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El debate sobre el salario mínimo.
Manfred Nolte
Según la normativa española el salario mínimo interprofesional (SMI) fija la
cuantía retributiva mínima que percibirá un trabajador por su jornada legal de
trabajo, sin distinción de sexo o edad de los perceptores, sean estos fijos,
eventuales o temporeros. Se trata de un flujo de activo inembargable. Este
concepto puede aplicarse básicamente al resto de países que tienen regulada la
remuneración mínima de acceso al mercado de trabajo, aunque, como es sabido,
hay otros como Alemania, Noruega, Austria, Dinamarca, Suiza, o Singapur, que
gozan de una economía de pleno empleo, en las que no existe esta figura. Otras
jurisdicciones que carecen de SMI son, entre otras, Italia, Emiratos Árabes,
Finlandia, Islandia, Liechtenstein, Qatar, Sudáfrica o Bahréin. El mero hecho de
esta dualidad –países en los que el salario mínimo queda fijado por ley y
aquellos otros que dejan la retribución del trabajador al libre juego de la oferta y
la demanda-, ya nos anticipa que el debate sobre los efectos y conveniencia de
una elevación del salario mínimo o en su caso de su flexibilización o incluso
inexistencia no es precisamente trivial.
Sucede por otra parte que el flanco más vulnerable de la economía de mercado,
la presencia de flagrantes desigualdades, viene adoptando unos registros
abrumadores desde el inicio de la gran crisis que aun debemos superar. Si el
fenómeno de la globalización había aportado a todas las zonas del planeta una
mejoría apreciable de sus niveles de desarrollo e incluso una cierta convergencia
de rentas, los estragos del estallido de Wall Street se han concentrado
fundamentalmente en el deterioro adquisitivo de las clases sociales de menor
renta, hasta el punto de constituirse en la actualidad en el primer escándalo
económico, político y social.
Esta sangrante realidad ha renovado en varios países la discusión acerca de la
operatividad del SMI en el doble frente de la creación de empleo y de la
contribución al alivio de la pobreza.
Atendamos sucesivamente a los dos interrogantes planteados. Porque a la luz de
2. las respuestas que se obtengan entenderemos el auténtico calado de proyectos
como el diseñado por la gran coalición alemana tras las recientes elecciones
para introducir por primera vez en la historia de la República Federal un salario
mínimo de 8,50 euros por hora de trabajo, que en jornada completa supone
cerca de 1.500 euros mensuales. O el de Barack Obama que pugna por obtener
del Congreso el beneplácito para incrementar de 7,25 a 9 dólares el pago del
salario horario mínimo hasta finales de 2015. No es necesario recordar que el
Gobierno de Rajoy ha congelado el SMI para 2014 en 752,85 euros mes en 12
pagas, con una equivalencia diaria de 21,51 euros y de 3,14 euros la hora, que se
compara mal con nuestros homónimos europeos. Para concretar el colectivo
afectado, según fuentes oficiales, en 2012 había en España 215.000 perceptores
del SMI-el 1,4% de los trabajadores a jornada completa- aunque otras fuentes
advierten de que el 35% de la población activa española recibe una prestación
salarial inferior al SMI, incluyendo contratos a tiempo parcial y en formación.
En Estados Unidos afectaría a 20 millones de americanos. De seis a ocho
millones podrían ser los trabajadores afectados en Alemania.
La primera cuestión se refiere a la conveniencia o perjuicio de una elevación del
SMI para crear empleo y estimular la economía. Los modelos económicos
formales divergen. La llamada ortodoxia preconiza una flexibilidad absoluta de
salarios. Por su parte la escuela más intervencionista señala peculiaridades
intransferibles del mercado de trabajo, que lo dist inguen en sus reglas y
funcionamiento de otros mercados como el de bienes o el de dinero. Ello
favorecería la norma estatal de protección básica de los trabajadores, apelando
entre otros aspectos a la dignidad de la persona humana.
Sin embargo, al margen de discusiones teóricas, los numerosos estudios
empíricos sobre la materia parecen alcanzar un amplio margen de consenso en
sus conclusiones.
Para economías medias o desarrolladas, con PIBs cercanos al producto
potencial de la economía, donde la demanda de factor trabajo es altamente
inelástica, subidas modestas del SMI no tienen un efecto noticiable ni sobre el
nivel de empleo, ni sobre la demanda agregada ni siquiera sobre los precios
relativos, diluyéndose los costes adicionales incurridos en mejoras de
productividad logradas como reacción al incremento del input salarial. Mayores
salarios pueden tener un ligero efecto sobre la demanda agregada a través de
una activación del consumo de los trabajadores, cuya propensión al ahorro es
prácticamente nula. No hay que olvidar que bajo los supuestos planteados, la
población realmente afectada por la medida es muy reducida-la inmensa
mayoría cobrará por encima del SMI- y solo es significativa en los supuestos de
convenios colectivos que utilicen como referencia el SMI al que se agrega un
porcentaje diferencial.
Para economías centrales con un bache de producción apreciable, como es el
caso actual de muchas de las economías occidentales y muy particularmente de
la española, un aumento del SMI se ha mostrado empíricamente neutral a la
creación de empleo aunque se produzca un claro efecto sustitución o
redistribución desalojando a aquellos trabajadores menos capacitados y
sustituyéndolos por otros más entrenados, de mayor productividad, capaces, en
consecuencia, de absorber el impacto de las subidas salariales. Por el contrario,
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3. en los países emergentes y en vías en desarrollo las alzas del SMI inciden
claramente en aumentos del desempleo proporcionales a las subidas adoptadas.
Sea como fuere, el principio de que el salario debe equivaler a la productividad
marginal del trabajador constituye una referencia necesaria . Los salarios
medios en Suiza o en Singapur son muy altos porque la product ividad y
competencia de sus trabajadores es muy alta. En los países en desarrollo, si el
salario mínimo se estipula a un nivel excesivamente alto con respecto a la
capacidad de las empresas que los pagan, se activará un proceso de despidos y
de incumplimiento normativo. Un estudio realizado sobre la población China
entre 2004 –año de la adopción del SMI- y 2009 evidencia que los aumentos
del salario básico han tenido efectos negativos sistemáticos sobre el empleo
afectando siempre de forma significativa a mujeres, jóvenes adultos y
trabajadores menos capacitados en particular a los grupos de riesgo de
exclusión.
La segunda cuestión se remitía al efecto que sobre la pobreza tiene una
elevación del SMI. Es perfectamente comprensible la reacción espontanea al
problema del desamparo de los más desfavorecidos: subamos los salarios de los
trabajadores peor pagados y la tasa de pobreza necesariamente caerá.
Desgraciadamente, la evidencia empírica demuestra que apenas hay correlación
entre mayores salarios mínimos y reducción de la pobreza. Los factores
explicativos hallados han sido básicamente tres. Primero, muchas personas que
viven en la indigencia no trabajan remuneradamente y no pueden beneficiarse
de subidas salariales. Segundo, un importante porcentaje de perceptores del
SMI no viven necesariamente en familias o grupos pobres. Tercero, la elevación
del SMI puede tener consecuencias indeseadas como consecuencia del efecto
sustitución antes aludido.
La pobreza debe combatirse con esquemas de protección social antes que con
unas subidas del SMI de dudosa eficacia y en su caso injustas de cara al reparto
de la carga tributaria. Una elevación del SMI equivale a un impuesto sectorial y
limitado precisamente sobre unas empresas que ya contribuyen a la generación
de empleo y a otras cargas sociales y fiscales. Es el moderno Estado del
bienestar quien t iene que estar preparado para combatir la lacra de la pobreza
con cargo a partidas presupuestarias que traduzcan el esfuerzo solidario de
todos los contribuyentes –en un sistema fiscal justo- hacia los más
desfavorecidos.
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