grupo, el Sr. Arnoud-Castellier, el mayor Lapouge, Jean de Fayolle y Léon Darcy, los camaradas de Pontaillac; en primera línea las damas, la marquesa Blanche de Montreu y su amiga, la doctora Genevève Saint-Phar, una delgada morena, no bonita, pero deslumbrante de inteligencia; a derecha y de pie, el capitán de Pontaillac, el marqués de Montreu; a izquierda, César Houdrequin, del Rabelais, entrevistando al profesor Emile Pascal sobre la linfa del doctor Koch. Se aplaudió el monólogo; se escucharon diversas canciones de artistas de la Ópera Cómica y de los Bouffes, una poesía de Alfred de Musset recitada por Sarah Bernhardt, un solo de violonchelo ejecutado por la señorita Galitzin, y, hacia las on-
  • 27. 27 ce, se vio aparecer a la Stradowska, en vestido de satén blanco, ampliamente enguantada de negro, con los hombros desnudos, y sin otro aderezo que un collar de zafiros. Al piano, Loris Rajileff preludió, y la voz de Christine se oyó, llenando la sala con sus vibraciones de una gran ternura o de una extrema potencia. Cantaba un himno ruso, y en el fragor lírico, en el eco lejano de la patria, la artistas se estremecía con unas voluptuosidades que parecían envolverlo todo. La Stradowska dominaba a la atenta multitud y, dirigiendo a un solo hombre el fuego de su mirada de águila, imploraba una sonrisa del ser adorado; pero Raymond había visto alejarse a la Sra. de Montreu, y, mientras Christine vocalizaba aún, él seguía a Blanche, a su pesar. Jean de Fayolle, Léon Darcy, el mayor Lapouge y Arnould-Castellier lo detuvieron al paso. –¡Un auténtico éxito! –¡Admirable, la Stradowska! –¡Uno se haría derretir por ella! –¡Debes estar orgulloso, amigo mío! –Y bien,– respondió Pontaillac desprendiéndose de ellos, – ¡id a tomar viento y dejadme tranquilo! Él se alejó y los otros dijeron: –¡La morfina lo enerva! –¡Lo envenena! –¡Lo vuelve loco! –¡Lo mata! –¡Un muchacho tan bueno!... ¡Qué lástima! El director de la Revue militaire concluyó: –¡Este animal es un apologista! ¿Se pueden creer que me propuso pincharme una noche por un dolor de muelas?... He tenido mal el corazón – ¡y la morfina me disgusta! Bajo el estruendo de los aplausos, la Sra. Aubertot y su marido obtuvieron de la diva un canto francés, y todo el mundo hizo silencio. Nadie se percató de la desaparición de la Sra. de Montreu y del conde de Pontaillac. Blanche se había dirigido hacia el «servicio» de la damas; pero, encontrando la puerta cerrada, llegó al pequeño jardín de invierno donde unas enredaderas crecían a lo largo de un tallo de oro. En ese lugar maravilloso, quedó encantada al no encontrarse con nadie. Muy cerca de ella, una gruta, donde florecían mimosas y que rodeaban unas plantas gigantes, atrajo su atención. Precisamente, una antorcha de cobre con diez boquillas eléctricas dejaba la gruta en una sombra relativa, y los armoniosos ruidos provenientes del salón hacían desvanecer el temor a posibles peligros. Entonces, detrás del follaje, Blanche levantó bruscamente sus faldas, y en medio de los tesoros de lujo íntimo, bajando su media de seda gris perla, descubrió una pantorrilla de carne rosada. Para cargar la Pravaz, hizo girar el engaste de diamante de uno de sus brazaletes, desatornilló un minúsculo frasco, y hundió en él la aguja – y sin vacilar, pinchó su pierna de marquesa. Habitualmente, en su domicilio, la Sra. de Montreu, preocupada de sus encantos, se pinchaba en la región lumbar.
  • 28. 28 La Morphinomane (1897) litografía a color de Eugene Grasset Una sombra se interpuso entre la mujer y la claridad, y la Sra. de Montreu vio de pie ante ella al Sr. de Pontaillac observándola. Indignada, herida en su pudor, se levantó pálida y tan altiva que el oficial se estremeció.
  • 29. 29 –Señor, ¿con qué derecho me está espiando?... Eso lo convierte en un… El insulto expiró en sus labios. –Señora, – dijo Raymond,– la he visto salir; parecía encontrase mal… –¿Y que le importa a usted, señor? Él le tomó las manos y la rozó con un beso: –Blanche, Blanche, la amo… Atónita, la marquesa quería huir y, bajo el ardor del veneno, una fuerza misteriosa la retenía allí, y violentos deseos le subían al cerebro. El brillo de sus ojos se mezclaba con la llama de la mirada del hombre, y pugnaban en ella dos criaturas: la casta esposa, madre inmaculada, y la otra, la nueva, una morfinómana cuyo cuerpo se estremecía de amor. –Señor… señor… –¡Blanche, la amo!... Blanche, desde su matrimonio, desde su negativa a casarse conmigo, lucho contra mi pasión… ¿Dónde estamos?... Lo ignoro… ¡No veo más que sus ojos! Raymond la arrastraba, y ella arrojaba a su alrededor esas miradas dolorosas del viajero al que encanta y aterroriza el abismo. Finalmente, recobrada, detuvo al hombre, desapareció, y la soledad despertó a la morfinómana a la realidad. Ahora, se bailaba por todas partes, y el marqués Olivier preguntaba dulcemente a su esposa: –¿Te encuentras mal? –Tengo un poco de migraña. –¿Nos vamos? –No… todavía no… Quiero bailar… Los bailarines giraban al son de una orquesta rumana; la Stradowska aceptaba el brazo de Léon Darcy, estudiando a la marquesa; Jean de Fayolle invitó a Blanche. La Sra. de Montreu se levantó y, desde los primeros compases, sintió el parqué flotar bajo ella. –¿Qué le ocurre, señora? –Nada, señor… No me apriete demasiado, se lo ruego. Unos grupos bailaban, ligeros. Blanche, con los ojos muy abiertos, tropezó, y Fayolle creyó que se iba a desmayar. –¡Usted me agarra demasiado, señor! – repitió ella, irritada. –Marquesa, yo… –Su mano es dura como una mano de hierro… A una imperiosa orden, el caballero debió abandonar la mano y la cintura – y Blanche cayó hacia atrás, entre los brazos de su marido que corría en su ayuda. En medio del tumulto de invitados y de criados, el marqués Olivier, ayudado por la Sra. Aubertot, Jean de Fayolle y del mayor Lapouge, transportó a su esposa al despacho del doctor. Durante cuarenta minutos, la Sra. de Montreu permaneció sin noción exacta de lo que pasaba a su alrededor; personas circulaban, de blanco o de negro, parecían fantasmas. La enferma, tumbada sobre un diván, no podía decir ni una palabra, ni hacer un gesto. La mayoría de los invitados ya acababa de retirarse, y permanecían solamente cerca de su amiga de pensión, la doctora Genevieve Saint-Phar, el mayor Lapouge, los doctores Aubertot y Pascal, uno y otro profesores de la Facultad de París.
  • 30. 30 Los cuatro médicos examinaron las diferentes funciones; el corazón, muy lento, latía a cincuenta, los movimientos respiratorios descendían por debajo de lo normal. Unos sobresaltos agitaban el cuerpo. El Sr. Emile Pascal, un hombre de alta talla, joven aún, de bigotes espesos y grisáceos, ajustó sus anteojos y dijo a Olivier: –¿Es la primera vez que la señora marquesa experimenta estos trastornos nerviosos? –Sí, doctor, la primera vez. –Habitualmente, este tipo de espasmos no persisten. Y dirigiéndose a su colega Aubertot: –¿No está sorprendido como yo, de la dilatación de las pupilas? –¡Sin duda! Aunque médico de los Montreu, Aubertot quiso cambiar de tema ante su ilustre colega, y preguntó al aristócrata: –¿Qué ha comido esta noche? –Ningún plato que no haya probado yo mismo. –Veamos los brazos, las piernas – continuó Pascal, rogando a la Sra. Aubertot que acompañase al marqués a otra habitación. Percibió en las nalgas y en las pantorrillas numerosos pinchazos, y declaró: –Nos encontramos en presencia de una intoxicación aguda por un envenenamiento grave de morfina. –¡Ya me parecía a mí!– afirmó el mayor. Y él mismo murmuró: –¡Pontaillac está detrás de esto! –Debo admitir, – dijo Aubertot – que en diciembre, he dado una inyección a la Sra. de Montreu, pero un solo pinchazo destinado a combatir sus dolores neurálgicos. Recientemente, la marquesa me solicitó, por las mismas causas, nuevas inyecciones; temí que le crease dependencia y me negué. –Otros médicos habrán sido menos escrupulosos, – comentó la doctora. –No es el momento de agitar esta cuestión, – consideró Pascal – Hay que desvestir a la enferma. No se tenía ni el tiempo ni la posibilidad de situar el termómetro en la axila; la mujer desnuda permanecía en estado casi catatónico; la sensibilidad sensitivosensorial estaba abolida; el reflejo patalear y el reflejo plantar no existían, y una aguja, hundida a través de la piel, no provocó ninguna reacción. Los doctores se encontraban ante un estado caracterizado por el coma y el colapso. Se produjeron en la enferma unos intentos de vomitar, y los movimientos respiratorios, al principio muy acelerados, descendieron a diez por minuto. Otras particularidades interesantes se mostraron en la pupila y la cornea, y a la dilatación pupilar sucedió una abolición absoluta de reflejo; la abertura y la oclusión alternativa de los párpados no hacían mover el iris excitado, y la aproximación de una vela no le permitió reaccionar. Finalmente, bajo la influencia del tanino y sobre todo del café en altas dosis, la respiración comenzó a hacerse más amplia; los latidos del corazón se volvieron igualmente poco a poco más claros y más acelerados, y con fricciones y masajes, la temperatura subió. Todo peligro estaba conjurado.
  • 31. 31 La Sra. de Montreu, no aceptando los amables ofrecimientos de la Sra. Aubertort, quiso regresar a su casa. Unas mujeres la ayudaron a vestirse, mientras los cuatro médicos se reunían, en el jardín de invierno, con el marqués Olivier. Surgió una discusión entre el mayor, los profesores y la doctora. ¿Era conveniente, en presencia de ese caso de intoxicación crónica por la morfina, emplear la supresión brusca? Pascal, Aubertort y la Srta. Saint-Phar abogaban por el método de los doctores Ball, Zambacco, Lancereaux, etc., que consiste en la disminución progresiva de las inyecciones; el cirujano militar, aunque buen francés, se declaraba partidario de la supresión inmediata y radical, de la que el doctor alemán Levinstein era el apóstol. –¡Pero mi esposa no toma morfina! – clamaba Olivier. –¡La toma, a sus espaldas!– respondió Pascal. La Srta. Saint-Phar añadió: –¡Todos los morfinómanos, sobre todo las mujeres, saben disimularlo! Ante la autoridad de los profesores, Lapouge cedió, y los médicos adoptaron el método Erlenmeyer, progresivo decreciente, del cual explicaban el proceso, exhortando al marido a vigilar a su esposa. Blanche, presa del miedo, escuchó los consejos de la doctora; le confesó su pasión morfínica; le mostró el brazalete que encerraba el licor, jurando seguir las órdenes de los médicos y de obedecer a su amado esposo. Transcurridos algunos días, el Sr. y la Sra. de Montreu partieron para el castillo de los Tejares – y Raymond de Pontaillac durmió su pena de amor.
  • 32.
  • 33. 33 V Era primavera, y todo se tornaba verde en el valle de Saint-Martin-l’Eglise que domina el castillo de los Tejares. El Sr. y la Sra. de La Croze, padre y madre de Blanche de Montreu vivían allí, bendecidos por los pobres, amados y respetados por sus criados, sus aparceros y sus vecinos. Si el viejo castillo de sus ancestros fue reemplazado por una habitación moderna, si la hierba crece sobre antiguos fosos, y si una torre desmantelada evoca la historia, los descendientes no han perdido nada de valor de sus antepasados, e incluso han ganado en caridad social. La fachada del castillo da sobre un patio de armas, en medio del cual se encuentra un castaño célebre; a la derecha, las cuadras, luego los jardines, el parque y, hacia la izquierda, un amplio estanque que baña las murallas. Desde la terraza resplandeciente de flores, se perciben los veinte dominios de la propiedad, las casas blancas, las praderas, los densos bosquecillos, los profundos macizos, el castillo de los Ormes, el edificio señorial de Pontaillac, y más lejos aún, el pueblo de Saint-Martin-l’Eglise y su campanario puntiagudo de tejas rojas. Un arroyo vagabundo, a lo largo de los prados, y en lo alto del camino, aquí y allá, en las inmensas landas, unos bloques grises, unos dólmenes, unos túmulos, interesaban a los miembros de las sociedades arqueológicas, como el amueblamiento del castillo hubiese podido interesar y apasionar a un anticuario: tapicerías antiguas, viejos arcones con fantásticas esculturas, grandes lechos con sus cortinajes estampados con personajes, lozas, relojes, y el propio billar con sus primitivas redes a guisa de troneras, todas esas cosas tenían su historia y testimoniaban el respeto y los esmeros de la noble familia. Sí, todo era alegre, por ese sol; los pájaros cantaban la eternidad de la creación; una brisa cargada de perfume de los tomillos y las lavandas corría por la tierra yendo a parar a las aguas del estanque de las Falettes, donde duermen las flores nadadoras; ¡todo era alegre! Pero, en el invierno, cuando bajo un cielo gris, los árboles despojados de sus hojas gemían al viento y los lobos vienen a aullar hasta el parque, hay que bendecir la tierra natal o buscar intensas emociones para no desertar. Y los suegros del marqués no desertaban, y resistían los inviernos mundanos, tan alabados por su yerno y su hija. En el castillo de los Tejares, con motivo de la estancia de los Montreu, se recibía a aristócratas de la vecindad, y especialmente a Pontaillac, cuando se encontraba de permiso; pero la intimidad habitual de los La Croze estaba restringida al abad Boussarie, cura de Saint-Martin-l’Église, y a los Gouillèras – El Sr. Adolphe Gouillèras, rico propietario y gran comerciante de maderas, habiéndose casado con Mathilde de Chastenet, la prima pobre de Blanche. Ese día, después de almorzar, el marqués Olivier, su esposa y su hija Jeanne, se paseaban por los jardines con los La Croze. La niña caminaba entre el padrino Pierre, un apuesto viejo de barba canosa, y la madrina Amélie, una anciana en vieja en papillotes grises. Para juzgar a los de La Croze, ¿no bastaba remontarse a la guerra de los 70, a las batallas en las que el aristócrata mandaba una compañía de móviles, mientras que la dama de los Tejares distribuía el pan a las humildes mujeres de los campesinos-soldados?
  • 34. 34 Consejero general del cantón, lugarteniente de los voluntarios del distrito, el Sr. de La Croze hubiese querido ceder la consejería a Olivier. Al yerno no le preocupaba demasiado: él amaba más a su esposa y a París. Desde la llegada a los Tejares, el Sr. de Montreu había impuesto – al menos así lo creía – la disminución progresiva de la morfina. Los primeros días, Blanche se rebeló, al descubrir los artificios de agua mezclada, éter sulfúrico, cloroformo o alcohol. ¡Necesitaba morfina! Lloraba, se lamentaba, insultaba, amenazaba, luego se tranquilizó, pareció renunciar al estupefaciente y a todas las sustituciones diluidas, mucho antes del plazo fijado por los médicos. Blanche se consideraba salvada, absolutamente curada, hablaba con asco de su antigua y ridícula pasión; tocaba el piano, el arpa, cantaba, reía, montaba a caballo – y el marqués escribió unas cartas entusiastas al doctor Aubertot. Este respondió: «¡Muy bien! Pero, tenga cuidado! ¡Continúe vigilando!» Y le indicaba casos insólitos entre los morfinómanos para disimular. En el paseo de los tilos, el Sr. de la Croze y el marqués encendían sus cigarrros; Blanche, madre celosa, cogió a la pequeña Jeanne de los brazos de la abuela, y la cubrió de locos besos. –¡Le haces daño!– exclamó la Sra. Amélie… – Mira: ¡está llorando! Jeanne dijo, vertiendo lágrimas: –¡Mala, mamita! La marquesa estalló en sollozos, y se puso a caminar muy aprisa. Oliver preguntó, preocupado: –Blanche, ¿a dónde vas? –Regreso a mi habitación; ¡necesito llorar! Corría tan rápido que los La Croze y el marqués tuvieron miedo y fueron tras ella. Blanche gritó: –¡Dejadme! ¡Me fastidiáis! En su camino, se encontró con la vieja Catherine que quiso detenerla: –¿Señora?... –¡Déjame!... ¡déjame! Ante ese espectáculo, el Sr. de Montreu se vio invadido de una gran angustia… ¿Acaso renacía la terrible pasión? Y, pronunciando la consigna, golpeó la puerta de su esposa. La marquesa fue a abrir; afirmó: –¡Ya estoy mejor! Él habló tímidamente de la morfina, y Blanche le saltó al cuello, muy alegre! –¿La morfina?... ¡Oh! ¡no, Olivier!... ¿Crees que voy a morir?... Ya he sufrido demasiado… ¿No hemos roto todas las siniestras Pravaz? La joven mujer, enteramente calmada, había recuperado su alegría. Cada día, la marquesa iba a cumplir con sus devociones en una pequeña capilla situada al final de los jardines, en medio de un denso follaje. Por la puerta enrejada, se veía sobre el altar una Virgen de mármol blanco, unos candelabros de oro y jarrones con flores recién cortadas; cuatro oratorios de terciopelos se alineaban, entre las dos ventanas ojivales, cuyo sombrío y artístico vitral brillaba a la luz de una lámpara de iglesia. Una mañana, el marqués y la pequeña Jeanne acompañaron a la Sra. de Montreu hasta la capilla. La mamá y la criatura se habían arrodillado, y Olivier, de pie, observó los ojos de Blanche que, desde hacía algunos minutos, exploraban la alfombra, en una búsqueda infructuosa.
  • 35. 35 La Sra. de Montreu se quedó en la pradera. Olivier llevó a la niña, feliz de verla saltar y reir. En un momento, Jeanne se bajó para recoger violetas. –¡Oh! ¡papá, mira qué bonita joya! En sus dedos brillaba al sol una Pravaz de oro. El marqués recogió el objeto vivamente: –¡Jeanne, no digas a mamá que has encontrado esto! –¿Por qué? –¡Porque me harías, mucho, mucho daño! –Pero, no quiero que te apenes, papaíto….¡Chsss!... ¡Aquí viene mamá! Blanche iba hacia ellos, con la mirada registrando la hierba, las rocas, y todo su rostro revelaba una profunda inquietud. Olivier creyó generoso y prudente no arriesgar con alguna alusión. Durante la jornada, el marido y la esposa se dirigieron a Saint-Martin-l’Église, a casa de sus parientes, los Gouillèras, y el Sr. de Montreu, dejando a Blanche con la prima Mathilde, se acercó a la farmacia. Cerca de la puerta, el Sr. Teissier, el farmacéutico, liaba un cigarro. –Señor, – dijo Olivier – me haría el favor de concederme unos minutos. –Con mucho gusto, señor marqués. Se sentaron en un saloncito, detrás de la oficina. El aristócrata expuso: –El Dr. Vaussanges está de viaje; espero su regreso para preguntarle, si eso es útil, lo que no creo. Él mismo me ha manifestado desde hace tiempo que la Sra. de Montreu no tenía ya necesidad de morfina; por otro lado, estoy seguro de que mi esposa no ha recibido ningún envío desde París. Por lo tanto, es usted, señor, quién, sin receta, está vendiendo morfina a la Sra. de Montreu. –¡Esa es una acusación injusta, señor marqués! Yo jamás he vendido morfina sin receta. –¿Me da usted su palabra de honor? –¡Palabra de honor!... Y deseo demostrarlo… –¡No es necesario! –Sí, quiero. Corrió a la oficina y regresó, llevando consigo un libro y un frasco. –Señor marqués, en nuestro pueblo se consume muy poca morfina. He recibido de París cincuenta gramos, y, con motivo del tratamiento seguido por la Sra. marquesa, bajo diversas recetas del Dr. Vaussanges, han sido retirados cinco gramos, luego dos gramos, receta de otro médico, el Sr. Thavet, de Labrousse. Deben quedarme cuarenta y tres gramos. ¡Vamos a ver! Teissier depositó el frasco sobre una balanza, hizo un cálculo mental y exclamó: –¡Catorce gramos solamente!... Por el amor de D… ¡me han robado! De inmediato, llamó: «¡Víctor! ¡Víctor!» Un hombre muy joven de cabello pelirrojo que apilaba quinquina en el laboratorio, entró y dio un respingo, asustado, ante los testimonios de su incorrección. –¿Fuiste tú quien cogió la morfina de aquí? – gruño el farmacéutico. ¡No mientas o te estrangulo! –Sí, patrón. La he vendido en varias ocasiones, y voy a buscar el dinero ahora mismo. –¡Maldito! ¡canalla!... ¡Sal de aquí!
  • 36. 36 Pero, a ruego del Sr. de Montreu, el farmacéutico se resignó a escuchar las razones de Víctor. Él, hijo del Sr. Abel, el hermano arruinado del Sr. Adolphe Gouillèras, ¿en qué se hubiese convertido sin la asistencia del tío rico? Esta asistencia la debía sobre todo a la tía Mathilde, pues el tío Adolphe no lo quería demasiado. ¿Qué más natural que expresar esa gratitud a la Sra. Mathilde, proporcionándole unos gramos de morfina que ella pagaba? –Mi único error, – añadió el mancebo – es no haber puesto el dinero en la caja, pero se habría descubierto la venta y la Sra. Mathilde quería mantener el secreto. –¡Más que idiota! ¡más que bruto! – continúo el farmacéutico, tal vez hayas envenenado a tu benefactora. –No, porque la morfina no era para ella – replicó el Sr. de Montreu – ¿no es así, Víctor? –Yo no sé nada, señor marqués. Desde que obtuvo del Sr. Teissier el perdón de Víctor y recomendado el silencio al patrón y al mancebo, el Sr. de Montreu regresó a casa de los primos Gouillèras. No deseaba una explicación inmediata con Blanche, en presencia de Mathilde; temía encararse a las mentiras de las dos mujeres. En el momento de partir, Blanche dijo a su prima: –¡No lo olvides! –No temas. Se lo entregaré al cartero. En la calesa, a lo largo del camino, la Sra. de Montreu sonreía a su esposo. Preguntó: –¿Verdad, Olivier, que Mathilde embellece todos los días? –No opino del mismo modo. ¡Es demasiado rubia, está demasiado pálida, demasiado delgada, demasiado alta! –Tal vez, ¡pero es muy distinguida! –Lo importante es que sea feliz, y si el Sr. Gouillèras no es la distinción personificada, tiene todas las cualidades de un hombre íntegro. La noche transcurrió tranquila. Por la mañana, sobre la carretera, Olivier acechó el paso del cartero: –¿Tiene algo para mí? –Sí, señor marqués, – respondió el cartero. – Tengo cartas y periódicos. –¿Nada más? –Un paquete para la Sra. marquesa, de parte de la Sra. Gouillèras. –Deme el paquete. El Sr. de Montreu regresó a su habitación, y, obligado por su amor a desempeñar un papel de vigilante conyugal, muy a pesar de su costumbre y su voluntad, el marido desató el paquete. Se encontró dos ovillos de lana azul, y estos contenían en su interior una carta, una pequeña botella y una Pravaz. Era un deber leer, y Olivier rompió el sobre: «Mi querida Blanche, en Limoges, en el Sagrado Corazón, tú rica, compartías con la pobre prima Mathilde, las comidas que te enviaban desde el castillo de los Tejares. «Y, hoy, tengo la dicha de enviarte la mitad de las riquezas que poseo y de cuyo misterioso y soberano poder me has informado. «Mezcla el divino licor, pues, por desgracia, la fuente se va a agotar. Ayer, en efecto, mi sobrino Víctor me anunció que no podría seguir proporcionándomela, al
  • 37. 37 prohibirle el patrón su venta y por razones que desconozco. Esas razones, las atribuyo a una visita de tu marido a la farmacia, visita que he sabido del propio testimonio de la Sra. Teissier. «¡Oh, querida, hay que ser cuidadosa! ¡Hay que ocultar este supremo tesoro! Blanche, ¡no hay cajones lo suficientemente discretos ni cajas bastante fieles, contra los ojos de un marido como el tuyo, un hombre que te adora y no es capaz de ver que la privación es mortal! «Mi marido a mí – ese bueno y sencillo hombre de campo– me deja libre, y, por lo demás, yo lo domino con toda la altura de mi pobre nobleza. «Te envío una Pravaz, menos elegante que la que has perdido, pero también generosa. La Pravaz y la solución, continúa poniéndola bajo la salvaguarda de tu pequeña Jeanne. El Sr. marqués jamás las encontrará: ¡un ángel las protege! «Mil besos de tu: «MATHILDE GOUILLÈRAS, «NACIDA DE CHASTENET.» «P.S.- Vuelvo a abrir esta nota. Tengo una idea. ¿Por qué no escribes a nuestra amiga Geneviève Saint-Phar? Probablemente la doctora nos enviase morfina. Si se niega, iré a Limoges y obtendré recetas de un doctor y tal vez soluciones, directamente, de los farmacéuticos.» El Sr. de Montreu trataba de ahondar en el misterio de estas palabras: « La Pravaz y la solución, continúa poniéndolas bajo la salvaguarda de tu pequeña Jeanne… » ¿Era una idea simbólica o el claro enunciado de un hecho? Mientras la sirvienta vestía a Jeanne, Olivier inspeccionó la cama de la niña y descubrió, en el fondo del somier, un frasco de morfina vacío en sus tres cuartas partes. No quiso seguir por la senda de las hipocresías burguesas, y por la tarde, a la hora de la siesta, dijo a Blanche: –A pesar de tus juramentos, vuelves a comenzar con las mismas locuras, y te envenenas con la horrible morfina… –¡Eso no es cierto! –¡Blanche! –¡No es cierto! ¡no es cierto! ¡No, eso no es cierto! Él le mostró los dos frascos y la Pravaz: –¿Para qué mentir? –¿Dónde has cogido eso? –Tuve que registrar la cama de Jeanne e inspeccionar el envío de Mathilde. –¿Ha abierto usted una carta dirigida a su mujer? ¿Ha roto el sobre? –Sí. –¡Es usted un canalla! –Amor mío… –¡Cállese, señor! ¡Debería enrojecer!... Vamos, ¡entrégueme esos objetos! –No. –¡Yo así lo quiero! –No. –Señor, ¡entrégueme eso! –¡Jamás!
  • 38. 38 Nerviosa, ella se arrojaba sobre él, tratando de apoderarse de la Pravaz y los pequeños frascos; él resistía; ella se colgaba de él, mezclando sus sollozos con promesas de amor, en ardientes ruegos y él necesitaba mucho coraje para resistir. –¡Olivier, la Pravaz es mi vida! –¡Eso será tu muerte! Deseoso de poner término a una lucha tan dolorosa, arrojó la Pravaz y los frascos por la ventana abierta, en el estanque de los Falettes. Ambos oyeron el chapoteo del agua, y Blanche gritó: –¡Me has matado!... ¡me has matado! Olivier se arrodilló ante ella, implorando el perdón del sacrificio. Ella lo rechazó, quería estar sola. ¿Y si ella se arrojaba por la ventana? Él estaba allí; observaba; con sus brazos agarrando las faldas. E, inclinada en la ventana, Blanche miraba el cielo de un azul intenso y las constelaciones. Veía temblar las estrellas sobre las aguas, y, entre ellas, dos más brillantes cuyo estallido iluminaba las profundidades que se abrían. Eran los frascos de morfina: descansaban en un lecho de gladiolos y nenúfares, un joyero de herivas verdes y rosas diamantadas. Los frascos se rompieron, el licor se vertió, abundante, siempre más abundante, infinito. Y hete aquí que Blanche, se encontró en el paroxismo del delirio a la visión de un mar de morfina. Se acordó de un bonito espectáculo de viaje – ¡de su viaje de bodas! – y para ella la morfina circulaba en el estanque, como en el Ródano, en Ginebra, y atravesaba el Leman sin confundir sus aguas. Todo lo demás era borroso, y solo el licor triunfaba y brillaba luminoso, inmaculado. Escuchó voces celestiales que le prometían en el Paraíso amores inmortales. Blanche iba a caer; iba a morir; él estaba allí, él la tomaba contra su pecho: –¡Mi adorada! –¡Yo no os conozco! ¡Váyase!... ¡váyase!... ¡Me produce horror!
  • 39. 39 VI El capitán Pontaillac se encontraba en un estado físico relativamente satisfactorio, y todavía mantenía representando al lado de la Stradowska una extraña comedia amorosa. En esa ruda musculatura, entraba el veneno, se deslizaba, y al igual que el rayo quema la espada de acero, sin dañar el forro de terciopelo, consume los huesos del cuerpo, sin afectar la carne que los cubre – así, la morfina mataba el espíritu, la resistente llama, sin casi tocar la envoltura orgánica. Cosa notable, no había para Raymond ningún elemento coexistente de un estado de degeneración mental hereditaria, ninguna apetencia mórbida, ninguna tendencia malsana que fuese el acto de una naturaleza ya debilitada e incapaz de resistirse a las solicitaciones. Desde el principio, el cerebro estaba indemne de taras: desde el punto de vista médico-legal, la herencia no ejercía no su rol habitual de factor etiológico, y no se podían advertir más los fenómenos del morfinismo y del alcoholismo asociado. Desaparecida Blanche, el joven oficial buscó el olvido en las tareas militares y las pequeñas reuniones con sus camaradas, Jean de Fayolle, Léon Darcy y ArnouldCastellier; en cuanto al mayor Lapouge, fue víctima de los arrepentimientos del morfinómano. Pero, después de tres semanas, aparte de las horas en las que el servicio lo llamaba al cuartel, Pontaillac era invisible. No se le encontraba ni en el Epatant, ni en el café de la Paz, ni en la Ópera, ni en el Circo, ni en el Bois, y las cartas, los telegramas de Christine permanecían sin respuesta. Comenzó una vida bizarra. Algunas veces, en su casa, con su revólver en la mano, se detenía ante un espejo, con la idea de reventarse el cerebro, y luego, regenerado por una inyección, colmado de deseo por Blanche, caminaba hacia un saloncito. Admiraba un retrato de cuerpo entero de la Sra. de Montreu, una obra maestra, cuya ejecución acababa de supervisar y de dictar los menores detalles, según una fotografía y la religión del recuerdo – así como se hace con las imágenes de los muertos. Aquí y allá, por todas partes, cosas de ella: un abanico roto, un zapato de baile, un corsé, guantes, ramos; todos esos objetos sin valor, se los había comprado a Angèle, la dama de compañía de la marquesa, y el corsé florido de encajes exhalaba todavía el delicioso perfume de la dama pelirroja. Con mirada suplicante, tendía las manos hacia el retrato, y Blanche parecía animarse y descender de su marco; él la cubría de besos, la mimaba, la transportaba, la poseía por entero. Y, acabada la alucinación, repentinamente, se volvía a encontrar cerca de un espejo y manejaba el gatillo de una pistola. Ahora bien, un día, como todos los días, Raymond evocaba a su bien amada. La puerta se abrió, y Christine que entraba, se detuvo, impactada. –¡Raymond! –¿Qué desea de mí, señora? ¿Qué viene a hacer aquí? ¡Salga! –¿Ya no me amas? –¡Yo jamás la he amado! –¡Oh! – gimió ella, abrumada de dolor.
  • 40. 40 –Esa es a quién amo, a quién adoro – exclamó, señalando el retrato de Blanche – ¡Esa es! ¡Fue para ocultar a todos los ojos un amor culpable que se apoderó de mi!... ¡Mire!... ¡Dios mío, qué bella es!... ¡Déjenos solos! De sus dedos temblorosos, buscaba las formas maravillosas en un espacio geométrico indefinido, estrechaba sus brazos, y suspiraba: –¡Blanche! ¡Oh, Blanche!... ¡Oh, mujer!.... ¡Toma! ¡sobre tus labios! Pero, de pronto, se tambaleó, despertado: –¡Estoy loco, mi buena Christine! –Y yo vengo a consolarte; vengo a curarte… a hablarte de ella… Había tanta sencillez y heroísmo en esa inmolación de la mujer ultrajada que Raymond se arrodilló ante su amante. Ella lo levantó, y besándolo en la frente: –¿Quieres que sea tu hermana a partir de ahora? –Entonces, – dijo él, sin entrever la grandeza del sacrificio, – entonces, ¿no estás celosa? –No… nada de celos. –¿De verdad? –De verdad. Y hablaron de la ausente toda la jornada, toda la noche. –¿Por qué no pides un permiso? Irías a verla… allá… –Tengo miedo… –¡No seas bobo! Una noche, Crhistine condujo a Raymond a la estación de Orleans, y la valiente regresó a su casa, llena de angustia. En los Tejares, la marquesa Blanche entraba en el último periodo del «síndrome de abstinencia.» El doctor Vaussanges, un hombre de barba gris de lo más honorable, trataba de engañar a su noble clienta: –Señora, le traigo morfina. –¡No, doctor, eso es agua! –Morfina y agua. –¡No lo quiero! Ante la imposibilidad de procurarse dosis de estupefaciente, la Sra. de Montreu, que ya no recibía cartas de la Sra. Gouilléras, se dirigió a los criados. Todos se negaron a obedecer a su ama, bajo las órdenes del marqués. Nada que esperar de la doctora Geneviève Saint-Phar. Enloquecida de odio, Blanche rechazó a su marido en el lecho conyugal; evitó las menores ternuras, los menores besos. Él, dominando sus escrúpulos de hombre noble y queriendo por encima de todo la curación de su esposa, había hecho fabricar unas llaves; inspeccionaba el secreter, el escritorio, los cajones, los cofres, las bolsas, las cajas de guantes, los objetos más delicados, los más íntimos, y, si la marquesa lo sorprendía en sus bárbaras pesquisas, le decía con desdén: –¡No se moleste! ¡Verifique mis camisas, mis medias! Y se estremecía de ganas de escupirle en el rostro. En la marquesa Blanche, el sistema nervioso por entero, cerebro-espinal y ganglionar, estaba profundamente afectado por la desaparición de la morfina en el organismo: la joven mujer incriminaba moralmente a Ollivier, su salvaje guardián;
  • 41. 41 el sistema nervioso se rebelaba físicamente contra el acto de violencia que le sustraía lo indispensable, y cada nervio manifestaba su trastorno, en su propio ámbito. En virtud de leyes ignoradas, la fuerza del deseo fisiológico desarrollaba el campo intelectual y permitía a la Sra. de Montreu analizar todas sus sensaciones. Tenía hambre de morfina; tenía, no impulsos de golosa, sino una auténtica necesidad de alimento: ¡le faltaba un elemento! Sentada o acostada, experimentaba una intensa agitación de las piernas, – en sus piernas martirizadas, pues se había pinchado en las piernas – y se veía obligada a ejecutar con ellas movimientos regulares; esta agitación se exageraba hasta tal punto que se hubiese dicho un redoble de tambor. Los ligeros abscesos de la región lumbar y de los muslos producidos por los pinchazos se cicatrizaban; el rostro conservaba todo su frescor; la piel permanecía indemne a esa coloración purpura habitual en los morfinómano sanguíneos; los ojos no revelaban ningún trastorno de acomodación, y solo, los dolores en la región cardíaca, una tos nerviosa y una sed inextinguible constituían los principales síntomas de la abstinencia. –¡Olivier, me muero!... ¡Olivier, ten piedad de mí! El Sr. de Montreu apartaba la mirada, temiendo sucumbir: –Blanche, mi querida esposa, ten todavía un poco de valor… Te vas a curar; no pensarás más en el horrible licor, y nos amaremos… –¡Jamás, señor, jamás! A fin de distraer a la enferma, Olivier se servía de Jeanne para enviarle regalos encantadores. –Mamá, es de papá… ¡Oh! ¡qué brazalete más bonito! ¡Oh, qué bonito collar!... Y esas flores, estas verbenas, estas rosas… Blanche besaba la cabecita rubia y la alejaba – sin una sonrisa. El Sr. y la Sra. de la Croze animaban a su yerno a salvar a la madre de Jeanne. Se citaba a la Sra. de Montreu los ejemplos de algunos morfinómanos arrepentidos; se le citaba el caso de Mathilde Gouilléras, que tras haber sufrido mucho, lanzaba anatemas contra la morfina; Blanche no escuchaba nada, y siempre enamorada del veneno, iba hacia el final de sus consumidores.
  • 42.
  • 43. 43 VII Ese día, Raymond de Pontaillac, llegado la víspera a su castillo de los Ormes, montó a caballo para dirigirse a los Tejares. Al principio puso su animal al galope, luego al trote, por último al paso, bajo los grandes castañoss que le cubrían de sombra: en su deseo de volver a ver a Blanche se mezclaba una pena, como si realmente no estuviese seguro de encontrar allí toda la dicha que iba a buscar. Ante la verja del castillo, el capitán estuvo a punto de girar las bridas, pero había sido visto por el Sr. de la Croze que le dijo: –¡Caramba! ¡Qué sorpresa, amigo mío!... ¿Y desde cuando está usted en los Ormes? –Desde ayer, señor Pierre… Me he detenido en Limoges para saludar a mi tío. –Podrías decir: «Monseñor»… ¿Cómo está nuestro obispo? –¡Pontificalmente! Un criado llevó el caballo del capitán a las cuadras, y el Sr. de la Croze y Pontaillac caminaron hacia la casa. –Capitán, ha hecho bien en venir a vernos… ¡Uno se aburre mortalmente aquí!... ¿Cuántos meses de permiso? –No tengo meses; tengo días… quince. –¡Diablos, eso es poco! El viejo noble introdujo a Raymond en el gran salón, llamó a la Sra. de la Croze y envío a Catherine a advertir a la marquesa. Olivier estaba en el parque, supervisando la instalación de los conductos del agua. Se le llamó; acudió, y los dos amigos se abrazaron, mientras la marquesa hacía su entrada. Evocando la escena del jardín de invierno, en casa del doctor Aubertot, Raymond se decía: «¿Me ha perdonado?» Por el contrario Blanche se estremecía con esta idea: «Él tiene morfina; ¡me la dará!» Ambos hablaban ahora de un modo indiferente de cosas parisinas y mundanas, de los últimos bailes, de las últimas habladurías, de los últimos escándalos, y nada, en su voz ni en sus gestos, traicionaba sus profundas emociones. Se recibió la visita del abad Boussarie, el cura de Saint-Martin-l’Église, un amable y paternal anciano de largos cabellos blancos, el antiguo preceptor del Sr. de Pontaillac. Él recordó que Blanche, Olivier y Raymond habían sido bautizados por él y que habían hecho su primera comunión en Saint-Martin. Solo, el capitán estaba soltero. ¿En qué pensaba? ¡Vamos, el sobrino de Monseñor Aymard de Pontaillac, el heredero de un linaje ilustre, debía predicar pronto con el ejemplo! Y con su bastón, con empuñadura de plata, el viejo sacerdote amenazaba cariñosamente a Raymond. Una esperanza animaba a la Sra. de Montreu. Era a Pontaillac a quién debía su primer pinchazo y, en su horrible desamparo de hambrienta, el gran iniciador acudiría en su ayuda… ¿Cómo dirigir la petición, en qué lugar, con qué ardides? Aquí, nada se podía intentar bajo la mirada del marido. ¿Escribir al capitán, enviar una carta por un criado? Nadie en el castillo aceptaría el recado. Por otro lado, Blanche no olvidaba la declaración de amor del joven oficial, y se sentía al respecto con la más grande reserva. Y sin embargo, necesitaba la morfina, le hacía falta una Pravaz – ¡solo, Raymond podía impedirle morir!
  • 44. 44 Enseguida, nació la idea en el Sr. de Montreu de que su esposa habría recurrido a Pontaillac, y, como él buscase un medio de afirmar su papel de vigilante, fue el propio Raymond quien le sacó de apuros: –¿Sabes, Olivier? ¡Por fin he renunciado a mi estúpida dependencia por la morfina! –Ya no hay esperanza; ¡me mataré! – gruñó la marquesa. Pero levantó los ojos y creyó leer una mentira y una promesa en la mirada del hombre. –¿Realmente, – interrogó el marqués, – has roto con la odiosa Pravaz? –¡Sí, he roto! Una nueva mirada desmintió la nueva afirmación, y esta vez Blanche mostró una sonrisa. ¿Es que, por otra parte, podía olvidarse el embrujo? ¡Si Pontaillac acababa de traicionar la verdad, es que comprendía los dolores de la abstinencia y se protegía del esposo, a fin de socorrer mejor a la desdichada mujer! Tras la partida del cura y de Raymond, la marquesa subió a sus aposentos y volvió a bajar, a la hora de la cena. Había cambiado de vestuario y, en vestido primaveral, con sus bellos cabellos pelirrojos adornados con un racimo de lilas, parecía tranquila, casi alegre. El marido iba a acusar a la morfina de esta agradable metamorfosis, pero Blanche adivinó su pensamiento, y con un gran talento de disimulo, dijo: –Olivier, sospechas que me he pinchado. ¡Pues bien, te equivocas! El Sr. de Pontaillac se ha curado; ¿Por qué no podría hacerlo yo? Creaba «el estado de esperanza» que ayuda a soportar «el estado de necesidad». Al día siguiente, Raymond salió de los Ormes para un paseo matinal. Caminaba, con el corazón alegre, y, gracias a unos especiales razonamientos que las bienhechoras soluciones le inspiraban, llegando a convencerse de que era urgente procurar morfina a la gran dama y excusable el hacerse amante de la esposa de un amigo, de su mejor amigos. Pontaillac circulaba por un camino sombrío y, a través de las ramas, el sol le besaba el rostro, le iluminaba sus entorchados; una brisa tibia y dulce lo impregnaba de vivificantes fragancias de los bosques. Se detuvo ante el parque de los Tejares, cerca de una brecha reciente hecha por los obreros empelados en los conductos del agua. La verja de la capilla estaba abierta y, en la mujer arrodillada, el hombre reconoció a la Sra. de Montreu. La marquesa salía de la capilla, y las dos víctimas de la Pravaz se miraron. –Señora, –comenzó Raymond, – el azar me ha traído aquí, y bendigo al azar…¡Qué pálida y temblorosa estáis!... Habéis llorado… –He llorado, porque sufro, porque me muero! Decididamente, contó sus dolores, el suplicio que le imponía el Sr. de Montreu, privándola del licor vital; contó la escena nocturna en la que el marido arrojó al estanque las soluciones y la Pravaz. Todo el mundo la abandonaba, sí, todo el mundo, incluso Mathilde, su antigua prosélita! –Lo sabía, – replicó el oficial con aplomo; – lo sabía y he venido. Ayer, debí ocultar bajo la mentira mi deseo de seros útil, pues, señora, mejor que nadie, yo conozco vuestro mal. Yo también lo he padecido y también he llorado. No hay tortura comparable a la de la necesidad de morfina! Los médicos pretenden que el licor nos mata! ¡Imbéciles! ¡Pero, la muerte odiosa, terrorífica, es la privación!
  • 45. 45 Extrajo de su bolsillo un neceser de viaje en seda azul que contenía la solución y una aristocrática Pravaz: –Tomad, señora… no lloréis más… Enjuagad vuestros bellos ojos… El infierno va a desaparecer…. para vos! –¡Gracias, oh! ¡gracias, señor de Pontaillac! ¡Usted me salva! El capitán saludó a la Sra. de Montreu y regresó por el camino de los Ormes. Bajo la energía del pinchazo, Blanche experimentó un extraño malestar: la solución de Pontaillac era una dosis un grado mayor del que la joven víctima todavía no había alcanzado. Se produjo un trastorno espantoso en los órganos, al mismo tiempo que una sobreexcitación del cerebro. La sangre afluyó al corazón, y unas imágenes – por los ojos y por el pensamiento – reemplazaron a la vez las ideas exactas y los cuadros de la realidad; así, la habitación de Blanche se transformaba en un amplio estanque, el estanque de las Falettes; una barca se balanceaba sobre las aguas; el Sr de Montreu encarnaba al Sr. de Pontaillac, y Blanche adoraba la nueva encarnación. En una lucha de la luz y las tinieblas, el espíritu establecía un contraste odioso entre los dos nobles, entre el esposo severo, tal como un carcelero, y el enamorado soberbio, como un príncipe encantador. Blanche disminuís la pequeña talla del marido, cuando el marido conducía los ponis de la victoria; ella le sustraía toda su belleza, su distinción, para apostar por el gran Raymond al que veía correr a caballo, resplandeciente con casco y coraza, en un deslumbramiento de astro. Al despertar, la decente mujer expulsó la mala idea y fue presa de un terror, como si realmente hubiese sido responsable de las veleidades de lujuria sugeridas por el alma del veneno. Los días siguientes, se mostró fría con el Sr. de Pontaillac, afectando ante él una gran ternura conyugal por Olivier; pero, cierta noche, el capitán cenó en las Tejares con el abad Boussarie, los Gouillèreas, y, cuando el marido de Mathilde, un buen y grueso vecino de Limoges, de barba rojiza, aburría al invitado con sus preguntas sobre la pólvora sin humo y la Triple Alianza, Blanche, pasando, rozó a Raymond con un roce voluptuoso. El Sr. de Pontaillac se estremeció de alegría; la Sra. de Montreu balbuceó, antes de refugiarse cerca del ángel guardián, su hija. Esos ardores inconscientes de la casta esposa justificaban uno de los más curiosos fenómenos de la intoxicación morfínica y de su resultados absolutamente contrarios para los dos sexos. En efecto, mientras que el hombre sufría algunas veces un estado de depresión de las vías genésicas, el sistema llegaba en la mujer a un alto grado de ninfomanía. La fuerza moral de Blanche, aunque muy debilitada por el abuso de la morfina, la preservaba todavía contra el adulterio, pero no le impedía librarse a movimientos desordenados y de origen puramente mecánico donde se apagaban su mirada lasciva, donde se calmaba su excesiva sobreexcitación. La Sra. de Montreu gemía con este triste estado; no quería mantener más relaciones con su marido; pero se revolvía contra las tendencias bestiales, y se sentía humillada y herida durante las invisibles metamorfosis del licor. Una tarde, el marqués Olivier, el Sr. de La Croze y el cura Boussarie jugaban una partida de billar, y arriba, en su habitación, la marquesa se inyectaba una nueva solución, – un regalo de Pontaillac. El sol de junio arrojaba sobre la gleba una polvareda de oro y de fuego. Se oía el canto de los grillos que se agudizaba, el rodamiento de los carros, las llamadas a la siega, y a veces el mugido de los bueyes. Un pueblo de trabajadores, hombres y
  • 46. 46 mujeres, cortaban o amontonaban las hierbas, – los machos tostados y velludos, con el torso delgado, las viejas todavía más negras; y aquí y allá, con un guadaña en la mano, algunas bonitas mozas en falda oscura y camiseta clara, se estiraban, con poses amorosas, bajo el incendio del cielo. Por un fenómeno de doble conciencia y de doble visión, la marquesa permanecía siendo la Sra. de Montreu, pero en ella vivía otra mujer dominando a la primera e imaginando esperar a Raymond, haberle concedido una cita en su habitación. Ella podía percibirlo, allá, en los Ormes; él subía al caballo; ella lo seguía por la ruta polvorienta, a lo largo de los olmos de Italia. Se detuvo ante la verja del castillo, No había nadie para recibirlo, y la vidente distinguía claramente a los criados ocupados en diversas faenas; estos ayudaban a los jornaleros; aquellos limpiaban el parqué del gran salón; uno de los palafreneros dormía en un rincón de la granja; Catissou desangraba las aves. –El Sr. de Pontaillac entra en el vestíbulo, y helo aquí en el comedor! – soñaba en voz alta la morfinómana… –No encuentra a los caballeros jugando al billar… ¿Por qué Olivier y mi padre no lo oyen caminar?... ¿Por qué no lo llaman?...Yo lo oigo… Lo veo… ¡Raymond! ¡Oh, Raymond!... Esta vez, el joven entraba realmente; abría la puerta del corredor; subía por la escalera, y Blanche, le tendía los brazos con pasión. El la besaba, lleno de amor, pero cuando la sintió resistir, luchar contra sí misma, contra la otra mujer, «la extraña», se apartó: –¡Señora, yo os amo, os adoro! ¡Oh! ¡os deseo con toda mi alma, y sin embargo no quiero tomaros así!... ¡Blanche, adorada mía, te quiero libre, y no lo eres! Ocho días más tarde, la Sra. de Montreu se entregó al Sr. de Pontaillac. Ella murmuraba, bajo los efectos de la morfina: –¡Tú no me has conquistado odiosamente, y te agradezco haberme esperado, después de haberme encantado! ¡Oh, amor mío, amémonos!
  • 47. 47 VIII Olivier de Montreu había relajado su rigurosa vigilancia, y la marquesa abusaba de ello, dando como pretextos sus paseos diarios de caridad: visita a los pobres del vecindario, a los niños enfermos, a las embarazadas. Blanche y Raymond se veían en una cabaña perdida en un bosquecillo o bien en un kiosco aislado que el Sr. de la Croze hizo amueblar para la estación de pesca. Esos dos lugares, tan diferentes el uno del otro, exaltaban sus deseos: tanto la cabaña parecía rústica con su camastro de hojas; tanto el kiosco recordaba, por sus amplios aparadores y sus mullidos divanes, el lujo y el buen gusto de los nobles. Los amantes siempre tenían una semejante y seductora dueña, la Pravaz, pero se inyectaban el veneno mundano, sin darle importancia, como si él se fumase un habano, como si ella se empolvase la nariz o se perfumase. Ella lo encontraba radiante en su traje azul marino, bajo un sombrero de viaje; él la juzgaba adorable en vestido de tela cruda y zapatos amarillos, guantes de Suecia y tocada con un sombrero de paja deslumbrante con flores del campo. Eran jóvenes; eran hermosos; se amaban – y eso es decirlo todo. Hacia las dos, la Sra. de Montreu bajaba de su habitación; Jeanne la seguía: –¡Mamita, ¿me llevas contigo? –No, querida. –¡Me portaré bien! –¡No!... voy a visitar a los pobres el Sr. cura, ya sabes, esa mujer alta, La Gire y ese gran anciano, Le Guillout… Tendrías miedo… ¡Vamos, déjame! Pero la pequeña se colgaba de las faldas maternas: –¡Ah, mamita, ya no eres tan amable como antes! –Tengo prisa… ¡Vete! Blanche apresuraba el paso. Un grito de Jeanne la hizo volverse de pronto, y rodeó con sus brazos a la dulce niña que acababa de golpearse contra un árbol del parque y le caían las lágrimas, con el rostro todo ensangrentado. –¡Oh, querida! Infiel amante y santa madre, Blanche olvidó la cita. Una carta de Raymond, llevada a las Tejeras por una cridada de los Ormes, solicitaba una reparación amorosa, y al día siguiente, los amantes se reencontraron en la cabaña. –¡Aquí estás! ¡aquí estás por fin! – exclamó el oficial, encendido de deseo. –Amigo mío, tengo que hablaros de cosas serias. Pero, él no la escuchaba, y sus ardientes besos apagaban la voz de su amante. –Raymond… –¡Tus labios!... ¡Quiero tus labios! –¡Te lo suplico! –¡Te quiero toda!... Allí, un beso en tus ojos, sobre tu boca, siempre, siempre, siempre!... –¡Raymond!... ¡Raymond!... ¡Raymond!... Tras la batalla de amor, Blanche regresó aprisa, atajando a través de las praderas y las landas. Una angustia la agitaba, la trastornaba, y unos aparceros la oyeron gemir: «¡Mi hija está muerta!» Ella la sabía curada, y nada expulsaba la idea de «la otra» en esta doble persona. –Sí, sí, ¡ha muerto!