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LA SUEGRA
Jean Louis Dubut de Laforest
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Título original.- Belle Mama.
© Jean-Louis Dubut de Laforest. París 1891
© José Manuel Ramos González por la traducción del francés.
Pontevedra 2014
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I
Una cálida jornada del mes de junio de 1882. La llanura de las Bastidas arde bajo
el incendio que cae del cielo. Bajo el inclemente sol, los campesinos siegan los prados;
y de vez en cuando, un clamor, – sonido de hoces, rodamientos de carretas, arroyos cantarines, trinos de pájaros, voces humanas – clamor confuso, llega hasta el salón dónde el
general Philippe Claudel duerme la siesta.
Suenan las tres en el reloj del corredor.
Las grandes cortinas de sedad roja tamizan una luz dorada y de fuego alrededor de
la cabeza blanca del durmiente.
Dos mujeres jóvenes están sentadas al lado de la puerta-ventana que se abre sobre
el parque de las Bastidas.
Al verlas así, en trajes claros, se les tomaría por dos hermanas. Una es la Sra.
Germaine, esposa en segundas nupcias del general; la otra, la Srta. Léonie Claudel, nacida del primer matrimonio.
La más joven es alta, esbelta, morena, un poco seria. Imposible pensar en una joven más graciosa y más elegante que Léonie, con su perfil de medalla griega y esa sonrisa de virgen soñadora donde destacan dos hoyuelos en sus mejillas; pareciera una diosa de un templo pagano.
La Sra. Germaine no se parece en nada a su hijastra. Rubia, pelo rizado, nerviosa,
tan nerviosa que, por tres veces, ha roto un pequeño trabajo de encajes que había comenzado, desoyendo los consejos de Léonie, la esposa del general todavía no tiene
treinta años, apenas diez años más que la Srta. Claudel.
La casa de las Bastidas está situada a tres kilómetros de Limoges, en la pedanía de
la Maldrière, una pequeña comunidad compuesta de algunas casas de burgueses y de
campesinos, agrupados sobre la vertiente izquierda de la ruta departamental, en medio
de una frondosidad de matorrales y profundos bosques de grandes árboles. El castillo
está aislado. Es un pequeño castillo moderno, de estilo composite. Tiene buen aspecto
con sus torretas de ladrillo; los viñedos, loas glicinas, los jazmines de España y los granados tapizan los muros donde las piedras talladas se entremezclan con el rojo enladrillado.
El general Claudel, su esposa y su hija viven allí con sencillez. El personal de la
casa comprende una vieja sirvienta, la Martrille, Jacques, el antiguo ordenanza del Señor, un jardinero y una criada, la pequeña Cécile Bordain, está especialmente dedicada
al servido de las damas.
En 1876, el general, viudo muy pronto, y al que la viudedad pesaba con más intensidad desde que su hija Léonie había sido internada en las damas de Herbert, en Limoges, se decidió a contraer una nueva unión. Precisamente, había conocido, en un baile dado por el Recaudador de finanzas, a la Srta. Germaine de Maulmont, una huérfana
con una dote de las más mediocres.
El general era rico. La Srta. de Maulmont lo conquistó con su risa y con su gracia
de mujer, estimándose feliz de abandonar a una tía con la que vivía en una casa de la
calle del Clocher y que no la cuidaba más que por pura caridad, al tener hijos propios.
Esta pariente rica discutía a menudo con la sobrina pobre a la que acusaba de poner la
casa patas arriba.
–Desde que te haya situado, – decía a Germaine la vieja tía egoísta, – me iré a instalar e Angolème con mi hijo el más joven, y no me volverás a ver más que de pascuas
a Ramos.
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La pariente iba a mantener su palabra.
Antes de tomar una resolución definitiva, el general consultó con su hija Léonie,
que no tenía más que catorce años y cuya inteligencia ya era singularmente delicada.
Era el día de salida de la pensionista; Léonie acababa de llegar a las Bastidas. El
padre y la hija se pasearon silenciosamente. El Sr. Claudel vacilaba: las palabras no
podían salir de su boca. Le parecía que iba a cometer una mala acción. ¿No había terminado su vida? No debía pensar más que en el futuro de su hija.
Sí, el general se decía todo eso, pero también sentía que estaba perdidamente
enamorado de la Srta. ce Maulmont… Solo, siempre solo, eso no era vida…
Creyéndose más fuerte, se decidió a hablar.
–Veamos, Léonie, qué dirías si…
–¿Si papá se volviese a casar?
–¿Quién te ha podido informar?
–¡Oh! ¡Lo sé todo, papá!
–¿Y te enfadas?
–No… no
–¿No me quieres?
–Yo no te quiero; ¡te amo con todo mi corazón!
–Querida hija…
Permanecieron un momento abrazados, en uno de esos momentos de ternura que
son lo mejor de la vida, en medio de esos afectos desbordantes que hacen que valga la
pena vivir.
Tras este abrazo cordial, unas lágrimas humedecieron la risa de Léonie; pero la
niña se reprimió.
La señorita lo comprendía; una extraña en el hogar mitigaría su felicidad. Iba a
venir una extraña que usurpase una parte de la amistad paterna, que, desde la muerte de
la madre, no había compartido con nadie.
Allá, en la pensión de la calle de las Clairettes, desde que Léonie comenzó a pensar, la gloria de su padre la hizo estremecer. El apellido de Claudel no era noble, y, sin
embargo, sonaba más alto que el de familias de abolengo. ¡Claudel!... Cuando un oficial
del ejército francés escuchaba vibrar ese apellido, una llama de orgullo encendía su mirada… ¡Claudel!... Si ese apellido era pronunciado muy bajo, del otro lado del Rhin, el
enemigo victorioso se recogía e inclinaba.
La joven recordó las vivencias de su infancia. No tenía más que nueve años, y una
visión la había bruscamente engrandecido y encantado.
Cuando regresó de las prisiones alemanas, el general, que nunca desesperó de la
salvación de la patria, fue acogido con entusiasmo por sus compatriotas. El ejército, los
treinta mil obreros de las fábricas de porcelana, los alumnos de Instituto y la Escuela
normal, todas las corporaciones, todas las instituciones, estandartes en cabeza, todos los
viejos, todos los jóvenes, ser rindieron ante él. A las puertas de la ciudad, se levantó un
arco del triunfo donde se veían coronas de inmortales; y mientras las banderas tricolores, veladas de crespones, gemían al viento de la derrota, los clarines sonaron, los tambores batieron, casi sin ruido, así como hacen clarines y tambores ante un cementerio,
saludando el ataúd portador de un muerto glorioso. Ataviada toda de blanco, en medio
de sus compañeras que marchaba en dos filas, como en una procesión, Léonie entregó
un ramo de rosas a su padre.
Su alegría de niña quedó grabada en la memoria de la Srta. Claudel. El padre era
un héroe; ello lo sabía. Y todavía se estremecía cuando se lo decían; le gustaba que se lo
dijeran.
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–¿Pues bien! Sí, –había continuado Léonie, – tienes razón en volverte casar; yo,
algún día haré bien en casarme y tú estarías solo, querido padre…
Tras su matrimonio, el general dijo a su hija:
–La Sra. Germaine, tu madrastra, no es una madre que yo te dé; es una hermana
mayor, ámala bien, querida.
Transcurrieron los años. La joven señora Claudel se mostró un poco frívola, un
poco ligera, demasiado ocupada de su ajuar, demasiado poco diligente en el hogar; y
cierta tarde el viejo oficial, con pena, abrazó a Léonie, suspirando.
–¡Eres tú, Nini, quién es la gran hermana!… ¡Lo sabes!… ¡No lo olvides!
Sin embargo, Germaine, cuyo corazón era generoso, se volvió más razonable, gracias al afecto de su marido y a las ternuras filiales de Léonie.
–¡Oh! mamá,– murmuraba de pronto la Srta. Claudel, – mira esta luz que está en
la frente de papá… Se diría una aureola… Tengo ganas de besarla…
–Nini, vas a despertar a tu padre; sabes que necesita descansar… Esta mañana todavía, se quejaba de un gran dolor en el brazo… Esa maldita herida…
–Voy a caminar sin hacer ruido… ¿vienes?
–Sí, querida niña.
Se levantaron ambas de sus sillas y reteniendo sus faldas, a fin de evitar los
frufrús, midiendo los pasos, se detenían, a la menor alerta, sobre la punta de los pies y
llegaron ante el dormido.
Cuando Léonie se apartó para dejar paso a la esposa; y, esta, tras haber depositado
un beso sobre la frente del marido, dio pasó a la jovencita que se adelantó a su vez.
El general no se movía; pero una sonrisa, la sombra radiante de un sueño, iluminó
su rostro, en el dulce calor de los besos.
En ese momento se abrio la puerta del salón, y Jacques, el criado, dijo en voz baja:
–Señora, es el señor doctor…
Casi de inmediato, las damas Claudel vieron entrar al doctor Adrien Delmas, antiguo cirujano del ejército, uno de los más viejos amigos del general.
Era un hombre de sesenta años, muy recto, juvenil aún. Llevaba una larga levita
negra ornada con la roseta de la Legión de honor. Sus ojos eran intensos y claros; su
amplia frente denotaba una viva inteligencia, Y algún discípulo de Gall y de Spurzheim
no hubiesen dudado en encontrar, en la construcción del cráneo de ese médico, los signos del entendimiento, de la memoria, y más particularmente de la voluntad y del análisis.
El Sr. Delmas era delgado y de alta talla, con un rostro apergaminado y del color
de los viejos marfiles. Una cadena colgaba encima del bolsillo derecho de su pantalón
negro. Sin bigote, pero con una barba rasurada a lo americano; en definitiva, la fisionomía del doctor Milagro de los Cuentos de Hoffmann, un doctor Milagro viejo y barbudo, – la energía de un yanqui y la frialdad razonada de un auténtico sabio parisino.
Las damas Claudel indicaron un asiento al médico.
Luego, entre los tres, comenzaron una conversación en sordina.
–Doctor, siempre padezco de migrañas,– suspiró la Sra. Claudel.
–Señora, es un poco vuestra culpa; rechazáis las medicaciones… Vuestro salvador
es el bromuro de potasio…
–¡Vuestro bromuros me producen horror!
–¿Queréis curaros?
–Sí.
–Pues bien, seguid las prescripciones de la ciencia, señora.
Léonie inclinó la cabeza.
~ 10 ~
–¡Ves, mamá!
Germaine, que intentaba desde hacía un momento enhebrar un hilo en su aguja,
tuvo un pequeño y significativo temblor de dedos.
–Los nervios, – dijo el doctor.
Y, volviéndose hacia Léonie, el Sr. Delmas añadió:
–¿Para cuándo la boda, señorita?
–¡Oh! doctor…
–¿La señorita Léonie se hace la misteriosa?
La hija del general tomó las manos del Sr. Delmas:
–Vos sois el amigo de mi padre, y no será con vos con quién me haga la «misteriosa»… Doctor, la petición es oficial desde hace dos días.
El antiguo cirujano mayor mostró una sonrisa afectuosa.
–Felicidades, señorita… el capitán de Montigny es un oficial distinguido, muy
apreciado por su coronel…
–De una familia noble, –interrumpió la dama. – Pertenece a una de las más antiguas casas… Su madre, la condesa Aline, es una mujer encantadora… El capitán es
rico; Léonie tiene una dote magnífica… Nuestros hijos se amaron pronto… El general
os dirá, doctor, que ha pensado en rogaros ser el testigo de su hija, si nada viene a entorpecer nuestros proyectos… Vamos, doctor, no frunza las cejas y, sobre todo, haga
como si no supiera nada… Philippe quiere tener el placer de haceros saber la noticia
personalmente…
A estas palabras, Germaine se levantó e, inclinándose ante el viejo cirujano:
–El novio de Léonie viene a cenar esta noche, a casa. La madrastra no debe estar
fea hasta dar miedo… ¿Aún no sabes lo que te vas a poner, Léonie?
–En un instante, mamá.
La Srta. Claudel hizo un gesto que quería decir:
–¿Es conveniente dejar solo a nuestro viejo amigo?
Germaine comprendió el gesto; enrojeció un poco; luego, con una gracia muy femenina, tendió la mano al Sr. Delmas:
–Sea severo, doctor, dígame que no soy seria, al fin y al cabo, no soy yo quién me
caso.
–Vos sois la mejor de las esposas, Señora, – concluyó el médico.
Y Germaine, con risa burlona:
–¡Realmente, prefiero las galanterías y los cumplidos a los bromuros!
La Srta. Claudel se dirigió a la puerta abriéndola sobre la escalera de servicio.
–Papá duerme a pierna suelta – dijo Léonie… –El general no siempre ha dormido,
¿no es así, señor cirujano?
Y, tomado por un sentimiento de entusiasmo, la Srta. Claudel levantó la cabeza
con orgullo:
–Doctor, ¿queréis hacerme un favor? Contadme lo de las Banderas… Me habéis
prometido a menudo contar esa historia… Aquí, ahora, estamos solos… Vamos… ¡se lo
ruego!...
Pero como el antiguo cirujano mayor vacilaba en hablar, Léonie continuó:
–Cuando yo era muy pequeña, me encantaban los cuentos; desde que soy una jovencita, otras ideas invaden mi espíritu… Mi novio va a venir esta noche, y me siento
muy alegre. El Sr. René tiene mando en soldados; será general también… quisiera repetir la leyenda… Varias veces ya, he intentado que me hablaseis de mi padre… El general me mima y me sonríe; y eso es todo… ¡Se lo ruego, doctor!
El viejo Delmas pareció recogerse. Una de sus grandes manos delgadas se posó
sobre su frente: y cuando la mano se abatió con un chasquido casi metálico sobre el res-
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paldo de su sillón, una luz iluminó su rostro. Su cabeza se echó hacia atrás, y el viejo
habló dulcemente, sin énfasis:
–Napoleón había entregado su espada, y la bandera blanca ondeaba sobre la ciudadela. La proclamación del general de Wimpffen estaba en los muros de Sedan, cuando yo me dirigía hacia la ambulancia, a la que el general Philippe Claudel había sido
transportado. La víspera de ese día, a fin de cerrar el agujero que existía entre el primer
y el séptimo cuerpo, desde Illy a Givonne, la brigada de Claudel, de la división de Lespart, se había adelantado sobre la ruta de Mézieres, dejando la brigada Abbatuccio de la
misma división en el Gran Campo con la artillería de reserva en baterías. A mi paso,
encontré unos soldados indignados y oficiales atónitos. No habían sido consultados, y
su rabia era indescriptible. Muchos oficiales se negaron a suscribir esa acta deshonrosa;
unos soldados arrojaban a sus captores, sus sables y sus municiones. Los artilleros precipitaban en el río sus cañones y sus ametralladoras; y un viento de rebelión soplaba
entre toda nuestra tropa…
…Yo llegaba a la ambulancia. Dos de mis ayudantes se agarraron a los brazos del
general Claudel para impedirle salir. Las hermanas de guardia le imploraban también:
–¡Señor general, camináis hacia una muerte segura!
–¡Pero ved pues!... ¡Se tambalea!... ¡Va a caer!... ¡Impedidle salir!... ¡Cerrad la
puertas!…
Ese hombre nos asustaba… Herido por una explosión de un obús en el hombro
derecho, había arrancado los tubos; su guerrera estaba desabotonada, y la sangre, tintada
de color negro, discurría y trazaba una larga mancha sobre su ropa blanca… Su quepí
estaba hundido sobre su cabeza, y con el brazo que quedaba libre, apartaba a las hermanas y a los médicos para abrirse paso… Cuando me vio, gritó:
–¡Delmas, la segunda brigada no entrega sus banderas!
–General, os lo suplico…
–Nada de frases… ni una palabra… Ayúdame a vestirme.
Me acerqué, y con mis manos temblorosas abroché los botones de la casaca… El
general sufría; yo lo veía bien, puesto que mordía sus bigotes y su pie derecho se crispaba…
–¡Ahora, mis cruces! – ordenó…
Jacques trajo las cruces y yo mismo las colgué sobre el pecho del herido.
La noche había caído.
Los regimientos conservaban las filas, con el arma al pie.
De repente, sonaron los clarines. Un gran fuego brillaba a algunos pasos de nosotros. El general Claudel, rodeado de su estado-mayor, apoyado en dos ayudantes de
campo, se arrastró ante los tropas:
–Oficiales, suboficiales y soldados de la segunda brigada, vuestro general no ha
podido morir… ¡Lamentadlo!... ¡Tambores, toquen redoble!...
Los dos coroneles se adelantaron, acompañados de suboficiales que portaban las
banderas.
Entonces, en el silencio de la noche, los tambores sonaron. El general y sus oficiales permanecían allí, descubiertos.
Flexionando la rodilla, los dos coroneles acercaron las águilas a la llama, que ilumino los pálidos rostros de los vencidos. Los oficiales lloraban.
–¡Parad el redoble!...
El general mismo no tuvo fuerzas para volver a poner su quepí… Su herida lo
hacía sufrir horriblemente; no decía nada… Pero, cuando la llama hubo consumido las
banderas, la sangre lo ahogó; sus dientes castañearon y cayó, arrugado, entre nuestros
brazos. Allí todavía, mientras el coronel Harvin y yo sosteníamos su cabeza desfalle-
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ciente, hizo un supremo esfuerzo. Los ojos extraviados, se levantó con toda la altura de
tu talla, y con la espada en la mano, grito: «La Patria todavía no está muerta… ¡Viva
Francia!...» Los oficiales y los soldados repitieron ese grito… El ejército estaba prisionero… Una orden especial – al margen de todas las reglas de la guerra – autorizó al
general de la segunda brigada a conservar su espada sobre tierra enemiga. – En Dusseldorf, durante su cautiverio, el prisionero recibió la visita del general Manteuffel quien,
con el casco en la mano, pronunció estas palabras:
–Sois un héroe; en nombre del Emperador, os saludo, señor general.
–¡Oh! –suspiró la jovencita, –¿Por qué mamá no se ha quedado con nosotros?
La Srta. Claudel apenas había pronunciado esas palabras, cuando percibió a Germaine que, presa de un remordimiento, había bajado bruscamente de su habitación, sin
pensar ya en su vestimenta. De pie, detrás del doctor, la mujer había escuchado toda la
historia.
En ese momento, el general se despertaba de su largo sueño.
–Hola, Adrien, – dijo vivamente… ¿Desde cuándo estás aquí, doctor?
–Desde hace veinte minutos, general…
Los dos hombres se estrecharon las manos.
–¿Te duele? – interrogó el Sr. Delmas.
–No… ahora no… Esta noche, por ejemplo, tuve una pequeña crisis… El tiempo
va a cambiar; me transformo en un barómetro… Un pequeño fragmento de hueso que
pugna por salir…
–Descanso…
–Ya acabo de descansar… Todavía tengo la cabeza abotargada; pero, veamos,
¿qué ocurre?... Germaine ¿Por qué lloras?... Es culpa tuya Delmas; apuesto a que habrás
aburrido a estas damas con historias de la guerra…
El general iba a regañar al viejo doctor, cuando vio venir hacia él a su Germaine,
que rodeó su cuello con sus bellos brazos, murmurando:
–¡Philippe, mi Philippe, te amo mucho!… ¡y estoy orgullosa de sur tu esposa!
De alta talla, el cuello sólidamente encajado sobre sus amplios hombros, el pecho
abombado, los cabellos blancos muy cortados, un blanco bigote, un rostro un poco anguloso, con llamas claras y dulces en la mirada, a las que sucedían fuegos de metal en
fusión, – tal se mostraba el general Claudel. La fuerza del gigante, la autoridad del jefe
acostumbrado a ordenar a hombres, la benevolencia del esposo y del padre de familia se
reflejaban sucesivamente sobre esta majestuosa figura de bravo hombre que, sobre los
campos de batalla, cuando acechaba la muerte tenía «ojos de bestia feroz», según rezaban los informes del Estado mayor prusiano.
En las Bastidas, el Sr. Claudel llevada un chaquetón sin galones, un pantalón negro y un chaleco de botones de cobre. Se cubría con sus viejos quepís. El militar no
aceptaba todavía los usos burgueses.
Enrolado a los dieciocho años de edad, a pesar de los ruegos de sus padres, dos ricos burgueses del Limousin, había obtenido sus grados, uno por uno, en África, en
México, sobre todos los campos de batalla, por todos dónde ha habido sangre que verter. Cuando sufrió la trágica pérdida de su primera esposa, el Sr. Claudel tuvo que resignarse a internar a su hija en la pensión de Limoges; el oficial debía batallar todavía,
pero no tenía más que un sueño en el corazón, el de acabar tranquilamente sus días en
las Bastidas, en la propiedad paterna.
–Sí, – decía a la Martrille, – la sirvienta que guardaba el castillo, – ¡Te volveré a
ver, mi vieja, si no tengo una indigestión de metralla!…
Sin embargo se había casado. Y si Léonie había aprobado su nueva unión, no fue
de la misma opinión el ex cirujano Sr. Delmas, hoy médico en Limoges.
~ 13 ~
Compatriotas, antiguos compañeros de colegio, compañeros de gloria, unidos por
una amistad inquebrantable basada en una devoción recíproca, los dos viejos podían
decirse todo.
El doctor, – un soltero empedernido, – no buscó sus frases el día en el que recibió
la primera confidencia.
–Delmas, voy a casarme…
–¡Bromista! ¡va!
–Hablo en serio…
–¡Entonces estás loco!
Se produjo entre ellos una gran discusión, donde no se omitieron palabras duras.
A continuación se produjo un enfriamiento de relaciones, pero se ve que la nube se había disipado con rapidez.
El doctor Adrien Delmas era ahora uno de los huéspedes asiduos de las Bastidas.
Las damas Claudel subieron a sus habitaciones. El general y el cirujano quedaron
solos.
–Vamos, viejo charlatán, – dijo el Sr. Claudel, – ofréceme el brazo… Daremos
una vuelta por el parque. He de hablarte muy en serio.
El Sr. Delmas esperaba una confidencia; pero, así como había sido convenido entre las damas y él, reservó al general el placer de informarle sobre el proyectado matrimonio.
Hacia las seis, un coche enganchado con dos caballos se detuvo ante la escalinata
empedrada de las Bastidas. El capitán René de Montigny, que conducía él mismo,
arrojó las bridas a su ordenanza e hizo su entrada en el salón. La familia Claudel y el
doctor Delmas, al que habían invitado a cenar, no tardaron en unirse a él. El joven oficial había traído dos ramos de camelias blancas y rosas.
Germaine estaba radiante.
–Nada de celos, Nini; uno para ti, y ¿el otro?
–¡Para mamá!
La comida fue alegre.
En los postres, el doctor hizo un brindis por los novios, conviniendo que el joven
oficial sería la perla de los yernos.
~ 15 ~
II
El conde René de Montigny, capitán del 21 regimiento de zapadores, era uno de
esos escasos jóvenes para los cuales todo son flores y risas en la vida. Sus antepasados,
cuya gloria resuena alto en la Historia de Francia, le legaron una herencia de honor; el
nombre de su abuelo, el general Nicolás de Montigny, está inscrito en el Arco del Triunfo. Único, en la línea ancestral, el padre del capitán no eligió la carreras de las armas,
probablemente por razones de salud, puesto que el conde murió antes de llegar a la cuarentena.
Si se exceptúa esa pérdida, que para muchos jóvenes basta para envenenar la existencia, nada vino a turbar las alegrías del capitán. Por lo demás, René apenas conoció a
su padre, y era excusable no sentir en su corazón ese dolor que hace desolador el vació
del mejor amigo.
El capitán adoraba a su madre. La condesa Aline de Montigny vivía muy retirada
en su castillo. Era una buena anciana, muy complaciente con los pobres, fina risueña,
escuchando todo lo que decían los curas y no creyéndolos siempre. El castillo estaba
situado en los alrededores de Bussière-Galant, a algunas leguas de Limoges.
Se habría podido esperar alguna resistencia de la madre, el día en el que su hijo le
rogó entrar en relaciones con la familia Claudel y pedir la mano de la Señorita Léonie.
Lejos de eso, la Sra. Aline aprobó la elección de su hijo, estimando que la gloria de un
recién llegado es el más grande título de nobleza, demasiado orgullosa de sus antepasados, de los hombres de espada también, para no sacrificar su vanidad, si un impulso de
orgullo hubiese germinado en esa alma auténticamente maternal.
Que su René fuese feliz, que se convirtiese en un hombre útil para su país; la dama no pedía otra cosa.
El joven conde era alto, arrojado. Un fino bigote sombreaba sus risueños labios,
cabellos rubios cortados según el reglamento, una tez de criollo, ojos llenos de luz aminaban un rostro oval, ojos sensuales a sus horas; una bravura a toda prueba, un corazón
generoso, odiaba la mentira, y gozaba con hacer favores; todo lo que gusta a las mujeres
y todo lo que hace amigos, se encontraba en la persona de ese joven encantador.
Cien mil libras de renta permitían al joven oficial libertades hasta entonces desconocías en Limoges. Con motivo de las grandes maniobras, cuando el general comandante del 12 cuerpo del ejército debía realizar algún viaje, René insistía para que su jefe,
cuyos caballos no siempre bastaban para la tarea, aceptase sus cuadras, y se veía galopar
sobre los caminos a cuatro alazanos dorados que el noble conducía con la única idea de
honrar al general y a los oficiales extranjeros que asistían a las maniobras del ejército
francés.
No hay que decir que el capitán de zapadores no esperaba nada a cambio de esos
deferentes; era el primero en dar ejemplo de disciplina y deber. Trabajador infatigable,
escudero completo, llevaba a rajatabla la preparación física y mental. Salido de SaintCyr, con un buen número, ingresó en la Escuela superior de guerra, y, de guarnición en
guarnición, a la edad de veintiséis años, fue nombrado capitán del 21 batallón de zapadores a caballo.
René hoy tiene treinta años, pero parece que apenas tenga veinticinco.
Sí, todo era exitoso en esa inteligencia singularmente delicada, en ese carácter de
hombre, bendecido por los hombres a causa de su valentía y generosidad, en ese apuesto
muchacho adorado por las mujeres, a causa de su elegancia y sus amorosas ternuras.
Los oficiales de caballería son generalmente ricos; pero, si, por azar, un camarada estaba en dificultades, Montigny, le abría su enorme bolsa. Si las damas de caridad del pue-
~ 16 ~
blo realizaban una cuestación, sabían el camino que conduce a la calle Gaignolle, a la
casa Perrier donde vivía el capitán.
Sin embargo, el conde René mantuvo un duelo con un joven de Limoges, por una
actriz, la señorita Clara Mongibeaux, que, hacía dos meses, todavía era su amante. Fue
el oficial quien hirió a su adversario, un peligroso pendenciero. Ni un fracaso a relatar:
¡una suerte de todos los diablos! Cuando el 21 estaba en Rocquencourt, el joven oficial,
que podría dirigirse a Paris bastante fácilmente, obtuvo los primeros premios en el concurso hípico, y más de una mirada de mujer se encendía, en tiempos de cuaresma, ante
las proezas del Sr. de Montigny.
Hacía tres años ya, que el capitán vivía en un gran apartamento de la calle Gaignolle, a algunos metros de la plaza de la Prefectura, plaza tristemente célebre por la
muerte del coronel Billet, cargando en cabeza de sus coraceros al pueblo rebelado, más
bien extraviado. Una dolorosa historia como la de ese coronel famoso en Reichshoffen,
– un héroe aún, – que murió, con el sable en la mano, tiroteado por los franceses en una
encrucijada de un pueblo de Francia.
Todos los capitanes solteros del 21 de zapadores vivían de pensión en el hotel Perrier. Era una viejo costumbre, y René no quería contravenirla.
La casa – una gran barraca, – con un patio un poco sombrío, tenía su entrada principal que daba a la calle Gaignolle, y una pequeña puerta para los habituales, dando a la
plaza de la Ancienne-Comédie. Cuatro pisos, lo que es raro en provincias, daban asilo a
un mundo muy variado. Independientemente de los oficiales, para los cuales el tío Adan
tenía atenciones particulares, destacaban: jóvenes abogados, formando un apartado en
una pequeña mesa; actrices del teatro de Limoges, jóvenes que vivían a la mesa del anfitrión, en compañía de actores, en la gran sala común; pintores, un profesor de música,
un zapatero.
En el primer piso, un ingeniero-zahorí y sus empleados ocupaban una parte del
edificio, especie de jaula de vidrio donde unas sombras iban y venían, sin ruido; los
apartamentos del capitán René se encontraban sobre el rellano de la izquierda. Se componían de un vestíbulo, de un suntuoso salón amueblado, de un dormitorio y de un fumador – estilo oriental. Lucien, el ordenanza del capitán, se acostaba en un gabinete
contiguo a la habitación de su jefe. Se podía admirar una biblioteca con cinco mil volúmenes; armas de tosas las épocas colgaban de las paredes forradas de viejas telas. Un
gran lujo, pero un lujo de buen gusto, presidía la instalación del millonario oficial, muy
feliz de ofrecer una copa de fino champán y un cigarro a sus camaradas menos afortunados y alquilados con más sencillez.
René tenía alquilada una cuadra cerca del cuartel de caballería, situada sobre la
carretera de Aix, un pequeño pueblo donde, los domingos, los habitantes de Limoges se
dirigían a pasear, – un auténtico Bougival de provincia.
La Srta. Clara Mongibeaux, la antigua amante del capitana fue dotada de un encantador palacete, en la avenida del Champs-de- Julliet. La señorita tuvo el primer empleo de ingenua en el teatro; fue una chica valiente, muy enamorada de su arte, muy
enamorada de su amante. Lloró mucho, en el momento de la separación previa, y las
rentas que le fueron libremente dispensadas, no pudieron consolarla; pero no era mujer
de hacer inútiles escenas.
El conde le rogó abandonar Limoges, a fin de que no tuviese la tentación de volver a verlo. Clara vendió su palacete, rescindió su contrato con el teatro y partió para
Niza, sin pensar regresar.
Fue en una velada dada por el ingeniero jefe del departamento, donde René de
Montigny fue presentado a las damas Claudel; y esa noche, el flechazo no fue una vana
palabra.
~ 17 ~
Léonie estaba radiante en traje de noche; Germaine casi tan joven y tan bonita
como su hijastra; pero René no veía más que los hermosos ojos de la señorita Claudel.
Si la madre era bella, graciosa en su sonrisa de mujer, su mirada no tenía esas claridades
repentinas, espontaneas, que iluminaban el rostro de la hija del general y turbaban al
oficial hasta lo más profundo de su ser.
No. René no había visto a Germaine.
La consideró un momento; y como, un poco cansada de bailar, la dama se había
retirado a descansar, mientras Léonie bailaba aún, el conde se sintió atraído hacia ella.
Le pareció que ante esa joven mamá tan risueña y tan benevolente, podría atraer el goce
y el amor del que su corazón desbordaba.
Ambos charlaron. Era la primera vez que se veían; y. conservando siempre los
modales en sociedad, se concedieron libertades de buenos amigos.
–Una mamá tiene un libro oculto, - dijo Germaine, – un libro que lo dice todo…
¿Usted ama a Léonie, señor?
–Sí, Señora.
Y además, la Sra. Claudel, feliz de haber adivinado los sentimientos del joven, se
lanzó a un elogio extraordinario de su hijastra, de su Léonie, a la que amaba como si
hubiese sido su madre. Ella leyó un cuadro tan vivo de la paz y de la felicidad que reinaban en las Bastidas que el enamorado experimentó deliciosas embriagueces.
En ese momento, un bailarín traía a Léonie del bazo. El oficial se levantó para
abrir paso a la joven muchacha e, inclinándose, como hombre de mundo:
–Si no estáis demasiado fatigada, Señorita, ¿me hacéis el honor de concederme el
primer vals?
La señorita Claudel aceptó, y bailaron.
Había allí tal armonía de formas y de contornos, tanta gracia y viveza juvenil en
esos brazos de hombre y de mujer enlazados, que un estremecimiento de admiración o
de celos – nunca se saben esas cosas – corría a lo largo de la galería de las damas y de
las solteronas.
El capitán y Léonie se miraron a los ojos, y comprendieron que se pertenecían para siempre.
Algunas semanas más tarde, la condesa Aline de Montigny se dirigía a las Bastidas, y el joven oficial acababa victoriosamente su campaña amorosa.
Dieron largos paseos, bajo los bosques sombríos del parque, a través de la campiña reverdecida. A veces René y su novia veían venir a Germain junto a ellos, tierna vigilante que, lejos de importunarlos, les hacía comprender que la mamá se regocijaba de
haber penetrado la primera en el secreto de los amores, de haber puesto todo en marcha
para apresurar el matrimonio.
Se sentaban los tres sobre los céspedes floridos del parque, enfrente a los chorros
de agua que esparcían cantarines rocíos; a la Sra. Claudel le gustaba escuchar los proyectos de viajes. El capitán obtendría un permiso: la noche misma de bodas, los esposos
partían para las orillas del Rhin. Luego, de regreso, se instalarían en la espléndida casa
que el Sr. de Montigny acababa de alquilar en Limoges, sobre la plaza de Aisne. ¡Oh! la
nueva condesa no tendría de que preocuparse, desde su llegada, pues todo estaría dispuesto: la madre del capitán respondía de todo.
-–¿Y los viejos quedarán solos? – suspiraba Germaine.
La Sra. Claudel pronunciaba esas palabras: los viejos, con un acento de tristeza,
cuya amargura todavía no comprendía.
–No, mamá, – intervenía Léonie.– Papá y tú, vendréis a Limoges; nos recibiréis
en las Bastidas… Tanto aquí como allá; viviremos siempre juntos, ¿no es así, René?
~ 18 ~
–Sí, señorita Léonie, está convenido y bien convenido; y cuando mamá nos honre
con su visita, lo festejaremos de todo corazón.
–Con una condición, capitán.
–¿Diga, Señora?
–¡Que usted no me llame, suegra ni madrastra!
–Mamá.
–No… ni mamá… Señora Germaine… ¿No lo olvidará, Señor?
–No lo olvidaré.
El matrimonio iba a tener lugar.
Esa mañana, como Léonie, toda alegre, atravesaba el corredor que llevaba a la cocina de las Bastidas, se cruzó con la Martrille, la vieja sirvienta de la casa.
–Estás muy seria, Martrille… ¿Es qué mamá te ha regañado?... ¿Estás apenada,
dime?
–La vieja sacudió la cabeza.
–Vamos, ¿qué te corre por la cabeza?
–Bien, es cierto, señorita… Es la idea de que vais a abandonarnos, me siento muy
mal… ¡me da miedo!
–Querida Martrille…
–¡No pienso en mí, vaya! Para los cuatro días que me quedan, el tiempo pasará
siempre bastante bien. Es vuestra felicidad, la de nuestra señorita, la que me intriga…
Cuando estéis allá, ¿cómo marcharán las cosas?... Vuestra mamá…
–¡Mamá es muy buena, tú lo sabes bien!
–¡Oh! no me quejo… Pero la señora no le gusta ocuparse del trajín… ¿Vendréis a
menudo, dígame señorita?
–Sí… sí… tu estarás contenta de mí, mi buena Martrille; te daré una hermosa librea, el día de la boda.
–Unos baratijas para la vieja, eso no la embellecerá…. Cuando mismo lo agradezco, pues os considero como si fueseis mi hija… Perdón, señorita… él parece un hombre
decente, vuestro galán; rogaré al buen Dios, la Virgen y todos los santos del Paraíso
para que vuestro marido, os dé toda la felicidad que merecéis.
La vieja decía eso, con la cabeza tapada por un pañuelo de color, los ojos enrojecidos, el rostro apergaminado, el cuerpo tembloroso bajo un vestido de lustrina pasado
de moda.
La Martrille no vivía mas que para sus amos. Pertenecía a la familia Claudel desde hacía más de cincuenta años; recordaba a menudo al general y a su hija que los había
hecho bailar a ambos en sus rodillas, treinta años atrás. La criada se consideraba casi
como una pariente, no recibiendo paga y jurando a veces contra la Sra. Claudel, cuando
se le ocurría a la dama no haber terminado su aseo, a la hora de almorzar.
–Nuestra señora no tiene dos dedos de frente,– gruñía–… ¡Ah! nuestro señor haría
bien en mantenerse viudo… La Sra. Germaine, no es la mujer que le hacía falta… Es la
Nini quién es la mamá… Dulce santa Virgen, ¿qué será de nosotros, el día en que nuestra señorita vaya a vivir con ese pollo de Limoges?...
La vieja sabía lo que decía.
La Sra. Claudel era una mujer encantadora, pero una detestable ama de casa: todo
su tiempo lo pasaba en medio de los vestidos, ante el espejo de su habitación, y cuando
acababa de acicalarse, no se le podía preguntar nada, pues nada sabía, ni siquiera la
cuenta de su ropa interior.
La Señora, – se sabe – no fue educada para llevar un hogar. Su tía, la hermana de
su padre, que no esperaba más que una ocasión favorable para desembarazarse de la
huérfana, no se preocupaba en absoluto de Germaine. Tanto, en las Bastidas, ante la
~ 19 ~
obligación de arreglárselas con los criados, de dar ordenas para adquirir provisiones,
ocuparse en una palabra de esos mil trabajos que ocupan la existencia de las mujeres, la
Sra. Claudel se encontraba desorientada. El general sufría mucho; y hubiese sufrido más
aún, si Léonie no hubiese tomado con gusto el reparar las negligencia de su madrastra,
no solamente desde que la joven se había retirado de la pensión, sino incluso en la época
en la que la pensionistas pasaba los jueves y domingos con su padre.
El Sr. Claudel, que encontraba en su hija las cualidades de la madre muerta, no cejaba en su admiración:
–Hola, mamá, – murmuraba, viendo a Léonie activa en el trabajo, mientras Gemaine dormía a pierna suelta todavía.
La Sra. Claudel quiso una habitación para ella sola. Allí se notaba el carácter infantil de la joven mujer. Sobre unas estanterías de madera rosa, unos bibelots sin valor,
lámparas minúsculas, servicios de muñecas, objeto de cotillón, recuerdos de bailes pasados, – flores secas, que gracias a Dios, no tenían historia; dos pequeños estribos de
plata, una fusta con pomo de oro donde brillaba una esmeralda.
En los cajones de una cómoda, una multitud de novelas que Germaine leía y volvía a leer, a pesar de las observaciones de su marido. Si la lectura era demasiado cautivadora, la señora olvidaba el almuerzo. El general se impacientaba. Léonie afirmaba a su
padre que la mamá estaba un podo indispuesta.
–¡Bah! – exclamaba el Sr. Claudel… – La verdad es que la señora ha leído algún
libro malo… Esas lecturas le corroen el espíritu y el corazón…. ¿No puedes impedirle
leer, Nini?
Pero, comprendiendo que no correspondía a Léonie dirigir a su madrastra observaciones, el general concluía:
–¡Se lo diré yo… y pronto!
–¡Oh! papá…
Esas mismas escenas se habían reproducido varias veces, y siempre Léonei había
tratado de mitigar las violencias de su padre.
¿Qué ocurriría, cuando la encantadora hija no estuviese allí?
El general hablaba en su despacho con su futuro yerno.
–Sí, mi querido Señor René, no es una hija lo que os entrego, es una santa… una
santa laica, por supuesto…
Y, bajando la voz, el padre enternecido se puso a contar las dichas de su primer
matrimonio: contó su dolor, al recuerdo de la muerta… Léonie evocaba, con su única
presencia, el recuerdo de la ausente. Y a veces, creía que su Gabrielle no estaba muerta,
tanto era el parecido entre la hija y la madre; los mismos gestos, la misma voz penetrante y dulce, la misma sonrisa. Él se había vuelto a casar, un viejo.. Desde luego, no lamentaba su nueva unión. La Sra. Claudel era una excelente persona, incapaz de hacer
daño a alma viviente… Ella lo amaba; lo sabía… Podía confesar, al que iba a convertirse en su hijo, que él amaba a su Germaine con todas sus fuerzas. Y perdonaba todo a la
joven esposa, todo, sus caprichos, sus frivolidades, sus actitudes infantiles, en razón de
afectuosas ternuras, de los impulsos de amor con los que ella le deparaba, con los que lo
encantaba.
¿Léonie?... ¿qué decir de Léonie?... A esta no había nada que perdonar. Germaine
no era siempre seria; era él, – el hombre de sesenta años, – que no se juzgaba lo bastante
grave ante su hija. En sus veleidades de cólera, Léonie lo detenía con un gesto, con una
mirada. Siempre estaba allí, con sus pequeños cuidados; y luego tenía un alma valiente,
un coraje a toda prueba. Cuando el doctor Adrien Delmas estaba obligado a hacer la
cura de la yaga de la herida infernal que no curaba, Germaine trataba de ser valiente, de
preparar las vendas, pero su fragilidad de mujer era superior a ella. La vista de la sangre
~ 20 ~
la espantaba. Solo Léonie quedaba junto al herido, mordiendo los labios para no llorar,
tranquila como el mismísimo cirujano.
Tras haber hablado mucho tiempo, el general tomó las manos del capitán entre las
suyas y, atrayendo al joven contra su pecho:
–Os entrego a mi hija, Montigny… ¡Es un tesoro, capitán!
~ 21 ~
III
A partir de la noche en la que los jóvenes esposos, completamente enamorados,
partieron para Alemania, el aislamiento pesó sobre Germaine. Léonie, esa compañera
que casi era una hermana para ella, le faltaba a la joven mujer. Durante las largas veladas del mes de agosto, el doctor Adrien Delmas acudió muy a menudo a las Bastidas. Se
instalaba en una mesa de la terraza, y los dos ancianos bebían cerveza de Saint-Yrieix,
jugando a las cartas. Unas partidas interesantes, pero solo para los jugadores. Ese gran
diablo de cirujano era de una habilidad realmente notable; en un abrir y cerrar de ojos,
contaba su juego y el de su adversario. El general Philippe, casi siempre derrotado a las
cartas, se vengaba con el ajedrez o las damas.
Sentado sobre un gran sofá de madera de castaño, la Sra. Claudel, en vestido lila,
con los hombros protegidos por un pequeño chal rojo, miraba a los dos viejos. Jacques,
el ordenanza, un hombre ventrudo, de bigotes abundantes, – servía la cerveza o se iba a
la cocina a buscar alguna brasa destinada a encender las pipas de los caballeros. Por
ello, se producían violentas discusiones entre el criado y la Martrille, al pretender esta
última que no estaba bien hacer peligrar el fuego donde se calentaba la marmita para el
baño de los pies de la señora.
Los fumadores eran compulsivos.
A veces, ocurría que algún campesino de los alrededores enviaba a buscar al doctor. Entonces, la partida amenazaba con cesar bruscamente.
Pero Germaine, deseosa de procurar distracciones a su marido, se ofrecía ella
misma; y tomando las cartas del médico, se libraba a una derrota de quintas y de catorce, y a una serie interminable de revanchas, aunque el juego la aburriese profundamente.
Tal era la vida ordinaria de los habitantes de las Bastidas, en las tardes estivales,
mientras el cielo se iluminaba de estrellas, mientras que hacia el poniente, sobre el horizonte ensangrentado por los últimos besos del sol, se extendían velas de un rojo sombrío, agujeradas aquí y allá por fuegos de aurora boreal, – profecías de batallas próximas,
decían los campesinos.
De pie, sobre la terraza, admirando la naturaleza reposando tras la labor, Germaine lamentaba su inanición, la desesperante monotonía del hogar, lamentaba su descanso,
un descanso llegado demasiado pronto.
El pensamiento de la mujer se transportó hacia los viajeros amados. Una noche
que no dormía, dulces visiones blancas pasaron ante sus ojos. Invadida por un sentimiento de amor, escuchó unos ruidos de besos, un frufrú lejano acariciador y voluptuoso. ¡Qué bellos eran esos queridos niños!... Ella, aún, inocente y llena de gracia; él, respetuoso del pudor asustadizo que iba a conquistar al final. Y ella los amaba a ambos con
un amor parecido, feliz de su dicha, gozando de su cielo de paz y de amor.
Sin que ella lo desease, sin embargo, una mala idea penetró en el corazón de la joven mujer y quemándolo.
¿Una idea de celos?... ¡Oh! no, ella era incapaz, la dulce criatura… ¿Por qué entonces estaba preocupada?
El cuadro alegre había desaparecido, La señora no pensaba ya en los celos; por
primera vez en su vida, pensaba seriamente en ello. Su marido era un viejo, y ella consideraba tristemente los seis años pasados, su juventud casi muerta; no había conocido
las tiernas expansiones del joven esposo con la joven esposa; y, recordando a los recién
casados, muy a su pesar, la comparación se encarnizaba con ella.
Pero expulsó todas esas ideas; su honestidad de esposa se rebeló; sus sentidos se
apaciguaron.
~ 22 ~
Por lo demás, el general sufría mucho menos de su herida. Germaine comprendió
que tenía el deber de reemplazar, junto al padre, a la hija ausente, de colmar su vida, tal
como ella lo había aceptado libremente el día de su matrimonio.
Muy dulcemente, se operó una metamorfosis en el carácter de la Sra. Claudel, que
se convirtió un una mujer afectuosa – otra Léonie, afirmaba el general.
La Señora no veía ya el rostro arrugado del viejo; no se quejaba más por ese cuerpo golpeado por la inclemencia de la edad, de esa ruda musculatura rebelada contra el
inevitable envejecer.
Y cuando estaban solos en el parque de las Bastidas y loas grandes sombres de la
tarde los envolvían a ambos, dejando en las tinieblas las arrugas del viejo, Germaine,
con su risa de niña, que estallaba como una canción, se colgaba al cuello de su marido:
–¡Te amo mucho, Philippe!
El Sr Claudel agradecía a su joven esposa y, atrayéndola hacia él:
–Germaine, se sincera… ¿Nunca te has arrepentido, joven y bonita, de ser la mujer de un pobre minusválido?
–¡No, no, amigo mío!
–Pero mira mis arrugas, mis cabellos completamente blancos… Escucha esta voz
temblorosa y cascada…
–Yo no veo más que el brillo de tus ojos… Te amo, Philippe… ¡mi gran Phillippe!
–¡Oh, mi querida esposa!
El general, loco de dicha, cubría de caricias la encantadora cabeza; se embriagaba
con ese olor de flor y de mujer. En un impulso de pasión, recuperaba su juventud: besaba los rubios cabellos y los bellos ojos de Germaine, no ya con ternuras de padre, sino
con los santos furores de un esposo enamorado y radiante.
Tras su viaje de bodas, el Sr. y la Sra. de Montigny, tomaron posesión de la casa
que el joven conde había habilitado sobre la plaza de Aisne.
Las cuatro ventanas del primer piso abrían sobre el Palacio de Justicia, y del
balcón en hierro forjado, se percibía el bulevar de la Poste-aux-Chevaux, ruidoso con el
estrépito de los pesados camiones acarreando las porcelanas de las manufacturas.
La plaza de Aisne es uno de los rincones más vivos de Limoges. Domina la ciudad, y los caminos que conducen allí parecen calvarios o a pendientes de cura. Aquí, la
calle Monte-á-Regret, así llamada en recuerdo de las ejecuciones capitales; la calle de la
Clautre, próxima al mercado Dupuytren; más arriba, la calle de las Clairettes, donde se
encuentra todavía la pensión de las damas Herbert, el antiguo pensionado de Léonie. La
noche del 15 de agosto de 1865, poco faltó para que el colosal incendio de Limoges, no
abrazase toda esa parte de la ciudad y que tan solo una llama no prendiese todas las
construcciones de madera situadas en la vecindad. Esa noche, los habitantes de la ciudad dieron un admirable ejemplo de solidaridad y de valor. No por ello el incendio dejó
de causar grandes ruinas y grandes duelos.
De una desgracia se extrajo algo bueno.
Hoy, unas casas elegantes reemplazan las barracas del barrio. Solo, la calle de los
carniceros ha conservado su fisonomía de tiempos pretéritos; y cuando se celebra la
fiesta de la Ascensión, desde la callejuela negra y ensangrentada de adelantan unos
hombres vestidos con trajes plateados, llevando espada y sombrero. Maestros y aprendices abandonan por un día el delantal blanco y el cuchillo, y se pasean con gran pompa.
El clérigo los precede, yendo a su cabeza el obispo de la diócesis. Suenan las fanfarrias.
Por la noche, un banquete muestra reunidos a los señores carniceros; el prefecto, el
general, el obispo, el alcalde toman parte en esos ágapes. Se pronuncian brindis en
~ 23 ~
honor a los que una antigua tradición concede la custodia de las llaves de la ciudad. Se
bebe en firme entre soldados y civiles…
La guarnición de Limoges comprende un regimiento de dragones, dos escuadrones de coraceros, un regimiento de zapadores a caballo y dos regimientos de infantería.
El ejército es querido y respetado.
No siempre ha sido así. En una época ya lejana, una disputa a raíz de una representación teatral, desembocó en una serie de duelos entre oficiales y jóvenes del pueblo.
Hubo heridos y muertos. Pero el incidente está olvidado; y, si en el mes de octubre de
1880, un civil provocó e hirió gravemente a un oficial de infantería, el motivo del enfrentamiento había sido estrictamente personal, independientemente de la odiosa rivalidad que existía antes entre los chalecos y los pantalones rojos.
El círculo de oficiales está situado en la calle Darnet, a algunos cientos de metros
de la casa ocupada por el Sr. y la Sra. de Montigny. El capitán va a estrechar las manos
de sus camaradas, pero no tarda en regresar. René ama a su esposa; y como los ejercicios, las maniobras militares absorben gran parte de las horas del día, el joven oficial
dedica todas sus veladas a su querida Léonie.
Fue la condesa Aline quién, durante la ausencia de los recién casados, se ocupó
del mantenimiento de la casa. La madre de René ya es sesentona. La amable dama da a
todos un ejemplo de actividad. Su rostro, enmarcado por unos papillotes blancos, emana
dulzura; su pequeña nariz se dilata al unísono de sus impresiones; y cuando eleva sus
gafas de oro y sus bondadosos ojos de vieja se fijan sobre su hijo, se comprende que el
hijo adore a su madre y que la nuera pronto amará también a la mamá.
Pero lo señora tiene sus costumbres. Ahora que su tarea está casi terminada, como
los criados ya están a las órdenes de su joven ama, como la casa de la plaza de Aisne
puede recibir a sus propietarios, la condesa Aline quiere despedirse y regresar a su castillo.
–¡Partiréis mañana, señora… no esta noche¡ – murmura Léonie.
–Mañana… siempre mañana…
–¿Os aburrís con nosotros?
–No, hija mía… ¿Cómo podría aburrirme con mis hijos, contigo, mi encantadora
hija?... Sin embargo, piensa que mi casa está abandonada.
–¿Por qué no os quedáis definitivamente en Limoges?
–Léonie, tu propuesta parte de un buen corazón, pero es peligrosa… ¿Quieres ser
siempre amiga de tu suegra? Pues bien, déjala marchar… La mamá te vendrá a visitar a
menudo; te recibiré en el castillo… No insistas… ¡No quiero discutir con mis hijos!
La condesa Aline partió. René y su esposa quedaron solos.
Jamás pareja alguna estuvo tan tiernamente unida; jamás dos seres no se confundieron mejor en un mismo pensamiento y en un mismo amor.
El general y Germaine se mantenían en contacto. Se reunían los cuatro, bien en
Limoges, bien en Las Bastidas.
Germaine estaba alegre, vivaracha. Jugaba con su yerno, como si René fuese su
hermano, divirtiéndose en hacer diabluras al oficial. La frivolidad de ese temperamento
de mujer iba a más, y nadie le hacía sombra.
–Señor René – dijo ella una noche –¿Me invita a bailar?
Léonie se puso al piano. El capitán ofreció la mano a Germaine, y la suegra bailó;
bailó hasta perder el aliento.
–¿Vas a ponerte mala? – dijo el general.
La Sra. Claudel no oía nada. El ritmo la arrastraba. Por fin, se sentó. Luego quiso
que Léonie bailase a su vez con René.
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Pero sus fantasías de niña grande se apaciguaban bruscamente. La joven mujer
acababa al lado de su marido, y lo besaba en las mejillas:
–¡Philippe, dirás que no soy seria!
–Yo no diré nunca eso, Germaine… Diviértete, baila, ríe, es cosa de tu edad, no
de la mía!... ¿Quién es el moralista imbécil que afirmaba que la risa que aflora demasiado a menudo en los labios de una mujer, indica un vacío en el espíritu?... No creas en
ese filósofo de pacotilla… ¡La risa de la mujer ha sido inventada para encantar a los
hombres!
–Eres el mejor de los esposos.
–Y tú, Germaine, la más amable de las generalas de Francia.
~ 25 ~
IV
El antiguo cirujano mayor Adrien Delmas era un hombre de una inteligencia realmente superior. Ese duro rostro de yanqui no gustaba a todo el mundo; esa voz metálica y vibrante, esos gestos secos y a veces violentos del amigo del general Claudel
habrían bastado para alejar a la clientela, si el doctor hubiese deseado crearse una clientela. El Dr. Delmas no tenía ni la corrección severa y un poco altiva del médico parisino, ni la familiaridad bonachona del Esculapio de provincias.
Al verlo vestido con una larga levita sobre la que, a veces, olvidaba colocar la roseta, un chaleco naranja del que colgaban unas raras cadenas, especialmente una uña de
chacal engastada en un lingote de platino; al ver su sombrero de fieltro de vuelo amplio,
un sombrero puntiagudo en la parte superior, cubriendo una cabeza huesuda, arrojando
sombras sobre un rostro casi triangular y afligido por una sonrisa sufriente; observando
su forma de caminar, su gran cuerpo delgado golpeado por la brisa, sus brazos de longitud asombrosa, se hubiese dicho que era un alquimista de la Edad Media, un Fausto ante
la aparición de Mefisto, un doctor Milagro, en definitiva un ser pasado de moda, extraño
para la sociedad contemporánea. Uno se lo imaginaba en un laboratorio, teniendo frente
a él el lagarto disecado y el sapo de ojos glaucos, símbolo de la ciencia diabólica; se le
veía sentado sobre un sillón del siglo XVI, en medio de los viejos libros y manuscritos,
de los alambiques, de las probetas y los matraces repletos de licores infames, desinteresado de la vida cruelmente banal de sus amigos de las Bastidas.
Nada de ello era así.
El Sr. Delmas gozaba de un excelente corazón y una profunda erudición. Aunque
habituado a cortar las carnes, a amputar los miembros, a chapotear en la sangre, había
conservado del recuerdo de los campos de batalla una impasibilidad casi salvaje ante los
dolores físicos de los heridos, hoy, los sufrimientos morales de sus amigos e incluso los
de los extraños encontraban un eco doloroso en lo profundo de su corazón.
–El mal está aquí, – decía, tocándose su frente…– Está ahí para todo el mundo…
Lo demás no cuenta. ¡Y sin embargo, es lo demás lo que manda!
Se le sorprendía derramando lágrimas al saber que una madre acababa de perder a
su hijo, o que un hombre honrado había sido engañado por su esposa.
No creía ni en Dios ni en el diablo; no se rebelaba contra el destino, afirmando
que todo, en el orden de las cosas, se rigen por las leyes inmutables de la Compensación
y la Armonía; que la auténtica fuerza consiste en cuidarse a sí mismo, a ser el guardián
vigilante de su voluntad, sobre todo a no hacer nada para apresurar los ardides de la
naturaleza. Es por lo que Delmas había enfadado tanto al general Claudel, cuando su
viejo amigo pensó por primera vez en volverse a casar. Veía ese matrimonio con terror;
un viejo minusválido casándose con una mujer llena de juventud y salud, incapaz de dar
a su compañera los goces con los que sueña toda mujer. Para él, filósofo, ese matrimonio era una flagrante violación de la ley natural de atracción, que quiere, que exige que
los seres que se van a unir puedan amarse.
Una vez que el matrimonio se celebró, el viejo doctor tuvo una gran pena; pero le
pareció que un nuevo deber se imponía en su conciencia. Quería al Sr. Claudel; lo respetaba, lo veneraba. Se propuso la tarea de vigilar a la joven esposa, de protegerla contra sí misma, contra las tentaciones plantadas sobre su camino, y mitigar la tormenta
que, solo él, oía aproximarse.
Sin familia, aislado en su ciudad natal que había abandonado para mudarse a Paris
y correr a continuación de guarnición en guarnición, el antiguo cirujano vivía en Limoges, tranquilamente. Su retiro, su cruz de oficial de la Legión de honor y algunas rentas
mínimas bastaban para asegurarle el pan cotidiano; no pedía más. Desde hacía una de-
~ 26 ~
cena de años, ocupaba un pequeño apartamento en el primer piso de una de las casas
que bordean la avenida de la estación, cerca del campo de maniobras.
Un criado, llamado Anatole, le servía, acumulando los empleos de ayudante de
cámara y cocinero.
El interior del domicilio del cirujano soltero era más que austero; una cama de
hierro, una biblioteca de madera negra repleta de libros de medicina, un salón de burgués con muebles en palisandro, unas sillas; sobre una cómoda de mármol, unos instrumentos quirúrgicos; un comedor también muy burgués y un pequeño laboratorio con
tragaluces rojos. Eso era todo.
Anatole era muy fiel a su amo, que dejaba en sus manos la dirección general de la
casa.
Por las mañana, el viejo doctor almorzaba una chuletilla, leyendo su periódico;
por la tarde iba a cenar a cualquier lugar, en el primer restaurante que encontraba en su
camino, deseoso de no crearse hábitos. Los vecinos lo consideraban un viejo original,
un maníaco, – él, que jamás había tenido nunca la más mínima manía.
A menudo el doctor se dirigía a las Bastidas y aceptar, a su manera, una hospitalidad cordialmente ofrecida. El Sr. Delmas no ejercía la medicina excepto para los pobres del barrio; pero cuando sus colegas lo llamaban para consulta, no se hacía de rogar.
La habilidad del galeno era reconocida por todos, y desde que el mayor se encontraba
retirado en Limoges se le podía encontrar de vez en cuando en la cabecera de los heridos del hospital militar.
Germaine y Léonie tenían un gran respeto y una auténtica amistad por el camarada del general. Léonie, ya desde muy pequeña, le llamaba el mayor Corta-Todo, a cusa
de algunas historias de la guerra contadas, en esta ocasión, por el propio Sr. Claudel. En
cuanto a Germaine, afirmaba que el médico era su confesor, un brujo más exactamente,
pues ese diablo de hombre leía en el fondo de las almas. No es que fuese indiscreto: el
Sr. Delmas no abusaba nunca de una confidencia y, casi siempre, conservaba para sí las
observaciones de su singular penetración.
–Vamos doctor, sea franco, – decía la Sra. Claudel, – vuestra mirada un poco fría
me delata que soy coqueta, despreocupada y ligera para ser una suegra… ¿No es cierto?... ¡No mintáis!
Y luego, tomándole las manos, riendo con su risa de mujer decente, levantando la
cabeza:
–Es para Philippe, para quien me pongo guapa… ¿Me equivoco?
–No, señora, no.
–Entonces hágame un cumplido… ¿Qué decís de este vestido gris perla?
–Estáis encantadora.
Tras su matrimonio, la Srta. Claudel, que permanecía mucho junto a su padre,
manifestó el deseo de tener una casa común. El general y su madrastra podían perfectamente alojarse, durante el invierno, en Limoges: el palacete de la plaza de Aisne era lo
bastante grande para recibirlos. En el verano regresarían a las Bastidas.
Germaine se sumó a la propuesta de Léonie; el capitán estaba encantado y el general se defendía blandamente, cuando el Sr. Delmas tomó la palabra:
–¡Si queréis estar reñidos antes de un año, – dijo – decidid vivir juntos!
–¡Oh! doctor – replicó Germaine, – no seáis aguafiestas… ¿Acaso soy una suegra
tan desagradable que no se pueda vivir en mi compañía?
–Adrien, tienes razón – concluyó el general… – ¡Cada uno para sí, y tu amistad
para todos!
–Gracias.
–¿Cómo eres tú quien nos lo agradeces?
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–Caramba… Porque tengo la satisfacción de haceros un favor.
El Sr. Adrien Delmas no había tenido juventud, ni serias relaciones. Tras una vida
dura, experimentaba la necesidad de dar a alguien el tesoro de afecto que había en él; su
elección cayó sobre el general Claudel. Esa fue la razón por la que sus palabras vibraban
con tanta fuerza el día en el que contó la historia de las Banderas a Léonie, no ignorando
que Germaine se ocultaba para escucharle. Lo que quería, es esa solemne hora, era impactar la imaginación de la joven esposa, para que Germaine se acordase eternamente de
la gloria que se proyectaba sobre ella; para que sus comparaciones de mujer, – sí, por
desgracia, llegaba a tener oportunidad de comparar, – se detuviesen siempre ante el inmenso orgullo de la esposa.
A fin de asegurar la dicha del hombre al que consideraba, con toda justicia, como
el héroe santificado de la Patria en duelo, todo fue pesado y juzgado en el espíritu matemáticamente exactos del viejo cirujano. Si protestó contra el deseo expresado por la
Srta. Claudel, fue porque temía, no disputas, sino algo más grave. Se decía que la presencia demasiado asidua y familiar de un joven hombre y una joven mujer, extraños el
uno al otro, viviendo la misma vida, encontrándose en una constante intimidad, podía
despertar ideas malsanas.
Pero todos los temores del Sr. Delmas se disiparon como por encanto. ¿De qué se
preocupaba ese cortador de carnes?... Su amistad sospechosa era un insulto, su vigilancia una indignidad.
–¡A tus bisturís! ¡A tus escalpelos! Vieja bruja, – se decía a sí mismo… – ¡A la
puñeta la fisiología!... ¿Las leyes de atracción?... ¿La debilidad de las mujeres?... ¿El
atrevimiento de los hombres?... ¿La influencia del medio?... Falacias, nada más que
falacias! El honor de una mujer basta para preservarla de las tentaciones; ¡todo está en
la voluntad!
Era una risa buena y franca la que estallaba en las entrevistas de René y de su suegra. Ambos eran niños, exuberantes de alegría, incapaces de actuar mal e incluso de
pensar mal. ¿Por qué se estremecía siempre ese infernal doctor, cuando los demás, la
condesa Aline, el general, la propia Léonie, se regocijaban con esa tempestad de alegría
desencadenada por los dos seres amados?
Eran adorables en sus zalamerías a todas horas.
–Venid, Señor René, tengo una gran confidencia que haceros – suspiraba Germaine.
–Señora Germaine, aquí estoy.
Parecían levantar montañas de secretos… ¿De qué hablaban, en definitiva?... Historias de fiestas parisinas… El gran mal, sin duda… Hablaban de caballos, de cacerías,
de teatros, modas; tomaban un juego de naipes e intentaban solitarios, o corrían por el
parque uno tras otro… Una tarde, el capitán de Montigny había compuesto un acróstico
con el título de Germaine; Germaine, exclamó, sin enrojecer, que el Sr. René era un
halagador; en otra ocasión, habían discutido con motivo de una fecha histórica, y la suegra había dicho al marido de su hijastra: «Deme un beso; hagamos las paces.» La Sra.
Claudel se había divertido, durante un paseo, en poner sus manos en venda sobre los
ojos del marido de Léonie: –¿Quién soy? ¡Adivine!...–había preguntado… – el oficial
adivinó… ¿Y luego qué?... ¡Ah!... La pasada mañana, en el almuerzo, la Sra. Claudel se
inclinó del lado del Sr. de Montigny cuando el oficial sacaba su pañuelo del bolsillo. El
pañuelo, impregnado de un perfume de violetas, olía bien: Germaine respiró el perfume
del pañuelo… Nada… nada más… Todas esas demostraciones afectuosas parecían tan
infantiles y tan cordiales que Léonie decía al general: – «Papá, ¡mira a nuestros bebés!»
La condesa Aline reía; el general reía; Léonie reía; y él, el viejo cirujano, el hacedor de cadáveres mutilados, permanecía sombrío, muy sombrío. Decididamente, ese
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doctor Delmas, con sus teorías y sus observaciones fisiológicas, era uno de esos corrompidos de los hospitales y los cuarteles que ven el mal por todas partes, una de esos
viejos tontos sin familia, sin amistad, que no saben nada de la vida – y la deshonran.
~ 29 ~
V
El final de diciembre llegaba, y el general Philippe Claudel estaba muy alegre con
la idea de que, dentro de tres meses sería abuelo.
Ni una nube había turbado la dicha de los jóvenes esposos. El capitán de Montigny estaba orgulloso de la belleza de su mujer; estaba orgulloso de la gloria de su suegro.
Y a menudo, los domingos llenos de sol donde toda la ciudad de Limoges se pasea por
las avenidas del Champ-de-Juillet a la hora de la banda de música y de los vestidos de
estreno, se veía pasar a un oficial dando el brazo a su joven esposa. ¡Cómo se amaban!...
Eran encantadores; ella, en su radiante vestido de seda gris perla, con su sombrero florido de rosas; él, en su uniforme azul, con sus entorchados y armadura brillante.
Casi todos los días, montaban a caballo; y era una auténtica admiración para los
habitantes del barrio, ver pasar a Léonie, graciosas sobre un corcel, tan sólida como un
pájaro posada sobre su rama. Iban galopando por las polvorientas rutas, haciendo caracolear sus animales; y luego, en medio de los bosques que lindan con la llanura de las
Bastidas, se detenían para mirarse, dejaban tomar aliento a los caballos un rato, y, a
riesgo de romperse el cuello, se daban besos de amor.
Un verdadera luna de miel; ni siquiera un arrebato, ni un mohín.
El general y Germaine iban a Limoges, y el Sr. de Montigny alquilaba un palco en
el teatro; pero si el Sr. Claudel se encontraba un poco indispuesto o deseaba pasar la
velada en compañía de sus antiguos colegas de Limoges, René acompañaba solo a las
damas. Y, cosa curiosa, los amigos del capitán siempre se confundían; los oficiales creían dirigir un cumplido a la esposa de su camarada, pero era a Germaine con quién
hablaban. La Sra. Claudel reía mucho con esas confusiones; Léonie no estaba en absoluto molesta.
Realmente, la esposa del general parecía más joven que su hijastra.
Una era rubia, despreocupada; la otra, morena, no viviendo más que de su amor,
casi indiferente a las charlatanerías mundanas. Germaine, esposa de un viejo, ignoraba
aún los misterios que el amor de los hombres jóvenes desvela a las mujeres. Esta bonita
flor esperaba en la sombra, y sin saberlo, al vivificante rocío. La suegra era parecida a
una llama incierta y temblorosa que, por la mañana, busca su color, pasando del rosa al
azul, del azul al blanco y al rojo, viendo venir el sol que va a pedir a la aurora que elija
por fin su color; Léonie ya había hecho su elección. Su color no estaba animado de fulgurantes brillos; la joven esposa no quería ni dar que hablar, ni una vida de apariencias.
Se decía que la auténtica dicha no tiene necesidad de ser vivida para los demás.
Pero cuando los primeros estigmas del embarazo marcaron la frente de la Sra. de
Montigny, y la Sra. Claudel quedó con la frescura de su juventud y toda la elegancia de
su porte, fue Léonie quién pareció ser la madre de Germaine.
Bajo las órdenes del doctor Delmas, la hija del general había debido renunciar a
los ejercicios de equitación e incluso a los largos paseos a pie. ¿Hacía falta que por eso
Germaine tuviese que renunciar a sus fantasías?... La joven condesa no lo deseaba en
absoluto; incluso insistía para que, bien en Limoges, bien en las Bastidas, el capitán
René fuese el compañero de ruta de la intrépida amazona.
Si el general regañaba un poco a su mujer, declarando que la Sra. Claudel tenía el
deber de ocuparse más activamente de la casa, Léonie intervenía, como antaño:
–Déjales ir, papá… Hoy no me siento cansada… Voy a ordenar un poco… ¿Qué
digo?... ¡Todo está en orden!...
Y, mientras los jinetes seguían los caminos soleados, Léonie iba a dar una vuelta
por la casa; penosamente, subía a las habitaciones, sacando el polvo por aquí, por allá,
dando cuerda a un péndulo olvidado, devolviendo al vestidor un vestido o una capa col-
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gadas en los manubrios de una ventana, ordenando los cajones de la ropa, dando en definitiva ese toque de ama de casa que, solo, las mujeres de verdad poseen.
Luego, bajaba; y, si el doctor Delmas no estaba allí, proponía a su padre una partida de dominó o un cinquillo a las cartas.
Durante un paseo, la Sra. Claudel y el joven oficial hablaron de mil cosas.
–Yo,– dio Germaine, – no me divierto en ninguna parte; la provincia me enerva; si
el general me escuchase, iríamos a vivir a París.
– Este invierno habrá bonitos bailes en Limoges, – declaró el Sr. de Montigny.
– ¡Oh! los bailes… ¿Creéis que podría asistir sin Léonie?
– ¿Por qué no?
– Es cierto; tenéis razón.
–Señora Germaine, me olvidaba avisaros… El nuevo prefecto da una gran velada,
un gran baile, el día treinta… Faltan quince días…
–¡Quince días!... ¡Oh! se ve bien, Sr. René, que ignoráis completamente los terribles rumores a los que estamos expuestas las mujeres… A Léonie no le gusta ese ambiente. Yo no podría ir sola a casa del prefecto… Tomaremos nuestra revancha cuando
seais papá y yo abuela.
Tras un tiempo de galope, la conversación recayó sobre un nuevo tema:
–¿No es cierto, capitán, – exclamó la Sra. Claudel, – que la gloria de las armas vale un título nobiliario?... Cuando me casé con el general, no vi ni sus arrugas, ni su
edad… ni sus minusvalías, ni su fortuna; no vi más que su renombre, y soy feliz!
–¿Sois… feliz?
–Sí. ¿Por qué no habría de serlo?... ¿Qué me falta?... Veis perfectamente que no
necesito nada.
–Es cierto… Mi pregunta era absurda… Perdón…
–Pero he aquí el sol que baja… Estarán preocupados por nosotros… Vamos, capitán, ¡al galope!
Las ideas de la Sra. Claudel cambiaban bruscamente. Esa misma noche, la joven
mujer se acercó a su marido.
–Philippe, el Sr. René acaba de decirme que, mañana, recibiremos una invitación
para el gran baile de la prefectura.
–¿Y?
–Me gustaría ir al baile.
El Sr. Claudel tuvo un gesto de impaciencia.
–Sabes bien, Germaine, que las veladas te fatigan.
Y suavemente:
–Bueno, decidid…
–¿Léonie, que dices tú?
–¿Sobre qué, mamá?...
–Si estoy equivocada en que me guste bailar, Nini.
–No, mamá… Irás al baile con papá y con René… y si al día siguiente tienes migrañas, no llamaremos a nadie. Yo te cuidaré.
Conmovida por tanta bondad, Germaine tomó a su hijastra entre sus brazos y la
estrechó apasionadamente contra su corazón:
–¡Oh, querida!
La noche del gran baile dado por el prefecto, la condesa Aline, el general y su esposa cenaron en Limoges. La Sra. Claudel y la Sra. de Montigny dejaban la mesa, dirigiéndose hacia la habitación donde el vestido de baile de Germaine se extendía sobre
una de las camas de la alcoba.
~ 31 ~
Por lo común, cuando la Sra. Claudel pasaba algunos días en la ciudad, ocupaba
un apartamento que le había sido reservado; pero esa noche, como era tarde, el tiempo
estaba frío y el fuego se encontraba encendido en la habitación de Léonie, la mujer
aceptó la hospitalidad de su hijastra.
Léonie se había retirado. Cécile, – la criada de las Bastidas, – una niña de quince
años, que prometía ser bonita, ayudaba a vestir a du ama.
Germaine se dejaba vestir, con unas indolencias de criolla. Sentada sobre un canapé, mientras la chiquilla iba y venía, trayendo las faldas de una blancura resplandeciente, dispensando fragancias sobre los brazos y el pecho de su dama, poniendo a calentar ante la chimenea las largas medias de seda para facilitar el deslizamiento por los
pies y las admirables piernas moldeadas, Germaine soñaba. Su mirada se paseaba a lo
largo de la habitación, desde las colgaduras bordadas hasta las armas de los Montigny,
viejos recuerdos de la noble familia, esmaltes antiguos, camafeos de oro, encantadores
retratos de mujeres empolvadas… Habiéndose levantado, miró todo, escudriñó todo,
invadida por una curiosidad cada vez más intensa, curiosidad infantil, nada más.
–¿Puedo entrar, mamá?
–Claro, adorada mía.
–Papá se impacienta.
–No es culpa mía… Cécile es de una lentitud…
–Señora…
–No responda, señorita… ¿Dónde está mi abrigo para la salida del baile?... Vamos, ¿no encuentras mi abrigo?... Aquí está el pequeño broche; ¡abotona mis guantes!
La Sra. Claudel estaba más fresca, más bonita que nunca, con su vestido de terciopelo azul y su diadema de piedras preciosas que, entre dos rosas, brillaba en sus cabellos rubios; los diamantes sin aro que colgaban de sus orejas, y más aún que todo eso,
la belleza de su piel, el estallido risueño de sus dientes, su distinción natrual, sus bellos
ojos, sus maneras delicadas le aseguraban un éxito aplastante.
Se levantó sobre sus pequeños zapatos de satén blanco, se miró en el espejo de
cuerpo entero, con un abanico en la mano. Giraba, moviéndose a pasitos cortos como
una muñeca mecánica.
–¿Estoy bien así, Nini?
–¡Estás encantadora, encantadora, encantadora!
Y un poco cansada, con los rasgos hinchados, los párpados enrojecidos, mal vestida, con un albornoz malva, calzada con unas zapatillas negras demasiado largas, los
cabellos en desorden, dejándose llevar en ese abandono de sí misma, en ese aturdimiento en el que se complacen las mujeres que pronto van a ser madres, la Sra. de Montigny
olvidaba sus dolores para dirigir a su suegra palabras halagadoras que esta provocaba.
Las damas bajaron al salón.
–Por fin… – exclamó el general.
Germaine besó a su marido en la frente.
–Philippe, no seas gruñón…
El Sr. Claudel y su yerno encendían un último cigarrillo, antes de subir al coche.
–¿Entonces, – dijo la condesa Aline, – Léonie y yo nos quedamos en casa?
La Sra. Claudel se dirigió hacia su hijastra.
–Cuídate bien, mi gatita.
Y mientras la calesa, enganchada con dos purasangres, rodaba hacia el palacio de
la Prefectura, la condesa de Montigny y su nuera se hacían confidencias, evocando el
pasado, hablando del porvenir.
–No siempre serás una Cenicienta, mi Léonie, – murmuraba la vieja condesa.
A lo que la hija del general respondió:
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–Mamá, no me encontraréis ridícula… A mi edad, no me gusta relacionarme en
sociedad. Si René quisiera creerme, cuando tengamos un bebé, quedaríamos aquí, los
dos, al lado de la chimenea, muy tranquilos… Las veladas todas son iguales, ¿verdad?...
Apuestos caballeros que os hacen cumplidos si sois bonita; bellas damas que os critican,
si sois fea, o bien que se celan de vos en el caso contrario; banalidades tan desagradables como un vaso de horchata para una persona a la que horrorizan las cosas dulces,
¡esas son las reuniones mundanas!
–Pero estás arrojando piedras sobre el tejado de tu otra mamá… la joven…
–Yo no hablaba más que de mí.
–Sí, lo sé… Cada uno es feliz donde quiere. La Sra. Claudel detesta el descanso
que a ti tanto te complace; ella busca el ruido, las fiestas, los cumplidos… Pero, no
hablemos de ella… ¿Quieres que te sea franca, querida?... ¿Me permites un consejo?
–¿Os lo ruego?
–Pues bien, desde que des a luz, será necesario que te vuelvas a… no digo coqueta, pero…
–¿Más a la moda?
–Sí.
–¿A causa de René?
–Sí.
–Es curioso… El doctor Delmas me decía lo mismo, ayer.
–¡Ah! El Sr. Delmas…
–Incluso añadía que, siendo rica, debería gastar más en mi vestimenta; que a un
marido le gusta que su esposa esté presentable, que le hiciese sentirse orgulloso, y yo
me decía que tenía razón. Desde el momento que pueda, seguiré los consejos de ambos,
pues ya sabía perfectamente que vuestros buenos consejos, señora, me harían falta…
–¿Y esa voz temblorosa?... ¿Qué te ocurre, Léonie?
La condesa sollozaba.
–Te he disgustado, perdón… – suspiró la condesa, muy desolada.
La joven señora de Montigny enjugaba sus lágrimas.
–No, pero me turba pensar que un viejo amigo de la casa y que la madre de René
pongan en duda el amor de mi marido, cuando sé que René es mío, como yo soy toda
suya.
–Querida niña, me has entendido mal; tu sensibilidad te pierde… Tan solo te señalaba un peligro imaginario… Sécate esas lágrimas y abrázame, querida mía.
Entonces, calmada, la esposa del capitán se dio cuenta de que su suegra no había
tenido intención de ofenderla. La buena dama era incapaz de hacer sangrar el corazón
de su nuera; su benevolente consejo no tenía nada de injurioso. Sencillamente, y sin
ninguna malicia, al haber observado que incluso ante su embarazo, Léonie se abandonaba un poco, la ponía en guardia contra sí misma.
La conclusión de la vieja dama fue esta:
–Hija mía, a una pueden no gustarle las relaciones mundanas; pero, para ser feliz
y por siempre feliz, una mujer debe llamar en su ayuda a todos los artificios de las demás mujeres, hay que sufrir, hay que llorar… Este lenguaje es duro, tal vez, pero resume la vida, querida.
~ 33 ~

VI

La velada de la prefectura apenas comenzaba, en el momento en el que uno de los
ujieres anunció:
–El Señor general y la Señora Claudel.
–El Señor capitán conde Montigny.
El prefecto de Limoges, el Sr. Démartiel, un hombre de cuarenta años, de rostro
inteligente con una bonita barba rubia, atravesó un grupo de funcionarios para acercarse
al general, mientras que la esposa del prefecto, muy rodeada también, invitaba a Germaine a sentarse a su lado. La Sra. Claudel tomó asiento en un semicírculo formado en
mitad del salón por una treintena de damas en vestidos de noche, jóvenes y solteras.
En los tres salones contiguos, con las puertas abiertas, deslumbrantes de luz, los
fracs negros y los uniformes iban y venían.
La Sra. Démartiel, una morena de ojos brillantes, muy elegante en su vestido de
terciopelo cereza, tenía unas palabras corteses para todas las recién llegadas. Los invitados no paraban de entrar, y la orquesta, sobre un palco flanqueado por árboles verdes y
enormes macizos de rosas, preludiaba. Todas las miradas se dirigieron hacia la Sra.
Claudel. La mujer del prefecto se inclinó discretamente hacia su vecina:
–Vuestro vestido es maravilloso, señora generala. Pero no solo es vuestro vestido
lo que se admira, es vuestra belleza y algo más.
–¿Lo qué, señora?...–preguntó Germaine con una sonrisa.
–¡Vuestro orgullo!... ¡Oh! ¡Tenéis motivos para estar orgullosa!
–Orgullo por la gloria de mi marido, ¿no es así, Señora?
–Sí, Señora generala… ¡Preguntad a esas damas!
Las damas se inclinaron.
El capitán de Montigny charlaba en un rincón del salón con sus colegas del regimiento, cuando el doctor Delmas le golpeó amistosamente sobre el hombro:
–Hola, mi querido capitán… ¡Me gustaría decirle unas palabras?
–Voy con usted, doctor… Perdón, caballeros.
El antiguo cirujano y el yerno del general se dirigieron, del brazo, al lado de la sala de juego, aún desierta.
Los camaradas de René, los Sres. de Lescure, Bordas y de Selves, los tres capitanes del 21 de zapadores, intercambiaban algunas palabras, dirigiendo de vez en cuando
miradas a los espejos del fondo, donde se reflejaban los hombros desnudos de las mujeres. Los escotes de los corsés, la abertura en V de la espalda, – moda nueva, tanto de
crítica como de entusiasmo.
Bajo las enormes lámparas, iluminadas por el fuego de los diamantes, por el estallido de las flores, los cabellos morenos y rubios, las carnes blancas y rosadas parecían
un mar de leche espumosa brotando de las maravillosas vestimentas, variadas y luminosas; eso es lo que pensaba el Sr. de Lescure, un fino meridional de bigote negro. Pero
Bordas, espíritu bizarro, prefería la crítica a las alabanzas, y, en detrimento de las desnudeces adorables y permitidas, se regocijaba con las exageraciones de los contornos de
algunas damas de Limoges, excelentes madres de familia, gruesas y tiernas mamás que
no podían bailar, pero allí presentes para hacer bailar a sus hijas y para casarlas si había
oportunidad. En los altos espejos, el capitán, un rubio gigante del norte, miraba curio-
~ 34 ~
samente los corsés floridos, los pechos desbordantes que comparaba con esos enormes
patés de gelatina de color ámbar claro que se veían brillar sobre las mesas del lunch.
–¡Montigny sí que tiene suerte! – dijo bruscamente Lescure.
–¿Qué quieres, querido? – respondió Bordas, – cuando se tienen cien mil libras de
renta y un general Claudel como suegro…
–¡Y una hermosa suegra!... – interrumpió Lescure, con entusiasmo…– ¡Una hermosa suegra!... Precisamente… Allí… Frente a nosotros… ¡Mirad con disimulo, y deslumbraos!
–No hables tan alto, Lescure.
–A ver, amigo Bordas, ¿es bonita o no?
–Sí, la señora Claudel es bonita, muy bonita… ¡Y qué nombre tan hermoso…
Germaine!... ¡Pero esa mujer es sagrada!
El capitán de Selves, un gran hombre moreno con binóculo, de ojos enérgicos y
acariciadores, balanceó la cabeza.
–¡Sí, caballeros! La generala Claudel es sagrada.
El Sr. Lescure gesticulaba:
–Cuando uno se llama general Philippe Claudel, – dijo, – se puede ser viejo, feo,
inválido, chocho incluso, y tener la esposa más bonita que haya en el mundo.
–¡Sin que militares y civiles tengan el derecho de tocar a la esposa!–afirmó Bordas.
–A menos que el general no tenga un yerno, – murmuró de Selves.
–¡Oh! – exclamaron los dos oficiales, invadidos por una común idea.
–No lo creo, – dijo Bordas… – ¿y tú, Lescure?
–Yo tampoco… ¡De Selves, eres un bromista!
–Caballeros, – continuó fríamente el capitán de Selves, – si otro hombre que no
fuese de Lescure me tratase de bromista, tomaría a mal el comentario; pero Lescure…
–¡Venga ya!... ¡Vamos, danos pruebas!...
–¿Pruebas?... No tengo… No es más que una hipótesis.
–¡Ah! ¡ah!
–¿Queréis, sí o no, que siga con mi relato?
–Te escuchamos… Precisamente, comienza el baile… Pongámonos en fila…
aquí, a la derecha… en ese ramo de flores… ¡Perfecto!... Por el lado derecho… ¡Ar!...
Ahí está el pequeño Vallery bailando con la mujer del director de los… ¡Oh!...¡oh!...
Siempre charlando, de Lescure arrastró a sus dos camaradas al lado del bufet.
–¡De Selves tiene la palabra!... Se breve, camarada.
–Caballeros, he vivido mucho más que vosotros en intimidad con Montigny; somos de la misma promoción… He cenado a menudo con la condesa Léonie…
–Lo sabemos… Sabes relacionarte bien…
Los oficiales llegaron ante el bufet. Comieron un sándwich y bebieron algunos
sorbos de champán.
De Lescure hizo chasquear su lengua.
–Soy todo oídos… de Selves, un bizcocho, un caramelo.
–René ha sido un niño mimado por su madre. Hasta ahora nadie se le ha resistido… Ese muchacho es de una fantasía terrible… ¿Recordáis la cena en casa Perrin donde hubo de romperse los riñones, levantando al grueso, al colosal Moullières sobre su
brazo?... ¿Habéis olvidado los concursos de hípica de hace cuatro años?... ¡Un hermoso
incidente en el Palacio de la Industria!... –«El lugarteniente se va a matar!... –¡No saltéis!...» El caballo de Montigny, un animal enrabietado, se encabritó… Montigny espoleó firme… ¡Hop!... Un «Hop» seco, brutal, al que sucedió un «¡Oh!» de terror; y luego,
la bestia dominada por el hombre, superó el obstáculo bajo los aplausos de la multi-
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tud… Otro en su lugar estaría muerto; Montigny se conformó con reír, recibiendo el
primer premio del concurso… ¡Ah!... ¿Y la apuesta que ganó contra Forestier?... Se
trataba de obtener una cita de la bella Sra. Muraud, la esposa de un propietario de Rochechouart, una joven casada apetecible como pocas; fiel, según se decía, al panoli de
su marido…En ocho días, René tenía a la mujer en su casa, en su apartamento de la calle Gaignolle… Un divertido desafío y sobre todo una singular manera de verificar el
hecho… –«Yo me fío de su palabra, dijo Forestier. – No, respondió René, le presentaré
la prueba…» Como todos sabíamos que Montigny es un hombre incapaz de perder una
mujer por vanidad, nos quedamos sorprendidos de su audacia… «¡Eh! es bien sencillo,
– concluyó, – Forestier pretende que la Sra. Muraud lleva botines cobrizos, unos botines
tan originales en sus dibujos grabados sobre el cuero, tan encantadores, tan extraños que
solo ella tiene la coquetería de hacerlos fabricar exclusivamente para su uso. En mi casa,
rogaré a la dama, oculta bajo un velo, que muestre el extremo de su pequeño pie al
apostante…» Y la amante obedeció.
–¿Y cuál es la conclusión de todo esto? – preguntó Lescure.
–Todos esos hechos que, de entrada, parecen pueriles, tienen una importancia capital en la existencia de un individuo. El hombre que no sabe vencerse a sí mismo por
cosas fútiles, que disfruta su vida, cuando el objeto de sus deseos no tiene la intensidad
de una pasión o un vicio, no se detiene ante nada, si el vicio y la pasión mandan… Varias veces, en el Champ-de-Juillet, sobre la plaza de Aisne, encontré a Montigny con su
suegra… En el paseo, en el teatro, aquí mismo, – voy a dar la prueba pronto,– René no
quita los ojos de la Sra. Claudel… Este hombre está enamorado con locura de la suegra.
¡Si no deshonra aún a la esposa del general, la compromete!
De Lescure, siempre bromista, silbó:
–¡Filosofía experimental!... ¡cantinelas del cirujano Delmas!… ¡Bravísimo, signor
Selvo!
Bordas tomó la palabra.
–Querido amigo, eres un buen observador. Ahora, recuerdo un incidente al que no
concedí relevancia y que ahora juzgo muy importante tras tu revelación. Una noche, en
el teatro, – se representaba… ¿qué importa?... – encontré a Montigny en el corredor; no
conocía aún a su esposa y le roge que me la presentase. – «Con mucho gusto, me respondió, pero no esta noche; mi esposa no está aquí…–Yo creía haberte visto en un palco… –Con la Sra. Claudel, sí… mi suegra… La condesa está indispuesta…» –Nos despedimos; y luego, durante un entreacto, cuando yo fijaba mis gemelos sobre los palcos,
percibí a nuestro camarada y lo vi que, sin dudar, y a petición de la dama, ponía en orden los cabellos un poco alborotados de la Sra. Claudel. Sí, Montigny se encontraba
detrás de ella, y según una expresión trivial, pero que expresa bien mis pensamientos, él
le pasaba «la mano por los cabellos.»
De Lescure se alzó de hombros.
–Tal vez se tratase de una familiaridad excesiva… No hay que buscarle tres pies
al gato… La Sra. Claudel estaba despeinada; Montigny, sustituyendo a la dama de compañía ausente, arreglaba los cabellos… ¡Nada más natural!
Pero, de regreso al salón, los tres oficiales acabaron por afirmar, de forma unánime, que el hombre que tomase a la esposa del general Claudel sería un canalla integral.
La fiesta discurría. Se bailaba en los dos salones.
–¡Y bien! Caballeros, – preguntó el coronel del 21º, ¿no bailan ustedes?... Vamos,
échenle valor!... ¡es una velada radiante!…
–Sí, mi coronel.
De Lescure y Bordas se inclinaron ante dos jóvenes señoritas sentadas a la largo
de la galería y se hicieron inscribir en la próxima cuadrilla. En cuanto a de Selves, inter-
~ 36 ~
cambió un guiño con el doctor Delmas, que se encontraba de pie, cerca del general
Claudel y de René.
Entre el oleaje de los bailarines, fracs negros, satenes y encajes, cintas multicolores, túnicas oscuras, chales azules, pantalones rojos, embriagada por las flores, deslumbrada por el brillo de las lámparas que ponían blancas luces sobre los alzacuellos, sobre
los botones de metal, sobre las piedras preciosas de las diademas, sobre los brazaletes,
sobre las carnes rosadas, Germaine bailaba con el secretario general de la prefectura.
El Sr. Claudel se volvió hacia su yerno:
–Germaine se va a fatigar.
La Sra. Claudel pasaba junto a ellos. La bailarina había escuchado, sin duda, pues,
con la cabeza, hizo un gesto para indicar que no.
El Sr. Vivien, senador, presidente del consejo general, una buena figura, sin barba,
un poco grueso, abrió la puerta de la sala de juegos.
–¡Necesitamos un cuarto para la partida de cartas!... Ya veis, Señor prefecto, mantengo mi palabra… ayudo a hacer los honores de la casa…
El Sr. Démartial se inclinó.
–Gracias, mi querido senador. Si no tuviese más que a mis consejeros de prefectura y a mis subprefectos…
–¿Tendríais de que quejaros?
–¡Oh! sí… Esos caballeros ni siquiera bailan… El secretario general aún, pero los
consejeros…. ¡Oh! ¡los consejeros!
–Esos jóvenes son demasiado serios, – afirmó el senador… – En mis tiempos…
pero, no nos engañemos… ¡Mirad!... ¡Toda vuestra administración ha sido concebida
bajo el ejemplo de los militares!
El capitán de Montigny fue a reunirse con la Sra. Claudel, en el momento en el
que el secretario general acompañaba a su pareja.
De Selves tocó el codo del Sr. Delmas.
–¿Lo habéis confesado, doctor?
–Sí y no.
–¿Su dictamen?
–Es necesario que René solicite una permuta.
–¿Y si se niega?
–¿Si se niega?... ¡Ocurrirá una gran desgracia!
–Será difícil hacerle entrar en razón… ¿Cuál es el medio?
–Le diré que el clima de Limoges mata a su esposa.
–¿Se lo habéis comenzado a decir?
–Lo llevé aparte para eso, pero el va y viene nos ha interrumpido… Mañana le
hablaré seriamente…
–Doctor, si René ama a la Sra. Claudel, se las arreglará para que el general y su
esposa le sigan a su nuevo destino.
–Esto temo.
–¿Entonces, qué?
–Sr. de Selves, usted es el camarada de Montigny, verdad? ¿su mejor camarada?
–Sí, doctor… Como él, adoro el placer, me gustan las fiestas; trabajo mucho también… pero, desde que la misma idea nos ha acosado a los dos, ya no pienso más en el
placer, ni siquiera en el trabajo; me parece que tengo el deber de vigilar con vos a Montigny e impedir a este hombre terrible que cometa una infamia… El desgraciado no es
capaz de disimularlo, y todo el mundo ve y comprende lo que intenta… Antes aún, mis
colegas Bordas y Lescure observaban sus idas y venidas…
–¿Y se reían de ello?
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–¡No, Señor!... Perdón, doctor…
–Sin embrago, el Sr. de Lescure?...
–Lescure es un buen muchacho que no ve mala intención en nada.
El viejo cirujano estrechó vigorosamente la mano del capitán de Selves.
–¡Ambos salvaremos a Montigny!
Durante la velada, el capitán René dio nuevas pruebas de su pasión: ¡no quería
amar y amaba! Amaba a Germaine con toda la violencia de su temperamento, con todo
el calor de su exuberante juventud. Fue en vano que tratase de luchar contra sí mismo,
imaginaba el horror de su amor, exageraba el pensamiento odioso, hacía un incesto de lo
que no era un incesto; en vano, en su cerebro oscurecido, brillaba la gloriosa imagen de
aquél al que llamaba padre. Cansado y desolado hasta lo más profundo de su ser, volvió
a ver a su dulce compañera, que pronto sería madre… No pensaba más que en Germaine, celoso de los hombres con los que ella bailaba; la vigilaba como si hubiese sido
suya; giraba la cabeza para no verla más y corría a ella.
El Sr. de Montigny se mantenía detrás del sillón de la Sra. Claudel.
–¿Estoy muy sofocada, Señor René?
–Sí… No…
Ella prorrumpía en carcajadas.
–Esa no es una respuestas… ¿Pero, que le ocurre, amigo mío?... Pareciese que
tiembla… ¿Se encuentra mal?... ¿Dónde está el general?... ¡Ah! juega… Dígame, ¿por
qué no baila usted?... ¿Desea que regresemos?... Son las tres, ya… Y esa pobre Léonie… Vamos, ofrézcame el brazo…
René guardaba silencio, mordisqueaba su bigote, no se movía. Ella lo arrastró.
–¿Está contrariado por algo?
–¿Yo?... No… No del todo… Le aseguro…
–Leo en sus ojos… Adivino…
Ella palideció un poco, diciendo en voz baja:
–¿Un duelo?... Los duelos no incumben a las mujeres, lo sé, pero una madre tiene
el derecho a saberlo todo… ¿No soy su mamá?...
La Sra. Claudel había dicho esas palabras con una voz tan tierna y tan dulce que el
soñador salvaje se sintió desarmado. Entonces contó que el doctor Delmas, un pesimista, lo había asustado con la salud de Léonie y que tal vez, – oh! no ahora, más tarde,
después del parto, – debería ir a vivir al Midi… Esa era toda la causa de su pena.
La joven mujer sacudió la cabeza.
–Nuestro amigo el Sr. Delmas es más cirujano que médico… Léonie está sufriendo, cosa natural en su estado… Por lo demás, si fuese necesario un viaje, usted pediría
un permiso y el general y yo os acompañaríamos… Pero aquí está mi marido… Inútil
alarmarlo sin razón, ¿verdad?...
La Sra. Démartial insistió mucho en retener a Germaine.
–Vamos, general, convenced a la Sra. Claudel para que sea la reina… no, la presidenta de nuestra fiesta.
El general Philippe, que se había divertido perdiendo algunos luises con las cartas,
se dirigió a su yerno:
–Yo voy a regresar… Si usted quiere quedar aún, ambos, enviaré el coche.
Ellos rehusaron.
El Sr. Claudel hizo el último comentario:
–Buena velada… ¡No se habló de política!
Se organizaba el cotillón, y la orquesta vibraba todavía, mientras que, bajo la fría
niebla de la madrugada, los caballos del conde de Montigny transportaban a los dos
hombres y a la suegra.
~ 39 ~
VII
Esa mañana, – era febrero de 1883, – el capitán René leía su periódico en el comedor, y la condesa, con muchos dolores, todavía no sabía si sería lo bastante fuerte
para sentarse a la mesa. El conde, de regreso de las maniobras, acababa de vestirse con
una coqueta pelliza y botas de montar de fantasía con espuelas de oro.
La dama de compañía vestía a la Señora. El joven oficial, que se disponía a montar a caballo tras el desayuno, miró el reloj de péndulo; a continuación, se paseó a lo
largo de la estancia, muy taciturno, sonriendo con esa sonrisa malsana que revela una
angustia secreta y profunda. Silbando una cancioncilla de caza, llamó bruscamente.
Apareció su ordenanza.
–Lucien, pregunta a la doncella si la Señora va a desayunar… ¿Qué miras?...
¡Vamos!... ¡imbécil!...
Léonie entraba.
–Discúlpame René… te he hecho esperar…
Él balbuceó una excusa y ofreció la mano a la joven, que lo besó en la frente.
–Estoy muy fea, amigo mío… Bésame de todos modos… Tu beso es como un
frescor que acaricia…
Se sentaron en la mesa.
Ella se sentó, dando la espalda al fuego, vestida con un traje gris un poco flojo para que sus doloridos miembros se encontrasen más cómodos. Los estragos de la próxima
maternidad la desfiguraban. Realmente estaba casi fea, pálida y pesada, destrozada de
fatiga, con brillos sangrientos en los ojos que eran los reflejos de una vida doble, de una
doble mirada, de un doble movimiento soportado y vivido por una única y valiente criatura.
Animosa ante el mal, Léonie se había puesto una cinta negra en el cuello y aplicado un colorete en sus mejillas para atenuar los abotargamientos de sus carnes enrojecidas; con un amplio sayal rosa flotante, para disimular las brutales realidades de un cuerpo ultrajado – un ramo de violetas en la blusa, para expulsar el olor a fiebre.
Pero, ¿qué puede hacer la coquetería, en medio del augusto recogimiento de la
maternidad? Desaparecen las gracias y los encantos, el sonido argentino de la risa, el
brillo de los hermosos ojos, para centrarse en el fruto de las entrañas. Pues la naturaleza
tiene necesidad de retomar lo que ha dado, a fin de dar aún y siempre: es la eterna ley.
La Sra. de Montigny se encontraba fatal; sus dolores se hacían insoportables;
quería que René la amase aún y que encontrase en su conciencia el recuerdo de la talla
esbelta, del color de los ojos, del bonito rostro, – bellezas escondidas, pero no perdidas.
–¿No comes, Léonie?
–No tengo hambre, René.
La condesa secó con su pañuelo de batista las gruesas gotas de sudor que perlaban
su rostro.
–El fuego es demasiado intenso – dijo el conde.
Suzanne, la criada que servía la mesa, una morena, dispuso la pantalla de la chimenea. Luego, acercándose a su ama:
–Señora, no ha tomado aún nada… Si la Señora quiere le preparo una trucha. Precisamente, Chabissou, el granjero de las Bastidas, acaba de traer una cestilla de peces…
Era demasiado tarde y…
René la interrumpió:
–Suzanne, ¡no canses a la Señora!
~ 40 ~
Pero como la condesa aceptaba finalmente probar el postre, el capitán se mordió
los labios, avergonzado de no haber previsto los deseos de la enferma, se haberse dejado
adelantar.
Al retirarse la criada y tras haber servido el café, Léonie se acercó a su marido.
–¿Por qué estás tan pensativo?
Él sonrió.
–No pienso del todo, querida amiga; ¡no imagines cosas raras!
–Yo, yo pienso…
Entonces se puso a contar sus alegrías y sus esperanzas. Dentro de un mes sería
madre… ¡Oh! un niño… estaba segura…
–Dime, amado querido, ¿cómo lo llamaremos?... ¿Philippe?... No… ¿Adivinas?
–No lo sé.
–¡Alexandre! Ese nombre es muy bonito… Alexandre,… ¿René? Es un bonito
nombre también.
–¿Qué prefieres. Philippe o Alexandre?... ¿nombres de reyes, de guerreros?
Ella lo miró y, con una entonación de bebé que no sabe aún mentir, dijo: –«Sí…»
muy seria, como si la cuestión hubiese sido importante, como si se tratase de decidir no
solamente unos nombres, sino entre personas y amistades.
Se entenderá y volveremos a encontrar ese «sí» más adelante.
El Sr. de Montigny iba a partir para las Bastidas. La condesa le tomó las manos y,
con un mohín que trató de ser encantador, dijo:
–Ahora, René, mis recados. Dirás a papá que quiero que venga a cenar el domingo
por la noche, así como a mamá… Dirás a mamá que la quiero y que le enviaré las revistas de modas por el cartero… ¡Ah! otra cosa… Subirás a nuestra habitación y me traerás
un pequeño frasco de esencia de rosa… Regresarás temprano, ¿verdad?... Hasta la noche, mi René; voy a descansar un poco… no por mí… por el bebé… ¡Bésame, amigo
mío!
El oficial corría sobre el camino blanco helado, transportado por su purasangre, y
un manto azul de Francia golpeaba los hombros del jinete. Cerca de él, su perro galopaba, jadeaba, y en torno a ellos, el viento silbaba a través de las ramas muertas de los
sauces y los robles aislados, para precipitarse a continuación sobre los profundos castaños, con estridentes ruidos de metal.
Al llegar a la pequeña colina de la Fayolle, René puso su animal al paso. El conde
estaba muy pálido, muy triste. En varias ocasiones ya, había tratado de dar la vuelta. Se
detenía, ponía una mano sobre su frente; bruscamente, daba a la espuela y continuaba el
camino. El Sr. de Montigny luchaba contra una idea. Se le hubiese escuchado decir:
–¡Soy un miserable!
Y luego:
–¡Qué ocurra lo que tenga que ocurrir!… ¡Amo a Germaine!... ¡La amo!... ¡La
quiero!
Desde la velada de la Prefectura, no vivía y no deseaba vivir más que para su ídolo. La veía por todas partes; la escuchaba por todas partes. El brillo de sus hermosos
ojos, sus labios rojos, su esbelta cintura, todo eso lo perseguía, embriagándole. Al regresar del baile, en la habitación nupcial, donde Germaine se había vestido, mientras su
esposa dormía con ese sueño que prepara la vida a un ser, René tomó asiento sobre un
canapé; y allí, en medio del silencio, olvidó a su compañera dormida. ¡Ella lo irritaba!...
Pensaba en la otra, en la que permanecía siempre joven y hermosa.
Un trozo de cinta azul se encontraba tirada en el suelo, una cinta olvidada por
Germaine; la recogió y la besó con los transportes de un colegial loco por su prima. Y
esa noche, le pareció que Germaine había embalsamado la atmósfera de la habitación
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La suegra

  • 1. ~1~
  • 2.
  • 3. ~3~ LA SUEGRA Jean Louis Dubut de Laforest
  • 4.
  • 5. ~5~ Título original.- Belle Mama. © Jean-Louis Dubut de Laforest. París 1891 © José Manuel Ramos González por la traducción del francés. Pontevedra 2014
  • 6.
  • 7. ~7~ I Una cálida jornada del mes de junio de 1882. La llanura de las Bastidas arde bajo el incendio que cae del cielo. Bajo el inclemente sol, los campesinos siegan los prados; y de vez en cuando, un clamor, – sonido de hoces, rodamientos de carretas, arroyos cantarines, trinos de pájaros, voces humanas – clamor confuso, llega hasta el salón dónde el general Philippe Claudel duerme la siesta. Suenan las tres en el reloj del corredor. Las grandes cortinas de sedad roja tamizan una luz dorada y de fuego alrededor de la cabeza blanca del durmiente. Dos mujeres jóvenes están sentadas al lado de la puerta-ventana que se abre sobre el parque de las Bastidas. Al verlas así, en trajes claros, se les tomaría por dos hermanas. Una es la Sra. Germaine, esposa en segundas nupcias del general; la otra, la Srta. Léonie Claudel, nacida del primer matrimonio. La más joven es alta, esbelta, morena, un poco seria. Imposible pensar en una joven más graciosa y más elegante que Léonie, con su perfil de medalla griega y esa sonrisa de virgen soñadora donde destacan dos hoyuelos en sus mejillas; pareciera una diosa de un templo pagano. La Sra. Germaine no se parece en nada a su hijastra. Rubia, pelo rizado, nerviosa, tan nerviosa que, por tres veces, ha roto un pequeño trabajo de encajes que había comenzado, desoyendo los consejos de Léonie, la esposa del general todavía no tiene treinta años, apenas diez años más que la Srta. Claudel. La casa de las Bastidas está situada a tres kilómetros de Limoges, en la pedanía de la Maldrière, una pequeña comunidad compuesta de algunas casas de burgueses y de campesinos, agrupados sobre la vertiente izquierda de la ruta departamental, en medio de una frondosidad de matorrales y profundos bosques de grandes árboles. El castillo está aislado. Es un pequeño castillo moderno, de estilo composite. Tiene buen aspecto con sus torretas de ladrillo; los viñedos, loas glicinas, los jazmines de España y los granados tapizan los muros donde las piedras talladas se entremezclan con el rojo enladrillado. El general Claudel, su esposa y su hija viven allí con sencillez. El personal de la casa comprende una vieja sirvienta, la Martrille, Jacques, el antiguo ordenanza del Señor, un jardinero y una criada, la pequeña Cécile Bordain, está especialmente dedicada al servido de las damas. En 1876, el general, viudo muy pronto, y al que la viudedad pesaba con más intensidad desde que su hija Léonie había sido internada en las damas de Herbert, en Limoges, se decidió a contraer una nueva unión. Precisamente, había conocido, en un baile dado por el Recaudador de finanzas, a la Srta. Germaine de Maulmont, una huérfana con una dote de las más mediocres. El general era rico. La Srta. de Maulmont lo conquistó con su risa y con su gracia de mujer, estimándose feliz de abandonar a una tía con la que vivía en una casa de la calle del Clocher y que no la cuidaba más que por pura caridad, al tener hijos propios. Esta pariente rica discutía a menudo con la sobrina pobre a la que acusaba de poner la casa patas arriba. –Desde que te haya situado, – decía a Germaine la vieja tía egoísta, – me iré a instalar e Angolème con mi hijo el más joven, y no me volverás a ver más que de pascuas a Ramos.
  • 8. ~8~ La pariente iba a mantener su palabra. Antes de tomar una resolución definitiva, el general consultó con su hija Léonie, que no tenía más que catorce años y cuya inteligencia ya era singularmente delicada. Era el día de salida de la pensionista; Léonie acababa de llegar a las Bastidas. El padre y la hija se pasearon silenciosamente. El Sr. Claudel vacilaba: las palabras no podían salir de su boca. Le parecía que iba a cometer una mala acción. ¿No había terminado su vida? No debía pensar más que en el futuro de su hija. Sí, el general se decía todo eso, pero también sentía que estaba perdidamente enamorado de la Srta. ce Maulmont… Solo, siempre solo, eso no era vida… Creyéndose más fuerte, se decidió a hablar. –Veamos, Léonie, qué dirías si… –¿Si papá se volviese a casar? –¿Quién te ha podido informar? –¡Oh! ¡Lo sé todo, papá! –¿Y te enfadas? –No… no –¿No me quieres? –Yo no te quiero; ¡te amo con todo mi corazón! –Querida hija… Permanecieron un momento abrazados, en uno de esos momentos de ternura que son lo mejor de la vida, en medio de esos afectos desbordantes que hacen que valga la pena vivir. Tras este abrazo cordial, unas lágrimas humedecieron la risa de Léonie; pero la niña se reprimió. La señorita lo comprendía; una extraña en el hogar mitigaría su felicidad. Iba a venir una extraña que usurpase una parte de la amistad paterna, que, desde la muerte de la madre, no había compartido con nadie. Allá, en la pensión de la calle de las Clairettes, desde que Léonie comenzó a pensar, la gloria de su padre la hizo estremecer. El apellido de Claudel no era noble, y, sin embargo, sonaba más alto que el de familias de abolengo. ¡Claudel!... Cuando un oficial del ejército francés escuchaba vibrar ese apellido, una llama de orgullo encendía su mirada… ¡Claudel!... Si ese apellido era pronunciado muy bajo, del otro lado del Rhin, el enemigo victorioso se recogía e inclinaba. La joven recordó las vivencias de su infancia. No tenía más que nueve años, y una visión la había bruscamente engrandecido y encantado. Cuando regresó de las prisiones alemanas, el general, que nunca desesperó de la salvación de la patria, fue acogido con entusiasmo por sus compatriotas. El ejército, los treinta mil obreros de las fábricas de porcelana, los alumnos de Instituto y la Escuela normal, todas las corporaciones, todas las instituciones, estandartes en cabeza, todos los viejos, todos los jóvenes, ser rindieron ante él. A las puertas de la ciudad, se levantó un arco del triunfo donde se veían coronas de inmortales; y mientras las banderas tricolores, veladas de crespones, gemían al viento de la derrota, los clarines sonaron, los tambores batieron, casi sin ruido, así como hacen clarines y tambores ante un cementerio, saludando el ataúd portador de un muerto glorioso. Ataviada toda de blanco, en medio de sus compañeras que marchaba en dos filas, como en una procesión, Léonie entregó un ramo de rosas a su padre. Su alegría de niña quedó grabada en la memoria de la Srta. Claudel. El padre era un héroe; ello lo sabía. Y todavía se estremecía cuando se lo decían; le gustaba que se lo dijeran.
  • 9. ~9~ –¿Pues bien! Sí, –había continuado Léonie, – tienes razón en volverte casar; yo, algún día haré bien en casarme y tú estarías solo, querido padre… Tras su matrimonio, el general dijo a su hija: –La Sra. Germaine, tu madrastra, no es una madre que yo te dé; es una hermana mayor, ámala bien, querida. Transcurrieron los años. La joven señora Claudel se mostró un poco frívola, un poco ligera, demasiado ocupada de su ajuar, demasiado poco diligente en el hogar; y cierta tarde el viejo oficial, con pena, abrazó a Léonie, suspirando. –¡Eres tú, Nini, quién es la gran hermana!… ¡Lo sabes!… ¡No lo olvides! Sin embargo, Germaine, cuyo corazón era generoso, se volvió más razonable, gracias al afecto de su marido y a las ternuras filiales de Léonie. –¡Oh! mamá,– murmuraba de pronto la Srta. Claudel, – mira esta luz que está en la frente de papá… Se diría una aureola… Tengo ganas de besarla… –Nini, vas a despertar a tu padre; sabes que necesita descansar… Esta mañana todavía, se quejaba de un gran dolor en el brazo… Esa maldita herida… –Voy a caminar sin hacer ruido… ¿vienes? –Sí, querida niña. Se levantaron ambas de sus sillas y reteniendo sus faldas, a fin de evitar los frufrús, midiendo los pasos, se detenían, a la menor alerta, sobre la punta de los pies y llegaron ante el dormido. Cuando Léonie se apartó para dejar paso a la esposa; y, esta, tras haber depositado un beso sobre la frente del marido, dio pasó a la jovencita que se adelantó a su vez. El general no se movía; pero una sonrisa, la sombra radiante de un sueño, iluminó su rostro, en el dulce calor de los besos. En ese momento se abrio la puerta del salón, y Jacques, el criado, dijo en voz baja: –Señora, es el señor doctor… Casi de inmediato, las damas Claudel vieron entrar al doctor Adrien Delmas, antiguo cirujano del ejército, uno de los más viejos amigos del general. Era un hombre de sesenta años, muy recto, juvenil aún. Llevaba una larga levita negra ornada con la roseta de la Legión de honor. Sus ojos eran intensos y claros; su amplia frente denotaba una viva inteligencia, Y algún discípulo de Gall y de Spurzheim no hubiesen dudado en encontrar, en la construcción del cráneo de ese médico, los signos del entendimiento, de la memoria, y más particularmente de la voluntad y del análisis. El Sr. Delmas era delgado y de alta talla, con un rostro apergaminado y del color de los viejos marfiles. Una cadena colgaba encima del bolsillo derecho de su pantalón negro. Sin bigote, pero con una barba rasurada a lo americano; en definitiva, la fisionomía del doctor Milagro de los Cuentos de Hoffmann, un doctor Milagro viejo y barbudo, – la energía de un yanqui y la frialdad razonada de un auténtico sabio parisino. Las damas Claudel indicaron un asiento al médico. Luego, entre los tres, comenzaron una conversación en sordina. –Doctor, siempre padezco de migrañas,– suspiró la Sra. Claudel. –Señora, es un poco vuestra culpa; rechazáis las medicaciones… Vuestro salvador es el bromuro de potasio… –¡Vuestro bromuros me producen horror! –¿Queréis curaros? –Sí. –Pues bien, seguid las prescripciones de la ciencia, señora. Léonie inclinó la cabeza.
  • 10. ~ 10 ~ –¡Ves, mamá! Germaine, que intentaba desde hacía un momento enhebrar un hilo en su aguja, tuvo un pequeño y significativo temblor de dedos. –Los nervios, – dijo el doctor. Y, volviéndose hacia Léonie, el Sr. Delmas añadió: –¿Para cuándo la boda, señorita? –¡Oh! doctor… –¿La señorita Léonie se hace la misteriosa? La hija del general tomó las manos del Sr. Delmas: –Vos sois el amigo de mi padre, y no será con vos con quién me haga la «misteriosa»… Doctor, la petición es oficial desde hace dos días. El antiguo cirujano mayor mostró una sonrisa afectuosa. –Felicidades, señorita… el capitán de Montigny es un oficial distinguido, muy apreciado por su coronel… –De una familia noble, –interrumpió la dama. – Pertenece a una de las más antiguas casas… Su madre, la condesa Aline, es una mujer encantadora… El capitán es rico; Léonie tiene una dote magnífica… Nuestros hijos se amaron pronto… El general os dirá, doctor, que ha pensado en rogaros ser el testigo de su hija, si nada viene a entorpecer nuestros proyectos… Vamos, doctor, no frunza las cejas y, sobre todo, haga como si no supiera nada… Philippe quiere tener el placer de haceros saber la noticia personalmente… A estas palabras, Germaine se levantó e, inclinándose ante el viejo cirujano: –El novio de Léonie viene a cenar esta noche, a casa. La madrastra no debe estar fea hasta dar miedo… ¿Aún no sabes lo que te vas a poner, Léonie? –En un instante, mamá. La Srta. Claudel hizo un gesto que quería decir: –¿Es conveniente dejar solo a nuestro viejo amigo? Germaine comprendió el gesto; enrojeció un poco; luego, con una gracia muy femenina, tendió la mano al Sr. Delmas: –Sea severo, doctor, dígame que no soy seria, al fin y al cabo, no soy yo quién me caso. –Vos sois la mejor de las esposas, Señora, – concluyó el médico. Y Germaine, con risa burlona: –¡Realmente, prefiero las galanterías y los cumplidos a los bromuros! La Srta. Claudel se dirigió a la puerta abriéndola sobre la escalera de servicio. –Papá duerme a pierna suelta – dijo Léonie… –El general no siempre ha dormido, ¿no es así, señor cirujano? Y, tomado por un sentimiento de entusiasmo, la Srta. Claudel levantó la cabeza con orgullo: –Doctor, ¿queréis hacerme un favor? Contadme lo de las Banderas… Me habéis prometido a menudo contar esa historia… Aquí, ahora, estamos solos… Vamos… ¡se lo ruego!... Pero como el antiguo cirujano mayor vacilaba en hablar, Léonie continuó: –Cuando yo era muy pequeña, me encantaban los cuentos; desde que soy una jovencita, otras ideas invaden mi espíritu… Mi novio va a venir esta noche, y me siento muy alegre. El Sr. René tiene mando en soldados; será general también… quisiera repetir la leyenda… Varias veces ya, he intentado que me hablaseis de mi padre… El general me mima y me sonríe; y eso es todo… ¡Se lo ruego, doctor! El viejo Delmas pareció recogerse. Una de sus grandes manos delgadas se posó sobre su frente: y cuando la mano se abatió con un chasquido casi metálico sobre el res-
  • 11. ~ 11 ~ paldo de su sillón, una luz iluminó su rostro. Su cabeza se echó hacia atrás, y el viejo habló dulcemente, sin énfasis: –Napoleón había entregado su espada, y la bandera blanca ondeaba sobre la ciudadela. La proclamación del general de Wimpffen estaba en los muros de Sedan, cuando yo me dirigía hacia la ambulancia, a la que el general Philippe Claudel había sido transportado. La víspera de ese día, a fin de cerrar el agujero que existía entre el primer y el séptimo cuerpo, desde Illy a Givonne, la brigada de Claudel, de la división de Lespart, se había adelantado sobre la ruta de Mézieres, dejando la brigada Abbatuccio de la misma división en el Gran Campo con la artillería de reserva en baterías. A mi paso, encontré unos soldados indignados y oficiales atónitos. No habían sido consultados, y su rabia era indescriptible. Muchos oficiales se negaron a suscribir esa acta deshonrosa; unos soldados arrojaban a sus captores, sus sables y sus municiones. Los artilleros precipitaban en el río sus cañones y sus ametralladoras; y un viento de rebelión soplaba entre toda nuestra tropa… …Yo llegaba a la ambulancia. Dos de mis ayudantes se agarraron a los brazos del general Claudel para impedirle salir. Las hermanas de guardia le imploraban también: –¡Señor general, camináis hacia una muerte segura! –¡Pero ved pues!... ¡Se tambalea!... ¡Va a caer!... ¡Impedidle salir!... ¡Cerrad la puertas!… Ese hombre nos asustaba… Herido por una explosión de un obús en el hombro derecho, había arrancado los tubos; su guerrera estaba desabotonada, y la sangre, tintada de color negro, discurría y trazaba una larga mancha sobre su ropa blanca… Su quepí estaba hundido sobre su cabeza, y con el brazo que quedaba libre, apartaba a las hermanas y a los médicos para abrirse paso… Cuando me vio, gritó: –¡Delmas, la segunda brigada no entrega sus banderas! –General, os lo suplico… –Nada de frases… ni una palabra… Ayúdame a vestirme. Me acerqué, y con mis manos temblorosas abroché los botones de la casaca… El general sufría; yo lo veía bien, puesto que mordía sus bigotes y su pie derecho se crispaba… –¡Ahora, mis cruces! – ordenó… Jacques trajo las cruces y yo mismo las colgué sobre el pecho del herido. La noche había caído. Los regimientos conservaban las filas, con el arma al pie. De repente, sonaron los clarines. Un gran fuego brillaba a algunos pasos de nosotros. El general Claudel, rodeado de su estado-mayor, apoyado en dos ayudantes de campo, se arrastró ante los tropas: –Oficiales, suboficiales y soldados de la segunda brigada, vuestro general no ha podido morir… ¡Lamentadlo!... ¡Tambores, toquen redoble!... Los dos coroneles se adelantaron, acompañados de suboficiales que portaban las banderas. Entonces, en el silencio de la noche, los tambores sonaron. El general y sus oficiales permanecían allí, descubiertos. Flexionando la rodilla, los dos coroneles acercaron las águilas a la llama, que ilumino los pálidos rostros de los vencidos. Los oficiales lloraban. –¡Parad el redoble!... El general mismo no tuvo fuerzas para volver a poner su quepí… Su herida lo hacía sufrir horriblemente; no decía nada… Pero, cuando la llama hubo consumido las banderas, la sangre lo ahogó; sus dientes castañearon y cayó, arrugado, entre nuestros brazos. Allí todavía, mientras el coronel Harvin y yo sosteníamos su cabeza desfalle-
  • 12. ~ 12 ~ ciente, hizo un supremo esfuerzo. Los ojos extraviados, se levantó con toda la altura de tu talla, y con la espada en la mano, grito: «La Patria todavía no está muerta… ¡Viva Francia!...» Los oficiales y los soldados repitieron ese grito… El ejército estaba prisionero… Una orden especial – al margen de todas las reglas de la guerra – autorizó al general de la segunda brigada a conservar su espada sobre tierra enemiga. – En Dusseldorf, durante su cautiverio, el prisionero recibió la visita del general Manteuffel quien, con el casco en la mano, pronunció estas palabras: –Sois un héroe; en nombre del Emperador, os saludo, señor general. –¡Oh! –suspiró la jovencita, –¿Por qué mamá no se ha quedado con nosotros? La Srta. Claudel apenas había pronunciado esas palabras, cuando percibió a Germaine que, presa de un remordimiento, había bajado bruscamente de su habitación, sin pensar ya en su vestimenta. De pie, detrás del doctor, la mujer había escuchado toda la historia. En ese momento, el general se despertaba de su largo sueño. –Hola, Adrien, – dijo vivamente… ¿Desde cuándo estás aquí, doctor? –Desde hace veinte minutos, general… Los dos hombres se estrecharon las manos. –¿Te duele? – interrogó el Sr. Delmas. –No… ahora no… Esta noche, por ejemplo, tuve una pequeña crisis… El tiempo va a cambiar; me transformo en un barómetro… Un pequeño fragmento de hueso que pugna por salir… –Descanso… –Ya acabo de descansar… Todavía tengo la cabeza abotargada; pero, veamos, ¿qué ocurre?... Germaine ¿Por qué lloras?... Es culpa tuya Delmas; apuesto a que habrás aburrido a estas damas con historias de la guerra… El general iba a regañar al viejo doctor, cuando vio venir hacia él a su Germaine, que rodeó su cuello con sus bellos brazos, murmurando: –¡Philippe, mi Philippe, te amo mucho!… ¡y estoy orgullosa de sur tu esposa! De alta talla, el cuello sólidamente encajado sobre sus amplios hombros, el pecho abombado, los cabellos blancos muy cortados, un blanco bigote, un rostro un poco anguloso, con llamas claras y dulces en la mirada, a las que sucedían fuegos de metal en fusión, – tal se mostraba el general Claudel. La fuerza del gigante, la autoridad del jefe acostumbrado a ordenar a hombres, la benevolencia del esposo y del padre de familia se reflejaban sucesivamente sobre esta majestuosa figura de bravo hombre que, sobre los campos de batalla, cuando acechaba la muerte tenía «ojos de bestia feroz», según rezaban los informes del Estado mayor prusiano. En las Bastidas, el Sr. Claudel llevada un chaquetón sin galones, un pantalón negro y un chaleco de botones de cobre. Se cubría con sus viejos quepís. El militar no aceptaba todavía los usos burgueses. Enrolado a los dieciocho años de edad, a pesar de los ruegos de sus padres, dos ricos burgueses del Limousin, había obtenido sus grados, uno por uno, en África, en México, sobre todos los campos de batalla, por todos dónde ha habido sangre que verter. Cuando sufrió la trágica pérdida de su primera esposa, el Sr. Claudel tuvo que resignarse a internar a su hija en la pensión de Limoges; el oficial debía batallar todavía, pero no tenía más que un sueño en el corazón, el de acabar tranquilamente sus días en las Bastidas, en la propiedad paterna. –Sí, – decía a la Martrille, – la sirvienta que guardaba el castillo, – ¡Te volveré a ver, mi vieja, si no tengo una indigestión de metralla!… Sin embargo se había casado. Y si Léonie había aprobado su nueva unión, no fue de la misma opinión el ex cirujano Sr. Delmas, hoy médico en Limoges.
  • 13. ~ 13 ~ Compatriotas, antiguos compañeros de colegio, compañeros de gloria, unidos por una amistad inquebrantable basada en una devoción recíproca, los dos viejos podían decirse todo. El doctor, – un soltero empedernido, – no buscó sus frases el día en el que recibió la primera confidencia. –Delmas, voy a casarme… –¡Bromista! ¡va! –Hablo en serio… –¡Entonces estás loco! Se produjo entre ellos una gran discusión, donde no se omitieron palabras duras. A continuación se produjo un enfriamiento de relaciones, pero se ve que la nube se había disipado con rapidez. El doctor Adrien Delmas era ahora uno de los huéspedes asiduos de las Bastidas. Las damas Claudel subieron a sus habitaciones. El general y el cirujano quedaron solos. –Vamos, viejo charlatán, – dijo el Sr. Claudel, – ofréceme el brazo… Daremos una vuelta por el parque. He de hablarte muy en serio. El Sr. Delmas esperaba una confidencia; pero, así como había sido convenido entre las damas y él, reservó al general el placer de informarle sobre el proyectado matrimonio. Hacia las seis, un coche enganchado con dos caballos se detuvo ante la escalinata empedrada de las Bastidas. El capitán René de Montigny, que conducía él mismo, arrojó las bridas a su ordenanza e hizo su entrada en el salón. La familia Claudel y el doctor Delmas, al que habían invitado a cenar, no tardaron en unirse a él. El joven oficial había traído dos ramos de camelias blancas y rosas. Germaine estaba radiante. –Nada de celos, Nini; uno para ti, y ¿el otro? –¡Para mamá! La comida fue alegre. En los postres, el doctor hizo un brindis por los novios, conviniendo que el joven oficial sería la perla de los yernos.
  • 14.
  • 15. ~ 15 ~ II El conde René de Montigny, capitán del 21 regimiento de zapadores, era uno de esos escasos jóvenes para los cuales todo son flores y risas en la vida. Sus antepasados, cuya gloria resuena alto en la Historia de Francia, le legaron una herencia de honor; el nombre de su abuelo, el general Nicolás de Montigny, está inscrito en el Arco del Triunfo. Único, en la línea ancestral, el padre del capitán no eligió la carreras de las armas, probablemente por razones de salud, puesto que el conde murió antes de llegar a la cuarentena. Si se exceptúa esa pérdida, que para muchos jóvenes basta para envenenar la existencia, nada vino a turbar las alegrías del capitán. Por lo demás, René apenas conoció a su padre, y era excusable no sentir en su corazón ese dolor que hace desolador el vació del mejor amigo. El capitán adoraba a su madre. La condesa Aline de Montigny vivía muy retirada en su castillo. Era una buena anciana, muy complaciente con los pobres, fina risueña, escuchando todo lo que decían los curas y no creyéndolos siempre. El castillo estaba situado en los alrededores de Bussière-Galant, a algunas leguas de Limoges. Se habría podido esperar alguna resistencia de la madre, el día en el que su hijo le rogó entrar en relaciones con la familia Claudel y pedir la mano de la Señorita Léonie. Lejos de eso, la Sra. Aline aprobó la elección de su hijo, estimando que la gloria de un recién llegado es el más grande título de nobleza, demasiado orgullosa de sus antepasados, de los hombres de espada también, para no sacrificar su vanidad, si un impulso de orgullo hubiese germinado en esa alma auténticamente maternal. Que su René fuese feliz, que se convirtiese en un hombre útil para su país; la dama no pedía otra cosa. El joven conde era alto, arrojado. Un fino bigote sombreaba sus risueños labios, cabellos rubios cortados según el reglamento, una tez de criollo, ojos llenos de luz aminaban un rostro oval, ojos sensuales a sus horas; una bravura a toda prueba, un corazón generoso, odiaba la mentira, y gozaba con hacer favores; todo lo que gusta a las mujeres y todo lo que hace amigos, se encontraba en la persona de ese joven encantador. Cien mil libras de renta permitían al joven oficial libertades hasta entonces desconocías en Limoges. Con motivo de las grandes maniobras, cuando el general comandante del 12 cuerpo del ejército debía realizar algún viaje, René insistía para que su jefe, cuyos caballos no siempre bastaban para la tarea, aceptase sus cuadras, y se veía galopar sobre los caminos a cuatro alazanos dorados que el noble conducía con la única idea de honrar al general y a los oficiales extranjeros que asistían a las maniobras del ejército francés. No hay que decir que el capitán de zapadores no esperaba nada a cambio de esos deferentes; era el primero en dar ejemplo de disciplina y deber. Trabajador infatigable, escudero completo, llevaba a rajatabla la preparación física y mental. Salido de SaintCyr, con un buen número, ingresó en la Escuela superior de guerra, y, de guarnición en guarnición, a la edad de veintiséis años, fue nombrado capitán del 21 batallón de zapadores a caballo. René hoy tiene treinta años, pero parece que apenas tenga veinticinco. Sí, todo era exitoso en esa inteligencia singularmente delicada, en ese carácter de hombre, bendecido por los hombres a causa de su valentía y generosidad, en ese apuesto muchacho adorado por las mujeres, a causa de su elegancia y sus amorosas ternuras. Los oficiales de caballería son generalmente ricos; pero, si, por azar, un camarada estaba en dificultades, Montigny, le abría su enorme bolsa. Si las damas de caridad del pue-
  • 16. ~ 16 ~ blo realizaban una cuestación, sabían el camino que conduce a la calle Gaignolle, a la casa Perrier donde vivía el capitán. Sin embargo, el conde René mantuvo un duelo con un joven de Limoges, por una actriz, la señorita Clara Mongibeaux, que, hacía dos meses, todavía era su amante. Fue el oficial quien hirió a su adversario, un peligroso pendenciero. Ni un fracaso a relatar: ¡una suerte de todos los diablos! Cuando el 21 estaba en Rocquencourt, el joven oficial, que podría dirigirse a Paris bastante fácilmente, obtuvo los primeros premios en el concurso hípico, y más de una mirada de mujer se encendía, en tiempos de cuaresma, ante las proezas del Sr. de Montigny. Hacía tres años ya, que el capitán vivía en un gran apartamento de la calle Gaignolle, a algunos metros de la plaza de la Prefectura, plaza tristemente célebre por la muerte del coronel Billet, cargando en cabeza de sus coraceros al pueblo rebelado, más bien extraviado. Una dolorosa historia como la de ese coronel famoso en Reichshoffen, – un héroe aún, – que murió, con el sable en la mano, tiroteado por los franceses en una encrucijada de un pueblo de Francia. Todos los capitanes solteros del 21 de zapadores vivían de pensión en el hotel Perrier. Era una viejo costumbre, y René no quería contravenirla. La casa – una gran barraca, – con un patio un poco sombrío, tenía su entrada principal que daba a la calle Gaignolle, y una pequeña puerta para los habituales, dando a la plaza de la Ancienne-Comédie. Cuatro pisos, lo que es raro en provincias, daban asilo a un mundo muy variado. Independientemente de los oficiales, para los cuales el tío Adan tenía atenciones particulares, destacaban: jóvenes abogados, formando un apartado en una pequeña mesa; actrices del teatro de Limoges, jóvenes que vivían a la mesa del anfitrión, en compañía de actores, en la gran sala común; pintores, un profesor de música, un zapatero. En el primer piso, un ingeniero-zahorí y sus empleados ocupaban una parte del edificio, especie de jaula de vidrio donde unas sombras iban y venían, sin ruido; los apartamentos del capitán René se encontraban sobre el rellano de la izquierda. Se componían de un vestíbulo, de un suntuoso salón amueblado, de un dormitorio y de un fumador – estilo oriental. Lucien, el ordenanza del capitán, se acostaba en un gabinete contiguo a la habitación de su jefe. Se podía admirar una biblioteca con cinco mil volúmenes; armas de tosas las épocas colgaban de las paredes forradas de viejas telas. Un gran lujo, pero un lujo de buen gusto, presidía la instalación del millonario oficial, muy feliz de ofrecer una copa de fino champán y un cigarro a sus camaradas menos afortunados y alquilados con más sencillez. René tenía alquilada una cuadra cerca del cuartel de caballería, situada sobre la carretera de Aix, un pequeño pueblo donde, los domingos, los habitantes de Limoges se dirigían a pasear, – un auténtico Bougival de provincia. La Srta. Clara Mongibeaux, la antigua amante del capitana fue dotada de un encantador palacete, en la avenida del Champs-de- Julliet. La señorita tuvo el primer empleo de ingenua en el teatro; fue una chica valiente, muy enamorada de su arte, muy enamorada de su amante. Lloró mucho, en el momento de la separación previa, y las rentas que le fueron libremente dispensadas, no pudieron consolarla; pero no era mujer de hacer inútiles escenas. El conde le rogó abandonar Limoges, a fin de que no tuviese la tentación de volver a verlo. Clara vendió su palacete, rescindió su contrato con el teatro y partió para Niza, sin pensar regresar. Fue en una velada dada por el ingeniero jefe del departamento, donde René de Montigny fue presentado a las damas Claudel; y esa noche, el flechazo no fue una vana palabra.
  • 17. ~ 17 ~ Léonie estaba radiante en traje de noche; Germaine casi tan joven y tan bonita como su hijastra; pero René no veía más que los hermosos ojos de la señorita Claudel. Si la madre era bella, graciosa en su sonrisa de mujer, su mirada no tenía esas claridades repentinas, espontaneas, que iluminaban el rostro de la hija del general y turbaban al oficial hasta lo más profundo de su ser. No. René no había visto a Germaine. La consideró un momento; y como, un poco cansada de bailar, la dama se había retirado a descansar, mientras Léonie bailaba aún, el conde se sintió atraído hacia ella. Le pareció que ante esa joven mamá tan risueña y tan benevolente, podría atraer el goce y el amor del que su corazón desbordaba. Ambos charlaron. Era la primera vez que se veían; y. conservando siempre los modales en sociedad, se concedieron libertades de buenos amigos. –Una mamá tiene un libro oculto, - dijo Germaine, – un libro que lo dice todo… ¿Usted ama a Léonie, señor? –Sí, Señora. Y además, la Sra. Claudel, feliz de haber adivinado los sentimientos del joven, se lanzó a un elogio extraordinario de su hijastra, de su Léonie, a la que amaba como si hubiese sido su madre. Ella leyó un cuadro tan vivo de la paz y de la felicidad que reinaban en las Bastidas que el enamorado experimentó deliciosas embriagueces. En ese momento, un bailarín traía a Léonie del bazo. El oficial se levantó para abrir paso a la joven muchacha e, inclinándose, como hombre de mundo: –Si no estáis demasiado fatigada, Señorita, ¿me hacéis el honor de concederme el primer vals? La señorita Claudel aceptó, y bailaron. Había allí tal armonía de formas y de contornos, tanta gracia y viveza juvenil en esos brazos de hombre y de mujer enlazados, que un estremecimiento de admiración o de celos – nunca se saben esas cosas – corría a lo largo de la galería de las damas y de las solteronas. El capitán y Léonie se miraron a los ojos, y comprendieron que se pertenecían para siempre. Algunas semanas más tarde, la condesa Aline de Montigny se dirigía a las Bastidas, y el joven oficial acababa victoriosamente su campaña amorosa. Dieron largos paseos, bajo los bosques sombríos del parque, a través de la campiña reverdecida. A veces René y su novia veían venir a Germain junto a ellos, tierna vigilante que, lejos de importunarlos, les hacía comprender que la mamá se regocijaba de haber penetrado la primera en el secreto de los amores, de haber puesto todo en marcha para apresurar el matrimonio. Se sentaban los tres sobre los céspedes floridos del parque, enfrente a los chorros de agua que esparcían cantarines rocíos; a la Sra. Claudel le gustaba escuchar los proyectos de viajes. El capitán obtendría un permiso: la noche misma de bodas, los esposos partían para las orillas del Rhin. Luego, de regreso, se instalarían en la espléndida casa que el Sr. de Montigny acababa de alquilar en Limoges, sobre la plaza de Aisne. ¡Oh! la nueva condesa no tendría de que preocuparse, desde su llegada, pues todo estaría dispuesto: la madre del capitán respondía de todo. -–¿Y los viejos quedarán solos? – suspiraba Germaine. La Sra. Claudel pronunciaba esas palabras: los viejos, con un acento de tristeza, cuya amargura todavía no comprendía. –No, mamá, – intervenía Léonie.– Papá y tú, vendréis a Limoges; nos recibiréis en las Bastidas… Tanto aquí como allá; viviremos siempre juntos, ¿no es así, René?
  • 18. ~ 18 ~ –Sí, señorita Léonie, está convenido y bien convenido; y cuando mamá nos honre con su visita, lo festejaremos de todo corazón. –Con una condición, capitán. –¿Diga, Señora? –¡Que usted no me llame, suegra ni madrastra! –Mamá. –No… ni mamá… Señora Germaine… ¿No lo olvidará, Señor? –No lo olvidaré. El matrimonio iba a tener lugar. Esa mañana, como Léonie, toda alegre, atravesaba el corredor que llevaba a la cocina de las Bastidas, se cruzó con la Martrille, la vieja sirvienta de la casa. –Estás muy seria, Martrille… ¿Es qué mamá te ha regañado?... ¿Estás apenada, dime? –La vieja sacudió la cabeza. –Vamos, ¿qué te corre por la cabeza? –Bien, es cierto, señorita… Es la idea de que vais a abandonarnos, me siento muy mal… ¡me da miedo! –Querida Martrille… –¡No pienso en mí, vaya! Para los cuatro días que me quedan, el tiempo pasará siempre bastante bien. Es vuestra felicidad, la de nuestra señorita, la que me intriga… Cuando estéis allá, ¿cómo marcharán las cosas?... Vuestra mamá… –¡Mamá es muy buena, tú lo sabes bien! –¡Oh! no me quejo… Pero la señora no le gusta ocuparse del trajín… ¿Vendréis a menudo, dígame señorita? –Sí… sí… tu estarás contenta de mí, mi buena Martrille; te daré una hermosa librea, el día de la boda. –Unos baratijas para la vieja, eso no la embellecerá…. Cuando mismo lo agradezco, pues os considero como si fueseis mi hija… Perdón, señorita… él parece un hombre decente, vuestro galán; rogaré al buen Dios, la Virgen y todos los santos del Paraíso para que vuestro marido, os dé toda la felicidad que merecéis. La vieja decía eso, con la cabeza tapada por un pañuelo de color, los ojos enrojecidos, el rostro apergaminado, el cuerpo tembloroso bajo un vestido de lustrina pasado de moda. La Martrille no vivía mas que para sus amos. Pertenecía a la familia Claudel desde hacía más de cincuenta años; recordaba a menudo al general y a su hija que los había hecho bailar a ambos en sus rodillas, treinta años atrás. La criada se consideraba casi como una pariente, no recibiendo paga y jurando a veces contra la Sra. Claudel, cuando se le ocurría a la dama no haber terminado su aseo, a la hora de almorzar. –Nuestra señora no tiene dos dedos de frente,– gruñía–… ¡Ah! nuestro señor haría bien en mantenerse viudo… La Sra. Germaine, no es la mujer que le hacía falta… Es la Nini quién es la mamá… Dulce santa Virgen, ¿qué será de nosotros, el día en que nuestra señorita vaya a vivir con ese pollo de Limoges?... La vieja sabía lo que decía. La Sra. Claudel era una mujer encantadora, pero una detestable ama de casa: todo su tiempo lo pasaba en medio de los vestidos, ante el espejo de su habitación, y cuando acababa de acicalarse, no se le podía preguntar nada, pues nada sabía, ni siquiera la cuenta de su ropa interior. La Señora, – se sabe – no fue educada para llevar un hogar. Su tía, la hermana de su padre, que no esperaba más que una ocasión favorable para desembarazarse de la huérfana, no se preocupaba en absoluto de Germaine. Tanto, en las Bastidas, ante la
  • 19. ~ 19 ~ obligación de arreglárselas con los criados, de dar ordenas para adquirir provisiones, ocuparse en una palabra de esos mil trabajos que ocupan la existencia de las mujeres, la Sra. Claudel se encontraba desorientada. El general sufría mucho; y hubiese sufrido más aún, si Léonie no hubiese tomado con gusto el reparar las negligencia de su madrastra, no solamente desde que la joven se había retirado de la pensión, sino incluso en la época en la que la pensionistas pasaba los jueves y domingos con su padre. El Sr. Claudel, que encontraba en su hija las cualidades de la madre muerta, no cejaba en su admiración: –Hola, mamá, – murmuraba, viendo a Léonie activa en el trabajo, mientras Gemaine dormía a pierna suelta todavía. La Sra. Claudel quiso una habitación para ella sola. Allí se notaba el carácter infantil de la joven mujer. Sobre unas estanterías de madera rosa, unos bibelots sin valor, lámparas minúsculas, servicios de muñecas, objeto de cotillón, recuerdos de bailes pasados, – flores secas, que gracias a Dios, no tenían historia; dos pequeños estribos de plata, una fusta con pomo de oro donde brillaba una esmeralda. En los cajones de una cómoda, una multitud de novelas que Germaine leía y volvía a leer, a pesar de las observaciones de su marido. Si la lectura era demasiado cautivadora, la señora olvidaba el almuerzo. El general se impacientaba. Léonie afirmaba a su padre que la mamá estaba un podo indispuesta. –¡Bah! – exclamaba el Sr. Claudel… – La verdad es que la señora ha leído algún libro malo… Esas lecturas le corroen el espíritu y el corazón…. ¿No puedes impedirle leer, Nini? Pero, comprendiendo que no correspondía a Léonie dirigir a su madrastra observaciones, el general concluía: –¡Se lo diré yo… y pronto! –¡Oh! papá… Esas mismas escenas se habían reproducido varias veces, y siempre Léonei había tratado de mitigar las violencias de su padre. ¿Qué ocurriría, cuando la encantadora hija no estuviese allí? El general hablaba en su despacho con su futuro yerno. –Sí, mi querido Señor René, no es una hija lo que os entrego, es una santa… una santa laica, por supuesto… Y, bajando la voz, el padre enternecido se puso a contar las dichas de su primer matrimonio: contó su dolor, al recuerdo de la muerta… Léonie evocaba, con su única presencia, el recuerdo de la ausente. Y a veces, creía que su Gabrielle no estaba muerta, tanto era el parecido entre la hija y la madre; los mismos gestos, la misma voz penetrante y dulce, la misma sonrisa. Él se había vuelto a casar, un viejo.. Desde luego, no lamentaba su nueva unión. La Sra. Claudel era una excelente persona, incapaz de hacer daño a alma viviente… Ella lo amaba; lo sabía… Podía confesar, al que iba a convertirse en su hijo, que él amaba a su Germaine con todas sus fuerzas. Y perdonaba todo a la joven esposa, todo, sus caprichos, sus frivolidades, sus actitudes infantiles, en razón de afectuosas ternuras, de los impulsos de amor con los que ella le deparaba, con los que lo encantaba. ¿Léonie?... ¿qué decir de Léonie?... A esta no había nada que perdonar. Germaine no era siempre seria; era él, – el hombre de sesenta años, – que no se juzgaba lo bastante grave ante su hija. En sus veleidades de cólera, Léonie lo detenía con un gesto, con una mirada. Siempre estaba allí, con sus pequeños cuidados; y luego tenía un alma valiente, un coraje a toda prueba. Cuando el doctor Adrien Delmas estaba obligado a hacer la cura de la yaga de la herida infernal que no curaba, Germaine trataba de ser valiente, de preparar las vendas, pero su fragilidad de mujer era superior a ella. La vista de la sangre
  • 20. ~ 20 ~ la espantaba. Solo Léonie quedaba junto al herido, mordiendo los labios para no llorar, tranquila como el mismísimo cirujano. Tras haber hablado mucho tiempo, el general tomó las manos del capitán entre las suyas y, atrayendo al joven contra su pecho: –Os entrego a mi hija, Montigny… ¡Es un tesoro, capitán!
  • 21. ~ 21 ~ III A partir de la noche en la que los jóvenes esposos, completamente enamorados, partieron para Alemania, el aislamiento pesó sobre Germaine. Léonie, esa compañera que casi era una hermana para ella, le faltaba a la joven mujer. Durante las largas veladas del mes de agosto, el doctor Adrien Delmas acudió muy a menudo a las Bastidas. Se instalaba en una mesa de la terraza, y los dos ancianos bebían cerveza de Saint-Yrieix, jugando a las cartas. Unas partidas interesantes, pero solo para los jugadores. Ese gran diablo de cirujano era de una habilidad realmente notable; en un abrir y cerrar de ojos, contaba su juego y el de su adversario. El general Philippe, casi siempre derrotado a las cartas, se vengaba con el ajedrez o las damas. Sentado sobre un gran sofá de madera de castaño, la Sra. Claudel, en vestido lila, con los hombros protegidos por un pequeño chal rojo, miraba a los dos viejos. Jacques, el ordenanza, un hombre ventrudo, de bigotes abundantes, – servía la cerveza o se iba a la cocina a buscar alguna brasa destinada a encender las pipas de los caballeros. Por ello, se producían violentas discusiones entre el criado y la Martrille, al pretender esta última que no estaba bien hacer peligrar el fuego donde se calentaba la marmita para el baño de los pies de la señora. Los fumadores eran compulsivos. A veces, ocurría que algún campesino de los alrededores enviaba a buscar al doctor. Entonces, la partida amenazaba con cesar bruscamente. Pero Germaine, deseosa de procurar distracciones a su marido, se ofrecía ella misma; y tomando las cartas del médico, se libraba a una derrota de quintas y de catorce, y a una serie interminable de revanchas, aunque el juego la aburriese profundamente. Tal era la vida ordinaria de los habitantes de las Bastidas, en las tardes estivales, mientras el cielo se iluminaba de estrellas, mientras que hacia el poniente, sobre el horizonte ensangrentado por los últimos besos del sol, se extendían velas de un rojo sombrío, agujeradas aquí y allá por fuegos de aurora boreal, – profecías de batallas próximas, decían los campesinos. De pie, sobre la terraza, admirando la naturaleza reposando tras la labor, Germaine lamentaba su inanición, la desesperante monotonía del hogar, lamentaba su descanso, un descanso llegado demasiado pronto. El pensamiento de la mujer se transportó hacia los viajeros amados. Una noche que no dormía, dulces visiones blancas pasaron ante sus ojos. Invadida por un sentimiento de amor, escuchó unos ruidos de besos, un frufrú lejano acariciador y voluptuoso. ¡Qué bellos eran esos queridos niños!... Ella, aún, inocente y llena de gracia; él, respetuoso del pudor asustadizo que iba a conquistar al final. Y ella los amaba a ambos con un amor parecido, feliz de su dicha, gozando de su cielo de paz y de amor. Sin que ella lo desease, sin embargo, una mala idea penetró en el corazón de la joven mujer y quemándolo. ¿Una idea de celos?... ¡Oh! no, ella era incapaz, la dulce criatura… ¿Por qué entonces estaba preocupada? El cuadro alegre había desaparecido, La señora no pensaba ya en los celos; por primera vez en su vida, pensaba seriamente en ello. Su marido era un viejo, y ella consideraba tristemente los seis años pasados, su juventud casi muerta; no había conocido las tiernas expansiones del joven esposo con la joven esposa; y, recordando a los recién casados, muy a su pesar, la comparación se encarnizaba con ella. Pero expulsó todas esas ideas; su honestidad de esposa se rebeló; sus sentidos se apaciguaron.
  • 22. ~ 22 ~ Por lo demás, el general sufría mucho menos de su herida. Germaine comprendió que tenía el deber de reemplazar, junto al padre, a la hija ausente, de colmar su vida, tal como ella lo había aceptado libremente el día de su matrimonio. Muy dulcemente, se operó una metamorfosis en el carácter de la Sra. Claudel, que se convirtió un una mujer afectuosa – otra Léonie, afirmaba el general. La Señora no veía ya el rostro arrugado del viejo; no se quejaba más por ese cuerpo golpeado por la inclemencia de la edad, de esa ruda musculatura rebelada contra el inevitable envejecer. Y cuando estaban solos en el parque de las Bastidas y loas grandes sombres de la tarde los envolvían a ambos, dejando en las tinieblas las arrugas del viejo, Germaine, con su risa de niña, que estallaba como una canción, se colgaba al cuello de su marido: –¡Te amo mucho, Philippe! El Sr Claudel agradecía a su joven esposa y, atrayéndola hacia él: –Germaine, se sincera… ¿Nunca te has arrepentido, joven y bonita, de ser la mujer de un pobre minusválido? –¡No, no, amigo mío! –Pero mira mis arrugas, mis cabellos completamente blancos… Escucha esta voz temblorosa y cascada… –Yo no veo más que el brillo de tus ojos… Te amo, Philippe… ¡mi gran Phillippe! –¡Oh, mi querida esposa! El general, loco de dicha, cubría de caricias la encantadora cabeza; se embriagaba con ese olor de flor y de mujer. En un impulso de pasión, recuperaba su juventud: besaba los rubios cabellos y los bellos ojos de Germaine, no ya con ternuras de padre, sino con los santos furores de un esposo enamorado y radiante. Tras su viaje de bodas, el Sr. y la Sra. de Montigny, tomaron posesión de la casa que el joven conde había habilitado sobre la plaza de Aisne. Las cuatro ventanas del primer piso abrían sobre el Palacio de Justicia, y del balcón en hierro forjado, se percibía el bulevar de la Poste-aux-Chevaux, ruidoso con el estrépito de los pesados camiones acarreando las porcelanas de las manufacturas. La plaza de Aisne es uno de los rincones más vivos de Limoges. Domina la ciudad, y los caminos que conducen allí parecen calvarios o a pendientes de cura. Aquí, la calle Monte-á-Regret, así llamada en recuerdo de las ejecuciones capitales; la calle de la Clautre, próxima al mercado Dupuytren; más arriba, la calle de las Clairettes, donde se encuentra todavía la pensión de las damas Herbert, el antiguo pensionado de Léonie. La noche del 15 de agosto de 1865, poco faltó para que el colosal incendio de Limoges, no abrazase toda esa parte de la ciudad y que tan solo una llama no prendiese todas las construcciones de madera situadas en la vecindad. Esa noche, los habitantes de la ciudad dieron un admirable ejemplo de solidaridad y de valor. No por ello el incendio dejó de causar grandes ruinas y grandes duelos. De una desgracia se extrajo algo bueno. Hoy, unas casas elegantes reemplazan las barracas del barrio. Solo, la calle de los carniceros ha conservado su fisonomía de tiempos pretéritos; y cuando se celebra la fiesta de la Ascensión, desde la callejuela negra y ensangrentada de adelantan unos hombres vestidos con trajes plateados, llevando espada y sombrero. Maestros y aprendices abandonan por un día el delantal blanco y el cuchillo, y se pasean con gran pompa. El clérigo los precede, yendo a su cabeza el obispo de la diócesis. Suenan las fanfarrias. Por la noche, un banquete muestra reunidos a los señores carniceros; el prefecto, el general, el obispo, el alcalde toman parte en esos ágapes. Se pronuncian brindis en
  • 23. ~ 23 ~ honor a los que una antigua tradición concede la custodia de las llaves de la ciudad. Se bebe en firme entre soldados y civiles… La guarnición de Limoges comprende un regimiento de dragones, dos escuadrones de coraceros, un regimiento de zapadores a caballo y dos regimientos de infantería. El ejército es querido y respetado. No siempre ha sido así. En una época ya lejana, una disputa a raíz de una representación teatral, desembocó en una serie de duelos entre oficiales y jóvenes del pueblo. Hubo heridos y muertos. Pero el incidente está olvidado; y, si en el mes de octubre de 1880, un civil provocó e hirió gravemente a un oficial de infantería, el motivo del enfrentamiento había sido estrictamente personal, independientemente de la odiosa rivalidad que existía antes entre los chalecos y los pantalones rojos. El círculo de oficiales está situado en la calle Darnet, a algunos cientos de metros de la casa ocupada por el Sr. y la Sra. de Montigny. El capitán va a estrechar las manos de sus camaradas, pero no tarda en regresar. René ama a su esposa; y como los ejercicios, las maniobras militares absorben gran parte de las horas del día, el joven oficial dedica todas sus veladas a su querida Léonie. Fue la condesa Aline quién, durante la ausencia de los recién casados, se ocupó del mantenimiento de la casa. La madre de René ya es sesentona. La amable dama da a todos un ejemplo de actividad. Su rostro, enmarcado por unos papillotes blancos, emana dulzura; su pequeña nariz se dilata al unísono de sus impresiones; y cuando eleva sus gafas de oro y sus bondadosos ojos de vieja se fijan sobre su hijo, se comprende que el hijo adore a su madre y que la nuera pronto amará también a la mamá. Pero lo señora tiene sus costumbres. Ahora que su tarea está casi terminada, como los criados ya están a las órdenes de su joven ama, como la casa de la plaza de Aisne puede recibir a sus propietarios, la condesa Aline quiere despedirse y regresar a su castillo. –¡Partiréis mañana, señora… no esta noche¡ – murmura Léonie. –Mañana… siempre mañana… –¿Os aburrís con nosotros? –No, hija mía… ¿Cómo podría aburrirme con mis hijos, contigo, mi encantadora hija?... Sin embargo, piensa que mi casa está abandonada. –¿Por qué no os quedáis definitivamente en Limoges? –Léonie, tu propuesta parte de un buen corazón, pero es peligrosa… ¿Quieres ser siempre amiga de tu suegra? Pues bien, déjala marchar… La mamá te vendrá a visitar a menudo; te recibiré en el castillo… No insistas… ¡No quiero discutir con mis hijos! La condesa Aline partió. René y su esposa quedaron solos. Jamás pareja alguna estuvo tan tiernamente unida; jamás dos seres no se confundieron mejor en un mismo pensamiento y en un mismo amor. El general y Germaine se mantenían en contacto. Se reunían los cuatro, bien en Limoges, bien en Las Bastidas. Germaine estaba alegre, vivaracha. Jugaba con su yerno, como si René fuese su hermano, divirtiéndose en hacer diabluras al oficial. La frivolidad de ese temperamento de mujer iba a más, y nadie le hacía sombra. –Señor René – dijo ella una noche –¿Me invita a bailar? Léonie se puso al piano. El capitán ofreció la mano a Germaine, y la suegra bailó; bailó hasta perder el aliento. –¿Vas a ponerte mala? – dijo el general. La Sra. Claudel no oía nada. El ritmo la arrastraba. Por fin, se sentó. Luego quiso que Léonie bailase a su vez con René.
  • 24. ~ 24 ~ Pero sus fantasías de niña grande se apaciguaban bruscamente. La joven mujer acababa al lado de su marido, y lo besaba en las mejillas: –¡Philippe, dirás que no soy seria! –Yo no diré nunca eso, Germaine… Diviértete, baila, ríe, es cosa de tu edad, no de la mía!... ¿Quién es el moralista imbécil que afirmaba que la risa que aflora demasiado a menudo en los labios de una mujer, indica un vacío en el espíritu?... No creas en ese filósofo de pacotilla… ¡La risa de la mujer ha sido inventada para encantar a los hombres! –Eres el mejor de los esposos. –Y tú, Germaine, la más amable de las generalas de Francia.
  • 25. ~ 25 ~ IV El antiguo cirujano mayor Adrien Delmas era un hombre de una inteligencia realmente superior. Ese duro rostro de yanqui no gustaba a todo el mundo; esa voz metálica y vibrante, esos gestos secos y a veces violentos del amigo del general Claudel habrían bastado para alejar a la clientela, si el doctor hubiese deseado crearse una clientela. El Dr. Delmas no tenía ni la corrección severa y un poco altiva del médico parisino, ni la familiaridad bonachona del Esculapio de provincias. Al verlo vestido con una larga levita sobre la que, a veces, olvidaba colocar la roseta, un chaleco naranja del que colgaban unas raras cadenas, especialmente una uña de chacal engastada en un lingote de platino; al ver su sombrero de fieltro de vuelo amplio, un sombrero puntiagudo en la parte superior, cubriendo una cabeza huesuda, arrojando sombras sobre un rostro casi triangular y afligido por una sonrisa sufriente; observando su forma de caminar, su gran cuerpo delgado golpeado por la brisa, sus brazos de longitud asombrosa, se hubiese dicho que era un alquimista de la Edad Media, un Fausto ante la aparición de Mefisto, un doctor Milagro, en definitiva un ser pasado de moda, extraño para la sociedad contemporánea. Uno se lo imaginaba en un laboratorio, teniendo frente a él el lagarto disecado y el sapo de ojos glaucos, símbolo de la ciencia diabólica; se le veía sentado sobre un sillón del siglo XVI, en medio de los viejos libros y manuscritos, de los alambiques, de las probetas y los matraces repletos de licores infames, desinteresado de la vida cruelmente banal de sus amigos de las Bastidas. Nada de ello era así. El Sr. Delmas gozaba de un excelente corazón y una profunda erudición. Aunque habituado a cortar las carnes, a amputar los miembros, a chapotear en la sangre, había conservado del recuerdo de los campos de batalla una impasibilidad casi salvaje ante los dolores físicos de los heridos, hoy, los sufrimientos morales de sus amigos e incluso los de los extraños encontraban un eco doloroso en lo profundo de su corazón. –El mal está aquí, – decía, tocándose su frente…– Está ahí para todo el mundo… Lo demás no cuenta. ¡Y sin embargo, es lo demás lo que manda! Se le sorprendía derramando lágrimas al saber que una madre acababa de perder a su hijo, o que un hombre honrado había sido engañado por su esposa. No creía ni en Dios ni en el diablo; no se rebelaba contra el destino, afirmando que todo, en el orden de las cosas, se rigen por las leyes inmutables de la Compensación y la Armonía; que la auténtica fuerza consiste en cuidarse a sí mismo, a ser el guardián vigilante de su voluntad, sobre todo a no hacer nada para apresurar los ardides de la naturaleza. Es por lo que Delmas había enfadado tanto al general Claudel, cuando su viejo amigo pensó por primera vez en volverse a casar. Veía ese matrimonio con terror; un viejo minusválido casándose con una mujer llena de juventud y salud, incapaz de dar a su compañera los goces con los que sueña toda mujer. Para él, filósofo, ese matrimonio era una flagrante violación de la ley natural de atracción, que quiere, que exige que los seres que se van a unir puedan amarse. Una vez que el matrimonio se celebró, el viejo doctor tuvo una gran pena; pero le pareció que un nuevo deber se imponía en su conciencia. Quería al Sr. Claudel; lo respetaba, lo veneraba. Se propuso la tarea de vigilar a la joven esposa, de protegerla contra sí misma, contra las tentaciones plantadas sobre su camino, y mitigar la tormenta que, solo él, oía aproximarse. Sin familia, aislado en su ciudad natal que había abandonado para mudarse a Paris y correr a continuación de guarnición en guarnición, el antiguo cirujano vivía en Limoges, tranquilamente. Su retiro, su cruz de oficial de la Legión de honor y algunas rentas mínimas bastaban para asegurarle el pan cotidiano; no pedía más. Desde hacía una de-
  • 26. ~ 26 ~ cena de años, ocupaba un pequeño apartamento en el primer piso de una de las casas que bordean la avenida de la estación, cerca del campo de maniobras. Un criado, llamado Anatole, le servía, acumulando los empleos de ayudante de cámara y cocinero. El interior del domicilio del cirujano soltero era más que austero; una cama de hierro, una biblioteca de madera negra repleta de libros de medicina, un salón de burgués con muebles en palisandro, unas sillas; sobre una cómoda de mármol, unos instrumentos quirúrgicos; un comedor también muy burgués y un pequeño laboratorio con tragaluces rojos. Eso era todo. Anatole era muy fiel a su amo, que dejaba en sus manos la dirección general de la casa. Por las mañana, el viejo doctor almorzaba una chuletilla, leyendo su periódico; por la tarde iba a cenar a cualquier lugar, en el primer restaurante que encontraba en su camino, deseoso de no crearse hábitos. Los vecinos lo consideraban un viejo original, un maníaco, – él, que jamás había tenido nunca la más mínima manía. A menudo el doctor se dirigía a las Bastidas y aceptar, a su manera, una hospitalidad cordialmente ofrecida. El Sr. Delmas no ejercía la medicina excepto para los pobres del barrio; pero cuando sus colegas lo llamaban para consulta, no se hacía de rogar. La habilidad del galeno era reconocida por todos, y desde que el mayor se encontraba retirado en Limoges se le podía encontrar de vez en cuando en la cabecera de los heridos del hospital militar. Germaine y Léonie tenían un gran respeto y una auténtica amistad por el camarada del general. Léonie, ya desde muy pequeña, le llamaba el mayor Corta-Todo, a cusa de algunas historias de la guerra contadas, en esta ocasión, por el propio Sr. Claudel. En cuanto a Germaine, afirmaba que el médico era su confesor, un brujo más exactamente, pues ese diablo de hombre leía en el fondo de las almas. No es que fuese indiscreto: el Sr. Delmas no abusaba nunca de una confidencia y, casi siempre, conservaba para sí las observaciones de su singular penetración. –Vamos doctor, sea franco, – decía la Sra. Claudel, – vuestra mirada un poco fría me delata que soy coqueta, despreocupada y ligera para ser una suegra… ¿No es cierto?... ¡No mintáis! Y luego, tomándole las manos, riendo con su risa de mujer decente, levantando la cabeza: –Es para Philippe, para quien me pongo guapa… ¿Me equivoco? –No, señora, no. –Entonces hágame un cumplido… ¿Qué decís de este vestido gris perla? –Estáis encantadora. Tras su matrimonio, la Srta. Claudel, que permanecía mucho junto a su padre, manifestó el deseo de tener una casa común. El general y su madrastra podían perfectamente alojarse, durante el invierno, en Limoges: el palacete de la plaza de Aisne era lo bastante grande para recibirlos. En el verano regresarían a las Bastidas. Germaine se sumó a la propuesta de Léonie; el capitán estaba encantado y el general se defendía blandamente, cuando el Sr. Delmas tomó la palabra: –¡Si queréis estar reñidos antes de un año, – dijo – decidid vivir juntos! –¡Oh! doctor – replicó Germaine, – no seáis aguafiestas… ¿Acaso soy una suegra tan desagradable que no se pueda vivir en mi compañía? –Adrien, tienes razón – concluyó el general… – ¡Cada uno para sí, y tu amistad para todos! –Gracias. –¿Cómo eres tú quien nos lo agradeces?
  • 27. ~ 27 ~ –Caramba… Porque tengo la satisfacción de haceros un favor. El Sr. Adrien Delmas no había tenido juventud, ni serias relaciones. Tras una vida dura, experimentaba la necesidad de dar a alguien el tesoro de afecto que había en él; su elección cayó sobre el general Claudel. Esa fue la razón por la que sus palabras vibraban con tanta fuerza el día en el que contó la historia de las Banderas a Léonie, no ignorando que Germaine se ocultaba para escucharle. Lo que quería, es esa solemne hora, era impactar la imaginación de la joven esposa, para que Germaine se acordase eternamente de la gloria que se proyectaba sobre ella; para que sus comparaciones de mujer, – sí, por desgracia, llegaba a tener oportunidad de comparar, – se detuviesen siempre ante el inmenso orgullo de la esposa. A fin de asegurar la dicha del hombre al que consideraba, con toda justicia, como el héroe santificado de la Patria en duelo, todo fue pesado y juzgado en el espíritu matemáticamente exactos del viejo cirujano. Si protestó contra el deseo expresado por la Srta. Claudel, fue porque temía, no disputas, sino algo más grave. Se decía que la presencia demasiado asidua y familiar de un joven hombre y una joven mujer, extraños el uno al otro, viviendo la misma vida, encontrándose en una constante intimidad, podía despertar ideas malsanas. Pero todos los temores del Sr. Delmas se disiparon como por encanto. ¿De qué se preocupaba ese cortador de carnes?... Su amistad sospechosa era un insulto, su vigilancia una indignidad. –¡A tus bisturís! ¡A tus escalpelos! Vieja bruja, – se decía a sí mismo… – ¡A la puñeta la fisiología!... ¿Las leyes de atracción?... ¿La debilidad de las mujeres?... ¿El atrevimiento de los hombres?... ¿La influencia del medio?... Falacias, nada más que falacias! El honor de una mujer basta para preservarla de las tentaciones; ¡todo está en la voluntad! Era una risa buena y franca la que estallaba en las entrevistas de René y de su suegra. Ambos eran niños, exuberantes de alegría, incapaces de actuar mal e incluso de pensar mal. ¿Por qué se estremecía siempre ese infernal doctor, cuando los demás, la condesa Aline, el general, la propia Léonie, se regocijaban con esa tempestad de alegría desencadenada por los dos seres amados? Eran adorables en sus zalamerías a todas horas. –Venid, Señor René, tengo una gran confidencia que haceros – suspiraba Germaine. –Señora Germaine, aquí estoy. Parecían levantar montañas de secretos… ¿De qué hablaban, en definitiva?... Historias de fiestas parisinas… El gran mal, sin duda… Hablaban de caballos, de cacerías, de teatros, modas; tomaban un juego de naipes e intentaban solitarios, o corrían por el parque uno tras otro… Una tarde, el capitán de Montigny había compuesto un acróstico con el título de Germaine; Germaine, exclamó, sin enrojecer, que el Sr. René era un halagador; en otra ocasión, habían discutido con motivo de una fecha histórica, y la suegra había dicho al marido de su hijastra: «Deme un beso; hagamos las paces.» La Sra. Claudel se había divertido, durante un paseo, en poner sus manos en venda sobre los ojos del marido de Léonie: –¿Quién soy? ¡Adivine!...–había preguntado… – el oficial adivinó… ¿Y luego qué?... ¡Ah!... La pasada mañana, en el almuerzo, la Sra. Claudel se inclinó del lado del Sr. de Montigny cuando el oficial sacaba su pañuelo del bolsillo. El pañuelo, impregnado de un perfume de violetas, olía bien: Germaine respiró el perfume del pañuelo… Nada… nada más… Todas esas demostraciones afectuosas parecían tan infantiles y tan cordiales que Léonie decía al general: – «Papá, ¡mira a nuestros bebés!» La condesa Aline reía; el general reía; Léonie reía; y él, el viejo cirujano, el hacedor de cadáveres mutilados, permanecía sombrío, muy sombrío. Decididamente, ese
  • 28. ~ 28 ~ doctor Delmas, con sus teorías y sus observaciones fisiológicas, era uno de esos corrompidos de los hospitales y los cuarteles que ven el mal por todas partes, una de esos viejos tontos sin familia, sin amistad, que no saben nada de la vida – y la deshonran.
  • 29. ~ 29 ~ V El final de diciembre llegaba, y el general Philippe Claudel estaba muy alegre con la idea de que, dentro de tres meses sería abuelo. Ni una nube había turbado la dicha de los jóvenes esposos. El capitán de Montigny estaba orgulloso de la belleza de su mujer; estaba orgulloso de la gloria de su suegro. Y a menudo, los domingos llenos de sol donde toda la ciudad de Limoges se pasea por las avenidas del Champ-de-Juillet a la hora de la banda de música y de los vestidos de estreno, se veía pasar a un oficial dando el brazo a su joven esposa. ¡Cómo se amaban!... Eran encantadores; ella, en su radiante vestido de seda gris perla, con su sombrero florido de rosas; él, en su uniforme azul, con sus entorchados y armadura brillante. Casi todos los días, montaban a caballo; y era una auténtica admiración para los habitantes del barrio, ver pasar a Léonie, graciosas sobre un corcel, tan sólida como un pájaro posada sobre su rama. Iban galopando por las polvorientas rutas, haciendo caracolear sus animales; y luego, en medio de los bosques que lindan con la llanura de las Bastidas, se detenían para mirarse, dejaban tomar aliento a los caballos un rato, y, a riesgo de romperse el cuello, se daban besos de amor. Un verdadera luna de miel; ni siquiera un arrebato, ni un mohín. El general y Germaine iban a Limoges, y el Sr. de Montigny alquilaba un palco en el teatro; pero si el Sr. Claudel se encontraba un poco indispuesto o deseaba pasar la velada en compañía de sus antiguos colegas de Limoges, René acompañaba solo a las damas. Y, cosa curiosa, los amigos del capitán siempre se confundían; los oficiales creían dirigir un cumplido a la esposa de su camarada, pero era a Germaine con quién hablaban. La Sra. Claudel reía mucho con esas confusiones; Léonie no estaba en absoluto molesta. Realmente, la esposa del general parecía más joven que su hijastra. Una era rubia, despreocupada; la otra, morena, no viviendo más que de su amor, casi indiferente a las charlatanerías mundanas. Germaine, esposa de un viejo, ignoraba aún los misterios que el amor de los hombres jóvenes desvela a las mujeres. Esta bonita flor esperaba en la sombra, y sin saberlo, al vivificante rocío. La suegra era parecida a una llama incierta y temblorosa que, por la mañana, busca su color, pasando del rosa al azul, del azul al blanco y al rojo, viendo venir el sol que va a pedir a la aurora que elija por fin su color; Léonie ya había hecho su elección. Su color no estaba animado de fulgurantes brillos; la joven esposa no quería ni dar que hablar, ni una vida de apariencias. Se decía que la auténtica dicha no tiene necesidad de ser vivida para los demás. Pero cuando los primeros estigmas del embarazo marcaron la frente de la Sra. de Montigny, y la Sra. Claudel quedó con la frescura de su juventud y toda la elegancia de su porte, fue Léonie quién pareció ser la madre de Germaine. Bajo las órdenes del doctor Delmas, la hija del general había debido renunciar a los ejercicios de equitación e incluso a los largos paseos a pie. ¿Hacía falta que por eso Germaine tuviese que renunciar a sus fantasías?... La joven condesa no lo deseaba en absoluto; incluso insistía para que, bien en Limoges, bien en las Bastidas, el capitán René fuese el compañero de ruta de la intrépida amazona. Si el general regañaba un poco a su mujer, declarando que la Sra. Claudel tenía el deber de ocuparse más activamente de la casa, Léonie intervenía, como antaño: –Déjales ir, papá… Hoy no me siento cansada… Voy a ordenar un poco… ¿Qué digo?... ¡Todo está en orden!... Y, mientras los jinetes seguían los caminos soleados, Léonie iba a dar una vuelta por la casa; penosamente, subía a las habitaciones, sacando el polvo por aquí, por allá, dando cuerda a un péndulo olvidado, devolviendo al vestidor un vestido o una capa col-
  • 30. ~ 30 ~ gadas en los manubrios de una ventana, ordenando los cajones de la ropa, dando en definitiva ese toque de ama de casa que, solo, las mujeres de verdad poseen. Luego, bajaba; y, si el doctor Delmas no estaba allí, proponía a su padre una partida de dominó o un cinquillo a las cartas. Durante un paseo, la Sra. Claudel y el joven oficial hablaron de mil cosas. –Yo,– dio Germaine, – no me divierto en ninguna parte; la provincia me enerva; si el general me escuchase, iríamos a vivir a París. – Este invierno habrá bonitos bailes en Limoges, – declaró el Sr. de Montigny. – ¡Oh! los bailes… ¿Creéis que podría asistir sin Léonie? – ¿Por qué no? – Es cierto; tenéis razón. –Señora Germaine, me olvidaba avisaros… El nuevo prefecto da una gran velada, un gran baile, el día treinta… Faltan quince días… –¡Quince días!... ¡Oh! se ve bien, Sr. René, que ignoráis completamente los terribles rumores a los que estamos expuestas las mujeres… A Léonie no le gusta ese ambiente. Yo no podría ir sola a casa del prefecto… Tomaremos nuestra revancha cuando seais papá y yo abuela. Tras un tiempo de galope, la conversación recayó sobre un nuevo tema: –¿No es cierto, capitán, – exclamó la Sra. Claudel, – que la gloria de las armas vale un título nobiliario?... Cuando me casé con el general, no vi ni sus arrugas, ni su edad… ni sus minusvalías, ni su fortuna; no vi más que su renombre, y soy feliz! –¿Sois… feliz? –Sí. ¿Por qué no habría de serlo?... ¿Qué me falta?... Veis perfectamente que no necesito nada. –Es cierto… Mi pregunta era absurda… Perdón… –Pero he aquí el sol que baja… Estarán preocupados por nosotros… Vamos, capitán, ¡al galope! Las ideas de la Sra. Claudel cambiaban bruscamente. Esa misma noche, la joven mujer se acercó a su marido. –Philippe, el Sr. René acaba de decirme que, mañana, recibiremos una invitación para el gran baile de la prefectura. –¿Y? –Me gustaría ir al baile. El Sr. Claudel tuvo un gesto de impaciencia. –Sabes bien, Germaine, que las veladas te fatigan. Y suavemente: –Bueno, decidid… –¿Léonie, que dices tú? –¿Sobre qué, mamá?... –Si estoy equivocada en que me guste bailar, Nini. –No, mamá… Irás al baile con papá y con René… y si al día siguiente tienes migrañas, no llamaremos a nadie. Yo te cuidaré. Conmovida por tanta bondad, Germaine tomó a su hijastra entre sus brazos y la estrechó apasionadamente contra su corazón: –¡Oh, querida! La noche del gran baile dado por el prefecto, la condesa Aline, el general y su esposa cenaron en Limoges. La Sra. Claudel y la Sra. de Montigny dejaban la mesa, dirigiéndose hacia la habitación donde el vestido de baile de Germaine se extendía sobre una de las camas de la alcoba.
  • 31. ~ 31 ~ Por lo común, cuando la Sra. Claudel pasaba algunos días en la ciudad, ocupaba un apartamento que le había sido reservado; pero esa noche, como era tarde, el tiempo estaba frío y el fuego se encontraba encendido en la habitación de Léonie, la mujer aceptó la hospitalidad de su hijastra. Léonie se había retirado. Cécile, – la criada de las Bastidas, – una niña de quince años, que prometía ser bonita, ayudaba a vestir a du ama. Germaine se dejaba vestir, con unas indolencias de criolla. Sentada sobre un canapé, mientras la chiquilla iba y venía, trayendo las faldas de una blancura resplandeciente, dispensando fragancias sobre los brazos y el pecho de su dama, poniendo a calentar ante la chimenea las largas medias de seda para facilitar el deslizamiento por los pies y las admirables piernas moldeadas, Germaine soñaba. Su mirada se paseaba a lo largo de la habitación, desde las colgaduras bordadas hasta las armas de los Montigny, viejos recuerdos de la noble familia, esmaltes antiguos, camafeos de oro, encantadores retratos de mujeres empolvadas… Habiéndose levantado, miró todo, escudriñó todo, invadida por una curiosidad cada vez más intensa, curiosidad infantil, nada más. –¿Puedo entrar, mamá? –Claro, adorada mía. –Papá se impacienta. –No es culpa mía… Cécile es de una lentitud… –Señora… –No responda, señorita… ¿Dónde está mi abrigo para la salida del baile?... Vamos, ¿no encuentras mi abrigo?... Aquí está el pequeño broche; ¡abotona mis guantes! La Sra. Claudel estaba más fresca, más bonita que nunca, con su vestido de terciopelo azul y su diadema de piedras preciosas que, entre dos rosas, brillaba en sus cabellos rubios; los diamantes sin aro que colgaban de sus orejas, y más aún que todo eso, la belleza de su piel, el estallido risueño de sus dientes, su distinción natrual, sus bellos ojos, sus maneras delicadas le aseguraban un éxito aplastante. Se levantó sobre sus pequeños zapatos de satén blanco, se miró en el espejo de cuerpo entero, con un abanico en la mano. Giraba, moviéndose a pasitos cortos como una muñeca mecánica. –¿Estoy bien así, Nini? –¡Estás encantadora, encantadora, encantadora! Y un poco cansada, con los rasgos hinchados, los párpados enrojecidos, mal vestida, con un albornoz malva, calzada con unas zapatillas negras demasiado largas, los cabellos en desorden, dejándose llevar en ese abandono de sí misma, en ese aturdimiento en el que se complacen las mujeres que pronto van a ser madres, la Sra. de Montigny olvidaba sus dolores para dirigir a su suegra palabras halagadoras que esta provocaba. Las damas bajaron al salón. –Por fin… – exclamó el general. Germaine besó a su marido en la frente. –Philippe, no seas gruñón… El Sr. Claudel y su yerno encendían un último cigarrillo, antes de subir al coche. –¿Entonces, – dijo la condesa Aline, – Léonie y yo nos quedamos en casa? La Sra. Claudel se dirigió hacia su hijastra. –Cuídate bien, mi gatita. Y mientras la calesa, enganchada con dos purasangres, rodaba hacia el palacio de la Prefectura, la condesa de Montigny y su nuera se hacían confidencias, evocando el pasado, hablando del porvenir. –No siempre serás una Cenicienta, mi Léonie, – murmuraba la vieja condesa. A lo que la hija del general respondió:
  • 32. ~ 32 ~ –Mamá, no me encontraréis ridícula… A mi edad, no me gusta relacionarme en sociedad. Si René quisiera creerme, cuando tengamos un bebé, quedaríamos aquí, los dos, al lado de la chimenea, muy tranquilos… Las veladas todas son iguales, ¿verdad?... Apuestos caballeros que os hacen cumplidos si sois bonita; bellas damas que os critican, si sois fea, o bien que se celan de vos en el caso contrario; banalidades tan desagradables como un vaso de horchata para una persona a la que horrorizan las cosas dulces, ¡esas son las reuniones mundanas! –Pero estás arrojando piedras sobre el tejado de tu otra mamá… la joven… –Yo no hablaba más que de mí. –Sí, lo sé… Cada uno es feliz donde quiere. La Sra. Claudel detesta el descanso que a ti tanto te complace; ella busca el ruido, las fiestas, los cumplidos… Pero, no hablemos de ella… ¿Quieres que te sea franca, querida?... ¿Me permites un consejo? –¿Os lo ruego? –Pues bien, desde que des a luz, será necesario que te vuelvas a… no digo coqueta, pero… –¿Más a la moda? –Sí. –¿A causa de René? –Sí. –Es curioso… El doctor Delmas me decía lo mismo, ayer. –¡Ah! El Sr. Delmas… –Incluso añadía que, siendo rica, debería gastar más en mi vestimenta; que a un marido le gusta que su esposa esté presentable, que le hiciese sentirse orgulloso, y yo me decía que tenía razón. Desde el momento que pueda, seguiré los consejos de ambos, pues ya sabía perfectamente que vuestros buenos consejos, señora, me harían falta… –¿Y esa voz temblorosa?... ¿Qué te ocurre, Léonie? La condesa sollozaba. –Te he disgustado, perdón… – suspiró la condesa, muy desolada. La joven señora de Montigny enjugaba sus lágrimas. –No, pero me turba pensar que un viejo amigo de la casa y que la madre de René pongan en duda el amor de mi marido, cuando sé que René es mío, como yo soy toda suya. –Querida niña, me has entendido mal; tu sensibilidad te pierde… Tan solo te señalaba un peligro imaginario… Sécate esas lágrimas y abrázame, querida mía. Entonces, calmada, la esposa del capitán se dio cuenta de que su suegra no había tenido intención de ofenderla. La buena dama era incapaz de hacer sangrar el corazón de su nuera; su benevolente consejo no tenía nada de injurioso. Sencillamente, y sin ninguna malicia, al haber observado que incluso ante su embarazo, Léonie se abandonaba un poco, la ponía en guardia contra sí misma. La conclusión de la vieja dama fue esta: –Hija mía, a una pueden no gustarle las relaciones mundanas; pero, para ser feliz y por siempre feliz, una mujer debe llamar en su ayuda a todos los artificios de las demás mujeres, hay que sufrir, hay que llorar… Este lenguaje es duro, tal vez, pero resume la vida, querida.
  • 33. ~ 33 ~ VI La velada de la prefectura apenas comenzaba, en el momento en el que uno de los ujieres anunció: –El Señor general y la Señora Claudel. –El Señor capitán conde Montigny. El prefecto de Limoges, el Sr. Démartiel, un hombre de cuarenta años, de rostro inteligente con una bonita barba rubia, atravesó un grupo de funcionarios para acercarse al general, mientras que la esposa del prefecto, muy rodeada también, invitaba a Germaine a sentarse a su lado. La Sra. Claudel tomó asiento en un semicírculo formado en mitad del salón por una treintena de damas en vestidos de noche, jóvenes y solteras. En los tres salones contiguos, con las puertas abiertas, deslumbrantes de luz, los fracs negros y los uniformes iban y venían. La Sra. Démartiel, una morena de ojos brillantes, muy elegante en su vestido de terciopelo cereza, tenía unas palabras corteses para todas las recién llegadas. Los invitados no paraban de entrar, y la orquesta, sobre un palco flanqueado por árboles verdes y enormes macizos de rosas, preludiaba. Todas las miradas se dirigieron hacia la Sra. Claudel. La mujer del prefecto se inclinó discretamente hacia su vecina: –Vuestro vestido es maravilloso, señora generala. Pero no solo es vuestro vestido lo que se admira, es vuestra belleza y algo más. –¿Lo qué, señora?...–preguntó Germaine con una sonrisa. –¡Vuestro orgullo!... ¡Oh! ¡Tenéis motivos para estar orgullosa! –Orgullo por la gloria de mi marido, ¿no es así, Señora? –Sí, Señora generala… ¡Preguntad a esas damas! Las damas se inclinaron. El capitán de Montigny charlaba en un rincón del salón con sus colegas del regimiento, cuando el doctor Delmas le golpeó amistosamente sobre el hombro: –Hola, mi querido capitán… ¡Me gustaría decirle unas palabras? –Voy con usted, doctor… Perdón, caballeros. El antiguo cirujano y el yerno del general se dirigieron, del brazo, al lado de la sala de juego, aún desierta. Los camaradas de René, los Sres. de Lescure, Bordas y de Selves, los tres capitanes del 21 de zapadores, intercambiaban algunas palabras, dirigiendo de vez en cuando miradas a los espejos del fondo, donde se reflejaban los hombros desnudos de las mujeres. Los escotes de los corsés, la abertura en V de la espalda, – moda nueva, tanto de crítica como de entusiasmo. Bajo las enormes lámparas, iluminadas por el fuego de los diamantes, por el estallido de las flores, los cabellos morenos y rubios, las carnes blancas y rosadas parecían un mar de leche espumosa brotando de las maravillosas vestimentas, variadas y luminosas; eso es lo que pensaba el Sr. de Lescure, un fino meridional de bigote negro. Pero Bordas, espíritu bizarro, prefería la crítica a las alabanzas, y, en detrimento de las desnudeces adorables y permitidas, se regocijaba con las exageraciones de los contornos de algunas damas de Limoges, excelentes madres de familia, gruesas y tiernas mamás que no podían bailar, pero allí presentes para hacer bailar a sus hijas y para casarlas si había oportunidad. En los altos espejos, el capitán, un rubio gigante del norte, miraba curio-
  • 34. ~ 34 ~ samente los corsés floridos, los pechos desbordantes que comparaba con esos enormes patés de gelatina de color ámbar claro que se veían brillar sobre las mesas del lunch. –¡Montigny sí que tiene suerte! – dijo bruscamente Lescure. –¿Qué quieres, querido? – respondió Bordas, – cuando se tienen cien mil libras de renta y un general Claudel como suegro… –¡Y una hermosa suegra!... – interrumpió Lescure, con entusiasmo…– ¡Una hermosa suegra!... Precisamente… Allí… Frente a nosotros… ¡Mirad con disimulo, y deslumbraos! –No hables tan alto, Lescure. –A ver, amigo Bordas, ¿es bonita o no? –Sí, la señora Claudel es bonita, muy bonita… ¡Y qué nombre tan hermoso… Germaine!... ¡Pero esa mujer es sagrada! El capitán de Selves, un gran hombre moreno con binóculo, de ojos enérgicos y acariciadores, balanceó la cabeza. –¡Sí, caballeros! La generala Claudel es sagrada. El Sr. Lescure gesticulaba: –Cuando uno se llama general Philippe Claudel, – dijo, – se puede ser viejo, feo, inválido, chocho incluso, y tener la esposa más bonita que haya en el mundo. –¡Sin que militares y civiles tengan el derecho de tocar a la esposa!–afirmó Bordas. –A menos que el general no tenga un yerno, – murmuró de Selves. –¡Oh! – exclamaron los dos oficiales, invadidos por una común idea. –No lo creo, – dijo Bordas… – ¿y tú, Lescure? –Yo tampoco… ¡De Selves, eres un bromista! –Caballeros, – continuó fríamente el capitán de Selves, – si otro hombre que no fuese de Lescure me tratase de bromista, tomaría a mal el comentario; pero Lescure… –¡Venga ya!... ¡Vamos, danos pruebas!... –¿Pruebas?... No tengo… No es más que una hipótesis. –¡Ah! ¡ah! –¿Queréis, sí o no, que siga con mi relato? –Te escuchamos… Precisamente, comienza el baile… Pongámonos en fila… aquí, a la derecha… en ese ramo de flores… ¡Perfecto!... Por el lado derecho… ¡Ar!... Ahí está el pequeño Vallery bailando con la mujer del director de los… ¡Oh!...¡oh!... Siempre charlando, de Lescure arrastró a sus dos camaradas al lado del bufet. –¡De Selves tiene la palabra!... Se breve, camarada. –Caballeros, he vivido mucho más que vosotros en intimidad con Montigny; somos de la misma promoción… He cenado a menudo con la condesa Léonie… –Lo sabemos… Sabes relacionarte bien… Los oficiales llegaron ante el bufet. Comieron un sándwich y bebieron algunos sorbos de champán. De Lescure hizo chasquear su lengua. –Soy todo oídos… de Selves, un bizcocho, un caramelo. –René ha sido un niño mimado por su madre. Hasta ahora nadie se le ha resistido… Ese muchacho es de una fantasía terrible… ¿Recordáis la cena en casa Perrin donde hubo de romperse los riñones, levantando al grueso, al colosal Moullières sobre su brazo?... ¿Habéis olvidado los concursos de hípica de hace cuatro años?... ¡Un hermoso incidente en el Palacio de la Industria!... –«El lugarteniente se va a matar!... –¡No saltéis!...» El caballo de Montigny, un animal enrabietado, se encabritó… Montigny espoleó firme… ¡Hop!... Un «Hop» seco, brutal, al que sucedió un «¡Oh!» de terror; y luego, la bestia dominada por el hombre, superó el obstáculo bajo los aplausos de la multi-
  • 35. ~ 35 ~ tud… Otro en su lugar estaría muerto; Montigny se conformó con reír, recibiendo el primer premio del concurso… ¡Ah!... ¿Y la apuesta que ganó contra Forestier?... Se trataba de obtener una cita de la bella Sra. Muraud, la esposa de un propietario de Rochechouart, una joven casada apetecible como pocas; fiel, según se decía, al panoli de su marido…En ocho días, René tenía a la mujer en su casa, en su apartamento de la calle Gaignolle… Un divertido desafío y sobre todo una singular manera de verificar el hecho… –«Yo me fío de su palabra, dijo Forestier. – No, respondió René, le presentaré la prueba…» Como todos sabíamos que Montigny es un hombre incapaz de perder una mujer por vanidad, nos quedamos sorprendidos de su audacia… «¡Eh! es bien sencillo, – concluyó, – Forestier pretende que la Sra. Muraud lleva botines cobrizos, unos botines tan originales en sus dibujos grabados sobre el cuero, tan encantadores, tan extraños que solo ella tiene la coquetería de hacerlos fabricar exclusivamente para su uso. En mi casa, rogaré a la dama, oculta bajo un velo, que muestre el extremo de su pequeño pie al apostante…» Y la amante obedeció. –¿Y cuál es la conclusión de todo esto? – preguntó Lescure. –Todos esos hechos que, de entrada, parecen pueriles, tienen una importancia capital en la existencia de un individuo. El hombre que no sabe vencerse a sí mismo por cosas fútiles, que disfruta su vida, cuando el objeto de sus deseos no tiene la intensidad de una pasión o un vicio, no se detiene ante nada, si el vicio y la pasión mandan… Varias veces, en el Champ-de-Juillet, sobre la plaza de Aisne, encontré a Montigny con su suegra… En el paseo, en el teatro, aquí mismo, – voy a dar la prueba pronto,– René no quita los ojos de la Sra. Claudel… Este hombre está enamorado con locura de la suegra. ¡Si no deshonra aún a la esposa del general, la compromete! De Lescure, siempre bromista, silbó: –¡Filosofía experimental!... ¡cantinelas del cirujano Delmas!… ¡Bravísimo, signor Selvo! Bordas tomó la palabra. –Querido amigo, eres un buen observador. Ahora, recuerdo un incidente al que no concedí relevancia y que ahora juzgo muy importante tras tu revelación. Una noche, en el teatro, – se representaba… ¿qué importa?... – encontré a Montigny en el corredor; no conocía aún a su esposa y le roge que me la presentase. – «Con mucho gusto, me respondió, pero no esta noche; mi esposa no está aquí…–Yo creía haberte visto en un palco… –Con la Sra. Claudel, sí… mi suegra… La condesa está indispuesta…» –Nos despedimos; y luego, durante un entreacto, cuando yo fijaba mis gemelos sobre los palcos, percibí a nuestro camarada y lo vi que, sin dudar, y a petición de la dama, ponía en orden los cabellos un poco alborotados de la Sra. Claudel. Sí, Montigny se encontraba detrás de ella, y según una expresión trivial, pero que expresa bien mis pensamientos, él le pasaba «la mano por los cabellos.» De Lescure se alzó de hombros. –Tal vez se tratase de una familiaridad excesiva… No hay que buscarle tres pies al gato… La Sra. Claudel estaba despeinada; Montigny, sustituyendo a la dama de compañía ausente, arreglaba los cabellos… ¡Nada más natural! Pero, de regreso al salón, los tres oficiales acabaron por afirmar, de forma unánime, que el hombre que tomase a la esposa del general Claudel sería un canalla integral. La fiesta discurría. Se bailaba en los dos salones. –¡Y bien! Caballeros, – preguntó el coronel del 21º, ¿no bailan ustedes?... Vamos, échenle valor!... ¡es una velada radiante!… –Sí, mi coronel. De Lescure y Bordas se inclinaron ante dos jóvenes señoritas sentadas a la largo de la galería y se hicieron inscribir en la próxima cuadrilla. En cuanto a de Selves, inter-
  • 36. ~ 36 ~ cambió un guiño con el doctor Delmas, que se encontraba de pie, cerca del general Claudel y de René. Entre el oleaje de los bailarines, fracs negros, satenes y encajes, cintas multicolores, túnicas oscuras, chales azules, pantalones rojos, embriagada por las flores, deslumbrada por el brillo de las lámparas que ponían blancas luces sobre los alzacuellos, sobre los botones de metal, sobre las piedras preciosas de las diademas, sobre los brazaletes, sobre las carnes rosadas, Germaine bailaba con el secretario general de la prefectura. El Sr. Claudel se volvió hacia su yerno: –Germaine se va a fatigar. La Sra. Claudel pasaba junto a ellos. La bailarina había escuchado, sin duda, pues, con la cabeza, hizo un gesto para indicar que no. El Sr. Vivien, senador, presidente del consejo general, una buena figura, sin barba, un poco grueso, abrió la puerta de la sala de juegos. –¡Necesitamos un cuarto para la partida de cartas!... Ya veis, Señor prefecto, mantengo mi palabra… ayudo a hacer los honores de la casa… El Sr. Démartial se inclinó. –Gracias, mi querido senador. Si no tuviese más que a mis consejeros de prefectura y a mis subprefectos… –¿Tendríais de que quejaros? –¡Oh! sí… Esos caballeros ni siquiera bailan… El secretario general aún, pero los consejeros…. ¡Oh! ¡los consejeros! –Esos jóvenes son demasiado serios, – afirmó el senador… – En mis tiempos… pero, no nos engañemos… ¡Mirad!... ¡Toda vuestra administración ha sido concebida bajo el ejemplo de los militares! El capitán de Montigny fue a reunirse con la Sra. Claudel, en el momento en el que el secretario general acompañaba a su pareja. De Selves tocó el codo del Sr. Delmas. –¿Lo habéis confesado, doctor? –Sí y no. –¿Su dictamen? –Es necesario que René solicite una permuta. –¿Y si se niega? –¿Si se niega?... ¡Ocurrirá una gran desgracia! –Será difícil hacerle entrar en razón… ¿Cuál es el medio? –Le diré que el clima de Limoges mata a su esposa. –¿Se lo habéis comenzado a decir? –Lo llevé aparte para eso, pero el va y viene nos ha interrumpido… Mañana le hablaré seriamente… –Doctor, si René ama a la Sra. Claudel, se las arreglará para que el general y su esposa le sigan a su nuevo destino. –Esto temo. –¿Entonces, qué? –Sr. de Selves, usted es el camarada de Montigny, verdad? ¿su mejor camarada? –Sí, doctor… Como él, adoro el placer, me gustan las fiestas; trabajo mucho también… pero, desde que la misma idea nos ha acosado a los dos, ya no pienso más en el placer, ni siquiera en el trabajo; me parece que tengo el deber de vigilar con vos a Montigny e impedir a este hombre terrible que cometa una infamia… El desgraciado no es capaz de disimularlo, y todo el mundo ve y comprende lo que intenta… Antes aún, mis colegas Bordas y Lescure observaban sus idas y venidas… –¿Y se reían de ello?
  • 37. ~ 37 ~ –¡No, Señor!... Perdón, doctor… –Sin embrago, el Sr. de Lescure?... –Lescure es un buen muchacho que no ve mala intención en nada. El viejo cirujano estrechó vigorosamente la mano del capitán de Selves. –¡Ambos salvaremos a Montigny! Durante la velada, el capitán René dio nuevas pruebas de su pasión: ¡no quería amar y amaba! Amaba a Germaine con toda la violencia de su temperamento, con todo el calor de su exuberante juventud. Fue en vano que tratase de luchar contra sí mismo, imaginaba el horror de su amor, exageraba el pensamiento odioso, hacía un incesto de lo que no era un incesto; en vano, en su cerebro oscurecido, brillaba la gloriosa imagen de aquél al que llamaba padre. Cansado y desolado hasta lo más profundo de su ser, volvió a ver a su dulce compañera, que pronto sería madre… No pensaba más que en Germaine, celoso de los hombres con los que ella bailaba; la vigilaba como si hubiese sido suya; giraba la cabeza para no verla más y corría a ella. El Sr. de Montigny se mantenía detrás del sillón de la Sra. Claudel. –¿Estoy muy sofocada, Señor René? –Sí… No… Ella prorrumpía en carcajadas. –Esa no es una respuestas… ¿Pero, que le ocurre, amigo mío?... Pareciese que tiembla… ¿Se encuentra mal?... ¿Dónde está el general?... ¡Ah! juega… Dígame, ¿por qué no baila usted?... ¿Desea que regresemos?... Son las tres, ya… Y esa pobre Léonie… Vamos, ofrézcame el brazo… René guardaba silencio, mordisqueaba su bigote, no se movía. Ella lo arrastró. –¿Está contrariado por algo? –¿Yo?... No… No del todo… Le aseguro… –Leo en sus ojos… Adivino… Ella palideció un poco, diciendo en voz baja: –¿Un duelo?... Los duelos no incumben a las mujeres, lo sé, pero una madre tiene el derecho a saberlo todo… ¿No soy su mamá?... La Sra. Claudel había dicho esas palabras con una voz tan tierna y tan dulce que el soñador salvaje se sintió desarmado. Entonces contó que el doctor Delmas, un pesimista, lo había asustado con la salud de Léonie y que tal vez, – oh! no ahora, más tarde, después del parto, – debería ir a vivir al Midi… Esa era toda la causa de su pena. La joven mujer sacudió la cabeza. –Nuestro amigo el Sr. Delmas es más cirujano que médico… Léonie está sufriendo, cosa natural en su estado… Por lo demás, si fuese necesario un viaje, usted pediría un permiso y el general y yo os acompañaríamos… Pero aquí está mi marido… Inútil alarmarlo sin razón, ¿verdad?... La Sra. Démartial insistió mucho en retener a Germaine. –Vamos, general, convenced a la Sra. Claudel para que sea la reina… no, la presidenta de nuestra fiesta. El general Philippe, que se había divertido perdiendo algunos luises con las cartas, se dirigió a su yerno: –Yo voy a regresar… Si usted quiere quedar aún, ambos, enviaré el coche. Ellos rehusaron. El Sr. Claudel hizo el último comentario: –Buena velada… ¡No se habló de política! Se organizaba el cotillón, y la orquesta vibraba todavía, mientras que, bajo la fría niebla de la madrugada, los caballos del conde de Montigny transportaban a los dos hombres y a la suegra.
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  • 39. ~ 39 ~ VII Esa mañana, – era febrero de 1883, – el capitán René leía su periódico en el comedor, y la condesa, con muchos dolores, todavía no sabía si sería lo bastante fuerte para sentarse a la mesa. El conde, de regreso de las maniobras, acababa de vestirse con una coqueta pelliza y botas de montar de fantasía con espuelas de oro. La dama de compañía vestía a la Señora. El joven oficial, que se disponía a montar a caballo tras el desayuno, miró el reloj de péndulo; a continuación, se paseó a lo largo de la estancia, muy taciturno, sonriendo con esa sonrisa malsana que revela una angustia secreta y profunda. Silbando una cancioncilla de caza, llamó bruscamente. Apareció su ordenanza. –Lucien, pregunta a la doncella si la Señora va a desayunar… ¿Qué miras?... ¡Vamos!... ¡imbécil!... Léonie entraba. –Discúlpame René… te he hecho esperar… Él balbuceó una excusa y ofreció la mano a la joven, que lo besó en la frente. –Estoy muy fea, amigo mío… Bésame de todos modos… Tu beso es como un frescor que acaricia… Se sentaron en la mesa. Ella se sentó, dando la espalda al fuego, vestida con un traje gris un poco flojo para que sus doloridos miembros se encontrasen más cómodos. Los estragos de la próxima maternidad la desfiguraban. Realmente estaba casi fea, pálida y pesada, destrozada de fatiga, con brillos sangrientos en los ojos que eran los reflejos de una vida doble, de una doble mirada, de un doble movimiento soportado y vivido por una única y valiente criatura. Animosa ante el mal, Léonie se había puesto una cinta negra en el cuello y aplicado un colorete en sus mejillas para atenuar los abotargamientos de sus carnes enrojecidas; con un amplio sayal rosa flotante, para disimular las brutales realidades de un cuerpo ultrajado – un ramo de violetas en la blusa, para expulsar el olor a fiebre. Pero, ¿qué puede hacer la coquetería, en medio del augusto recogimiento de la maternidad? Desaparecen las gracias y los encantos, el sonido argentino de la risa, el brillo de los hermosos ojos, para centrarse en el fruto de las entrañas. Pues la naturaleza tiene necesidad de retomar lo que ha dado, a fin de dar aún y siempre: es la eterna ley. La Sra. de Montigny se encontraba fatal; sus dolores se hacían insoportables; quería que René la amase aún y que encontrase en su conciencia el recuerdo de la talla esbelta, del color de los ojos, del bonito rostro, – bellezas escondidas, pero no perdidas. –¿No comes, Léonie? –No tengo hambre, René. La condesa secó con su pañuelo de batista las gruesas gotas de sudor que perlaban su rostro. –El fuego es demasiado intenso – dijo el conde. Suzanne, la criada que servía la mesa, una morena, dispuso la pantalla de la chimenea. Luego, acercándose a su ama: –Señora, no ha tomado aún nada… Si la Señora quiere le preparo una trucha. Precisamente, Chabissou, el granjero de las Bastidas, acaba de traer una cestilla de peces… Era demasiado tarde y… René la interrumpió: –Suzanne, ¡no canses a la Señora!
  • 40. ~ 40 ~ Pero como la condesa aceptaba finalmente probar el postre, el capitán se mordió los labios, avergonzado de no haber previsto los deseos de la enferma, se haberse dejado adelantar. Al retirarse la criada y tras haber servido el café, Léonie se acercó a su marido. –¿Por qué estás tan pensativo? Él sonrió. –No pienso del todo, querida amiga; ¡no imagines cosas raras! –Yo, yo pienso… Entonces se puso a contar sus alegrías y sus esperanzas. Dentro de un mes sería madre… ¡Oh! un niño… estaba segura… –Dime, amado querido, ¿cómo lo llamaremos?... ¿Philippe?... No… ¿Adivinas? –No lo sé. –¡Alexandre! Ese nombre es muy bonito… Alexandre,… ¿René? Es un bonito nombre también. –¿Qué prefieres. Philippe o Alexandre?... ¿nombres de reyes, de guerreros? Ella lo miró y, con una entonación de bebé que no sabe aún mentir, dijo: –«Sí…» muy seria, como si la cuestión hubiese sido importante, como si se tratase de decidir no solamente unos nombres, sino entre personas y amistades. Se entenderá y volveremos a encontrar ese «sí» más adelante. El Sr. de Montigny iba a partir para las Bastidas. La condesa le tomó las manos y, con un mohín que trató de ser encantador, dijo: –Ahora, René, mis recados. Dirás a papá que quiero que venga a cenar el domingo por la noche, así como a mamá… Dirás a mamá que la quiero y que le enviaré las revistas de modas por el cartero… ¡Ah! otra cosa… Subirás a nuestra habitación y me traerás un pequeño frasco de esencia de rosa… Regresarás temprano, ¿verdad?... Hasta la noche, mi René; voy a descansar un poco… no por mí… por el bebé… ¡Bésame, amigo mío! El oficial corría sobre el camino blanco helado, transportado por su purasangre, y un manto azul de Francia golpeaba los hombros del jinete. Cerca de él, su perro galopaba, jadeaba, y en torno a ellos, el viento silbaba a través de las ramas muertas de los sauces y los robles aislados, para precipitarse a continuación sobre los profundos castaños, con estridentes ruidos de metal. Al llegar a la pequeña colina de la Fayolle, René puso su animal al paso. El conde estaba muy pálido, muy triste. En varias ocasiones ya, había tratado de dar la vuelta. Se detenía, ponía una mano sobre su frente; bruscamente, daba a la espuela y continuaba el camino. El Sr. de Montigny luchaba contra una idea. Se le hubiese escuchado decir: –¡Soy un miserable! Y luego: –¡Qué ocurra lo que tenga que ocurrir!… ¡Amo a Germaine!... ¡La amo!... ¡La quiero! Desde la velada de la Prefectura, no vivía y no deseaba vivir más que para su ídolo. La veía por todas partes; la escuchaba por todas partes. El brillo de sus hermosos ojos, sus labios rojos, su esbelta cintura, todo eso lo perseguía, embriagándole. Al regresar del baile, en la habitación nupcial, donde Germaine se había vestido, mientras su esposa dormía con ese sueño que prepara la vida a un ser, René tomó asiento sobre un canapé; y allí, en medio del silencio, olvidó a su compañera dormida. ¡Ella lo irritaba!... Pensaba en la otra, en la que permanecía siempre joven y hermosa. Un trozo de cinta azul se encontraba tirada en el suelo, una cinta olvidada por Germaine; la recogió y la besó con los transportes de un colegial loco por su prima. Y esa noche, le pareció que Germaine había embalsamado la atmósfera de la habitación