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CAPÍTULO 1: LA NUEVA CULTURA DEL APRENDIZAJE
EN LA SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO
Juan Ignacio Pozo
Educar en tiempos de crisis: despertando de un largo sueño
Nuestros sistemas educativos formales, desde la educación infantil hasta la supe-
rior, están por tanto viviendo tiempos de cambio, en un proceso de reforma continua
(Marchesi y Martín, 1998). Es la reforma que no cesa y que, como veremos, afecta no
sólo a una reconsideración de sus contenidos, sino cada vez más a un cambio en las
formas de enseñar y aprender, en suma de gestionar el conocimiento en esos espacios
instruccionales. Pero no son sólo los espacios educativos, o de instrucción formal, los
que están cambiando. De hecho, esos cambios alcanzan más fácilmente a otros espacios
o contextos menos formalizados o institucionalizados y por tanto más permeables a esas
nuevas corrientes o demandas de aprendizaje. Se habla del aprendizaje para el ocio, del
aprendizaje organizacional, del aprendizaje virtual o el e-learning, todas ellas nuevas
formas de aprender, de relacionarse con el conocimiento, que sin duda están alterando y
van a alterar aún más nuestras formas de concebir el aprendizaje y de organizarlo so-
cialmente.
Hay por tanto vientos de cambio, que fácilmente podemos reconocer a nuestro
alrededor. De hecho ese cambio, las nuevas formas de enseñar y aprender, se vende
como un nuevo producto cultural (¡basta ver los idílicos anuncios de muchas universi-
dades privadas!) en la medida en que la gente de la calle, la sociedad, percibe cada vez
más su demanda. En unos ámbitos (los informales, los menos institucionalizados), los
cambios son más fluidos que en otros (la escuela, la universidad). Con certeza en unos
niveles educativos (la educación infantil) esos cambios se hacen más visibles que en
otros (la universidad). Y con la misma certeza algunos aspectos (las relaciones entre
profesores y alumnos, las formas de hablar y de comportarse) han cambiado también
más que otros (los propios contenidos de la enseñanza, las tareas escolares o los siste-
mas de evaluación). Pero centrándonos en las formas de aprender y enseñar, que consti-
tuyen el objetivo esencial de este libro, nos atrevemos a decir que, en general, los cam-
bios predicados, las propuestas teóricas para el cambio han sido más fuertes y profundas
que los verdaderos cambios que han tenido lugar en las prácticas educativas. En El
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Dormilón, una de sus películas más disparatadas, Woody Allen encarna a Milles Mon-
roe, quien dos siglos después de haber sido congelado tras someterse a una simple ope-
ración para curar una úlcera que no acabó del todo bien, regresa a la vida, encontrándo-
se en un mundo extraño, una cultura ajena, a la que no logra adaptarse (recordemos el
Orgasmatrón) pero en la que reconoce conductas, valores, emociones (cómo no, el
amor) que apenas han cambiado. Si en vez de dormir doscientos años, Milles Monroe se
hubiera despertado tras sólo cuarenta o cincuenta años y se viera inmerso en estos con-
textos de aprendizaje y enseñanza que nos ocupan -supongamos que fuera un alumno
especialmente apático que se duerme en clase para despertarse cuarenta años después-
nos tememos que reconocería fácilmente lo que está sucediendo en el aula (sin duda
más fácilmente en unas aulas que en otras, como señalamos antes sin pretender señalar a
nadie).
Sin duda en estos últimos años las formas de aprender y enseñar, al menos en los
espacios educativos más formalizados, han cambiado más profunda o radicalmente en la
teoría que en la práctica, en lo que se dice que en lo que se hace realmente. Pero en todo
caso las respuestas que encontremos y las vías de intervención que de ellas se deriven
van a estar, cómo no, restringidas por nuestra propia mirada, la que nos proporciona la
moderna psicología del aprendizaje y de la educación, y más específicamente, como
veremos sobre todo en el capítulo 3, los estudios sobre el “conocimiento intuitivo” o las
teorías implícitas de las personas en su esfuerzo por dar sentido al mundo (Atkinson y
Claxton, 2000; Pozo, Scheuer, Mateos y Pérez Echeverría, 1998; Rodrigo, Rodríguez y
Marrero, 1993), el conocimiento de los procesos de cambio personal, y más específica-
mente, de cambio conceptual que se requieren para modificar esas teorías y con ellas la
propia práctica educativa (Pozo, 2003; Pozo y Rodrigo, 2001; Schön, 1987). Aunque sin
duda hay otros muchos factores y niveles de análisis en la gestión del cambio educativo,
requiere también cambiar las mentalidades o concepciones desde las que los agentes
educativos, en especial profesores y alumnos (aunque también cabría considerar a los
padres y las madres, los gestores educativos, los políticos y los propios investigadores,
que quedan fuera de la lupa de este libro) interpretan y dan sentido a esas actividades de
aprendizaje y enseñanza.
Los estudios que se han venido realizando en estos últimos años, entre ellos
nuestras propias investigaciones (algunas de las cuales se presentan más adelante en este
libro), nos permiten interpretar esas representaciones, según veremos en detalle en el
capítulo 3, como verdaderas teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza, pro-
3
ducto de una doble herencia, biológica y cultural (por ej., Tomasello, 1999), sin la cual
es difícil entender no sólo el contenido de esas teorías sino su naturaleza representacio-
nal y las dificultades para cambiarlas cuando los vientos de la educación y el aprendiza-
je, como está sucediendo en los últimos tiempos, y sucederá aún más en los próximos,
cambian de dirección o se convierten en tempestades.
Las concepciones sobre el aprendizaje: el legado de una doble
herencia
Esas concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza, son sin duda antes que
nada una herencia cultural, un producto de la forma en que en nuestra tradición cultural
(o en cualquier otra) se organizan las actividades de aprendizaje y enseñanza, o más en
general de educación y transmisión del conocimiento. Para comprender las concepcio-
nes de profesores y alumnos sobre lo que es aprender debemos situarlas en el contexto
no sólo de la cultura de aprendizaje actual, vigente, sino sobre todo de la historia cultu-
ral del aprendizaje como actividad social. Como ya señalara Ortega y Gasset (1940) los
seres humanos somos ante todo herederos, y tener conciencia de esa herencia es tener
una conciencia histórica que nos humaniza en la medida en que nos ayuda a comprender
nuestra naturaleza y en esa medida hace posible repensarla y, si es necesario, cambiarla.
Para Ortega y Gasset, esa herencia cultural –transmitida como dijera Hanna Arendt
(1995) sin testamento, es decir de forma más implícita que explícita- nos proporciona
creencias que conforman nuestra realidad y con ella a nosotros mismos, por oposición a
las ideas, lo que explícitamente sabemos del mundo.
Estas creencias que heredamos sin testamento, con frecuencia sin ni siquiera co-
nocerlas, sin saber que las tenemos, nos proporcionan representaciones bastante eficaces
sobre el mundo físico y social y también sobre el propio conocimiento, en cuanto obje-
to social, y sobre proceso mediante el que lo adquirimos, creencias que se basarían en
supuestos profundamente aceptados sobre la propia naturaleza humana, sobre quiénes
somos y por qué hacemos lo que hacemos, sin las cuales la vida social sería imposible.
Nuestras teorías o creencias implícitas, o intuitivas en la terminología de Atkin-
son y Claxton (2000), suelen ayudarnos en muchas de nuestras actividades cotidianas,
pero resultan inadecuadas cuando nos tenemos que enfrentar a nuevos problemas cultu-
rales. Sucede así con muchos de nuestros hábitos o representaciones sociales cotidianos
(las formas de vestir, de comer o de saludar), que no nos damos cuenta de que están ahí
4
y de lo que implican hasta que nos enfrentamos a otras culturas en las que incluso pue-
den resultan inconvenientes o muy embarazosas. O con las dificultades de adaptación de
las personas adultas o maduras a los cambios en la cultura que les rodea (las nuevas
tecnologías, las nuevas formas de vestir, las relaciones sociales y sexuales, etc). En la
organización de los espacios de aprendizaje y enseñanza estamos viviendo cambios cul-
turales semejantes. Hemos iniciado estas páginas destacando precisamente que “los sis-
temas educativos en general, y la escuela en particular, están sometidos a una continua
exigencia de cambio”. Las culturas del aprendizaje evolucionan en cada sociedad a me-
dida que cambian las demandas de conocimiento y con ellas las epistemologías y las
tecnologías que soportan ese conocimiento. Y sin duda, si Milles Monroe (o Woody
Allen) despertara ahora -sobre todo si despierta fuera de las aulas más que dentro de
ellas- comprobaría lo mucho que han cambiado en estas últimas décadas los sistemas
culturales de conocimiento y las formas de conservarlos, distribuirlos e incluso generar-
los. Se sentiría asustado, con dificultades para adaptarse y cambiar sus creencias más
profundas sobre lo que es aprender y enseñar, como de hecho se sienten muchos profe-
sores, y también algunos alumnos, ante los cambios que se han producido y se están
produciendo en la cultura del aprendizaje, de los que nos vamos a ocupar en detalle en
las próximas páginas.
Cambiar las mentalidades de profesores y alumnos sobre el aprendizaje y las
formas de promoverlo, en suma de enseñar, requiere conocer los cambios que se están
produciendo en la cultura del aprendizaje. Pero también, antes de entrar en esos cam-
bios, requiere entender que esas diferentes culturas del aprendizaje que vamos a contras-
tar, esas distintas herencias culturales transmitidas sin testamento, son también produc-
to, como comentábamos unas páginas más atrás, de una segunda herencia, aún más
primordial: la de un sistema cognitivo, una mente humana, que no sólo hace posible,
sino necesario, el aprendizaje como una actividad social y cultural. Si todos somos he-
rederos de una cultura de aprendizaje (o incluso, como está sucediendo hoy en día, de
varias culturas en parte contradictorias) esa herencia cultural se apoya en otra herencia
más básica, que constituye un rasgo básico del diseño cognitivo de la mente humana
(Pozo, 2001): la capacidad de saber lo que sabemos y por tanto también lo que ignora-
mos, pero también de imaginar o intuir lo que otros saben y por tanto también lo que
ignoran, así como la capacidad de compartir e intercambiar con los demás nuestras re-
presentaciones, en suma de distribuirlas socialmente.
5
La capacidad metarepresentacional, de representarnos nuestras propias repre-
sentaciones, parece ser un rasgo específicamente humano, un universal cognitivo que
todas las personas, salvo en ciertas alteraciones cognitivas, compartimos por el mismo
hecho de ser humanos, como parte de la herencia natural que constituye nuestra identi-
dad cognitiva primordial de homo sapiens sapiens (“el hombre que sabe que sabe”).
Sólo las mentes capaces de saber lo que saben y lo que otros saben (o ignoran) pueden
guiar su propio aprendizaje, y aún más, el de los demás. Sólo sabiendo lo que sé puedo
proponerme enseñarlo; sólo sabiendo lo que no sabes puedo proponerme enseñártelo.
Sería esa capacidad de conocer nuestras propias representaciones la que hará posible el
desarrollo, tal como veremos en el capítulo 2, de una teoría de la mente, una psicología
intuitiva que atribuye nuestra conducta y la de los demás a ciertos estados y procesos
mentales (intenciones, emociones, pero también conocimientos y representaciones)
(D’Andrade, 1987), que estaría en el origen de esas diferentes teorías implícitas sobre el
aprendizaje culturalmente adquiridas de las que nos iremos ocupando en este libro.
Obviamente otros organismos aprenden tanto de los objetos como de los congé-
neres, pero no pueden aprender a aprender y desde luego no pueden enseñar a otros, ya
que no saben que saben ni saben lo que los otros ignoran. Eso al menos es lo que argu-
mentan, en nuestra opinión de modo convincente, Premack y Premack (1996) en un
artículo expresamente titulado “¿Por qué los animales carecen de pedagogía y algunas
culturas tienen más pedagogía que otras?”. Su argumento básico, compartido por otros
autores (por ej., Hauser, 2000; Povinelli, Bering y Giambrone, 2000; Tomasello, 1999;
Tomasello, Kruger y Ratner, 1993; Visalberghi y Fragaszi, 1996; ver también Pozo,
2003, cap. V, para un resumen de estos argumentos) es que sólo los humanos dispone-
mos de esa capacidad de leer las mentes de los demás y por tanto atribuirles estados de
conocimiento o ignorancia que hacen mentalmente posible y culturalmente necesaria la
enseñanza, o la educación informal, mediante la organización de actividades sociales
que implican ayudar a otros a aprender, una pedagogía implícita que es común a todas
las culturas humanas, ya que la propia supervivencia de la cultura requiere una pedago-
gía implícita que haga posible esa transmisión cultural. Pero si la pedagogía es sin duda
un universal cognitivo en la mente humana y también un universal cultural, significati-
vamente, de acuerdo con investigaciones recientes, parece estar ausente en otras espe-
cies, incluidos otros primates superiores. Aunque se han encontrado atisbos de esa capa-
cidad en algunos primates (ver por ej., Hauser, 2000; Povinelli, 2000: Tomasello, 2000),
como mínimo podemos afirmar que nuestras capacidades mentalistas, imprescindibles
6
para ayudar deliberadamente a otros aprender, es decir, para enseñar (Strauss, Ziv y
Stein, 2002), son cualitativa y cuantitativamente diferentes de las de cualquier otro or-
ganismo o sistema de representación conocido. Según estas investigaciones, aunque los
primates imitan, es decir aprenden de otros, no enseñan, es decir no ayudan a aprender a
otros. Mientras que en los humanos, desde una edad muy temprana, hay una intersubje-
tividad compartida, una creencia de que la conducta de las personas está guiada por sus
intenciones, en los primates esa capacidad parece estar ausente. Por ejemplo, cuando un
bebé observa a otra persona realizando una conducta fallida (que no logra su propósito)
tiende a “imitar” la conducta que debería haber conducido al éxito (realmente no obser-
vada) más que la conducta fracasada observada. Los bebés imitan las intenciones de la
conducta más que las acciones en sí mismas. En cambio, los primates tienden a repro-
ducir las acciones directas más que las intenciones que guían la conducta (por ej., Byrne
y Russon, 1998; Tomasello, 1999).
Los aprendices humanos tienen por tanto dispositivos mentales de los que care-
cen otros organismos, sin los cuales, como señala Pinker (2002) no podrían aprender
esas creencias básicas que según Ortega y Gasset (1940) constituyen nuestra realidad, y
sin los cuales por tanto no sería posible la cultura ni la historia, de la que otros animales
carecen (Premack y Premack, 1994). Pero las personas no sólo usamos implícitamente
esos dispositivos como aprendices intuitivos, sino también como maestros intuitivos de
otros, algo que tampoco se observa en otros primates, en los que no hay pruebas inequí-
vocas de enseñanza, es decir de diseñar acciones con la intención de ayudar a otros
aprender. Aunque un animal aprenda de otro, imite su conducta (lo que hacen sin duda
no sólo los chimpancés y los loros, sino también las ratas de laboratorio, ¡e incluso los
pulpos!), no hay pruebas convincentes en otros animales de que el modelo haga su con-
ducta para que otro aprenda (Byrne y Russon, 1998; Premack y Premack, 1996). Más
que ante el homo sapiens estaríamos ante el homo discens (Pozo, 2003). Es la capacidad
de aprender intencionalmente y no sólo la de saber la que nos identifica como especie; o
tal vez es que ambas no son sino manifestaciones de una misma función cognitiva espe-
cífica/mente humana, la de elaborar metarrepresentaciones (Rivière, 2003; Sperber,
2000).
Pero más allá de que esta sea o no una capacidad cognitiva exclusiva de la mente
humana, o incluso de que sea o no el rasgo cognitivo que más nos define como especie,
algo abierto a un debate para nosotros apasionante pero que no vamos a abrir aquí (y
que el lector puede abrir mediante obras como las de Donald, 1993, 2001; Hauser, 2000;
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Mithen, 1996; Pinker, 1997, 2002; Pozo, 2001), lo que queremos resaltar ahora es que
esos dispositivos mentales que hacen posible el aprendizaje de la cultura son también
dispositivos que restringen las culturas del aprendizaje, que hacen más probables, o tal
vez inevitables, unas concepciones frente a otras. Por poner un solo ejemplo, sobre el
que habremos de volver en capítulos venideros, si las creencias sobre el aprendizaje
tienen su origen en atribuir a los demás los propios estados mentales, será más difícil
entender estados mentales y representaciones alejadas de las propias, como exigen las
teorías cercanas a los enfoques constructivistas (ver capítulo 3). De la misma forma,
nos resultará mentalmente muy difícil poner en duda nuestros propios estados mentales,
tendiendo a incurrir, como veremos también en el capítulo 3, en un “realismo ingenuo”,
según el cual el mundo es tal como nosotros lo vemos y por tanto aprender es adquirir
una representación correcta o verdadera de las cosas, una posición epistemológica que
posiblemente esté en el origen de buena parte de nuestras teorías implícitas en muchos
dominios (ver capítulo 10 de Pecharromán y Pozo), incluido el aprendizaje y la ense-
ñanza, y que resulta muy difícil de modificar, tanto en los alumnos como en los propios
profesores (Claxton, 2000; Correa, Ceballos y Rodrigo, 2003; D’Andrade, 1987; Mor-
timer, 2001; Pérez Echeverría, Mateos, Pozo y Scheuer, 2001; Pozo, 2001; Pozo y Gó-
mez Crespo, 1998; Pozo, Scheuer, Pérez Echeverría y Mateos, 1998).
Las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza que se estudian en este li-
bro, tienen por tanto su origen en la interacción entre estas dos herencias que nos con-
forman. Según hemos visto no sólo heredamos unas concepciones culturales comparti-
das que están sometidas en este momento a fuertes tensiones de cambio, sino que para
que esas concepciones sean posibles hemos de disponer de un sistema cognitivo que
haga posible y necesario un aprendizaje intencional y con él la transmisión cultural,
pero que al tiempo restringe las formas culturales que puede adoptar el aprendizaje y la
enseñanza, y en consecuencia nuestras concepciones sobre ellos. Como señalara el pro-
pio Ortega y Gasset, más que el contenido de nuestros pensamientos, las teorías implíci-
tas serían el continente de nuestra mente, el sistema operativo que formatea o restringe
nuestras representaciones, en este caso sobre el aprendizaje y la enseñanza. Superar al-
gunas de esas representaciones requiere no sólo un cambio cultural, que ya se está pro-
duciendo, sino también un cambio conceptual o representacional (Pozo y Rodrigo,
2001), que requiere de algún modo reconstruir o, si se prefiere, redescribir representa-
cionalmente (Karmiloff-Smith, 1992; Pozo, 2003), nuestras propias representaciones
sobre el aprendizaje. En lo que resta de este capítulo nos centraremos en el cambio que
8
se está produciendo en las culturas del aprendizaje, y sus implicaciones para la función
docente y discente, y en suma para las prácticas educativas, mientras que en los dos
siguientes capítulos profundizaremos en la naturaleza de esas representaciones sobre el
aprendizaje (capítulo 2), que intentaremos entender, tal como hemos venido anuncian-
do, como teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza cuya modificación, al
aire de estos nuevos vientos culturales, requiere un proceso de profundo cambio concep-
tual o representacional. Para cambiar las prácticas educativas será preciso cambiar esas
teorías implícitas o intuitivas, pero, como veremos, para ello no bastará con proporcio-
nar nuevos enfoques o modelos teóricos.
Del aprendizaje de la cultura a la cultura del aprendizaje
Según la argumentación anterior, las concepciones culturales sobre el aprendiza-
je son no sólo un producto, una consecuencia, de la cultura que compartimos sino tam-
bién en cierto modo uno de los procesos, o causas, de esa misma cultura. Lo que nos
separa a los humanos del resto de los organismos es sobre todo la capacidad de acumu-
lar conocimientos en forma de cultura, de conservar las soluciones culturalmente gene-
radas a los problemas que la sociedad enfrenta (o inventa). La cultura implica no sólo
generar conocimientos, sino sobre todo trasmitirlos a las nuevos ciudadanos. Si cada
generación hubiera de generar por sí misma los sistemas de conocimiento en que se
apoya (por ej., la escritura, las matemáticas) no sería posible una sociedad como la
nuestra. Es lo que Tomasello, Kruger y Ratner (1993) denominaron efecto engranaje,
cada rueda de una maquinaria, por pequeña que sea, produce un efecto multiplicador
sobre los siguientes elementos de la cadena. Por limitada que sea su comprensión, he-
mos de admitir que cualquiera de nuestros alumnos de secundaria, uno de esos que no
aprenden ni quieren aprender, tiene más información e incluso más conocimiento sobre
muchas cosas del que tuvieron los grandes genios de la humanidad no hace tanto tiem-
po. Es el efecto engranaje. Si quien despertara de ese largo sueño fuera Leonardo da
Vinci en vez de Milles Monroe (o Woody Allen), sin duda su sorpresa o perplejidad
sería mayor, porque comprendería realmente lo extraordinario de muchas de las solu-
ciones que nuestra cultura ha generado, y acumulado, para algunos de los problemas
que él tan lúcidamente imaginó.
Pero el efecto engranaje, el aprendizaje de la cultura, o al menos de algunos de
sus componentes esenciales, por las nuevas generaciones, esa acumulación cultural que
9
nos diferencia de otras especies (por ej., Tomasello, Kruger y Ratner, 1993), requiere a
su vez como uno de esos componentes esenciales la transmisión de una cultura del
aprendizaje, un conjunto de actividades y formas de organizar socialmente el aprendiza-
je que hagan posible esa transmisión cultural. El aprendizaje de la cultura requiere por
tanto una cultura del aprendizaje, una forma de relacionarse con el conocimiento, que
está esencialmente mediada por los sistemas de representación en que ese conocimiento
se conserva y transmite, en suma por las tecnologías del conocimiento dominantes en
una sociedad. No es casualidad, como ha mostrado Draaisma (1995), que la metáfora de
la mente –la representación cultural de la naturaleza humana- en cada sociedad esté ín-
timamente ligada a la tecnología del conocimiento dominante en esa sociedad (desde las
tablillas de cera de los sumerios, la tabula rasa, hasta la metáfora computacional en la
psicología cognitiva, o aún más las redes neuronales en la actual ciencia cognitiva) (ver
Pozo, 2001).
Esas tecnologías del conocimiento son metáforas de la mente porque guían –en
el sentido de organizar pero también en el de restringir- las prácticas mediante las que
esa mente adquiere el conocimiento. En ese sentido son no sólo un soporte o formato
del conocimiento, sino sobre todo un sistema para representarlo y organizarlo. La es-
tructura social (por ej., Burke, 2000), pero también psicológica (Martí, 2003; Pozo,
2001), del conocimiento está en buena medida mediada por los sistemas de representa-
ción en los que ese conocimiento se produce y mantiene. Y buena parte de esos sistemas
son, en nuestras sociedades complejas, sistemas de representación externa. Más allá de
la tradición oral, en nuestra sociedad el conocimiento y el aprendizaje están soportados,
pero también organizados, restringidos, por sistemas de representación externa como la
escritura, las matemáticas, los mapas, los relojes y calendarios, los pentagramas, las
grabaciones musicales, los medios audiovisuales o, en los últimos años, los sistemas
informáticos. De hecho, la propia enseñanza toma como objetivo en gran medida la
transmisión, la alfabetización de la población en cada uno de esos sistemas, ya que sin
ellos no es posible acceder al conocimiento, con lo que a las alfabetizaciones tradiciona-
les (escritura, sistema numérico elemental) se añaden en nuestra cultura educativa nue-
vas demandas de “alfabetización” (gráfica, informática, artística, científica, etc.), que
constituyen una nueva exigencia, especialmente en la educación secundaria (Pozo, Mar-
tín y Pérez Echeverría, 2002).
Pero cada uno de esos sistemas no se limita a ser un soporte del conocimiento,
un vehículo en el que ese conocimiento se transporta y que por tanto hay que saber ma-
10
nejar, sino que esos sistemas de representación, o tecnologías del conocimiento, acaban
por formatear la propia mente que interactúa con ellos, creando nuevas posibilidades
cognitivas, nuevas capacidades o competencias, o si se quiere nuevas estructuras y fun-
ciones cognitivas (Martí, 2003; Pozo, 2001). Podríamos decir que cada una de esas tec-
nologías no sólo proporciona un acceso cada vez más fácil y fluido a la acumulación de
conocimientos culturales, nos permite el aprendizaje de la cultura, sino que además
promueve una forma específica de aprender, una cultura del aprendizaje. La mente y la
cultura se construyen, pero también se restringen, mutuamente (Pozo, 2003) y por tanto
los sistemas mentales de aprendizaje y las culturas de aprendizaje también se construyen
mutuamente. Nuestras teorías implícitas sobre el aprendizaje y las culturas del aprendi-
zaje en que están inmersos también se construyen y se restringen mutuamente.
No podemos detenernos aquí a analizar cómo cada uno de esos sistemas cultura-
les de representación ha generado, como ya anunciara Ortega y Gasset (1940), nuevas
prótesis cognitivas en la mente humana y con ellas nuevas formas de relacionarse con el
conocimiento y por tanto de concebir el aprendizaje. Pero sí podemos revisar, aunque
sea someramente, la historia cultural del aprendizaje de uno de esos sistemas, quizás el
más influyente o relevante en nuestra cultura, el sistema escrito, y a través de él vislum-
brar los cambios que se han producido en las culturas del aprendizaje como consecuen-
cia de los cambios en la cultura que hay que aprender1
.
Una breve historia cultural del aprendizaje de la lectura
Como hemos visto, la acumulación de conocimientos, su conservación y trans-
misión a través de las generaciones, es un requisito esencial para el desarrollo de las
sociedades complejas. También hemos visto que esa acumulación requiere de sistemas
externos de representación que a la vez que generan nuevas funciones cognitivas acaban
por convertirse a su vez en el propio núcleo –y modelo o representación- de la actividad
de aprender. Un ejemplo claro de ello es cómo la historia de la escritura ilustra los cam-
bios en las culturas del aprendizaje. La historia de la educación, y sobre todo la historia
1
Para un análisis detallado de cómo esos sistemas de representación externa se incorporan a la mente
infantil y la reestructuran véase el reciente libro de Martí (2003); sobre la forma en que diversos sistemas
culturales de representación externa devienen en sistemas mentales o de representación cognitiva (mente
letrada, numérica, cronológica, científica), puede consultarse Pozo (2001); sobre las dificultades para
reestructurar la mente para formatearse, mediante procesos de cambio conceptual o representacional, de
acuerdo con algunos de esos sistemas de conocimiento véase por ejemplo, en el caso de la ciencia Pozo y
Gómez Crespo (1998, 2002).
11
de las culturas educativas, está estrechamente ligada a las formas de acceder al conoci-
miento escrito. De hecho, si las formas de aprender cambian con las tecnologías sociales
del conocimiento, los principales cambios en esas tecnologías han estado relacionados
con las formas de extender o publicar la palabra escrita.
Así, la primera forma reglada de aprendizaje, la primera escuela históricamente
conocida, las "casas de tablillas" aparecidas en Sumer hace unos 5000 años, respondió a
la necesidad de transmitir, de acumular, y por tanto de enseñar el primer sistema de es-
critura conocido, que produjo también la primera metáfora cultural del aprendizaje, esa
metáfora primordial que aún perdura entre nosotros (aprender es escribir en una "tabula
rasa", las tablillas de cera virgen en las que escribían los sumerios) (Pozo, 1996) y tam-
bién las primeras “escuelas” históricamente conocidas, las “casas de tablillas”, en las
que se formaban los futuros escribas. Por lo que algunas de esas mismas tablillas nos in-
forman, en ellas predominaba los que hoy llamaríamos un aprendizaje repetitivo. Los
maestros "clasificaban las palabras de su idioma en grupos de vocablos y de expresiones
relacionadas entre sí por el sentido; después las hacían aprender de memoria a los alum-
nos, copiarlas y recopiarlas, hasta que los estudiantes fuesen capaces de reproducirlas
con facilidad" (Kramer, 1956, pág. 42 de la trad. cast.). Los aprendices dedicaban varios
años al dominio de ese código, bajo una severa disciplina. La función del aprendizaje era
meramente reproductiva, se trataba de que los aprendices fueran el eco de un producto
cultural sumamente relevante y costoso, que permitiría con el transcurrir del tiempo un
avance considerable en la organización social. Se trata de una concepción del aprendizaje
como copia, que como veremos en el capítulo 3 aún perdura entre nosotros, e incluso cons-
tituye también la primera teoría o concepción del aprendizaje que encontramos en el desa-
rrollo infantil (capítulos 4 y 5).
La escritura comenzó a ser, desde entonces, "la memoria de la humanidad"
(Jean, 1989) y pasó a constituir el objetivo fundamental de la instrucción formal. Pero
además de ello, la escritura, como sistema de memoria externa que permitía que los co-
nocimientos anotados “siguieran existiendo como tales a pesar de que no esté presente
la relación entre productor y notación” (Martí y Pozo, 2000), va a hacer posible y nece-
saria una nueva forma de relacionarse con el conocimiento y en suma va a hacer posi-
bles nuevas mentalidades sociales. En su excelente libro El mundo sobre el papel, Da-
vid Olson (1994) ha mostrado de modo concluyente algunos de los efectos de la alfabe-
tización literaria sobre la mente humana, que tienen un alcance más profundo y sistemá-
tico de lo que se había supuesto, ya que la palabra escrita no es sólo un archivo cultural
12
externo a la memoria humana individual, o la propia memoria oral colectiva, sino que
supone un verdadero amplificador cognitivo, una verdadera prótesis cognitiva que, al
incorporarse a la mente humana, genera nuevas funciones mentales, nuevas formas de
relacionarse con el conocimiento que hasta entonces no eran posibles, reestructurando o
reconstruyendo el propio funcionamiento cognitivo (Martí, 2003, Pozo, 2001). Las men-
tes letradas –que son con las que nosotros interactuamos la mayor parte del tiempo- son
un nuevo sistema cognitivo que, según la idea de la doble herencia, hunde sus raíces en
nuestra historia cultural pero también en nuestro pasado filogenético. Es una nueva
mentalidad construida, y por tanto restringida, desde la vieja mentalidad del homo sa-
piens.
Según Olson (1994), para comprender las consecuencias cognitivas del acceso al
sistema escrito hay que partir de que, en contra de lo que comúnmente suele suponerse,
la escritura no es una trascripción del habla ni una extensión del lenguaje, sino un siste-
ma de representación que posee rasgos propios, que difieren de las formas de represen-
tación del habla. La escritura no es una extensión del lenguaje pero tampoco de la me-
moria, sino que tiene claramente una función epistémica tanto para el lenguaje como
para la memoria: ”la magia de la escritura proviene no tanto del hecho de que sirva
como nuevo dispositivo mnemónico, como ayuda para la memoria, sino más bien de su
importante función epistemológica. La escritura no sólo nos ayuda a recordar lo pen-
sado y dicho; también nos invita a ver lo pensado y lo dicho de una manera diferente”
(Olson, 1994, pág. 16 de la trad. cast). Para Olson (1994), la escritura es esencial para
adquirir una conciencia del lenguaje hablado, sus estructuras y componentes. Lejos de
ser un subproducto del lenguaje hablado, la escritura sirve sobre todo para redescribir
representacionalmente el propio lenguaje, para reestructurarlo, ya que las unidades del
lenguaje (palabra, fonema, letra) se han construido, tanto en nuestra historia cultural
como en el propio desarrollo cognitivo o personal, a través del sistema escrito (ver tam-
bién Chartier y Hébrard, 2000; Martí, 2003).
Utilizando datos históricos, antropológicos y psicológicos, Olson (1994) nos
proporciona un fresco extraordinario de cómo la lectura de diferentes tipos de textos va
generando nuevas funciones mentales, a través de un cambio en la naturaleza de las
representaciones mentales y en las funciones de la memoria (ver también el ameno libro
de Manguel, 1996). Así, la comparación entre culturas orales y escritas muestra los
cambios que la escritura (y la lectura) ha introducido en la memoria individual y colec-
tiva. Las culturas orales, según ha mostrado Vansina (cit. por Olson, 1994, pág. 123 de
13
la trad. cast.) tienen dos tipos de discursos: “aquellos que conservan las palabras, prin-
cipalmente la poesía, y aquellos que conservan el contenido, principalmente la narra-
ción”. Para conservar esa memoria cultural, en ausencia de otras tecnologías, esos pue-
blos recurren a ciertos sistemas mnemotécnicos, ciertas tecnologías externas de memo-
ria (como el sistema de nudos de los quipus incas) y a ciertos profesionales de la memo-
ria (bardos, poetas), que se convierten en la verdadera conciencia del pueblo. Un ejem-
plo fascinante de esta figura lo encontramos en El Hablador, la novela de Mario Vargas
Llosa (1987), sobre un contador ambulante de historias que es la memoria viviente de
los machiguengas, un pueblo nómada que vive en el corazón de la selva amazónica, “el
pueblo que anda”. Ese hablador es el único vínculo que une ya a las diferentes familias
dispersas que vagan en medio de la selva, por que en las culturas orales la narración es
no sólo la memoria colectiva sino también la conciencia, la propia identidad.
Pero la naturaleza de esta mente va a cambiar radicalmente con la actividad de
escribir y, sobre todo, de leer. Con ella aparece la memoria literal, al pie de la letra o el
texto escrito, que es una función de la mente inexistente en las culturas orales. De he-
cho, durante muchos siglos, en los que el acceso a los textos escritos resultaba compli-
cado, ya que existían muy pocos ejemplares manuscritos y no eran fácilmente accesi-
bles, la escritura lejos de ser una memoria externa, una descarga, supuso una carga más,
ya que leer era básicamente reproducir, “memorizar” el texto (Pozo, 1996). No en vano
la Edad Media fue el periodo del florecimiento de los tratados de mnemotecnia (ver
también Draaisma, 1995). Durante el largo periodo previo a la invención de la imprenta
–una nueva tecnología del conocimiento que permitió un primer gran salto en la difu-
sión de la lectura pero también hizo posible nuevas formas de leer- la lectura consistía
básicamente en recitar los textos, primero en voz alta y luego mediante lectura silencio-
sa (que no se impone como forma de leer hasta el siglo X) (Manguel, 1996). La función
de la lectura, decía San Agustín, es “imprimir el texto sobre las tablillas enceradas de la
memoria” (citado por Manguel, 1996, pág. 77 de la trad. cast). De esta forma, “recor-
dando un texto, trayendo a la mente el libro que una vez tuvo entre las manos, ese lec-
tor puede convertirse en libro del que tanto él como otros pueden leer” (Manguel, 1996,
pág. 77 de la trad. cast). Concebir así el aprendizaje –como un mecanismo para hacer
copias o réplicas de la realidad o del mundo percibido- es, según veremos, uno de los
rasgos que define a las teorías implícitas del aprendizaje basadas en un realismo inge-
nuo, a las que denominaremos teorías directas del aprendizaje (tal como se explica en
detalle en el capítulo 3 de este libro).
14
Esta lectura recitativa o reproductiva se acompañaba también, en los centros de
instrucción, con una lectura escolástica bajo la supervisión de un maestro, que será una
de las formas características de leer los textos durante toda la Edad Media. Según el
propio Manguel (1996, pág. 94 de la trad. cast), “esencialmente, el método escolástico
consistía en poco más que adiestrar a los estudiantes a considerar un texto de acuerdo
con ciertos criterios preestablecidos y oficialmente aprobados, que se inculcaban cui-
dadosamente y con gran esfuerzo. Por lo que se refiere a la enseñanza de la lectura, el
éxito del método dependía más de la perseverancia de los alumnos que de su inteligen-
cia”. Pero los pocos alumnos que podían acceder a esas escuelas, en su mayor parte
gobernadas por la Iglesia, antes de llegar a leer esos libros tan escasos como valiosos,
debían pasar antes por un largo periodo de aprendizaje de la lectura, la escritura y las
reglas básicas de la gramática, basado en la misma cultura del aprendizaje reproductivo:
“El profesor copiaba las complicadas reglas de la gramática en la pizarra, de ordina-
rio sin explicarlas, ya que, según la pedagogía eclesiástica, entender lo que se aprendía
no era requisito del conocimiento, se les obligaba a aprender las reglas de la memoria”
(Manguel, 1996, págs. 97-98 de la trad. cast.). Durante el largo y oscuro periodo de la
Edad Media, leer implicaba repetir –primero en voz alta y luego en silencio- un texto,
acompañado en ocasiones de la interpretación oficial del significado de ese texto. El
lector no podía ni debía interpretar lo que leía, ya que esa era una tarea reservada a las
autoridades del saber. En último extremo, interpretar es traducir (y traducir es traicio-
nar, es decir apropiarse del significado).
Los cambios en los usos de la lectura y, más tarde la invención de la imprenta,
harán posible que se extienda una nueva relación entre el texto y la mente, un nuevo
tipo de conocimiento, o función epistémica de la lectura, la llamada lectura analítica o
hermenéutica. Si el método escolástico “enseñaba a los alumnos a leer de cabo a rabo
comentarios ortodoxos que eran el equivalente a nuestros apuntes de clase” (Manguel,
1996, págs 98 de la trad. cast.), ahora se trataba de instruir a los alumnos “en el uso co-
rrecto de las palabras, en el respeto por su sentido y sus connotaciones, de manera que
estuvieran en condiciones de interpretar o traducir con autoridad... (de esta forma) a
mediados del siglo XIV la lectura, al menos en una escuela humanista, se estaba con-
virtiendo en una responsabilidad de dada lector ” (Manguel, 1996, pág. 103 de la trad.
cast.). Esta nueva lectura analítica se impondría poco a poco impulsada en buena medi-
da por la difusión de la letra escrita, que democratizó de algún modo el conocimiento, y
limitó su control por la autoridad, pero también por los cambios sociales y económicos
15
que pusieron fin a la época medieval, y dieron paso al Renacimiento, a la recuperación
da la cultura humanista clásica y con ella a la nueva era de la razón, que no hubiera sido
posible sin estos nuevos usos culturales de la lectura, que hacen posible también la lec-
tura del “gran libro de la Naturaleza”, el desarrollo de la ciencia moderna, cuyo caudal
de conocimientos constituye el núcleo básico de los contenidos escolares actuales:
“nuestra comprensión del mundo, es decir, nuestra ciencia, y nuestra comprensión de
nosotros mismos, es decir, nuestra psicología, son producto de nuestras maneras de
interpretar y crear textos escritos, de vivir en un mundo de papel” (Olson, 1994, pág. 39
de la trad. cast.).
La nueva forma de leer suponía que la lectura requería de algún modo del lector
construir su propia interpretación del texto escrito. Pero esta nueva forma de leer está
asociada a un nuevo tipo de texto, o si se quiere a una nueva forma de escribir. De las
narraciones orales o la lectura reproductiva, literal, de los textos sagrados o al menos
autorizados, se irá abriendo paso una nueva forma de leer, vinculada a los textos teóri-
cos o expositivos, que exponen “principios” y no hechos (Olson, 1994). Estos textos se
caracterizan por (i) la descontextualización del discurso, que deja de localizarse en un
tiempo y un espacio concretos y (ii) la nominalización de las acciones que se convierten
en entidades. Leer es atribuir significado a lo que otra persona ha escrito en un contexto
y momento diferente, por lo que es necesario reconstruir la mente del escritor para com-
prender su escrito.
La invención del lector supone también el descubrimiento del escritor, de forma
que el texto es un vehículo de comunicación entre ambos, no el contenido único de la
lectura. De hecho, según Olson (1994) la cultura escrita es esencial para hacer explícita
la idea de significación, ya que la descontextualización de los textos escritos –uno de los
rasgos que caracterizan a todos los sistemas de memoria externa (Martí, 2003; Martí y
Pozo, 2000)- obliga al lector, si quiere interpretar el significado del texto a esforzarse en
reconstruir el contexto y las intenciones del autor al escribir. Ir más allá del recuerdo
literal, interpretar los textos, requiere por tanto explicitar lo que el escritor quiso decir,
o mejor aún lo que el lector cree que el autor quiso decir. Por tanto esta lectura analítica
(Manguel, 1996) o hermenéutica (Olson, 1994) implica una mayor complejidad cogniti-
va, al tiempo que desplaza el objeto de la lectura, del contenido literal al significado del
texto, que no puede reducirse a su contenido literal sino a cómo el autor (y el lector) se
relacionan con esos contenidos. En otras palabras, ir más allá del recuerdo literal, inter-
pretar los textos requiere explicitar las actitudes proposicionales del autor y del lector,
16
en el sentido utilizado por Dienes y Perner (1999) al proponer su teoría psicológica del
conocimiento. Según estos autores (ver también Pozo, 2001), el conocimiento consiste
en mantener una actitud proposicional, compuesta por tres componentes funcionales que
sería necesario explicitar de modo progresivo, y en un orden establecido: (i) el conteni-
do de la representación (en este caso, la parte del mundo a la que se refiere el texto); (ii)
la actitud (la relación epistémica con ese contenido, el contexto desde el que se lee o
escribe el texto) y (iii) el sujeto agente (soy yo quien lee un texto que tiene un autor). La
propuesta de Dienes y Perner (1999) de que estos tres aspectos se explicitan, para cada
representación concreta, en una secuencia o jerarquía dada, les lleva a diferenciar tres
niveles de explicitación: “un conocimiento es ‘plenamente explícito cuando todos sus
aspectos se representan explícitamente, es “de actitud explícita” cuando se hace explí-
cito todo hasta la actitud, y ‘de contenido explícito’ si todos los aspectos del contenido
se representan explícitamente” (Dienes y Perner, 1999, pág. 740).
Como ha mostrado la investigación reciente, la comprensión lectora requiere
construir modelos mentales de los textos a partir de los contenidos de la propia memoria
y al tiempo redescribir las propias representaciones a partir de esos modelos mentales
(Kintsch, 1989, 1998; de Vega, 1995; de Vega et al., 1990). Por supuesto, muchos lec-
tores, entre ellos muchos de nuestros alumnos, siguen abordando los textos con una fun-
ción pragmática, la de reproducir el texto sin cambiarlo ni cambiar su propia memoria
(ver por ej., el capítulo 9 de este mismo libro). De hecho, como sucede con el resto de
los sistemas externos de representación (Martí, 2003; Pozo, 2001), la internalización de
las funciones epistémicas del sistema escrito –lograr que la lectura convierta al propio
conocimiento en objeto de conocimiento- va a requerir un importante esfuerzo instruc-
cional que no siempre conduce al éxito. Más allá de la alfabetización inicial, esos efec-
tos cognitivos dependen de los usos sociales que se hagan de la lectura y la escritura,
sobre todo en los contextos de educación formal, pero también en otros escenarios más
informales.
Esta nueva actitud consciente, que toma por objeto de representación el propio
conocimiento, y que según vimos implica una explicitación progresiva de las propias
representaciones, se ha generalizado, según Olson (1994), a partir de los usos del siste-
ma escrito, de modo que ahora impregna otras muchas actividades sociales, y otros mu-
chos contenidos mentales. La ciencia o el arte no podrían entenderse sin los poderosos
efectos de la escritura sobre la cultura y sobre esa “mente letrada” (Olson, 1994; Pozo,
2001). De hecho, la evolución en las formas de leer los textos reflejan un cambio más
17
general en las formas de conocer y de aprender, en las relaciones entre el sujeto y el
objeto de conocimiento, desde las culturas orales (conservadoras del saber pero nunca
reproductivas o literales, como hemos visto), a la lectura o cultura reproductiva o repeti-
tiva (en el que el objeto de conocimiento está ya fijado, atrapado en el papel, para que el
lector o aprendiz haga una copia interna, directa, de él), la lectura o cultura escolástica o
interpretativa (en la que el texto se acompaña de una interpretación autorizada que lo
desvela) hasta llegar a la lectura analítica o crítica (en la que es el propio lector quien
debe desvelar o construir su propia comprensión del texto, en un diálogo demorado o
diferido con el autor).
Este papel más activo del lector ante el texto, del aprendiz ante el material de
aprendizaje, ligado a las nuevas tecnologías del conocimiento y a los nuevos usos epis-
témicos del conocimiento que esas tecnologías hacen posible (Olson, 1994; Pozo,
2003), es aún más claro en el horizonte de la nueva revolución tecnológica que estamos
viviendo en las últimas décadas. Hace quinientos años el texto escrito se convirtió en
texto impreso, y hoy el texto impreso se ha informatizado. Esta nueva revolución tecno-
lógica que estamos viviendo ahonda en esta necesidad de promover lectores activos, que
construyan su propio texto a partir de los múltiples y variados textos (o fuentes de in-
formación) que tenemos a nuestra disposición.
La nueva cultura del aprendizaje
Si la imprenta hizo posibles nuevas formas de leer, las tecnologías de la infor-
mación están generando nuevas formas de distribuir socialmente el conocimiento, que
sólo estamos empezando a atisbar, pero que sin duda hacen necesarias nuevas formas de
alfabetización (literaria, pero también gráfica, informática, científica, etc.) (Monereo y
Pozo, 2001; Postigo y Pozo, 1999; Pozo, Martín y Pérez Echeverría, 2002). Están gene-
rando una nueva cultura del aprendizaje, a la que la escuela no puede –o al menos no
debe- dar la espalda. La informatización del conocimiento tiene consecuencias en apa-
riencia contradictorias. Por un lado, ha hecho mucho más accesibles todos los saberes.
Pero al mismo tiempo, al hacer más horizontales y menos selectivos tanto la producción
como el acceso al conocimiento –hoy cualquier persona alfabetizada informáticamente
puede hacer su propia web y divulgar sus ideas o acceder a las de otros; ya no es necesa-
ria una imprenta y un editor para publicar tus ideas-, desvelar ese conocimiento, dialo-
gar con él, y no sólo dejarse invadir o inundar en ese flujo informativo exige mayores
18
capacidades o competencias cognitivas por los lectores de esas nuevas fuentes de in-
formación, cuyo principal vehículo sigue siendo, con todo, la palabra escrita, aunque ya
no sea impresa. No es sólo -¡aviso a navegantes!- que hay que aprender a navegar por
internet para no naufragar definitivamente (Monereo, 2003), sino que la construcción
de la propia mirada o lectura crítica de una información tan desorganizada y difusa re-
quiere del lector o navegante unas competencias cognitivas que tal vez no requería la
lectura crítica de textos ordenados. En la medida en que en esas nuevas tecnologías la
función del autor se diluye la del lector o aprendiz se hace más exigente.
Esa nueva cultura del aprendizaje del siglo XXI supone por tanto un nuevo reto
para nuestras creencias más profundas sobre el aprendizaje, herederas de esta tradición
cultural que acabamos de analizar al hilo de la historia de la lectura y la escritura, pero
también herederas de aquel otro bagaje aún más ancestral que todos llevamos con noso-
tros como consecuencia de nuestra condición humana, de la humana/mente que todos
compartimos (Pozo, 2001). De una forzosamente resumida (véase Pozo, 1996 para un
análisis más extenso) podríamos caracterizar esta nueva cultura del aprendizaje por tres
rasgos esenciales: estamos ante la sociedad de la información, del conocimiento múlti-
ple e incierto y del aprendizaje continuo. Conocer los rasgos que definen a estas nuevas
formas de aprender es no sólo un requisito para poder adaptarnos a ellas, generando
nuevos espacios instruccionales que respondan a esas demandas, sino también una exi-
gencia si queremos desarrollarlas, profundizarlas y en definitiva, a través de ellas, ayu-
dar también a cambiar esa sociedad del conocimiento, de la que, dicen, nos guste o no,
ya formamos parte.
En la sociedad de la información la escuela ya no es la fuente primera, y a veces
ni siquiera la principal, de conocimiento para los alumnos en muchos dominios. Son
muy pocas ya las "primicias" informativas que se reservan para la escuela. Los alumnos,
como todos nosotros, son bombardeados por distintas fuentes, que llegan incluso a pro-
ducir una saturación informativa; ya ni siquiera hemos de buscar la información, es ésta
la que, en formatos casi siempre más ágiles y atractivos que los escolares, nos busca a
nosotros. Como consecuencia, los alumnos cuando van a estudiar Historia, Física o In-
glés tienen ya conocimientos procedentes del cine, las canciones que oyen o la televi-
sión. Pero se trata de información deslavazada, fragmentaria y a veces incluso deforma-
da. Lo que necesitan los alumnos de la educación no es tanto más información, que
pueden sin duda necesitarla, como sobre todo la capacidad de organizarla e interpretarla,
de darle sentido.
19
Los futuros ciudadanos van a necesitar capacidades para buscar, seleccionar e in-
terpretar la información, para navegar sin naufragar en medio de un flujo informático e
informativo caótico. La escuela ya no puede proporcionar toda la información relevante,
porque ésta es mucho más móvil y flexible que la propia escuela, lo que sí puede es
formar a los alumnos para poder acceder y dar sentido a la información, proporcionán-
doles capacidades de aprendizaje que les permitan una asimilación crítica de la informa-
ción (Martín y Coll, 2003; Pozo y Postigo, 2000). Formar a ciudadanos para una socie-
dad abierta y democrática, para lo que Morin (1999) denomina la democracia cognitiva,
y más aún formarles para abrir y democratizar la sociedad, requiere dotarles de capaci-
dades de aprendizaje, de formas de pensamiento que les permitan usar de forma estraté-
gica la información que reciben, de forma que puedan convertir esa información –que
fluye de manera caótica en muchos espacios sociales- en verdadero conocimiento, un
saber ordenado, que permite dar sentido a ese flujo informativo, y para el cual los espa-
cios de instrucción formal parecen cada vez más necesarios. Vivimos en una sociedad
de la información que sólo para unos pocos, los que han podido acceder a las capacida-
des que permiten desentrañar, poner orden en esa información, se convierte en verdade-
ra sociedad del conocimiento (Pozo, 2003).
Como consecuencia en parte de esa multiplicación informativa, pero también de
cambios culturales más profundos, vivimos también una sociedad de conocimiento múl-
tiple e incierto. Apenas quedan ya saberes o puntos de vista absolutos que deban asu-
mirse como futuros ciudadanos, la verdad es algo del pasado más que del presente o del
futuro, un concepto que forma parte de nuestra tradición cultural (véase Fernández-
Armesto, 1997) y que por tanto está presente en nuestra cultura del aprendizaje, pero
que sin duda es necesario repensar en esta nueva cultura del aprendizaje, sin caer nece-
sariamente por ello en un relativismo extremo (véase por ej., los capítulos 3 y sobre
todo 10 de este libro). Vivimos en la edad de la incertidumbre (Morin, 1999), en la que
más que aprender verdades establecidas e indiscutidas, hay que aprender a convivir con
la diversidad de perspectivas, con la relatividad de las teorías, con la existencia de inter-
pretaciones múltiples de toda información, para a partir de ellas construir el propio jui-
cio o punto de vista. No parece que la literatura, ni el arte, ni menos aún la ciencia asu-
man hoy una posición realista, según la cual el conocimiento o la representación artísti-
ca reflejen la realidad, sino que más bien la reinterpretan o la reconstruyen. La ciencia
del siglo XX se caracterizó por la pérdida de la certidumbre, no sólo en Ciencias Socia-
les, donde el relativismo, o al menos el perspectivismo, es un punto de vista cada vez
20
más aceptado, sino incluso en las antes llamadas Ciencias Exactas, cada vez más teñidas
también de incertidumbre.
Así las cosas, ya no se trata ya de que la educación proporcione a los alumnos
conocimientos como si fueran verdades acabadas, sino de que les ayude a construir su
propio punto de vista, su verdad particular a partir de tantas verdades parciales. O, como
dice, Morin (1999, pág. 76 de la trad. cast.) “conocer y pensar no es llegar a la verdad
absolutamente cierta, sino que es dialogar con la incertidumbre”, lo cual sin duda como
veremos en el capítulo 3 requiere cambiar nuestras creencias o teorías implícitas sobre
el aprendizaje, profundamente arraigadas en una tradición cultural en la que aprender
era repetir y asumir las verdades establecidas, sobre las que el alumno (¡pero tampoco el
profesor!) no podía dudar, menos aun dialogar con ellas.
Pero buena parte de los conocimientos que puedan proporcionarse a los alumnos
hoy no sólo han dejado de ser verdades absolutas en sí mismas, saberes irremplazables,
sino que, como cualquier otro alimento envasado, listo para el consumo (en este caso
cognitivo), tienen fecha de caducidad (Monereo y Pozo, 2001). Al ritmo de cambio tec-
nológico y científico en que vivimos, nadie puede prever qué conocimientos específicos
tendrán que saber los ciudadanos dentro de diez o quince años para poder afrontar las
demandas sociales que se les planteen. Lo que sí podemos asegurar es que van a seguir
teniendo que aprender tanto dentro como fuera del sistema educativo formal, ya que
vivimos también en la sociedad del aprendizaje continuo. La educación formal cada vez
se prolonga más, pero además, por la movilidad profesional y la aparición de nuevos e
imprevisibles perfiles laborales, cada vez es más necesaria la formación profesional
permanente. El sistema educativo no puede formar específicamente para cada una de
esas necesidades, lo que sí puede hacer es formar a los futuros ciudadanos para que sean
aprendices más flexibles, eficaces y autónomos, dotándoles de estrategias de aprendiza-
je adecuadas, haciendo de ellos personas capaces de afrontar nuevas e imprevisibles
demandas de aprendizaje (Monereo y Castelló, 1997; Pozo, Monereo y Castelló, 2001;
Pozo y Postigo, 2000).
Entre las metas esenciales de la educación, si queremos atender a las exigencias
de esta nueva sociedad del aprendizaje, estaría por tanto fomentar en los alumnos capa-
cidades de gestión del conocimiento, o si se prefiere de gestión metacognitiva, ya que
sólo así, más allá de la adquisición de conocimientos puntuales concretos, podrán en-
frentarse a las tareas y a los retos que les esperan en la sociedad del conocimiento. Pero
cambiar las formas de aprender de los alumnos requiere cambiar también las formas de
21
enseñar de sus profesores. La nueva cultura del aprendizaje requiere por tanto un nuevo
perfil de alumno y de profesor, nuevas funciones discentes y docentes, que sólo serán
posibles desde un cambio de mentalidad, un cambio en las concepciones profundamente
arraigadas de unos y otros, sobre el aprendizaje y la enseñanza para afrontar esta nueva
cultura del aprendizaje.
Profesores y alumnos para el siglo XXI: las nuevas formas de
enseñar y aprender
Según hemos visto, la nueva cultura del aprendizaje, las nuevas formas de rela-
cionarse con el conocimiento, que ya pueden respirarse en muchos espacios de gestión
social del conocimiento, plantea nuevos retos a los sistemas educativos, cuya función
social debe cambiar en un contexto cultural tan diferente (por., Martín y Coll, 2003;
Pozo, Martín y Pérez Echeverría, 2002). Pero no está claro, como señalábamos ya al
comienzo, que esos sistemas de educación formal sean permeables a esos nuevos vien-
tos de cambio que se respiran fuera de las aulas, entre otras cosas, como también seña-
lábamos, porque asumir esas nuevas demandas o funciones requiere un cambio en la
forma de concebir la educación, el aprendizaje y la enseñanza, por parte de quienes la
hacen posible, en especial profesores y alumnos. Como hemos visto esa nueva cultura
reclama que los espacios educativos no se dediquen tanto a proporcionar información a
los alumnos como a convertir la información que ya tienen en verdadero conocimiento
(Pozo, 2003); entiende la gestión de ese conocimiento no cómo un proceso de transmi-
sión directa de un saber establecido sino como un diálogo con un saber incierto, en el
que construir la propia voz; y finalmente asume que los contenidos de la enseñanza,
dado su carácter en buena medida relativo y perecedero, no deben ser un fin en sí mis-
mos sino un medio necesario –y nunca arbitrario: unos contenidos serán mejores que
otros- para promover ciertas capacidades en los alumnos (Martín y Coll, 2003; Pozo y
Postigo, 2000).
Pero concebir así el proceso de aprendizaje y enseñanza implica alejarse bastante
de lo que vagamente podríamos llamar una concepción tradicional, que por ahora, a
falta de mayores análisis (ver capítulo 3), podríamos caracterizar, con Claxton (1990)
por la transmisión del profesor a los alumnos de un conocimiento objetivo, que el
alumno debe apropiarse sin interrogarlo de forma individual, de modo que el éxito del
aprendizaje depende sólo de la habilidad y el esfuerzo del propio alumno. En este mode-
lo el profesor es la voz de ese conocimiento establecido. Es en los términos siempre
22
irónicos del propio Claxton (1990) un gasolinero que llena el depósito (bastante limita-
do, por cierto) de conocimientos del alumno, o el proveedor de saberes del alumno (Po-
zo, 1996) o la autoridad que transmite esos saberes (Olson y Bruner, 1996) (ver tabla
1.1.)
En esta concepción, o manera de entender la función docente (y como conse-
cuencia también discente), la enseñanza está centrada en contenidos verbales (si los
pintores pintan, los músicos tocan y los futbolistas juegan, los profesores explican), pero
también en cierto niveles o materias es necesario enseñar procedimientos, enseñar a
hacer, para lo que los profesores deben asumir funciones de escultores (Claxton, 1990),
de artesanos (Olson y Bruner, 1996) o de modelos y entrenadores de sus alumnos (Pozo,
1996). Incluso en una versión más tecnológica de esta cultura educativa, según Claxton
(1990), los profesores asumen ser relojeros, montando pieza a pieza el conocimiento de
sus alumnos según un diseño cerrado y previamente establecido.
Claxton (1990) Olson y Bruner
(1996)
Pozo (1996)
Gasolinero
Escultor
Relojero
Autoridad
Artesano
Proveedor
Modelo
Entrenador
Sherpa
Jardinero
Consultor
Colega
Tutor
Asesor
Tabla 1.1. Diferentes perfiles docentes en una cultura educativa más tradicional
(arriba) o en las nuevas formas de entender el aprendizaje (abajo). Aunque
obviamente esas diversas formas de entender la enseñanza forman parte de
una evolución, tal como se explica en el texto, no necesariamente tienen
que entenderse como una jerarquía
En todas estas funciones el profesor tiene el conocimiento y se lo entrega, de
modo más o menos directo, a sus alumnos bien a través de sus explicaciones verbales
(proveedor, gasolinero, autoridad) o de sus propias acciones (modelo, artesano), corri-
giendo o moldeando al alumno (escultor, entrenador), para que todos los componentes
encajen entre sí de acuerdo con el diseño preestablecido (relojero). Esta forma de enten-
der la enseñanza contrasta fuertemente con otros perfiles docentes, posiblemente más
cercanos a las demandas de la nueva cultura del aprendizaje (ver tabla 1). Así, en lugar
de gestionar directamente el conocimiento de los alumnos, el profesor pueda asumir una
función de guiar o acompañar el propio proceso de aprendizaje del alumno, con diferen-
tes grados de implicación o dirección en ese proceso. Así puede ser el sherpa, un guía
23
local, conocedor del terreno, que guía y ayuda al alumno en su aventura de conocimien-
to (Claxton, 1990), o el tutor del aprendizaje, cediendo buena parte de la responsabili-
dad al alumno, pero manteniendo para sí la guía y la dirección del viaje, un viaje que
además se hará casi siempre en grupo y en el que muchas veces el profesor cederá ese
papel de guía a otros alumnos, o incluso dejará que sean ellos mismos los que, apren-
diendo unos de otros, decidan el camino (Pozo, 1996), o puede incluso asumir un papel
más secundario, menos intervensionista convirtiéndose en asesor (Pozo, 1996) o consul-
tor (Olson y Bruner, 1996) externo del aprendizaje del propio alumno, o que es el jardi-
nero que ve crecer los aprendizajes de los alumnos y sólo interviene para crear condi-
ciones más favorables para ese crecimiento, que sin embargo no depende de él (Claxton,
1990), o incluso asumir que es un colega, un igual de los alumnos, que comparte con
ellos el proceso de aprendizaje (Olson y Bruner, 1996).
Cada uno de esos perfiles o personajes supone una forma distinta de concebir la
enseñanza y el aprendizaje. No se trata aquí de entrar a juzgar la conveniencia de cada
uno de estos papeles o funciones que puede atribuirse un profesor, y en consecuencia
los papeles que atribuye a sus alumnos, análisis que puede encontrarse en las fuentes
citadas. Tampoco necesariamente se trata de elegir entre ellos, ya que posiblemente en
momentos distintos es preciso ejercer labores distintas, una función no tiene por qué
sustituir necesariamente a otra, aunque algunas de ellas resultan más compatibles o
complementarias entre sí que otras (tema sobre el que también volveremos en el capítu-
lo 3 al analizar los diferentes modelos de cambio conceptual y sobre todo en la Quinta
Parte del libro, al reflexionar sobre las propuestas para hacer efectivo ese cambio). Lo
que nos interesa por ahora es que ejercer eficazmente esos diferentes personajes requie-
re creerse el papel, interiorizar y asumir sus implicaciones. La nueva cultura del apren-
dizaje, reflejada en las propuestas de reforma educativa en los diferentes niveles, está
exigiendo de los profesores, pero también de los alumnos, que asuman nuevos modelos
o funciones que probablemente entran en conflicto, si no en directa contradicción, con
algunas de esas creencias profundamente arraigadas que constituyen ese doble legado,
cultural y biológico, con el que todos, alumnos y profesores, llegamos a las aulas y más
en general a los escenarios sociales de aprendizaje.
Por ello, si queremos promover y consolidar esos procesos de cambio educativo,
si queremos que los vientos que soplan en esa nueva cultura del aprendizaje entren en
todos esos escenarios de aprendizaje, en especial los espacios educativos, es necesario
considerar la función de las concepciones de profesores y alumnos sobre esos procesos
24
de aprendizaje y enseñanza. Ya no basta con estudiar lo que los niños (y sus profesores)
hacen, sino que en palabras de Bruner (1997, págs. 67 y 68 de la trad. cast.):
“El nuevo programa consiste en determinar lo que creen que hacen y cuáles
son sus razones para hacerlo... Dicho llanamente, la tesis que emerge es que las
práctica educativas en las aulas están basadas en una serie de creencias popu-
lares sobre las mentes de los aprendices, algunas de las cuales pueden haber
funcionado conscientemente a favor o inconscientemente en contra del bienestar
del niño. Conviene explicitarlas y reexaminarlas”.
A esa explicitación y a ese examen está dedicado este libro. Para ello, antes de
plantear en el capítulo 3 la forma en que nosotros interpretamos esas creencias, como
teorías implícitas, y la relación entre las creencias y la práctica educativa, en el capítulo
2 vamos a analizar los distintos enfoques desde los que, en la investigación reciente, se
ha intentado el estudio de estas concepciones de profesores y alumnos sobre el aprendi-
zaje y la enseñanza.

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Pozo y cols 2006 cap 1 la nueva cultura del aprendizaje

  • 1. 1 CAPÍTULO 1: LA NUEVA CULTURA DEL APRENDIZAJE EN LA SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO Juan Ignacio Pozo Educar en tiempos de crisis: despertando de un largo sueño Nuestros sistemas educativos formales, desde la educación infantil hasta la supe- rior, están por tanto viviendo tiempos de cambio, en un proceso de reforma continua (Marchesi y Martín, 1998). Es la reforma que no cesa y que, como veremos, afecta no sólo a una reconsideración de sus contenidos, sino cada vez más a un cambio en las formas de enseñar y aprender, en suma de gestionar el conocimiento en esos espacios instruccionales. Pero no son sólo los espacios educativos, o de instrucción formal, los que están cambiando. De hecho, esos cambios alcanzan más fácilmente a otros espacios o contextos menos formalizados o institucionalizados y por tanto más permeables a esas nuevas corrientes o demandas de aprendizaje. Se habla del aprendizaje para el ocio, del aprendizaje organizacional, del aprendizaje virtual o el e-learning, todas ellas nuevas formas de aprender, de relacionarse con el conocimiento, que sin duda están alterando y van a alterar aún más nuestras formas de concebir el aprendizaje y de organizarlo so- cialmente. Hay por tanto vientos de cambio, que fácilmente podemos reconocer a nuestro alrededor. De hecho ese cambio, las nuevas formas de enseñar y aprender, se vende como un nuevo producto cultural (¡basta ver los idílicos anuncios de muchas universi- dades privadas!) en la medida en que la gente de la calle, la sociedad, percibe cada vez más su demanda. En unos ámbitos (los informales, los menos institucionalizados), los cambios son más fluidos que en otros (la escuela, la universidad). Con certeza en unos niveles educativos (la educación infantil) esos cambios se hacen más visibles que en otros (la universidad). Y con la misma certeza algunos aspectos (las relaciones entre profesores y alumnos, las formas de hablar y de comportarse) han cambiado también más que otros (los propios contenidos de la enseñanza, las tareas escolares o los siste- mas de evaluación). Pero centrándonos en las formas de aprender y enseñar, que consti- tuyen el objetivo esencial de este libro, nos atrevemos a decir que, en general, los cam- bios predicados, las propuestas teóricas para el cambio han sido más fuertes y profundas que los verdaderos cambios que han tenido lugar en las prácticas educativas. En El
  • 2. 2 Dormilón, una de sus películas más disparatadas, Woody Allen encarna a Milles Mon- roe, quien dos siglos después de haber sido congelado tras someterse a una simple ope- ración para curar una úlcera que no acabó del todo bien, regresa a la vida, encontrándo- se en un mundo extraño, una cultura ajena, a la que no logra adaptarse (recordemos el Orgasmatrón) pero en la que reconoce conductas, valores, emociones (cómo no, el amor) que apenas han cambiado. Si en vez de dormir doscientos años, Milles Monroe se hubiera despertado tras sólo cuarenta o cincuenta años y se viera inmerso en estos con- textos de aprendizaje y enseñanza que nos ocupan -supongamos que fuera un alumno especialmente apático que se duerme en clase para despertarse cuarenta años después- nos tememos que reconocería fácilmente lo que está sucediendo en el aula (sin duda más fácilmente en unas aulas que en otras, como señalamos antes sin pretender señalar a nadie). Sin duda en estos últimos años las formas de aprender y enseñar, al menos en los espacios educativos más formalizados, han cambiado más profunda o radicalmente en la teoría que en la práctica, en lo que se dice que en lo que se hace realmente. Pero en todo caso las respuestas que encontremos y las vías de intervención que de ellas se deriven van a estar, cómo no, restringidas por nuestra propia mirada, la que nos proporciona la moderna psicología del aprendizaje y de la educación, y más específicamente, como veremos sobre todo en el capítulo 3, los estudios sobre el “conocimiento intuitivo” o las teorías implícitas de las personas en su esfuerzo por dar sentido al mundo (Atkinson y Claxton, 2000; Pozo, Scheuer, Mateos y Pérez Echeverría, 1998; Rodrigo, Rodríguez y Marrero, 1993), el conocimiento de los procesos de cambio personal, y más específica- mente, de cambio conceptual que se requieren para modificar esas teorías y con ellas la propia práctica educativa (Pozo, 2003; Pozo y Rodrigo, 2001; Schön, 1987). Aunque sin duda hay otros muchos factores y niveles de análisis en la gestión del cambio educativo, requiere también cambiar las mentalidades o concepciones desde las que los agentes educativos, en especial profesores y alumnos (aunque también cabría considerar a los padres y las madres, los gestores educativos, los políticos y los propios investigadores, que quedan fuera de la lupa de este libro) interpretan y dan sentido a esas actividades de aprendizaje y enseñanza. Los estudios que se han venido realizando en estos últimos años, entre ellos nuestras propias investigaciones (algunas de las cuales se presentan más adelante en este libro), nos permiten interpretar esas representaciones, según veremos en detalle en el capítulo 3, como verdaderas teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza, pro-
  • 3. 3 ducto de una doble herencia, biológica y cultural (por ej., Tomasello, 1999), sin la cual es difícil entender no sólo el contenido de esas teorías sino su naturaleza representacio- nal y las dificultades para cambiarlas cuando los vientos de la educación y el aprendiza- je, como está sucediendo en los últimos tiempos, y sucederá aún más en los próximos, cambian de dirección o se convierten en tempestades. Las concepciones sobre el aprendizaje: el legado de una doble herencia Esas concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza, son sin duda antes que nada una herencia cultural, un producto de la forma en que en nuestra tradición cultural (o en cualquier otra) se organizan las actividades de aprendizaje y enseñanza, o más en general de educación y transmisión del conocimiento. Para comprender las concepcio- nes de profesores y alumnos sobre lo que es aprender debemos situarlas en el contexto no sólo de la cultura de aprendizaje actual, vigente, sino sobre todo de la historia cultu- ral del aprendizaje como actividad social. Como ya señalara Ortega y Gasset (1940) los seres humanos somos ante todo herederos, y tener conciencia de esa herencia es tener una conciencia histórica que nos humaniza en la medida en que nos ayuda a comprender nuestra naturaleza y en esa medida hace posible repensarla y, si es necesario, cambiarla. Para Ortega y Gasset, esa herencia cultural –transmitida como dijera Hanna Arendt (1995) sin testamento, es decir de forma más implícita que explícita- nos proporciona creencias que conforman nuestra realidad y con ella a nosotros mismos, por oposición a las ideas, lo que explícitamente sabemos del mundo. Estas creencias que heredamos sin testamento, con frecuencia sin ni siquiera co- nocerlas, sin saber que las tenemos, nos proporcionan representaciones bastante eficaces sobre el mundo físico y social y también sobre el propio conocimiento, en cuanto obje- to social, y sobre proceso mediante el que lo adquirimos, creencias que se basarían en supuestos profundamente aceptados sobre la propia naturaleza humana, sobre quiénes somos y por qué hacemos lo que hacemos, sin las cuales la vida social sería imposible. Nuestras teorías o creencias implícitas, o intuitivas en la terminología de Atkin- son y Claxton (2000), suelen ayudarnos en muchas de nuestras actividades cotidianas, pero resultan inadecuadas cuando nos tenemos que enfrentar a nuevos problemas cultu- rales. Sucede así con muchos de nuestros hábitos o representaciones sociales cotidianos (las formas de vestir, de comer o de saludar), que no nos damos cuenta de que están ahí
  • 4. 4 y de lo que implican hasta que nos enfrentamos a otras culturas en las que incluso pue- den resultan inconvenientes o muy embarazosas. O con las dificultades de adaptación de las personas adultas o maduras a los cambios en la cultura que les rodea (las nuevas tecnologías, las nuevas formas de vestir, las relaciones sociales y sexuales, etc). En la organización de los espacios de aprendizaje y enseñanza estamos viviendo cambios cul- turales semejantes. Hemos iniciado estas páginas destacando precisamente que “los sis- temas educativos en general, y la escuela en particular, están sometidos a una continua exigencia de cambio”. Las culturas del aprendizaje evolucionan en cada sociedad a me- dida que cambian las demandas de conocimiento y con ellas las epistemologías y las tecnologías que soportan ese conocimiento. Y sin duda, si Milles Monroe (o Woody Allen) despertara ahora -sobre todo si despierta fuera de las aulas más que dentro de ellas- comprobaría lo mucho que han cambiado en estas últimas décadas los sistemas culturales de conocimiento y las formas de conservarlos, distribuirlos e incluso generar- los. Se sentiría asustado, con dificultades para adaptarse y cambiar sus creencias más profundas sobre lo que es aprender y enseñar, como de hecho se sienten muchos profe- sores, y también algunos alumnos, ante los cambios que se han producido y se están produciendo en la cultura del aprendizaje, de los que nos vamos a ocupar en detalle en las próximas páginas. Cambiar las mentalidades de profesores y alumnos sobre el aprendizaje y las formas de promoverlo, en suma de enseñar, requiere conocer los cambios que se están produciendo en la cultura del aprendizaje. Pero también, antes de entrar en esos cam- bios, requiere entender que esas diferentes culturas del aprendizaje que vamos a contras- tar, esas distintas herencias culturales transmitidas sin testamento, son también produc- to, como comentábamos unas páginas más atrás, de una segunda herencia, aún más primordial: la de un sistema cognitivo, una mente humana, que no sólo hace posible, sino necesario, el aprendizaje como una actividad social y cultural. Si todos somos he- rederos de una cultura de aprendizaje (o incluso, como está sucediendo hoy en día, de varias culturas en parte contradictorias) esa herencia cultural se apoya en otra herencia más básica, que constituye un rasgo básico del diseño cognitivo de la mente humana (Pozo, 2001): la capacidad de saber lo que sabemos y por tanto también lo que ignora- mos, pero también de imaginar o intuir lo que otros saben y por tanto también lo que ignoran, así como la capacidad de compartir e intercambiar con los demás nuestras re- presentaciones, en suma de distribuirlas socialmente.
  • 5. 5 La capacidad metarepresentacional, de representarnos nuestras propias repre- sentaciones, parece ser un rasgo específicamente humano, un universal cognitivo que todas las personas, salvo en ciertas alteraciones cognitivas, compartimos por el mismo hecho de ser humanos, como parte de la herencia natural que constituye nuestra identi- dad cognitiva primordial de homo sapiens sapiens (“el hombre que sabe que sabe”). Sólo las mentes capaces de saber lo que saben y lo que otros saben (o ignoran) pueden guiar su propio aprendizaje, y aún más, el de los demás. Sólo sabiendo lo que sé puedo proponerme enseñarlo; sólo sabiendo lo que no sabes puedo proponerme enseñártelo. Sería esa capacidad de conocer nuestras propias representaciones la que hará posible el desarrollo, tal como veremos en el capítulo 2, de una teoría de la mente, una psicología intuitiva que atribuye nuestra conducta y la de los demás a ciertos estados y procesos mentales (intenciones, emociones, pero también conocimientos y representaciones) (D’Andrade, 1987), que estaría en el origen de esas diferentes teorías implícitas sobre el aprendizaje culturalmente adquiridas de las que nos iremos ocupando en este libro. Obviamente otros organismos aprenden tanto de los objetos como de los congé- neres, pero no pueden aprender a aprender y desde luego no pueden enseñar a otros, ya que no saben que saben ni saben lo que los otros ignoran. Eso al menos es lo que argu- mentan, en nuestra opinión de modo convincente, Premack y Premack (1996) en un artículo expresamente titulado “¿Por qué los animales carecen de pedagogía y algunas culturas tienen más pedagogía que otras?”. Su argumento básico, compartido por otros autores (por ej., Hauser, 2000; Povinelli, Bering y Giambrone, 2000; Tomasello, 1999; Tomasello, Kruger y Ratner, 1993; Visalberghi y Fragaszi, 1996; ver también Pozo, 2003, cap. V, para un resumen de estos argumentos) es que sólo los humanos dispone- mos de esa capacidad de leer las mentes de los demás y por tanto atribuirles estados de conocimiento o ignorancia que hacen mentalmente posible y culturalmente necesaria la enseñanza, o la educación informal, mediante la organización de actividades sociales que implican ayudar a otros a aprender, una pedagogía implícita que es común a todas las culturas humanas, ya que la propia supervivencia de la cultura requiere una pedago- gía implícita que haga posible esa transmisión cultural. Pero si la pedagogía es sin duda un universal cognitivo en la mente humana y también un universal cultural, significati- vamente, de acuerdo con investigaciones recientes, parece estar ausente en otras espe- cies, incluidos otros primates superiores. Aunque se han encontrado atisbos de esa capa- cidad en algunos primates (ver por ej., Hauser, 2000; Povinelli, 2000: Tomasello, 2000), como mínimo podemos afirmar que nuestras capacidades mentalistas, imprescindibles
  • 6. 6 para ayudar deliberadamente a otros aprender, es decir, para enseñar (Strauss, Ziv y Stein, 2002), son cualitativa y cuantitativamente diferentes de las de cualquier otro or- ganismo o sistema de representación conocido. Según estas investigaciones, aunque los primates imitan, es decir aprenden de otros, no enseñan, es decir no ayudan a aprender a otros. Mientras que en los humanos, desde una edad muy temprana, hay una intersubje- tividad compartida, una creencia de que la conducta de las personas está guiada por sus intenciones, en los primates esa capacidad parece estar ausente. Por ejemplo, cuando un bebé observa a otra persona realizando una conducta fallida (que no logra su propósito) tiende a “imitar” la conducta que debería haber conducido al éxito (realmente no obser- vada) más que la conducta fracasada observada. Los bebés imitan las intenciones de la conducta más que las acciones en sí mismas. En cambio, los primates tienden a repro- ducir las acciones directas más que las intenciones que guían la conducta (por ej., Byrne y Russon, 1998; Tomasello, 1999). Los aprendices humanos tienen por tanto dispositivos mentales de los que care- cen otros organismos, sin los cuales, como señala Pinker (2002) no podrían aprender esas creencias básicas que según Ortega y Gasset (1940) constituyen nuestra realidad, y sin los cuales por tanto no sería posible la cultura ni la historia, de la que otros animales carecen (Premack y Premack, 1994). Pero las personas no sólo usamos implícitamente esos dispositivos como aprendices intuitivos, sino también como maestros intuitivos de otros, algo que tampoco se observa en otros primates, en los que no hay pruebas inequí- vocas de enseñanza, es decir de diseñar acciones con la intención de ayudar a otros aprender. Aunque un animal aprenda de otro, imite su conducta (lo que hacen sin duda no sólo los chimpancés y los loros, sino también las ratas de laboratorio, ¡e incluso los pulpos!), no hay pruebas convincentes en otros animales de que el modelo haga su con- ducta para que otro aprenda (Byrne y Russon, 1998; Premack y Premack, 1996). Más que ante el homo sapiens estaríamos ante el homo discens (Pozo, 2003). Es la capacidad de aprender intencionalmente y no sólo la de saber la que nos identifica como especie; o tal vez es que ambas no son sino manifestaciones de una misma función cognitiva espe- cífica/mente humana, la de elaborar metarrepresentaciones (Rivière, 2003; Sperber, 2000). Pero más allá de que esta sea o no una capacidad cognitiva exclusiva de la mente humana, o incluso de que sea o no el rasgo cognitivo que más nos define como especie, algo abierto a un debate para nosotros apasionante pero que no vamos a abrir aquí (y que el lector puede abrir mediante obras como las de Donald, 1993, 2001; Hauser, 2000;
  • 7. 7 Mithen, 1996; Pinker, 1997, 2002; Pozo, 2001), lo que queremos resaltar ahora es que esos dispositivos mentales que hacen posible el aprendizaje de la cultura son también dispositivos que restringen las culturas del aprendizaje, que hacen más probables, o tal vez inevitables, unas concepciones frente a otras. Por poner un solo ejemplo, sobre el que habremos de volver en capítulos venideros, si las creencias sobre el aprendizaje tienen su origen en atribuir a los demás los propios estados mentales, será más difícil entender estados mentales y representaciones alejadas de las propias, como exigen las teorías cercanas a los enfoques constructivistas (ver capítulo 3). De la misma forma, nos resultará mentalmente muy difícil poner en duda nuestros propios estados mentales, tendiendo a incurrir, como veremos también en el capítulo 3, en un “realismo ingenuo”, según el cual el mundo es tal como nosotros lo vemos y por tanto aprender es adquirir una representación correcta o verdadera de las cosas, una posición epistemológica que posiblemente esté en el origen de buena parte de nuestras teorías implícitas en muchos dominios (ver capítulo 10 de Pecharromán y Pozo), incluido el aprendizaje y la ense- ñanza, y que resulta muy difícil de modificar, tanto en los alumnos como en los propios profesores (Claxton, 2000; Correa, Ceballos y Rodrigo, 2003; D’Andrade, 1987; Mor- timer, 2001; Pérez Echeverría, Mateos, Pozo y Scheuer, 2001; Pozo, 2001; Pozo y Gó- mez Crespo, 1998; Pozo, Scheuer, Pérez Echeverría y Mateos, 1998). Las concepciones sobre el aprendizaje y la enseñanza que se estudian en este li- bro, tienen por tanto su origen en la interacción entre estas dos herencias que nos con- forman. Según hemos visto no sólo heredamos unas concepciones culturales comparti- das que están sometidas en este momento a fuertes tensiones de cambio, sino que para que esas concepciones sean posibles hemos de disponer de un sistema cognitivo que haga posible y necesario un aprendizaje intencional y con él la transmisión cultural, pero que al tiempo restringe las formas culturales que puede adoptar el aprendizaje y la enseñanza, y en consecuencia nuestras concepciones sobre ellos. Como señalara el pro- pio Ortega y Gasset, más que el contenido de nuestros pensamientos, las teorías implíci- tas serían el continente de nuestra mente, el sistema operativo que formatea o restringe nuestras representaciones, en este caso sobre el aprendizaje y la enseñanza. Superar al- gunas de esas representaciones requiere no sólo un cambio cultural, que ya se está pro- duciendo, sino también un cambio conceptual o representacional (Pozo y Rodrigo, 2001), que requiere de algún modo reconstruir o, si se prefiere, redescribir representa- cionalmente (Karmiloff-Smith, 1992; Pozo, 2003), nuestras propias representaciones sobre el aprendizaje. En lo que resta de este capítulo nos centraremos en el cambio que
  • 8. 8 se está produciendo en las culturas del aprendizaje, y sus implicaciones para la función docente y discente, y en suma para las prácticas educativas, mientras que en los dos siguientes capítulos profundizaremos en la naturaleza de esas representaciones sobre el aprendizaje (capítulo 2), que intentaremos entender, tal como hemos venido anuncian- do, como teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza cuya modificación, al aire de estos nuevos vientos culturales, requiere un proceso de profundo cambio concep- tual o representacional. Para cambiar las prácticas educativas será preciso cambiar esas teorías implícitas o intuitivas, pero, como veremos, para ello no bastará con proporcio- nar nuevos enfoques o modelos teóricos. Del aprendizaje de la cultura a la cultura del aprendizaje Según la argumentación anterior, las concepciones culturales sobre el aprendiza- je son no sólo un producto, una consecuencia, de la cultura que compartimos sino tam- bién en cierto modo uno de los procesos, o causas, de esa misma cultura. Lo que nos separa a los humanos del resto de los organismos es sobre todo la capacidad de acumu- lar conocimientos en forma de cultura, de conservar las soluciones culturalmente gene- radas a los problemas que la sociedad enfrenta (o inventa). La cultura implica no sólo generar conocimientos, sino sobre todo trasmitirlos a las nuevos ciudadanos. Si cada generación hubiera de generar por sí misma los sistemas de conocimiento en que se apoya (por ej., la escritura, las matemáticas) no sería posible una sociedad como la nuestra. Es lo que Tomasello, Kruger y Ratner (1993) denominaron efecto engranaje, cada rueda de una maquinaria, por pequeña que sea, produce un efecto multiplicador sobre los siguientes elementos de la cadena. Por limitada que sea su comprensión, he- mos de admitir que cualquiera de nuestros alumnos de secundaria, uno de esos que no aprenden ni quieren aprender, tiene más información e incluso más conocimiento sobre muchas cosas del que tuvieron los grandes genios de la humanidad no hace tanto tiem- po. Es el efecto engranaje. Si quien despertara de ese largo sueño fuera Leonardo da Vinci en vez de Milles Monroe (o Woody Allen), sin duda su sorpresa o perplejidad sería mayor, porque comprendería realmente lo extraordinario de muchas de las solu- ciones que nuestra cultura ha generado, y acumulado, para algunos de los problemas que él tan lúcidamente imaginó. Pero el efecto engranaje, el aprendizaje de la cultura, o al menos de algunos de sus componentes esenciales, por las nuevas generaciones, esa acumulación cultural que
  • 9. 9 nos diferencia de otras especies (por ej., Tomasello, Kruger y Ratner, 1993), requiere a su vez como uno de esos componentes esenciales la transmisión de una cultura del aprendizaje, un conjunto de actividades y formas de organizar socialmente el aprendiza- je que hagan posible esa transmisión cultural. El aprendizaje de la cultura requiere por tanto una cultura del aprendizaje, una forma de relacionarse con el conocimiento, que está esencialmente mediada por los sistemas de representación en que ese conocimiento se conserva y transmite, en suma por las tecnologías del conocimiento dominantes en una sociedad. No es casualidad, como ha mostrado Draaisma (1995), que la metáfora de la mente –la representación cultural de la naturaleza humana- en cada sociedad esté ín- timamente ligada a la tecnología del conocimiento dominante en esa sociedad (desde las tablillas de cera de los sumerios, la tabula rasa, hasta la metáfora computacional en la psicología cognitiva, o aún más las redes neuronales en la actual ciencia cognitiva) (ver Pozo, 2001). Esas tecnologías del conocimiento son metáforas de la mente porque guían –en el sentido de organizar pero también en el de restringir- las prácticas mediante las que esa mente adquiere el conocimiento. En ese sentido son no sólo un soporte o formato del conocimiento, sino sobre todo un sistema para representarlo y organizarlo. La es- tructura social (por ej., Burke, 2000), pero también psicológica (Martí, 2003; Pozo, 2001), del conocimiento está en buena medida mediada por los sistemas de representa- ción en los que ese conocimiento se produce y mantiene. Y buena parte de esos sistemas son, en nuestras sociedades complejas, sistemas de representación externa. Más allá de la tradición oral, en nuestra sociedad el conocimiento y el aprendizaje están soportados, pero también organizados, restringidos, por sistemas de representación externa como la escritura, las matemáticas, los mapas, los relojes y calendarios, los pentagramas, las grabaciones musicales, los medios audiovisuales o, en los últimos años, los sistemas informáticos. De hecho, la propia enseñanza toma como objetivo en gran medida la transmisión, la alfabetización de la población en cada uno de esos sistemas, ya que sin ellos no es posible acceder al conocimiento, con lo que a las alfabetizaciones tradiciona- les (escritura, sistema numérico elemental) se añaden en nuestra cultura educativa nue- vas demandas de “alfabetización” (gráfica, informática, artística, científica, etc.), que constituyen una nueva exigencia, especialmente en la educación secundaria (Pozo, Mar- tín y Pérez Echeverría, 2002). Pero cada uno de esos sistemas no se limita a ser un soporte del conocimiento, un vehículo en el que ese conocimiento se transporta y que por tanto hay que saber ma-
  • 10. 10 nejar, sino que esos sistemas de representación, o tecnologías del conocimiento, acaban por formatear la propia mente que interactúa con ellos, creando nuevas posibilidades cognitivas, nuevas capacidades o competencias, o si se quiere nuevas estructuras y fun- ciones cognitivas (Martí, 2003; Pozo, 2001). Podríamos decir que cada una de esas tec- nologías no sólo proporciona un acceso cada vez más fácil y fluido a la acumulación de conocimientos culturales, nos permite el aprendizaje de la cultura, sino que además promueve una forma específica de aprender, una cultura del aprendizaje. La mente y la cultura se construyen, pero también se restringen, mutuamente (Pozo, 2003) y por tanto los sistemas mentales de aprendizaje y las culturas de aprendizaje también se construyen mutuamente. Nuestras teorías implícitas sobre el aprendizaje y las culturas del aprendi- zaje en que están inmersos también se construyen y se restringen mutuamente. No podemos detenernos aquí a analizar cómo cada uno de esos sistemas cultura- les de representación ha generado, como ya anunciara Ortega y Gasset (1940), nuevas prótesis cognitivas en la mente humana y con ellas nuevas formas de relacionarse con el conocimiento y por tanto de concebir el aprendizaje. Pero sí podemos revisar, aunque sea someramente, la historia cultural del aprendizaje de uno de esos sistemas, quizás el más influyente o relevante en nuestra cultura, el sistema escrito, y a través de él vislum- brar los cambios que se han producido en las culturas del aprendizaje como consecuen- cia de los cambios en la cultura que hay que aprender1 . Una breve historia cultural del aprendizaje de la lectura Como hemos visto, la acumulación de conocimientos, su conservación y trans- misión a través de las generaciones, es un requisito esencial para el desarrollo de las sociedades complejas. También hemos visto que esa acumulación requiere de sistemas externos de representación que a la vez que generan nuevas funciones cognitivas acaban por convertirse a su vez en el propio núcleo –y modelo o representación- de la actividad de aprender. Un ejemplo claro de ello es cómo la historia de la escritura ilustra los cam- bios en las culturas del aprendizaje. La historia de la educación, y sobre todo la historia 1 Para un análisis detallado de cómo esos sistemas de representación externa se incorporan a la mente infantil y la reestructuran véase el reciente libro de Martí (2003); sobre la forma en que diversos sistemas culturales de representación externa devienen en sistemas mentales o de representación cognitiva (mente letrada, numérica, cronológica, científica), puede consultarse Pozo (2001); sobre las dificultades para reestructurar la mente para formatearse, mediante procesos de cambio conceptual o representacional, de acuerdo con algunos de esos sistemas de conocimiento véase por ejemplo, en el caso de la ciencia Pozo y Gómez Crespo (1998, 2002).
  • 11. 11 de las culturas educativas, está estrechamente ligada a las formas de acceder al conoci- miento escrito. De hecho, si las formas de aprender cambian con las tecnologías sociales del conocimiento, los principales cambios en esas tecnologías han estado relacionados con las formas de extender o publicar la palabra escrita. Así, la primera forma reglada de aprendizaje, la primera escuela históricamente conocida, las "casas de tablillas" aparecidas en Sumer hace unos 5000 años, respondió a la necesidad de transmitir, de acumular, y por tanto de enseñar el primer sistema de es- critura conocido, que produjo también la primera metáfora cultural del aprendizaje, esa metáfora primordial que aún perdura entre nosotros (aprender es escribir en una "tabula rasa", las tablillas de cera virgen en las que escribían los sumerios) (Pozo, 1996) y tam- bién las primeras “escuelas” históricamente conocidas, las “casas de tablillas”, en las que se formaban los futuros escribas. Por lo que algunas de esas mismas tablillas nos in- forman, en ellas predominaba los que hoy llamaríamos un aprendizaje repetitivo. Los maestros "clasificaban las palabras de su idioma en grupos de vocablos y de expresiones relacionadas entre sí por el sentido; después las hacían aprender de memoria a los alum- nos, copiarlas y recopiarlas, hasta que los estudiantes fuesen capaces de reproducirlas con facilidad" (Kramer, 1956, pág. 42 de la trad. cast.). Los aprendices dedicaban varios años al dominio de ese código, bajo una severa disciplina. La función del aprendizaje era meramente reproductiva, se trataba de que los aprendices fueran el eco de un producto cultural sumamente relevante y costoso, que permitiría con el transcurrir del tiempo un avance considerable en la organización social. Se trata de una concepción del aprendizaje como copia, que como veremos en el capítulo 3 aún perdura entre nosotros, e incluso cons- tituye también la primera teoría o concepción del aprendizaje que encontramos en el desa- rrollo infantil (capítulos 4 y 5). La escritura comenzó a ser, desde entonces, "la memoria de la humanidad" (Jean, 1989) y pasó a constituir el objetivo fundamental de la instrucción formal. Pero además de ello, la escritura, como sistema de memoria externa que permitía que los co- nocimientos anotados “siguieran existiendo como tales a pesar de que no esté presente la relación entre productor y notación” (Martí y Pozo, 2000), va a hacer posible y nece- saria una nueva forma de relacionarse con el conocimiento y en suma va a hacer posi- bles nuevas mentalidades sociales. En su excelente libro El mundo sobre el papel, Da- vid Olson (1994) ha mostrado de modo concluyente algunos de los efectos de la alfabe- tización literaria sobre la mente humana, que tienen un alcance más profundo y sistemá- tico de lo que se había supuesto, ya que la palabra escrita no es sólo un archivo cultural
  • 12. 12 externo a la memoria humana individual, o la propia memoria oral colectiva, sino que supone un verdadero amplificador cognitivo, una verdadera prótesis cognitiva que, al incorporarse a la mente humana, genera nuevas funciones mentales, nuevas formas de relacionarse con el conocimiento que hasta entonces no eran posibles, reestructurando o reconstruyendo el propio funcionamiento cognitivo (Martí, 2003, Pozo, 2001). Las men- tes letradas –que son con las que nosotros interactuamos la mayor parte del tiempo- son un nuevo sistema cognitivo que, según la idea de la doble herencia, hunde sus raíces en nuestra historia cultural pero también en nuestro pasado filogenético. Es una nueva mentalidad construida, y por tanto restringida, desde la vieja mentalidad del homo sa- piens. Según Olson (1994), para comprender las consecuencias cognitivas del acceso al sistema escrito hay que partir de que, en contra de lo que comúnmente suele suponerse, la escritura no es una trascripción del habla ni una extensión del lenguaje, sino un siste- ma de representación que posee rasgos propios, que difieren de las formas de represen- tación del habla. La escritura no es una extensión del lenguaje pero tampoco de la me- moria, sino que tiene claramente una función epistémica tanto para el lenguaje como para la memoria: ”la magia de la escritura proviene no tanto del hecho de que sirva como nuevo dispositivo mnemónico, como ayuda para la memoria, sino más bien de su importante función epistemológica. La escritura no sólo nos ayuda a recordar lo pen- sado y dicho; también nos invita a ver lo pensado y lo dicho de una manera diferente” (Olson, 1994, pág. 16 de la trad. cast). Para Olson (1994), la escritura es esencial para adquirir una conciencia del lenguaje hablado, sus estructuras y componentes. Lejos de ser un subproducto del lenguaje hablado, la escritura sirve sobre todo para redescribir representacionalmente el propio lenguaje, para reestructurarlo, ya que las unidades del lenguaje (palabra, fonema, letra) se han construido, tanto en nuestra historia cultural como en el propio desarrollo cognitivo o personal, a través del sistema escrito (ver tam- bién Chartier y Hébrard, 2000; Martí, 2003). Utilizando datos históricos, antropológicos y psicológicos, Olson (1994) nos proporciona un fresco extraordinario de cómo la lectura de diferentes tipos de textos va generando nuevas funciones mentales, a través de un cambio en la naturaleza de las representaciones mentales y en las funciones de la memoria (ver también el ameno libro de Manguel, 1996). Así, la comparación entre culturas orales y escritas muestra los cambios que la escritura (y la lectura) ha introducido en la memoria individual y colec- tiva. Las culturas orales, según ha mostrado Vansina (cit. por Olson, 1994, pág. 123 de
  • 13. 13 la trad. cast.) tienen dos tipos de discursos: “aquellos que conservan las palabras, prin- cipalmente la poesía, y aquellos que conservan el contenido, principalmente la narra- ción”. Para conservar esa memoria cultural, en ausencia de otras tecnologías, esos pue- blos recurren a ciertos sistemas mnemotécnicos, ciertas tecnologías externas de memo- ria (como el sistema de nudos de los quipus incas) y a ciertos profesionales de la memo- ria (bardos, poetas), que se convierten en la verdadera conciencia del pueblo. Un ejem- plo fascinante de esta figura lo encontramos en El Hablador, la novela de Mario Vargas Llosa (1987), sobre un contador ambulante de historias que es la memoria viviente de los machiguengas, un pueblo nómada que vive en el corazón de la selva amazónica, “el pueblo que anda”. Ese hablador es el único vínculo que une ya a las diferentes familias dispersas que vagan en medio de la selva, por que en las culturas orales la narración es no sólo la memoria colectiva sino también la conciencia, la propia identidad. Pero la naturaleza de esta mente va a cambiar radicalmente con la actividad de escribir y, sobre todo, de leer. Con ella aparece la memoria literal, al pie de la letra o el texto escrito, que es una función de la mente inexistente en las culturas orales. De he- cho, durante muchos siglos, en los que el acceso a los textos escritos resultaba compli- cado, ya que existían muy pocos ejemplares manuscritos y no eran fácilmente accesi- bles, la escritura lejos de ser una memoria externa, una descarga, supuso una carga más, ya que leer era básicamente reproducir, “memorizar” el texto (Pozo, 1996). No en vano la Edad Media fue el periodo del florecimiento de los tratados de mnemotecnia (ver también Draaisma, 1995). Durante el largo periodo previo a la invención de la imprenta –una nueva tecnología del conocimiento que permitió un primer gran salto en la difu- sión de la lectura pero también hizo posible nuevas formas de leer- la lectura consistía básicamente en recitar los textos, primero en voz alta y luego mediante lectura silencio- sa (que no se impone como forma de leer hasta el siglo X) (Manguel, 1996). La función de la lectura, decía San Agustín, es “imprimir el texto sobre las tablillas enceradas de la memoria” (citado por Manguel, 1996, pág. 77 de la trad. cast). De esta forma, “recor- dando un texto, trayendo a la mente el libro que una vez tuvo entre las manos, ese lec- tor puede convertirse en libro del que tanto él como otros pueden leer” (Manguel, 1996, pág. 77 de la trad. cast). Concebir así el aprendizaje –como un mecanismo para hacer copias o réplicas de la realidad o del mundo percibido- es, según veremos, uno de los rasgos que define a las teorías implícitas del aprendizaje basadas en un realismo inge- nuo, a las que denominaremos teorías directas del aprendizaje (tal como se explica en detalle en el capítulo 3 de este libro).
  • 14. 14 Esta lectura recitativa o reproductiva se acompañaba también, en los centros de instrucción, con una lectura escolástica bajo la supervisión de un maestro, que será una de las formas características de leer los textos durante toda la Edad Media. Según el propio Manguel (1996, pág. 94 de la trad. cast), “esencialmente, el método escolástico consistía en poco más que adiestrar a los estudiantes a considerar un texto de acuerdo con ciertos criterios preestablecidos y oficialmente aprobados, que se inculcaban cui- dadosamente y con gran esfuerzo. Por lo que se refiere a la enseñanza de la lectura, el éxito del método dependía más de la perseverancia de los alumnos que de su inteligen- cia”. Pero los pocos alumnos que podían acceder a esas escuelas, en su mayor parte gobernadas por la Iglesia, antes de llegar a leer esos libros tan escasos como valiosos, debían pasar antes por un largo periodo de aprendizaje de la lectura, la escritura y las reglas básicas de la gramática, basado en la misma cultura del aprendizaje reproductivo: “El profesor copiaba las complicadas reglas de la gramática en la pizarra, de ordina- rio sin explicarlas, ya que, según la pedagogía eclesiástica, entender lo que se aprendía no era requisito del conocimiento, se les obligaba a aprender las reglas de la memoria” (Manguel, 1996, págs. 97-98 de la trad. cast.). Durante el largo y oscuro periodo de la Edad Media, leer implicaba repetir –primero en voz alta y luego en silencio- un texto, acompañado en ocasiones de la interpretación oficial del significado de ese texto. El lector no podía ni debía interpretar lo que leía, ya que esa era una tarea reservada a las autoridades del saber. En último extremo, interpretar es traducir (y traducir es traicio- nar, es decir apropiarse del significado). Los cambios en los usos de la lectura y, más tarde la invención de la imprenta, harán posible que se extienda una nueva relación entre el texto y la mente, un nuevo tipo de conocimiento, o función epistémica de la lectura, la llamada lectura analítica o hermenéutica. Si el método escolástico “enseñaba a los alumnos a leer de cabo a rabo comentarios ortodoxos que eran el equivalente a nuestros apuntes de clase” (Manguel, 1996, págs 98 de la trad. cast.), ahora se trataba de instruir a los alumnos “en el uso co- rrecto de las palabras, en el respeto por su sentido y sus connotaciones, de manera que estuvieran en condiciones de interpretar o traducir con autoridad... (de esta forma) a mediados del siglo XIV la lectura, al menos en una escuela humanista, se estaba con- virtiendo en una responsabilidad de dada lector ” (Manguel, 1996, pág. 103 de la trad. cast.). Esta nueva lectura analítica se impondría poco a poco impulsada en buena medi- da por la difusión de la letra escrita, que democratizó de algún modo el conocimiento, y limitó su control por la autoridad, pero también por los cambios sociales y económicos
  • 15. 15 que pusieron fin a la época medieval, y dieron paso al Renacimiento, a la recuperación da la cultura humanista clásica y con ella a la nueva era de la razón, que no hubiera sido posible sin estos nuevos usos culturales de la lectura, que hacen posible también la lec- tura del “gran libro de la Naturaleza”, el desarrollo de la ciencia moderna, cuyo caudal de conocimientos constituye el núcleo básico de los contenidos escolares actuales: “nuestra comprensión del mundo, es decir, nuestra ciencia, y nuestra comprensión de nosotros mismos, es decir, nuestra psicología, son producto de nuestras maneras de interpretar y crear textos escritos, de vivir en un mundo de papel” (Olson, 1994, pág. 39 de la trad. cast.). La nueva forma de leer suponía que la lectura requería de algún modo del lector construir su propia interpretación del texto escrito. Pero esta nueva forma de leer está asociada a un nuevo tipo de texto, o si se quiere a una nueva forma de escribir. De las narraciones orales o la lectura reproductiva, literal, de los textos sagrados o al menos autorizados, se irá abriendo paso una nueva forma de leer, vinculada a los textos teóri- cos o expositivos, que exponen “principios” y no hechos (Olson, 1994). Estos textos se caracterizan por (i) la descontextualización del discurso, que deja de localizarse en un tiempo y un espacio concretos y (ii) la nominalización de las acciones que se convierten en entidades. Leer es atribuir significado a lo que otra persona ha escrito en un contexto y momento diferente, por lo que es necesario reconstruir la mente del escritor para com- prender su escrito. La invención del lector supone también el descubrimiento del escritor, de forma que el texto es un vehículo de comunicación entre ambos, no el contenido único de la lectura. De hecho, según Olson (1994) la cultura escrita es esencial para hacer explícita la idea de significación, ya que la descontextualización de los textos escritos –uno de los rasgos que caracterizan a todos los sistemas de memoria externa (Martí, 2003; Martí y Pozo, 2000)- obliga al lector, si quiere interpretar el significado del texto a esforzarse en reconstruir el contexto y las intenciones del autor al escribir. Ir más allá del recuerdo literal, interpretar los textos, requiere por tanto explicitar lo que el escritor quiso decir, o mejor aún lo que el lector cree que el autor quiso decir. Por tanto esta lectura analítica (Manguel, 1996) o hermenéutica (Olson, 1994) implica una mayor complejidad cogniti- va, al tiempo que desplaza el objeto de la lectura, del contenido literal al significado del texto, que no puede reducirse a su contenido literal sino a cómo el autor (y el lector) se relacionan con esos contenidos. En otras palabras, ir más allá del recuerdo literal, inter- pretar los textos requiere explicitar las actitudes proposicionales del autor y del lector,
  • 16. 16 en el sentido utilizado por Dienes y Perner (1999) al proponer su teoría psicológica del conocimiento. Según estos autores (ver también Pozo, 2001), el conocimiento consiste en mantener una actitud proposicional, compuesta por tres componentes funcionales que sería necesario explicitar de modo progresivo, y en un orden establecido: (i) el conteni- do de la representación (en este caso, la parte del mundo a la que se refiere el texto); (ii) la actitud (la relación epistémica con ese contenido, el contexto desde el que se lee o escribe el texto) y (iii) el sujeto agente (soy yo quien lee un texto que tiene un autor). La propuesta de Dienes y Perner (1999) de que estos tres aspectos se explicitan, para cada representación concreta, en una secuencia o jerarquía dada, les lleva a diferenciar tres niveles de explicitación: “un conocimiento es ‘plenamente explícito cuando todos sus aspectos se representan explícitamente, es “de actitud explícita” cuando se hace explí- cito todo hasta la actitud, y ‘de contenido explícito’ si todos los aspectos del contenido se representan explícitamente” (Dienes y Perner, 1999, pág. 740). Como ha mostrado la investigación reciente, la comprensión lectora requiere construir modelos mentales de los textos a partir de los contenidos de la propia memoria y al tiempo redescribir las propias representaciones a partir de esos modelos mentales (Kintsch, 1989, 1998; de Vega, 1995; de Vega et al., 1990). Por supuesto, muchos lec- tores, entre ellos muchos de nuestros alumnos, siguen abordando los textos con una fun- ción pragmática, la de reproducir el texto sin cambiarlo ni cambiar su propia memoria (ver por ej., el capítulo 9 de este mismo libro). De hecho, como sucede con el resto de los sistemas externos de representación (Martí, 2003; Pozo, 2001), la internalización de las funciones epistémicas del sistema escrito –lograr que la lectura convierta al propio conocimiento en objeto de conocimiento- va a requerir un importante esfuerzo instruc- cional que no siempre conduce al éxito. Más allá de la alfabetización inicial, esos efec- tos cognitivos dependen de los usos sociales que se hagan de la lectura y la escritura, sobre todo en los contextos de educación formal, pero también en otros escenarios más informales. Esta nueva actitud consciente, que toma por objeto de representación el propio conocimiento, y que según vimos implica una explicitación progresiva de las propias representaciones, se ha generalizado, según Olson (1994), a partir de los usos del siste- ma escrito, de modo que ahora impregna otras muchas actividades sociales, y otros mu- chos contenidos mentales. La ciencia o el arte no podrían entenderse sin los poderosos efectos de la escritura sobre la cultura y sobre esa “mente letrada” (Olson, 1994; Pozo, 2001). De hecho, la evolución en las formas de leer los textos reflejan un cambio más
  • 17. 17 general en las formas de conocer y de aprender, en las relaciones entre el sujeto y el objeto de conocimiento, desde las culturas orales (conservadoras del saber pero nunca reproductivas o literales, como hemos visto), a la lectura o cultura reproductiva o repeti- tiva (en el que el objeto de conocimiento está ya fijado, atrapado en el papel, para que el lector o aprendiz haga una copia interna, directa, de él), la lectura o cultura escolástica o interpretativa (en la que el texto se acompaña de una interpretación autorizada que lo desvela) hasta llegar a la lectura analítica o crítica (en la que es el propio lector quien debe desvelar o construir su propia comprensión del texto, en un diálogo demorado o diferido con el autor). Este papel más activo del lector ante el texto, del aprendiz ante el material de aprendizaje, ligado a las nuevas tecnologías del conocimiento y a los nuevos usos epis- témicos del conocimiento que esas tecnologías hacen posible (Olson, 1994; Pozo, 2003), es aún más claro en el horizonte de la nueva revolución tecnológica que estamos viviendo en las últimas décadas. Hace quinientos años el texto escrito se convirtió en texto impreso, y hoy el texto impreso se ha informatizado. Esta nueva revolución tecno- lógica que estamos viviendo ahonda en esta necesidad de promover lectores activos, que construyan su propio texto a partir de los múltiples y variados textos (o fuentes de in- formación) que tenemos a nuestra disposición. La nueva cultura del aprendizaje Si la imprenta hizo posibles nuevas formas de leer, las tecnologías de la infor- mación están generando nuevas formas de distribuir socialmente el conocimiento, que sólo estamos empezando a atisbar, pero que sin duda hacen necesarias nuevas formas de alfabetización (literaria, pero también gráfica, informática, científica, etc.) (Monereo y Pozo, 2001; Postigo y Pozo, 1999; Pozo, Martín y Pérez Echeverría, 2002). Están gene- rando una nueva cultura del aprendizaje, a la que la escuela no puede –o al menos no debe- dar la espalda. La informatización del conocimiento tiene consecuencias en apa- riencia contradictorias. Por un lado, ha hecho mucho más accesibles todos los saberes. Pero al mismo tiempo, al hacer más horizontales y menos selectivos tanto la producción como el acceso al conocimiento –hoy cualquier persona alfabetizada informáticamente puede hacer su propia web y divulgar sus ideas o acceder a las de otros; ya no es necesa- ria una imprenta y un editor para publicar tus ideas-, desvelar ese conocimiento, dialo- gar con él, y no sólo dejarse invadir o inundar en ese flujo informativo exige mayores
  • 18. 18 capacidades o competencias cognitivas por los lectores de esas nuevas fuentes de in- formación, cuyo principal vehículo sigue siendo, con todo, la palabra escrita, aunque ya no sea impresa. No es sólo -¡aviso a navegantes!- que hay que aprender a navegar por internet para no naufragar definitivamente (Monereo, 2003), sino que la construcción de la propia mirada o lectura crítica de una información tan desorganizada y difusa re- quiere del lector o navegante unas competencias cognitivas que tal vez no requería la lectura crítica de textos ordenados. En la medida en que en esas nuevas tecnologías la función del autor se diluye la del lector o aprendiz se hace más exigente. Esa nueva cultura del aprendizaje del siglo XXI supone por tanto un nuevo reto para nuestras creencias más profundas sobre el aprendizaje, herederas de esta tradición cultural que acabamos de analizar al hilo de la historia de la lectura y la escritura, pero también herederas de aquel otro bagaje aún más ancestral que todos llevamos con noso- tros como consecuencia de nuestra condición humana, de la humana/mente que todos compartimos (Pozo, 2001). De una forzosamente resumida (véase Pozo, 1996 para un análisis más extenso) podríamos caracterizar esta nueva cultura del aprendizaje por tres rasgos esenciales: estamos ante la sociedad de la información, del conocimiento múlti- ple e incierto y del aprendizaje continuo. Conocer los rasgos que definen a estas nuevas formas de aprender es no sólo un requisito para poder adaptarnos a ellas, generando nuevos espacios instruccionales que respondan a esas demandas, sino también una exi- gencia si queremos desarrollarlas, profundizarlas y en definitiva, a través de ellas, ayu- dar también a cambiar esa sociedad del conocimiento, de la que, dicen, nos guste o no, ya formamos parte. En la sociedad de la información la escuela ya no es la fuente primera, y a veces ni siquiera la principal, de conocimiento para los alumnos en muchos dominios. Son muy pocas ya las "primicias" informativas que se reservan para la escuela. Los alumnos, como todos nosotros, son bombardeados por distintas fuentes, que llegan incluso a pro- ducir una saturación informativa; ya ni siquiera hemos de buscar la información, es ésta la que, en formatos casi siempre más ágiles y atractivos que los escolares, nos busca a nosotros. Como consecuencia, los alumnos cuando van a estudiar Historia, Física o In- glés tienen ya conocimientos procedentes del cine, las canciones que oyen o la televi- sión. Pero se trata de información deslavazada, fragmentaria y a veces incluso deforma- da. Lo que necesitan los alumnos de la educación no es tanto más información, que pueden sin duda necesitarla, como sobre todo la capacidad de organizarla e interpretarla, de darle sentido.
  • 19. 19 Los futuros ciudadanos van a necesitar capacidades para buscar, seleccionar e in- terpretar la información, para navegar sin naufragar en medio de un flujo informático e informativo caótico. La escuela ya no puede proporcionar toda la información relevante, porque ésta es mucho más móvil y flexible que la propia escuela, lo que sí puede es formar a los alumnos para poder acceder y dar sentido a la información, proporcionán- doles capacidades de aprendizaje que les permitan una asimilación crítica de la informa- ción (Martín y Coll, 2003; Pozo y Postigo, 2000). Formar a ciudadanos para una socie- dad abierta y democrática, para lo que Morin (1999) denomina la democracia cognitiva, y más aún formarles para abrir y democratizar la sociedad, requiere dotarles de capaci- dades de aprendizaje, de formas de pensamiento que les permitan usar de forma estraté- gica la información que reciben, de forma que puedan convertir esa información –que fluye de manera caótica en muchos espacios sociales- en verdadero conocimiento, un saber ordenado, que permite dar sentido a ese flujo informativo, y para el cual los espa- cios de instrucción formal parecen cada vez más necesarios. Vivimos en una sociedad de la información que sólo para unos pocos, los que han podido acceder a las capacida- des que permiten desentrañar, poner orden en esa información, se convierte en verdade- ra sociedad del conocimiento (Pozo, 2003). Como consecuencia en parte de esa multiplicación informativa, pero también de cambios culturales más profundos, vivimos también una sociedad de conocimiento múl- tiple e incierto. Apenas quedan ya saberes o puntos de vista absolutos que deban asu- mirse como futuros ciudadanos, la verdad es algo del pasado más que del presente o del futuro, un concepto que forma parte de nuestra tradición cultural (véase Fernández- Armesto, 1997) y que por tanto está presente en nuestra cultura del aprendizaje, pero que sin duda es necesario repensar en esta nueva cultura del aprendizaje, sin caer nece- sariamente por ello en un relativismo extremo (véase por ej., los capítulos 3 y sobre todo 10 de este libro). Vivimos en la edad de la incertidumbre (Morin, 1999), en la que más que aprender verdades establecidas e indiscutidas, hay que aprender a convivir con la diversidad de perspectivas, con la relatividad de las teorías, con la existencia de inter- pretaciones múltiples de toda información, para a partir de ellas construir el propio jui- cio o punto de vista. No parece que la literatura, ni el arte, ni menos aún la ciencia asu- man hoy una posición realista, según la cual el conocimiento o la representación artísti- ca reflejen la realidad, sino que más bien la reinterpretan o la reconstruyen. La ciencia del siglo XX se caracterizó por la pérdida de la certidumbre, no sólo en Ciencias Socia- les, donde el relativismo, o al menos el perspectivismo, es un punto de vista cada vez
  • 20. 20 más aceptado, sino incluso en las antes llamadas Ciencias Exactas, cada vez más teñidas también de incertidumbre. Así las cosas, ya no se trata ya de que la educación proporcione a los alumnos conocimientos como si fueran verdades acabadas, sino de que les ayude a construir su propio punto de vista, su verdad particular a partir de tantas verdades parciales. O, como dice, Morin (1999, pág. 76 de la trad. cast.) “conocer y pensar no es llegar a la verdad absolutamente cierta, sino que es dialogar con la incertidumbre”, lo cual sin duda como veremos en el capítulo 3 requiere cambiar nuestras creencias o teorías implícitas sobre el aprendizaje, profundamente arraigadas en una tradición cultural en la que aprender era repetir y asumir las verdades establecidas, sobre las que el alumno (¡pero tampoco el profesor!) no podía dudar, menos aun dialogar con ellas. Pero buena parte de los conocimientos que puedan proporcionarse a los alumnos hoy no sólo han dejado de ser verdades absolutas en sí mismas, saberes irremplazables, sino que, como cualquier otro alimento envasado, listo para el consumo (en este caso cognitivo), tienen fecha de caducidad (Monereo y Pozo, 2001). Al ritmo de cambio tec- nológico y científico en que vivimos, nadie puede prever qué conocimientos específicos tendrán que saber los ciudadanos dentro de diez o quince años para poder afrontar las demandas sociales que se les planteen. Lo que sí podemos asegurar es que van a seguir teniendo que aprender tanto dentro como fuera del sistema educativo formal, ya que vivimos también en la sociedad del aprendizaje continuo. La educación formal cada vez se prolonga más, pero además, por la movilidad profesional y la aparición de nuevos e imprevisibles perfiles laborales, cada vez es más necesaria la formación profesional permanente. El sistema educativo no puede formar específicamente para cada una de esas necesidades, lo que sí puede hacer es formar a los futuros ciudadanos para que sean aprendices más flexibles, eficaces y autónomos, dotándoles de estrategias de aprendiza- je adecuadas, haciendo de ellos personas capaces de afrontar nuevas e imprevisibles demandas de aprendizaje (Monereo y Castelló, 1997; Pozo, Monereo y Castelló, 2001; Pozo y Postigo, 2000). Entre las metas esenciales de la educación, si queremos atender a las exigencias de esta nueva sociedad del aprendizaje, estaría por tanto fomentar en los alumnos capa- cidades de gestión del conocimiento, o si se prefiere de gestión metacognitiva, ya que sólo así, más allá de la adquisición de conocimientos puntuales concretos, podrán en- frentarse a las tareas y a los retos que les esperan en la sociedad del conocimiento. Pero cambiar las formas de aprender de los alumnos requiere cambiar también las formas de
  • 21. 21 enseñar de sus profesores. La nueva cultura del aprendizaje requiere por tanto un nuevo perfil de alumno y de profesor, nuevas funciones discentes y docentes, que sólo serán posibles desde un cambio de mentalidad, un cambio en las concepciones profundamente arraigadas de unos y otros, sobre el aprendizaje y la enseñanza para afrontar esta nueva cultura del aprendizaje. Profesores y alumnos para el siglo XXI: las nuevas formas de enseñar y aprender Según hemos visto, la nueva cultura del aprendizaje, las nuevas formas de rela- cionarse con el conocimiento, que ya pueden respirarse en muchos espacios de gestión social del conocimiento, plantea nuevos retos a los sistemas educativos, cuya función social debe cambiar en un contexto cultural tan diferente (por., Martín y Coll, 2003; Pozo, Martín y Pérez Echeverría, 2002). Pero no está claro, como señalábamos ya al comienzo, que esos sistemas de educación formal sean permeables a esos nuevos vien- tos de cambio que se respiran fuera de las aulas, entre otras cosas, como también seña- lábamos, porque asumir esas nuevas demandas o funciones requiere un cambio en la forma de concebir la educación, el aprendizaje y la enseñanza, por parte de quienes la hacen posible, en especial profesores y alumnos. Como hemos visto esa nueva cultura reclama que los espacios educativos no se dediquen tanto a proporcionar información a los alumnos como a convertir la información que ya tienen en verdadero conocimiento (Pozo, 2003); entiende la gestión de ese conocimiento no cómo un proceso de transmi- sión directa de un saber establecido sino como un diálogo con un saber incierto, en el que construir la propia voz; y finalmente asume que los contenidos de la enseñanza, dado su carácter en buena medida relativo y perecedero, no deben ser un fin en sí mis- mos sino un medio necesario –y nunca arbitrario: unos contenidos serán mejores que otros- para promover ciertas capacidades en los alumnos (Martín y Coll, 2003; Pozo y Postigo, 2000). Pero concebir así el proceso de aprendizaje y enseñanza implica alejarse bastante de lo que vagamente podríamos llamar una concepción tradicional, que por ahora, a falta de mayores análisis (ver capítulo 3), podríamos caracterizar, con Claxton (1990) por la transmisión del profesor a los alumnos de un conocimiento objetivo, que el alumno debe apropiarse sin interrogarlo de forma individual, de modo que el éxito del aprendizaje depende sólo de la habilidad y el esfuerzo del propio alumno. En este mode- lo el profesor es la voz de ese conocimiento establecido. Es en los términos siempre
  • 22. 22 irónicos del propio Claxton (1990) un gasolinero que llena el depósito (bastante limita- do, por cierto) de conocimientos del alumno, o el proveedor de saberes del alumno (Po- zo, 1996) o la autoridad que transmite esos saberes (Olson y Bruner, 1996) (ver tabla 1.1.) En esta concepción, o manera de entender la función docente (y como conse- cuencia también discente), la enseñanza está centrada en contenidos verbales (si los pintores pintan, los músicos tocan y los futbolistas juegan, los profesores explican), pero también en cierto niveles o materias es necesario enseñar procedimientos, enseñar a hacer, para lo que los profesores deben asumir funciones de escultores (Claxton, 1990), de artesanos (Olson y Bruner, 1996) o de modelos y entrenadores de sus alumnos (Pozo, 1996). Incluso en una versión más tecnológica de esta cultura educativa, según Claxton (1990), los profesores asumen ser relojeros, montando pieza a pieza el conocimiento de sus alumnos según un diseño cerrado y previamente establecido. Claxton (1990) Olson y Bruner (1996) Pozo (1996) Gasolinero Escultor Relojero Autoridad Artesano Proveedor Modelo Entrenador Sherpa Jardinero Consultor Colega Tutor Asesor Tabla 1.1. Diferentes perfiles docentes en una cultura educativa más tradicional (arriba) o en las nuevas formas de entender el aprendizaje (abajo). Aunque obviamente esas diversas formas de entender la enseñanza forman parte de una evolución, tal como se explica en el texto, no necesariamente tienen que entenderse como una jerarquía En todas estas funciones el profesor tiene el conocimiento y se lo entrega, de modo más o menos directo, a sus alumnos bien a través de sus explicaciones verbales (proveedor, gasolinero, autoridad) o de sus propias acciones (modelo, artesano), corri- giendo o moldeando al alumno (escultor, entrenador), para que todos los componentes encajen entre sí de acuerdo con el diseño preestablecido (relojero). Esta forma de enten- der la enseñanza contrasta fuertemente con otros perfiles docentes, posiblemente más cercanos a las demandas de la nueva cultura del aprendizaje (ver tabla 1). Así, en lugar de gestionar directamente el conocimiento de los alumnos, el profesor pueda asumir una función de guiar o acompañar el propio proceso de aprendizaje del alumno, con diferen- tes grados de implicación o dirección en ese proceso. Así puede ser el sherpa, un guía
  • 23. 23 local, conocedor del terreno, que guía y ayuda al alumno en su aventura de conocimien- to (Claxton, 1990), o el tutor del aprendizaje, cediendo buena parte de la responsabili- dad al alumno, pero manteniendo para sí la guía y la dirección del viaje, un viaje que además se hará casi siempre en grupo y en el que muchas veces el profesor cederá ese papel de guía a otros alumnos, o incluso dejará que sean ellos mismos los que, apren- diendo unos de otros, decidan el camino (Pozo, 1996), o puede incluso asumir un papel más secundario, menos intervensionista convirtiéndose en asesor (Pozo, 1996) o consul- tor (Olson y Bruner, 1996) externo del aprendizaje del propio alumno, o que es el jardi- nero que ve crecer los aprendizajes de los alumnos y sólo interviene para crear condi- ciones más favorables para ese crecimiento, que sin embargo no depende de él (Claxton, 1990), o incluso asumir que es un colega, un igual de los alumnos, que comparte con ellos el proceso de aprendizaje (Olson y Bruner, 1996). Cada uno de esos perfiles o personajes supone una forma distinta de concebir la enseñanza y el aprendizaje. No se trata aquí de entrar a juzgar la conveniencia de cada uno de estos papeles o funciones que puede atribuirse un profesor, y en consecuencia los papeles que atribuye a sus alumnos, análisis que puede encontrarse en las fuentes citadas. Tampoco necesariamente se trata de elegir entre ellos, ya que posiblemente en momentos distintos es preciso ejercer labores distintas, una función no tiene por qué sustituir necesariamente a otra, aunque algunas de ellas resultan más compatibles o complementarias entre sí que otras (tema sobre el que también volveremos en el capítu- lo 3 al analizar los diferentes modelos de cambio conceptual y sobre todo en la Quinta Parte del libro, al reflexionar sobre las propuestas para hacer efectivo ese cambio). Lo que nos interesa por ahora es que ejercer eficazmente esos diferentes personajes requie- re creerse el papel, interiorizar y asumir sus implicaciones. La nueva cultura del apren- dizaje, reflejada en las propuestas de reforma educativa en los diferentes niveles, está exigiendo de los profesores, pero también de los alumnos, que asuman nuevos modelos o funciones que probablemente entran en conflicto, si no en directa contradicción, con algunas de esas creencias profundamente arraigadas que constituyen ese doble legado, cultural y biológico, con el que todos, alumnos y profesores, llegamos a las aulas y más en general a los escenarios sociales de aprendizaje. Por ello, si queremos promover y consolidar esos procesos de cambio educativo, si queremos que los vientos que soplan en esa nueva cultura del aprendizaje entren en todos esos escenarios de aprendizaje, en especial los espacios educativos, es necesario considerar la función de las concepciones de profesores y alumnos sobre esos procesos
  • 24. 24 de aprendizaje y enseñanza. Ya no basta con estudiar lo que los niños (y sus profesores) hacen, sino que en palabras de Bruner (1997, págs. 67 y 68 de la trad. cast.): “El nuevo programa consiste en determinar lo que creen que hacen y cuáles son sus razones para hacerlo... Dicho llanamente, la tesis que emerge es que las práctica educativas en las aulas están basadas en una serie de creencias popu- lares sobre las mentes de los aprendices, algunas de las cuales pueden haber funcionado conscientemente a favor o inconscientemente en contra del bienestar del niño. Conviene explicitarlas y reexaminarlas”. A esa explicitación y a ese examen está dedicado este libro. Para ello, antes de plantear en el capítulo 3 la forma en que nosotros interpretamos esas creencias, como teorías implícitas, y la relación entre las creencias y la práctica educativa, en el capítulo 2 vamos a analizar los distintos enfoques desde los que, en la investigación reciente, se ha intentado el estudio de estas concepciones de profesores y alumnos sobre el aprendi- zaje y la enseñanza.