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Esquinita Bravata
Episodio uno
El instar vivo. Como recuerdo cierto
Como casi todo en la vida, hablar de tristeza, no es otra cosa que dejar volar la imaginación
hacia los lugares no tocados antes. Por esas expresiones vivicantes y lúcidas. Es tanto como
discernir que no hemos sido constantes, en eso de potenciar nuestra relación con el otro o la
otra; de tal manera que se expanda y concrete el concepto de ternura. Es decir, en un ir
yendo, reclamando nuestra condición de humanos. Forjados en el desenvolvimiento del
hacer y del pensar. En relación con natura. Con el acento en la transformación. Con la
mirada límpida. Con el abrazo abierto siempre. En pos de reconocernos. De tal manera que
se exacerbe el viaje continuo. Desde la simpleza ávida de la palabra propuesta como reto.
Hasta la complejidad desatada. Por lo mismo que ampliamos la cobertura del conocimiento
y de la vida en el.
Viéndola así, entonces, su recorrido ha estado expuesto al significante suyo en cada
periplo. En cada recodo visto como en soledad. Como en la sombra aviesa prolongada. Y,
en ese aliento entonces, se va escapando el ser uno o una. Por una vía impropia. En tanto
que se torna en dolencia originada. Aquí, ahora. O, en los siglos pasados. En esa hechura
silente, en veces. O hablada a gritos otras. Es algo así como sentir que quien ha estado con
nosotros y nosotras, ya no está. Como entender que emigró a otro lado. Hacia esa punta
geográfica. No física. Más bien entendido como lugar cimero de lo profundo y no
entendido. Es ese haber hecho, en el pasado, relación con la mixtura. Entre lo que somos
como cuerpo venido de cuerpo. Y lo que no alcanzamos a percibir. A dimensionar en lo
cierto. Pero que lo percibimos casi como etérea figura. O sumatoria de vidas cruzadas. Ya
idas. Pero que, con todo, anhelamos volver a ver. Así sea en esa propuesta íngrima. Una
soledad vista con los ojos de quienes quedamos. Y que, por lo mismo, duele como dolor
profundo siempre.
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Y si seremos algo mañana. Después de haber terminado el camino vivo. No lo sé. Lo que sí
sé que es cierto, es el amor dispuesto que hicimos. El recuerdo del ayer y del anterior a ese.
Hasta haber vivido el después. En visión de quien quisimos. Qué más da. Si lo que
propusimos, antes, como historia de vida incompleta, aparece en el día a día como
concreción. Como si hubiese sido a mitad del camino físico, biológico. Pero que fue. Y sólo
eso nos conmueve. Como motivación para entender el ahora. Con esa pulsión de soledad.
Como si, en esa, estuviera anclado el tiempo. Como si el calendario numérico, no hubiera
seguido su curso. Como que lo sentimos o la sentimos en presencia puntual. Cierta.
Y sí entonces que, a quien voló victimado por sujeto pérfido, lo vemos en el escenario.
Del imaginario vivo. Como si, a quien ya no vemos, estuviera ahí. Al lado nuestro.
Respirando la honda herida suya. Que es también nuestra. Y que nos duele tanto que no
hemos perdido su impronta como ser que ya estuvo. Y que está, ahora. En esa cimera
recordación. Volátil. Giratoria. Re-inventando la vida en cada aliento.
Cómo es la vida, En la lógica es ser o no ser. Pero es que la vivencia nuestra es
trascendente. Es ilógica. En tanto que estamos hechos de hilatura gruesa. Como fuerte fue
el nudo de Ariadna que sirvió de insumo a Prometeo para re-lanzar su libertad.
Y, como es la vida, hoy estamos aquí. En trascendente recuerdo de quien voló antes que
nosotros y nosotras. Y estamos, como a la espera del ir yendo, sin el olvido como soporte.
Más bien con la simpleza propia de la ternura. Tanto como verlo en la distancia. En el no
físico yerto. Pero en el sí imaginado siempre.
Episodio dos
Ancízar ido. Mi rol perdido.
Ese día no lo encontré en el camino. Me inquieta esto, ya que se había convertido casi en
ritual cotidiano. Sin embargo avancé. No quería llegar tarde a mi trabajo. Esto porque ya
tuve un altercado con Valeria, quien ejerce como supervisora. Y es que mi vida es eso.
Estar entre la relación con Ancízar y mi rol como obrero en Minera S.A. Mucho tiempo ha
pasado desde ese día en que lo conocí. Estando en nuestra ciudad. En el barrio en que
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nacimos. Mi recuerdo siempre ha estado alojado en esa infancia bella, compartida. En los
juegos de todos los días. En esa trenza que construíamos a cada nada. Con los otros y las
otras. Arropados por la fuerza de los hechos de divertimento. En las trenza suya y mía y de
todos y todas. Infancia temprana. Volando con el imaginario creciente. Ese universo de
voces. En cantos a viva voz. En la golosa y en la rayuela. En el poblamiento de nuestro
entorno, por parte de los seres creados por nosotros y nosotras. Figuras henchidas de
emoción gratificante. Mucho más allá de las sombras chinescas. Y que las versiones casi
infinitas de la Scherezada imperecedera. En una historia del paso a paso. Trascendiendo las
verdades puestas ahí, por los y las mayores. Ajenos y propios. Además, en una similitud
con Ámbar y Vulcano de los sueños idos. En el aquí y ahora. Y me veo caminando por la
vía suya y mía. Esa que sólo él y yo compartíamos. La vía bravata, que llamábamos. Con la
esquina convocante siempre. En esos días soleados. Y en los de lluvias plenas. Hablando
entre dos sujetos, con palabras diciendo al vuelo, todo lo hablado y lo por hablar. En
sujeción con la iridiscencia, ahí instantánea. En un instar prolongado. Como reclamando
todo lo posible. Para absorberlo en posición enhiesta. Vivicantes.
Y, precisamente ese día en que no lo encontré. Ni lo vi. Ni lo sentí. Volví a aquel atardecer
de enero virtuoso. En el cual aplicamos lo conocido. Lo aprendido en cuna. Él y yo, en una
perspectiva alucinante. Viviendo al lado de los dioses creados por nosotros mismos. Una
opción no cicatera. Si relevante, enjundiosa, proclamada. Y llegué a mi sitio de trabajo con
la mira puesta en regresión. Hasta la hora, en esa misma mañana, en que pasé por ahí. Por
la esquinita cómplice. En donde siempre nos encontrábamos todos los días. Desde hace mil
años. Y, en mi rol de sujeto empleado, empecé a dilucidar todo lo habido. Con la fuerza
bruta vertida en el cincel y en la llave quita espárragos. Una aventura hecha locomoción
excitante. Y bajé la rueda, al no poder descifrar la manera rápida que antes hacía. En
torpeza de largo plazo y aliento. Ensimismado. En ausencia máxima de la concentración
Operando el taladro de manera inusual. Tanto como haber perdido la destreza. Las estrías
de la broca, como dándome vueltas. Mareado. En desilusión suprema. Por no haberlo visto.
Y Valeria en el acoso constante. Como si hubiera adivinado ese no estar ahí. Como si
pretendiera cortar mi vuelo y la imaginación subyacente.
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Y volver a casa dando por precluido mi quehacer. En enrevesado viaje. De pies en el bus
que me llevaba de regreso a casa. Con la ansiedad agrandada, inconmensurable. Abrazando
mi legítima esperanza. Contando las calles. Como si la nomenclatura se hubiera invertido.
Comenzando en el menos uno infinito. Extendiéndose desde ahí hasta la punta de más uno.
Y este giraba. Como en un comenzar y volver al mismo punto. Me iba diluyendo, yo. Y no
encontraba nada parecido a la racionalidad puntual. Emergiendo, una equívoca mirada. Un
sentir de del desespero, incoado en el vértigo mío, punzante, áspero. Doloroso.
Me bajé ahí. En la esquinita recochera. Alegre en el pasado. Ahora en plena aparición de la
tristeza. Porque, tampoco, lo vi. Y buscaba sus ojos y cuerpo entero. Pero no aparecía. Y
más se exacerbó mi herida abierta en la mañana. Y quedé plantado. Esperando, que se yo.
Tal vez su presencia física. O, siquiera, el vahído de su ser etéreo. Pero ni lo uno ni lo otro.
Y el dolor creciendo, por la vía de la exponencial. Yo, en una mecedera de cabeza. Tan
frágil que se me abrió la sesera. Y vi cómo iba cayendo. Y vi que Ancízar pasaba a mi lado,
sin verme. Y seguí con mi voz callada, llamándolo. Y desapareció, en la frontera entre lo
hecho concreto, físico y el volar, volando al infinito universo. Encapotado ahora. Pleno de
las nubes cada vez más obscuras. En el presagio de la lluvia traicionera. Helada. Muy
distante de las lluvias de nuestra infancia. Cálidas. Abrasadoras hasta el deleite. Cuando
desnudos recorríamos el barrio. Tratando de empozar las gotas tiernas, en nuestras manos.
Y, siendo cierto el haberlo visto pasar. Me senté a ver pasar a los otros y las otras. Con la
sesera siempre abierta. Y, quienes pasaban y pasaban, no entendían lo que estaba pasando
conmigo. La vocinglería percibida. Con palabras no conocidas. No recordadas, al menos.
La elongación impertinente de la cuantificación. Metida en el ser mío desvanecido. Y, en la
mirada mía, posicionada en el horizonte que atravesó el amigo fundamental. El personaje
de los bretes de antes. La figura envolvente de su yo. Y se me iban derritiendo los ojos.
Como si fueran insumo sintético. Azuzado por el calor no tierno. Como cuando el hierro es
derretido por el fuego milenario. O como cuando deviene en el escozor titilante, brusco,
pérfido.
El llegar a casa, se produjo habiendo pasado mil horas. Como levitación tardía. Vagando en
las sombras. No sé si de la madrugada. O de la noche del siguiente día. O días, ya no lo
recuerdo. Ni quiero hacerlo. Y Valeria en el acoso de siempre. Y bajé del vuelo etéreo. Y vi
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los espárragos tirados, en el piso. Y agarré el taladro acerado. Con las estrías girando en la
espiral. Y todo empezó a girar también. Y fui ascendiendo al infinito físico. Y vi a todos los
soles habidos. En esa millonada de años luz, volcada. Y yo en la velocidad mía, sin crecer.
Sin despegar mi mirada del entorno abierto, pero en tristeza consumido. Fugaz luciérnaga
yo. Aterido en la masa hecha incandescencia. Cuerpos horadados por la soledad. Cuerpos
celestes sin ningún abrigo. A merced de los agujeros negros. Una visión de lo absorbente,
penoso. Un ir y volver continuo. Y Ancízar allá en una de las lunas del planeta increado. En
zozobra ambivalente, incierta.
Siendo como en verdad soy, me fui diluyendo de verdad. Ya no era la sesera abierta en el
imaginario. Lo de ahora era y es vergonzosa derrota del yo vivicante. Nacido en miles de
siglos antes que ahora. Una derrota hecha a puro golpe de martillos híbridos. Y viendo a
Valeria, en lo físico. Sintiendo su poderosa voz. Llamándome para que volviera a asumir
mi rol de hombre físico en ejercicio. Y, yo, en las tinieblas empalagosas, duras. En ese ir
llegando impoluto exacerbado.
Episodio tres
El embeleso lúdico
En eso estaba, cuando apareció Ancízar, Según él, venía de Ciudad Perdida. Que estuvo
allá largo tiempo. Y, precisamente, es el tiempo en que yo estuve adyacente a la
terminación de la vida. Y me fui entrando, por esa vía, en lo que había de reconocer, en el
otro tiempo después. No atinaba a entender la propuesta venida desde antes. En la posición
predominante en eso de entender y de hacer algo. En principio, no lo reconocí. Pero él hizo
todo lo posible por enfrentar lo que habría de ser su devenir. Desde la estridencia fina, que
lo acompañaba siempre. Hasta ese lugar para las opciones que venían de tiempo atrás. En
esos lugares cenicientos. En la aventura del alma viva presente. Cuando lo saludé, me dio a
entender que no me recordaba. Y, en la insistencia, le expresé lo mucho que lo quería.
Desde esa calle. Desde la esquinita bravera. Esa que, conmigo, hizo abierta la posibilidad
de seguir viviendo. Todo como en hacer impenetrable. Solo en la escucha de él y la mía. Y
me dijo, así en esa solvencia de palabras, que había estado en ciudad Persípolis. Y que,
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desde allá, me había escrito unas palabras. Más allá del propio saludo. Más, en lo profundo,
elucidando verdades como pasatiempos favoritos. Y me dijo que seguía siendo el mismo
sujeto de otras vidas. Con la mira puesta en los quehaceres urticantes. Casi aviesos. En esa
horizontal de vida, inapropiada para el pensar no rectilíneo. Y sí que, por lo mismo, le dije
que no entendía ese comportamiento parecido al interludio de cualquier sinfonía criolla. Y.,
me siguió diciendo, que no recordaba haberme visto antes. Y yo, en la secuencia permitida,
le dije que él había sido mi referente, en el pasado reciente y lejano. Y, siguió diciendo
Ancízar, he regresado por el territorio que he perdido. Ese que era tuyo y mío antes. Pero
que, en preciso, él quería para sí mismo, como patrimonio cierto y único. Y yo le dijo que
lo había esperado en esta orilla nítida. Para que pudiéramos conjugar su verdad y la mía. Y,
él me dijo, que no recordaba ningún compromiso dual. Que lo suyo no era otra cosa que lo
visto en ciernes. Desde ese día en que nos encontramos. Ahí en la esquinita bravera. Y que,
siguió diciendo, le era afín la voz de Gardel y de Larroca. Pero que, por lo mismo, nunca
había olvidado su autonomía y su soledad permitida. Y que yo no había estado nunca junto
a él. Por ejemplo, cuando lo llevaron a prisión por haber contravenido la voz de la
oficialidad soldadesca. Y, en verdad, me dije a mí mismo, que él no atinaba a entender la
dinámica de la vida. La de él y la mía. Y sí que, me siguió diciendo, lo tuyo no es otra cosa
que simple verbalización de lo uno o lo otro. Nunca propuesto como significante válido, en
la lógica permitida. Siendo así, entonces, me involucré en lo nuevo suyo. Recordando, tal
vez, los domingos mañaneros. Esos del ir al cine nuestro. De “El muchacho advertido”,
hasta el lúgubre bandido derrotado. Y le dije, por esto mismo, que no hiciera como simple
hecho enjuto, venido a menos. Y, me dijo al pulso, que no había venido para concretar
dialogo alguno. Que era, más bien, una expresión perentoria en términos del querer ser
consensuado. Más bien como expresión de escapatoria. A la manera de la tangente propia.
De la línea prendida al dominio, suyo, como variable explícita. Y, siguió diciendo, lo tuyo
es mera recordación inmersa en el quehacer simple. Vertido al escenario inocuo.
Envolvente. Como ir y venir escueto. Atiborrado de lugares comunes propios. En siendo
simple especulación no resuelta. O no apropiado. O, simplemente, anclado en el pasado
impío. Mediocre, insaboro. Pétreo. Inconstante.
Por lo bajo lo entendía. Y me quedé silente. En esa aproximación entre lo entendido y lo
incierto pusilánime. Y me fui, en tontera, detrás de su séquito. Apegado, entonces, a su
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condición de referente entero. Desde esa época en la que estábamos juntos en la lúdica
viva. Desde esa esquinita bravata nuestra. Y, así. En ese ir yendo preclaro, nos encontramos
en esa ciudad asfixiada. Sintiendo, en nosotros, el apego a la fumarola sombría. Esa que nos
recorre desde hace mucho tiempo ya. Y, por lo mismo, le seguí diciendo lo mío en ciernes.
Tal vez ampuloso y etéreo; pero cierto en lo previsto expreso.
En todo lo habido, me hice cierto en la proclama propuesta o impuesta. Según fuera el
momento y el tiempo perdido. Y, Ancízar, no atinaba a nada. Se fue yendo por lo bajo.
Como actitud palaciega en el pasado de reyes y regencias religiosas. Y, por lo mismo, me
aparté de él. Creyendo que era el tiempo propicio. Y sí que él, estuvo volcado a la defensa
de ser. De su connotación hirsuta, inamovible. Y pasó el tiempo. En esa nimiedad de los
días. En ese entender los miles de años acumulados al querer ser lo uno o lo otro. Viré,
entonces, en la pi mediana. Y arribé a la locomoción plena. Pero lenta y usurpadora. Me
fui, entonces, lanza enristre contra el afán propuesto por él mismo. Como si, yo, quisiera
decantar lo habido. Hasta convertirlo en propuestas simples, minusválidas. Y, me empeñé
en reconvenirlo, por la fuerza. Y lo asfixié con la sábana del Gran Resucitado. Como
proveyendo de almas cancinas, el simple hecho de estar vivo. Y me fui en silencio. Por la
inmensa puerta llamada “El Sol”. Y allí me quedé a la espera. Como cuando cabalgaba en
la noche, a lomo del dromedario propio de los habituales dueños del desierto. Recorrí mil y
una praderas nuestras. Desde “Vigía Perdomo”, hasta “Punta Primera”. Un norte a sur
especulativo. Hechizo. No cierto,. Pero pudo más mi afán de trascender la soledad. En
contra lógica propuesta, me hice a la idea de la dominación mía. Absoluta, hiriente. Y sí
que, entonces, Ancízar Villafuerte caducó en mi discurso. Y se hizo esclavo de lo hablado y
hecho por este yo supremo envilecido.
Episodio cuarto
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La huella sigue ahí
Ya quedó atrás lo de Ancízar. Yo seguí como nave, casi noria absoluta. Y encontré al
postrer referente. Era tanto como verlo a él. Una mirada diestra, casi malvada. Nunca supe
cuál era su nombre. Simplemente me dejé llevar por la iridiscencia de su voz. En una
melancolía efímera. Tal vez hecha tardanza en el vivir pleno. Y, yo, le dije. Le hable de lo
nuestro. Como queriéndole expresar lo del Ancízar y yo. Pero, en esa prepotencia de los
seres avergonzados de lo que han sido, me dijo algo así como un “no importa”. Lo mío es
otra cosa. Y, por lo mismo, me quedé tejiendo las verdades anteriores. Las mías y las de él,
el signado Ancízar. Me supuse de otra categoría. De ardiente postura. De infame
proclividad al contubernio forzado. Y me fui yendo a su lado. Al lado del suplantador
informe. Mediocre. Tanto en el ir yendo. Como también en el venir sinuoso, aborrecible.
En ese entonces. En tanto que expresión enana de la verdad; yo iba creyendo en su derrota.
Producto de mi inverosímil perplejidad supina. Para mí, lo uno. O lo otro, daba igual. En
eso de lo que tenemos todos de perversidad innata. Y le seguí los pasos al aparecido. Veía
algo así como ese “otro yo” vergonzante. Desmirriado. Ajeno a la verdad verdadera de lo
posible que pase. O de lo posible ya pasado. Y me hice con él el camino. Entendido como
símil de lo recorrido con Ancízar. Y ese, su suplantador, me llevó al escenario ambidextro.
Como inefable posición de los cuentahabientes primarios. Groseros escribientes. Y sí que
le di la vuelta. A la otra expresión del yo mío. Y, el usurpador, lo entendió a la inversa. Se
prodigó en expresiones bufas. Por lo menos así lo entendí. Como si fuera una simple
proclama de lo aco9ntecido antes. En ese territorio suyo incomprendido. En esa locación
propuesta como paraíso concreto. Inefable. Cierto. Pero, su huella, se fue perfilando en lo
que, en realidad debería ser. Y lo vi en el periplo. Como en la cepa enana cantada por
Serrat. Como simple ironía sopesada en las palabras de “El Niño Yuntero” de Miguel
Hernández….En fin, como mera réplica de lo habido en “Alfonsina”. La libertaria. La que
abrió paso a la libertad cantada. Todos los días. Pero, quien lo creyera, perdí el compás. Y
él, el suplantador, me hizo creer en lo que vendría. En su afán loco de palabras tejidas,
dispuso que yo fuera su intérprete avergonzado, después de la verdad verdadera.
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Yo me fui yendo. Perdí la ilusión. Se hizo opaca mi visión. Fui decayendo. Me encontré
inmerso en la locomoción al aire. Surtiendo un rezago a fuego vivo. Ahí, en esas casitas en
que nacimos. Ese Ancízar en otra vía. Ese yo, puntual. En la pelota cimera. Propiedad de
quien quisiera patearla. En la trenza lúcida. Territorial e impulsiva. En el escondite secreto.
Como voz que dice mucho y no dice nada. Como espectadores del afán incesante.
Proclamado. Latente y expreso. En fin, que lo visto ahora no es otra cosa que la falsa
realidad mía. Con el usurpador al lado. Como a la espera de lo que pueda pasar. Ahí, como
vehículo impensado. Para llevarme a lo territorial suyo. Y yo en esa propuesta admitida.
Como reconciliación posible. Entre lo que soy. Y lo que pude ser al lado de Ancízar
originario, no suplantado. Y sí que, como que leyó mi mente, y se propuso inventar algo
más trascendente. He hice mella en el ahora cierto. Porque resulté al otro lado. En callejón
no conocido. En calle diferente a la nuestra con la esquinita bravata. Deslizándome por el
camino no conocido. Y recordé el día en que no lo vi. Cuando descendía del busecito
llevadero. Cuando se me fue la sesera mía. Cuando lo vi pasar sin verme. Y me sentí, ahora,
con fuerzas para dirimir el conflicto entre lo habido antes y lo que soy ahora. En posesión
de la bitácora recortada, enrevesada. Como en esos vuelos silentes de antes de día
cualquiera. Con la remoción de lo habido, por la vía de suplantar lo que antes era.
Hoy, en el día nuevo, desperté en el silencio. Como si estuviera atado a todo aquello lineal,
sombrío. Y le dije buenos días a mi niña, hija, absoluta. Y, ella, me replicó con su risa
abierta. En la cual la ternura es hecho constante, manifiesta. Y le dije “buenos días” a la que
era mi amada hasta el día pasado. Y me dijo, ella, que me recordaría por siempre. En esa
oquedad estéril, manifiesta. Y, también, me replicó lo hablado conmigo antes. Cuando
éramos como sucinta conversación. Plena de decires explayados. Como manifiestos
doctorales. Como simplezas pasadas. O, como breviarios expandidos, elocuentes; pero
insaboros. Y se me metió la nostalgia. Tanto como r5ecordar al Ancízar hecho mero
plomo, ahora. En ese verlo andar conmigo en el pasado. Construyendo lo efímero y lo
cierto absoluto. Y le dije a mi Valeria que yo no iría hasta su dominio encerrado. Entendido
como yunta acicalada. Enervante. Casi aborrecible. Pero que, paradójicamente, la sentía
más mía que al nacer nuestro idilio. Desde la búsqueda de los espárragos briosos, yertos.
Entre el acero y el hierro construidos. Y, ella, me recordó que prometí amarla desde ese día
en que no vi a Ancízar en aquella mañana de lunes. Y, siguió diciendo, no se te olvide que
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fui tuya, en todos los avatares previstos o no previstos. Que te di, decía ella, todo lo habido
en mí. Y que dejaste esa huella imborrable que se traduce en ese hijo tuyo y mío.
A partir de ese ayer en que me habló, Valeria; se me fue tiñendo la vida. En un color
extraño, Como gris volátil, impregnado de rojo punible, adverso. Y sí que la seguí con mi
mirada. Y la veía en su abultado vientre. Y, dije yo entre mí, no reconocer lo actuado, como
origen del ser vivo ahí adentro suyo, en el de Valeria. Y me fui yendo por ahí. Y me
encontré al otro lado; con la novia de Ancízar. Con Fabiana Contreras. Postulada como
futura madre, también. Y le dije lo que en verdad creía. Es decir, aquello relacionado con la
empatía necesaria. 1) Que yo no me imaginaba a Ancízar, volcado sobre su cuerpo.
Excitado y dispuesto. Y, ella, me dijo algo así como que la vida es incierta. Tanto como
cálculo de probabilidades constante. Y terminé al lado de la soledad. Esperando el
nacimiento de las dos o los dos, en largo acontecer efímero, incierto. O, simplemente hecho
en sí, sin más aspaviento
Episodio quinto
Cuando se va la memoria
Ya ha pasado mucho tiempo, desde que lo dejamos de ver. Ahora, me encuentro en la
misma vida, Pero en otra distinta. He vuelto a mirar al pasado. Como en esos arrebatos.
Empecinado en volver a esa jerarquía de acciones, por ahí corriendo. Ahora de lo que se
trata es de remediar lo habido. Sin la presencia de sujetos y sujetas que prolonguen la
estadía. En ese irse de bruces sobre la historia. Que puede ser la mía. O la de cualquier otro.
Así, en este caso, en el masculino andante que se regodea con el tiempo embalsamado. Con
esa figura de quehaceres. Por ese periplo solo mío. Y, tejiendo momentos, he encontrado la
razón de ser de lo puntual. En esa expresión que deja de ser inacabada. Y que se torna, cada
vez más, en asunto primario, no abandonado. En la seguidilla de lugares y tiempos. Siendo
así, entonces, volví al barrio primero. Aquel en el cual disfrutaba con Ancízar. Y localicé la
esquina nuestra. La bravata lúcida. Esquinita de mil y un hechos lúdicos. Y, en esa
recordación tardía, he vuelto a jugar con el baloncito de cuero. Con ese regalo heredado.
Hasta mi padre jugó con él. Como a comienzo del tiempo cercano. Allí no más. En el
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momento mismo en que se hizo ayudante de todos aquellos que tuvieran algo que ver con la
cancha abierta. Ahí no más. En la calle en pendiente poderosa. En cada picaito la gloria.
Como en trashumancia continua. En esa potente ilusión de saberse indispensable. Casi
como sujeto de millón de maneras de dominar el baloncito. Casi tanto como las opciones
propuestas en el tablero de ajedrez.
Yo me la pasé, en ese tiempo, abrigado por su calidez. Iba y venía conmigo. Y, en esa
misma perspectiva, encontré el lugarcito de la casa. En ese que fungía como albergue para
los niños y niñas de largo vuelo. Y me vi en el día en que empecé a saber amar. Y a saber
recordar. En medio de las tinieblas dispuestas por la rigurosidad de los principios y valores.
De la familia. Y, extendidos a todo el entorno. Compartiéndolos con lo vivicante de los
cuerpos presurosos. No acompasados. Anárquicos. Tanto como estar un tiempo en un lado
y otro tiempo en la otra esquina. O en la callecita que había sido inaugurada casi al tiempo
con la fundación del barrio. Derrochando, yo, alegrías que habían permanecido
adormecidas.
Ese 24 de junio, un martes por cierto, conocí a Sigfredo Guzmán. “El mono” lo
llamábamos. Sujeto, este, de mágicas palabras. Cuentero de toda la vida. Y, con él,
aprendía a sacarle significados distintos a las palabras. Como en todo tiempo andando con
el verbo alucinante. También, conocí de él, los atajos en los caminos de la vida. De cómo
hacer de la tristeza, un giro creativo. Y de cómo enseñar los números, con los palitos de
paletas compradas en la tiendecita de don Eufrasio. Y, además, en leer los ojos y la
memoria de los otros y de las otras. Ese “mono”, se convirtió en mi héroe favorito. Mucho
más allá que el Libertador. Tal vez porque, el “mono”, iba más allá de la simple libertad
formal, política. Indagaba siempre por las fisuras de cuerpos y de hechizos. Proponiendo la
libertad en la lúdica andante. Transponiendo rigores. Colocando la vida en su sitio. Que,
para él, era un sitio diferente, cada minuto.
No sé qué día me sentí impotente para armar todos esos actos propuestos por “el mono”.
Como cuando la mirada y la memoria son más lentas que los hechos. En ese universo de
liviandades. En ese ejército de propuestas diferentes cada vez. Lo mío se tornó, entonces,
en un cansancio áspero. En una lobotomía inventada por mí mismo. Y empecé a desplazar
las verdades y los hechos vivicantes. Me torné en sujeto casi avieso. Por la vía de la
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melancolía agresiva. Por la vía del tormentoso aquí y ahora. Me fui diluyendo en ese
azaroso cuerpo de hermosas ejecuciones. Me fui yendo hasta el lado del martirologio. Por
vía de la resequedad en las ideas. Como si me hubiera convertido en payaso de tristezas
acumuladas. Tanto como haber perdido el rumbo. Retornando a la expresión cicatera con la
cual nací. Y, en esos instantes, veía el cuerpo de mi madre lacerado. Andante. Como yo, sin
rumbo. Y la veía vejada a cada rato. En medio de horripilantes expresiones. Y me seguí
desmoronando. Casi al vacío profundo y de no retorno. Y, fue ahí mismo, en que encontré a
Ancízar. Quien venía por el mismo camino. Y me dio la mano tierna, potente. Y salimos,
en manos cogidas, a la otra orilla, en donde estaba “el mono” Eufrasio. Que reía sin parar.
Que nos conminaba a ser felices. Aun en medio de la oquedad del tiempo. Aun en medio de
todos los dolores juntos. Y volvimos al andar. Del ir yendo hacia la libertad que nosotros
mismos habíamos truncado. Y fuimos uno entre tres. En sumatoria de verdades y de
acciones y de la lúdica toda habida.
Episodio sexto
En lo habido, como secuencia inerme.
Es ya de día. Ayer no supe prolongar el sueño necesario. Este día ha de ser como el otro.
Eso supongo. Muy temprano ajusté la bitácora. Ahora, en primera persona mía, he de
recomponer los pasos. Superando la fisura propia. Esa hendidura abierta. Siempre ahí.
Como convocante falsa. Como recomposición ávida de otros lugares. Tal vez más ciertos.
O, al menos, más coincidentes con mi nuevo yo, propuesto por mí mismo. Y, el recuerdo
del ayer íngrimo, me hizo soltar la voz. Con mis palabras gruesas, puestas en lo del hoy
concreto. Y sí que me fui hilvanando. Tanto como acentuar la prolongación. Del ayer
elocuente. Hasta este hoy enmudecido de palabras convocantes. En repetición de lo mío. En
contrapartida de lo punzante. De esa pulsión herética del pasado. Hasta este hoy propuesto.
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O, por lo menos, enclaustrado en el decir mío de la no pertenencia al pasado. Pero,
tampoco, como posición libertaria del hoy o del mañana. Y sí que, entonces, empecé a
enhebrar lo dispuesto. En la asignación hecha propuesta. De un devenir lúcido, cierto. Y no
esa prolongación de lo habido a momentos. Como simple ir yendo con las coordenadas
impuestas. Desde una visión incorpórea, hasta divisar el yo mío, cubierto de nostalgias
afanadas. Puestas en ese ahí como tridente vergonzoso. Hecho de premuras malditas.
Acicaladas con el menjurje dantesco. Una aproximación a entender los y las sujetos en
pena. Por simple transmisión de la religiosidad banal. Cicatera. Gobernanza ampulosa en la
cual el yo se convierte en simple expresión estridente. Afanada. Lúgubre. Por lo mismo que
se ha ido en plenitud de vuelo acompasado. Con las vivencias erigidas en el universo no
entendido. En esas volteretas de lo que llaman suerte. Para mí, en verdad, simples siluetas
inventadas. En ese estar ahí como propuesta no entendida. No vertida en la racionalidad
vigente.
Y sí que me fui, entonces, en búsqueda del eslabón perdido. Como en ese recuento hablado
acerca de la sucesión de propuestas y de acciones asimilables a la progresión de Natura
breve. O expuesta al ir venir expósito. Como si fuera simple réplica de lo que soy y de lo
que somos. En esa somnolencia propiciada por la intriga habida. Interpuesta. Acicalada.
Enhiesta. En lo que esto tiene de simple vejamen de la libertad del ser construido en el
simple desenvolvimiento de la historia del ser. Y de los seres. En univoca pluralidad
convincente. Y, entonces, volví a la trayectoria. Desde la simpleza hecha a trozos, hasta la
complejidad habida, como simple resultado de la evolución darwiniana. Opaca, por cierto.
Porque, digo yo, no está cifrada en la complejidad concreta. Vigente. Como réplica de ese
ir creciente. Mío. Y de todos y todas. Y, estando ahí por cierto, volví a lo racional emergido
de Ancízar, en otro tiempo. Y me dio por repeler lo simple. Y, por el contrario, tratar de
hacer relevante lo humano. Eso que somos y hemos sido. En pura réplica de lo vivido antes.
Yo, como sujeto vesánico, me fui empoderando de lo que ya estaba. Y me dio por empezar
a verter el lenguaje entendido. En sumatoria de palabras entendidas. Oídas en pasado. Y
transformadas en presente inicuo. Prolongado. Como mera extorsión a la verdad pertinente.
Racional, pero incomprendida. Y me seguí yendo. En esa apertura milenaria. En el engaño
próximo-pasado.- En la expresión no efímera. Pero si atiborrada de recuerdos de lo pasado,
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pasado. De ese estar de antes, surtido como semejanza del Edén perdido, por la decisión
equívoca del Dios siniestro. Vergonzante. Simple réplica de lo que se puede asimilar al
tósigo inveterado. Amorfo. Sin vida.
En ese estar estaba. Como cuando no volví ver a Ancízar. Buscándolo, yo, en cualquier
laberinto lunático. O en la profundidad avasallante de lo que no ha sido. Y, por lo tanto, lo
incomprendido en la racionalidad vigente. Y lo volví a ver en la otraparte impávida. Como
si no fuese con ella el aprender a dilucidar. Como si no fuera posible decantar lo uno del yo.
Del otro uno del otro. En fin que en esa expresión vivida, se fue abriendo el territorio mío.
O el de Ancízar ya ido. O, simplemente, el de aquel pasajero íngrimo. En esa soledad
doliente. Infame.
Si se tratara de volver sobre lo ya pasado. Yo diría que el tiempo se ha hecho fuerza
perdularia. Ese tipo de esquema afín a la dominación espuria. En una libertad no próxima.
Prolongada. En lo que esta tiene de semejanza a la imposición proclamada por el Dios
impuesto. De esa figura de reencarnación atrofiada. Mentirosa. Impávida. Como si fuera
lugar común para todo aquello ido. Por la vía de la hecatombe provocada. En esa batalla
entre seres ciertos, reales. Y la impúdica creación de opuestos. En una lucha prolongada.
Sin la redención propuesta como ícono. Ni como ampuloso discurso férreo. Póstumo.
Erigido como secuela de lo creado por decisión distante, impersonal. Como atrofiamiento
de lo dialéctico. Del ir y venir real, verdadero. Opuesto a la locomoción propuesto desde
afuera. Desde ese territorio sacro, impertinente. Porque, en el aquí y en el ahora, yo percibo
que lo ido. Y lo venido, serán ciertos en razón a que se exhiba el paso a paso de la
construcción darwiniana de la vida en sí. Que es cuerpo y real propuesta al desarrollo de lo
que somos y seremos.
Episodio séptimo
Déjalos y déjalas hablar contigo viejo mar
Y en esto estaba, cuando recordé el yo milenario. En esas exposiciones que tuve en ese
barrio calcado. Casi como daguerrotipo no lúcido. Y el barrio, entonces, ya estaba trazado.
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No importando como. En este recuerdo de ahora, no están ni Ancízar, ni Valeria. Como si
el mundo apenas iniciara su ir girando. En esos primeros momentos en los cuales el tiempo
no podía ser medido. Por la ausencia nítida de calendario. Una perspectiva en ciernes. De lo
que conocería después como la historia. Hablada, primero. Y luego escrita. Casi a millón de
años de la inquisición perversa. Y sí que, ese barrio amado no aparece como tal. Más bien
como insumo flotando en el vacío que apenas está iniciando vuelo. Ni siquiera, en el
entonces, hacían presencia de oxígeno, ni el hidrógeno, ni el ozono libertario, arropador. Y
sí que, en esa lejanía tan expandida, me fui dando cuenta de lo mucho que me faltaba para
ser un ser el yo concreto, taciturno, solidario, libertario. Por lo mismo que ese yo mío
apenas danzaba sin cuerpo alrededor de la Luna amiga. Y sintiendo ese calor absoluto de
nuestro Sol venido desde mucho tiempo atrás. Un yo con fisuras profundas, logradas a
través del camino dispuesto. Como acezante sujeto disperso.
Y, al no estar ella ni él, sentí un profundo lazo en mi cuello. Era el tiempo que empezaba a
crecer, sujetándome por la vía asfixiante. Como queriéndome hacer sentir que no iba poder
disfrutar, a futuro, de la esquinita bravata. Y empecé a sentir que lo mío empezaba a ser
mera expresión amorfa, diluida en cada instante. Y, ese yo primario mío, empezó a surtir
tristezas prolongadas. Así, a tientas. Simplemente porque no había segundos, ni horas, ni
años. Solo ese giro de traslación alrededor del Sol. Como si todo fuese arbitrario,
anárquico. Sin ningún hilo conductor.
Me encontré, en cualquier momento no medido, con Ariadna. La Diosa nacida para amar al
universo visto, apenas, como confusión pletórica en matices. Y en luces relampagueantes.
Exacerbada opción como tinieblas. Y le dije que no la había visto antes. Y ella me dijo que
siempre había estado allí. Que le correspondió incitar al viento para que iniciara su
intervención. Además que los mares nacientes lo requerían para producir las tormentas y
los tifones, entonces silentes, latentes. Y, decía Ariadna, no sé por qué estoy recordando un
canto propio. Iniciado casi al mismo tiempo en que prefiguré a mi Prometeo, en ciernes. Y,
quiero expresarlo ahora. Para que tú lo aprendas y lo transfieras a quienes vendrán, cuando
no haya tanta confusión, tanta anarquía:
Mar de ayer. Que no el de hoy. Sujeto triste. Llave de agua, que creíamos perenne. ¿Qué te
hemos hecho, viejo vigía de las creaturas todas que en ti nacieron. Hoy, están como tú.
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Diezmadas en enésima potencia. Dime qué siente y que sienten. Qué sintieron antes. Los
pasados, pasados vivos y que perdieron su ruta evolutiva, por las ansias desbordadas. De
viajantes milenarios. De vituperarios en ciernes siempre. Te mando a decir con el viento,
llave de lluvia, que aquí, en el hoy. Están los únicos sujetos vivos en quienes pueden
confiar. Niños y niñas veloces en decantar las voces. Las palabras. Las de ayer y las de hoy.
No sabemos si las de mañana. Todo depende, viejo loco intrépido. Depende de ti mismo.
En tu ir y venir. Depende de tu itinerario. Llave de lluvia. Viejo y perplejo mar. Por lo que
te hemos hecho. ¡Anda!. Habla con ellos y con ellas. A ver qué te dicen.
Tal vez que también han sido vejados y vejadas. En el día y noche truculentos. Han andado
caminos al dolor expuestos. Han subsumido lo suyo. Como equívoco navegante. Han
dejado atrás sus territorios que sintieron su primer llanto. Pero también el primer susurro en
voz. De las mujeres madres todas. Diles algo, llave de lluvia. Háblales de tus pactos con el
viento. Y con esa fuerza potente latente entre nubes. Fuerza desbordada. Luz y sonido en
estrecho abrazo.
Esto de hablar con infantes es bien difícil. Porque a socaire. Voces en una locución de
idéntica tersura. De inspiración primigenia. De vuelo señor. En aires avallasante. De vuelo
que cruje. Que se enternece cuando, como águila, te localiza. Allá. En lo tuyo. En lo que
sabes y has sabido hacer siempre. En esa estremecedora voz de fuerza contra las peñas
acantilados. Subidas en sí mismas, para verte y sentirte bramar. Como millones de toros
condensados en un solo. Vamos, viejo intrépido. Habla con ellos y ellas. No te quedes
como mudo sonsonete. Por lo triste. Tal vez. Pero puede que en ellas y ellos encuentres el
rumbo que parece perdido. Son (ellos, ellas), viajantes empedernidos. Sacrílegos en el
mundo de los señores. De los imperios que devastan. Que han maltratado tu cuerpo de agua
vasta. Casi infinita.
Déjalos hablar. Puede ser que te digan, en palabras, lo que tú y el viento han hecho lenguaje
sonoro por milenios. Ya sé que has visitado todos los lugares. Que has estado con tus
amigos, los glaciares. Sé que has llevado y has traído todos los barcos posibles. Qué te han
penetrado los submarinos. Que te han engañado, algunos. Porque han sido a la guerra lo
que las tramas celulares, han sido a la vida. Es misma que siempre llevas en tu vientre. Y
que se han esparcido en el infinito envolvente.
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Déjalos y déjalas que, a viva voz, te digan en sus palabras; lo que tal vez ya tú conoces a
través de las heridas que han hecho en ti, melancolía. Cuéntales lo mucho que conoces. Del
mil de millones de historias. Cuéntales que conoces la química del universo. Que, como
llave de lluvia, has prodigado vida. En todos los entornos. En todos los lugares. Aunque,
algunos y algunas no te conozcan en tu vigor físico. Ni de tu pasado violento. Cuando
irrumpías contra natura en formación.
Hasta es posible que te inciten a vivir viviendo la vida tuya de otra manera. Como la de
ellos y ellas, vástagos de futuro. Tal vez no de la iridiscencia de esa bravía hecha espuma
punzante. Pero si de esa ternura primigenia. Como si fuera lectura en mapa genético. Tal
vez de la anchura extendida.. Cercana a la de alfa tendiendo al infinito. Pero si para que te
cuenten de las palabras voces de sus madres en cuna. Y las de sus palabras en esa acezante
motivación para el crecer alegre y creativo.
En fin de cuentas. Déjalos, viejo mar, que estén contigo. Para que no estés triste, llave de
lluvias. Déjalos ser como ellos quieren que tú seas, yo te lo digo.
La vi perderse en la lejanía hecha preludio del tiempo vivo. Y me quedé obnubilado. Con
ese vacío que sólo se siente cuando hemos perdido algo cálido, cautivante. En esa
obscuridad tan amarga, pero necesario, como quiera que se constituía en insumo primario.
Como lo eran todos los seres latentes. En el mar naciente, al que le cantó Ariadna. En el
territorio ya libre de las aguas primigenias. Y en los territorios ya libres de la asfixia
primera. Caminé, por ahí. Con apasionada voz vibrante. Como inaugurando el viaje de
sonido, como invención necesaria. Y separando los quehaceres. Tal vez imitando lo que,
desde ahora se decía. Que el Dios de la fuerza impuesta, se disponía a concretar su versión
de la creación de todo lo habido y lo que vendría después.
Me vi inventando las palabras y los números. Y teorizando acerca de los fenómenos
incoados, por la vía de la Física de Kepler, de Arquímedes, de Galileo, de Descartes. Y me
correspondió informar sobre los infiernos de Dante Aglieri. Y, con mucha más distancia,
propuse la partición del átomo. De la generación de la energía ampulosa. Y, por esto
mismo, vi a la Hiroshima arrasada por la fuerza del fuego impío. Nagasaki inmersa en el
envolvente giro de la destrucción. Luego dormí, en el escenario que habría de albergar al
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viento. Y a las nubes. A las lluvias, como presagiaba la bella Ariadna perdida. Ida en la
reversa infinita. Hacia otros lugares no nacidos todavía. En eso que se denominaría como
paso incidentes. Como iridiscente vahío. Traído desde más allá de la Galaxia que habría de
atrapar todo lo que podíamos conocer. Como en la espirar de giro. Como absorción
exponencial, en término que habría de ser desarrollado después. En esa expresión en
ciernes de Euler; de Newton, de Leibniz, del demasiado humano Einstein.
Siendo un diciembre frío, me dispuse a regresar a la esquinita bravata. Nadie estaba allí.
No alcanzaba a dilucidar el porqué de la soledad tan sola. Los niños y las niñas en
volteretas iniciadas antes, pero ya perdidas. Una sensación de desasosiego me arropó, como
un todo embriagante. Los seres míos de antes, no estaban. Solo el viento tan frío,
penetrante. Agarrotado, traté de decir algo con las palabras que había aprendido desde el
inicio de las calendas. Pero no podía. Una mudez nítida, vergonzante. Bajé por Calle
Amapola, también absolutamente sola. Fui a Patio Finito, escenario de nuestros juegos, a
pelota cierta. Vi las piedras que semejan las porterías. El paso del tiempo las había
agusanado. Ni nadie físico. Ni palabra lejana.
Ya en la tarde fui a ver la casita mía. El albergue que conoció mi infancia. Que tanto
prolongara mi estadía. No estaba. En su reemplazo unos herrumbrosos desechos. La del
lado tampoco estaba. Como si se hubiera diluido. Como si el vértigo de los años hubiera
pasado por ahí. Desde adentro hacia afuera. Ninguno de mis iconos quedó enhiesto. Solo el
vago olor a silencio destructor. Porque, como me enseñó mi madre, donde no hay voces ni
palabras, tampoco hay vida posible.
Recordé a Valeria, cuando escuché ulular al viento. Remolino gigante, absorbente. Se fue
izando todo lo que quedaba. Recordé a Ariadna, y su cuentería acerca de los misterios y los
secretos. Quise recordarlo en su empuje avasallante.
Episodio octavo
Del pasar secreto
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Ya había transcurrido un año desde que la niña vendió su alma al demonio. En todo ese
tiempo no hizo otra cosa que ir y venir por los Cerros Orientales de la ciudad. Un día, por
cierto 31 de octubre de 2009, hizo estación en un lugar cercano a la Avenida Circunvalar,
con la Avenida Jiménez. El reloj marcaba las 8 de la noche. Se detuvo en una esquina. Allí
estaban cantando y conversando un grupo de muchachos y muchachas. Inventaban
variantes de las canciones de Michael Jackson. Todos y todas en una euforia absoluta.
Susana, una joven de quince años y que formaba parte del grupo, habló acerca de la vida de
su ídolo. Por ejemplo, se refería a la infancia de Michael. Momentos muy tristes. Durante
los cuales tuvo que trabajar, al lado de sus hermanos.
La Esclava Rockera se interesó por la historia y por la manera como Susana evocaba a su
ídolo. Se hizo al lado de ella. Obviamente, Susana no le veía, porque la Esclava era algo así
como un espíritu errante e invisible. Sin embargo, Susana, percibió su calor y su
desasosiego. Percibió ese dolor inmenso que acompañaba a la Esclava. Y, sin saber por
qué, irrumpió en llanto. Como si fuera ella misma la que sintiera esa desesperanza de la
Esclava.
Raquel, amiga de Susana e integrante del grupo, le preguntó:” ¿Por qué lloras? ¿Acaso tú
también, conociste a Lorena la amiga de la Esclava?
Susana sintió temor. No sabía cómo Raquel había conocido su percepción. Mucho menos,
donde conoció lo de Lorena y su relación con la Esclava.
De un momento a otro, se desató una tempestad. Con vientos huracanados y con
relámpagos y truenos. Una lluvia furiosa los azotó a todos y a todas. Llovió durante seis
horas, sin parar. Los Cerros Guadalupe y Monserrate empezaron a desmoronarse. Arrasaron
todo el entorno. Las toneladas de lodo y piedra sepultaron a los barrios circunvecinos.
La única que no sufrió daño alguno fue la esquina brava en donde estaban Susana y Raquel
y los otros amigos y las otras amigas. A quienes yo nunca había visto. Y creo que Ancízar
tampoco. Ni siquiera “el mono”. Con todo y lo hablador y hechizo que era.
La Esclava habló al oído de Susana. Le dijo: Sígueme. De ahora en adelante serás mi
compañía. La cogió por el brazo izquierdo y alzó vuelo con ella. Tan pronto desaparecieron
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en el horizonte, la esquinita bravata también sucumbió a la avalancha. Todos y todas
murieron.
Lo sucedido se conoció a través de las versiones de algunas personas que escaparon la
tragedia. Úrsula Verdaguer, periodista al servicio de una emisora de la capital, se puso en la
tarea de recopilar estas versiones. Con ellas armó el guión de una serie para televisión.
Los personajes y las personajes son espíritus errantes, que se convirtieron en sombras que
rodean a la ciudad. Esas sombras no permiten la presencia del Sol. Toda la ciudad es un
escenario absolutamente sombrío y frío. Esos espíritus vagan y ululan. Articulan escasas
palabras. Lo único que se les entiende es:”…esperen el 31 de octubre de próximos años.
Cualquiera de esos futuros días apareceremos y será otra tragedia. Y mi como que medio el
vahído de antes. Y no sabía qué hacer. Y llamé a gritos. A Ancízar. A Valeria. A mi hija.
Desde el día en que se conoció la serie escrita por Úrsula; todos y todas en la ciudad capital
no controlan su temor. En vigilia permanente esperan ese día 31 de octubre.
Vino, otra vez el recuerdo. Sentí como si yo hubiera vivido en ese tiempo y en esos lugares.
No pude acuñar exposición alguna. No me daban las palabras, solo este yo silente. Como
réplica doliente. Como si yo hubiera sido promotor del dolor de esa niña. Y de su extraña
desaparición. Lo viví y sentí como castigo del Dios Increado que nació como leyenda, por
allá, en el tiempo en que conocí a Ariadna. Veloz mensajería extenuante, apabullante. Hice
como si quisiera regresar al comienzo de la memoria. Cuando no había ni sujetos, ni
palabras, nada. Yéndome por ahí, en la vaguedad superflua, me volvieron los recuerdos,
casi perdidos. En ese ejercicio notarial mío. Como compilador de hechos. Y de los seres
actuantes.
Por esa vía sentí punzante voz. Venida desde el patiecito, de la casita destruida por el paso
del tiempo. Y me fue envolviendo la palabra como susurro. Como compleja porción de
acciones. Volátiles, en veces; asincrónicas. Como nervio prepotente, sin remilgo alguno.
Creo recordar esta plaza. Como cuando uno la mira y cree haber estado aquí antes. Tal vez
será porque estas bancas tienen gente sentada, muy parecida a otras gentes. O será porque
esa iglesia que miro “Cristo Reina, Cristo Impera”; se me asemeja a otras. Con la diferencia
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puesta en esa caída vertical, como pared un tanto fatua. Con esos dos íconos-torres
terminados a la fuerza.
Y esos caballos que pasan. Mulas que trote y trote cansino. Como mulas que han
acumulado tantas enjalmas y tantas monturas. Que han transitado tantos caminos, en
pendiente que te muestra el bajo fondo. Con el surco adormecido. De lo que pudo haber
sido hilo de agua antes. Pero que ya no se nota. O nunca fue. Y, desde esa esquina, miro al
fondo el Cauca que baja, buscando el Occidente. Con la mira puesta es Sopetrán y Santa Fe
de Antioquia. Y, antes, distante Liborina exhibiendo frutales inmensos.
Y, esta gente de a pie. Aquí y allá. Con ese universo de móviles celulares. Llamada tras
llamada. Como una veintena por minuto. Y me pongo a imaginar que dirán tantas voces.
Qué palabras verterán. Diciendo “la vuelta está hecha”; “no vino el patrón”; “ya casi
terminado de comprar la papita”; “el bus de las y media ya salió”; “Los de Fredonia se
perdieron”; “De Versalles no salieron ayer nada, Hortensia y los muchachos”; “amor,
papito, no sea así. Mire que yo si lo quiero”; “tráigale los vestiditos a las niñas”; “Dígale a
Mauricio que lo espero. Él sabe dónde”.
Y miro tantas motos cruzando. Cada una con alguien y sus historias. Y tanta chivita
pequeña. Con tantos bultos. Algunos sin amarrar. Cajas de mangos por ahí, en las esquinas.
Y los almacenes repletos. Tanto insumo. Y para tanta cosa. Caficultores que regatean. Y
que, en vísperas de elecciones, piensan en su vecino amigo. El del Comité anterior. Que no
lo dejo nada contento. Pero, para que decirle ahora. Ya lo pasado pasó. Miremos, más bien,
quien puede quedar. Y que sirva.
Y tanto novelero suelto. Tantas tiendas cerveceras. Tantos cuentos que van y vienen. Tanto
amigo o amiga. Todos esos niños. Y todas esas niñas. Los colegios ahí. Y salen unos y
entran otros. Y, en sus ojos, la ilusión. Por lo que comienzan ahora. Por lo que serán
después. Y esas campanas al vuelo. Siendo lunes, o miércoles; o viernes…cualquier día.
Anunciando eucaristías. O solemnidad religiosa en las despedidas. De los cuerpos que ya
no son vida.
Y transito esta calle y la otra. En veces como que se me pierden las nomenclaturas. No he
podido entender. Calle Córdoba. Carrera Bolívar. Calle Bolívar…y se repiten, como si
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nada. Y el tempo, como en toda parte, no da espera. El o la que llegó, bien. Y si no, que le
vamos a hacer. Tiempo que se agota. Hora 13; hora 15; hora 18. Y así, hasta las
veinticuatro.
Y estas mujeres. Tantas y tan jóvenes. Bien bonitas, casi todas. Pero como en velocidad
constante. O ahí, esperando. Y las escolares riendo y entornando ojos; ante su latente galán.
Tantas mujeres que cruzan. Casi tres por cada un varón. Y, las miro. Y no preciso de donde
vienen. Si de “La Pintada”; o de “La Úrsula”. O han estado aquí, en el entorno cercano.
Tanta palabra que sigue volando. Casi que las veo entre nubes. Con su significado. Prístino.
O enjuto, casi verdulero. Casi en la diatriba. O en el encanto de voz que dice amar. Y, de
seguro, que si aman. Tanta palabra engarzada. Metida ahí en su origen. Tanta conjugación
posible. Verbos “Ir”; “Ser”; “Amar”; “Odiar”; “Servir”; “Vender”…todos en su momento y
en su sujeto que lo hace real y efectivo. En el mensaje.
Y tantos niños. Y tantas niñas. Con sus afugias que palpo. Con sus alegrías que siento. Con
sus miradas que miro. Y tantos abuelos, como yo. Tantas abuelas. Con sus sentimientos
aquí vertidos, desde siempre. Tal vez desde antes de ser lo que es hoy esta tierra. Cuántas
historias
Pasarán, por ahí. Por esa vía que viene desde Pasto; desde Popayán; desde Cali;…Yo,
también pasé un buen día. Hace mucho ya. Para Bogotá; cuando aún no era lo que hoy soy.
Y, desde allá abajo. Más allá de Itagüí, hacia el centro de Medellín; de niño escuchaba “Ya
cruzamos Alto de Minas; vamos rumbo a Medellín, con El Príncipe Estudiante, Hernán
Medina Calderón…”
Y, vuelvo y digo, no sé si estos abuelos y estas abuelas recordarán esos días. O estaban tan
embadurnados de trabajo áspero; que no les daba el tempo para dedicárselo a eso. O será
que, ellos y ellas tuvieron hijos obreros en Cementos Cairo. Con esos silencios cómplices
que se tejieron. Ante los vejámenes. O será que escucharon decir de los de Amagà. Mucho
más de lo que ahora pasa. Con mineros en socavones, asfixiados.
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Y, aquí; ahora estoy viendo en el día a día. Tratando de adaptar mi trajín. Mi memoria. Mi
historia. Tratando de trasmitir algo con mi mirada. Porque, todavía, no he ensayado las
palabras.
El erizado cabello estaba ahí. En cabeza de ella; la que solo conocí en ciernes. Como al
relámpago no sutil. Por lo mismo que como afanoso convocante. Siendo, como es en
verdad, una especie de alondra pasajera y mensajera. Se me parece al verdor de los bosques
que crecen en silencio. Sin sentir unos ojos ensimismados por su pureza; siempre presente.
Creciendo en lentitud. Pero, siempre, en ebullición de células, en trabajo constante.
Haciendo real lo que potencial al sembrarlos era.
En verdad no la había visto pasar nunca. Como si la urdimbre de la vida en ella, no fuera
más que simple expresión de fugaz cantinela. Abarcando circunstancias y momentos. En
sentimientos explayada. Como momentos de transitorio paso. Por cada lugar, muchas veces
umbríos. Como simple pasar de largo. Sintiendo lo que está; como si no estuviera.
Y así fue siempre. Cada ícono suyo, más velado que el anterior. Como Medusa incorpórea.
Solo latente. Sin Prometeo ahí. Vigilante. Hacedor del hombre. Acurrucado en esa veta
grisácea. Tejiendo el lodo. Amasándolo. Hasta lograr cuerpo preciso. Y, soplado por Hera,
vivo aparece. En los mares primero. Tierra adentro después. Locuaz a más no poder. Por lo
mismo que el jocoso Hermes robó el tesoro vacuno de Apolo. Y lo paseó en praderas
voluntarias. Que ofrecieron sus tejidos en hojas convertidos.
En esto estaba mi pensamiento ahora. Cuando vi surgir el agua. Desde ahí. Desde ese sitio
en cautiverio. Y la vi correr hacia abajo. Rauda. Persistente. Siendo, en esto mismo, niña
ahora. Y va pasando de piedra en piedra hasta hacerse agua adulta. En ríos inmortales. Y la
Afrodita coqueta, mirándola no más. Tomándola en sus manos después. Besándola triunfal.
Haciéndola límpida a más no poder. Y juntas. Agua y Diosa, recibiendo el yo navegante.
Inmerso en ellas. Con la mirada puesta en el Océano más lejano. El de Jonios. O el de
Ulises. Desafiando a Poseidón. El Dios agrio e insensible. El mismo que robó tierra a la
Diosa cercana al Padre Mayor. Y que fue conminado a devolverla. Y que, por esto, secó
todos los ríos y lagunas. Solo el nuestro permaneció. Por estar ella presente.
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Al hacerse noche de obscuridad afanada. Vimos una luz alada. Cruzando el aire de
neutralidad dispuesto y de fuerza creciente. Y bajó esa luz. Prendida en una rama. Con sus
alas apagadas. Ya no luciérnaga veloz. Más bien postura de bujía con tonalidades diversas.
Y nos dijo, al vuelo, que guiaría nuestra fuga. Hasta encontrar la flecha que mataría al Dios
de Mares insolente y perverso. Y que, allí, no más llegásemos, plantaría surtidores de agua
dulce. Y separaría estos de la pesada sal de los mares. Dándonos la clave para revivir lo que
había sido muerto. Y que era, entonces, nuestro tutor y conversador en lúdica creciente.
Cuando se fue ella, volvió la luz; aun siendo noche. Río abajo fuimos. Encontrando
caminos de disímil figura. Escarpados unos. Tersos, lisos, otros. Y, en cada uno,
sembramos ternura. Llegando a ellos, vimos llegar las creaturas prometeicas. Y llegó
Perseo. Engalanado. Como sabio tendencial Como creyéndose ya, Dios de plena
corporeidad. Superior al Padre Mayor. Por encima del Olimpo enhiesto.
Y, allí mismo, surgieron los apareamientos. Ninfas con Titanes. Vírgenes no puras, con los
hijos espurios de Cronos. Pasó, también, el Jehová de los Judíos. Con vuelo rasante y
tardío. En busca del Moisés hablado y trajinado; en desierto consumido. Y vimos al Adán
insaciado: Buscando el sexo de su Eva no encontrada. También pasaron los hijos de Hades.
Buscando abrigo temporal. Y volvieron las lluvias. Presagio de la muerte del Dios de los
mares salados.
Una vez llegamos a Creta, nos dispusimos a organizar las Jornadas Olímpicas. A viva voz y
vivo puño. De gladiadores dotados de los frutos que da la paz. Y vinieron las trompetas.
Desde Delfos. Pasaron los Argonautas Homéricos. Vino el potente Ulises, desafiando la
gravedad sin saber que era ella. Soplaron los vientos mandados desde el Olimpo. Júpiter
henchido de fuego.
Dios retador latino ante el Dios Griego Zeus. Las carrozas dispuestas. Las coronas también,
para quienes deberían se coronados, siendo triunfantes.
Así pasaron, por mi recuerdo, las cosas que viví en antes. Bajo este cielo, ahora, me siento
tan solo como la pareja que se quedó del Arca del transportador Noé. Una soledad
asfixiante. Persuasiva en lo que tiene de válido la resignación. Estando aquí, ahora, se
quiebra mi pasión por verla de nuevo. A la Diosa incitante que cautivó mi ser. Tanto que ya
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no respiro tranquilo. Viéndola en remisión a su Cielo. Y, volviéndola a ver, aguas abajo.
Como cuando conquistamos el Paraíso. Como cuando nos hicimos inmortales pasajeros del
vuelo y de la vida. Recurrente es, pues, mi silencio, adrede, por lo más. Estando así,
recuerdo a la Eva convocante. Y veo su cuerpo de tersura infinita. Y la poseo antes que su
Adán regrese del exilio. Y, de su preñez, nacieron dos réplicas de Tetis y de Vulcano.
Creciendo, a la par, se fueron difuminando en el amplio espectro. Llegando Adán, palpó el
vientre de su Eva. Y supo que allí había anidado alguien y había dejado su semilla. Y la
violentó con bravura inmensa. Lo maté yo. Así en veloz disparo de flecha.
Ahora estoy en reposo obligado. Ya no está conmigo la fuerza que me había sido cedida
por Sansón. Ya no experimento ninguna incitación. Como antes, cuando mi visión volaba
en busca de la desnudez de las mujeres todas. Como en represalia por haber perdido para
siempre a la Diosa Pura. Aquella con la cual navegué. Y que, su sexo, inauguré. Habiendo
frotado antes, en mí, la sangre de los genitales cortados por Cronos a su padre. Y, todavía,
escucho su voz diciéndome: has sembrado en mí. Mañana no me verás más. Pariré al lado
de mi padre. Y lanzaré al fuego eterno lo que de ti pueda algún día nacer.
No la volveré a ver más. Es, por lo mismo, que moriré; como lo hizo, en cercano pasado,
Cleopatra. Una cobra hincará sus colmillos en mi cuerpo. Y mi espíritu volará al infinito. A
purgar mis penas, al lado de los dioses despojados de atributos. Expulsados del Olimpo
Sagrado; por haber agraviado al Padre Zeus. O al Dios Júpiter llegado.
Al día siguiente, aposté por la vida. Simplemente porque todo seguía igual. Los nubarrones
grisáceas, impedía ver al Sol, Y ese frío profundo, grueso. No podía caminar. Me senté ahí,
en el quicio de la casita de don Aldemar. Nadie alrededor. Siguió siendo un diciembre
helado, rampante; en lo que esto tiene de antesala a la perdida de referentes. Sentí que el
viento me llevaba, de la mano, a los primeros días. Esos, antes de haber nacido criatura
alguna. Vapuleado por la fuerza áspera. Con el dolor en mis piernas. Como si hubiera
recibido los flechazos de los gladiadores embravecidos. Enfrentándose a los Césares.
Sujetos de mirada perdida, triste. En acciones de depredación. Con su amargura potenciada.
Como queriendo dejar de sentir que todavía seguían vivos. Yo, en pretendida erudición,
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increpé a Suetonio. Le dije algo así como que de nada había servido su descripción de los
avatares históricos de quienes ejercían dominio. Como tósigo, decía yo. Seguí rodando, en
mi imaginación enfermiza. Hasta llegar al territorio de Ulises. De los mares cargados de
fuerza milenaria. Ampulosas olas sin gobernanza alguna. Me extravié en el camino. Y me
encontré a Jesús de los Cristianos. Estaba ahí. Torturado, clavado en la cruz. Y todo,
alrededor suyo, empecinado en dar rienda suelta a la tormenta aciaga. Me adentré en su
pasado. Me expuse a seguir mirando su futuro. Y del de todos y todas sus seguidores y
seguidoras.
Tertuliano estuvo, ese día, trillando su discurso. El mismo. Como referente lo cotidiano en
el actuar de los apologéticos de la diáspora. Tal vez, en lo más íntimo, él conocía de su
equivocación al elegir ese camino. Pero ya no había vuelta atrás. El conflicto se había
profundizado. Tanto que, el judeocristianismo sucumbía como opción única válida en el
proceso de consolidación del monoteísmo mosaico. Ya, la devertebración, estaba acunada.
Porque no había por donde ni con que desglosar las doctrinas básicas.
En ese tiempo, la división política y administrativa, comprometía una noción primaria del
concepto de estado. Por una vía apenas lógica, dado el contexto. Una configuración
geopolítica con fronteras tan delgadas, que el Imperio Romano, se deslizaba hacia una
figura de poder un tanto extraviada. O, para decirlo mejor, en el cual las directrices
cruzaban territorios acicalados con ese universo de opciones de interpretación en términos
de lo que pudiera constituir el referente básico. Una posición dubitativa. Entre la
permanencia de la ortodoxia fundamental del politeísmo inherente a las convicciones
heredadas. Y el crecimiento de lo tripartito. Fundamentalmente en lo respecta al fariseísmo
político-administrativo, el judaísmo venido directamente desde las escrituras antiguas,
mosaicas y los hechos asociados a la nueva versión mesiánica; habida cuenta del
crecimiento del mensaje de Jesús. Como Nuevo Gran Profeta.
Rondando “El Templo”, como instrumento físico; fortalecido, reconstruido en gobierno de
Herodes el Grande. Y que se hacía escenario de confrontación. En diatribas portentosas.
Casi como acariciando la contienda precursora de un nuevo régimen político-religioso.
Vista, la nueva ideología como herética y como originada en especulaciones, más que en
doctrina sólida. Porque, en lo cotidiano, ya estaba hecho el ejercicio. Ya había un discurso
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y unas acciones de proselitismo, permeado por una nueva noción de Dios Significante; en
necesidad de retar a la humanidad que se deterioraba cada día más, a partir de escindir y
extraviar el acumulado histórico y religioso. Inclusive, con el agravante que era casi
imposible dilucidar contenidos.
Y es que Tertuliano pretendía zanjar la confrontación (casi cieno cincuenta años después)
una disputa que empezó a trascender la simple arenga. Por lo mismo que, a la par con la
confrontación centrada entre el Imperio y la tripartita amalgama contestaría; se iban
desgranando posiciones menores, pero adheridas al mismo piso originario. Ya los fariseos
administradores, tenían un disenso, por la vía de los zelotas. Siendo estos una
representación grupal, enfrentada con el fisco romano. Y allá, en Jerusalén, se hacían
excesivamente fuertes. Casi como desplazando todo el contenido mismo de las expresiones
judeocristianas.
Daba cuenta, el rico propietario y esponjoso crítico leguleyo, de pretensiones un tanto
militaristas. Como si evocara, hacia atrás, los condicionamientos propios de la historia
religiosa asociada con el Pueblo Judío. De la dirección política de Moisés y de su capacidad
para establecer con sus dirigidos una relación de prepotencia centrada en los Diez
Mandatos Fundamentales. Y se hizo fuerte, Tertuliano, a partir de su ofensiva en contra del
decantamiento en la doctrina, realizado por Pablo de Tarso. Algo así como, en una
seguidilla de torpezas a nombre de la ortodoxia.
Los Juegos Olímpicos en 165, marcaron el surgimiento de otra arista en la confrontación.
Marciòn, empezó a ejercer como opción preponderante. En un entramado de confusión. Al
menos en lo que respecta al significado de la propuesta de los eirenos. De la razón de ser de
la variante en Peregrino y su inmolación, e nexo con la defensa de sus postulados
fundamentales.
Ya estaba dicho, diría Pablo de Tarso, de lo que se trata es de la preservación del hilo
conductor básico. De no dejar extinguir el fuego del cristianismo; por la vía de ignorar que
la confrontación con la teoría helenizante, no era otra cosa que expresiones de la dinámica
misma de la contradicción. Entre el Jesús histórico, ambivalente. Y el Cristo, resucitado. Es
decir no surtir teoría escindiendo las dos partes. Por el contrario, haciendo cohesión.
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Centrando la divulgación en el ejercicio doctrinal, a partir de ese equilibrio. Y, tal vez por
esto último, la Trilogía Pablo-Santiago-Pedro, se fue deshaciendo. Porque no cabían
ambigüedades; siendo como era el momento de decisiones.
Lucas, en apariencia, esperaba descifrar los nuevos códigos propuestos por El Reformador.
Pero su estreches intelectual, dio lugar a la escritura de los Hechos, de su versión
evangélica, como palabras agrupadas en una linealidad que no da cuenta de la estructura
doctrinal del Maestro y de sus acciones. Por ahí, entonces, Lucas se tuvo que contentar con
el distanciamiento. Lo que podría llamarse bajo perfil. Solo pasados casi doscientos años se
vino a exhibir el escrito suyo, en cierta hilatura, por lo menos cohesionadora.
Ya andaba Popea con su Nerón. Y ya había pasado el momento histórico de Herodes el
Grande. Y sus sucesores, Herodes Antipas, Arquelao y Herodes Filipo, vieron diluirse el
poder entre sus manos. Y, el crecimiento de los cristianos y los judeocristianos seguía
siendo disímil y agrandado en confusión. Un tanto remontando la historia del antes de, los
esenios, Anàs, de Aarón, de los levíticos. Se encuentra nuestro Tertuliano, confeso
ignorante, de frente con esa historiografía. Que solo logra dilucidar en lo inmediato
primario de las andanadas en contra de Pablo. Y siendo así, se erige en defensor de la
diáspora, casi que por simple ley de la gravedad.
Cuando Popea incita, entonces viene a cuento la tragedia de Juan El Bautista. Ya ahí, en el
mero episodio de la acción iniciática de Jesús. En el agua, como agua pura que remite a
borrar rastros; estaba presente, en latencia casi, la diversidad estatutaria. Si es quien, Jesús,
superior a quien es Juan El Bautista; es un circulo que nunca se cerró. Y lo mismo va para
la designación del espacio temporal para el ejercicio sacramental. Si, en ese contexto físico
y conceptual de Templo Sagrado. O de, en menor dimensión, el propio Sanedrín. El ir y
venir de las acciones y sus consecuencias.
Perdiendo la cabeza El Bautista, como que se pierde en el tiempo la posibilidad de la
dilucidación. Quedan, entonces, en remojo parte de los orígenes. Y se remonta, otra vez,
predecesores. No solo en lo que hacen alusión los hacedores de profecías en el pasado.
También en cuanto a los nexos con posturas de los clásicos helénicos. Desde Sócrates hasta
Aristóteles; pasando por las opciones propuestas por Séneca. Siendo, eso sí, la partición de
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las Doce Tribus. Y las enseñanzas, en torno al Dios Vengador e Iracundo, de Moisés. Y la
noción de sacrificio, en términos de la conminación a Jacob. Y, a su vez, la herencia
máxima doctrinal judía propiamente dicha.
Cuando Constantino entra en baza, el manejo de las contradicciones no se ha atenuado. Y
no tenía porque. Seguía siendo referente el consolidado de Pablo y sus prístina propuesta de
vaciar los contenidos de la diáspora; de tal manera que pudiese decantarse la enseñanza en
sí. Ya no de su misterio en relación con la opción trinitaria. Ni con el símbolo propio
pentecostal.
Haciéndose, como en verdad se hizo, converso utilitarista. Propiciador de recursos físicos.
De poder y de obligatoriedad deriva de él; sumerge a la doctrina en un pozo absolutamente
obscuro y contradictorio, de por sí. En este contexto, la aparición de Orígenes y de sus
reflexiones filosóficas, proveen de nuevo instrumento a la teoría del de Tarso.
Nuestro Tertuliano, pues, se fue extinguiendo. Él mismo se dice y se replica. Y se va
diluyendo en los avatares propios de una dinámica que lo trasciende. Y, cualquier día, lo
encontramos inmerso en su propio discurso. Ahogado en sus propias palabras insípidas e
intrascendentes.
Ensimismado estaba. Como vulgar agorero que impone las palabras. No dejando lugar a la
libertad emergente. En una sensación de impotencia. Me veía, a mí mismo, como sujeto de
nervadura pútrida. Como dando vuelo a la desperanza. Como imponiendo la versión árida
del comienzo. Por fin me levanté. Ya el Sol había derrotado a las nubes. Apareció en la
imponencia suya. En la gobernanza del sistema. Como Padre único del universo. Como si
no existiese nada más. Como retando a todos y todas
Andando el tiempo, entonces, recordé lo que fui en próximo pasado. Y me volví a contar a
mí mismo. Con palabras de los dos. Aquellas que construíamos, viviendo la vida viva
Es como todo lo circunstancial. Cuando regresas ya se ha ido. Y lo persigues. Le das
alcance. Y lo interrogas. Al final te das cuenta que fue solo eso. Por eso es que te defino, a
ti, de manera diferente. Como lo trascendente. Como lo que siempre, estando ahí, es lo
mismo. Pero, al mismo tiempo, es algo diferente. Más humano cada día. Una renovación
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continua. Pero no como simple contravía a la repetición. Más bien porque cuenta con lo
que somos, como referente. Y, entonces, se redefine y se expresa. Mi querido Ancízar, en
el día a día. Pero, también, en lo tendencial que se infiere. Como perspectiva a futuro. Pero
de futuro cierto. Pero, no por cierto, predecible. Más bien como insumo mágico. Pero sin
ser magia en sí. No embolatando la vida. Ni portándola, en el cajón de doble tejido y doble
fondo. Por el contrario, rehaciéndola, cuando sentimos que declina. O, cuando la vemos
desvertebrada.
Siendo, como eres entonces, no ha lugar a regresar a cada rato. Porque, si así lo hiciéramos,
sería vivir con la memoria encajonada. En el pasado. Memoria de lo que no entendimos.
Memoria de lo que es prerrequisito. Siendo, por lo mismo, memoria no ávida de recordarse
a sí misma. Por temor, tal vez, a encontrar la fisura que no advertimos. Y, hallándola,
reivindicarla como promesa a no reconocerla. Como eso que, en veces, llamamos
estoicismo burdo.
Y, ahí en esa piel de laberinto formal, anclaríamos. Sin cambiarla. Sin deshacernos de lo
que ya vivimos sin verlo. Por lo mismo que somos una cosa hoy. Y otra, diferente, mañana.
Pero en el mismo cuento de ser tejido que no repite trenza. Que no repite aguja. Que se
extiende a infinita textura. Perdurando lo necesario. Muriendo cuando es propio.
Renaciendo ahí, en el mismo, pero distinto entorno.
Quien lo creyera, pues. Quién lo diría, sin oírse. Quien eres tú. Y quien soy yo. Sino esa
secuencia efímera y perenne. De corto vuelo y de alzada con las alas, todas, desplegadas.
Como cóndores milenarios. Sucesivos eventos diversos. Sin repetir, siquiera, sueños; en lo
que estos tienen de magnetismo biológico. Que ha atrapado y atrapa lo que se creía
perdido. Volviéndolo escenario de la duermevela enquistada.
Y, sigo diciéndolo así ahora, todo lo pasado ha pasado. Todo lo que viene vendrá. Y todo
lo tuyo estará ahí. En lo pasado, pasado. En lo que viene y vendrá. En lo que se volverá
afán; mas no necesidad formal. Más bien, inminente presagio que será así sin serlo como
simple simpleza sí misma. Ni como mera luz refleja. Siendo necesaria, más no obvia
entrega.
Y siendo, como en verdad es, sin sentido de rutina. Ni nobiliario momento. Ni, mucho
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menos, infeliz recuerdo de lo mal pasado, como cosa mal habida; sino como encina de
latente calor como blindaje. Para qué hoy y siempre, lo que es espíritu vivo, es decir, lo
tuyo; permanezca. Siendo hoy, no mañana. Siendo mañana, por haber sido hoy...y, así,
hasta que yo sucumba. Pero, por lo tanto, hasta que tú perdures. Siendo siempre hoy.
Siendo, siempre mañana. Todo vivido. Todo por vivir. Todo por morir y volver a nacer. En
mí, no sé. Pero, de seguro sí, en ti como luciérnaga adherida a la vida. Iluminándola en lo
que esto es posible. Es decir, en lo que tiene que ser. Sin ser, por esto mismo, volver atrás
por el mismo camino. Como si ya no lo hubieras andado. Como si ya no lo hubieras
conocido. Con sus coordenadas precisas. Como vivencias que fueron. Y hoy no son. Y que,
habiendo sido hoy, no lo será mañana.
Y es ahí en donde quedó. Como en remolino envolvente. Porque no sé si decirte que, al
morir por verte, estoy en el énfasis no permitido, si siempre he querido no verte atado
subsumido; repetido. Como quien le llora a la noche por lo negra que es. Y no como quien
ríe en la noche, por todo lo que es. Incluido su color. Incluido sus brillosos puntos titilantes.
Como mensajes que vienen del universo ignoto. Por allá perdido. O, por lo menos, no
percibido aquí; ni por ti ni por mí.
Y sí que, entonces, siendo yo como lo que soy; advierto en ti lo que serás como guía de
quienes vendrán no sé qué día. Pero si sé que lo harán, buscando tu faro. Aquí y allá. En el
universo lejano. O en el entorno que amamos.
Episodio noveno
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El Sol, Palas y la Diosa
Definitivamente, la soledad hizo mella en mí. Pasaron y pasaron los días. Y yo ahí en las
esquinita bravera. Ya había pasado diciembre. Un enero caluroso. Pero yo seguí sin poder
entender la dinámica nueva. En una sinrazón que me dolía en profundo. De pronto, como
de la nada, apareció Serafín. Como sujeto convocado. Erizado su cabello negro. Venía,
según me dijo, del lugar equidistante entre Júpiter y Saturno. Me miraba, haciendo girar
trescientos sesenta grados su cabeza. Como fenómeno expósito. Como truhan de mil
batallas erosianadoras. Como quien asume el mando de la locomoción y de la memoria. Su
voz empezó a subir de tono. Casi en vocinglería inmensa, arropadora, por la bajo. En
expresiones sin concatenación propia. Más bien como estertores profanos, deslucidos.
Sucedió como casi siempre suceden las cosas, cuando son nuestras. Estando ahí, situadas en
la esquina tercera del barrio; una joven mató a su amiga. Aparentemente en juego guerrero
de recordación perdida. De mi parte, solo un vahído absoluto. Como cuando uno siente que
en ese dolor se le va el alma. Un cuadro impresionante. La joven agresora, muchacha bien
dotada de cuerpo. Con rasgos de cara un tanto masculinos. Con ojazos negros, penetrantes.
De esos que se involucran con uno y lo traspasan. La agredida, ahí en el piso. Pero todavía
con ojos verdes abiertos. Labios gruesos, provocantes. Cuerpo de una delgadez envidiable.
Piel color canela, lisa, embriagante.
Y pasó que, se hizo aglomeración inmediata. Cada quien tratando de esculcar cualquier
versión. Que fue a propósito. Que las habían visto discutir el día anterior. Que la muerta era
amante de la que le dio muerte. Que no hubo tal juego. Que el puñal entró con fuerza
inusitada. Que las vieron pasar de las manos cogidas. Que la de la piel café no era del
barrio. Que…
Por lo mío, no tuve dudas. En verdad un juego de libre interpretación. Como luchadoras
cuerpo a cuerpo. Un brilloso metal hecho arma ligera. Ahí en el piso. Ganaba quien lo
cogiera primero e hiciera un giro de cuerpo en su propio eje. Y atacara con la fuerza de su
brazo derecho. Y, simplemente, se le fue la mano a la primera que cogió el metal.
Lo digo, porque ya lo había visto. En ese sueño de mitad de noche, anterior una vez lo soñé
y comenzó el no poder dormir; viajé en el tiempo. Y localicé las hendiduras de la ciudad
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profana. Y, allí, estaban ellas. En otro tiempo. Con sus telas trasparentes, actuando como
envolturas. Y sus cuerpos al desnudo, se exhibían en las transparencias. Y vi esos muslos
sólidos, puestos en firme. Guerreras ahí, en pleno coliseo temerariamente habilitado. Y
estaban otras mujeres cuando empezó el duelo. Y vi volar caballos alados adornados con
estolas de flores. Y vinieron en veloz carrera, como rayos enceguecedores, caballeros de
alta estima. Dicho así por lo que vestían. Adornadas sus cabezas con olivos en fuego.
A la otra noche. Noche antes del día en que en la esquina tercera del barrio; volví a ver el
duelo. Ya en la arena del coliseo. Y tribunas todas colmadas. Y llegaron otros en carrozas,
haladas por machos cabríos. Conté hasta cien de ellos. Y bajaron los señores. Y se
instalaron en tribuna especial. Con sus frentes en alto. Con gestos imperiales. Y localicé las
aureolas que circulaban en torno a su cabeza.
Esa misma noche, antes del día aquel, empezó el duelo en verdad. Y la de ojazos negros
penetrantes. Se abalanzó sobre la morena de muslos bien henchidos. Con ese cabello al
viento. Y vi el metal ahí, en la arena. Y entraron en el cuerpo a cuerpo. Brazos y piernas
entrelazadas. Fundidos al unísono. Con la música al aire. Siguiendo sus movimientos. Y
cayeron en la arena. La de negros ojos inhabilitó a la otra. Y cogió el metal, tratando de
incorporarse para hacerse vencedora, en ademán no previsto abrió el pecho de la vencida. Y
su corazón al aire Fue.
Yo seguía ahí. Viendo el cuerpo endurecerse. Viendo esa piel hermosa languidecer.
Tornándose en opaco gris, desierto. Viendo como sus ojos se iban apagando. Viendo ese
cuerpo entero provocante, languidecer al infinito. Ya frío. Ya sangre antes viscosa a
torrentes, una resequedad muda. Pétrea. Y seguía llegando gente. Inventando palabras para
azorar a la vencedora. Y ella puesta en pie. Con su mirada perdida. Como implorando
perdón, no se sabe a quién. Y su vuelo de cabello apuntando al infinito. En esa ráfaga de
viento que, de pronto, llegó desde la nada.
Volví a la otra noche, antes de este día aciago. Ya, otra vez, el desvelo. Insomnio tardío.
Volcado a la arena del coliseo que seguía pleno. La arena teñida de rojo. Al lado de las dos.
Y la del metal en la mano, erguida. Sus ojos de tristeza absoluta, continua. El cuerpo tirado
ahí. Ya perdido. Ya sin el brillo de la vida. Cabello que se tornó opaco. Ya no con el brillo
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de antes. Toda arropada en el velo traslúcido. La desnudez abierta. Paso a paso fui
recorriendo con mi mirada su hermosura. Y la sentí como si fuera mía. Como si antes del
duelo la hubiera poseído con delirio. Con ternura exacta, sin la expresión dubitativa mía en
otros quehaceres.
Ahí, en esa tercera esquina seguía yo. Como impávido testigo de lo que vi en la otra noche.
Gente inmediata. Un grupo asfixiante por lo tumultuoso. Ya llegaron los levanta cuerpos.
Con sus guantes finos. Pegados a la piel de sus manos. Y con la parsimonia acostumbrada.
Abriendo los labios gruesos, con pinzas plateadas. Cerrando los ojos de la que fue muerta
en lance absurdo. Tocando la herida del pecho. Agrietándola más. Y cubriendo todo el
cuerpo con manta blanca. Ya no podía ver yo, esa hermosura apretada en bajo vientre. Y
metieron el cuerpo en bolsa negra. Y luego la cerraron. Y desapareció, pues, el cuerpo
entero. Y la vencedora dolorida. Con espasmos cada vez más fuertes. Mirándolo todo en
derredor. Auscultando. Como buscando un nombre para la tragedia. Para ella y para la
vencida.
Y, esa misma noche del antes de, vi a Zeus en la tribuna. Envejecido. Llorando también. Y
su séquito. Hermes, Afrodita, Aquiles, Hera. Todos y todas, lamentando la muerte. En la
arena seguía, con sus ojos agrandados, lamentando lo sucedido. Rogando la no tipificación
de preterintencionalidad. Buscando asidero en la belleza de la perdedora y en la suya
propia. Con el velo alzado al viento. Con la desnudez exaltada. Sus pechos inflamados,
pero tristes también. Y vinieron a caballo a levantar el cuerpo. Sin guantes. Espada al cinto.
Lo alzaron sin dulzura. Lo colocaron ahí, en el carruaje. Sin ceremonia. Casi sin respeto.
Los vi alejarse con la rapidez de corcel recién adiestrado para la guerra.
Ya es otra noche. Yo sigo ahí. En la esquina tercera de mi barrio. Ya ha pasado todo. Ya no
hay nadie. Solo ella. Aturdida. Me le acerqué. La abracé con mi cariño posible, henchido.
Secándole las lágrimas que ya hacían como laguna en el piso. Con oleadas vibrantes. De un
azul celeste divino. Y le acaricié su cabello. Se había vuelto blanco, casi níveo.
Sin saber cómo, ni porqué, se deshizo de mí. Volando se fue. Acompañada de nubes grises,
presagiando tormentas. Hasta que se perdió en el infinito cielo herrumbroso. Su última
mirada fue para mí. Diciéndome adiós
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Esa misma noche volví al sueño y al desvelo. Ya no había nadie en el coliseo. La arena toda
teñida de rojo a borbotones. Ella ahí. Mirándome. Con el metal en la mano. Lo lanzó al
aire. Y ella tras él. Ascendió rauda. Detrás del envejecido Zeus. Con su mano, un adiós que
todavía es latente en mí; a pesar de haber pasado cuarenta noches, de sueño perdido. De
desvelos perennes y por la noche guarnecido.
Episodio décimo
La venganza
En eso de ir buscando eventos de justificación, me he encontrado con el arrebato propio
del inicio. Siempre en posición de tratar de negarlo todo. Como quien deduce que solo lo
suyo es válido. Y que, inclusive, el antes del comienzo no se evidencia en ningún referente.
Y que, a lo sumo, podría inventarse un proceso de confusión, al momento de explicarlo. Por
esa vía, entonces, se tiende a socavar el infinito; porque este no conduce a la proclama del
término de los días.
Visto así, en consecuencia, lo mío como que se hace sensato; habida cuenta de los albores
de lo que existe. Y siendo así, me detuve en el relato de la fornicación de Erebo con la
Noche. Y que, por esa vía, fueron surgiendo la vejez, la muerte, la concordancia. Y me fui
con esto al auto exilio. Reconviniéndome a mí mismo por la exudación de ejemplos
vulgares. Como construidos al lado de un hilo conductor de expresiones funestas. Y, por lo
mismo, sigo en la escucha de la tronera que emerge. De los rayos voraces que absorben
toda energía que nos colocan en condición de postración constante; sin volver a ver a
Ancízar.
Dirigí la búsqueda, esa noche a la localización del aire y del día. Como si fuesen pareja que
fueron cumpliendo con el exorcismo del que se erige como creador. Y que, aire y día,
engendraron a la Madre Tierra y al Sol y a los Mares. Y que yo seguía ahí. En esa tenebrosa
soledad. Y que se fueron decantando las cosas y los seres. En ese Templo de la diosa
Hestia. Que, a lo sumo, fue recluida en el mismo. Que, de paso, ejerció como pionera de la
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madre esclava. De la mujer arropada con los poderes de quienes exhibían condición de
soberanos inmutables. Que iban, como en realidad lo hicieron, enhebrando el hilo y la
aguja, hacia el tejido propio del símil de cadalso habilitado.
Volver, desde ese exilio mío, a retar a Urano. Por la vía del Cronos que lo impele a no
seguir siendo él. Que lo vulnera en su sexo y que lo arroja a los mares. Y que, tal vez por
esto, estimula el apareamiento Tierra Aire, originando el terror y la astucia. Y que, estos
tesoros, fueron echados al entorno de los mortales. Para que, en juntera impropia,
amenazaran con el exterminio. Por la vía más perversa posible.
A mi regreso, entonces, lo de los otros y las otras, se ha convertido en insidioso proyecto.
Ya, así entendido, se fueron reconstruyendo el actuar y el quehacer pasivo. Ya no en el
exhibición del libre albedrío. Si no en aquello que es conducido a través de la hilatura
primera. Como marionetas que pululan. Que se hacen, cada vez más, gregarias de ese Ser
Primero. Que es condicionante y vulnerador del arrebato libertario del uno y de los unos
todos.
Y, al desgaire, se sintonizan los eventos. Ya no en acción plena de lucidez; sino en simple
repetición. Efímera, a veces, perenne, otras. En el Universo ya habilitado. Como simple
diáspora de lo pasado antes. Circundando la esfera siempre. Yendo y viniendo estamos. En
el vaticinio ya hecho. De que solo podemos ser lo que somos; sin el vuelo del albur
necesario.
Estando aquí y así, seguimos el sendero ya trazado. Somos como errantes mecanizados.
Metidos en la envoltura del Determinador. Que se inmiscuye en lo nuestro y nos ordena.
Vamos, por lo tanto, horadando nuestra propia habitación que nos ha de albergar por
siempre.
En esto de las ilusiones estaba. En ese sueño de perdición. Esta, yo, ahí. En el lugar preciso
del territorio que creía válido y hospedero. Saliendo, hice como que miraba a la ciudad. Mi
ciudad y la de los demás. Y la vi avasallada por la bola de fuego viva. Originada en los
átomos partidos en sucesión. El uranio al aire y al suelo extendido. Energía destructora. Y
corrimos todos y todas. Y nos refugiamos en el manto de Hestia y de los Nagares. Su
refugio estaba incólume. Antes de esa bola roja que avanzaba. Y, al llegar todos y todas,
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Hestia hizo como que paraba el fuego con sus manos henchidas de mar. Pero fue arrasada.
Y Nagares y las Ménades también huyeron. Delante de nosotros y nosotras. Y alzaron
vuelo hacia el infinito universo. Pero de nada sirvió. La destrucción fue el todo. Como
significando la nada del comienzo que no podrá ser tal, porque no habrá otro origen como
el de antes. Sin la mirada del Ancízar mío.
Ya en febrero, seguía sin moverme de la esquinita bravera. He visto pasar el tiempo,
atropellado. Le dije desde la distancia, a la callecita lúdica, lo tanto que me he empecinado
en volver a ver a Ancízar. Con pasión abierta y sincera. Nunca he dudado de la gendarmería
palaciega. Allá adonde él se dirigió, hace mil años. No atinaba a nada más. La callecita
impávida. Como diciendo, yo solo sé que no volverá, porque se llevó la pelotica con la cual
me entretenía. Mirándolo en la gambeta mágica. Como si, en sus piernas llevara la vida.
Mi vida. Estoy aquí. Y aquí me quedaré; dijo por último la divina calle que me vio crecer.
Desde muy allá, en las sombras de esta otra noche emergió una potente voz. Como
llamándome a la sinceridad. Qué dejara de ser enfermizo sujeto, detrás de Ancízar y
Valeria. Porque recuerda que, hace mucho tiempo nación un niño. Tu hijo. Y nadie,
incluido tú ha preguntado por él. Y que, Valeria, ha puesto todo lo que es, al servicio del
infante. Que se hizo grande d cuerpo de alma. Y anda, por ahí, buscándote.. Como
martinete envejecido. Solo quieres avizorar a Ancízar, sin conocer que él se hizo amante
del fuego vivo. Del viento veloz, cálido, sinuoso. ¡Qué te has creído dueño de todo y de
nada1 Anda a ver sí te oyen en medio de esas acciones propuestas de tiempo atrás. Entre
Ancízar y tú no has hecho nada al respecto. Solo en el brete repetitivo. Escúchalo. Yo te
abro los oídos. Los potencio; para que sepas que está diciendo.
Se lo habían enunciado un año atrás. Pero, él, creyó que era otra broma del señor alcalde.
Lo que le dijeron tenía que ver con su condición de amante de hombres. Especialmente de
adolescentes. Un largo historial. Aún antes de que se iniciara la actuación con el referente
de “libertad para amar. Libertad para ser amado”. Su capacidad de seducción, era infinita.
Él mismo contaba que había “desollado” a más de cuarenta. Sin ninguna violencia previa.
Simplemente convocándolos con esos sus ojos verdes, penetrantes, asfixiantes. Que no dan
lugar, una vez se los mira, a disidencias.
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Y es que David era puro fuego. Desde pequeño se acostumbró a medir los ensueños y los
sueños. Siempre anhelando ser dueño de todos. Y los catalogaba. Por orden de belleza y de
otorgante de placer. En el colegio era conocido como “El César”, Por lo mismo que exhibía
un autocontrol absoluto, en unidad de acción con la maniobra constante para mantener
cautivos a quienes amaba. Fueran consientes o no de ello.
Y estuvo mucho tiempo en ejercicio de su aureola. Hasta que conoció a Nemesio. Imberbe
bello. Ojos de una negrura convocante. Venía de familia hacedora de proclamas en lo que
concierne a la libertad sexual. Todos y todas, en ella, eran amantes y amados. No
importando la edad, ni el parentesco.
Cuando lo citaron, simplemente, creyó que era una de esas audiencias más a las cuales
había asistido un centenar de veces. Siendo siempre sujeto que no acataba reglas e
insinuaciones. Y creyó, asimismo, que el señor alcalde, en uso de su perfil de incompetente
consuetudinario, simplemente le diría “no hay pruebas. Luego no hay condena”, Él era
consiente que había vulnerado todas las reglas. Desde el mismo momento en que había
agredido a Juliancito, En ese tipo de agresión que involucra la perversión. Porque fue, no
solo obligarlo a aceptar la penetración constante; sino la atadura, de se ser en sí, a un
cuadro relacional vejatorio, infame.
Él había sido todo un engarce sistemático. Aprovechándose del poder ejercido sobre sus
súbditos. En un proceso sin fin. Y, así, se lo había hecho saber al Santo Imperio. Lo
pecaminoso había sido desterrado a partir de la absolución lograda. Tanto así que su
invernadero sexual no había sido tocado. Ni lo sería nunca.
Lo que le anunciaron era, para él, simple retórica lineal. De conformidad con sus principios
y valores. Con velo de organza afín a sus postulados. Y, todos en la región, lo conocían,
Sabían que era dueño y señor de los nacientes párvulos. No había fisura alguna. Porque,
siendo como era él, absoluto dueño de todos y todas; no existía ninguna disposición
manifiesta o soterrada a cumplir con ninguna norma de reclamación. Colectiva o
individual.
Y allí estaban las madres. Sujetas inmersas en la reclamación de “justicia”. Sabiendo ellas
que sus hijos habían sido avasallados por “El César”. Y, además, que este no insinuaba
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ningún arrepentimiento, ante el daño causado. Simplemente porque él, era Poder absoluto
que transgredía, sin transgredir. Con esa visión de supuesto libertario que todo lo puede, en
aras de demostrar que todo se puede.
Y ellas, las madres, sucumbieron. Nadie las acompañó. Y murieron en fuego cruzado.
Alcanzadas por las balas de “El César”. Quien previamente había informado que el sexo
asociado a su predilección, era mandato de estado.
Episodio undécimo
La negación, dos caras
. He resuelto comenzar a desandar lo andado. Porque tengo afán. El declive es insoslayable.
Como anti-ícono. O mejor como ícono que está ahí. Pero que no significa otra cosa que el
regreso. Al comienzo. Como lo fue ese día en que nací. Para mí, sin quererlo, fue el día en
que nacimos todos y todas. Porque, en fin de cuentas, para quienes nacemos algún día, es
como si la vida comenzara ahí.
Lo cierto es que accedí a vivir. Ya, estando en el territorio asociado al entorno y a la
complejidad del ser uno. Pronto me di cuenta de que ser yo, implica la asunción de un
recorrido. Y que este supone convocarse a sí mismo a recorrer el camino trazado. Tal vez
no de manera absoluta. Pero si en términos relativos; como quiera que no sea posible eludir
la pertenencia a una condición de sujeto que otear el horizonte. En la finitud, o en la
infinitud. Qué más da. Si, en fin de cuentas, lo hecho es tal, en razón a esa misma
posibilidad que nos circunda. Bien como prototipo. O bien como lugares y situaciones que
se localizan. Aquí y allá, como cuando se está, en veces sin estar. O, por lo menos, sin ser
conscientes de eso.
Cualquier día, entré en lo que llaman la razón de ser de la existencia. No recuerdo como ni
cuando me dio por exaltar lo cotidiano, como principio. Es decir, me vi abocado a ser en sí.
Entendiendo esto último como el escenario de vida que acompaña a cada quien. Pero que,
40
en mí, no fue crecer, Ni mucho menos construir los escenarios necesarios para actuar como
sujeto válido.
Un quehacer sin ton ni son. Como ese estar ahí que es tan común a quienes no podemos ni
queremos descifrar los códigos que son necesarios para vivir ahí, al lado de los otros y de
las otras. Duro es decirlo, pero es así. La vida no es otra cosa que saber leer lo que es
necesario para el postulado de la asociación. De conceptos y de vivencias. De lazos que
atan y que ejercen como yuntas, Por fuera todo es inhóspito. Simple relación de ideas y de
vicisitudes. Y de calendas y de establecer comunicación soportada en el exterminio del yo,
por la vía de endosarlo a quienes ejercen como gendarmes. O a ese ente etéreo denominado
Estado. O a quienes posan como gendarmes de todo, incluida la vida de todos y todas.
Y, sin ser consciente de ello, me embarqué en el cuestionamiento y en la intención de
confrontar y transformar. Como anarquista absoluto. Pero, corrido un tiempo, me di cuenta
de mi verdadero alcance. No más allá de la esquina de la formalidad. Sí, de esa esquina que
obra como filtro. En donde encontramos a esos y esas que lo intuyen todo. A esos y esas
que han construido todo un acervo de explicaciones y de posiciones alrededor de lo que son
los otros y las otras. Y de sus posibilidades y de su interioridad. Y de sus conexiones con la
vida y con la muerte.
Esas esquinas que están y son así, en todas las ciudades y en todos los escenarios. Y yo,
como es apenas obvio, encarretado conmigo mismo y con mis ilusiones. Y con mis asomos
a la libertad. En ellas se descubrieron mis filtreos con la desesperanza. Y mis expresiones
recónditas, en las cuales exhibía una disponibilidad precaria a enrolarme en la vida, en el
paseo que está orientado, hacia la muerte.
Y estando así, obnubilado, me dispuse a ver crecer la vecindad. A ver cómo crecían,
alrededor de mi estancia, las mujeres y los hombres que conocí cuando eran niños y niñas.
Y, estando en vecindad de la vecindad, conocí lo perdulario. Ese ente que posa siempre
latente. Que está ahí; en cualquier parte; esperando ser reconocido y por parte de quienes
ejercen como mascotas del poder. Como ilusionistas soportados en las artes de hacer creer
que lo que vemos y/o creemos no es así; porque ver y creer es tanto como dejarse embaucar
por lo que se ve y se cree. Una disociación de conceptos, asociados a la sociedad de los que
41
disocian a la sociedad civil y la convierten en la sociedad mariana y en la sociedad trinitaria
y confesional. Y, siendo ellos y ellas ilusionistas que ilusionan acerca de la posibilidad de
correr el velo de la ilusión para dar paso al ilusionismo que es redentor de la mentira que
aspira a ser verdad y la mentira que es sobornada por quienes son solidarios y consultores
para construir verdades.
Y, estando en esas me sorprendió la verdadera verdad. Justo cuando empezaba a creer en el
ilusionismo y en los ilusionistas. Verdadera verdad que me convocó a reconocerme en lo
que soy en verdad. Sujeto que va y viene. Que se enajena ante cualquier soplo de realidad
verdadera. Que ha recorrido todos los caminos vecinales. En lo cuales he conocido a magos
y videntes de la otra orilla. Con sus exploraciones nocturnas, cazando aventureros que
caminan atados a la vocinglería que reclama ser reconocida con voz de los itinerantes. Y,
estando en esas, me sorprendió la incapacidad para protestar por la infamia de los
desaparecedores. De los dioses de los días pasados y de los días por venir y de los días
perdidos.
Y volví a pensar en mí. Como tratando de localizar mi yo perdido, desde que conocí y
hablé con los magos y videntes de la otra orilla. Un yo endeble. Entre kantiano y hegeliano.
Entre socrático y aristotélico. Entre kafkiano y nietzscheano. Pero, sobre todo, entre
herético y confesional. Ese yo mío tan original. Filibustero. Pirata de mí mismo. Y, sin
embargo, tan posicionado en los escenarios de piruetas y encantadores de serpientes.
Saltimbanquis que me convocan a cantarle a la luna, desde mi lecho de enfermo terminal.
La enfermedad de la tristeza envalentonada. Sintiéndome poseído por los avatares
increados; pero vigentes. Artilugios de día y noche.
Sopla viento frío. En este lugar que no es mío. Pero en el cual vivo. Territorio fronterizo.
Entre Vaticano y Washington. Cómo han cambiado la historia. Cómo la han acomodado
ellos. En tiempo de mi pequeñez de infante, tenía mis predilecciones a la hora de rezar y
empatar. La tríada indemostrable. Uno que son tres y tres que vuelven a ser uno. Pero
también le recé a Santo Tomás y al Cristo Caído, patrono de todos los lugares y de todos
los periodos. Caminé con la Virgen María. De su mano recibía El Cáliz Sagrado cada
Cuaresma. En esos mis sueños en los cuales también buscaba el Santo Crial. En esa
blancura perversa de la Edad Media. Definida así por una cronología nefasta. Purpurados
42
blandiendo la Espada Celestial; y los Santos Caballeros recorriendo los inmensos territorios
habitados por infieles. Rodaron cabezas setenta veces siete. La tortura fue su diversión
predilecta. En la Santa Hoguera y en los Santos Cadalsos. Y cayó Giordano Bruno. Y
cayeron muchos y muchas enhiestas figuras de la libertad y de la herejía. Y las
canonizaciones se otorgaban como recompensas. Y Vaticano todavía está ahí. Vivo. Como
cuñete que soporta la avanzada papista; aun en este tiempo. Vaticano nauseabundo. Sitio en
el cual la presencia de los herederos de San Pedro, ejercen como espectro que pretende
velar el contenido criminal de pasado y presente. Siguen anclados. Y difundiendo su
versión acerca de la vida y de la muerte. Purpurados perdularios. Para quienes la Guerra
Santa es heredad que debe ser revivida.
Y Washington sigue ahí. Inventando, como siempre, motivaciones para arrasar. Ya pasó lo
de Méjico y lo de Granada y lo de Panamá y pasó Vietnam (con derrota incluida) y lo de
Bahía Cochinos y está vigente lo de Irak y lo de Pakistán y lo de Afganistán. Y se mantiene
Guantánamo como escenario en el cual efectúan y efectuaron sus prácticas los
profesionales de la tortura.
…Y, en fin, sigo sintiendo un frío terrible. En esta bifurcación de caminos. Todos a una: la
ignominia. Y me levanto cada mañana; con la mira puesta en una que otra versión.
Escuchadas en la noche; cuando no podía embolatar el hechizo tan cercano a la locura, al
cual me he ido acostumbrando. Y, a capela, alguien me insinúa, a mitad de camino, la
posibilidad de argüir mi condición de lobotomizado, cuando enfrente el juicio histórico de
mis cercanos y cercanas. Ante todo, aquellos y aquellas con los (as) cuales he compartido.
Siendo volantín al socaire. Siendo aproximación a la condición de sujeto libertario. Siendo
apenas buscador de límites.
En esta inmensa soledad soy inverso multiplicativo. Como minimizador de
acontecimientos y de acciones. Como si fuese experto prestidigitador .Como lo fueron
aquellos sujetos encargados de divertir a reyezuelos. Otrora, yo hubiese protestado
cualquier asimilación posible de mis acciones a aquellos teatrinos incorporados a la
cotidianidad burlesca.
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Esquinita bravata

  • 1. 1 Esquinita Bravata Episodio uno El instar vivo. Como recuerdo cierto Como casi todo en la vida, hablar de tristeza, no es otra cosa que dejar volar la imaginación hacia los lugares no tocados antes. Por esas expresiones vivicantes y lúcidas. Es tanto como discernir que no hemos sido constantes, en eso de potenciar nuestra relación con el otro o la otra; de tal manera que se expanda y concrete el concepto de ternura. Es decir, en un ir yendo, reclamando nuestra condición de humanos. Forjados en el desenvolvimiento del hacer y del pensar. En relación con natura. Con el acento en la transformación. Con la mirada límpida. Con el abrazo abierto siempre. En pos de reconocernos. De tal manera que se exacerbe el viaje continuo. Desde la simpleza ávida de la palabra propuesta como reto. Hasta la complejidad desatada. Por lo mismo que ampliamos la cobertura del conocimiento y de la vida en el. Viéndola así, entonces, su recorrido ha estado expuesto al significante suyo en cada periplo. En cada recodo visto como en soledad. Como en la sombra aviesa prolongada. Y, en ese aliento entonces, se va escapando el ser uno o una. Por una vía impropia. En tanto que se torna en dolencia originada. Aquí, ahora. O, en los siglos pasados. En esa hechura silente, en veces. O hablada a gritos otras. Es algo así como sentir que quien ha estado con nosotros y nosotras, ya no está. Como entender que emigró a otro lado. Hacia esa punta geográfica. No física. Más bien entendido como lugar cimero de lo profundo y no entendido. Es ese haber hecho, en el pasado, relación con la mixtura. Entre lo que somos como cuerpo venido de cuerpo. Y lo que no alcanzamos a percibir. A dimensionar en lo cierto. Pero que lo percibimos casi como etérea figura. O sumatoria de vidas cruzadas. Ya idas. Pero que, con todo, anhelamos volver a ver. Así sea en esa propuesta íngrima. Una soledad vista con los ojos de quienes quedamos. Y que, por lo mismo, duele como dolor profundo siempre.
  • 2. 2 Y si seremos algo mañana. Después de haber terminado el camino vivo. No lo sé. Lo que sí sé que es cierto, es el amor dispuesto que hicimos. El recuerdo del ayer y del anterior a ese. Hasta haber vivido el después. En visión de quien quisimos. Qué más da. Si lo que propusimos, antes, como historia de vida incompleta, aparece en el día a día como concreción. Como si hubiese sido a mitad del camino físico, biológico. Pero que fue. Y sólo eso nos conmueve. Como motivación para entender el ahora. Con esa pulsión de soledad. Como si, en esa, estuviera anclado el tiempo. Como si el calendario numérico, no hubiera seguido su curso. Como que lo sentimos o la sentimos en presencia puntual. Cierta. Y sí entonces que, a quien voló victimado por sujeto pérfido, lo vemos en el escenario. Del imaginario vivo. Como si, a quien ya no vemos, estuviera ahí. Al lado nuestro. Respirando la honda herida suya. Que es también nuestra. Y que nos duele tanto que no hemos perdido su impronta como ser que ya estuvo. Y que está, ahora. En esa cimera recordación. Volátil. Giratoria. Re-inventando la vida en cada aliento. Cómo es la vida, En la lógica es ser o no ser. Pero es que la vivencia nuestra es trascendente. Es ilógica. En tanto que estamos hechos de hilatura gruesa. Como fuerte fue el nudo de Ariadna que sirvió de insumo a Prometeo para re-lanzar su libertad. Y, como es la vida, hoy estamos aquí. En trascendente recuerdo de quien voló antes que nosotros y nosotras. Y estamos, como a la espera del ir yendo, sin el olvido como soporte. Más bien con la simpleza propia de la ternura. Tanto como verlo en la distancia. En el no físico yerto. Pero en el sí imaginado siempre. Episodio dos Ancízar ido. Mi rol perdido. Ese día no lo encontré en el camino. Me inquieta esto, ya que se había convertido casi en ritual cotidiano. Sin embargo avancé. No quería llegar tarde a mi trabajo. Esto porque ya tuve un altercado con Valeria, quien ejerce como supervisora. Y es que mi vida es eso. Estar entre la relación con Ancízar y mi rol como obrero en Minera S.A. Mucho tiempo ha pasado desde ese día en que lo conocí. Estando en nuestra ciudad. En el barrio en que
  • 3. 3 nacimos. Mi recuerdo siempre ha estado alojado en esa infancia bella, compartida. En los juegos de todos los días. En esa trenza que construíamos a cada nada. Con los otros y las otras. Arropados por la fuerza de los hechos de divertimento. En las trenza suya y mía y de todos y todas. Infancia temprana. Volando con el imaginario creciente. Ese universo de voces. En cantos a viva voz. En la golosa y en la rayuela. En el poblamiento de nuestro entorno, por parte de los seres creados por nosotros y nosotras. Figuras henchidas de emoción gratificante. Mucho más allá de las sombras chinescas. Y que las versiones casi infinitas de la Scherezada imperecedera. En una historia del paso a paso. Trascendiendo las verdades puestas ahí, por los y las mayores. Ajenos y propios. Además, en una similitud con Ámbar y Vulcano de los sueños idos. En el aquí y ahora. Y me veo caminando por la vía suya y mía. Esa que sólo él y yo compartíamos. La vía bravata, que llamábamos. Con la esquina convocante siempre. En esos días soleados. Y en los de lluvias plenas. Hablando entre dos sujetos, con palabras diciendo al vuelo, todo lo hablado y lo por hablar. En sujeción con la iridiscencia, ahí instantánea. En un instar prolongado. Como reclamando todo lo posible. Para absorberlo en posición enhiesta. Vivicantes. Y, precisamente ese día en que no lo encontré. Ni lo vi. Ni lo sentí. Volví a aquel atardecer de enero virtuoso. En el cual aplicamos lo conocido. Lo aprendido en cuna. Él y yo, en una perspectiva alucinante. Viviendo al lado de los dioses creados por nosotros mismos. Una opción no cicatera. Si relevante, enjundiosa, proclamada. Y llegué a mi sitio de trabajo con la mira puesta en regresión. Hasta la hora, en esa misma mañana, en que pasé por ahí. Por la esquinita cómplice. En donde siempre nos encontrábamos todos los días. Desde hace mil años. Y, en mi rol de sujeto empleado, empecé a dilucidar todo lo habido. Con la fuerza bruta vertida en el cincel y en la llave quita espárragos. Una aventura hecha locomoción excitante. Y bajé la rueda, al no poder descifrar la manera rápida que antes hacía. En torpeza de largo plazo y aliento. Ensimismado. En ausencia máxima de la concentración Operando el taladro de manera inusual. Tanto como haber perdido la destreza. Las estrías de la broca, como dándome vueltas. Mareado. En desilusión suprema. Por no haberlo visto. Y Valeria en el acoso constante. Como si hubiera adivinado ese no estar ahí. Como si pretendiera cortar mi vuelo y la imaginación subyacente.
  • 4. 4 Y volver a casa dando por precluido mi quehacer. En enrevesado viaje. De pies en el bus que me llevaba de regreso a casa. Con la ansiedad agrandada, inconmensurable. Abrazando mi legítima esperanza. Contando las calles. Como si la nomenclatura se hubiera invertido. Comenzando en el menos uno infinito. Extendiéndose desde ahí hasta la punta de más uno. Y este giraba. Como en un comenzar y volver al mismo punto. Me iba diluyendo, yo. Y no encontraba nada parecido a la racionalidad puntual. Emergiendo, una equívoca mirada. Un sentir de del desespero, incoado en el vértigo mío, punzante, áspero. Doloroso. Me bajé ahí. En la esquinita recochera. Alegre en el pasado. Ahora en plena aparición de la tristeza. Porque, tampoco, lo vi. Y buscaba sus ojos y cuerpo entero. Pero no aparecía. Y más se exacerbó mi herida abierta en la mañana. Y quedé plantado. Esperando, que se yo. Tal vez su presencia física. O, siquiera, el vahído de su ser etéreo. Pero ni lo uno ni lo otro. Y el dolor creciendo, por la vía de la exponencial. Yo, en una mecedera de cabeza. Tan frágil que se me abrió la sesera. Y vi cómo iba cayendo. Y vi que Ancízar pasaba a mi lado, sin verme. Y seguí con mi voz callada, llamándolo. Y desapareció, en la frontera entre lo hecho concreto, físico y el volar, volando al infinito universo. Encapotado ahora. Pleno de las nubes cada vez más obscuras. En el presagio de la lluvia traicionera. Helada. Muy distante de las lluvias de nuestra infancia. Cálidas. Abrasadoras hasta el deleite. Cuando desnudos recorríamos el barrio. Tratando de empozar las gotas tiernas, en nuestras manos. Y, siendo cierto el haberlo visto pasar. Me senté a ver pasar a los otros y las otras. Con la sesera siempre abierta. Y, quienes pasaban y pasaban, no entendían lo que estaba pasando conmigo. La vocinglería percibida. Con palabras no conocidas. No recordadas, al menos. La elongación impertinente de la cuantificación. Metida en el ser mío desvanecido. Y, en la mirada mía, posicionada en el horizonte que atravesó el amigo fundamental. El personaje de los bretes de antes. La figura envolvente de su yo. Y se me iban derritiendo los ojos. Como si fueran insumo sintético. Azuzado por el calor no tierno. Como cuando el hierro es derretido por el fuego milenario. O como cuando deviene en el escozor titilante, brusco, pérfido. El llegar a casa, se produjo habiendo pasado mil horas. Como levitación tardía. Vagando en las sombras. No sé si de la madrugada. O de la noche del siguiente día. O días, ya no lo recuerdo. Ni quiero hacerlo. Y Valeria en el acoso de siempre. Y bajé del vuelo etéreo. Y vi
  • 5. 5 los espárragos tirados, en el piso. Y agarré el taladro acerado. Con las estrías girando en la espiral. Y todo empezó a girar también. Y fui ascendiendo al infinito físico. Y vi a todos los soles habidos. En esa millonada de años luz, volcada. Y yo en la velocidad mía, sin crecer. Sin despegar mi mirada del entorno abierto, pero en tristeza consumido. Fugaz luciérnaga yo. Aterido en la masa hecha incandescencia. Cuerpos horadados por la soledad. Cuerpos celestes sin ningún abrigo. A merced de los agujeros negros. Una visión de lo absorbente, penoso. Un ir y volver continuo. Y Ancízar allá en una de las lunas del planeta increado. En zozobra ambivalente, incierta. Siendo como en verdad soy, me fui diluyendo de verdad. Ya no era la sesera abierta en el imaginario. Lo de ahora era y es vergonzosa derrota del yo vivicante. Nacido en miles de siglos antes que ahora. Una derrota hecha a puro golpe de martillos híbridos. Y viendo a Valeria, en lo físico. Sintiendo su poderosa voz. Llamándome para que volviera a asumir mi rol de hombre físico en ejercicio. Y, yo, en las tinieblas empalagosas, duras. En ese ir llegando impoluto exacerbado. Episodio tres El embeleso lúdico En eso estaba, cuando apareció Ancízar, Según él, venía de Ciudad Perdida. Que estuvo allá largo tiempo. Y, precisamente, es el tiempo en que yo estuve adyacente a la terminación de la vida. Y me fui entrando, por esa vía, en lo que había de reconocer, en el otro tiempo después. No atinaba a entender la propuesta venida desde antes. En la posición predominante en eso de entender y de hacer algo. En principio, no lo reconocí. Pero él hizo todo lo posible por enfrentar lo que habría de ser su devenir. Desde la estridencia fina, que lo acompañaba siempre. Hasta ese lugar para las opciones que venían de tiempo atrás. En esos lugares cenicientos. En la aventura del alma viva presente. Cuando lo saludé, me dio a entender que no me recordaba. Y, en la insistencia, le expresé lo mucho que lo quería. Desde esa calle. Desde la esquinita bravera. Esa que, conmigo, hizo abierta la posibilidad de seguir viviendo. Todo como en hacer impenetrable. Solo en la escucha de él y la mía. Y me dijo, así en esa solvencia de palabras, que había estado en ciudad Persípolis. Y que,
  • 6. 6 desde allá, me había escrito unas palabras. Más allá del propio saludo. Más, en lo profundo, elucidando verdades como pasatiempos favoritos. Y me dijo que seguía siendo el mismo sujeto de otras vidas. Con la mira puesta en los quehaceres urticantes. Casi aviesos. En esa horizontal de vida, inapropiada para el pensar no rectilíneo. Y sí que, por lo mismo, le dije que no entendía ese comportamiento parecido al interludio de cualquier sinfonía criolla. Y., me siguió diciendo, que no recordaba haberme visto antes. Y yo, en la secuencia permitida, le dije que él había sido mi referente, en el pasado reciente y lejano. Y, siguió diciendo Ancízar, he regresado por el territorio que he perdido. Ese que era tuyo y mío antes. Pero que, en preciso, él quería para sí mismo, como patrimonio cierto y único. Y yo le dijo que lo había esperado en esta orilla nítida. Para que pudiéramos conjugar su verdad y la mía. Y, él me dijo, que no recordaba ningún compromiso dual. Que lo suyo no era otra cosa que lo visto en ciernes. Desde ese día en que nos encontramos. Ahí en la esquinita bravera. Y que, siguió diciendo, le era afín la voz de Gardel y de Larroca. Pero que, por lo mismo, nunca había olvidado su autonomía y su soledad permitida. Y que yo no había estado nunca junto a él. Por ejemplo, cuando lo llevaron a prisión por haber contravenido la voz de la oficialidad soldadesca. Y, en verdad, me dije a mí mismo, que él no atinaba a entender la dinámica de la vida. La de él y la mía. Y sí que, me siguió diciendo, lo tuyo no es otra cosa que simple verbalización de lo uno o lo otro. Nunca propuesto como significante válido, en la lógica permitida. Siendo así, entonces, me involucré en lo nuevo suyo. Recordando, tal vez, los domingos mañaneros. Esos del ir al cine nuestro. De “El muchacho advertido”, hasta el lúgubre bandido derrotado. Y le dije, por esto mismo, que no hiciera como simple hecho enjuto, venido a menos. Y, me dijo al pulso, que no había venido para concretar dialogo alguno. Que era, más bien, una expresión perentoria en términos del querer ser consensuado. Más bien como expresión de escapatoria. A la manera de la tangente propia. De la línea prendida al dominio, suyo, como variable explícita. Y, siguió diciendo, lo tuyo es mera recordación inmersa en el quehacer simple. Vertido al escenario inocuo. Envolvente. Como ir y venir escueto. Atiborrado de lugares comunes propios. En siendo simple especulación no resuelta. O no apropiado. O, simplemente, anclado en el pasado impío. Mediocre, insaboro. Pétreo. Inconstante. Por lo bajo lo entendía. Y me quedé silente. En esa aproximación entre lo entendido y lo incierto pusilánime. Y me fui, en tontera, detrás de su séquito. Apegado, entonces, a su
  • 7. 7 condición de referente entero. Desde esa época en la que estábamos juntos en la lúdica viva. Desde esa esquinita bravata nuestra. Y, así. En ese ir yendo preclaro, nos encontramos en esa ciudad asfixiada. Sintiendo, en nosotros, el apego a la fumarola sombría. Esa que nos recorre desde hace mucho tiempo ya. Y, por lo mismo, le seguí diciendo lo mío en ciernes. Tal vez ampuloso y etéreo; pero cierto en lo previsto expreso. En todo lo habido, me hice cierto en la proclama propuesta o impuesta. Según fuera el momento y el tiempo perdido. Y, Ancízar, no atinaba a nada. Se fue yendo por lo bajo. Como actitud palaciega en el pasado de reyes y regencias religiosas. Y, por lo mismo, me aparté de él. Creyendo que era el tiempo propicio. Y sí que él, estuvo volcado a la defensa de ser. De su connotación hirsuta, inamovible. Y pasó el tiempo. En esa nimiedad de los días. En ese entender los miles de años acumulados al querer ser lo uno o lo otro. Viré, entonces, en la pi mediana. Y arribé a la locomoción plena. Pero lenta y usurpadora. Me fui, entonces, lanza enristre contra el afán propuesto por él mismo. Como si, yo, quisiera decantar lo habido. Hasta convertirlo en propuestas simples, minusválidas. Y, me empeñé en reconvenirlo, por la fuerza. Y lo asfixié con la sábana del Gran Resucitado. Como proveyendo de almas cancinas, el simple hecho de estar vivo. Y me fui en silencio. Por la inmensa puerta llamada “El Sol”. Y allí me quedé a la espera. Como cuando cabalgaba en la noche, a lomo del dromedario propio de los habituales dueños del desierto. Recorrí mil y una praderas nuestras. Desde “Vigía Perdomo”, hasta “Punta Primera”. Un norte a sur especulativo. Hechizo. No cierto,. Pero pudo más mi afán de trascender la soledad. En contra lógica propuesta, me hice a la idea de la dominación mía. Absoluta, hiriente. Y sí que, entonces, Ancízar Villafuerte caducó en mi discurso. Y se hizo esclavo de lo hablado y hecho por este yo supremo envilecido. Episodio cuarto
  • 8. 8 La huella sigue ahí Ya quedó atrás lo de Ancízar. Yo seguí como nave, casi noria absoluta. Y encontré al postrer referente. Era tanto como verlo a él. Una mirada diestra, casi malvada. Nunca supe cuál era su nombre. Simplemente me dejé llevar por la iridiscencia de su voz. En una melancolía efímera. Tal vez hecha tardanza en el vivir pleno. Y, yo, le dije. Le hable de lo nuestro. Como queriéndole expresar lo del Ancízar y yo. Pero, en esa prepotencia de los seres avergonzados de lo que han sido, me dijo algo así como un “no importa”. Lo mío es otra cosa. Y, por lo mismo, me quedé tejiendo las verdades anteriores. Las mías y las de él, el signado Ancízar. Me supuse de otra categoría. De ardiente postura. De infame proclividad al contubernio forzado. Y me fui yendo a su lado. Al lado del suplantador informe. Mediocre. Tanto en el ir yendo. Como también en el venir sinuoso, aborrecible. En ese entonces. En tanto que expresión enana de la verdad; yo iba creyendo en su derrota. Producto de mi inverosímil perplejidad supina. Para mí, lo uno. O lo otro, daba igual. En eso de lo que tenemos todos de perversidad innata. Y le seguí los pasos al aparecido. Veía algo así como ese “otro yo” vergonzante. Desmirriado. Ajeno a la verdad verdadera de lo posible que pase. O de lo posible ya pasado. Y me hice con él el camino. Entendido como símil de lo recorrido con Ancízar. Y ese, su suplantador, me llevó al escenario ambidextro. Como inefable posición de los cuentahabientes primarios. Groseros escribientes. Y sí que le di la vuelta. A la otra expresión del yo mío. Y, el usurpador, lo entendió a la inversa. Se prodigó en expresiones bufas. Por lo menos así lo entendí. Como si fuera una simple proclama de lo aco9ntecido antes. En ese territorio suyo incomprendido. En esa locación propuesta como paraíso concreto. Inefable. Cierto. Pero, su huella, se fue perfilando en lo que, en realidad debería ser. Y lo vi en el periplo. Como en la cepa enana cantada por Serrat. Como simple ironía sopesada en las palabras de “El Niño Yuntero” de Miguel Hernández….En fin, como mera réplica de lo habido en “Alfonsina”. La libertaria. La que abrió paso a la libertad cantada. Todos los días. Pero, quien lo creyera, perdí el compás. Y él, el suplantador, me hizo creer en lo que vendría. En su afán loco de palabras tejidas, dispuso que yo fuera su intérprete avergonzado, después de la verdad verdadera.
  • 9. 9 Yo me fui yendo. Perdí la ilusión. Se hizo opaca mi visión. Fui decayendo. Me encontré inmerso en la locomoción al aire. Surtiendo un rezago a fuego vivo. Ahí, en esas casitas en que nacimos. Ese Ancízar en otra vía. Ese yo, puntual. En la pelota cimera. Propiedad de quien quisiera patearla. En la trenza lúcida. Territorial e impulsiva. En el escondite secreto. Como voz que dice mucho y no dice nada. Como espectadores del afán incesante. Proclamado. Latente y expreso. En fin, que lo visto ahora no es otra cosa que la falsa realidad mía. Con el usurpador al lado. Como a la espera de lo que pueda pasar. Ahí, como vehículo impensado. Para llevarme a lo territorial suyo. Y yo en esa propuesta admitida. Como reconciliación posible. Entre lo que soy. Y lo que pude ser al lado de Ancízar originario, no suplantado. Y sí que, como que leyó mi mente, y se propuso inventar algo más trascendente. He hice mella en el ahora cierto. Porque resulté al otro lado. En callejón no conocido. En calle diferente a la nuestra con la esquinita bravata. Deslizándome por el camino no conocido. Y recordé el día en que no lo vi. Cuando descendía del busecito llevadero. Cuando se me fue la sesera mía. Cuando lo vi pasar sin verme. Y me sentí, ahora, con fuerzas para dirimir el conflicto entre lo habido antes y lo que soy ahora. En posesión de la bitácora recortada, enrevesada. Como en esos vuelos silentes de antes de día cualquiera. Con la remoción de lo habido, por la vía de suplantar lo que antes era. Hoy, en el día nuevo, desperté en el silencio. Como si estuviera atado a todo aquello lineal, sombrío. Y le dije buenos días a mi niña, hija, absoluta. Y, ella, me replicó con su risa abierta. En la cual la ternura es hecho constante, manifiesta. Y le dije “buenos días” a la que era mi amada hasta el día pasado. Y me dijo, ella, que me recordaría por siempre. En esa oquedad estéril, manifiesta. Y, también, me replicó lo hablado conmigo antes. Cuando éramos como sucinta conversación. Plena de decires explayados. Como manifiestos doctorales. Como simplezas pasadas. O, como breviarios expandidos, elocuentes; pero insaboros. Y se me metió la nostalgia. Tanto como r5ecordar al Ancízar hecho mero plomo, ahora. En ese verlo andar conmigo en el pasado. Construyendo lo efímero y lo cierto absoluto. Y le dije a mi Valeria que yo no iría hasta su dominio encerrado. Entendido como yunta acicalada. Enervante. Casi aborrecible. Pero que, paradójicamente, la sentía más mía que al nacer nuestro idilio. Desde la búsqueda de los espárragos briosos, yertos. Entre el acero y el hierro construidos. Y, ella, me recordó que prometí amarla desde ese día en que no vi a Ancízar en aquella mañana de lunes. Y, siguió diciendo, no se te olvide que
  • 10. 10 fui tuya, en todos los avatares previstos o no previstos. Que te di, decía ella, todo lo habido en mí. Y que dejaste esa huella imborrable que se traduce en ese hijo tuyo y mío. A partir de ese ayer en que me habló, Valeria; se me fue tiñendo la vida. En un color extraño, Como gris volátil, impregnado de rojo punible, adverso. Y sí que la seguí con mi mirada. Y la veía en su abultado vientre. Y, dije yo entre mí, no reconocer lo actuado, como origen del ser vivo ahí adentro suyo, en el de Valeria. Y me fui yendo por ahí. Y me encontré al otro lado; con la novia de Ancízar. Con Fabiana Contreras. Postulada como futura madre, también. Y le dije lo que en verdad creía. Es decir, aquello relacionado con la empatía necesaria. 1) Que yo no me imaginaba a Ancízar, volcado sobre su cuerpo. Excitado y dispuesto. Y, ella, me dijo algo así como que la vida es incierta. Tanto como cálculo de probabilidades constante. Y terminé al lado de la soledad. Esperando el nacimiento de las dos o los dos, en largo acontecer efímero, incierto. O, simplemente hecho en sí, sin más aspaviento Episodio quinto Cuando se va la memoria Ya ha pasado mucho tiempo, desde que lo dejamos de ver. Ahora, me encuentro en la misma vida, Pero en otra distinta. He vuelto a mirar al pasado. Como en esos arrebatos. Empecinado en volver a esa jerarquía de acciones, por ahí corriendo. Ahora de lo que se trata es de remediar lo habido. Sin la presencia de sujetos y sujetas que prolonguen la estadía. En ese irse de bruces sobre la historia. Que puede ser la mía. O la de cualquier otro. Así, en este caso, en el masculino andante que se regodea con el tiempo embalsamado. Con esa figura de quehaceres. Por ese periplo solo mío. Y, tejiendo momentos, he encontrado la razón de ser de lo puntual. En esa expresión que deja de ser inacabada. Y que se torna, cada vez más, en asunto primario, no abandonado. En la seguidilla de lugares y tiempos. Siendo así, entonces, volví al barrio primero. Aquel en el cual disfrutaba con Ancízar. Y localicé la esquina nuestra. La bravata lúcida. Esquinita de mil y un hechos lúdicos. Y, en esa recordación tardía, he vuelto a jugar con el baloncito de cuero. Con ese regalo heredado. Hasta mi padre jugó con él. Como a comienzo del tiempo cercano. Allí no más. En el
  • 11. 11 momento mismo en que se hizo ayudante de todos aquellos que tuvieran algo que ver con la cancha abierta. Ahí no más. En la calle en pendiente poderosa. En cada picaito la gloria. Como en trashumancia continua. En esa potente ilusión de saberse indispensable. Casi como sujeto de millón de maneras de dominar el baloncito. Casi tanto como las opciones propuestas en el tablero de ajedrez. Yo me la pasé, en ese tiempo, abrigado por su calidez. Iba y venía conmigo. Y, en esa misma perspectiva, encontré el lugarcito de la casa. En ese que fungía como albergue para los niños y niñas de largo vuelo. Y me vi en el día en que empecé a saber amar. Y a saber recordar. En medio de las tinieblas dispuestas por la rigurosidad de los principios y valores. De la familia. Y, extendidos a todo el entorno. Compartiéndolos con lo vivicante de los cuerpos presurosos. No acompasados. Anárquicos. Tanto como estar un tiempo en un lado y otro tiempo en la otra esquina. O en la callecita que había sido inaugurada casi al tiempo con la fundación del barrio. Derrochando, yo, alegrías que habían permanecido adormecidas. Ese 24 de junio, un martes por cierto, conocí a Sigfredo Guzmán. “El mono” lo llamábamos. Sujeto, este, de mágicas palabras. Cuentero de toda la vida. Y, con él, aprendía a sacarle significados distintos a las palabras. Como en todo tiempo andando con el verbo alucinante. También, conocí de él, los atajos en los caminos de la vida. De cómo hacer de la tristeza, un giro creativo. Y de cómo enseñar los números, con los palitos de paletas compradas en la tiendecita de don Eufrasio. Y, además, en leer los ojos y la memoria de los otros y de las otras. Ese “mono”, se convirtió en mi héroe favorito. Mucho más allá que el Libertador. Tal vez porque, el “mono”, iba más allá de la simple libertad formal, política. Indagaba siempre por las fisuras de cuerpos y de hechizos. Proponiendo la libertad en la lúdica andante. Transponiendo rigores. Colocando la vida en su sitio. Que, para él, era un sitio diferente, cada minuto. No sé qué día me sentí impotente para armar todos esos actos propuestos por “el mono”. Como cuando la mirada y la memoria son más lentas que los hechos. En ese universo de liviandades. En ese ejército de propuestas diferentes cada vez. Lo mío se tornó, entonces, en un cansancio áspero. En una lobotomía inventada por mí mismo. Y empecé a desplazar las verdades y los hechos vivicantes. Me torné en sujeto casi avieso. Por la vía de la
  • 12. 12 melancolía agresiva. Por la vía del tormentoso aquí y ahora. Me fui diluyendo en ese azaroso cuerpo de hermosas ejecuciones. Me fui yendo hasta el lado del martirologio. Por vía de la resequedad en las ideas. Como si me hubiera convertido en payaso de tristezas acumuladas. Tanto como haber perdido el rumbo. Retornando a la expresión cicatera con la cual nací. Y, en esos instantes, veía el cuerpo de mi madre lacerado. Andante. Como yo, sin rumbo. Y la veía vejada a cada rato. En medio de horripilantes expresiones. Y me seguí desmoronando. Casi al vacío profundo y de no retorno. Y, fue ahí mismo, en que encontré a Ancízar. Quien venía por el mismo camino. Y me dio la mano tierna, potente. Y salimos, en manos cogidas, a la otra orilla, en donde estaba “el mono” Eufrasio. Que reía sin parar. Que nos conminaba a ser felices. Aun en medio de la oquedad del tiempo. Aun en medio de todos los dolores juntos. Y volvimos al andar. Del ir yendo hacia la libertad que nosotros mismos habíamos truncado. Y fuimos uno entre tres. En sumatoria de verdades y de acciones y de la lúdica toda habida. Episodio sexto En lo habido, como secuencia inerme. Es ya de día. Ayer no supe prolongar el sueño necesario. Este día ha de ser como el otro. Eso supongo. Muy temprano ajusté la bitácora. Ahora, en primera persona mía, he de recomponer los pasos. Superando la fisura propia. Esa hendidura abierta. Siempre ahí. Como convocante falsa. Como recomposición ávida de otros lugares. Tal vez más ciertos. O, al menos, más coincidentes con mi nuevo yo, propuesto por mí mismo. Y, el recuerdo del ayer íngrimo, me hizo soltar la voz. Con mis palabras gruesas, puestas en lo del hoy concreto. Y sí que me fui hilvanando. Tanto como acentuar la prolongación. Del ayer elocuente. Hasta este hoy enmudecido de palabras convocantes. En repetición de lo mío. En contrapartida de lo punzante. De esa pulsión herética del pasado. Hasta este hoy propuesto.
  • 13. 13 O, por lo menos, enclaustrado en el decir mío de la no pertenencia al pasado. Pero, tampoco, como posición libertaria del hoy o del mañana. Y sí que, entonces, empecé a enhebrar lo dispuesto. En la asignación hecha propuesta. De un devenir lúcido, cierto. Y no esa prolongación de lo habido a momentos. Como simple ir yendo con las coordenadas impuestas. Desde una visión incorpórea, hasta divisar el yo mío, cubierto de nostalgias afanadas. Puestas en ese ahí como tridente vergonzoso. Hecho de premuras malditas. Acicaladas con el menjurje dantesco. Una aproximación a entender los y las sujetos en pena. Por simple transmisión de la religiosidad banal. Cicatera. Gobernanza ampulosa en la cual el yo se convierte en simple expresión estridente. Afanada. Lúgubre. Por lo mismo que se ha ido en plenitud de vuelo acompasado. Con las vivencias erigidas en el universo no entendido. En esas volteretas de lo que llaman suerte. Para mí, en verdad, simples siluetas inventadas. En ese estar ahí como propuesta no entendida. No vertida en la racionalidad vigente. Y sí que me fui, entonces, en búsqueda del eslabón perdido. Como en ese recuento hablado acerca de la sucesión de propuestas y de acciones asimilables a la progresión de Natura breve. O expuesta al ir venir expósito. Como si fuera simple réplica de lo que soy y de lo que somos. En esa somnolencia propiciada por la intriga habida. Interpuesta. Acicalada. Enhiesta. En lo que esto tiene de simple vejamen de la libertad del ser construido en el simple desenvolvimiento de la historia del ser. Y de los seres. En univoca pluralidad convincente. Y, entonces, volví a la trayectoria. Desde la simpleza hecha a trozos, hasta la complejidad habida, como simple resultado de la evolución darwiniana. Opaca, por cierto. Porque, digo yo, no está cifrada en la complejidad concreta. Vigente. Como réplica de ese ir creciente. Mío. Y de todos y todas. Y, estando ahí por cierto, volví a lo racional emergido de Ancízar, en otro tiempo. Y me dio por repeler lo simple. Y, por el contrario, tratar de hacer relevante lo humano. Eso que somos y hemos sido. En pura réplica de lo vivido antes. Yo, como sujeto vesánico, me fui empoderando de lo que ya estaba. Y me dio por empezar a verter el lenguaje entendido. En sumatoria de palabras entendidas. Oídas en pasado. Y transformadas en presente inicuo. Prolongado. Como mera extorsión a la verdad pertinente. Racional, pero incomprendida. Y me seguí yendo. En esa apertura milenaria. En el engaño próximo-pasado.- En la expresión no efímera. Pero si atiborrada de recuerdos de lo pasado,
  • 14. 14 pasado. De ese estar de antes, surtido como semejanza del Edén perdido, por la decisión equívoca del Dios siniestro. Vergonzante. Simple réplica de lo que se puede asimilar al tósigo inveterado. Amorfo. Sin vida. En ese estar estaba. Como cuando no volví ver a Ancízar. Buscándolo, yo, en cualquier laberinto lunático. O en la profundidad avasallante de lo que no ha sido. Y, por lo tanto, lo incomprendido en la racionalidad vigente. Y lo volví a ver en la otraparte impávida. Como si no fuese con ella el aprender a dilucidar. Como si no fuera posible decantar lo uno del yo. Del otro uno del otro. En fin que en esa expresión vivida, se fue abriendo el territorio mío. O el de Ancízar ya ido. O, simplemente, el de aquel pasajero íngrimo. En esa soledad doliente. Infame. Si se tratara de volver sobre lo ya pasado. Yo diría que el tiempo se ha hecho fuerza perdularia. Ese tipo de esquema afín a la dominación espuria. En una libertad no próxima. Prolongada. En lo que esta tiene de semejanza a la imposición proclamada por el Dios impuesto. De esa figura de reencarnación atrofiada. Mentirosa. Impávida. Como si fuera lugar común para todo aquello ido. Por la vía de la hecatombe provocada. En esa batalla entre seres ciertos, reales. Y la impúdica creación de opuestos. En una lucha prolongada. Sin la redención propuesta como ícono. Ni como ampuloso discurso férreo. Póstumo. Erigido como secuela de lo creado por decisión distante, impersonal. Como atrofiamiento de lo dialéctico. Del ir y venir real, verdadero. Opuesto a la locomoción propuesto desde afuera. Desde ese territorio sacro, impertinente. Porque, en el aquí y en el ahora, yo percibo que lo ido. Y lo venido, serán ciertos en razón a que se exhiba el paso a paso de la construcción darwiniana de la vida en sí. Que es cuerpo y real propuesta al desarrollo de lo que somos y seremos. Episodio séptimo Déjalos y déjalas hablar contigo viejo mar Y en esto estaba, cuando recordé el yo milenario. En esas exposiciones que tuve en ese barrio calcado. Casi como daguerrotipo no lúcido. Y el barrio, entonces, ya estaba trazado.
  • 15. 15 No importando como. En este recuerdo de ahora, no están ni Ancízar, ni Valeria. Como si el mundo apenas iniciara su ir girando. En esos primeros momentos en los cuales el tiempo no podía ser medido. Por la ausencia nítida de calendario. Una perspectiva en ciernes. De lo que conocería después como la historia. Hablada, primero. Y luego escrita. Casi a millón de años de la inquisición perversa. Y sí que, ese barrio amado no aparece como tal. Más bien como insumo flotando en el vacío que apenas está iniciando vuelo. Ni siquiera, en el entonces, hacían presencia de oxígeno, ni el hidrógeno, ni el ozono libertario, arropador. Y sí que, en esa lejanía tan expandida, me fui dando cuenta de lo mucho que me faltaba para ser un ser el yo concreto, taciturno, solidario, libertario. Por lo mismo que ese yo mío apenas danzaba sin cuerpo alrededor de la Luna amiga. Y sintiendo ese calor absoluto de nuestro Sol venido desde mucho tiempo atrás. Un yo con fisuras profundas, logradas a través del camino dispuesto. Como acezante sujeto disperso. Y, al no estar ella ni él, sentí un profundo lazo en mi cuello. Era el tiempo que empezaba a crecer, sujetándome por la vía asfixiante. Como queriéndome hacer sentir que no iba poder disfrutar, a futuro, de la esquinita bravata. Y empecé a sentir que lo mío empezaba a ser mera expresión amorfa, diluida en cada instante. Y, ese yo primario mío, empezó a surtir tristezas prolongadas. Así, a tientas. Simplemente porque no había segundos, ni horas, ni años. Solo ese giro de traslación alrededor del Sol. Como si todo fuese arbitrario, anárquico. Sin ningún hilo conductor. Me encontré, en cualquier momento no medido, con Ariadna. La Diosa nacida para amar al universo visto, apenas, como confusión pletórica en matices. Y en luces relampagueantes. Exacerbada opción como tinieblas. Y le dije que no la había visto antes. Y ella me dijo que siempre había estado allí. Que le correspondió incitar al viento para que iniciara su intervención. Además que los mares nacientes lo requerían para producir las tormentas y los tifones, entonces silentes, latentes. Y, decía Ariadna, no sé por qué estoy recordando un canto propio. Iniciado casi al mismo tiempo en que prefiguré a mi Prometeo, en ciernes. Y, quiero expresarlo ahora. Para que tú lo aprendas y lo transfieras a quienes vendrán, cuando no haya tanta confusión, tanta anarquía: Mar de ayer. Que no el de hoy. Sujeto triste. Llave de agua, que creíamos perenne. ¿Qué te hemos hecho, viejo vigía de las creaturas todas que en ti nacieron. Hoy, están como tú.
  • 16. 16 Diezmadas en enésima potencia. Dime qué siente y que sienten. Qué sintieron antes. Los pasados, pasados vivos y que perdieron su ruta evolutiva, por las ansias desbordadas. De viajantes milenarios. De vituperarios en ciernes siempre. Te mando a decir con el viento, llave de lluvia, que aquí, en el hoy. Están los únicos sujetos vivos en quienes pueden confiar. Niños y niñas veloces en decantar las voces. Las palabras. Las de ayer y las de hoy. No sabemos si las de mañana. Todo depende, viejo loco intrépido. Depende de ti mismo. En tu ir y venir. Depende de tu itinerario. Llave de lluvia. Viejo y perplejo mar. Por lo que te hemos hecho. ¡Anda!. Habla con ellos y con ellas. A ver qué te dicen. Tal vez que también han sido vejados y vejadas. En el día y noche truculentos. Han andado caminos al dolor expuestos. Han subsumido lo suyo. Como equívoco navegante. Han dejado atrás sus territorios que sintieron su primer llanto. Pero también el primer susurro en voz. De las mujeres madres todas. Diles algo, llave de lluvia. Háblales de tus pactos con el viento. Y con esa fuerza potente latente entre nubes. Fuerza desbordada. Luz y sonido en estrecho abrazo. Esto de hablar con infantes es bien difícil. Porque a socaire. Voces en una locución de idéntica tersura. De inspiración primigenia. De vuelo señor. En aires avallasante. De vuelo que cruje. Que se enternece cuando, como águila, te localiza. Allá. En lo tuyo. En lo que sabes y has sabido hacer siempre. En esa estremecedora voz de fuerza contra las peñas acantilados. Subidas en sí mismas, para verte y sentirte bramar. Como millones de toros condensados en un solo. Vamos, viejo intrépido. Habla con ellos y ellas. No te quedes como mudo sonsonete. Por lo triste. Tal vez. Pero puede que en ellas y ellos encuentres el rumbo que parece perdido. Son (ellos, ellas), viajantes empedernidos. Sacrílegos en el mundo de los señores. De los imperios que devastan. Que han maltratado tu cuerpo de agua vasta. Casi infinita. Déjalos hablar. Puede ser que te digan, en palabras, lo que tú y el viento han hecho lenguaje sonoro por milenios. Ya sé que has visitado todos los lugares. Que has estado con tus amigos, los glaciares. Sé que has llevado y has traído todos los barcos posibles. Qué te han penetrado los submarinos. Que te han engañado, algunos. Porque han sido a la guerra lo que las tramas celulares, han sido a la vida. Es misma que siempre llevas en tu vientre. Y que se han esparcido en el infinito envolvente.
  • 17. 17 Déjalos y déjalas que, a viva voz, te digan en sus palabras; lo que tal vez ya tú conoces a través de las heridas que han hecho en ti, melancolía. Cuéntales lo mucho que conoces. Del mil de millones de historias. Cuéntales que conoces la química del universo. Que, como llave de lluvia, has prodigado vida. En todos los entornos. En todos los lugares. Aunque, algunos y algunas no te conozcan en tu vigor físico. Ni de tu pasado violento. Cuando irrumpías contra natura en formación. Hasta es posible que te inciten a vivir viviendo la vida tuya de otra manera. Como la de ellos y ellas, vástagos de futuro. Tal vez no de la iridiscencia de esa bravía hecha espuma punzante. Pero si de esa ternura primigenia. Como si fuera lectura en mapa genético. Tal vez de la anchura extendida.. Cercana a la de alfa tendiendo al infinito. Pero si para que te cuenten de las palabras voces de sus madres en cuna. Y las de sus palabras en esa acezante motivación para el crecer alegre y creativo. En fin de cuentas. Déjalos, viejo mar, que estén contigo. Para que no estés triste, llave de lluvias. Déjalos ser como ellos quieren que tú seas, yo te lo digo. La vi perderse en la lejanía hecha preludio del tiempo vivo. Y me quedé obnubilado. Con ese vacío que sólo se siente cuando hemos perdido algo cálido, cautivante. En esa obscuridad tan amarga, pero necesario, como quiera que se constituía en insumo primario. Como lo eran todos los seres latentes. En el mar naciente, al que le cantó Ariadna. En el territorio ya libre de las aguas primigenias. Y en los territorios ya libres de la asfixia primera. Caminé, por ahí. Con apasionada voz vibrante. Como inaugurando el viaje de sonido, como invención necesaria. Y separando los quehaceres. Tal vez imitando lo que, desde ahora se decía. Que el Dios de la fuerza impuesta, se disponía a concretar su versión de la creación de todo lo habido y lo que vendría después. Me vi inventando las palabras y los números. Y teorizando acerca de los fenómenos incoados, por la vía de la Física de Kepler, de Arquímedes, de Galileo, de Descartes. Y me correspondió informar sobre los infiernos de Dante Aglieri. Y, con mucha más distancia, propuse la partición del átomo. De la generación de la energía ampulosa. Y, por esto mismo, vi a la Hiroshima arrasada por la fuerza del fuego impío. Nagasaki inmersa en el envolvente giro de la destrucción. Luego dormí, en el escenario que habría de albergar al
  • 18. 18 viento. Y a las nubes. A las lluvias, como presagiaba la bella Ariadna perdida. Ida en la reversa infinita. Hacia otros lugares no nacidos todavía. En eso que se denominaría como paso incidentes. Como iridiscente vahío. Traído desde más allá de la Galaxia que habría de atrapar todo lo que podíamos conocer. Como en la espirar de giro. Como absorción exponencial, en término que habría de ser desarrollado después. En esa expresión en ciernes de Euler; de Newton, de Leibniz, del demasiado humano Einstein. Siendo un diciembre frío, me dispuse a regresar a la esquinita bravata. Nadie estaba allí. No alcanzaba a dilucidar el porqué de la soledad tan sola. Los niños y las niñas en volteretas iniciadas antes, pero ya perdidas. Una sensación de desasosiego me arropó, como un todo embriagante. Los seres míos de antes, no estaban. Solo el viento tan frío, penetrante. Agarrotado, traté de decir algo con las palabras que había aprendido desde el inicio de las calendas. Pero no podía. Una mudez nítida, vergonzante. Bajé por Calle Amapola, también absolutamente sola. Fui a Patio Finito, escenario de nuestros juegos, a pelota cierta. Vi las piedras que semejan las porterías. El paso del tiempo las había agusanado. Ni nadie físico. Ni palabra lejana. Ya en la tarde fui a ver la casita mía. El albergue que conoció mi infancia. Que tanto prolongara mi estadía. No estaba. En su reemplazo unos herrumbrosos desechos. La del lado tampoco estaba. Como si se hubiera diluido. Como si el vértigo de los años hubiera pasado por ahí. Desde adentro hacia afuera. Ninguno de mis iconos quedó enhiesto. Solo el vago olor a silencio destructor. Porque, como me enseñó mi madre, donde no hay voces ni palabras, tampoco hay vida posible. Recordé a Valeria, cuando escuché ulular al viento. Remolino gigante, absorbente. Se fue izando todo lo que quedaba. Recordé a Ariadna, y su cuentería acerca de los misterios y los secretos. Quise recordarlo en su empuje avasallante. Episodio octavo Del pasar secreto
  • 19. 19 Ya había transcurrido un año desde que la niña vendió su alma al demonio. En todo ese tiempo no hizo otra cosa que ir y venir por los Cerros Orientales de la ciudad. Un día, por cierto 31 de octubre de 2009, hizo estación en un lugar cercano a la Avenida Circunvalar, con la Avenida Jiménez. El reloj marcaba las 8 de la noche. Se detuvo en una esquina. Allí estaban cantando y conversando un grupo de muchachos y muchachas. Inventaban variantes de las canciones de Michael Jackson. Todos y todas en una euforia absoluta. Susana, una joven de quince años y que formaba parte del grupo, habló acerca de la vida de su ídolo. Por ejemplo, se refería a la infancia de Michael. Momentos muy tristes. Durante los cuales tuvo que trabajar, al lado de sus hermanos. La Esclava Rockera se interesó por la historia y por la manera como Susana evocaba a su ídolo. Se hizo al lado de ella. Obviamente, Susana no le veía, porque la Esclava era algo así como un espíritu errante e invisible. Sin embargo, Susana, percibió su calor y su desasosiego. Percibió ese dolor inmenso que acompañaba a la Esclava. Y, sin saber por qué, irrumpió en llanto. Como si fuera ella misma la que sintiera esa desesperanza de la Esclava. Raquel, amiga de Susana e integrante del grupo, le preguntó:” ¿Por qué lloras? ¿Acaso tú también, conociste a Lorena la amiga de la Esclava? Susana sintió temor. No sabía cómo Raquel había conocido su percepción. Mucho menos, donde conoció lo de Lorena y su relación con la Esclava. De un momento a otro, se desató una tempestad. Con vientos huracanados y con relámpagos y truenos. Una lluvia furiosa los azotó a todos y a todas. Llovió durante seis horas, sin parar. Los Cerros Guadalupe y Monserrate empezaron a desmoronarse. Arrasaron todo el entorno. Las toneladas de lodo y piedra sepultaron a los barrios circunvecinos. La única que no sufrió daño alguno fue la esquina brava en donde estaban Susana y Raquel y los otros amigos y las otras amigas. A quienes yo nunca había visto. Y creo que Ancízar tampoco. Ni siquiera “el mono”. Con todo y lo hablador y hechizo que era. La Esclava habló al oído de Susana. Le dijo: Sígueme. De ahora en adelante serás mi compañía. La cogió por el brazo izquierdo y alzó vuelo con ella. Tan pronto desaparecieron
  • 20. 20 en el horizonte, la esquinita bravata también sucumbió a la avalancha. Todos y todas murieron. Lo sucedido se conoció a través de las versiones de algunas personas que escaparon la tragedia. Úrsula Verdaguer, periodista al servicio de una emisora de la capital, se puso en la tarea de recopilar estas versiones. Con ellas armó el guión de una serie para televisión. Los personajes y las personajes son espíritus errantes, que se convirtieron en sombras que rodean a la ciudad. Esas sombras no permiten la presencia del Sol. Toda la ciudad es un escenario absolutamente sombrío y frío. Esos espíritus vagan y ululan. Articulan escasas palabras. Lo único que se les entiende es:”…esperen el 31 de octubre de próximos años. Cualquiera de esos futuros días apareceremos y será otra tragedia. Y mi como que medio el vahído de antes. Y no sabía qué hacer. Y llamé a gritos. A Ancízar. A Valeria. A mi hija. Desde el día en que se conoció la serie escrita por Úrsula; todos y todas en la ciudad capital no controlan su temor. En vigilia permanente esperan ese día 31 de octubre. Vino, otra vez el recuerdo. Sentí como si yo hubiera vivido en ese tiempo y en esos lugares. No pude acuñar exposición alguna. No me daban las palabras, solo este yo silente. Como réplica doliente. Como si yo hubiera sido promotor del dolor de esa niña. Y de su extraña desaparición. Lo viví y sentí como castigo del Dios Increado que nació como leyenda, por allá, en el tiempo en que conocí a Ariadna. Veloz mensajería extenuante, apabullante. Hice como si quisiera regresar al comienzo de la memoria. Cuando no había ni sujetos, ni palabras, nada. Yéndome por ahí, en la vaguedad superflua, me volvieron los recuerdos, casi perdidos. En ese ejercicio notarial mío. Como compilador de hechos. Y de los seres actuantes. Por esa vía sentí punzante voz. Venida desde el patiecito, de la casita destruida por el paso del tiempo. Y me fue envolviendo la palabra como susurro. Como compleja porción de acciones. Volátiles, en veces; asincrónicas. Como nervio prepotente, sin remilgo alguno. Creo recordar esta plaza. Como cuando uno la mira y cree haber estado aquí antes. Tal vez será porque estas bancas tienen gente sentada, muy parecida a otras gentes. O será porque esa iglesia que miro “Cristo Reina, Cristo Impera”; se me asemeja a otras. Con la diferencia
  • 21. 21 puesta en esa caída vertical, como pared un tanto fatua. Con esos dos íconos-torres terminados a la fuerza. Y esos caballos que pasan. Mulas que trote y trote cansino. Como mulas que han acumulado tantas enjalmas y tantas monturas. Que han transitado tantos caminos, en pendiente que te muestra el bajo fondo. Con el surco adormecido. De lo que pudo haber sido hilo de agua antes. Pero que ya no se nota. O nunca fue. Y, desde esa esquina, miro al fondo el Cauca que baja, buscando el Occidente. Con la mira puesta es Sopetrán y Santa Fe de Antioquia. Y, antes, distante Liborina exhibiendo frutales inmensos. Y, esta gente de a pie. Aquí y allá. Con ese universo de móviles celulares. Llamada tras llamada. Como una veintena por minuto. Y me pongo a imaginar que dirán tantas voces. Qué palabras verterán. Diciendo “la vuelta está hecha”; “no vino el patrón”; “ya casi terminado de comprar la papita”; “el bus de las y media ya salió”; “Los de Fredonia se perdieron”; “De Versalles no salieron ayer nada, Hortensia y los muchachos”; “amor, papito, no sea así. Mire que yo si lo quiero”; “tráigale los vestiditos a las niñas”; “Dígale a Mauricio que lo espero. Él sabe dónde”. Y miro tantas motos cruzando. Cada una con alguien y sus historias. Y tanta chivita pequeña. Con tantos bultos. Algunos sin amarrar. Cajas de mangos por ahí, en las esquinas. Y los almacenes repletos. Tanto insumo. Y para tanta cosa. Caficultores que regatean. Y que, en vísperas de elecciones, piensan en su vecino amigo. El del Comité anterior. Que no lo dejo nada contento. Pero, para que decirle ahora. Ya lo pasado pasó. Miremos, más bien, quien puede quedar. Y que sirva. Y tanto novelero suelto. Tantas tiendas cerveceras. Tantos cuentos que van y vienen. Tanto amigo o amiga. Todos esos niños. Y todas esas niñas. Los colegios ahí. Y salen unos y entran otros. Y, en sus ojos, la ilusión. Por lo que comienzan ahora. Por lo que serán después. Y esas campanas al vuelo. Siendo lunes, o miércoles; o viernes…cualquier día. Anunciando eucaristías. O solemnidad religiosa en las despedidas. De los cuerpos que ya no son vida. Y transito esta calle y la otra. En veces como que se me pierden las nomenclaturas. No he podido entender. Calle Córdoba. Carrera Bolívar. Calle Bolívar…y se repiten, como si
  • 22. 22 nada. Y el tempo, como en toda parte, no da espera. El o la que llegó, bien. Y si no, que le vamos a hacer. Tiempo que se agota. Hora 13; hora 15; hora 18. Y así, hasta las veinticuatro. Y estas mujeres. Tantas y tan jóvenes. Bien bonitas, casi todas. Pero como en velocidad constante. O ahí, esperando. Y las escolares riendo y entornando ojos; ante su latente galán. Tantas mujeres que cruzan. Casi tres por cada un varón. Y, las miro. Y no preciso de donde vienen. Si de “La Pintada”; o de “La Úrsula”. O han estado aquí, en el entorno cercano. Tanta palabra que sigue volando. Casi que las veo entre nubes. Con su significado. Prístino. O enjuto, casi verdulero. Casi en la diatriba. O en el encanto de voz que dice amar. Y, de seguro, que si aman. Tanta palabra engarzada. Metida ahí en su origen. Tanta conjugación posible. Verbos “Ir”; “Ser”; “Amar”; “Odiar”; “Servir”; “Vender”…todos en su momento y en su sujeto que lo hace real y efectivo. En el mensaje. Y tantos niños. Y tantas niñas. Con sus afugias que palpo. Con sus alegrías que siento. Con sus miradas que miro. Y tantos abuelos, como yo. Tantas abuelas. Con sus sentimientos aquí vertidos, desde siempre. Tal vez desde antes de ser lo que es hoy esta tierra. Cuántas historias Pasarán, por ahí. Por esa vía que viene desde Pasto; desde Popayán; desde Cali;…Yo, también pasé un buen día. Hace mucho ya. Para Bogotá; cuando aún no era lo que hoy soy. Y, desde allá abajo. Más allá de Itagüí, hacia el centro de Medellín; de niño escuchaba “Ya cruzamos Alto de Minas; vamos rumbo a Medellín, con El Príncipe Estudiante, Hernán Medina Calderón…” Y, vuelvo y digo, no sé si estos abuelos y estas abuelas recordarán esos días. O estaban tan embadurnados de trabajo áspero; que no les daba el tempo para dedicárselo a eso. O será que, ellos y ellas tuvieron hijos obreros en Cementos Cairo. Con esos silencios cómplices que se tejieron. Ante los vejámenes. O será que escucharon decir de los de Amagà. Mucho más de lo que ahora pasa. Con mineros en socavones, asfixiados.
  • 23. 23 Y, aquí; ahora estoy viendo en el día a día. Tratando de adaptar mi trajín. Mi memoria. Mi historia. Tratando de trasmitir algo con mi mirada. Porque, todavía, no he ensayado las palabras. El erizado cabello estaba ahí. En cabeza de ella; la que solo conocí en ciernes. Como al relámpago no sutil. Por lo mismo que como afanoso convocante. Siendo, como es en verdad, una especie de alondra pasajera y mensajera. Se me parece al verdor de los bosques que crecen en silencio. Sin sentir unos ojos ensimismados por su pureza; siempre presente. Creciendo en lentitud. Pero, siempre, en ebullición de células, en trabajo constante. Haciendo real lo que potencial al sembrarlos era. En verdad no la había visto pasar nunca. Como si la urdimbre de la vida en ella, no fuera más que simple expresión de fugaz cantinela. Abarcando circunstancias y momentos. En sentimientos explayada. Como momentos de transitorio paso. Por cada lugar, muchas veces umbríos. Como simple pasar de largo. Sintiendo lo que está; como si no estuviera. Y así fue siempre. Cada ícono suyo, más velado que el anterior. Como Medusa incorpórea. Solo latente. Sin Prometeo ahí. Vigilante. Hacedor del hombre. Acurrucado en esa veta grisácea. Tejiendo el lodo. Amasándolo. Hasta lograr cuerpo preciso. Y, soplado por Hera, vivo aparece. En los mares primero. Tierra adentro después. Locuaz a más no poder. Por lo mismo que el jocoso Hermes robó el tesoro vacuno de Apolo. Y lo paseó en praderas voluntarias. Que ofrecieron sus tejidos en hojas convertidos. En esto estaba mi pensamiento ahora. Cuando vi surgir el agua. Desde ahí. Desde ese sitio en cautiverio. Y la vi correr hacia abajo. Rauda. Persistente. Siendo, en esto mismo, niña ahora. Y va pasando de piedra en piedra hasta hacerse agua adulta. En ríos inmortales. Y la Afrodita coqueta, mirándola no más. Tomándola en sus manos después. Besándola triunfal. Haciéndola límpida a más no poder. Y juntas. Agua y Diosa, recibiendo el yo navegante. Inmerso en ellas. Con la mirada puesta en el Océano más lejano. El de Jonios. O el de Ulises. Desafiando a Poseidón. El Dios agrio e insensible. El mismo que robó tierra a la Diosa cercana al Padre Mayor. Y que fue conminado a devolverla. Y que, por esto, secó todos los ríos y lagunas. Solo el nuestro permaneció. Por estar ella presente.
  • 24. 24 Al hacerse noche de obscuridad afanada. Vimos una luz alada. Cruzando el aire de neutralidad dispuesto y de fuerza creciente. Y bajó esa luz. Prendida en una rama. Con sus alas apagadas. Ya no luciérnaga veloz. Más bien postura de bujía con tonalidades diversas. Y nos dijo, al vuelo, que guiaría nuestra fuga. Hasta encontrar la flecha que mataría al Dios de Mares insolente y perverso. Y que, allí, no más llegásemos, plantaría surtidores de agua dulce. Y separaría estos de la pesada sal de los mares. Dándonos la clave para revivir lo que había sido muerto. Y que era, entonces, nuestro tutor y conversador en lúdica creciente. Cuando se fue ella, volvió la luz; aun siendo noche. Río abajo fuimos. Encontrando caminos de disímil figura. Escarpados unos. Tersos, lisos, otros. Y, en cada uno, sembramos ternura. Llegando a ellos, vimos llegar las creaturas prometeicas. Y llegó Perseo. Engalanado. Como sabio tendencial Como creyéndose ya, Dios de plena corporeidad. Superior al Padre Mayor. Por encima del Olimpo enhiesto. Y, allí mismo, surgieron los apareamientos. Ninfas con Titanes. Vírgenes no puras, con los hijos espurios de Cronos. Pasó, también, el Jehová de los Judíos. Con vuelo rasante y tardío. En busca del Moisés hablado y trajinado; en desierto consumido. Y vimos al Adán insaciado: Buscando el sexo de su Eva no encontrada. También pasaron los hijos de Hades. Buscando abrigo temporal. Y volvieron las lluvias. Presagio de la muerte del Dios de los mares salados. Una vez llegamos a Creta, nos dispusimos a organizar las Jornadas Olímpicas. A viva voz y vivo puño. De gladiadores dotados de los frutos que da la paz. Y vinieron las trompetas. Desde Delfos. Pasaron los Argonautas Homéricos. Vino el potente Ulises, desafiando la gravedad sin saber que era ella. Soplaron los vientos mandados desde el Olimpo. Júpiter henchido de fuego. Dios retador latino ante el Dios Griego Zeus. Las carrozas dispuestas. Las coronas también, para quienes deberían se coronados, siendo triunfantes. Así pasaron, por mi recuerdo, las cosas que viví en antes. Bajo este cielo, ahora, me siento tan solo como la pareja que se quedó del Arca del transportador Noé. Una soledad asfixiante. Persuasiva en lo que tiene de válido la resignación. Estando aquí, ahora, se quiebra mi pasión por verla de nuevo. A la Diosa incitante que cautivó mi ser. Tanto que ya
  • 25. 25 no respiro tranquilo. Viéndola en remisión a su Cielo. Y, volviéndola a ver, aguas abajo. Como cuando conquistamos el Paraíso. Como cuando nos hicimos inmortales pasajeros del vuelo y de la vida. Recurrente es, pues, mi silencio, adrede, por lo más. Estando así, recuerdo a la Eva convocante. Y veo su cuerpo de tersura infinita. Y la poseo antes que su Adán regrese del exilio. Y, de su preñez, nacieron dos réplicas de Tetis y de Vulcano. Creciendo, a la par, se fueron difuminando en el amplio espectro. Llegando Adán, palpó el vientre de su Eva. Y supo que allí había anidado alguien y había dejado su semilla. Y la violentó con bravura inmensa. Lo maté yo. Así en veloz disparo de flecha. Ahora estoy en reposo obligado. Ya no está conmigo la fuerza que me había sido cedida por Sansón. Ya no experimento ninguna incitación. Como antes, cuando mi visión volaba en busca de la desnudez de las mujeres todas. Como en represalia por haber perdido para siempre a la Diosa Pura. Aquella con la cual navegué. Y que, su sexo, inauguré. Habiendo frotado antes, en mí, la sangre de los genitales cortados por Cronos a su padre. Y, todavía, escucho su voz diciéndome: has sembrado en mí. Mañana no me verás más. Pariré al lado de mi padre. Y lanzaré al fuego eterno lo que de ti pueda algún día nacer. No la volveré a ver más. Es, por lo mismo, que moriré; como lo hizo, en cercano pasado, Cleopatra. Una cobra hincará sus colmillos en mi cuerpo. Y mi espíritu volará al infinito. A purgar mis penas, al lado de los dioses despojados de atributos. Expulsados del Olimpo Sagrado; por haber agraviado al Padre Zeus. O al Dios Júpiter llegado. Al día siguiente, aposté por la vida. Simplemente porque todo seguía igual. Los nubarrones grisáceas, impedía ver al Sol, Y ese frío profundo, grueso. No podía caminar. Me senté ahí, en el quicio de la casita de don Aldemar. Nadie alrededor. Siguió siendo un diciembre helado, rampante; en lo que esto tiene de antesala a la perdida de referentes. Sentí que el viento me llevaba, de la mano, a los primeros días. Esos, antes de haber nacido criatura alguna. Vapuleado por la fuerza áspera. Con el dolor en mis piernas. Como si hubiera recibido los flechazos de los gladiadores embravecidos. Enfrentándose a los Césares. Sujetos de mirada perdida, triste. En acciones de depredación. Con su amargura potenciada. Como queriendo dejar de sentir que todavía seguían vivos. Yo, en pretendida erudición,
  • 26. 26 increpé a Suetonio. Le dije algo así como que de nada había servido su descripción de los avatares históricos de quienes ejercían dominio. Como tósigo, decía yo. Seguí rodando, en mi imaginación enfermiza. Hasta llegar al territorio de Ulises. De los mares cargados de fuerza milenaria. Ampulosas olas sin gobernanza alguna. Me extravié en el camino. Y me encontré a Jesús de los Cristianos. Estaba ahí. Torturado, clavado en la cruz. Y todo, alrededor suyo, empecinado en dar rienda suelta a la tormenta aciaga. Me adentré en su pasado. Me expuse a seguir mirando su futuro. Y del de todos y todas sus seguidores y seguidoras. Tertuliano estuvo, ese día, trillando su discurso. El mismo. Como referente lo cotidiano en el actuar de los apologéticos de la diáspora. Tal vez, en lo más íntimo, él conocía de su equivocación al elegir ese camino. Pero ya no había vuelta atrás. El conflicto se había profundizado. Tanto que, el judeocristianismo sucumbía como opción única válida en el proceso de consolidación del monoteísmo mosaico. Ya, la devertebración, estaba acunada. Porque no había por donde ni con que desglosar las doctrinas básicas. En ese tiempo, la división política y administrativa, comprometía una noción primaria del concepto de estado. Por una vía apenas lógica, dado el contexto. Una configuración geopolítica con fronteras tan delgadas, que el Imperio Romano, se deslizaba hacia una figura de poder un tanto extraviada. O, para decirlo mejor, en el cual las directrices cruzaban territorios acicalados con ese universo de opciones de interpretación en términos de lo que pudiera constituir el referente básico. Una posición dubitativa. Entre la permanencia de la ortodoxia fundamental del politeísmo inherente a las convicciones heredadas. Y el crecimiento de lo tripartito. Fundamentalmente en lo respecta al fariseísmo político-administrativo, el judaísmo venido directamente desde las escrituras antiguas, mosaicas y los hechos asociados a la nueva versión mesiánica; habida cuenta del crecimiento del mensaje de Jesús. Como Nuevo Gran Profeta. Rondando “El Templo”, como instrumento físico; fortalecido, reconstruido en gobierno de Herodes el Grande. Y que se hacía escenario de confrontación. En diatribas portentosas. Casi como acariciando la contienda precursora de un nuevo régimen político-religioso. Vista, la nueva ideología como herética y como originada en especulaciones, más que en doctrina sólida. Porque, en lo cotidiano, ya estaba hecho el ejercicio. Ya había un discurso
  • 27. 27 y unas acciones de proselitismo, permeado por una nueva noción de Dios Significante; en necesidad de retar a la humanidad que se deterioraba cada día más, a partir de escindir y extraviar el acumulado histórico y religioso. Inclusive, con el agravante que era casi imposible dilucidar contenidos. Y es que Tertuliano pretendía zanjar la confrontación (casi cieno cincuenta años después) una disputa que empezó a trascender la simple arenga. Por lo mismo que, a la par con la confrontación centrada entre el Imperio y la tripartita amalgama contestaría; se iban desgranando posiciones menores, pero adheridas al mismo piso originario. Ya los fariseos administradores, tenían un disenso, por la vía de los zelotas. Siendo estos una representación grupal, enfrentada con el fisco romano. Y allá, en Jerusalén, se hacían excesivamente fuertes. Casi como desplazando todo el contenido mismo de las expresiones judeocristianas. Daba cuenta, el rico propietario y esponjoso crítico leguleyo, de pretensiones un tanto militaristas. Como si evocara, hacia atrás, los condicionamientos propios de la historia religiosa asociada con el Pueblo Judío. De la dirección política de Moisés y de su capacidad para establecer con sus dirigidos una relación de prepotencia centrada en los Diez Mandatos Fundamentales. Y se hizo fuerte, Tertuliano, a partir de su ofensiva en contra del decantamiento en la doctrina, realizado por Pablo de Tarso. Algo así como, en una seguidilla de torpezas a nombre de la ortodoxia. Los Juegos Olímpicos en 165, marcaron el surgimiento de otra arista en la confrontación. Marciòn, empezó a ejercer como opción preponderante. En un entramado de confusión. Al menos en lo que respecta al significado de la propuesta de los eirenos. De la razón de ser de la variante en Peregrino y su inmolación, e nexo con la defensa de sus postulados fundamentales. Ya estaba dicho, diría Pablo de Tarso, de lo que se trata es de la preservación del hilo conductor básico. De no dejar extinguir el fuego del cristianismo; por la vía de ignorar que la confrontación con la teoría helenizante, no era otra cosa que expresiones de la dinámica misma de la contradicción. Entre el Jesús histórico, ambivalente. Y el Cristo, resucitado. Es decir no surtir teoría escindiendo las dos partes. Por el contrario, haciendo cohesión.
  • 28. 28 Centrando la divulgación en el ejercicio doctrinal, a partir de ese equilibrio. Y, tal vez por esto último, la Trilogía Pablo-Santiago-Pedro, se fue deshaciendo. Porque no cabían ambigüedades; siendo como era el momento de decisiones. Lucas, en apariencia, esperaba descifrar los nuevos códigos propuestos por El Reformador. Pero su estreches intelectual, dio lugar a la escritura de los Hechos, de su versión evangélica, como palabras agrupadas en una linealidad que no da cuenta de la estructura doctrinal del Maestro y de sus acciones. Por ahí, entonces, Lucas se tuvo que contentar con el distanciamiento. Lo que podría llamarse bajo perfil. Solo pasados casi doscientos años se vino a exhibir el escrito suyo, en cierta hilatura, por lo menos cohesionadora. Ya andaba Popea con su Nerón. Y ya había pasado el momento histórico de Herodes el Grande. Y sus sucesores, Herodes Antipas, Arquelao y Herodes Filipo, vieron diluirse el poder entre sus manos. Y, el crecimiento de los cristianos y los judeocristianos seguía siendo disímil y agrandado en confusión. Un tanto remontando la historia del antes de, los esenios, Anàs, de Aarón, de los levíticos. Se encuentra nuestro Tertuliano, confeso ignorante, de frente con esa historiografía. Que solo logra dilucidar en lo inmediato primario de las andanadas en contra de Pablo. Y siendo así, se erige en defensor de la diáspora, casi que por simple ley de la gravedad. Cuando Popea incita, entonces viene a cuento la tragedia de Juan El Bautista. Ya ahí, en el mero episodio de la acción iniciática de Jesús. En el agua, como agua pura que remite a borrar rastros; estaba presente, en latencia casi, la diversidad estatutaria. Si es quien, Jesús, superior a quien es Juan El Bautista; es un circulo que nunca se cerró. Y lo mismo va para la designación del espacio temporal para el ejercicio sacramental. Si, en ese contexto físico y conceptual de Templo Sagrado. O de, en menor dimensión, el propio Sanedrín. El ir y venir de las acciones y sus consecuencias. Perdiendo la cabeza El Bautista, como que se pierde en el tiempo la posibilidad de la dilucidación. Quedan, entonces, en remojo parte de los orígenes. Y se remonta, otra vez, predecesores. No solo en lo que hacen alusión los hacedores de profecías en el pasado. También en cuanto a los nexos con posturas de los clásicos helénicos. Desde Sócrates hasta Aristóteles; pasando por las opciones propuestas por Séneca. Siendo, eso sí, la partición de
  • 29. 29 las Doce Tribus. Y las enseñanzas, en torno al Dios Vengador e Iracundo, de Moisés. Y la noción de sacrificio, en términos de la conminación a Jacob. Y, a su vez, la herencia máxima doctrinal judía propiamente dicha. Cuando Constantino entra en baza, el manejo de las contradicciones no se ha atenuado. Y no tenía porque. Seguía siendo referente el consolidado de Pablo y sus prístina propuesta de vaciar los contenidos de la diáspora; de tal manera que pudiese decantarse la enseñanza en sí. Ya no de su misterio en relación con la opción trinitaria. Ni con el símbolo propio pentecostal. Haciéndose, como en verdad se hizo, converso utilitarista. Propiciador de recursos físicos. De poder y de obligatoriedad deriva de él; sumerge a la doctrina en un pozo absolutamente obscuro y contradictorio, de por sí. En este contexto, la aparición de Orígenes y de sus reflexiones filosóficas, proveen de nuevo instrumento a la teoría del de Tarso. Nuestro Tertuliano, pues, se fue extinguiendo. Él mismo se dice y se replica. Y se va diluyendo en los avatares propios de una dinámica que lo trasciende. Y, cualquier día, lo encontramos inmerso en su propio discurso. Ahogado en sus propias palabras insípidas e intrascendentes. Ensimismado estaba. Como vulgar agorero que impone las palabras. No dejando lugar a la libertad emergente. En una sensación de impotencia. Me veía, a mí mismo, como sujeto de nervadura pútrida. Como dando vuelo a la desperanza. Como imponiendo la versión árida del comienzo. Por fin me levanté. Ya el Sol había derrotado a las nubes. Apareció en la imponencia suya. En la gobernanza del sistema. Como Padre único del universo. Como si no existiese nada más. Como retando a todos y todas Andando el tiempo, entonces, recordé lo que fui en próximo pasado. Y me volví a contar a mí mismo. Con palabras de los dos. Aquellas que construíamos, viviendo la vida viva Es como todo lo circunstancial. Cuando regresas ya se ha ido. Y lo persigues. Le das alcance. Y lo interrogas. Al final te das cuenta que fue solo eso. Por eso es que te defino, a ti, de manera diferente. Como lo trascendente. Como lo que siempre, estando ahí, es lo mismo. Pero, al mismo tiempo, es algo diferente. Más humano cada día. Una renovación
  • 30. 30 continua. Pero no como simple contravía a la repetición. Más bien porque cuenta con lo que somos, como referente. Y, entonces, se redefine y se expresa. Mi querido Ancízar, en el día a día. Pero, también, en lo tendencial que se infiere. Como perspectiva a futuro. Pero de futuro cierto. Pero, no por cierto, predecible. Más bien como insumo mágico. Pero sin ser magia en sí. No embolatando la vida. Ni portándola, en el cajón de doble tejido y doble fondo. Por el contrario, rehaciéndola, cuando sentimos que declina. O, cuando la vemos desvertebrada. Siendo, como eres entonces, no ha lugar a regresar a cada rato. Porque, si así lo hiciéramos, sería vivir con la memoria encajonada. En el pasado. Memoria de lo que no entendimos. Memoria de lo que es prerrequisito. Siendo, por lo mismo, memoria no ávida de recordarse a sí misma. Por temor, tal vez, a encontrar la fisura que no advertimos. Y, hallándola, reivindicarla como promesa a no reconocerla. Como eso que, en veces, llamamos estoicismo burdo. Y, ahí en esa piel de laberinto formal, anclaríamos. Sin cambiarla. Sin deshacernos de lo que ya vivimos sin verlo. Por lo mismo que somos una cosa hoy. Y otra, diferente, mañana. Pero en el mismo cuento de ser tejido que no repite trenza. Que no repite aguja. Que se extiende a infinita textura. Perdurando lo necesario. Muriendo cuando es propio. Renaciendo ahí, en el mismo, pero distinto entorno. Quien lo creyera, pues. Quién lo diría, sin oírse. Quien eres tú. Y quien soy yo. Sino esa secuencia efímera y perenne. De corto vuelo y de alzada con las alas, todas, desplegadas. Como cóndores milenarios. Sucesivos eventos diversos. Sin repetir, siquiera, sueños; en lo que estos tienen de magnetismo biológico. Que ha atrapado y atrapa lo que se creía perdido. Volviéndolo escenario de la duermevela enquistada. Y, sigo diciéndolo así ahora, todo lo pasado ha pasado. Todo lo que viene vendrá. Y todo lo tuyo estará ahí. En lo pasado, pasado. En lo que viene y vendrá. En lo que se volverá afán; mas no necesidad formal. Más bien, inminente presagio que será así sin serlo como simple simpleza sí misma. Ni como mera luz refleja. Siendo necesaria, más no obvia entrega. Y siendo, como en verdad es, sin sentido de rutina. Ni nobiliario momento. Ni, mucho
  • 31. 31 menos, infeliz recuerdo de lo mal pasado, como cosa mal habida; sino como encina de latente calor como blindaje. Para qué hoy y siempre, lo que es espíritu vivo, es decir, lo tuyo; permanezca. Siendo hoy, no mañana. Siendo mañana, por haber sido hoy...y, así, hasta que yo sucumba. Pero, por lo tanto, hasta que tú perdures. Siendo siempre hoy. Siendo, siempre mañana. Todo vivido. Todo por vivir. Todo por morir y volver a nacer. En mí, no sé. Pero, de seguro sí, en ti como luciérnaga adherida a la vida. Iluminándola en lo que esto es posible. Es decir, en lo que tiene que ser. Sin ser, por esto mismo, volver atrás por el mismo camino. Como si ya no lo hubieras andado. Como si ya no lo hubieras conocido. Con sus coordenadas precisas. Como vivencias que fueron. Y hoy no son. Y que, habiendo sido hoy, no lo será mañana. Y es ahí en donde quedó. Como en remolino envolvente. Porque no sé si decirte que, al morir por verte, estoy en el énfasis no permitido, si siempre he querido no verte atado subsumido; repetido. Como quien le llora a la noche por lo negra que es. Y no como quien ríe en la noche, por todo lo que es. Incluido su color. Incluido sus brillosos puntos titilantes. Como mensajes que vienen del universo ignoto. Por allá perdido. O, por lo menos, no percibido aquí; ni por ti ni por mí. Y sí que, entonces, siendo yo como lo que soy; advierto en ti lo que serás como guía de quienes vendrán no sé qué día. Pero si sé que lo harán, buscando tu faro. Aquí y allá. En el universo lejano. O en el entorno que amamos. Episodio noveno
  • 32. 32 El Sol, Palas y la Diosa Definitivamente, la soledad hizo mella en mí. Pasaron y pasaron los días. Y yo ahí en las esquinita bravera. Ya había pasado diciembre. Un enero caluroso. Pero yo seguí sin poder entender la dinámica nueva. En una sinrazón que me dolía en profundo. De pronto, como de la nada, apareció Serafín. Como sujeto convocado. Erizado su cabello negro. Venía, según me dijo, del lugar equidistante entre Júpiter y Saturno. Me miraba, haciendo girar trescientos sesenta grados su cabeza. Como fenómeno expósito. Como truhan de mil batallas erosianadoras. Como quien asume el mando de la locomoción y de la memoria. Su voz empezó a subir de tono. Casi en vocinglería inmensa, arropadora, por la bajo. En expresiones sin concatenación propia. Más bien como estertores profanos, deslucidos. Sucedió como casi siempre suceden las cosas, cuando son nuestras. Estando ahí, situadas en la esquina tercera del barrio; una joven mató a su amiga. Aparentemente en juego guerrero de recordación perdida. De mi parte, solo un vahído absoluto. Como cuando uno siente que en ese dolor se le va el alma. Un cuadro impresionante. La joven agresora, muchacha bien dotada de cuerpo. Con rasgos de cara un tanto masculinos. Con ojazos negros, penetrantes. De esos que se involucran con uno y lo traspasan. La agredida, ahí en el piso. Pero todavía con ojos verdes abiertos. Labios gruesos, provocantes. Cuerpo de una delgadez envidiable. Piel color canela, lisa, embriagante. Y pasó que, se hizo aglomeración inmediata. Cada quien tratando de esculcar cualquier versión. Que fue a propósito. Que las habían visto discutir el día anterior. Que la muerta era amante de la que le dio muerte. Que no hubo tal juego. Que el puñal entró con fuerza inusitada. Que las vieron pasar de las manos cogidas. Que la de la piel café no era del barrio. Que… Por lo mío, no tuve dudas. En verdad un juego de libre interpretación. Como luchadoras cuerpo a cuerpo. Un brilloso metal hecho arma ligera. Ahí en el piso. Ganaba quien lo cogiera primero e hiciera un giro de cuerpo en su propio eje. Y atacara con la fuerza de su brazo derecho. Y, simplemente, se le fue la mano a la primera que cogió el metal. Lo digo, porque ya lo había visto. En ese sueño de mitad de noche, anterior una vez lo soñé y comenzó el no poder dormir; viajé en el tiempo. Y localicé las hendiduras de la ciudad
  • 33. 33 profana. Y, allí, estaban ellas. En otro tiempo. Con sus telas trasparentes, actuando como envolturas. Y sus cuerpos al desnudo, se exhibían en las transparencias. Y vi esos muslos sólidos, puestos en firme. Guerreras ahí, en pleno coliseo temerariamente habilitado. Y estaban otras mujeres cuando empezó el duelo. Y vi volar caballos alados adornados con estolas de flores. Y vinieron en veloz carrera, como rayos enceguecedores, caballeros de alta estima. Dicho así por lo que vestían. Adornadas sus cabezas con olivos en fuego. A la otra noche. Noche antes del día en que en la esquina tercera del barrio; volví a ver el duelo. Ya en la arena del coliseo. Y tribunas todas colmadas. Y llegaron otros en carrozas, haladas por machos cabríos. Conté hasta cien de ellos. Y bajaron los señores. Y se instalaron en tribuna especial. Con sus frentes en alto. Con gestos imperiales. Y localicé las aureolas que circulaban en torno a su cabeza. Esa misma noche, antes del día aquel, empezó el duelo en verdad. Y la de ojazos negros penetrantes. Se abalanzó sobre la morena de muslos bien henchidos. Con ese cabello al viento. Y vi el metal ahí, en la arena. Y entraron en el cuerpo a cuerpo. Brazos y piernas entrelazadas. Fundidos al unísono. Con la música al aire. Siguiendo sus movimientos. Y cayeron en la arena. La de negros ojos inhabilitó a la otra. Y cogió el metal, tratando de incorporarse para hacerse vencedora, en ademán no previsto abrió el pecho de la vencida. Y su corazón al aire Fue. Yo seguía ahí. Viendo el cuerpo endurecerse. Viendo esa piel hermosa languidecer. Tornándose en opaco gris, desierto. Viendo como sus ojos se iban apagando. Viendo ese cuerpo entero provocante, languidecer al infinito. Ya frío. Ya sangre antes viscosa a torrentes, una resequedad muda. Pétrea. Y seguía llegando gente. Inventando palabras para azorar a la vencedora. Y ella puesta en pie. Con su mirada perdida. Como implorando perdón, no se sabe a quién. Y su vuelo de cabello apuntando al infinito. En esa ráfaga de viento que, de pronto, llegó desde la nada. Volví a la otra noche, antes de este día aciago. Ya, otra vez, el desvelo. Insomnio tardío. Volcado a la arena del coliseo que seguía pleno. La arena teñida de rojo. Al lado de las dos. Y la del metal en la mano, erguida. Sus ojos de tristeza absoluta, continua. El cuerpo tirado ahí. Ya perdido. Ya sin el brillo de la vida. Cabello que se tornó opaco. Ya no con el brillo
  • 34. 34 de antes. Toda arropada en el velo traslúcido. La desnudez abierta. Paso a paso fui recorriendo con mi mirada su hermosura. Y la sentí como si fuera mía. Como si antes del duelo la hubiera poseído con delirio. Con ternura exacta, sin la expresión dubitativa mía en otros quehaceres. Ahí, en esa tercera esquina seguía yo. Como impávido testigo de lo que vi en la otra noche. Gente inmediata. Un grupo asfixiante por lo tumultuoso. Ya llegaron los levanta cuerpos. Con sus guantes finos. Pegados a la piel de sus manos. Y con la parsimonia acostumbrada. Abriendo los labios gruesos, con pinzas plateadas. Cerrando los ojos de la que fue muerta en lance absurdo. Tocando la herida del pecho. Agrietándola más. Y cubriendo todo el cuerpo con manta blanca. Ya no podía ver yo, esa hermosura apretada en bajo vientre. Y metieron el cuerpo en bolsa negra. Y luego la cerraron. Y desapareció, pues, el cuerpo entero. Y la vencedora dolorida. Con espasmos cada vez más fuertes. Mirándolo todo en derredor. Auscultando. Como buscando un nombre para la tragedia. Para ella y para la vencida. Y, esa misma noche del antes de, vi a Zeus en la tribuna. Envejecido. Llorando también. Y su séquito. Hermes, Afrodita, Aquiles, Hera. Todos y todas, lamentando la muerte. En la arena seguía, con sus ojos agrandados, lamentando lo sucedido. Rogando la no tipificación de preterintencionalidad. Buscando asidero en la belleza de la perdedora y en la suya propia. Con el velo alzado al viento. Con la desnudez exaltada. Sus pechos inflamados, pero tristes también. Y vinieron a caballo a levantar el cuerpo. Sin guantes. Espada al cinto. Lo alzaron sin dulzura. Lo colocaron ahí, en el carruaje. Sin ceremonia. Casi sin respeto. Los vi alejarse con la rapidez de corcel recién adiestrado para la guerra. Ya es otra noche. Yo sigo ahí. En la esquina tercera de mi barrio. Ya ha pasado todo. Ya no hay nadie. Solo ella. Aturdida. Me le acerqué. La abracé con mi cariño posible, henchido. Secándole las lágrimas que ya hacían como laguna en el piso. Con oleadas vibrantes. De un azul celeste divino. Y le acaricié su cabello. Se había vuelto blanco, casi níveo. Sin saber cómo, ni porqué, se deshizo de mí. Volando se fue. Acompañada de nubes grises, presagiando tormentas. Hasta que se perdió en el infinito cielo herrumbroso. Su última mirada fue para mí. Diciéndome adiós
  • 35. 35 Esa misma noche volví al sueño y al desvelo. Ya no había nadie en el coliseo. La arena toda teñida de rojo a borbotones. Ella ahí. Mirándome. Con el metal en la mano. Lo lanzó al aire. Y ella tras él. Ascendió rauda. Detrás del envejecido Zeus. Con su mano, un adiós que todavía es latente en mí; a pesar de haber pasado cuarenta noches, de sueño perdido. De desvelos perennes y por la noche guarnecido. Episodio décimo La venganza En eso de ir buscando eventos de justificación, me he encontrado con el arrebato propio del inicio. Siempre en posición de tratar de negarlo todo. Como quien deduce que solo lo suyo es válido. Y que, inclusive, el antes del comienzo no se evidencia en ningún referente. Y que, a lo sumo, podría inventarse un proceso de confusión, al momento de explicarlo. Por esa vía, entonces, se tiende a socavar el infinito; porque este no conduce a la proclama del término de los días. Visto así, en consecuencia, lo mío como que se hace sensato; habida cuenta de los albores de lo que existe. Y siendo así, me detuve en el relato de la fornicación de Erebo con la Noche. Y que, por esa vía, fueron surgiendo la vejez, la muerte, la concordancia. Y me fui con esto al auto exilio. Reconviniéndome a mí mismo por la exudación de ejemplos vulgares. Como construidos al lado de un hilo conductor de expresiones funestas. Y, por lo mismo, sigo en la escucha de la tronera que emerge. De los rayos voraces que absorben toda energía que nos colocan en condición de postración constante; sin volver a ver a Ancízar. Dirigí la búsqueda, esa noche a la localización del aire y del día. Como si fuesen pareja que fueron cumpliendo con el exorcismo del que se erige como creador. Y que, aire y día, engendraron a la Madre Tierra y al Sol y a los Mares. Y que yo seguía ahí. En esa tenebrosa soledad. Y que se fueron decantando las cosas y los seres. En ese Templo de la diosa Hestia. Que, a lo sumo, fue recluida en el mismo. Que, de paso, ejerció como pionera de la
  • 36. 36 madre esclava. De la mujer arropada con los poderes de quienes exhibían condición de soberanos inmutables. Que iban, como en realidad lo hicieron, enhebrando el hilo y la aguja, hacia el tejido propio del símil de cadalso habilitado. Volver, desde ese exilio mío, a retar a Urano. Por la vía del Cronos que lo impele a no seguir siendo él. Que lo vulnera en su sexo y que lo arroja a los mares. Y que, tal vez por esto, estimula el apareamiento Tierra Aire, originando el terror y la astucia. Y que, estos tesoros, fueron echados al entorno de los mortales. Para que, en juntera impropia, amenazaran con el exterminio. Por la vía más perversa posible. A mi regreso, entonces, lo de los otros y las otras, se ha convertido en insidioso proyecto. Ya, así entendido, se fueron reconstruyendo el actuar y el quehacer pasivo. Ya no en el exhibición del libre albedrío. Si no en aquello que es conducido a través de la hilatura primera. Como marionetas que pululan. Que se hacen, cada vez más, gregarias de ese Ser Primero. Que es condicionante y vulnerador del arrebato libertario del uno y de los unos todos. Y, al desgaire, se sintonizan los eventos. Ya no en acción plena de lucidez; sino en simple repetición. Efímera, a veces, perenne, otras. En el Universo ya habilitado. Como simple diáspora de lo pasado antes. Circundando la esfera siempre. Yendo y viniendo estamos. En el vaticinio ya hecho. De que solo podemos ser lo que somos; sin el vuelo del albur necesario. Estando aquí y así, seguimos el sendero ya trazado. Somos como errantes mecanizados. Metidos en la envoltura del Determinador. Que se inmiscuye en lo nuestro y nos ordena. Vamos, por lo tanto, horadando nuestra propia habitación que nos ha de albergar por siempre. En esto de las ilusiones estaba. En ese sueño de perdición. Esta, yo, ahí. En el lugar preciso del territorio que creía válido y hospedero. Saliendo, hice como que miraba a la ciudad. Mi ciudad y la de los demás. Y la vi avasallada por la bola de fuego viva. Originada en los átomos partidos en sucesión. El uranio al aire y al suelo extendido. Energía destructora. Y corrimos todos y todas. Y nos refugiamos en el manto de Hestia y de los Nagares. Su refugio estaba incólume. Antes de esa bola roja que avanzaba. Y, al llegar todos y todas,
  • 37. 37 Hestia hizo como que paraba el fuego con sus manos henchidas de mar. Pero fue arrasada. Y Nagares y las Ménades también huyeron. Delante de nosotros y nosotras. Y alzaron vuelo hacia el infinito universo. Pero de nada sirvió. La destrucción fue el todo. Como significando la nada del comienzo que no podrá ser tal, porque no habrá otro origen como el de antes. Sin la mirada del Ancízar mío. Ya en febrero, seguía sin moverme de la esquinita bravera. He visto pasar el tiempo, atropellado. Le dije desde la distancia, a la callecita lúdica, lo tanto que me he empecinado en volver a ver a Ancízar. Con pasión abierta y sincera. Nunca he dudado de la gendarmería palaciega. Allá adonde él se dirigió, hace mil años. No atinaba a nada más. La callecita impávida. Como diciendo, yo solo sé que no volverá, porque se llevó la pelotica con la cual me entretenía. Mirándolo en la gambeta mágica. Como si, en sus piernas llevara la vida. Mi vida. Estoy aquí. Y aquí me quedaré; dijo por último la divina calle que me vio crecer. Desde muy allá, en las sombras de esta otra noche emergió una potente voz. Como llamándome a la sinceridad. Qué dejara de ser enfermizo sujeto, detrás de Ancízar y Valeria. Porque recuerda que, hace mucho tiempo nación un niño. Tu hijo. Y nadie, incluido tú ha preguntado por él. Y que, Valeria, ha puesto todo lo que es, al servicio del infante. Que se hizo grande d cuerpo de alma. Y anda, por ahí, buscándote.. Como martinete envejecido. Solo quieres avizorar a Ancízar, sin conocer que él se hizo amante del fuego vivo. Del viento veloz, cálido, sinuoso. ¡Qué te has creído dueño de todo y de nada1 Anda a ver sí te oyen en medio de esas acciones propuestas de tiempo atrás. Entre Ancízar y tú no has hecho nada al respecto. Solo en el brete repetitivo. Escúchalo. Yo te abro los oídos. Los potencio; para que sepas que está diciendo. Se lo habían enunciado un año atrás. Pero, él, creyó que era otra broma del señor alcalde. Lo que le dijeron tenía que ver con su condición de amante de hombres. Especialmente de adolescentes. Un largo historial. Aún antes de que se iniciara la actuación con el referente de “libertad para amar. Libertad para ser amado”. Su capacidad de seducción, era infinita. Él mismo contaba que había “desollado” a más de cuarenta. Sin ninguna violencia previa. Simplemente convocándolos con esos sus ojos verdes, penetrantes, asfixiantes. Que no dan lugar, una vez se los mira, a disidencias.
  • 38. 38 Y es que David era puro fuego. Desde pequeño se acostumbró a medir los ensueños y los sueños. Siempre anhelando ser dueño de todos. Y los catalogaba. Por orden de belleza y de otorgante de placer. En el colegio era conocido como “El César”, Por lo mismo que exhibía un autocontrol absoluto, en unidad de acción con la maniobra constante para mantener cautivos a quienes amaba. Fueran consientes o no de ello. Y estuvo mucho tiempo en ejercicio de su aureola. Hasta que conoció a Nemesio. Imberbe bello. Ojos de una negrura convocante. Venía de familia hacedora de proclamas en lo que concierne a la libertad sexual. Todos y todas, en ella, eran amantes y amados. No importando la edad, ni el parentesco. Cuando lo citaron, simplemente, creyó que era una de esas audiencias más a las cuales había asistido un centenar de veces. Siendo siempre sujeto que no acataba reglas e insinuaciones. Y creyó, asimismo, que el señor alcalde, en uso de su perfil de incompetente consuetudinario, simplemente le diría “no hay pruebas. Luego no hay condena”, Él era consiente que había vulnerado todas las reglas. Desde el mismo momento en que había agredido a Juliancito, En ese tipo de agresión que involucra la perversión. Porque fue, no solo obligarlo a aceptar la penetración constante; sino la atadura, de se ser en sí, a un cuadro relacional vejatorio, infame. Él había sido todo un engarce sistemático. Aprovechándose del poder ejercido sobre sus súbditos. En un proceso sin fin. Y, así, se lo había hecho saber al Santo Imperio. Lo pecaminoso había sido desterrado a partir de la absolución lograda. Tanto así que su invernadero sexual no había sido tocado. Ni lo sería nunca. Lo que le anunciaron era, para él, simple retórica lineal. De conformidad con sus principios y valores. Con velo de organza afín a sus postulados. Y, todos en la región, lo conocían, Sabían que era dueño y señor de los nacientes párvulos. No había fisura alguna. Porque, siendo como era él, absoluto dueño de todos y todas; no existía ninguna disposición manifiesta o soterrada a cumplir con ninguna norma de reclamación. Colectiva o individual. Y allí estaban las madres. Sujetas inmersas en la reclamación de “justicia”. Sabiendo ellas que sus hijos habían sido avasallados por “El César”. Y, además, que este no insinuaba
  • 39. 39 ningún arrepentimiento, ante el daño causado. Simplemente porque él, era Poder absoluto que transgredía, sin transgredir. Con esa visión de supuesto libertario que todo lo puede, en aras de demostrar que todo se puede. Y ellas, las madres, sucumbieron. Nadie las acompañó. Y murieron en fuego cruzado. Alcanzadas por las balas de “El César”. Quien previamente había informado que el sexo asociado a su predilección, era mandato de estado. Episodio undécimo La negación, dos caras . He resuelto comenzar a desandar lo andado. Porque tengo afán. El declive es insoslayable. Como anti-ícono. O mejor como ícono que está ahí. Pero que no significa otra cosa que el regreso. Al comienzo. Como lo fue ese día en que nací. Para mí, sin quererlo, fue el día en que nacimos todos y todas. Porque, en fin de cuentas, para quienes nacemos algún día, es como si la vida comenzara ahí. Lo cierto es que accedí a vivir. Ya, estando en el territorio asociado al entorno y a la complejidad del ser uno. Pronto me di cuenta de que ser yo, implica la asunción de un recorrido. Y que este supone convocarse a sí mismo a recorrer el camino trazado. Tal vez no de manera absoluta. Pero si en términos relativos; como quiera que no sea posible eludir la pertenencia a una condición de sujeto que otear el horizonte. En la finitud, o en la infinitud. Qué más da. Si, en fin de cuentas, lo hecho es tal, en razón a esa misma posibilidad que nos circunda. Bien como prototipo. O bien como lugares y situaciones que se localizan. Aquí y allá, como cuando se está, en veces sin estar. O, por lo menos, sin ser conscientes de eso. Cualquier día, entré en lo que llaman la razón de ser de la existencia. No recuerdo como ni cuando me dio por exaltar lo cotidiano, como principio. Es decir, me vi abocado a ser en sí. Entendiendo esto último como el escenario de vida que acompaña a cada quien. Pero que,
  • 40. 40 en mí, no fue crecer, Ni mucho menos construir los escenarios necesarios para actuar como sujeto válido. Un quehacer sin ton ni son. Como ese estar ahí que es tan común a quienes no podemos ni queremos descifrar los códigos que son necesarios para vivir ahí, al lado de los otros y de las otras. Duro es decirlo, pero es así. La vida no es otra cosa que saber leer lo que es necesario para el postulado de la asociación. De conceptos y de vivencias. De lazos que atan y que ejercen como yuntas, Por fuera todo es inhóspito. Simple relación de ideas y de vicisitudes. Y de calendas y de establecer comunicación soportada en el exterminio del yo, por la vía de endosarlo a quienes ejercen como gendarmes. O a ese ente etéreo denominado Estado. O a quienes posan como gendarmes de todo, incluida la vida de todos y todas. Y, sin ser consciente de ello, me embarqué en el cuestionamiento y en la intención de confrontar y transformar. Como anarquista absoluto. Pero, corrido un tiempo, me di cuenta de mi verdadero alcance. No más allá de la esquina de la formalidad. Sí, de esa esquina que obra como filtro. En donde encontramos a esos y esas que lo intuyen todo. A esos y esas que han construido todo un acervo de explicaciones y de posiciones alrededor de lo que son los otros y las otras. Y de sus posibilidades y de su interioridad. Y de sus conexiones con la vida y con la muerte. Esas esquinas que están y son así, en todas las ciudades y en todos los escenarios. Y yo, como es apenas obvio, encarretado conmigo mismo y con mis ilusiones. Y con mis asomos a la libertad. En ellas se descubrieron mis filtreos con la desesperanza. Y mis expresiones recónditas, en las cuales exhibía una disponibilidad precaria a enrolarme en la vida, en el paseo que está orientado, hacia la muerte. Y estando así, obnubilado, me dispuse a ver crecer la vecindad. A ver cómo crecían, alrededor de mi estancia, las mujeres y los hombres que conocí cuando eran niños y niñas. Y, estando en vecindad de la vecindad, conocí lo perdulario. Ese ente que posa siempre latente. Que está ahí; en cualquier parte; esperando ser reconocido y por parte de quienes ejercen como mascotas del poder. Como ilusionistas soportados en las artes de hacer creer que lo que vemos y/o creemos no es así; porque ver y creer es tanto como dejarse embaucar por lo que se ve y se cree. Una disociación de conceptos, asociados a la sociedad de los que
  • 41. 41 disocian a la sociedad civil y la convierten en la sociedad mariana y en la sociedad trinitaria y confesional. Y, siendo ellos y ellas ilusionistas que ilusionan acerca de la posibilidad de correr el velo de la ilusión para dar paso al ilusionismo que es redentor de la mentira que aspira a ser verdad y la mentira que es sobornada por quienes son solidarios y consultores para construir verdades. Y, estando en esas me sorprendió la verdadera verdad. Justo cuando empezaba a creer en el ilusionismo y en los ilusionistas. Verdadera verdad que me convocó a reconocerme en lo que soy en verdad. Sujeto que va y viene. Que se enajena ante cualquier soplo de realidad verdadera. Que ha recorrido todos los caminos vecinales. En lo cuales he conocido a magos y videntes de la otra orilla. Con sus exploraciones nocturnas, cazando aventureros que caminan atados a la vocinglería que reclama ser reconocida con voz de los itinerantes. Y, estando en esas, me sorprendió la incapacidad para protestar por la infamia de los desaparecedores. De los dioses de los días pasados y de los días por venir y de los días perdidos. Y volví a pensar en mí. Como tratando de localizar mi yo perdido, desde que conocí y hablé con los magos y videntes de la otra orilla. Un yo endeble. Entre kantiano y hegeliano. Entre socrático y aristotélico. Entre kafkiano y nietzscheano. Pero, sobre todo, entre herético y confesional. Ese yo mío tan original. Filibustero. Pirata de mí mismo. Y, sin embargo, tan posicionado en los escenarios de piruetas y encantadores de serpientes. Saltimbanquis que me convocan a cantarle a la luna, desde mi lecho de enfermo terminal. La enfermedad de la tristeza envalentonada. Sintiéndome poseído por los avatares increados; pero vigentes. Artilugios de día y noche. Sopla viento frío. En este lugar que no es mío. Pero en el cual vivo. Territorio fronterizo. Entre Vaticano y Washington. Cómo han cambiado la historia. Cómo la han acomodado ellos. En tiempo de mi pequeñez de infante, tenía mis predilecciones a la hora de rezar y empatar. La tríada indemostrable. Uno que son tres y tres que vuelven a ser uno. Pero también le recé a Santo Tomás y al Cristo Caído, patrono de todos los lugares y de todos los periodos. Caminé con la Virgen María. De su mano recibía El Cáliz Sagrado cada Cuaresma. En esos mis sueños en los cuales también buscaba el Santo Crial. En esa blancura perversa de la Edad Media. Definida así por una cronología nefasta. Purpurados
  • 42. 42 blandiendo la Espada Celestial; y los Santos Caballeros recorriendo los inmensos territorios habitados por infieles. Rodaron cabezas setenta veces siete. La tortura fue su diversión predilecta. En la Santa Hoguera y en los Santos Cadalsos. Y cayó Giordano Bruno. Y cayeron muchos y muchas enhiestas figuras de la libertad y de la herejía. Y las canonizaciones se otorgaban como recompensas. Y Vaticano todavía está ahí. Vivo. Como cuñete que soporta la avanzada papista; aun en este tiempo. Vaticano nauseabundo. Sitio en el cual la presencia de los herederos de San Pedro, ejercen como espectro que pretende velar el contenido criminal de pasado y presente. Siguen anclados. Y difundiendo su versión acerca de la vida y de la muerte. Purpurados perdularios. Para quienes la Guerra Santa es heredad que debe ser revivida. Y Washington sigue ahí. Inventando, como siempre, motivaciones para arrasar. Ya pasó lo de Méjico y lo de Granada y lo de Panamá y pasó Vietnam (con derrota incluida) y lo de Bahía Cochinos y está vigente lo de Irak y lo de Pakistán y lo de Afganistán. Y se mantiene Guantánamo como escenario en el cual efectúan y efectuaron sus prácticas los profesionales de la tortura. …Y, en fin, sigo sintiendo un frío terrible. En esta bifurcación de caminos. Todos a una: la ignominia. Y me levanto cada mañana; con la mira puesta en una que otra versión. Escuchadas en la noche; cuando no podía embolatar el hechizo tan cercano a la locura, al cual me he ido acostumbrando. Y, a capela, alguien me insinúa, a mitad de camino, la posibilidad de argüir mi condición de lobotomizado, cuando enfrente el juicio histórico de mis cercanos y cercanas. Ante todo, aquellos y aquellas con los (as) cuales he compartido. Siendo volantín al socaire. Siendo aproximación a la condición de sujeto libertario. Siendo apenas buscador de límites. En esta inmensa soledad soy inverso multiplicativo. Como minimizador de acontecimientos y de acciones. Como si fuese experto prestidigitador .Como lo fueron aquellos sujetos encargados de divertir a reyezuelos. Otrora, yo hubiese protestado cualquier asimilación posible de mis acciones a aquellos teatrinos incorporados a la cotidianidad burlesca.