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Capítulo 1.

JaUla

de

ESTUdianTeS.

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—Doctora Covington, ¿cuántos lugares contienen pruebas fiables de la existencia de Xena, la Princesa Guerrera?
Janice Covington sonrió con impaciencia. Los ávidos estudiantes de antropología y arqueología no podían esperar
para saber más desde el descubrimiento de los Pergaminos de Xena. Las palabras viajaban con rapidez, y tan sólo
dos semanas después de pisar suelo estadounidense la ahora afamada arqueóloga había sido invitada a dar
conferencias en todas las salas que una vez mancillaron el nombre de su padre.
Ella se quedó callada un momento, obligándose a parecer relajada entre toda aquella bola de pupilos, cualquier cosa
menos relajados.
—Siete emplazamientos han revelado evidencias claras hasta ahora, pero es  posible que pronto desvele algunas
más. —Antes de volverse hacia la siguiente mano alzada, Janice se entretuvo un momento para disfrutar los
preciosos ojos azules de la rubia que acababa de dirigirse a ella—. Gracias por tu pregunta añadió en voz baja,
distinguiendo el ligero rubor que la joven estudiante lucía ya en su rostro al sentarse de nuevo.
—¿Y dónde están esos artefactos ahora? —preguntó un hombre joven antes de que le diese la palabra. Janice se
giró, irritada, justo en el momento en que la campana de la clase comenzaba a sonar.
—Me temo que éste es todo el tiempo de que la doctora dispone por ahora les informó el profesor Solon mientras
garabateaba precipitadamente en la pizarra—. Capítulos cuatro a seis para el próximo día, y traed vuestras
preguntas preparadas.
Cuando los estudiantes comenzaron a salir, varios de ellos se detuvieron para estrechar la mano de la Doctora
Covington y felicitarla por su descubrimiento.
Janice aceptó toda aquella atención con elegancia, contando los minutos que faltaban para poder irse a casa y
quitarse aquella incómoda falda, y también las medias. Al fin y al cabo, aquello era también parte de la arqueología:
la palabrería y los contactos que hacían que todo aquello de los proyectos de investigación y los descubrimientos
lucieran de una forma más apropiada que la de Harry Covington.
—Ha sido una conferencia maravillosa, Doctora —dijo la preciosa rubia cuando llegó al primer puesto de la fila.
—Gracias...

—Flora, me llamo Flora Gates —le informó la mujer, olvidándose por un momento de soltar la mano de Janice.
Ésta no pareció darle importancia al detalle, así que lo dejó estar.
—Bien, entonces... Gracias, Flora Gates.

Otros de los chicos de la fila comenzaron a impacientarse y a empujar a los de delante, formando con ello un
creciente embotellamiento.
—Si alguna vez acepta estudiantes en sus excavaciones... bueno... aquí tiene mi número. Me interesaría mucho.
Esa última frase fue pronunciada con una inflexión que Janice juzgó, a todas luces, inconfundible.

—Veré qué se puede hacer —le respondió aceptando el papel que le tendía con un brillo especial en los ojos.

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La fresca niebla de primera hora de la mañana llenó el campamento, cubriéndolo todo en una capa fina de vapor
blanco y húmedo. El sol por su parte comenzaba a hacer retroceder al frío y al rocío como una manta, puliendo todo
lo que tocaba. El fuego de campamento aún humeaba ligeramente, enviando en las ráfagas de aire un ligero olor a
madera y perfumando con él aquel claro de bosque. Los pájaros más madrugadores acababan de comenzar sus
trinos cuando un nuevo día despertó.
La joven bardo se desperezó, desacostumbrada a despertarse tan temprano por las mañanas. La guerrera rió
suavemente ante la tibieza que se revolvía a su lado y usó su mano libre para agarrar el borde de la manta y
arrojarlo sobre la cabeza de Gabrielle. Xena sabía que su joven amor prefería estar bajo las mantas en las mañanas
húmedas y volvió a reír al sentir a la bardo todavía durmiente relajarse en sus brazos. Con Gabrielle pegada a su
costado, la pierna de la bardo abandonada sobre las de la guerrera, su brazo a través de su estómago y la cara
hundida en su pecho, Xena se dejó devolver al sueño siguiendo el ritmo apacible que le marcaba la respiración de
Gabrielle.

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Janice cruzó el aparcamiento del campus con rapidez, localizando fácilmente su camioneta Ford de dos plazas.
—¿Cómo te ha ido, Argo? —preguntó dirigiéndose al enorme perro que había sentado a la parte de atrás. Argo sacó
la cabeza por encima de la portezuela, saludando a la Dra. Covington con un húmedo lametón. Vale, vale, chica —
dijo Janice entre risas. No insistas, ya sabes que no puedes conducir.

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—¡Dra. Covington! —gritó una voz familiar a poca distancia de donde ella se encontraba.

Janice hizo una mueca de disgusto mientras se giraba, puesto que conocía de sobra a su propietario.
—¿Qué ocurre, Sal? —preguntó, obligándose a mantener la calma.

Salvador Monious tomó aire, puesto que la corta carrera por el aparcamiento había agotado todas sus reservas de
energía. El conservador del museo, Sal Monious, era un amigo necesario, aunque también incorregible, de poca
confianza y completamente inútil.
—Tenemos un problema —gimoteó—. Los pergaminos que Jack Kleinman traía de Nueva Jersey —siguió diciendo
entre jadeos, apoyándose en el auto de Janice—. Han sido interceptados. Alguien que coincide con la descripción de
la Dra. Callisandra Leesto los tiene...
—Cal... —murmuró Janice con ferocidad. Un momento. Te pedí que te encargaras de esos pergaminos
personalmente. ¡¿Me estás diciendo que dejaste que Jack, el idiota de Jack, fuese a por ellos?!
Para entonces Sal tenía aspecto de encontrarse claramente incómodo y nervioso.

—Así salía más barato. Con el dinero que hemos ahorrado podremos hacer una exposición mucho mejor en el
museo.
—Eso será si la consigues —replicó Janice.

—Bueno, de hecho esperaba que nos ayudaras a recuperarlos. Miró a su alrededor para comprobar que no había
nadie escuchando. Esperaba que el museo no se enterase de este pequeño contratiempo. Yo mismo estaré
encantado de financiar personalmente la búsqueda de los pergaminos, si mantienes el asunto en secreto.
Janice sonrió.

—Oh, por supuesto que lo financiarás, y no te preocupes porque salga a la luz. No tengo ningún interés en que se
sepa que confié en que podrías hacer algo bien.
—Esperaba que no me costase más de... —Como que no quiere la cosa, un furioso gruñido surgió de la garganta de
Argo. Noventa y nueve libras de hostilidad canina fueron más que suficiente para el turbado conservador. Tanto
como sea necesario, por supuesto.
Instantáneamente, el animal volvió a caminar con tranquilidad.
Asintiendo, Janice abrió la puerta de la camioneta.

—Bien. Te llamaré esta noche para decirte lo que necesito. Saldré a primera hora de la mañana.

Janice rebuscó en su bolsillo y sacó tres objetos. Sus llaves, que puso en el el contacto arrancando el automóvil.
Cuando quedó fuera de la vista del conservador, lanzó a Argo una galleta.
—Buen trabajo, chica.

El tercer objeto era el número de teléfono de Flora Gates, y Janice lo sostuvo un momento en alto. Suspiró y lo
devolvió a su bolsillo.
—Quizá en otra ocasión, Flora —susurró casi para sus adentros.
Argo levantó la cabeza de forma interrogante, pero se mantuvo en silencio.

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En el mismo momento en que Janice entró en su casa y revisó su correo, unos suaves golpes resonaron en la puerta.
Se sacó los zapatos de tacón de dos patadas, se sirvió rápidamente un whisky escocés y fue hacia allí.
—Un momento... Mel, ¿qué estás haciendo aquí?
Allí estaba ella, de pie junto a su puerta, Melinda Pappas: descendiente de Xena. Janice por su parte se acabó la
bebida de un solo trago
—En el aeropuerto de Macedonia dijiste que tenías que irte, que tenías cosas que hacer.
Janice esperó que el gran dolor que sentía por aquello no se hiciera patente en su voz.
—Y eso es precisamente lo que hice. Volé hasta casa, arreglé mis asuntos, tomé el siguiente avión desde el sur de
California y bueno... se encogió de hombros de una manera que Janice encontró absolutamente irresistible—, aquí
estoy.

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Completamente atónita, Janice se giró y fue hacia el salón para ponerse otra copa. Tomando eso como una
invitación a considerarse como en casa, Mel entró en la pequeña vivienda, regresando después con dos viajes de
maletas, imprescindibles en su caso.
Primero en la forma de una repulsiva y opulenta aristócrata sureña, y luego como una intrigante descendiente de
Xena, Melinda Pappas había ocupado los pensamientos de la arqueóloga con mucha frecuencia desde que se habían
separado. A veces, para sorpresa de Janice, mientras estaba en la cama. No solía sentirse atraída por mujeres
morenas más altas que ella, pero era innegable que Melinda Pappas era tremendamente atractiva.
—Y debo añadir, Janice, que nunca te había visto tan fem... ¡Oh Dios! exclamó Mel cuando Argo asomó la cabeza por
la puerta de la cocina. ¿Qué diablos es eso?
—”Eso” —explicó Janice imitando su tono despectivo es ella, y se llama Argo.

—Oh, ya veo —dijo Mel sonriendo—, como el caballo de Xena. ¿De qué raza es?
—Cruce de labrador y alsanciano.

—Curioso —comentó Mel—. A mí me parece más labrador con pastor alemán.

Con ello, un gutural rugido emergió de la garganta del animal, sus belfos se elevaron y comenzó a avanzar de forma
amenazadora hacia la visitante. Mel por su parte se escudó con rapidez detrás de Janice, quien tranquilizó al perro
con una señal de su mano.
—Argo prefiere el término “alsanciano”, aunque sea lo mismo que pastor alemán. Está tan furiosa por todo el asunto
de la guerra como cualquiera de nosotros.
—Fallo mío —dijo Mel dirigiéndose al animal, que meneó la cola en señal de perdón.

—Has dicho que el caballo de Xena se llamaba Argo. ¿Cómo lo sabes? preguntó Janice ofreciendo a Mel un vaso de
ginger ale.
—Estoy segura de haberlo visto en alguno de los pergaminos...
Mel trató de dejar la mirada perdida.

—Ninguno de los que tuvimos la oportunidad de leer.

Janice aún estaba furiosa de que su estúpido compañero hubiese echado a perder una de las más preciadas
antigüedades del mundo. Sabía con certeza lo que la Dra. Cal Leesto haría con ellos. Serían subastados al mejor
postor y enviados a las cuatro esquinas del planeta. Nunca más se sabría de su existencia.
—Verás, Janice. He estado teniendo unos sueños muy raros desde aquello que ocurrió en Macedonia. Es casi como si
reviviera los de Xena. Algo muy extraño.
Melinda contempló el apenado asentimiento de Janice y se sintió mal por haber mencionado aquello. Recordó lo que
Xena había dicho a la arqueóloga mientras estaba en posesión de su cuerpo y los temblores de emoción que había
sentido al tener a la descendiente de Gabrielle frente a ella. Aún así, Janice parecía seguir creyendo que la bardo era
sólo un exceso de equipaje entre todas las cosas de Xena, y que no valía más que una pequeña referencia histórica.
Melinda no estaba segura de qué, pero tenía que hacer algo para hacerla cambiar de opinión.
—Entonces, ¿en qué consistirá nuestra primera aventura? preguntó tratando de cambiar de tema.

—Mañana me lanzaré a seguir la pista de los pergaminos. Han sido robados por una doctora con la falta de ética
suficiente como para que hasta mi padre parezca un santo. Tú... deberías volver a casa.
—Eh, alto ahí, Doctora Janice Covington. Me encargué de las cosas pendientes que tenía en casa para que
pudiésemos ser compañeras. Ni se te ocurra pensar que me quedaré sentada aquí tranquilamente y os dejaré
marchar... Si vas a por los pergaminos, yo voy contigo.
Para hacer sus argumentos más poderosos, se sentó en el sofá y se cruzó de piernas, tomando un trago de su
refresco, mirando a Janice y haciéndole entender que ya se había hecho a la idea de que estaba en su propia casa.
Para completar el cuadro, Argo fue hasta ella y se tumbó a su lado, con la cabeza apoyada en los pies de Mel.
—Oh, ya entiendo —dijo Janice—, dos contra una. Bien, quédate. Si no te importa, voy a darme un baño y me voy a
dormir.
Dicho esto, Janice recogió su chaqueta, la arrojó sin demasiados miramientos sobre el respaldo de la silla del salón y
se dirigió hacia el cuarto de baño.
—Vaya, parece que tendremos que mejorar sus modales —susurró Mel a Argo rascándole detrás de las orejas—.
Pero tiene potencial.
Terminó su bebida y se dispuso a echar un vistazo al salón de la doctora. El mobiliario era escaso y antiguo, pero
bien cuidado. La sala principal estaba cubierta de libros que se apilaban del suelo al techo. Ejemplar tras ejemplar
sobre historia, arqueología, ciencias y mitología... por todas partes. Varios montones de ellos descansaban sobre un
escritorio de roble cerca de una chimenea, y otros más en el suelo, a su lado.
Algo en el escritorio captó la atención de Mel. Casi como por inercia, se inclinó y tomó un pedazo de cuero labrado.
Un trozo rasgado de un brazalete de antebrazo, con metal broncíneo aún decorando su superficie.

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—Mi brazalete... —susurró Mel deslizándolo por su brazo y comprobando que aún se ajustaba perfectamente, a
pesar de los años que habían caído sobre aquella prenda.
Además de eso, en la mesa vio un cuaderno desgastado, varias tiras de cuero y un prendedor metálico. Melinda se
sentó rápidamente mientras los recuerdos se abrieron paso en su interior, haciéndole sentirse mareada. Una imagen
relampagueante le mostró el prendedor en la mano de Gabrielle mientras ésta le recogía el pelo con él. Luego vio la
tira de cuero en su propia mano mientras trataba de corresponder torpemente al regalo de la bardo... su amor. Un
gemido la trajo de vuelta de aquella realidad y bajó la vista a unos suaves ojos marrones, que la miraban con
preocupación.
—No pasa nada, Argo. Estoy bien.

Aún inseguro, el animal empujó a Mel hasta que las separó de aquellas cosas.
—Tienes razón. Debería dormir un poco.

De forma ausente, tocó el cuaderno y los adornos para el pelo y se sonrojó. Se sonrojó ante los sueños que
sospechaba que iba a tener. Unos sueños que se repetían una y otra vez desde que abandonó Macedonia.
Recogiendo la bolsa más ligera, Mel buscó el cuarto de invitados. Encontró una puerta que juzgó como la indicada y
probó el picaporte. No estaba cerrada, así que la abrió de par en par. Allí, con cara de sorpresa, estaba la Doctora
Janice Covington, desnuda en una bañera, fumando.
—¿Te importa? —preguntó Janice sin hacer el más mínimo gesto de ir a cubrir su desnudez.
—Um... vaya. Lo siento, Janice. Nadie me ha dicho dónde está el cuarto de invitados.

Mel trató con todas sus fuerzas de mirar hacia cualquier otro lugar que no fuera el cuerpo desnudo y musculoso de
la arqueóloga.
—No hay un cuarto de invitados, encanto. Elige, cama o sofá. A mí me da igual.

—Disculpa —dijo Mel antes de salir del baño. Se detuvo un momento en el recibidor para recuperar la compostura,
puesto que se encontraba acalorada y tremendamente avergonzada—. Deben ser los sueños susurró para sí.
Decidiéndose por el sofá, se dirigió de nuevo hacia el salón. Sin embargo, Argo lo ocupaba ya con ningún aspecto de
irse a mover de allí y, de hecho, se limitó a seguir con la mirada los numerosos y exagerados gestos de Mel
indicándole que se bajara.
—De acuerdo. Dejaré que Janice discuta este asunto contigo decidió dándose media vuelta y encaminándose al
dormitorio.
Una vez más, se sintió somnolienta nada más entrar y cerró los ojos un instante tratando de reconocer algo. Había
un suave y agradable olor en aquel cuarto. Miró hacia la cómoda y descubrió allí un recipiente con brotes de flor de
lavanda. También reconoció un ligero aroma a cuero. En una mesita de noche, a un lado de la cama, había una vieja
lamparita tiffany con un diseño en forma de libélula y varios libros. Melinda se detuvo un momento para leer los
títulos.

—Experiencia en vidas pasadas; Memoria genética; Conoce tus otros “yo”; Vidas desde la tumba y Terapia de
regresión. Interesante material, Dra. Covington.
Sintiéndose casi una intrusa, fue hacia el otro lado de la cama.
Acomodada entre las sábanas, estaba lista para dejarse arrastrar por el sueño cuando Janice entró en tromba a la
habitación llevando una simple camisa de manga larga de hombre, y Mel se sobresaltó al sentir que su pulso se
aceleraba. Intentó mirar hacia otro lado, pero sus pies desnudos le llevaron a los fuertes gemelos y a sus poderosos
muslos, y a las líneas de la camisa que dibujaban delicadamente la curva de su cadera.
—Bueno, dijiste que no importaba dónde, y el perro está ocupando el sofá le espetó cuando Janice caminó hacia el
otro lado de la cama. Melinda estaba segura de que iba a desmayarse cuando la otra mujer hizo a un lado las
sábanas.
—Mel, estoy en mi casa y no pienso dormir en el sofá. Ahí estás bien. No te voy a morder —dijo, sonriendo antes de
seguir... a menos que me lo pidas cariñosamente.
—Muy amable de su parte, Doctora Covington —respondió Mel con no menos sarcasmo. Buenas noches.
—Buenas noches, señorita Pappas —le deseó Janice con una amplia sonrisa.

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... Desde el momento en que Gabrielle puso la ambrosía en mis labios y recuperé la consciencia, no creo haber
sentido mayor felicidad. Estoy segura de que sonreí más durante las horas siguientes que en toda mi vida. Supongo
que debí sentir algo de tristeza. Después de todo, los cambios que había hecho en mi vida no habían sido suficientes
como para librarme del Tártaro, pero no me importaba. Tampoco la idea de que jamás vería los Campos Elíseos. En
vida había regresado con Gabrielle y, comparado con eso, hasta éstos palidecían.
“Cuando piensas en los muertos, los muertos pueden oírte”. Cuando reflexiono sobre esa frase, no creo que refleje
el verdadero impacto que supone escuchar los pensamientos de los vivos desde el otro lado. Incluso en su profunda
tristeza, Gabrielle fue una fuente de apoyo y seguridad para mí. Su tozudez ante el hecho de perderme alimentó mi
decisión. Yo nada podía hacer para regresar desde el otro lado, pero una vez reunida con mi cuerpo haría lo
imposible para cambiar aquello.
Tras despedirnos de Autólicus fuimos a pasar la noche a la aldea amazona. No sabíamos nada del estado de Velasca
y celebramos que nuestros problemas, por el momento, hubiesen terminado. Ephiny insistió en que Gabrielle y yo
nos quedásemos en su casa y ella, con su hijo, en la de una amiga. Su cabaña estaba apartada del núcleo principal
de viviendas, lo cual agradecí enormemente. Intenté afrontar las miradas de curiosidad de las demás amazonas con
buen humor, pero el haber regresado de la muerte me agotaba con rapidez. Gabrielle se quedó en la cabaña
principal un poco más que yo.
Conociéndola, seguro que dio personalmente las gracias a todas y cada una de aquellas mujeres por su lealtad,
profundizando aún más si cabe en sus corazones.
Vagué por la choza de Ephiny un buen rato, sintiéndome extrañamente nerviosa. Había ocurrido algo entre Gabrielle
y yo, y cada fibra de mi ser esperaba que siguiésemos adelante, y no al revés. En el cuerpo de Autólicus respondí al
sonido de la voz de Gabrielle con una pasión irrefrenable. Tenía que hablar con ella, tranquilizarla. Desde el
momento de mi muerte, su amor y su devoción habían envuelto mi alma como una cálida manta. Era consciente de
las cosas que quería, aunque era incapaz de decirlas y sus pensamientos reflejaban los latidos de mi propio corazón.
Supongo que por eso la besé. Algo que había soñado en vida, pero que nunca tuve el coraje de hacer. Cuando supe
lo que había en su interior no pude contenerme. Y sus labios, sus labios fueron tan suaves... y me respondieron
como yo había soñado. Nunca pensé que podría sentirme tan cerca de alguien. No hasta que regresé a mi cuerpo.
A pesar de la brevedad del momento, y consumida por la lucha contra Velasca, sentí una conexión con Gabrielle que
dudo poder duplicar jamás. Llena de dudas, pero decidida a intentarlo. Así que aquí estoy, apoyada en una ventana,
escuchando los sonidos de la noche, contemplando la luna y tan nerviosa como una recién casada en su noche de
bodas.
Sentí la presencia de Gabrielle junto a la puerta incluso antes de oírla.

—Siento haber tardado tanto —dijo al entrar con una bandeja a rebosar en las manos.

—¿Demasiadas preguntas? —le pregunté quitándosela y dejándola sobre la mesa. No pude evitar sonreírle, puesto
que mi corazón se llenaba de alegría al poder verla con mis propios ojos.
—No muchas, pero sí las mismas una y otra vez —contestó alargándome una taza humeante. Inhalé, dejando que
me relajara la característica fragancia amazona, aderezada con canela y clavo. Gabrielle tomó un trago de su taza y
luego vino a reunirse conmigo junto a la ventana.
—Te he echado mucho de menos, Xena —dijo en voz baja. Solté mi taza donde primero encontré y la rodeé con mis
brazos, abrazándola fuerte. Desde mi regreso aquello era todo lo que podía hacer para no estar tocándola
constantemente. Creo que ella sentía lo mismo, ya que desde el momento en que me retiré a descansar, y hasta
que desperté, no se apartó de mi lado ni un segundo.
—Yo también —dije con tirantez, tratando por centésima vez aquella noche no llorar.

Levantó la cabeza y me miró. Lentamente, bajé la mía y, con delicadeza, cubrí sus labios con los míos. Por
desgracia, aquel beso se convirtió en la más amplia de las sonrisas y abrí los ojos, sólo para encontrarme con otra
similar en el rostro de Gabrielle.
—Mucho mejor sin el bigote —comentó, aliviando enormemente mi nerviosismo.
—Me alegra que tú también lo pienses —murmuré.
Se apartó de mí y sus mejillas comenzaron a teñirse de rosa.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
Sonrió, y contestó.
—Me gustaría quitarme esto —dijo señalando su atuendo de amazona—, pero no me lo puse yo y no sé cómo...
—No diga ni una palabra más, princesa. Estoy aquí para servirla le contesté, acercándome para ayudarle con la
armadura.
—Ah, es “reina”, Xena. Ahora soy reina —puntualizó con un cierto regodeo.
—Cierto —asentí yo, deslizando los brazaletes por sus brazos. Ya me superas en rango.
Rió con ganas y me detuve antes de empezar a desatarle las botas.
—Te perdono el descuido —añadió de forma altanera, siempre y cuando no se vuelva a repetir.

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Sentí su mano sobre mi cabeza, acariciándome el pelo mientras yo manejaba los lazos. Suspiré placenteramente y le
acaricié el muslo y la pierna antes de sacar la bota.

—Intentaré recordarlo —dije sacando la otra bota. Luego me situé a su espalda para desabrochar los cierres de su
peto. Antes incluso de que pudiese tocarla se deslizó en el interior de su camisa y se quitó la falda. No me importó,
dado que entre nosotras ya no se trataba de si, sino de cuándo. Nos abrazamos de nuevo y luego llegó su turno de
encargarse de mi armadura.
—No sabía que esto fuese tarea para una reina amazona —dije.

—Esta reina nunca dejará que lo haga nadie más. Admítelo, estamos juntas en esto, Xena.

Aquellas palabras resonaron como un canto de sirena en mis oídos. La voz de Gabrielle se hizo más seria cuando me
preguntó cómo me sentía, y yo lo consideré un momento antes de contestar.
—No sé cómo se supone que debe sentirse alguien después de resucitar, pero estoy bien. Quizá un poco
anquilosada, pero ¿quién no lo estaría después de pasar una buena temporada en un sarcófago?
—Lo suponía —contestó después de ayudarme con mi ropa de cuero. Ephiny me ha dado aceite de menta para
calmarte el dolor. Túmbate en la cama para que pueda ponértelo.
Tras quitarme las botas, me tumbé tal y como había ordenado. Oí cómo recogía algo de la bandeja y se acercaba a
la cama, y sonreí de nuevo al sentir su reconfortante peso junto al mío. La sentí moverse y después el sonido de sus
manos al frotarse una contra la otra. Lo siguiente fue una deliciosa sensación de calidez y suavidad mientras me
aplicaba el aceite.
Siguió masajeando la parte alta de mi espalda y mis brazos un buen rato, y después siguió hacia abajo,
empleándose a fondo en cada parte de mi cuerpo. Me encontraba en un estado de felicidad absoluta sintiendo sus
movimientos y, en un momento dado, pasó a mis piernas y pies.
—Gabrielle, es fantástico —murmuré.

—Sí, así es —me contestó—. Date la vuelta para que pueda seguir. —La complací y miré sus brillantes ojos verdes,
que a su vez estudiaban mis caderas—. Iba en serio eso que te dije acerca de que no volvieras a morirte —dijo con
tono conversativo mientras vertía un poco más de aceite en sus manos.
—Bien. También lo de que nunca lo haré —respondí. Contemplé sus manos descender hasta mi cuerpo y
masajearme dulcemente los hombros y los brazos antes de alcanzar mis pechos. Aunque sus caricias no eran en
absoluto de tipo sexual, encontré en ellas un placer sensual, sintiéndome derretir bajo sus fuertes manos. Continuó
trabajando, concentrada en mi cuerpo, aplicando el aceite curativo sobre mi estómago y mis piernas. Cuando acabó,
su roce se hizo más suave, explorando simplemente los contornos de mi silueta. La miré durante un rato. La miré y
ella me miró también. Fue entonces cuando descubrí la humedad de su cuerpo, cuando se acercó a mí, cuando tuve
que actuar.
Ni siquiera consideré preguntarle si aquello estaba bien, si era lo que quería. Habíamos compartido lo suficiente
desde mi muerte como para saber exactamente lo que sentíamos y que así es como debía de ser, para ambas.
Comencé a recorrer la parte superior de sus muslos con mis manos, deslizando ligeramente los dedos hacia su
interior, mientras ella continuaba viajando sobre mi cuerpo. Gimió de placer y dirigió hacia mí sus verdes ojos,
repletos de deseo.
Recorrí los contornos que la camisa dejaba adivinar sobre su cuerpo, embelesada por la textura de la tela sobre su
piel, feliz por su respuesta. Lentamente, se dejó caer hasta mi anhelante boca y compartimos un beso que se fue
haciendo más profundo a medida que el deseo crecía, consumiéndonos, convirtiéndonos en un infierno. Su lengua
era como terciopelo, haciendo suyos los secretos de mi boca. No le oculté nada, no le negué nada, ¿cómo podría?
Compartió completamente su cuerpo y su mente conmigo. Quería que me conociera tan íntimamente como yo a ella.
Deposité besos en todo lo largo de su garganta, deleitándome en el latir de su corazón, que conocía tan bien.
—Sí —susurró, dejándome sentir las vibraciones que surgieron de ella contra mis labios.
Era maravilloso. Abrazándola con fuerza, giré sobre mí misma. Soporté mi peso con los brazos y miré hacia abajo, a
la que era fácilmente la cara más radiante que había visto nunca. Con los ojos resplandecientes, me sonrió y recorrió
mi mejilla con uno de sus dedos.
Lentamente, me dejé caer hasta que mis labios quedaron a unos centímetros de los suyos. Sonriendo, ambas
pronunciamos un “te quiero” a la vez. Compartimos también la risa, y después el deseo volvió a reclamarnos,
haciendo desarrollarse las asunciones del amor sin necesidad de palabras. La realidad de hacer el amor con Gabrielle
sobrepasó de lejos mis fantasías más salvajes. Para mí, ella era perfecta en todos los sentidos. Con deliberada
lentitud, deslicé la camisa de dormir por su cabeza, sintiendo la tibieza de su piel contra la mía.
Gracias a sus fuertes manos, llevó mi cabeza hasta sus pechos y mi lengua vagó sobre su pezón, incluso aunque su
cuerpo temblaba tanto como el mío. Descubrí una pequeña zona de su piel, tan blanca que parecía casi traslúcida.
—¿Qué es esto? —le pregunté.

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—Donde cayó la ambrosía —me contestó entre profundas aspiraciones, obligándome a estrecharme contra ella de
nuevo. Cuando besé aquella zona blanquecina el placer le hizo gritar y enterrar las yemas de sus dedos en mi
espalda. Podía sentir su humedad crecer contra mi muslo mientras descansaba entre sus piernas. Con su excitación,
hice descender mi cuerpo y ella se separó para dejar espacio a mis hombros. Sus manos viajaron suavemente por
mi espalda hasta llegar a mi cabeza. Las apartó un segundo al contemplar cómo mis labios bajaban hacia su centro,
clavó su cabeza en la almohada y un “siiiiiiiiiiii” nació de su garganta cuando comencé a lamerla. Estaba tan suave,
caliente y húmeda que podía sentir cada uno de aquellos movimientos reverberar por todo mi cuerpo. La acaricié así,
con cuidado, hasta que sentí su cadera lanzarse contra mi cara, llevándome aún más adentro y con más fuerza. Mi
lengua tocó y consumió su hinchado clítoris, y entonces la oí gritar. La confianza y la conexión que sentí cuando
perdió el control y se entregó a mí fueron absolutas.
Gabrielle y yo siempre estaríamos unidas y ambas lo sabíamos, y disfrutamos de esa certeza. Aquella noche liberó
sentimientos en mí que no sabía que tenía. Supongo que eso es lo que había hecho hasta entonces. Primero me
enseñó el verdadero significado de la amistad y después a comprender más profundamente el amor. No había nada
que no hiciese por Gabrielle, nada que no hiciésemos la una por la otra. Y aquella noche, aquella noche perfecta con
la luna brillando al otro lado de la ventana, hicimos todo lo que...
siguiente -->
Capítulo 2.

MIEDO

A

VOLAR.

—Vamos Mel, ¡despierta!
Una mano no tan cariñosa sacudió el hombro de Melinda Pappas.
—Qu... ¿Qué? —preguntó totalmente adormilada.

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—La gran aventura, ¿recuerdas? Si quieres ayudarme a recuperar esos pergaminos, más vale que estés lista en una
hora. —Janice estaba a punto de seguir haciendo la maleta cuando miró a Melinda de forma crítica. ¿Te encuentras
bien? Pareces desorientada.
Janice contempló la silueta tumbada de Mel vestida ya con un pantalón caqui y camiseta interior encima del
sujetador. Mel miró el cuerpo musculoso y relajado y luego a las mantas que la cubrían, avergonzada.
—Estaba... soñando —respondió Melinda visiblemente sonrojada.
—Parecía un sueño de los buenos.

Janice sonrió y se puso a revolver sus cajones en busca de una camisa.
—Sí, em... bueno. ¿Entonces a dónde vamos?

Janice se deslizó en una camisa caqui y la metió por debajo de la cintura de sus pantalones. Luego sacó un revólver
del cajón de los calcetines. Tras comprobar que estaba cargado, lo hizo girar con habilidad y lo devolvió a la funda.
—Al aeropuerto. Ayer por la noche llamé a Sal Monious, un amigo del museo. Nos ha conseguido billetes hasta más o
menos la mitad de camino a la isla donde se esconde Cal. Estoy segura de que allí es a donde ha llevado los
pergaminos. El resto del viaje lo haremos en barco.
Janice rebuscó en su armario y arrojó una bolsa pequeña sobre la cama, así como un paquete de aspecto poco
usual. Luego llegó el turno del látigo y una caja extra de balas.
—Podrías esperar a que me levante, ¿no? —preguntó Mel, ligeramente irritada al ver que el contenido del armario
comenzaba a llover sobre ella.
—Lo siento, encanto, pero no tenemos tiempo —respondió Janice sonriendo. ¿Qué vas a ponerte tú?

—Bueno, tengo una falda lavanda preciosa y una blusa crema... Las palabras murieron ante la evidente mirada de
incredulidad que recibió de la arqueóloga—. ¿Debo interpretar que lo juzgas poco apropiado?
—Por supuesto que sí —replicó la suave voz de Janice. Lo más probable es que nos pasemos huyendo la mayor
parte del tiempo. Necesitarás algo un poco más... práctico. —Entonces una chispa apareció en sus ojos, una chispa
en la que Mel reconoció sin género de dudas la herencia de su antepasada Gabrielle. Regresó al armario y prosiguió
—. Tengo justo lo que necesitas.
:::::::::::::::::::::::::::::::

—No sé, Janice. Me siento un poco ridícula. No me favorece.

Mel se miró reticentemente en el espejo de cuerpo entero que la arqueóloga tenía detrás de la puerta del dormitorio.
Llevaba puestas las botas de Harry Covington, pantalones caqui, una de las camisas de Janice con su propia
camiseta interior debajo, la chaqueta de Harry y el pelo recogido en una cola de caballo como la de Janice de forma
que, al contemplar su reflejo, Mel se sentía definitivamente rara.
—Estás muy bien, Mel. La camisa te queda un poco grande, pero créeme que donde vamos nadie va a prestar la
menor atención a tu ropa. Me alegro de que tengas la misma talla que papá. Además, acuérdate de cómo terminó tu
traje la última vez.
—Cierto —convino Mel recordando que Xena le había echado a perder una falda de treinta y siete dólares—. Pero no
tengo intención de que Xena me posea de nuevo.
—Eso nunca se sabe —dijo Janice sonriendo.
—Vale, tú ganas. ¿Y ahora qué?
Janice silbó con fuerza y Argo subió a la cama de un salto. Luego le pasó el paquete misterioso por al cabeza y
aseguró las hebillas. El animal llevaba ahora sobre su lomo dos pequeñas bolsas que Janice llenó de municiones y
algunas otras cosas.
—Si necesitas algo de valor, Argo lo llevará. Ella es lo único que puedo garantizar que regresará de una pieza.
Además, llevaré todo lo que necesites en mi mochila. De otra forma, prepárate para perderlo. Voy a por mi
cuaderno.
Cuando Janice salió del cuarto, Mel se apresuró a abrir su pequeño bolso. Antes de tener tiempo a cambiar de idea,
sacó un morral de terciopelo y una funda de pergamino y colocó los dos objetos al fondo de una de las alforjas de
Argo.
—Es un secreto, Argo —susurró—. No dejes que Janice lo vea. Todavía no.
Janice regresó y entregó a Mel unas cuantas cosas más para que las pusiera en las bolsas. Luego metió el cuaderno
y munición en la suya. Sacó una mochila del armario y guardó en ella algunas mantas, latas de comida y recipientes
con agua. Por último, metió en una de las bolsas del animal una cantimplora de sobra y otra en su cartera. Llevó un
buen rato de discusión, pero al final Janice aceptó llevar el maquillaje de Mel y unas pocas cosas más.

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—Supongo que estamos listas —dijo Janice echando un último vistazo a las bolsas de Argo para asegurarse de que
el peso estuviese bien distribuido.
—No del todo —dijo Mel saliendo del cuarto. Regresó casi al momento con la chaqueta que Janice se había quitado la
noche anterior. Te olvidas esto. Da mala suerte salir de casa dejando ropa sin recoger.
Arrojó la prenda a su amiga tras sacar y echar una mirada a algo que sobresalía del bolsillo.

—¿Quién es Flora Gates? —preguntó Mel al tiempo que Janice colgaba la chaqueta junto con la falda a juego.
—Dame eso —ordenó Janice de forma acalorada, alcanzando el trozo de papel que Mel tenía en la mano.
Una vez fuera, Mel continuó.
—¿Y bien?

—Es una estudiante que quiere ir a una de mis excavaciones, ¿contenta? murmuró Janice mientras colocaba su
equipaje en la parte de atrás del camión.
—Tiene gracia —comentó Mel mientras Janice le sujetaba la puerta del asiento del copiloto—. Nunca antes había
visto la "o" de Flora escrita en forma de corazón.
—Eso no es asunto tuyo —zanjó Janice mientras las encaminaba a una base cercana del Ejército del Aire.

—No seas tonta —dijo Mel sonriendo y tocando cariñosamente el muslo de Janice (lo cual no pasó inadvertido a la
arqueóloga), una pequeña e inofensiva charla entre chicas no te matará.
—No me gustan las charlas de chicas.

—Por eso deberías practicar. ¿Qué estamos haciendo aquí? preguntó Mel cuando sintió que empezaban a decelerar
conforme se acercaban a la verja de seguridad. Un centinela bastante atractivo se inclinó junto a la ventanilla y las
miró sonriendo ampliamente.
—Me alegra ver que también es capaz de tener amigos sin pulgas, Dra. Covington. El sargento Ore le está
esperando.
—Gracias, soldado Maleus.

Janice saludó con la cabeza al pasar la verja.

—¿Dónde empezaste a tratar con el ejército? —preguntó Mel al aproximarse a un enorme avión de carga que
permanecía inmóvil sobre el asfalto.
—Poker de viernes por la noche —explicó Janice. Me reúno con unos tipos cuando estoy en la ciudad. No es que
apostemos dinero. Se trata más bien de favores.
—¡Oh Dios! —exclamó Mel, visiblemente escandalizada.

—No ese tipo de favores —afirmó Janice con una sonrisa. Greg es el mecánimo jefe y se encarga de arreglarme al
camión, o yo ayudo a sus hijos con los deberes. Ese tipo de cosas. En cualquier caso, nos llevamos muy bien desde
hace tres años. Yo necesitaba volar hasta una excavación. No es fácil encontrar un trasportista que acepte animales,
y de todas formas su tripulación tiene que llevar provisiones hasta cerca de donde yo me dirijo. No le importará.
—¿Y al gobierno tampoco? —preguntó Mel intrigada mientras las tres se dirigían al carguero.
—Cuando empezó la guerra pensé que seguramente habría problemas —asintió Janice—. El primer viaje que hicimos
fue bastante movidito. Las tropas que habían enviado antes que nosotros sufrieron muchas pérdidas, pero en
nuestro caso salimos ilesos. Ahora todos creen que Argo les trae buena suerte, así que no hay nada que temer. Ni
uno solo de los soldados que han volado con Argo ha muerto en la batalla.
—Eso sí que es suerte —convino Mel.
—No. —Janice encendió uno de sus puros—. La suerte no existe, y tampoco las maldiciones.
Un grupo de soldados se les acercaron corriendo y uno de ellos estrechó a Janice en un brusco y fuerte abrazo.
—Me alegro de verte, Jan.
—Greg, ésta es Melinda Pappas. Melinda, el sargento Greg Ore, el único hombre vivo que puede llamarme Jan y
seguir conservando todos los dientes.
—Es un placer, sargento —dijo Melinda estrechando con calidez la mano del hombre.
—No, señorita. El placer es todo mío. Es muy raro conocer a una... amiga de Janice.
Con la sonrisa congelada en el rostro, Janice golpeó con el codo las costillas del gigantón. Cuando él la miró
alarmado, ella le sostuvo la mirada.

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—¿Qué? —preguntó él a la defensiva. —Pensaba que...
—Creo que deberíamos embarcar —le cortó Mel dirigiéndose a la rampa.

En el interior del cavernoso avión, la tropa estaba ya asentada y lista para despegar. Argo escaneó el lugar
rápidamente, lamiendo caras y recibiendo afectuosas palmaditas en el lomo por parte de los soldados. A poca
distancia, entre los grandes bultos, habían habilitado otra zona para sentarse a gusto. El sargento Ore les indicó
aquella zona con un movimiento de cabeza.
—Primera clase —dijo el hombre.

—¿Por qué vamos separadas de las tropas? —susurró Mel a Janice.
El sargento rió con ganas.

—Tienen trabajo que hacer, señorita, y sin duda usted y Janice serían un factor de distracción.
Melinda se sonrojó ante el halago.

—Además, aquí detrás se está más tranquilo —añadió Janice. De acuerdo, Greg —añadió alargándole sus llaves.
Puedes usar el camión. Sólo asegúrate de que llegue de una pieza a mi casa. Hay caramelos para Gabriel en la
guantera.
Tras estrechar la mano de Mel una última vez, el hombre dirigió a Mel un saludo militar y giró con fuerza sobre sus
talones, dejándolas allí. Casi inmediatamente, pudieron oír el rugido de un motor c46. Janice silbó y Argo fue hasta
ella trotando, tumbándose tranquilamente a los pies de Mel.
—¿Cómo es que no la vi en Macedonia? —gritó Mel sobre el creciente rugido del avión.

—No estaba allí. El hijo de Greg, Gabriel, estaba enfermo. Adora a Argo, así que la dejé con él mientras se
recuperaba. Y funcionó. En poco tiempo ya estaba sacándola de paseo. —No le fue difícil advertir el pánico en los
ojos de Melinda a medida que el avión se iba preparando para despegar—. No te gustan los aviones, ¿verdad?
—Les tengo pánico —confesó Mel estremeciéndose de arriba abajo.
Janice se inclinó hacia ella y tomó su mano con decisión.
—Venga, estás siendo muy valiente.

—¡Oh, Dios mío! —gimió Mel cuando el avión empezó a ganar velocidad. Se soltó de la mano de Janice y agarró su
brazo, enterrando la cabeza en el hombro de la arqueóloga para evitar gritar.
—Tranquila Mel, ya casi estamos en el aire —le susurró Janice al oído, rodeándole los hombros con el otro brazo.
Tan pronto como el avión quedó estabilizado en el aire, el nivel del ruido descendió drásticamente y cesó el
traqueteo. Estaban en camino. Mel no se soltó de Janice enseguida, y tampoco ella dio por terminado el
reconfortante abrazo. En un momento dado, Melinda Pappas recuperó la compostura y, con las mejillas sonrosadas,
regresó a su asiento.
—Lo siento —murmuró, deseando tener una falda en ese momento que poder alisar.

—No pasa nada, Mel, de verdad. Todo el mundo le tiene miedo a algo. Janice rebuscó en su bolsa y sacó un par de
mantas. Entregó una a Mel y enrolló la otra en el suelo del carguero—. Aún quedan unas horas hasta la comida. Te
sugiero que intentes dormir.
—Pero si me acabo de despertar....
—De ahora en adelante, Melinda Pappas, sigue mi consejo. Duerme donde puedas y come cuanto puedas.
—¿Se aplica lo mismo para ir al lavabo? —preguntó con sarcasmo.
—De hecho sí. No puedo garantizarte la próxima comida o la próxima noche en que dormirás en condiciones. La Dra.
Leesto es peligrosa, y también sus secuaces. Smythe era una nenaza comparado con ella.
Janice se estiró sobre su manta con Argo tumbado junto a ella, con la cabeza apoyada en su abdomen.
Mel se desperezó también, pero antes de que Janice se echara el sombrero sobre los ojos, le disparó una nueva
pregunta.
—Parece que conoces a esa Dra. Leesto muy bien.
Janice acarició distraidamente el lomo de Argo y miró al techo del carguero.
—Fuimos juntas al colegio. Hasta se puede decir que éramos amigas, hace mucho tiempo. Pero descubrió que la vida
era mucho más fácil si se mantenía al margen de todo. Intentó robarme mis descubrimientos y las cosas que
aprendía de ellos. Llevamos muchos años peleando por las cosas de Xena.
—¿Cuándo fue la última vez que la viste? —preguntó Mel incorporándose sobre un brazo.

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—Hace un año —suspiró Janice, visiblemente afectada, cuando disparó a Argo. —Mel miró alarmada al perro, que
seguía tumbado con docilidad y pereza sobre su ama—. Perdió mucha sangre y casi no lo superó, pero dos cirujanos
de las fuerzas aéreas le ofrecieron su tiempo y ayudaron al veterinario. Al final pudo sobrevivir. Janice sonrió con
dulzura al perro—. Había descubierto algunos artefactos de la época de Xena como Señor de la Guerra.
—¿Y la Dra. Leesto se los quedó? —preguntó con cuidado Mel.
Janice asintió.

—Sí, pero me las arreglé para sacar a Argo de allí.
—¿Y si intenta hacerle daño otra vez?

Janice estudió el rostro de Mel un momento antes de contestar y luego se llevó las manos al suyo.
—Yo la mataré primero.

:::::::::::::::::::::::::::::::

... Una armadura puede ser muchas cosas. Es una coraza protectora, pero puede convertirse en una jaula si no está
diseñada apropiadamente. Puede inspirar miedo, terror o esperanza dependiento de quién la lleve. A fin de cuentas,
no son las ropas, sino los actos quienes definen a una persona.
—Y dime, ¿quién diseñó tu armadura? —me preguntó un día Gabrielle, aparentemente por hablar de algo. Hacía poco
tiempo que viajábamos juntas, así que supongo que la franqueza de la pregunta me sorprendió un poco.
Yo le respondí.
—¿Por qué?

Gabrielle siguió caminando junto a Argo, lanzándome miradas cada cierto tiempo. Nos encontrábamos en un
territorio que mi ejército había conquistado unos cuantos años antes, así que yo ya tenía los nervios de punta.
—Es que te sienta muy bien. Quiero decir, que estás increíble con ella.

Gabrielle siguió adelante, como si no hubiese hecho más que un comentario inocente sobre el tiempo. Por aquel
entonces yo aún no me había dado cuante de que simplemente ella era así: completamente sincera en todo.
—Ya veo. ¿Así que crees que soy increíble?

Cuando me volvió a mirar noté un ligero rubor en sus mejillas. Dioses, fue difícil mantener la serenidad de mi rostro
en aquella ocasión.
—Lo que quiero decir —trató de explicarme Gabrielle es que... bueno, el negro es definitivamente tu color. Tu pelo,
por ejemplo, la forma en que realza tus ojos, el cuero... Todo junto forma una imagen impresionante. Luego está el
bronce del peto, que es muy parecido al tono de tu piel. Es el sueño de cualquier narrador. En realidad, el único
punto de color en ti son tus ojos. Todo muy dramático.
—¿Debo dar por hecho entonces que has estado mucho tiempo contemplándome? le pregunté sin rodeos.

—Yo em... bueno... Los bardos tenemos que ser observadores. Es una exigencia de la profesión. Por supuesto que
he tenido que mirarte.
—Mmmhmmm.
—¿Llevabas el mismo atuendo cuando eras un Señor de la Guerra o era diferente?
Detuve a Argo y eché un vistazo a mi alrededor. Conocía el terreno, sabía dónde estaba. No muy lejos de una cueva
que solía usar en aquel tiempo al que ella se refería.
—Si tanto te interesa, te lo puedo enseñar.
Íbamos de camino hacia la próxima ciudad sin ninguna prisa, y puede que me sintiera un poco indulgente. Extendí
mi mano y, tras un segundo de reticencia, Gabrielle se unió a mí sobre el lomo de Argo. Sonreí cuando sus brazos
me rodearon la cintura y sentí el peso de su cabeza contra mi espalda. Cuando cabalgaba conmigo, cuando era
incapaz de ver mi cara, me permitía una sonrisa de satisfacción mientras sus brazos me ceñían con fuerza al
ponernos en marcha.
Era una distracción muy placentera. Con Gabrielle contra mí, charlando animadamente acerca de cualquier cosa que
veía, me fue más difícil reconocer los alrededores y recordar la última vez que estuve allí; cabalgando a la cabeza de
mi ejército, dejando la tierra carbonizada y ensangrentada a mi paso. Encontré la cueva sin problemas, ayudé a
Gabrielle a desmontar antes que yo, encendí una antorcha y entré. Estaba tal y como la recordaba, con algunas
cosas tiradas por el suelo: espadas, lanzas... todo echado a perder. Mis hombres muertos habían sido tratados
según la costumbre, así que no había ningún cuerpo. Me dirigí a un túnel secundario y en él encontré el nicho en
que había escondido el baúl. Gabrielle sostuvo la antorcha en alto mientras yo lo sacaba.
—¿Qué es eso? —me preguntó, mirando al desvencijado arcón.

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—Unas cuantas cosas que almacené aquí cuando vine con mi ejército. Si no recuerdo mal, tenía una armadura de
repuesto aquí dentro.
—¿En serio? —dijo con asombro acercándose más cuando abrí la tapa. Sonreí indulgentemente, acerqué la antorcha
y comprobé satisfecha que todo seguía tal y como lo había dejado. Objetos de mi pasado que ya no eran míos,
pertenencias de alguien que ya no era yo.
—Oh —suspiró Gabrielle levantando con reverencia la forma alámbrica de mi pectoral. Comparado con el que llevaba
ahora, resultaba terriblemente inefectivo.
Gabrielle me miró con timidez, y yo ya conocía esa mirada. Estaba dudando entre si debía o no preguntarme algo.
—¿Qué? —dije para facilitarle las cosas.

—¿Podrías ponértela? —Yo no había esperado aquello, y debí fruncir el ceño porque ella se apartó ligeramente y
miró hacia otro lado. Lo siento —farfulló—. Si te trae malos recuerdos o algo así, lo entiendo...
Eso me hizo sentir mal porque supongo que la pregunta, viniendo de ella, era lógica. Al fin y al cabo, yo la había
llevado hasta allí.
—No pasa nada —le aseguré—. No son más que ropas, ¿verdad?

Asintió y se sentó en una roca, observándome. Yo suspiré. Me había metido en ese lío sola, y sola tenía que salir de
él. Le lancé miradas todo el rato mientras me desnudaba. La atención de Gabrielle permanecía férreamente sobre
mí. No creo que parpadeara siquiera cuando me quité los bracaletes, desenganché los cierres de la armadura y me
deslicé fuera de mi ropa de cuero. Sus ojos vagaron por mi cuerpo, estudiando mis brazos, mis piernas, mis manos.
Me pregunté qué estaría pensando ella. ¿Me miraba con infamia? ¿Con extrañeza? ¿O como una mujer hambrienta
de otra? Tenía que guardarme mi imaginación para mí. Habría sido tan fácil convertir este simple juego en una
seducción... pero yo no era así. Al menos ya no.
Fue extraño volver a ponerme la vieja armadura. La sentí pesada, enorme, opresiva. Cuando me volví hacia
Gabrielle, ésta se sobresaltó.
—Es... bueno, diferente —dijo por fin.

—Y tú muy poco precisa —le respondí.

—No va contigo, Xena —me explicó—. Es oscura, y créeme que pensaba que tu vestuario ya no podía oscurecerse
más. La capa y todo eso esconde la belleza de tu cuerpo, su fuerza. Y esas hombreras... Supongo que lo que quiero
decir es que no necesitas llevar nada para causar temor, algo enorme para ser fuerte ni algo brillante —señaló con
la cabeza la cota de malla que yo tenía entre las manos— para resultar increíblemente hermosa. Es como si tu
armadura actual dejara que tu verdadero ser emergiera, mientras que esta... lo entierra.
Supongo que fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que sentía algo muy especial por Gabrielle...
Capítulo 3...
Capítulo 3.

CHIcAS

DE

CAMPAMENTO.

Mel se despertó sobresaltada y luego suspiró. Una turbulencia la había arrancado de la tierra de Xena y devuelto a
su propia vida. Echó un vistazo a Janice, que respiraba apaciblemente con su mano sobre la cabeza de Argo.
Ignoraba qué hora sería ni cuánto tiempo había dormido. Oyó unos pasos aproximándose y, al instante, Janice
estaba incorporada con el sombrero puesto y totalmente despierta.

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—Hora de comer, Doctora Covington —dijo un hombre joven acercándose con cuidado.

—Gracias —respondió Janice aceptando los bocadillos y las botellas de gaseosa que el soldado le ofrecía.
Éste inclinó la cabeza formulando con ello una pregunta silenciosa y Janice sonrió.
—Claro, adelante. Argo, da las gracias por el desayuno.

El hombre se arrodilló y jugó con el perro unos segundos.

—Hay un tentempié extra para Argo —dijo tímidamente. Carne asada.
—¿Cuál es tu nombre, soldado? —preguntó Janice.
—Purdy —le respondió el hombre.

—Entonces gracias, soldado Purdy. Es muy amable de tu parte.

Él se levantó y se sacudió las perneras del pantalón antes de emprender el regreso a su unidad.
—Gracias a usted, Dortora Covington. Argo trae buena suerte, puedo sentirlo.

Mel comió en silencio unos minutos mientras Janice se encargaba de dar a Argo su bocadillo.
—¿Por qué no crees en la suerte? —le preguntó finalmente.

—Soy una científica, Melinda. En la ciencia no hay lugar para la suerte.

—Papá también lo era, Janice, pero llevó una pata de conejo en su bolsillo hasta el día en que murió.
—No creo que el conejo le trajera demasiada suerte —respondió Janice con una sonrisa.

—Pero fíjate en Xena. —Mel decidió probar una táctica diferente. Tuvo una gran suerte el día que Gabrielle entró en
su vida.
Janice se encogió de hombros.

—Dio la vuelta a una situación realmente mala, tal y como yo lo veo. Y Gabrielle no "entró" exactamente en su vida.
Xena la rescató y después ella se negó a dejarla en paz.
Mel se cruzó de brazos de forma desafiante.

—¿Insinúas que Xena, la Destructora de Naciones, no podría haberse librado de una insignificante bardo si hubiera
querido? Si en lugar de a ella hubiese rescatado a Joxer, apostaría cualquier cosa a que no le hubiera permitido
seguirle.
—¿A dónde quieres llegar? —preguntó Janice mientras masticaba un gran bocado de su sandwich.

—Simplemente me intriga el por qué de que no muestres ningún tipo de curiosidad hacia la autora de los
pergaminos de Xena. Comprender el papel de Gabrielle en su vida añadiría muchísimo sentido a quién era en
realidad. No se la puede definir únicamente por sus hechos...
—Tal vez no. Pero no sabemos con seguridad que de hecho fuera Gabrielle la bardo que escribió los pergaminos.
Janice se terminó la mitad de su sandwich y guardó el resto en su bolsa para más tarde.
—Yo sí lo sé —respondió Mel rápidamente.
Janice no pareció haber oído ese comentario. En lugar de eso, desplegó un mapa bastante desgastado en el suelo del
carguero, justo frente a ellas.
—Aquí es a donde vamos —dijo señalando un punto en la línea de costa de la isla—. Luego seguiremos a pie hasta
esta caleta. Señaló otra zona, a unas cuantas millas de la base militar.
—¿Por qué no pueden recogernos allí?
—Porque los contrabandistas no son bienvenidos en las bases militares respondió Janice en voz baja.
—¿Vamos a viajar con piratas...? —Janice cubrió rápidamente la boca de Mel con la mano.
—No tan alto, ¿de acuerdo? —Dejó libre a Mel y añadió, señalando con la cabeza a los otros pasajeros—. Ellos no
preguntan, y yo no digo nada.
Mel pareció enmudecer.
—Tiene amigos realmente interesantes, Doctora Covington.

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—Yo no les llamaría amigos exactamente. Trabajan por encargo y yo me aseguro de que cobren lo suficiente como
para que quieran seguir manteniendo tratos conmigo. Conozco al capitán desde hace un par de años, pero el resto
Janice se encogió de hombros— son una panda de rufianes. Yo no les daría la espalda si fuese tú.
Mel asintió comprendiendo lo que quería decir.
—¿Y cuándo nos reuniremos con ellos?

—Suponiendo que hayan recibido mi mensaje, pasado mañana. Ya será de noche al aterrizar, así que cubriremos
unas cuantas millas en la oscuridad y acamparemos. Haremos el resto del camino mañana, y con un poco de suerte
estaremos con Aries por la noche o a la mañana siguiente.
—¿De verdad se llama Aries? —preguntó Mel con incredulidad.
—No, ese es su signo. Le encanta la astrología.

Tras pensar un momento, Janice le preguntó a Mel qué signo era ella.

—Bueno, si es verdad que a tu amigo le gustan tanto esas cosas, él mismo te lo dirá —jugueteó Mel con sus
brillantes ojos azul celeste. Además, la astrología no me parece algo muy científico. De hecho me sorprende que
sepas el tuyo.
Janice le devolvió la sonrisa.

—A esta pobre Cáncer con ascendente Géminis no le va demasiado ese rollo, pero estuve saliendo con alguien a
quien sí le gustaba. Me temo que aprendí más de lo que quisiera admitir.
Mel estaba intrigada.

—¿Cómo se llamaba el tipo? —preguntó.

Unos ojos verdes relampaguearon bajo el ala del sombrero de la arqueóloga.
—Jane Celesta.

Janice sonrió para sí. Mel se encontraba claramente sorprendida por su confesión, pero luchó con eficacia para no
dejar ver su estupor. El ligero movimiento de sus ojos y la dilatación de sus pupilas, situadas entre un mar de
brillante color azul, fueron los únicos signos visibles.
—¿Y qué signo era Celesta? —preguntó Mel manteniendo la calma.
—Leo —respondió Janice—, el signo más amigable del zodíaco.
Mel se encontraba ya a esas alturas un poco introspectiva.
—¿Y esa Jane era amigable?

Janice se encogió de hombros.

—Durante un tiempo, pero creo que su ascendente Acuario complicó un poco las cosas. Eso o el hecho de que la
engañé con una de mis colegas.
—Ya entiendo.

—¿Estás segura, Mel? —preguntó Janice casi con timidez.
Ahora fue el turno de Mel para sonreír, esperando mostrar con ello una seguridad que no sentía del todo.
—Por supuesto. Leo no es tu signo más afín.
Janice le devolvió la sonrisa, aunque poco convencida.
—¿No lo encuentras algo... —dudó buscando la palabra adecuada ... poco convencional?
Mel se inclinó hacia delante y tomó la mano de la arqueóloga con calidez.
—Es verdad que no te conozco muy bien Janice, pero no me pareces poco convencional. Hostil, obstinada e insegura
tal vez. Y dado que encuentro extraordinario que encontraras a alguien que hiciera aflorar tu lado romántico...
Siento que aquello no saliera bien.
Janice estaba aturdida. Alabada, insultada y tranquilizada al mismo tiempo. Melinda Pappas se estaba convirtiendo
rápidamente en algo demasiado bueno para ser verdad.
—Mel —dijo sonriendo con calidez—, eres un bicho raro, te lo aseguro...
—Vaya, gracias —respondió Mel con cierto remilgo.
—Pero no te equivoques. No tengo ningún problema en encontrar compañía de tipo romántico.
Un destello de orgullo crepitó en los ojos de la arqueóloga.

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—¿Y eso por qué? —preguntó Mel con fingida indiferencia.
—Porque sé cómo hacer disfrutar a una mujer.

Mel no podría haber evitado el rubor que le subió inmediatamente a las mejillas ni aunque lo hubiera intentado. No
estaba segura de si Janice estaba fanfarroneando o haciéndole una invitación. Y lo más importante es que dudaba
en cuál de esas dos opciones quería que fuese cierta. Podía sentir cómo la línea que la separaba de su antepasada
se diluía cada vez más y más, y le resultaba difícil mantener separados los sentimientos de Xena de los suyos
propios. Sin saber muy bien por qué, sospechaba que en un momento dado el poder de los sueños de la guerrera
menguaría y que sería capaz de ponerlos bajo la perspectiva de su propia vida. Tal vez debido a que la alternativa,
que su propia personalidad quedase consumida por la de una guerrera muerta desde hace siglos, la asustaba
demasiado como para aceptarlo.
En un momento dado Janice dejó a un lado sus mapas y volvió a reclinarse para dormir. Mel sin embargo decidió no
imitarla. Lo último que necesitaba por el momento era otra visita de Xena. Tomó el cuaderno que yacía justo a un
lado de la arqueóloga y leyó por encima las atestadas páginas. La mayoría de los pasajes eran sobre Xena. Notas
escritas por la cuidadosa mano de la doctora acerca de sus descubrimientos, teorías y especulaciones sobre la vida
de la princesa guerrera. Había también algunos bocetos, principalmente de excavaciones y su ubicación, pero otros
eran dibujos de cómo Janice suponía que era aquella mujer. Sonrió al ver las notas acerca de los recientes
acontecimientos de Macedonia. Encontró una breve descripción de sí misma y las primeras impresiones de Janice, y
no pudo por menos que fruncir el entrecejo al leer las palabras "mimada belleza sureña" en uno de los márgenes.
"Eso ya lo veremos", pensó para sí Mel. Luego volvió la página y su aliento quedó paralizado al ver allí un dibujo
suyo. O tal vez de Xena con su cara. El pelo suelto, los ojos brillantes y confiados, nunca podría haber pasado por un
dibujo de ella. Aquella gracia apacible era algo con lo que Melinda Pappas solamente soñaba, cuando recuperaba el
control de sus sueños.
:::::::::::::::::::::::::::::::

Mel encontró el aterrizaje del C46 aún más traumático que el despegue. Argo se reclinó contra ella, ofreciéndole
tanto apoyo como era capaz, y Janice se mostró sorprendentemente comprensiva con ella. Esperó con paciencia
junto a la compuerta hasta que Mel se recuperó lo suficiente como para que iniciaran la marcha. Tras un corto
trayecto se encontraban a la salida de la base, avanzando por una de las estrechas sendas de aquella isla poco
poblada.
—No puedo comprender por qué no usamos linternas o antorchas o algo así. Nos estamos metiendo a ciegas en un
bosque terriblemente oscuro se quejó Mel al comprobar que efectivamente Janice se dirigía directamente hacia la
maleza.
—Hay luna llena, Mel, y muchísima luz. Además —añadió acomodándose su pesada mochila—, las linternas hacen
desaparecer todo aquello que queda fuera de su alcance. No creo que la isla sea tan segura. Tú sígueme le urgió—,
y estarás a salvo.
Con un suspiro, Mel dirigió la mirada hacia la senda que ya seguían la doctora y su perro. Al cabo de un rato, sus
ojos se acostumbraron a la luz de la luna que iluminaba todo a su paso. Las plantas tropicales estaban bañadas de
una luz azul pálida. Janice seguía silenciosamente a Argo, con el machete en la mano y cortando con él de vez en
cuando la vegetación que se interponía en su camino. Pronto llegaron al borde de un acantilado que servía de
pantalla al océano color añil. Mientras superaban con cuidado los zigzags del camino que bajaba hasta la playa,
Janice iba ofreciendo a Mel su mano para ayudarla en los tramos más complicados. Argo parecía ajena a cualquier
peligro, ya que avanzaba unos veinticinco pies por delante de su dueña, deteniéndose sólo de vez en cuando para
que ésta pudiera alcanzarla. Una vez en la playa, se dirigieron rápidamente a una zona segura de los acantilados,
protegida por las rocas en tres de sus cuatro flancos.
—Parece un mundo totalmente distinto —dijo Mel en voz baja mientras Janice revolvía en su mochila.
—Lo es —le respondió ésta, preparándolo todo para poder acampar—. Estamos a salvo de la marea, tenemos leña
en abundancia por los alrededores y podemos arriesgarnos a encender un pequeño fuego.
—¿Y los animales? —preguntó Mel en cuanto se planteó la idea de ir a buscar la leña.
Janice sonrió, leyéndole el pensamiento.
—Llévate a Argo. Seguramente no habrá muchos bichos en la isla que sean más grandes que ella, y no dejará que
ninguno de ellos te ataque. Con un poco de suerte, hasta puede que volváis con algo que nos sirva de cena.
Mel asintió, aunque no demasiado convencida, y se dirigió hacia los árboles. Janice la siguió con la mirada y sintió
que sus ojos bajaban casi involuntariamente por la suntuosa silueta de la mujer de oscuro cabello.
—Ya basta, Janice —se espetó a sí misma justo en el momento en que su imaginación comenzaba a volar.
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Para cuando Mel regresó con los brazos repletos de leña, Janice había construido un pequeño círculo de piedras y
desplegado sus mantas, una a cada lado de éste. Al poco rato, una pequeña fogata arrojaba luz a su alrededor,
dotando al campamento de un tenue brillo dorado.

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—¿Qué? ¿Y los conejos? —le preguntó Janice a Argo cuando el enorme animal se acurrucó en la arena que quedaba
entre las dos camas. ¡Perezosa!
—¿De verdad caza para ti? —preguntó Mel, sospechando que la arqueóloga sólo le estaba tomando el pelo.

—A veces —respondió Janice, rebuscando en su mochila y sacando una pequeña lata de comida—. ¿Te gustan las
sardinas? le preguntó abriendo la tapa y mostrando los pequeños peces que contenía. La mueca en la cara de Mel
fue toda la información que necesitó. Lanzó un suspiro, sacó la otra mitad del sandwich que le quedaba en la cartera
y se lo arrrojó. También tengo galletas y carne picada en lata, si lo prefieres.
Sacó otra lata, la abrió y la puso frente a Argo.

Tras comerse con rapidez la escasa comida que le sirvió de cena, Janice se levantó e indicó con un gesto a sus dos
compañeras que se tranquilizaran.
—Sólo voy a echar un vistazo. Quedaos aquí.

Mel se comió su sandwich en silencio, tratando de juntar todas las piezas de que se componía Janice Covington y
formar con ellas una imagen coherente. Pero sin mucha suerte.
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Veinte minutos más tarde, Janice volvió a emerger sin ningún ruido por el límite de la luz del fuego. Llevaba una
piña madura en su mano y lucía una expresión enormemente satisfecha.
—Me encanta la piña —dijo Mel, sonriendo ampliamente ante aquella sorpresa.

Minutos más tarde, ambas mujeres saboreaban con deleite el jugo de la fruta. Luego fueron rápidamente al
rompeolas para lavarse y librarse de la pegajosa sensación que cubría sus brazos y sus caras. Mel se levantó,
estirando la espalda y miró al horizonte. La luna llena brillaba con fuerza, iluminando el océano con suaves destellos.
El cielo estaba despejado y las estrellas lo llenaban de un lado a otro. En pocas palabras, aquella era una de las
vistas más maravillosas que Melinda Pappas había contemplado en su vida.
—Entonces, Janice Covington, ¿así es la vida para ti? ¿Saltar de una aventura a otra, viviendo en un mundo de
belleza surrealista?
Janice siguió la mirada de Mel hacia el océano.

—Algunas veces —respondió pensativamente. Pero he pasado noches en esta isla, con lluvia cayendo a raudales y
lodo y arena mojada por todas partes. Noches interminables sin fuego, sin comida y sin saber si volvería a casa
alguna vez.
—Y aún así continúas... —Mel sonrió a su amiga de vuelta al campamento.

—Como decía mi padre, los Covington somos demasiados estúpidos como para abandonar. Un indicio o una pista y
la fiebre del descubrimiento hace que todas las noches húmedas y frías valgan la pena.
Al llegar, Janice y Mel se sentaron juntas en la manta de ésta mientras la arqueóloga alimentaba el fuego con unos
cuantos pedazos de madera más. Disfrutando de los sonidos del bosque, así como de su mutua compañía, Mel
comenzó a sentirse como si estuviera en otro mundo.
—Así que la miseria vale la pena —dijo Mel finalmente. Pero, ¿y la soledad? Ninguna Flora Gates o Jane Celesta que
compartan esa miseria contigo.
Janice ladeó la cabeza con curiosidad ante esa pregunta.
—Mientras trabajo no me importa —contestó honestamente. O bueno, no demasiado a menudo —prosiguió
sonriendo. Me gusta pensar que he heredado la afición de mi padre por las mujeres. Pero por desgracia también su
habilidad de no ser capaz de mantener a una cerca demasiado tiempo. A pesar de eso, amó a mi madre de verdad
añadió en voz baja. Después, preguntó con más ánimo—. ¿Y qué hay de ti, Mel? ¿Debo suponer que no estás
casada?
Mel miró al fuego y negó con la cabeza.
—Oh, no. Ni mucho menos. Papá solía contarme una historia cuando era pequeña. Decía que hace mucho tiempo las
personas tenían cuatro piernas y dos cabezas, y los dioses lanzaron rayos y los separaron, de forma que cada uno
tuviera sólo dos piernas y una cabeza. Solía decirme que buscara la otra mitad de mi alma, que no me conformase
con menos. Y la verdad es que nunca lo he hecho. Siempre me gustó esa historia porque por lo visto su abuela se la
contó a él. Al parecer, en algún lugar hay alguien con dos piernas y una cabeza: la otra mitad de mi alma.
Janice sonrió mientras seguía mirando la hoguera, con sus propios pensamientos a años y años de distancia.
—Tu padre también me la contó a mí. —Sacudió la cabeza riendo. Estaba hundida, Diana me acababa de romper el
corazón. Dios, ¡qué joven era entonces! El caso es que tu padre estaba de visita en el campus y había aceptado
echar un vistazo a mis estudios a la hora de comer. Debía tener un aspecto horrible, porque él supo al instante que
algo no iba bien. Un tipo poco corriente, tu padre. Me dijo que "ella" no valía la pena y después me contó ese
cuento. Ni siquiera le insinué que la causa de aquello era una mujer. Siempre me gustó, y siempre le respeté.
Mel sonrió ante el recuerdo de su padre, halagada de que hubiese conectado tan bien con su nueva amiga.

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—¿Siempre te has sentido atraída por mujeres? —preguntó en voz baja contemplando el matiz anaranjado del pelo
de Janice a la luz de la hoguera.
Janice jugueteó con las ramas más cercanas y Mel pensó que tal vez no debía haber dicho aquello, pero una
respuesta interrumpió sus pensamientos.
—No lo sé. Supongo que sí. Quiero decir que en realidad nunca me lo había planteado. Mi padre intentó hacerlo lo
mejor posible, pero tengo entendido que viajar de una excavación a otra es un modo poco usual de criar a una niña.
Me enseñó a manejar el revólver a los diez años, y para entonces empecé también con el látigo. Crecí como una
excavadora, pasando objetos de contrabando de un país a otro... Supongo que siempre me consideré como uno más
de los muchachos. Fue terrible para mí tener que adaptarme al colegio, a la rutina, a la seguridad. Todo me era muy
extraño. No tenía ningún interés en salir con los chicos de allí porque me parecían... no sé... poco interesantes.
Diana estaba en mi clase de antropología y bueno... —Se ruborizó ligeramente.
—¿La vida se volvió interesante? —sugirió Mel.

—Y que lo digas —convino Janice girándose hacia la mujer con una sonrisa tímida en los labios. No estaba preparada
para el brillo que encontró en sus ojos azules, mirándola con calidez. La expresión de la cara de Mel era
indescifrable. Había una fuerza y un anhelo en su rostro que Janice nunca jamás habría asociado con Melinda
Pappas. Al sentir que el rubor volvía a subir a sus mejillas y que su pulso se aceleraba, echó un vistazo en derredor,
más que nada para no tener que volver a mirar a su compañera. Bueno, em... Se está haciendo tarde, Mel. ¿Por
qué no duermes un poco? Tendremos que cubrir otras ocho millas mañana por la mañana.
Confusa por el repentino cambio de humor de Janice, Mel se sintió tremendamente culpable por haberse metido en
la vida personal de la arqueóloga.
—Janice —dijo Mel colocando una de sus manos en el brazo de Janice cuando ésta intentó levantarse de la manta —.
Si he dicho algo que te haya molestado, lo siento de verdad.
—No pasa nada, Mel —contestó Janice obligándose a mostrar una sonrisa apacible—. Es cierto que necesitamos
dormir.
Mel la soltó, pero siguió mirando a su impertinente compañera mientras ésta se tumbaba en su propia manta y se
preparaba para dormir.
—No te creo, ¿sabes? —dijo Mel cuando Janice se tapó la cara con el sombrero.
—Eso es cosa tuya —contestó Janice, quedándose dormida segundos después.
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... Supongo que fue tremendamente adecuado que las lluvias empezaran unos cuantos días después de la muerte de
Pérdicas. No recuerdo que Gabrielle y yo nos hubiésemos sentido alguna vez más miserables que entonces. Yo aún
estaba lidiando con las implicaciones de su matrimonio, y Gabrielle estaba de luto. Supongo que yo también, sólo
que llevaba así mucho más tiempo que ella. La oscuridad me había envuelto como una mortaja desde el momento
en que le vi declarándosele. Las idas y venidas de los días siguientes fueron tan agotadoras como cualquier batalla
en la que hubiese luchado. Me sentía esperanzada por que dijese que no, y culpable por desear con todas mis
fuerzas que lo hiciera. Le di mi apoyo intentando mantenerme neutral. No quería que se quedara sólo por mí. Y la
alegría que sentí cuando me dijo que su respuesta era no... Casi le confesé mi amor entonces. Pero al final aceptó.
Aceptó justo en mitad de una batalla, cuando aquel estúpido dejó caer su espada, arriesgando con ello la vida de
ambos.
Estaba cansada. No era la primera vez que Gabrielle me había sorprendido tan de repente, haciéndome preguntarme
en cuestión de segundos si la conocía realmente. Ya me había abandonado dos veces antes, una para volver a su
casa, la otra para ir a Atenas. En cada ocasión me dije a mí misma que eso era lo mejor. Sabía que me estaba
engañando, pero era el único consuelo que podía encontrar en un camino que de repente de volvía demasiado vacío.
Más tarde regresó, y cada vez más fuerte; más entregada. En cada una de esas ocasiones me sentí más y más
segura de la profundidad de sus sentimientos hacia mí. En contra de mi buen juicio, creció la esperanza de que
algún día sus sentimientos serían tan fuertes como los míos. Todo aquello quedó destruido por su boda. Ella no
volvería.
Al principio le abandonó para seguirme, para estar conmigo, y eso que entonces ni siquiera me conocía. Él a su vez
la abandonó de golpe en Troya. Tal vez pensó que yo no la dejaría sin luchar. Pero algo cambió, porque regresó a
ella como un patético miserable, recurriendo a la generosa naturaleza de Gabrielle. A eso no podía enfrentarme, así
que me venció sin pelear siquiera. Luego murió, y yo maté a su asesina.

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En cuanto la lluvia empezó, quiso salir de Poteidaia. Pensé que estaría mejor quedándose en la casa de su familia,
sintiendo su apoyo, pero en ninguna de las dos cosas acerté. Quería alejarse del dolor, y como yo me sentía tan
hastiada como ella, sólo pude sacarla de allí. Lo único que puedo hacer es suponer lo que pasó por su cabeza
mientras caminábamos milla tras milla, empapadas y en silencio. Aún se debatía contra su rabia y su odio por
Callisto, ahora inútiles puesto que para entonces yo ya había acabado con ella. Estoy segura de que se sentía furiosa
por haber tenido a Pérdicas tan poco tiempo, y no dudo que también le echaba de menos. Tal vez estuviera furiosa
conmigo, por haber sido capaz de salvarla a ella, pero no a su amado. Si me culpaba por su muerte nunca me lo
dijo. Supongo que llegó un momento en que estaba demasiado consumida con mi propio dolor como para darle el
consuelo y el apoyo que quería. Tal vez eso también la enfureció. Sólo sé que aquella noche, cuando el frío y la
humedad nos llegó al corazón, ella estaba lista para explotar.
Yo había encontrado una pequeña cueva después de caminar todo el día. Quería detenerme, sin importar si ella
quería o no. Había espacio suficiente para Argo a la entrada, donde quedaría a cubierto de la rabia de la tormenta.
También había espacio para un pequeño fuego, y yo podía levantarme sin que mi cabeza golpeara contra el techo,
aunque por poco. Me quité la espada de la espalda enseguida, porque una vez dentro no tendría espacio para
desenfundar a mi modo habitual.
—No quiero parar —dijo Gabrielle rotundamente desde la entrada de la caverna.
—Yo me encogí de hombros.

—Argo y yo estamos cansadas. Todas necesitamos descansar.

—¿La Princesa Guerrera, cansada? —me espetó. Lo encuentro difícil de creer.

—A veces pasa —repliqué sin esforzarme en ocultar el agotamiento en mi voz—. Gabrielle, podrías caminar mil
millas más esta noche y seguirías sintiéndote igual de mal. Por favor, ven aquí, sécate y descansa un poco.
En silencio, hizo lo que le había pedido.

Hacía mucho frío allí. Afortunadamente, las alforjas de Argo habían mantenido secas nuestras camisolas. Me quité la
armadura, dejándola junto al fuego para que se secara mientras Gabrielle me miraba sin decir nada, con los ojos
brillando como brasas encendidas. Coloqué mi manta contra el ángulo suave de una piedra y me senté. No había
sitio para que ambas durmiésemos tumbadas, pero la roca me serviría.
—Deberías cambiarte esas ropas mojadas, Gabrielle —le sugerí cariñosamente.

—¡Puedo cuidarme sola! —gritó con furia—. ¿Por qué intentas protegerme siempre?

En un segundo, estaba de pie. El agotamiento no me permitió, en aquel momento, aguantar sus impertinencias, a
pesar del dolor que sabía que sentía.
—No intento protegerte, Gabrielle. Soy tu amiga y sólo te digo que el sentirte mal no va a hacer que tu pena sea
más pura. No es ni más ni menos que lo que tú me dirías a mí si estuviese en tu situación.
Con eso se lanzó contra mí, llorando. Sus puños cayeron contra mi pecho y mis brazos mientras gritaba una
incoherencia tras otra. Me quedé quieta y soporté aquello varios minutos, hasta que se hizo demasiado. Pude sentir
mi propia rabia crecer; me estaba golpeando con fuerza. Agarré sus brazos y la atraje contra mi cuerpo,
abrazándola mientras trataba de soltarse. Al fin cejó en su empeño por golpearme y lloró, rodeándome son sus
brazos congelados. No protestó cuando la guié hasta el suelo de la cueva, junto al fuego. No dijo una palabra
cuando me coloqué contra el muro de roca y la inmovilicé con mis piernas. No se quejó cuando le quité sus
empapadas ropas y le puse una camisa seca. Luego rodeé su cuerpo helado con la otra manta y la acerqué a mí.
Siguió llorando y sollozando contra mi pecho mientras la abrazaba. Finalmente, se calmó y me tocó el brazo con su
mano de forma apenas perceptible.
—Gracias, Xena —susurró contra mi piel.

Yo la apreté contra mí para darle fuerzas.

—Estoy aquí para ti, Gabrielle —dije respirando sobre su cabello.

—Lo sé —suspiró—. Y eso es parte de mi problema. Nunca me has fallado, Xena. Y sé que no se puede decir lo
mismo de mí.
¿Qué
hacía
junto
hacia

podía decir? Era la verdad. No sé lo que estaba cruzando por su mente. Aquella noche era tan distinta a la de
un par de días... En lugar de yacer en una cama llena de tibieza y pasión se veía confinada en una fría cueva
a un señor de la guerra reformado. Me vi sorprendida al sentir su mano moverse de mi brazo a mi cuello. Miré
abajo, asombrada por el deseo que encontré en los ojos con que me miraba a su vez. Aquello me asoló.

Aquella era la mirada que yo tanto había deseado ver, y ahora estaba allí por la razón equivocada. Gabrielle sufría,
tanto que estaba desesperada por encontrar una distracción, cualquier distracción. Rozó mi rostro lentamente con
sus fríos dedos, siguiendo la línea de mi mejilla y de mi mandíbula.
—Te pido perdón por las veces en que te he fallado, Xena dijo acariciándome los labios con sus dedos—. No te
merezco susurró llevando su mano hasta mi cuello, atrayendo mi cabeza hacia abajo.
En mis brazos, ella se sentía helada, pero sus labios ardieron cuando cubrieron los míos. Me sentí incapaz de
rechazar su deseo de alivio, pero cuando su lengua rozó mis dientes pidiendo una mayor intimidad, me alejé de ella
con cuidado. Un segundo más y sabía que me habría aprovechado de la única persona a la que había amado de
verdad. Afiancé mis brazos a su alrededor una vez más deseando que se sintiera cálida y a salvo. Dejé descansar mi
mejilla en lo alto de su cabeza y le dije, suavemente, que se durmiera. Así lo hizo, un poco después. Me quedé
despierta toda la noche sabiendo que tal vez no volviera a tener la oportunidad de abrazarla así. Pudo haber sido el
agotamiento, pero para mí por aquel entonces aquello fue suficiente. Y durante esas pocas horas, aun rodeada de
miseria, fui feliz...

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Capítulo 4...
Capítulo 4.

MÁS

ALLÁ DEL mAR.

Janice giró la cabeza por centésima vez aquella noche para mirar a Mel. Encontraba a aquella belleza de pelo negro
extrañamente cautivadora y sintió que probablemente nunca se cansaría de verla dormir. Sus ojos se movían de
forma apenas perceptible, arriba y abajo, en sueños, y sus facciones se encontraban relajadas. Argo se había
acurrucado junto a ella, y Janice se lo agradeció en silencio. Ya a ella la había mantenido abrigada muchas noches, y
se había sentido algo intranquila por la posiblemente escasa tolerancia de Mel al gélido aire nocturno.

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"A pesar de todo", razonó para sí "fue decisión suya el venir".

Se preguntó una vez más por qué una mujer tan obviamente mimada querría emprender un camino tan duro. Se
encogió de hombros y se recordó a sí misma que eso no era de su incumbencia, ya que todo el mundo vivía y
aprendía de sus propios errores. El ser encantadora, dulce y tremendamente hermosa no te protegía de eso. Así, al
escuchar el retumbar de las olas rompiendo en la playa, Janice decidió que ya era hora de levantarse.
Con su primer movimiento, los ojos del perro se abrieron y miraron a la mujer con intensidad.

—Tranquila, chica. Quédate con Mel. En seguida vuelvo —le susurró, ordenándole además con la mirada que
permaneciese allí. Luego fue hacia unas rocas cercanas que había decidido establecer como cuarto de baño.
:::::::::::::::::::::::::::::::

Mel se despertó gracias al aroma a café que inundaba por completo sus sentidos. Abrió los ojos hacia las estrellas
que aún brillaban en el cielo, sobre ella, con Janice Covington sentada al otro lado de un reavivado fuego y bebiendo
de una taza humeante.
—¿Qué hora es? —preguntó Mel aún medio dormida.
Janice miró brevemente al cielo antes de contestar.

—Aún quedan un par de horas para que amanezca. Nos queda una larga caminata por delante esta mañana.

—Pero ya no hay luna... ¿Cómo vamos a ver? —preguntó Mel incorporándose con esfuerzo. Aceptó de buena gana la
taza esmaltada que Janice le ofrecía, sintiendo el calor de las manos de la arqueóloga contra sus dedos helados.
—Avanzaremos siguiendo la playa. Para cuando tengamos que subir la siguiente cala, el sol ya habrá salido.

Janice estaba impresionada de que Mel no hubiera empezado a quejarse cuando se pusieron a recoger las cosas. La
hija del arqueólogo parecía estar hecha de un material mucho más duro de lo que ella había sospechado.
Cubrieron deprisa la longitud de la costa, varias millas hasta el siguiente afloramiento rocoso. Una enorme formación
basáltica emergía del agua y no había forma de rodearla. Tendrían que pasar por encima.
—¿Y ahora qué? —preguntó Mel cuando alcanzaron su base. No era del todo vertical, pero aún así, sí muy
empinada.
Janice llamó a Argo y sacó algo de una de sus bolsas. Tras hacer que se sentara justo frente a ella, procedió a
colocarle unas fundas de cuero en las patas, asegurándolas después por medio de correas.
—Vamos a escalar —respondió Janice con decisión.

Sacó dos pares de guantes de cuero de su mochila y le tendió uno a Mel.

—El basalto es muy afilado. Argo se cortó en una pata la última vez. Ten cuidado de dónde pones las manos, intenta
no apoyar las rodillas y todo irá bien.
Mel miró al acantilado de rocas con poco convencimiento.
—¿Y Argo cómo va a poder...?
Janice sonrió.
—Argo, ¡arriba!
Señaló un punto sobre la cima de las rocas. El perro retrocedió y avanzó un par de veces, buscando el mejor lugar
por el que empezar y luego comenzó a trotar ladera arriba. Había la suficiente inclinación como para que el animal
subiera haciendo un recorrido en zigzag.
—Nosotras detrás —explicó Janice.
Después se encaró con la roca, con Mel pisándole los talones. Se detuvo varias veces durante el ascenso para
asegurarse de que Melinda Pappas avanzaba a un ritmo aceptable. Argo alcanzó la cumbre en unos diez minutos,
aunque a las mujeres les llevó algo más del doble de tiempo.
Janice se quitó la mochila y le ofreció una cantimplora de agua a Mel tan pronto como ambas estuvieron arriba.
—Deja que le eche un vistazo a eso —dijo Janice, aunque Mel no estaba segura de a qué se refería. Entonces,
siguiendo la mirada de la arqueóloga hasta su pierna, descubrió un hilillo de sangre que le bajaba por la rodilla,
sobre el pantalón.
—Ni me había dado cuenta —le aseguró Mel, ahora que comenzaba a sentir el dolor del corte.

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—Esta roca es afilada. Hay mucha obsidiana en ella —le explicó Janice mientras le sacaba la pernera de la bota y la
deslizaba por encima de la rodilla. El corte era poco profundo, pero largo. Tras sacar un maletín de primeros auxilios
de su mochila, Janice limpió la herida con un poco de agua y luego la vendó con una gasa. Las delicadas manos de
la arqueóloga sorprendieron a Mel, más porque suponía que si aquello mismo le hubiese ocurrido a ella,
simplemente lo hubiera ignorado. Aún así, no dijo nada.
Janice giró sobre sus talones y sonrió.

—No hago esto sólo por ti, encanto. Esos contrabandistas son unos babosos. Ven sangre y creen que estás herida e
indefensa. Puedo controlar a Aries hasta cierto punto, pero no sé lo desesperada que estará su tripulación. La última
vez que estuve en su barco tenía una herida sangrante en el hombro, y en un momento dado tuve que romperle el
brazo a un tipo para que me dejara en paz. Tendremos un camarote a bordo, así que te sugiero que no salgas de él
hasta que lleguemos a la isla de Cal. Serán un par de días muy aburridos, pero créeme que preferibles a toda la
excitación que viaja en esa nave.
Cuando hubo terminado con la herida de Mel, guardó el equipo y se preparó para bajar por el lado opuesto de la
pared rocosa. Sin saber muy bien por qué, Mel se sentía algo amedrentada tras escuchar la explicación de la
doctora. Janice notó el repentino silencio y se sonrió mientras seguía a Argo por el acantilado.
No llevaban mucho tiempo en la arenosa playa cuando un pequeño bote emergió por uno de los laterales de la cala.
Argo lo vio al instante y reveló su existencia mediante un ladrido.
—Justo a tiempo.

Janice sonrió e indicó a Mel que la siguiera lanzándose a su encuentro. Una vez llegaron a la rompiente poco
profunda, uno de los dos tipos que ocupaban la embarcación saltó por la borda y tiró de ella hasta que tocó tierra.
Janice estrechó la mano extendida del hombre.
—Aries, me alegro de verte. —Luego añadió hacia el que aún se encontraba a bordo—. Y a ti, Toby.
Éste último sonrió y saludó con la mano mientras Aries se acercaba a Mel.

—Me dijeron que traías compañía, Doctora Covington, pero no que fuera tan hermosa.

Con ello, atrajo con delicadeza la mano de Mel hasta sus labios y la besó suavemente, sobre los nudillos.
Janice miró al cielo un momento y luego se interpuso entre Mel y el capitán.
—Ni se te ocurra —le advirtió.

Mel se tomó unos momentos para estudiar bien al capitán. Era un hombre negro y atractivo, de facciones
oscuramente torneadas y músculos bien definidos. Muy atlético. Su compañero de embarcación, por el contrario,
nada tenía que ver con él. En pocas palabras, era el tipo más enorme que Mel hubiese visto en su vida. Su cabeza
calva estaba cubierta con un tatuaje muy elaborado, un poblado bigote y unos ojos azul brillante. También tenía una
sonrisa amigable que le recordaba a un oso de peluche gigante.
—Soy el capitán Aries —dijo el otro hombre ignorando el aviso de Janice—, y el del bote es Tobías Eule, pero le
llamamos Toby. No puede hablar, así que no le taches de insociable antes de conocerle.
—Encantada —respondió Mel por encima del hombro de Janice, inclinando la cabeza hacia ambos hombres
alternativamente.
—Me alegra ver a Argo recuperada —dijo Aries, mirando finalmente a Janice.

—Está como nueva —le confirmó Janice echándose la mochila al hombro y encaminándose al bote. Una vez allí, sacó
un paquete y se lo entregó a Aries. Éste contó el dinero con cuidado y asintió. Después de ayudar a Mel a embarcar,
Janice dirigió un fuerte silbido a Argo, quien saltó fácilmente al interior de la pequeña carcasa de madera. Janice
subió la última tras acomodar su equipaje al fondo de la embarcación, justo detrás de Mel.
El trayecto hasta El Guantelete fue tranquilo. Mel escuchaba en silencio cómo Janice y Aries se interrogaban sobre
sus respectivas vidas, observando con curiosidad la interacción de ambos. La cálida cordialidad que Janice había
mostrado para con Greg Ore se había esfumado. Todo sobre ella se le antojaba interesante y formidable.
Finalmente, Aries se inclinó hacia delante, de forma que Mel apenas si pudo escuchar su pregunta.
—¿Qué os traéis entre manos esa monada y tú? ¿Sois...?
Janice susurró a su vez.
—Vivirás más si lo das por hecho.
El hombre se rió abiertamente al escuchar aquello.
—A buen entendedor pocas palabras bastan, Doc. Está bien, les diré a los muchachos que se mantengan alejados de
tu... compañera. —Sonrió a Mel y le guiñó un ojo. Para cuando devolvió su atención a Mel, ya estaba serio de nuevo
—. Silvus sigue a bordo, y yo me mantendría apartado de él si fuese tú. Aún no te ha perdonado por destrozarle el
brazo como lo hiciste.
Janice asintió.
—Trataré de evitarle. Y espero que él sea inteligente y haga lo mismo.

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No les llevó mucho tiempo alcanzar el carguero. Tras una señal de confirmación por parte del capitán, la pequeña
embarcación y sus ocupantes fueron llevados a bordo. Unos cuantos hombres estaban asomados por la barandilla de
uno de los costados, silbando y llamando a los nuevos tripulantes mientras el bote se izaba. Sin embargo, Mel notó
con satisfacción que, tan pronto como el bote tocó la cubierta y todos quedaron a salvo en el interior del barco, los
silbidos y las groserías se silenciaron. De hecho, la mayoría de aquellos tipos encontraron de repente y
sospechosamente algo muy urgente que hacer.
Mel siguió a Argo y Janice bajo la cubierta, hasta su camarote. Una vez dentro, Janice dejó caer su bolsa contra la
pared y revisó la habitación. Argo se encaramó a la cama, el mueble que dominaba la habitación, y esperó
pacientemente a que Janice le librara de su carga. Una canasta servía como mesa o cómoda, con una gran
palangana esmaltada sobre ella. Un viejo espejo pendía de la pared, y también varios ganchos para colgar ropa. En
el suelo, junto a la canasta, pudo observar la presencia de un enorme contenedor de agua con una tapa. Sentándose
en la cama, junto a Argo, Janice comenzó a desatarse las botas.
—El agua está limpia —dijo Janice en tono conversacional mientras se deshacía de la bota con una patada y movía
con alivio los dedos del pie—. Aries no es tan tonto como para meterme en un cuarto sin sábanas y agua limpia.
Aparte de eso, no puedo garantizar nada.
—¿Son cosas mías o en realidad no te gusta el capitán? —preguntó Mel estudiando su propio reflejo sobre la
superficie del espejo. Nunca había pensado que se vería alguna vez tan... desarreglada.
—Oh, sí que me cae bien —respondió Janice observando con interés a Mel—. Es sólo que no confío en él. Diablos,
conozco su negocio lo suficiente como para saber que no se sobrevive demasiado si haces de la lealtad algo
prioritario.
Mel asintió, distraída, y Janice negó con la cabeza.
—¿Ves algo interesante, Mel?

Ésta se giró justo a tiempo de ver los brillantes ojos verdes que la contemplaban.

—Yo... pues... Estaba pensando que este atuendo es mucho más cómodo de lo que pensaba. Excepto las botas. Los
pies me están matando.
Para cuando terminó la frase, Janice ya estaba en pie y buscando su equipo de primeros auxilios.
—Has caminado mucho hoy, podrías tener ampollas.

Hizo un gesto a Argo para que se quitase de la cama y, cuando ésta quedó libre, otro a Mel para que ocupara su
lugar. Sentada en el suelo del camarote, Janice comenzó a desatarle los cordones de su bota derecha. Mel contempló
los experimentados dedos de la mujer cumplir con la tarea, y sintió que su pulso se aceleraba mientras la habitación
empezaba a encogerse.
—No tienes por qué hacerlo, Janice —protestó Mel con timidez cuando la primera bota le liberó el pie. La delicada
atención de su amiga estaba provocando que su corazón se desbocara, lo cual ya era inquietante de por sí, aunque
pronto comenzaron a unirse otras sensaciones igualmente distrayentes.
—No seas tonta —respondió Janice entregada a su labor—. Si tienes ampollas no podrás caminar —añadió con una
gran sonrisa y mirando aquellos claros ojos azules—, y ni siquiera te plantees la posibilidad de que te lleve a
cuestas. —Casi como a última hora, Janice elevó la vista de nuevo—. No serás particularmente tímida en lo que se
refiere a tus pies, ¿verdad?
Mel quería echar a correr.
—Ah... no especialmente...
Janice asintió.
—Bien, porque hay muy poco lugar para la modestia en arqueología.
Mel miró al techo, asombrada de descubrir colgado allí otro espejo. Era alargado y seguía la trayectoria de la cama.
Moviéndose ligeramente, pudo ver el reflejo de Janice cuando le quitó el calcetín y comenzó a masajearle el pie, en
busca de rozaduras o ampollas. Era una sensación maravillosa, casi demasiado buena.
—Janice, ¿por qué hay un espejo en el techo? —preguntó finalmente para distraerse, justo en el momento en que la
mujer comenzaba a desabrocharle la otra bota.
—Éste es el camarote de Aries. Duermo aquí cuando estoy a bordo. Y no, no con él.
Janice quedó en silencio una vez más, como si el hecho de a quién perteneciera el camarote fuese explicación
suficiente para lo del espejo.
—Él dijo algo en el bote, sobre tú y yo...
Janice la miró y se encogió de hombros.

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—Siento que tuvieras que oír algo tan desagradable. Estarás más segura si creen que te acuestas conmigo. Más que
a nada, respetan a Argo, y sería estúpido que una de nosotras tuviese que dormir en una habitación sin ella. —Tras
contemplar la expresión de sospecha de la otra mujer, añadió—. No te preocupes, creo que seré capaz de
controlarme. Aquí estás segura.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Mel, un poco asombrada por el comentario.
—Sólo que no intentaré nada contigo —respondió Janice inocentemente.

—¿No soy lo suficientemente buena? ¡¿Es eso lo que intentas decir?! —le espetó Mel con furia, más y más ofendida
por las asunciones de la arqueóloga cuanto más pensaba en ello.
—¿Me estás diciendo que quieres que intente algo, Mel Pappas? —le interrogó Janice en voz baja.

—Te pregunto por qué debería asumir que no podrías... —Mel se interrumpió de golpe, apartando el pie de las
manos de Janice. No estaba segura de qué le molestaba más. Que Janice diera por hecho que le resultaba
desagradable intimar sexualmente con ella o que la arqueóloga no tuviese ni el más mínimo interés en lo que a ella
respectaba.
Janice sonrió ante la contundencia de la pregunta.

—Para empezar, Mel, no eres mi tipo. Sospecho que igual que yo tampoco soy el tuyo. Quiero decir... Compañeras
de negocios tal vez, pero... ¿Amantes? Nah.
No enteramente convencida de aquello, a pesar de haberlo dicho, Janice estaba decidida a mantener su atracción
alejada de aquella sureña mimada. No quería hacer frente a un inevitable arrepentimiento, o a que Mel se sintiera
incómoda con ella. Ya le había ocurrido demasiado a menudo en el pasado.
Extrañamente picada por la negativa de la arqueóloga, Mel se giró.

—Me alegra oírlo. Es un buen signo de mi grado de sofisticación y mi madurez —le espetó con acaloramiento—. Y
como muy bien has adivinado, tú tampoco eres mi tipo.
—Lo sé, no soy un hombre —dijo Janice encogiéndose de hombros.
—Eso es más que evidente —añadió Mel con frialdad.

—¿Qué quieres decir con eso? —volvió a preguntar Janice.

Nunca recibió su respuesta. Unos golpes en la puerta demandaron su atención.
—¡¿Qué?! —gritó Janice con furia.

—El capitán quiere verte en cubierta. Un barco intenta interceptarnos —dijo la voz al otro lado.

—Genial, esto es genial —farfulló Janice poniéndose de nuevo las botas. Segundos más tarde iba hacia la puerta,
pero se detuvo para mirar a Mel y a Argo alternativamente—. Vosotras dos quedaos aquí.
En cuanto Janice desapareció, Argo empezó a caminar arriba y abajo por el camarote. Finalmente se sentó, miró
largamente a Mel, luego a la puerta cerrada y empezó a llorar.
—Ha dicho que nos quedemos aquí —le recordó Mel al animal. Sus sollozos se hicieron más fuertes y empezó a
arañar la superficie de madera que la separaba de su dueña. La mujer cambió de opinión y se puso también las
botas—. Le diré que ha sido culpa tuya —dijo abriendo la puerta y echando a correr tras el perro.
:::::::::::::::::::::::::::::::
Janice conversaba con el capitán Aries, mirando hacia el mar con unos prismáticos, cuando ellas dos llegaron a
cubierta.
—¿Es Leesto? —preguntó Aries después de dejar que Janice estudiase un buen rato el barco que se acercaba.
—Nop —respondió la mujer cuando estuvo segura—. Simples contrabandistas. ¿Qué llevas a bordo ésta vez?
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¿Hay un médico en la excavación? de Equis

  • 1. ¿ H A Y A L G Ú N M É D I C O E N L A E X C A V A C I Ó N ? Capítulo 1. JaUla de ESTUdianTeS. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Doctora Covington, ¿cuántos lugares contienen pruebas fiables de la existencia de Xena, la Princesa Guerrera? Janice Covington sonrió con impaciencia. Los ávidos estudiantes de antropología y arqueología no podían esperar para saber más desde el descubrimiento de los Pergaminos de Xena. Las palabras viajaban con rapidez, y tan sólo dos semanas después de pisar suelo estadounidense la ahora afamada arqueóloga había sido invitada a dar conferencias en todas las salas que una vez mancillaron el nombre de su padre. Ella se quedó callada un momento, obligándose a parecer relajada entre toda aquella bola de pupilos, cualquier cosa menos relajados. —Siete emplazamientos han revelado evidencias claras hasta ahora, pero es  posible que pronto desvele algunas más. —Antes de volverse hacia la siguiente mano alzada, Janice se entretuvo un momento para disfrutar los preciosos ojos azules de la rubia que acababa de dirigirse a ella—. Gracias por tu pregunta añadió en voz baja, distinguiendo el ligero rubor que la joven estudiante lucía ya en su rostro al sentarse de nuevo. —¿Y dónde están esos artefactos ahora? —preguntó un hombre joven antes de que le diese la palabra. Janice se giró, irritada, justo en el momento en que la campana de la clase comenzaba a sonar. —Me temo que éste es todo el tiempo de que la doctora dispone por ahora les informó el profesor Solon mientras garabateaba precipitadamente en la pizarra—. Capítulos cuatro a seis para el próximo día, y traed vuestras preguntas preparadas. Cuando los estudiantes comenzaron a salir, varios de ellos se detuvieron para estrechar la mano de la Doctora Covington y felicitarla por su descubrimiento. Janice aceptó toda aquella atención con elegancia, contando los minutos que faltaban para poder irse a casa y quitarse aquella incómoda falda, y también las medias. Al fin y al cabo, aquello era también parte de la arqueología: la palabrería y los contactos que hacían que todo aquello de los proyectos de investigación y los descubrimientos lucieran de una forma más apropiada que la de Harry Covington. —Ha sido una conferencia maravillosa, Doctora —dijo la preciosa rubia cuando llegó al primer puesto de la fila. —Gracias... —Flora, me llamo Flora Gates —le informó la mujer, olvidándose por un momento de soltar la mano de Janice. Ésta no pareció darle importancia al detalle, así que lo dejó estar. —Bien, entonces... Gracias, Flora Gates. Otros de los chicos de la fila comenzaron a impacientarse y a empujar a los de delante, formando con ello un creciente embotellamiento. —Si alguna vez acepta estudiantes en sus excavaciones... bueno... aquí tiene mi número. Me interesaría mucho. Esa última frase fue pronunciada con una inflexión que Janice juzgó, a todas luces, inconfundible. —Veré qué se puede hacer —le respondió aceptando el papel que le tendía con un brillo especial en los ojos. : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : La fresca niebla de primera hora de la mañana llenó el campamento, cubriéndolo todo en una capa fina de vapor blanco y húmedo. El sol por su parte comenzaba a hacer retroceder al frío y al rocío como una manta, puliendo todo lo que tocaba. El fuego de campamento aún humeaba ligeramente, enviando en las ráfagas de aire un ligero olor a madera y perfumando con él aquel claro de bosque. Los pájaros más madrugadores acababan de comenzar sus trinos cuando un nuevo día despertó. La joven bardo se desperezó, desacostumbrada a despertarse tan temprano por las mañanas. La guerrera rió suavemente ante la tibieza que se revolvía a su lado y usó su mano libre para agarrar el borde de la manta y arrojarlo sobre la cabeza de Gabrielle. Xena sabía que su joven amor prefería estar bajo las mantas en las mañanas
  • 2. húmedas y volvió a reír al sentir a la bardo todavía durmiente relajarse en sus brazos. Con Gabrielle pegada a su costado, la pierna de la bardo abandonada sobre las de la guerrera, su brazo a través de su estómago y la cara hundida en su pecho, Xena se dejó devolver al sueño siguiendo el ritmo apacible que le marcaba la respiración de Gabrielle. : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : Janice cruzó el aparcamiento del campus con rapidez, localizando fácilmente su camioneta Ford de dos plazas. —¿Cómo te ha ido, Argo? —preguntó dirigiéndose al enorme perro que había sentado a la parte de atrás. Argo sacó la cabeza por encima de la portezuela, saludando a la Dra. Covington con un húmedo lametón. Vale, vale, chica — dijo Janice entre risas. No insistas, ya sabes que no puedes conducir. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —¡Dra. Covington! —gritó una voz familiar a poca distancia de donde ella se encontraba. Janice hizo una mueca de disgusto mientras se giraba, puesto que conocía de sobra a su propietario. —¿Qué ocurre, Sal? —preguntó, obligándose a mantener la calma. Salvador Monious tomó aire, puesto que la corta carrera por el aparcamiento había agotado todas sus reservas de energía. El conservador del museo, Sal Monious, era un amigo necesario, aunque también incorregible, de poca confianza y completamente inútil. —Tenemos un problema —gimoteó—. Los pergaminos que Jack Kleinman traía de Nueva Jersey —siguió diciendo entre jadeos, apoyándose en el auto de Janice—. Han sido interceptados. Alguien que coincide con la descripción de la Dra. Callisandra Leesto los tiene... —Cal... —murmuró Janice con ferocidad. Un momento. Te pedí que te encargaras de esos pergaminos personalmente. ¡¿Me estás diciendo que dejaste que Jack, el idiota de Jack, fuese a por ellos?! Para entonces Sal tenía aspecto de encontrarse claramente incómodo y nervioso. —Así salía más barato. Con el dinero que hemos ahorrado podremos hacer una exposición mucho mejor en el museo. —Eso será si la consigues —replicó Janice. —Bueno, de hecho esperaba que nos ayudaras a recuperarlos. Miró a su alrededor para comprobar que no había nadie escuchando. Esperaba que el museo no se enterase de este pequeño contratiempo. Yo mismo estaré encantado de financiar personalmente la búsqueda de los pergaminos, si mantienes el asunto en secreto. Janice sonrió. —Oh, por supuesto que lo financiarás, y no te preocupes porque salga a la luz. No tengo ningún interés en que se sepa que confié en que podrías hacer algo bien. —Esperaba que no me costase más de... —Como que no quiere la cosa, un furioso gruñido surgió de la garganta de Argo. Noventa y nueve libras de hostilidad canina fueron más que suficiente para el turbado conservador. Tanto como sea necesario, por supuesto. Instantáneamente, el animal volvió a caminar con tranquilidad. Asintiendo, Janice abrió la puerta de la camioneta. —Bien. Te llamaré esta noche para decirte lo que necesito. Saldré a primera hora de la mañana. Janice rebuscó en su bolsillo y sacó tres objetos. Sus llaves, que puso en el el contacto arrancando el automóvil. Cuando quedó fuera de la vista del conservador, lanzó a Argo una galleta. —Buen trabajo, chica. El tercer objeto era el número de teléfono de Flora Gates, y Janice lo sostuvo un momento en alto. Suspiró y lo devolvió a su bolsillo. —Quizá en otra ocasión, Flora —susurró casi para sus adentros. Argo levantó la cabeza de forma interrogante, pero se mantuvo en silencio. : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : En el mismo momento en que Janice entró en su casa y revisó su correo, unos suaves golpes resonaron en la puerta. Se sacó los zapatos de tacón de dos patadas, se sirvió rápidamente un whisky escocés y fue hacia allí.
  • 3. —Un momento... Mel, ¿qué estás haciendo aquí? Allí estaba ella, de pie junto a su puerta, Melinda Pappas: descendiente de Xena. Janice por su parte se acabó la bebida de un solo trago —En el aeropuerto de Macedonia dijiste que tenías que irte, que tenías cosas que hacer. Janice esperó que el gran dolor que sentía por aquello no se hiciera patente en su voz. —Y eso es precisamente lo que hice. Volé hasta casa, arreglé mis asuntos, tomé el siguiente avión desde el sur de California y bueno... se encogió de hombros de una manera que Janice encontró absolutamente irresistible—, aquí estoy. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Completamente atónita, Janice se giró y fue hacia el salón para ponerse otra copa. Tomando eso como una invitación a considerarse como en casa, Mel entró en la pequeña vivienda, regresando después con dos viajes de maletas, imprescindibles en su caso. Primero en la forma de una repulsiva y opulenta aristócrata sureña, y luego como una intrigante descendiente de Xena, Melinda Pappas había ocupado los pensamientos de la arqueóloga con mucha frecuencia desde que se habían separado. A veces, para sorpresa de Janice, mientras estaba en la cama. No solía sentirse atraída por mujeres morenas más altas que ella, pero era innegable que Melinda Pappas era tremendamente atractiva. —Y debo añadir, Janice, que nunca te había visto tan fem... ¡Oh Dios! exclamó Mel cuando Argo asomó la cabeza por la puerta de la cocina. ¿Qué diablos es eso? —”Eso” —explicó Janice imitando su tono despectivo es ella, y se llama Argo. —Oh, ya veo —dijo Mel sonriendo—, como el caballo de Xena. ¿De qué raza es? —Cruce de labrador y alsanciano. —Curioso —comentó Mel—. A mí me parece más labrador con pastor alemán. Con ello, un gutural rugido emergió de la garganta del animal, sus belfos se elevaron y comenzó a avanzar de forma amenazadora hacia la visitante. Mel por su parte se escudó con rapidez detrás de Janice, quien tranquilizó al perro con una señal de su mano. —Argo prefiere el término “alsanciano”, aunque sea lo mismo que pastor alemán. Está tan furiosa por todo el asunto de la guerra como cualquiera de nosotros. —Fallo mío —dijo Mel dirigiéndose al animal, que meneó la cola en señal de perdón. —Has dicho que el caballo de Xena se llamaba Argo. ¿Cómo lo sabes? preguntó Janice ofreciendo a Mel un vaso de ginger ale. —Estoy segura de haberlo visto en alguno de los pergaminos... Mel trató de dejar la mirada perdida. —Ninguno de los que tuvimos la oportunidad de leer. Janice aún estaba furiosa de que su estúpido compañero hubiese echado a perder una de las más preciadas antigüedades del mundo. Sabía con certeza lo que la Dra. Cal Leesto haría con ellos. Serían subastados al mejor postor y enviados a las cuatro esquinas del planeta. Nunca más se sabría de su existencia. —Verás, Janice. He estado teniendo unos sueños muy raros desde aquello que ocurrió en Macedonia. Es casi como si reviviera los de Xena. Algo muy extraño. Melinda contempló el apenado asentimiento de Janice y se sintió mal por haber mencionado aquello. Recordó lo que Xena había dicho a la arqueóloga mientras estaba en posesión de su cuerpo y los temblores de emoción que había sentido al tener a la descendiente de Gabrielle frente a ella. Aún así, Janice parecía seguir creyendo que la bardo era sólo un exceso de equipaje entre todas las cosas de Xena, y que no valía más que una pequeña referencia histórica. Melinda no estaba segura de qué, pero tenía que hacer algo para hacerla cambiar de opinión. —Entonces, ¿en qué consistirá nuestra primera aventura? preguntó tratando de cambiar de tema. —Mañana me lanzaré a seguir la pista de los pergaminos. Han sido robados por una doctora con la falta de ética suficiente como para que hasta mi padre parezca un santo. Tú... deberías volver a casa. —Eh, alto ahí, Doctora Janice Covington. Me encargué de las cosas pendientes que tenía en casa para que pudiésemos ser compañeras. Ni se te ocurra pensar que me quedaré sentada aquí tranquilamente y os dejaré marchar... Si vas a por los pergaminos, yo voy contigo. Para hacer sus argumentos más poderosos, se sentó en el sofá y se cruzó de piernas, tomando un trago de su refresco, mirando a Janice y haciéndole entender que ya se había hecho a la idea de que estaba en su propia casa. Para completar el cuadro, Argo fue hasta ella y se tumbó a su lado, con la cabeza apoyada en los pies de Mel. —Oh, ya entiendo —dijo Janice—, dos contra una. Bien, quédate. Si no te importa, voy a darme un baño y me voy a
  • 4. dormir. Dicho esto, Janice recogió su chaqueta, la arrojó sin demasiados miramientos sobre el respaldo de la silla del salón y se dirigió hacia el cuarto de baño. —Vaya, parece que tendremos que mejorar sus modales —susurró Mel a Argo rascándole detrás de las orejas—. Pero tiene potencial. Terminó su bebida y se dispuso a echar un vistazo al salón de la doctora. El mobiliario era escaso y antiguo, pero bien cuidado. La sala principal estaba cubierta de libros que se apilaban del suelo al techo. Ejemplar tras ejemplar sobre historia, arqueología, ciencias y mitología... por todas partes. Varios montones de ellos descansaban sobre un escritorio de roble cerca de una chimenea, y otros más en el suelo, a su lado. Algo en el escritorio captó la atención de Mel. Casi como por inercia, se inclinó y tomó un pedazo de cuero labrado. Un trozo rasgado de un brazalete de antebrazo, con metal broncíneo aún decorando su superficie. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Mi brazalete... —susurró Mel deslizándolo por su brazo y comprobando que aún se ajustaba perfectamente, a pesar de los años que habían caído sobre aquella prenda. Además de eso, en la mesa vio un cuaderno desgastado, varias tiras de cuero y un prendedor metálico. Melinda se sentó rápidamente mientras los recuerdos se abrieron paso en su interior, haciéndole sentirse mareada. Una imagen relampagueante le mostró el prendedor en la mano de Gabrielle mientras ésta le recogía el pelo con él. Luego vio la tira de cuero en su propia mano mientras trataba de corresponder torpemente al regalo de la bardo... su amor. Un gemido la trajo de vuelta de aquella realidad y bajó la vista a unos suaves ojos marrones, que la miraban con preocupación. —No pasa nada, Argo. Estoy bien. Aún inseguro, el animal empujó a Mel hasta que las separó de aquellas cosas. —Tienes razón. Debería dormir un poco. De forma ausente, tocó el cuaderno y los adornos para el pelo y se sonrojó. Se sonrojó ante los sueños que sospechaba que iba a tener. Unos sueños que se repetían una y otra vez desde que abandonó Macedonia. Recogiendo la bolsa más ligera, Mel buscó el cuarto de invitados. Encontró una puerta que juzgó como la indicada y probó el picaporte. No estaba cerrada, así que la abrió de par en par. Allí, con cara de sorpresa, estaba la Doctora Janice Covington, desnuda en una bañera, fumando. —¿Te importa? —preguntó Janice sin hacer el más mínimo gesto de ir a cubrir su desnudez. —Um... vaya. Lo siento, Janice. Nadie me ha dicho dónde está el cuarto de invitados. Mel trató con todas sus fuerzas de mirar hacia cualquier otro lugar que no fuera el cuerpo desnudo y musculoso de la arqueóloga. —No hay un cuarto de invitados, encanto. Elige, cama o sofá. A mí me da igual. —Disculpa —dijo Mel antes de salir del baño. Se detuvo un momento en el recibidor para recuperar la compostura, puesto que se encontraba acalorada y tremendamente avergonzada—. Deben ser los sueños susurró para sí. Decidiéndose por el sofá, se dirigió de nuevo hacia el salón. Sin embargo, Argo lo ocupaba ya con ningún aspecto de irse a mover de allí y, de hecho, se limitó a seguir con la mirada los numerosos y exagerados gestos de Mel indicándole que se bajara. —De acuerdo. Dejaré que Janice discuta este asunto contigo decidió dándose media vuelta y encaminándose al dormitorio. Una vez más, se sintió somnolienta nada más entrar y cerró los ojos un instante tratando de reconocer algo. Había un suave y agradable olor en aquel cuarto. Miró hacia la cómoda y descubrió allí un recipiente con brotes de flor de lavanda. También reconoció un ligero aroma a cuero. En una mesita de noche, a un lado de la cama, había una vieja lamparita tiffany con un diseño en forma de libélula y varios libros. Melinda se detuvo un momento para leer los títulos. —Experiencia en vidas pasadas; Memoria genética; Conoce tus otros “yo”; Vidas desde la tumba y Terapia de regresión. Interesante material, Dra. Covington. Sintiéndose casi una intrusa, fue hacia el otro lado de la cama. Acomodada entre las sábanas, estaba lista para dejarse arrastrar por el sueño cuando Janice entró en tromba a la habitación llevando una simple camisa de manga larga de hombre, y Mel se sobresaltó al sentir que su pulso se aceleraba. Intentó mirar hacia otro lado, pero sus pies desnudos le llevaron a los fuertes gemelos y a sus poderosos muslos, y a las líneas de la camisa que dibujaban delicadamente la curva de su cadera. —Bueno, dijiste que no importaba dónde, y el perro está ocupando el sofá le espetó cuando Janice caminó hacia el otro lado de la cama. Melinda estaba segura de que iba a desmayarse cuando la otra mujer hizo a un lado las sábanas.
  • 5. —Mel, estoy en mi casa y no pienso dormir en el sofá. Ahí estás bien. No te voy a morder —dijo, sonriendo antes de seguir... a menos que me lo pidas cariñosamente. —Muy amable de su parte, Doctora Covington —respondió Mel con no menos sarcasmo. Buenas noches. —Buenas noches, señorita Pappas —le deseó Janice con una amplia sonrisa. : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : : V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m ... Desde el momento en que Gabrielle puso la ambrosía en mis labios y recuperé la consciencia, no creo haber sentido mayor felicidad. Estoy segura de que sonreí más durante las horas siguientes que en toda mi vida. Supongo que debí sentir algo de tristeza. Después de todo, los cambios que había hecho en mi vida no habían sido suficientes como para librarme del Tártaro, pero no me importaba. Tampoco la idea de que jamás vería los Campos Elíseos. En vida había regresado con Gabrielle y, comparado con eso, hasta éstos palidecían. “Cuando piensas en los muertos, los muertos pueden oírte”. Cuando reflexiono sobre esa frase, no creo que refleje el verdadero impacto que supone escuchar los pensamientos de los vivos desde el otro lado. Incluso en su profunda tristeza, Gabrielle fue una fuente de apoyo y seguridad para mí. Su tozudez ante el hecho de perderme alimentó mi decisión. Yo nada podía hacer para regresar desde el otro lado, pero una vez reunida con mi cuerpo haría lo imposible para cambiar aquello. Tras despedirnos de Autólicus fuimos a pasar la noche a la aldea amazona. No sabíamos nada del estado de Velasca y celebramos que nuestros problemas, por el momento, hubiesen terminado. Ephiny insistió en que Gabrielle y yo nos quedásemos en su casa y ella, con su hijo, en la de una amiga. Su cabaña estaba apartada del núcleo principal de viviendas, lo cual agradecí enormemente. Intenté afrontar las miradas de curiosidad de las demás amazonas con buen humor, pero el haber regresado de la muerte me agotaba con rapidez. Gabrielle se quedó en la cabaña principal un poco más que yo. Conociéndola, seguro que dio personalmente las gracias a todas y cada una de aquellas mujeres por su lealtad, profundizando aún más si cabe en sus corazones. Vagué por la choza de Ephiny un buen rato, sintiéndome extrañamente nerviosa. Había ocurrido algo entre Gabrielle y yo, y cada fibra de mi ser esperaba que siguiésemos adelante, y no al revés. En el cuerpo de Autólicus respondí al sonido de la voz de Gabrielle con una pasión irrefrenable. Tenía que hablar con ella, tranquilizarla. Desde el momento de mi muerte, su amor y su devoción habían envuelto mi alma como una cálida manta. Era consciente de las cosas que quería, aunque era incapaz de decirlas y sus pensamientos reflejaban los latidos de mi propio corazón. Supongo que por eso la besé. Algo que había soñado en vida, pero que nunca tuve el coraje de hacer. Cuando supe lo que había en su interior no pude contenerme. Y sus labios, sus labios fueron tan suaves... y me respondieron como yo había soñado. Nunca pensé que podría sentirme tan cerca de alguien. No hasta que regresé a mi cuerpo. A pesar de la brevedad del momento, y consumida por la lucha contra Velasca, sentí una conexión con Gabrielle que dudo poder duplicar jamás. Llena de dudas, pero decidida a intentarlo. Así que aquí estoy, apoyada en una ventana, escuchando los sonidos de la noche, contemplando la luna y tan nerviosa como una recién casada en su noche de bodas. Sentí la presencia de Gabrielle junto a la puerta incluso antes de oírla. —Siento haber tardado tanto —dijo al entrar con una bandeja a rebosar en las manos. —¿Demasiadas preguntas? —le pregunté quitándosela y dejándola sobre la mesa. No pude evitar sonreírle, puesto que mi corazón se llenaba de alegría al poder verla con mis propios ojos. —No muchas, pero sí las mismas una y otra vez —contestó alargándome una taza humeante. Inhalé, dejando que me relajara la característica fragancia amazona, aderezada con canela y clavo. Gabrielle tomó un trago de su taza y luego vino a reunirse conmigo junto a la ventana. —Te he echado mucho de menos, Xena —dijo en voz baja. Solté mi taza donde primero encontré y la rodeé con mis brazos, abrazándola fuerte. Desde mi regreso aquello era todo lo que podía hacer para no estar tocándola constantemente. Creo que ella sentía lo mismo, ya que desde el momento en que me retiré a descansar, y hasta que desperté, no se apartó de mi lado ni un segundo. —Yo también —dije con tirantez, tratando por centésima vez aquella noche no llorar. Levantó la cabeza y me miró. Lentamente, bajé la mía y, con delicadeza, cubrí sus labios con los míos. Por desgracia, aquel beso se convirtió en la más amplia de las sonrisas y abrí los ojos, sólo para encontrarme con otra similar en el rostro de Gabrielle. —Mucho mejor sin el bigote —comentó, aliviando enormemente mi nerviosismo. —Me alegra que tú también lo pienses —murmuré. Se apartó de mí y sus mejillas comenzaron a teñirse de rosa. —¿Qué ocurre? —le pregunté.
  • 6. Sonrió, y contestó. —Me gustaría quitarme esto —dijo señalando su atuendo de amazona—, pero no me lo puse yo y no sé cómo... —No diga ni una palabra más, princesa. Estoy aquí para servirla le contesté, acercándome para ayudarle con la armadura. —Ah, es “reina”, Xena. Ahora soy reina —puntualizó con un cierto regodeo. —Cierto —asentí yo, deslizando los brazaletes por sus brazos. Ya me superas en rango. Rió con ganas y me detuve antes de empezar a desatarle las botas. —Te perdono el descuido —añadió de forma altanera, siempre y cuando no se vuelva a repetir. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Sentí su mano sobre mi cabeza, acariciándome el pelo mientras yo manejaba los lazos. Suspiré placenteramente y le acaricié el muslo y la pierna antes de sacar la bota. —Intentaré recordarlo —dije sacando la otra bota. Luego me situé a su espalda para desabrochar los cierres de su peto. Antes incluso de que pudiese tocarla se deslizó en el interior de su camisa y se quitó la falda. No me importó, dado que entre nosotras ya no se trataba de si, sino de cuándo. Nos abrazamos de nuevo y luego llegó su turno de encargarse de mi armadura. —No sabía que esto fuese tarea para una reina amazona —dije. —Esta reina nunca dejará que lo haga nadie más. Admítelo, estamos juntas en esto, Xena. Aquellas palabras resonaron como un canto de sirena en mis oídos. La voz de Gabrielle se hizo más seria cuando me preguntó cómo me sentía, y yo lo consideré un momento antes de contestar. —No sé cómo se supone que debe sentirse alguien después de resucitar, pero estoy bien. Quizá un poco anquilosada, pero ¿quién no lo estaría después de pasar una buena temporada en un sarcófago? —Lo suponía —contestó después de ayudarme con mi ropa de cuero. Ephiny me ha dado aceite de menta para calmarte el dolor. Túmbate en la cama para que pueda ponértelo. Tras quitarme las botas, me tumbé tal y como había ordenado. Oí cómo recogía algo de la bandeja y se acercaba a la cama, y sonreí de nuevo al sentir su reconfortante peso junto al mío. La sentí moverse y después el sonido de sus manos al frotarse una contra la otra. Lo siguiente fue una deliciosa sensación de calidez y suavidad mientras me aplicaba el aceite. Siguió masajeando la parte alta de mi espalda y mis brazos un buen rato, y después siguió hacia abajo, empleándose a fondo en cada parte de mi cuerpo. Me encontraba en un estado de felicidad absoluta sintiendo sus movimientos y, en un momento dado, pasó a mis piernas y pies. —Gabrielle, es fantástico —murmuré. —Sí, así es —me contestó—. Date la vuelta para que pueda seguir. —La complací y miré sus brillantes ojos verdes, que a su vez estudiaban mis caderas—. Iba en serio eso que te dije acerca de que no volvieras a morirte —dijo con tono conversativo mientras vertía un poco más de aceite en sus manos. —Bien. También lo de que nunca lo haré —respondí. Contemplé sus manos descender hasta mi cuerpo y masajearme dulcemente los hombros y los brazos antes de alcanzar mis pechos. Aunque sus caricias no eran en absoluto de tipo sexual, encontré en ellas un placer sensual, sintiéndome derretir bajo sus fuertes manos. Continuó trabajando, concentrada en mi cuerpo, aplicando el aceite curativo sobre mi estómago y mis piernas. Cuando acabó, su roce se hizo más suave, explorando simplemente los contornos de mi silueta. La miré durante un rato. La miré y ella me miró también. Fue entonces cuando descubrí la humedad de su cuerpo, cuando se acercó a mí, cuando tuve que actuar. Ni siquiera consideré preguntarle si aquello estaba bien, si era lo que quería. Habíamos compartido lo suficiente desde mi muerte como para saber exactamente lo que sentíamos y que así es como debía de ser, para ambas. Comencé a recorrer la parte superior de sus muslos con mis manos, deslizando ligeramente los dedos hacia su interior, mientras ella continuaba viajando sobre mi cuerpo. Gimió de placer y dirigió hacia mí sus verdes ojos, repletos de deseo. Recorrí los contornos que la camisa dejaba adivinar sobre su cuerpo, embelesada por la textura de la tela sobre su piel, feliz por su respuesta. Lentamente, se dejó caer hasta mi anhelante boca y compartimos un beso que se fue haciendo más profundo a medida que el deseo crecía, consumiéndonos, convirtiéndonos en un infierno. Su lengua era como terciopelo, haciendo suyos los secretos de mi boca. No le oculté nada, no le negué nada, ¿cómo podría? Compartió completamente su cuerpo y su mente conmigo. Quería que me conociera tan íntimamente como yo a ella. Deposité besos en todo lo largo de su garganta, deleitándome en el latir de su corazón, que conocía tan bien. —Sí —susurró, dejándome sentir las vibraciones que surgieron de ella contra mis labios. Era maravilloso. Abrazándola con fuerza, giré sobre mí misma. Soporté mi peso con los brazos y miré hacia abajo, a la que era fácilmente la cara más radiante que había visto nunca. Con los ojos resplandecientes, me sonrió y recorrió
  • 7. mi mejilla con uno de sus dedos. Lentamente, me dejé caer hasta que mis labios quedaron a unos centímetros de los suyos. Sonriendo, ambas pronunciamos un “te quiero” a la vez. Compartimos también la risa, y después el deseo volvió a reclamarnos, haciendo desarrollarse las asunciones del amor sin necesidad de palabras. La realidad de hacer el amor con Gabrielle sobrepasó de lejos mis fantasías más salvajes. Para mí, ella era perfecta en todos los sentidos. Con deliberada lentitud, deslicé la camisa de dormir por su cabeza, sintiendo la tibieza de su piel contra la mía. Gracias a sus fuertes manos, llevó mi cabeza hasta sus pechos y mi lengua vagó sobre su pezón, incluso aunque su cuerpo temblaba tanto como el mío. Descubrí una pequeña zona de su piel, tan blanca que parecía casi traslúcida. —¿Qué es esto? —le pregunté. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Donde cayó la ambrosía —me contestó entre profundas aspiraciones, obligándome a estrecharme contra ella de nuevo. Cuando besé aquella zona blanquecina el placer le hizo gritar y enterrar las yemas de sus dedos en mi espalda. Podía sentir su humedad crecer contra mi muslo mientras descansaba entre sus piernas. Con su excitación, hice descender mi cuerpo y ella se separó para dejar espacio a mis hombros. Sus manos viajaron suavemente por mi espalda hasta llegar a mi cabeza. Las apartó un segundo al contemplar cómo mis labios bajaban hacia su centro, clavó su cabeza en la almohada y un “siiiiiiiiiiii” nació de su garganta cuando comencé a lamerla. Estaba tan suave, caliente y húmeda que podía sentir cada uno de aquellos movimientos reverberar por todo mi cuerpo. La acaricié así, con cuidado, hasta que sentí su cadera lanzarse contra mi cara, llevándome aún más adentro y con más fuerza. Mi lengua tocó y consumió su hinchado clítoris, y entonces la oí gritar. La confianza y la conexión que sentí cuando perdió el control y se entregó a mí fueron absolutas. Gabrielle y yo siempre estaríamos unidas y ambas lo sabíamos, y disfrutamos de esa certeza. Aquella noche liberó sentimientos en mí que no sabía que tenía. Supongo que eso es lo que había hecho hasta entonces. Primero me enseñó el verdadero significado de la amistad y después a comprender más profundamente el amor. No había nada que no hiciese por Gabrielle, nada que no hiciésemos la una por la otra. Y aquella noche, aquella noche perfecta con la luna brillando al otro lado de la ventana, hicimos todo lo que... siguiente -->
  • 8. Capítulo 2. MIEDO A VOLAR. —Vamos Mel, ¡despierta! Una mano no tan cariñosa sacudió el hombro de Melinda Pappas. —Qu... ¿Qué? —preguntó totalmente adormilada. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —La gran aventura, ¿recuerdas? Si quieres ayudarme a recuperar esos pergaminos, más vale que estés lista en una hora. —Janice estaba a punto de seguir haciendo la maleta cuando miró a Melinda de forma crítica. ¿Te encuentras bien? Pareces desorientada. Janice contempló la silueta tumbada de Mel vestida ya con un pantalón caqui y camiseta interior encima del sujetador. Mel miró el cuerpo musculoso y relajado y luego a las mantas que la cubrían, avergonzada. —Estaba... soñando —respondió Melinda visiblemente sonrojada. —Parecía un sueño de los buenos. Janice sonrió y se puso a revolver sus cajones en busca de una camisa. —Sí, em... bueno. ¿Entonces a dónde vamos? Janice se deslizó en una camisa caqui y la metió por debajo de la cintura de sus pantalones. Luego sacó un revólver del cajón de los calcetines. Tras comprobar que estaba cargado, lo hizo girar con habilidad y lo devolvió a la funda. —Al aeropuerto. Ayer por la noche llamé a Sal Monious, un amigo del museo. Nos ha conseguido billetes hasta más o menos la mitad de camino a la isla donde se esconde Cal. Estoy segura de que allí es a donde ha llevado los pergaminos. El resto del viaje lo haremos en barco. Janice rebuscó en su armario y arrojó una bolsa pequeña sobre la cama, así como un paquete de aspecto poco usual. Luego llegó el turno del látigo y una caja extra de balas. —Podrías esperar a que me levante, ¿no? —preguntó Mel, ligeramente irritada al ver que el contenido del armario comenzaba a llover sobre ella. —Lo siento, encanto, pero no tenemos tiempo —respondió Janice sonriendo. ¿Qué vas a ponerte tú? —Bueno, tengo una falda lavanda preciosa y una blusa crema... Las palabras murieron ante la evidente mirada de incredulidad que recibió de la arqueóloga—. ¿Debo interpretar que lo juzgas poco apropiado? —Por supuesto que sí —replicó la suave voz de Janice. Lo más probable es que nos pasemos huyendo la mayor parte del tiempo. Necesitarás algo un poco más... práctico. —Entonces una chispa apareció en sus ojos, una chispa en la que Mel reconoció sin género de dudas la herencia de su antepasada Gabrielle. Regresó al armario y prosiguió —. Tengo justo lo que necesitas. ::::::::::::::::::::::::::::::: —No sé, Janice. Me siento un poco ridícula. No me favorece. Mel se miró reticentemente en el espejo de cuerpo entero que la arqueóloga tenía detrás de la puerta del dormitorio. Llevaba puestas las botas de Harry Covington, pantalones caqui, una de las camisas de Janice con su propia camiseta interior debajo, la chaqueta de Harry y el pelo recogido en una cola de caballo como la de Janice de forma que, al contemplar su reflejo, Mel se sentía definitivamente rara. —Estás muy bien, Mel. La camisa te queda un poco grande, pero créeme que donde vamos nadie va a prestar la menor atención a tu ropa. Me alegro de que tengas la misma talla que papá. Además, acuérdate de cómo terminó tu traje la última vez. —Cierto —convino Mel recordando que Xena le había echado a perder una falda de treinta y siete dólares—. Pero no tengo intención de que Xena me posea de nuevo. —Eso nunca se sabe —dijo Janice sonriendo. —Vale, tú ganas. ¿Y ahora qué? Janice silbó con fuerza y Argo subió a la cama de un salto. Luego le pasó el paquete misterioso por al cabeza y aseguró las hebillas. El animal llevaba ahora sobre su lomo dos pequeñas bolsas que Janice llenó de municiones y algunas otras cosas.
  • 9. —Si necesitas algo de valor, Argo lo llevará. Ella es lo único que puedo garantizar que regresará de una pieza. Además, llevaré todo lo que necesites en mi mochila. De otra forma, prepárate para perderlo. Voy a por mi cuaderno. Cuando Janice salió del cuarto, Mel se apresuró a abrir su pequeño bolso. Antes de tener tiempo a cambiar de idea, sacó un morral de terciopelo y una funda de pergamino y colocó los dos objetos al fondo de una de las alforjas de Argo. —Es un secreto, Argo —susurró—. No dejes que Janice lo vea. Todavía no. Janice regresó y entregó a Mel unas cuantas cosas más para que las pusiera en las bolsas. Luego metió el cuaderno y munición en la suya. Sacó una mochila del armario y guardó en ella algunas mantas, latas de comida y recipientes con agua. Por último, metió en una de las bolsas del animal una cantimplora de sobra y otra en su cartera. Llevó un buen rato de discusión, pero al final Janice aceptó llevar el maquillaje de Mel y unas pocas cosas más. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Supongo que estamos listas —dijo Janice echando un último vistazo a las bolsas de Argo para asegurarse de que el peso estuviese bien distribuido. —No del todo —dijo Mel saliendo del cuarto. Regresó casi al momento con la chaqueta que Janice se había quitado la noche anterior. Te olvidas esto. Da mala suerte salir de casa dejando ropa sin recoger. Arrojó la prenda a su amiga tras sacar y echar una mirada a algo que sobresalía del bolsillo. —¿Quién es Flora Gates? —preguntó Mel al tiempo que Janice colgaba la chaqueta junto con la falda a juego. —Dame eso —ordenó Janice de forma acalorada, alcanzando el trozo de papel que Mel tenía en la mano. Una vez fuera, Mel continuó. —¿Y bien? —Es una estudiante que quiere ir a una de mis excavaciones, ¿contenta? murmuró Janice mientras colocaba su equipaje en la parte de atrás del camión. —Tiene gracia —comentó Mel mientras Janice le sujetaba la puerta del asiento del copiloto—. Nunca antes había visto la "o" de Flora escrita en forma de corazón. —Eso no es asunto tuyo —zanjó Janice mientras las encaminaba a una base cercana del Ejército del Aire. —No seas tonta —dijo Mel sonriendo y tocando cariñosamente el muslo de Janice (lo cual no pasó inadvertido a la arqueóloga), una pequeña e inofensiva charla entre chicas no te matará. —No me gustan las charlas de chicas. —Por eso deberías practicar. ¿Qué estamos haciendo aquí? preguntó Mel cuando sintió que empezaban a decelerar conforme se acercaban a la verja de seguridad. Un centinela bastante atractivo se inclinó junto a la ventanilla y las miró sonriendo ampliamente. —Me alegra ver que también es capaz de tener amigos sin pulgas, Dra. Covington. El sargento Ore le está esperando. —Gracias, soldado Maleus. Janice saludó con la cabeza al pasar la verja. —¿Dónde empezaste a tratar con el ejército? —preguntó Mel al aproximarse a un enorme avión de carga que permanecía inmóvil sobre el asfalto. —Poker de viernes por la noche —explicó Janice. Me reúno con unos tipos cuando estoy en la ciudad. No es que apostemos dinero. Se trata más bien de favores. —¡Oh Dios! —exclamó Mel, visiblemente escandalizada. —No ese tipo de favores —afirmó Janice con una sonrisa. Greg es el mecánimo jefe y se encarga de arreglarme al camión, o yo ayudo a sus hijos con los deberes. Ese tipo de cosas. En cualquier caso, nos llevamos muy bien desde hace tres años. Yo necesitaba volar hasta una excavación. No es fácil encontrar un trasportista que acepte animales, y de todas formas su tripulación tiene que llevar provisiones hasta cerca de donde yo me dirijo. No le importará. —¿Y al gobierno tampoco? —preguntó Mel intrigada mientras las tres se dirigían al carguero. —Cuando empezó la guerra pensé que seguramente habría problemas —asintió Janice—. El primer viaje que hicimos fue bastante movidito. Las tropas que habían enviado antes que nosotros sufrieron muchas pérdidas, pero en nuestro caso salimos ilesos. Ahora todos creen que Argo les trae buena suerte, así que no hay nada que temer. Ni uno solo de los soldados que han volado con Argo ha muerto en la batalla. —Eso sí que es suerte —convino Mel. —No. —Janice encendió uno de sus puros—. La suerte no existe, y tampoco las maldiciones.
  • 10. Un grupo de soldados se les acercaron corriendo y uno de ellos estrechó a Janice en un brusco y fuerte abrazo. —Me alegro de verte, Jan. —Greg, ésta es Melinda Pappas. Melinda, el sargento Greg Ore, el único hombre vivo que puede llamarme Jan y seguir conservando todos los dientes. —Es un placer, sargento —dijo Melinda estrechando con calidez la mano del hombre. —No, señorita. El placer es todo mío. Es muy raro conocer a una... amiga de Janice. Con la sonrisa congelada en el rostro, Janice golpeó con el codo las costillas del gigantón. Cuando él la miró alarmado, ella le sostuvo la mirada. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —¿Qué? —preguntó él a la defensiva. —Pensaba que... —Creo que deberíamos embarcar —le cortó Mel dirigiéndose a la rampa. En el interior del cavernoso avión, la tropa estaba ya asentada y lista para despegar. Argo escaneó el lugar rápidamente, lamiendo caras y recibiendo afectuosas palmaditas en el lomo por parte de los soldados. A poca distancia, entre los grandes bultos, habían habilitado otra zona para sentarse a gusto. El sargento Ore les indicó aquella zona con un movimiento de cabeza. —Primera clase —dijo el hombre. —¿Por qué vamos separadas de las tropas? —susurró Mel a Janice. El sargento rió con ganas. —Tienen trabajo que hacer, señorita, y sin duda usted y Janice serían un factor de distracción. Melinda se sonrojó ante el halago. —Además, aquí detrás se está más tranquilo —añadió Janice. De acuerdo, Greg —añadió alargándole sus llaves. Puedes usar el camión. Sólo asegúrate de que llegue de una pieza a mi casa. Hay caramelos para Gabriel en la guantera. Tras estrechar la mano de Mel una última vez, el hombre dirigió a Mel un saludo militar y giró con fuerza sobre sus talones, dejándolas allí. Casi inmediatamente, pudieron oír el rugido de un motor c46. Janice silbó y Argo fue hasta ella trotando, tumbándose tranquilamente a los pies de Mel. —¿Cómo es que no la vi en Macedonia? —gritó Mel sobre el creciente rugido del avión. —No estaba allí. El hijo de Greg, Gabriel, estaba enfermo. Adora a Argo, así que la dejé con él mientras se recuperaba. Y funcionó. En poco tiempo ya estaba sacándola de paseo. —No le fue difícil advertir el pánico en los ojos de Melinda a medida que el avión se iba preparando para despegar—. No te gustan los aviones, ¿verdad? —Les tengo pánico —confesó Mel estremeciéndose de arriba abajo. Janice se inclinó hacia ella y tomó su mano con decisión. —Venga, estás siendo muy valiente. —¡Oh, Dios mío! —gimió Mel cuando el avión empezó a ganar velocidad. Se soltó de la mano de Janice y agarró su brazo, enterrando la cabeza en el hombro de la arqueóloga para evitar gritar. —Tranquila Mel, ya casi estamos en el aire —le susurró Janice al oído, rodeándole los hombros con el otro brazo. Tan pronto como el avión quedó estabilizado en el aire, el nivel del ruido descendió drásticamente y cesó el traqueteo. Estaban en camino. Mel no se soltó de Janice enseguida, y tampoco ella dio por terminado el reconfortante abrazo. En un momento dado, Melinda Pappas recuperó la compostura y, con las mejillas sonrosadas, regresó a su asiento. —Lo siento —murmuró, deseando tener una falda en ese momento que poder alisar. —No pasa nada, Mel, de verdad. Todo el mundo le tiene miedo a algo. Janice rebuscó en su bolsa y sacó un par de mantas. Entregó una a Mel y enrolló la otra en el suelo del carguero—. Aún quedan unas horas hasta la comida. Te sugiero que intentes dormir. —Pero si me acabo de despertar.... —De ahora en adelante, Melinda Pappas, sigue mi consejo. Duerme donde puedas y come cuanto puedas. —¿Se aplica lo mismo para ir al lavabo? —preguntó con sarcasmo. —De hecho sí. No puedo garantizarte la próxima comida o la próxima noche en que dormirás en condiciones. La Dra. Leesto es peligrosa, y también sus secuaces. Smythe era una nenaza comparado con ella.
  • 11. Janice se estiró sobre su manta con Argo tumbado junto a ella, con la cabeza apoyada en su abdomen. Mel se desperezó también, pero antes de que Janice se echara el sombrero sobre los ojos, le disparó una nueva pregunta. —Parece que conoces a esa Dra. Leesto muy bien. Janice acarició distraidamente el lomo de Argo y miró al techo del carguero. —Fuimos juntas al colegio. Hasta se puede decir que éramos amigas, hace mucho tiempo. Pero descubrió que la vida era mucho más fácil si se mantenía al margen de todo. Intentó robarme mis descubrimientos y las cosas que aprendía de ellos. Llevamos muchos años peleando por las cosas de Xena. —¿Cuándo fue la última vez que la viste? —preguntó Mel incorporándose sobre un brazo. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Hace un año —suspiró Janice, visiblemente afectada, cuando disparó a Argo. —Mel miró alarmada al perro, que seguía tumbado con docilidad y pereza sobre su ama—. Perdió mucha sangre y casi no lo superó, pero dos cirujanos de las fuerzas aéreas le ofrecieron su tiempo y ayudaron al veterinario. Al final pudo sobrevivir. Janice sonrió con dulzura al perro—. Había descubierto algunos artefactos de la época de Xena como Señor de la Guerra. —¿Y la Dra. Leesto se los quedó? —preguntó con cuidado Mel. Janice asintió. —Sí, pero me las arreglé para sacar a Argo de allí. —¿Y si intenta hacerle daño otra vez? Janice estudió el rostro de Mel un momento antes de contestar y luego se llevó las manos al suyo. —Yo la mataré primero. ::::::::::::::::::::::::::::::: ... Una armadura puede ser muchas cosas. Es una coraza protectora, pero puede convertirse en una jaula si no está diseñada apropiadamente. Puede inspirar miedo, terror o esperanza dependiento de quién la lleve. A fin de cuentas, no son las ropas, sino los actos quienes definen a una persona. —Y dime, ¿quién diseñó tu armadura? —me preguntó un día Gabrielle, aparentemente por hablar de algo. Hacía poco tiempo que viajábamos juntas, así que supongo que la franqueza de la pregunta me sorprendió un poco. Yo le respondí. —¿Por qué? Gabrielle siguió caminando junto a Argo, lanzándome miradas cada cierto tiempo. Nos encontrábamos en un territorio que mi ejército había conquistado unos cuantos años antes, así que yo ya tenía los nervios de punta. —Es que te sienta muy bien. Quiero decir, que estás increíble con ella. Gabrielle siguió adelante, como si no hubiese hecho más que un comentario inocente sobre el tiempo. Por aquel entonces yo aún no me había dado cuante de que simplemente ella era así: completamente sincera en todo. —Ya veo. ¿Así que crees que soy increíble? Cuando me volvió a mirar noté un ligero rubor en sus mejillas. Dioses, fue difícil mantener la serenidad de mi rostro en aquella ocasión. —Lo que quiero decir —trató de explicarme Gabrielle es que... bueno, el negro es definitivamente tu color. Tu pelo, por ejemplo, la forma en que realza tus ojos, el cuero... Todo junto forma una imagen impresionante. Luego está el bronce del peto, que es muy parecido al tono de tu piel. Es el sueño de cualquier narrador. En realidad, el único punto de color en ti son tus ojos. Todo muy dramático. —¿Debo dar por hecho entonces que has estado mucho tiempo contemplándome? le pregunté sin rodeos. —Yo em... bueno... Los bardos tenemos que ser observadores. Es una exigencia de la profesión. Por supuesto que he tenido que mirarte. —Mmmhmmm. —¿Llevabas el mismo atuendo cuando eras un Señor de la Guerra o era diferente? Detuve a Argo y eché un vistazo a mi alrededor. Conocía el terreno, sabía dónde estaba. No muy lejos de una cueva que solía usar en aquel tiempo al que ella se refería. —Si tanto te interesa, te lo puedo enseñar. Íbamos de camino hacia la próxima ciudad sin ninguna prisa, y puede que me sintiera un poco indulgente. Extendí
  • 12. mi mano y, tras un segundo de reticencia, Gabrielle se unió a mí sobre el lomo de Argo. Sonreí cuando sus brazos me rodearon la cintura y sentí el peso de su cabeza contra mi espalda. Cuando cabalgaba conmigo, cuando era incapaz de ver mi cara, me permitía una sonrisa de satisfacción mientras sus brazos me ceñían con fuerza al ponernos en marcha. Era una distracción muy placentera. Con Gabrielle contra mí, charlando animadamente acerca de cualquier cosa que veía, me fue más difícil reconocer los alrededores y recordar la última vez que estuve allí; cabalgando a la cabeza de mi ejército, dejando la tierra carbonizada y ensangrentada a mi paso. Encontré la cueva sin problemas, ayudé a Gabrielle a desmontar antes que yo, encendí una antorcha y entré. Estaba tal y como la recordaba, con algunas cosas tiradas por el suelo: espadas, lanzas... todo echado a perder. Mis hombres muertos habían sido tratados según la costumbre, así que no había ningún cuerpo. Me dirigí a un túnel secundario y en él encontré el nicho en que había escondido el baúl. Gabrielle sostuvo la antorcha en alto mientras yo lo sacaba. —¿Qué es eso? —me preguntó, mirando al desvencijado arcón. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Unas cuantas cosas que almacené aquí cuando vine con mi ejército. Si no recuerdo mal, tenía una armadura de repuesto aquí dentro. —¿En serio? —dijo con asombro acercándose más cuando abrí la tapa. Sonreí indulgentemente, acerqué la antorcha y comprobé satisfecha que todo seguía tal y como lo había dejado. Objetos de mi pasado que ya no eran míos, pertenencias de alguien que ya no era yo. —Oh —suspiró Gabrielle levantando con reverencia la forma alámbrica de mi pectoral. Comparado con el que llevaba ahora, resultaba terriblemente inefectivo. Gabrielle me miró con timidez, y yo ya conocía esa mirada. Estaba dudando entre si debía o no preguntarme algo. —¿Qué? —dije para facilitarle las cosas. —¿Podrías ponértela? —Yo no había esperado aquello, y debí fruncir el ceño porque ella se apartó ligeramente y miró hacia otro lado. Lo siento —farfulló—. Si te trae malos recuerdos o algo así, lo entiendo... Eso me hizo sentir mal porque supongo que la pregunta, viniendo de ella, era lógica. Al fin y al cabo, yo la había llevado hasta allí. —No pasa nada —le aseguré—. No son más que ropas, ¿verdad? Asintió y se sentó en una roca, observándome. Yo suspiré. Me había metido en ese lío sola, y sola tenía que salir de él. Le lancé miradas todo el rato mientras me desnudaba. La atención de Gabrielle permanecía férreamente sobre mí. No creo que parpadeara siquiera cuando me quité los bracaletes, desenganché los cierres de la armadura y me deslicé fuera de mi ropa de cuero. Sus ojos vagaron por mi cuerpo, estudiando mis brazos, mis piernas, mis manos. Me pregunté qué estaría pensando ella. ¿Me miraba con infamia? ¿Con extrañeza? ¿O como una mujer hambrienta de otra? Tenía que guardarme mi imaginación para mí. Habría sido tan fácil convertir este simple juego en una seducción... pero yo no era así. Al menos ya no. Fue extraño volver a ponerme la vieja armadura. La sentí pesada, enorme, opresiva. Cuando me volví hacia Gabrielle, ésta se sobresaltó. —Es... bueno, diferente —dijo por fin. —Y tú muy poco precisa —le respondí. —No va contigo, Xena —me explicó—. Es oscura, y créeme que pensaba que tu vestuario ya no podía oscurecerse más. La capa y todo eso esconde la belleza de tu cuerpo, su fuerza. Y esas hombreras... Supongo que lo que quiero decir es que no necesitas llevar nada para causar temor, algo enorme para ser fuerte ni algo brillante —señaló con la cabeza la cota de malla que yo tenía entre las manos— para resultar increíblemente hermosa. Es como si tu armadura actual dejara que tu verdadero ser emergiera, mientras que esta... lo entierra. Supongo que fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que sentía algo muy especial por Gabrielle... Capítulo 3...
  • 13. Capítulo 3. CHIcAS DE CAMPAMENTO. Mel se despertó sobresaltada y luego suspiró. Una turbulencia la había arrancado de la tierra de Xena y devuelto a su propia vida. Echó un vistazo a Janice, que respiraba apaciblemente con su mano sobre la cabeza de Argo. Ignoraba qué hora sería ni cuánto tiempo había dormido. Oyó unos pasos aproximándose y, al instante, Janice estaba incorporada con el sombrero puesto y totalmente despierta. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Hora de comer, Doctora Covington —dijo un hombre joven acercándose con cuidado. —Gracias —respondió Janice aceptando los bocadillos y las botellas de gaseosa que el soldado le ofrecía. Éste inclinó la cabeza formulando con ello una pregunta silenciosa y Janice sonrió. —Claro, adelante. Argo, da las gracias por el desayuno. El hombre se arrodilló y jugó con el perro unos segundos. —Hay un tentempié extra para Argo —dijo tímidamente. Carne asada. —¿Cuál es tu nombre, soldado? —preguntó Janice. —Purdy —le respondió el hombre. —Entonces gracias, soldado Purdy. Es muy amable de tu parte. Él se levantó y se sacudió las perneras del pantalón antes de emprender el regreso a su unidad. —Gracias a usted, Dortora Covington. Argo trae buena suerte, puedo sentirlo. Mel comió en silencio unos minutos mientras Janice se encargaba de dar a Argo su bocadillo. —¿Por qué no crees en la suerte? —le preguntó finalmente. —Soy una científica, Melinda. En la ciencia no hay lugar para la suerte. —Papá también lo era, Janice, pero llevó una pata de conejo en su bolsillo hasta el día en que murió. —No creo que el conejo le trajera demasiada suerte —respondió Janice con una sonrisa. —Pero fíjate en Xena. —Mel decidió probar una táctica diferente. Tuvo una gran suerte el día que Gabrielle entró en su vida. Janice se encogió de hombros. —Dio la vuelta a una situación realmente mala, tal y como yo lo veo. Y Gabrielle no "entró" exactamente en su vida. Xena la rescató y después ella se negó a dejarla en paz. Mel se cruzó de brazos de forma desafiante. —¿Insinúas que Xena, la Destructora de Naciones, no podría haberse librado de una insignificante bardo si hubiera querido? Si en lugar de a ella hubiese rescatado a Joxer, apostaría cualquier cosa a que no le hubiera permitido seguirle. —¿A dónde quieres llegar? —preguntó Janice mientras masticaba un gran bocado de su sandwich. —Simplemente me intriga el por qué de que no muestres ningún tipo de curiosidad hacia la autora de los pergaminos de Xena. Comprender el papel de Gabrielle en su vida añadiría muchísimo sentido a quién era en realidad. No se la puede definir únicamente por sus hechos... —Tal vez no. Pero no sabemos con seguridad que de hecho fuera Gabrielle la bardo que escribió los pergaminos. Janice se terminó la mitad de su sandwich y guardó el resto en su bolsa para más tarde. —Yo sí lo sé —respondió Mel rápidamente. Janice no pareció haber oído ese comentario. En lugar de eso, desplegó un mapa bastante desgastado en el suelo del carguero, justo frente a ellas. —Aquí es a donde vamos —dijo señalando un punto en la línea de costa de la isla—. Luego seguiremos a pie hasta esta caleta. Señaló otra zona, a unas cuantas millas de la base militar.
  • 14. —¿Por qué no pueden recogernos allí? —Porque los contrabandistas no son bienvenidos en las bases militares respondió Janice en voz baja. —¿Vamos a viajar con piratas...? —Janice cubrió rápidamente la boca de Mel con la mano. —No tan alto, ¿de acuerdo? —Dejó libre a Mel y añadió, señalando con la cabeza a los otros pasajeros—. Ellos no preguntan, y yo no digo nada. Mel pareció enmudecer. —Tiene amigos realmente interesantes, Doctora Covington. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Yo no les llamaría amigos exactamente. Trabajan por encargo y yo me aseguro de que cobren lo suficiente como para que quieran seguir manteniendo tratos conmigo. Conozco al capitán desde hace un par de años, pero el resto Janice se encogió de hombros— son una panda de rufianes. Yo no les daría la espalda si fuese tú. Mel asintió comprendiendo lo que quería decir. —¿Y cuándo nos reuniremos con ellos? —Suponiendo que hayan recibido mi mensaje, pasado mañana. Ya será de noche al aterrizar, así que cubriremos unas cuantas millas en la oscuridad y acamparemos. Haremos el resto del camino mañana, y con un poco de suerte estaremos con Aries por la noche o a la mañana siguiente. —¿De verdad se llama Aries? —preguntó Mel con incredulidad. —No, ese es su signo. Le encanta la astrología. Tras pensar un momento, Janice le preguntó a Mel qué signo era ella. —Bueno, si es verdad que a tu amigo le gustan tanto esas cosas, él mismo te lo dirá —jugueteó Mel con sus brillantes ojos azul celeste. Además, la astrología no me parece algo muy científico. De hecho me sorprende que sepas el tuyo. Janice le devolvió la sonrisa. —A esta pobre Cáncer con ascendente Géminis no le va demasiado ese rollo, pero estuve saliendo con alguien a quien sí le gustaba. Me temo que aprendí más de lo que quisiera admitir. Mel estaba intrigada. —¿Cómo se llamaba el tipo? —preguntó. Unos ojos verdes relampaguearon bajo el ala del sombrero de la arqueóloga. —Jane Celesta. Janice sonrió para sí. Mel se encontraba claramente sorprendida por su confesión, pero luchó con eficacia para no dejar ver su estupor. El ligero movimiento de sus ojos y la dilatación de sus pupilas, situadas entre un mar de brillante color azul, fueron los únicos signos visibles. —¿Y qué signo era Celesta? —preguntó Mel manteniendo la calma. —Leo —respondió Janice—, el signo más amigable del zodíaco. Mel se encontraba ya a esas alturas un poco introspectiva. —¿Y esa Jane era amigable? Janice se encogió de hombros. —Durante un tiempo, pero creo que su ascendente Acuario complicó un poco las cosas. Eso o el hecho de que la engañé con una de mis colegas. —Ya entiendo. —¿Estás segura, Mel? —preguntó Janice casi con timidez. Ahora fue el turno de Mel para sonreír, esperando mostrar con ello una seguridad que no sentía del todo. —Por supuesto. Leo no es tu signo más afín. Janice le devolvió la sonrisa, aunque poco convencida. —¿No lo encuentras algo... —dudó buscando la palabra adecuada ... poco convencional? Mel se inclinó hacia delante y tomó la mano de la arqueóloga con calidez.
  • 15. —Es verdad que no te conozco muy bien Janice, pero no me pareces poco convencional. Hostil, obstinada e insegura tal vez. Y dado que encuentro extraordinario que encontraras a alguien que hiciera aflorar tu lado romántico... Siento que aquello no saliera bien. Janice estaba aturdida. Alabada, insultada y tranquilizada al mismo tiempo. Melinda Pappas se estaba convirtiendo rápidamente en algo demasiado bueno para ser verdad. —Mel —dijo sonriendo con calidez—, eres un bicho raro, te lo aseguro... —Vaya, gracias —respondió Mel con cierto remilgo. —Pero no te equivoques. No tengo ningún problema en encontrar compañía de tipo romántico. Un destello de orgullo crepitó en los ojos de la arqueóloga. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —¿Y eso por qué? —preguntó Mel con fingida indiferencia. —Porque sé cómo hacer disfrutar a una mujer. Mel no podría haber evitado el rubor que le subió inmediatamente a las mejillas ni aunque lo hubiera intentado. No estaba segura de si Janice estaba fanfarroneando o haciéndole una invitación. Y lo más importante es que dudaba en cuál de esas dos opciones quería que fuese cierta. Podía sentir cómo la línea que la separaba de su antepasada se diluía cada vez más y más, y le resultaba difícil mantener separados los sentimientos de Xena de los suyos propios. Sin saber muy bien por qué, sospechaba que en un momento dado el poder de los sueños de la guerrera menguaría y que sería capaz de ponerlos bajo la perspectiva de su propia vida. Tal vez debido a que la alternativa, que su propia personalidad quedase consumida por la de una guerrera muerta desde hace siglos, la asustaba demasiado como para aceptarlo. En un momento dado Janice dejó a un lado sus mapas y volvió a reclinarse para dormir. Mel sin embargo decidió no imitarla. Lo último que necesitaba por el momento era otra visita de Xena. Tomó el cuaderno que yacía justo a un lado de la arqueóloga y leyó por encima las atestadas páginas. La mayoría de los pasajes eran sobre Xena. Notas escritas por la cuidadosa mano de la doctora acerca de sus descubrimientos, teorías y especulaciones sobre la vida de la princesa guerrera. Había también algunos bocetos, principalmente de excavaciones y su ubicación, pero otros eran dibujos de cómo Janice suponía que era aquella mujer. Sonrió al ver las notas acerca de los recientes acontecimientos de Macedonia. Encontró una breve descripción de sí misma y las primeras impresiones de Janice, y no pudo por menos que fruncir el entrecejo al leer las palabras "mimada belleza sureña" en uno de los márgenes. "Eso ya lo veremos", pensó para sí Mel. Luego volvió la página y su aliento quedó paralizado al ver allí un dibujo suyo. O tal vez de Xena con su cara. El pelo suelto, los ojos brillantes y confiados, nunca podría haber pasado por un dibujo de ella. Aquella gracia apacible era algo con lo que Melinda Pappas solamente soñaba, cuando recuperaba el control de sus sueños. ::::::::::::::::::::::::::::::: Mel encontró el aterrizaje del C46 aún más traumático que el despegue. Argo se reclinó contra ella, ofreciéndole tanto apoyo como era capaz, y Janice se mostró sorprendentemente comprensiva con ella. Esperó con paciencia junto a la compuerta hasta que Mel se recuperó lo suficiente como para que iniciaran la marcha. Tras un corto trayecto se encontraban a la salida de la base, avanzando por una de las estrechas sendas de aquella isla poco poblada. —No puedo comprender por qué no usamos linternas o antorchas o algo así. Nos estamos metiendo a ciegas en un bosque terriblemente oscuro se quejó Mel al comprobar que efectivamente Janice se dirigía directamente hacia la maleza. —Hay luna llena, Mel, y muchísima luz. Además —añadió acomodándose su pesada mochila—, las linternas hacen desaparecer todo aquello que queda fuera de su alcance. No creo que la isla sea tan segura. Tú sígueme le urgió—, y estarás a salvo. Con un suspiro, Mel dirigió la mirada hacia la senda que ya seguían la doctora y su perro. Al cabo de un rato, sus ojos se acostumbraron a la luz de la luna que iluminaba todo a su paso. Las plantas tropicales estaban bañadas de una luz azul pálida. Janice seguía silenciosamente a Argo, con el machete en la mano y cortando con él de vez en cuando la vegetación que se interponía en su camino. Pronto llegaron al borde de un acantilado que servía de pantalla al océano color añil. Mientras superaban con cuidado los zigzags del camino que bajaba hasta la playa, Janice iba ofreciendo a Mel su mano para ayudarla en los tramos más complicados. Argo parecía ajena a cualquier peligro, ya que avanzaba unos veinticinco pies por delante de su dueña, deteniéndose sólo de vez en cuando para que ésta pudiera alcanzarla. Una vez en la playa, se dirigieron rápidamente a una zona segura de los acantilados, protegida por las rocas en tres de sus cuatro flancos. —Parece un mundo totalmente distinto —dijo Mel en voz baja mientras Janice revolvía en su mochila. —Lo es —le respondió ésta, preparándolo todo para poder acampar—. Estamos a salvo de la marea, tenemos leña en abundancia por los alrededores y podemos arriesgarnos a encender un pequeño fuego. —¿Y los animales? —preguntó Mel en cuanto se planteó la idea de ir a buscar la leña. Janice sonrió, leyéndole el pensamiento.
  • 16. —Llévate a Argo. Seguramente no habrá muchos bichos en la isla que sean más grandes que ella, y no dejará que ninguno de ellos te ataque. Con un poco de suerte, hasta puede que volváis con algo que nos sirva de cena. Mel asintió, aunque no demasiado convencida, y se dirigió hacia los árboles. Janice la siguió con la mirada y sintió que sus ojos bajaban casi involuntariamente por la suntuosa silueta de la mujer de oscuro cabello. —Ya basta, Janice —se espetó a sí misma justo en el momento en que su imaginación comenzaba a volar. ::::::::::::::::::::::::::::::: Para cuando Mel regresó con los brazos repletos de leña, Janice había construido un pequeño círculo de piedras y desplegado sus mantas, una a cada lado de éste. Al poco rato, una pequeña fogata arrojaba luz a su alrededor, dotando al campamento de un tenue brillo dorado. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —¿Qué? ¿Y los conejos? —le preguntó Janice a Argo cuando el enorme animal se acurrucó en la arena que quedaba entre las dos camas. ¡Perezosa! —¿De verdad caza para ti? —preguntó Mel, sospechando que la arqueóloga sólo le estaba tomando el pelo. —A veces —respondió Janice, rebuscando en su mochila y sacando una pequeña lata de comida—. ¿Te gustan las sardinas? le preguntó abriendo la tapa y mostrando los pequeños peces que contenía. La mueca en la cara de Mel fue toda la información que necesitó. Lanzó un suspiro, sacó la otra mitad del sandwich que le quedaba en la cartera y se lo arrrojó. También tengo galletas y carne picada en lata, si lo prefieres. Sacó otra lata, la abrió y la puso frente a Argo. Tras comerse con rapidez la escasa comida que le sirvió de cena, Janice se levantó e indicó con un gesto a sus dos compañeras que se tranquilizaran. —Sólo voy a echar un vistazo. Quedaos aquí. Mel se comió su sandwich en silencio, tratando de juntar todas las piezas de que se componía Janice Covington y formar con ellas una imagen coherente. Pero sin mucha suerte. ::::::::::::::::::::::::::::::: Veinte minutos más tarde, Janice volvió a emerger sin ningún ruido por el límite de la luz del fuego. Llevaba una piña madura en su mano y lucía una expresión enormemente satisfecha. —Me encanta la piña —dijo Mel, sonriendo ampliamente ante aquella sorpresa. Minutos más tarde, ambas mujeres saboreaban con deleite el jugo de la fruta. Luego fueron rápidamente al rompeolas para lavarse y librarse de la pegajosa sensación que cubría sus brazos y sus caras. Mel se levantó, estirando la espalda y miró al horizonte. La luna llena brillaba con fuerza, iluminando el océano con suaves destellos. El cielo estaba despejado y las estrellas lo llenaban de un lado a otro. En pocas palabras, aquella era una de las vistas más maravillosas que Melinda Pappas había contemplado en su vida. —Entonces, Janice Covington, ¿así es la vida para ti? ¿Saltar de una aventura a otra, viviendo en un mundo de belleza surrealista? Janice siguió la mirada de Mel hacia el océano. —Algunas veces —respondió pensativamente. Pero he pasado noches en esta isla, con lluvia cayendo a raudales y lodo y arena mojada por todas partes. Noches interminables sin fuego, sin comida y sin saber si volvería a casa alguna vez. —Y aún así continúas... —Mel sonrió a su amiga de vuelta al campamento. —Como decía mi padre, los Covington somos demasiados estúpidos como para abandonar. Un indicio o una pista y la fiebre del descubrimiento hace que todas las noches húmedas y frías valgan la pena. Al llegar, Janice y Mel se sentaron juntas en la manta de ésta mientras la arqueóloga alimentaba el fuego con unos cuantos pedazos de madera más. Disfrutando de los sonidos del bosque, así como de su mutua compañía, Mel comenzó a sentirse como si estuviera en otro mundo. —Así que la miseria vale la pena —dijo Mel finalmente. Pero, ¿y la soledad? Ninguna Flora Gates o Jane Celesta que compartan esa miseria contigo. Janice ladeó la cabeza con curiosidad ante esa pregunta. —Mientras trabajo no me importa —contestó honestamente. O bueno, no demasiado a menudo —prosiguió sonriendo. Me gusta pensar que he heredado la afición de mi padre por las mujeres. Pero por desgracia también su habilidad de no ser capaz de mantener a una cerca demasiado tiempo. A pesar de eso, amó a mi madre de verdad añadió en voz baja. Después, preguntó con más ánimo—. ¿Y qué hay de ti, Mel? ¿Debo suponer que no estás casada? Mel miró al fuego y negó con la cabeza.
  • 17. —Oh, no. Ni mucho menos. Papá solía contarme una historia cuando era pequeña. Decía que hace mucho tiempo las personas tenían cuatro piernas y dos cabezas, y los dioses lanzaron rayos y los separaron, de forma que cada uno tuviera sólo dos piernas y una cabeza. Solía decirme que buscara la otra mitad de mi alma, que no me conformase con menos. Y la verdad es que nunca lo he hecho. Siempre me gustó esa historia porque por lo visto su abuela se la contó a él. Al parecer, en algún lugar hay alguien con dos piernas y una cabeza: la otra mitad de mi alma. Janice sonrió mientras seguía mirando la hoguera, con sus propios pensamientos a años y años de distancia. —Tu padre también me la contó a mí. —Sacudió la cabeza riendo. Estaba hundida, Diana me acababa de romper el corazón. Dios, ¡qué joven era entonces! El caso es que tu padre estaba de visita en el campus y había aceptado echar un vistazo a mis estudios a la hora de comer. Debía tener un aspecto horrible, porque él supo al instante que algo no iba bien. Un tipo poco corriente, tu padre. Me dijo que "ella" no valía la pena y después me contó ese cuento. Ni siquiera le insinué que la causa de aquello era una mujer. Siempre me gustó, y siempre le respeté. Mel sonrió ante el recuerdo de su padre, halagada de que hubiese conectado tan bien con su nueva amiga. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —¿Siempre te has sentido atraída por mujeres? —preguntó en voz baja contemplando el matiz anaranjado del pelo de Janice a la luz de la hoguera. Janice jugueteó con las ramas más cercanas y Mel pensó que tal vez no debía haber dicho aquello, pero una respuesta interrumpió sus pensamientos. —No lo sé. Supongo que sí. Quiero decir que en realidad nunca me lo había planteado. Mi padre intentó hacerlo lo mejor posible, pero tengo entendido que viajar de una excavación a otra es un modo poco usual de criar a una niña. Me enseñó a manejar el revólver a los diez años, y para entonces empecé también con el látigo. Crecí como una excavadora, pasando objetos de contrabando de un país a otro... Supongo que siempre me consideré como uno más de los muchachos. Fue terrible para mí tener que adaptarme al colegio, a la rutina, a la seguridad. Todo me era muy extraño. No tenía ningún interés en salir con los chicos de allí porque me parecían... no sé... poco interesantes. Diana estaba en mi clase de antropología y bueno... —Se ruborizó ligeramente. —¿La vida se volvió interesante? —sugirió Mel. —Y que lo digas —convino Janice girándose hacia la mujer con una sonrisa tímida en los labios. No estaba preparada para el brillo que encontró en sus ojos azules, mirándola con calidez. La expresión de la cara de Mel era indescifrable. Había una fuerza y un anhelo en su rostro que Janice nunca jamás habría asociado con Melinda Pappas. Al sentir que el rubor volvía a subir a sus mejillas y que su pulso se aceleraba, echó un vistazo en derredor, más que nada para no tener que volver a mirar a su compañera. Bueno, em... Se está haciendo tarde, Mel. ¿Por qué no duermes un poco? Tendremos que cubrir otras ocho millas mañana por la mañana. Confusa por el repentino cambio de humor de Janice, Mel se sintió tremendamente culpable por haberse metido en la vida personal de la arqueóloga. —Janice —dijo Mel colocando una de sus manos en el brazo de Janice cuando ésta intentó levantarse de la manta —. Si he dicho algo que te haya molestado, lo siento de verdad. —No pasa nada, Mel —contestó Janice obligándose a mostrar una sonrisa apacible—. Es cierto que necesitamos dormir. Mel la soltó, pero siguió mirando a su impertinente compañera mientras ésta se tumbaba en su propia manta y se preparaba para dormir. —No te creo, ¿sabes? —dijo Mel cuando Janice se tapó la cara con el sombrero. —Eso es cosa tuya —contestó Janice, quedándose dormida segundos después. ::::::::::::::::::::::::::::::: ... Supongo que fue tremendamente adecuado que las lluvias empezaran unos cuantos días después de la muerte de Pérdicas. No recuerdo que Gabrielle y yo nos hubiésemos sentido alguna vez más miserables que entonces. Yo aún estaba lidiando con las implicaciones de su matrimonio, y Gabrielle estaba de luto. Supongo que yo también, sólo que llevaba así mucho más tiempo que ella. La oscuridad me había envuelto como una mortaja desde el momento en que le vi declarándosele. Las idas y venidas de los días siguientes fueron tan agotadoras como cualquier batalla en la que hubiese luchado. Me sentía esperanzada por que dijese que no, y culpable por desear con todas mis fuerzas que lo hiciera. Le di mi apoyo intentando mantenerme neutral. No quería que se quedara sólo por mí. Y la alegría que sentí cuando me dijo que su respuesta era no... Casi le confesé mi amor entonces. Pero al final aceptó. Aceptó justo en mitad de una batalla, cuando aquel estúpido dejó caer su espada, arriesgando con ello la vida de ambos. Estaba cansada. No era la primera vez que Gabrielle me había sorprendido tan de repente, haciéndome preguntarme en cuestión de segundos si la conocía realmente. Ya me había abandonado dos veces antes, una para volver a su casa, la otra para ir a Atenas. En cada ocasión me dije a mí misma que eso era lo mejor. Sabía que me estaba engañando, pero era el único consuelo que podía encontrar en un camino que de repente de volvía demasiado vacío. Más tarde regresó, y cada vez más fuerte; más entregada. En cada una de esas ocasiones me sentí más y más segura de la profundidad de sus sentimientos hacia mí. En contra de mi buen juicio, creció la esperanza de que algún día sus sentimientos serían tan fuertes como los míos. Todo aquello quedó destruido por su boda. Ella no volvería.
  • 18. Al principio le abandonó para seguirme, para estar conmigo, y eso que entonces ni siquiera me conocía. Él a su vez la abandonó de golpe en Troya. Tal vez pensó que yo no la dejaría sin luchar. Pero algo cambió, porque regresó a ella como un patético miserable, recurriendo a la generosa naturaleza de Gabrielle. A eso no podía enfrentarme, así que me venció sin pelear siquiera. Luego murió, y yo maté a su asesina. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m En cuanto la lluvia empezó, quiso salir de Poteidaia. Pensé que estaría mejor quedándose en la casa de su familia, sintiendo su apoyo, pero en ninguna de las dos cosas acerté. Quería alejarse del dolor, y como yo me sentía tan hastiada como ella, sólo pude sacarla de allí. Lo único que puedo hacer es suponer lo que pasó por su cabeza mientras caminábamos milla tras milla, empapadas y en silencio. Aún se debatía contra su rabia y su odio por Callisto, ahora inútiles puesto que para entonces yo ya había acabado con ella. Estoy segura de que se sentía furiosa por haber tenido a Pérdicas tan poco tiempo, y no dudo que también le echaba de menos. Tal vez estuviera furiosa conmigo, por haber sido capaz de salvarla a ella, pero no a su amado. Si me culpaba por su muerte nunca me lo dijo. Supongo que llegó un momento en que estaba demasiado consumida con mi propio dolor como para darle el consuelo y el apoyo que quería. Tal vez eso también la enfureció. Sólo sé que aquella noche, cuando el frío y la humedad nos llegó al corazón, ella estaba lista para explotar. Yo había encontrado una pequeña cueva después de caminar todo el día. Quería detenerme, sin importar si ella quería o no. Había espacio suficiente para Argo a la entrada, donde quedaría a cubierto de la rabia de la tormenta. También había espacio para un pequeño fuego, y yo podía levantarme sin que mi cabeza golpeara contra el techo, aunque por poco. Me quité la espada de la espalda enseguida, porque una vez dentro no tendría espacio para desenfundar a mi modo habitual. —No quiero parar —dijo Gabrielle rotundamente desde la entrada de la caverna. —Yo me encogí de hombros. —Argo y yo estamos cansadas. Todas necesitamos descansar. —¿La Princesa Guerrera, cansada? —me espetó. Lo encuentro difícil de creer. —A veces pasa —repliqué sin esforzarme en ocultar el agotamiento en mi voz—. Gabrielle, podrías caminar mil millas más esta noche y seguirías sintiéndote igual de mal. Por favor, ven aquí, sécate y descansa un poco. En silencio, hizo lo que le había pedido. Hacía mucho frío allí. Afortunadamente, las alforjas de Argo habían mantenido secas nuestras camisolas. Me quité la armadura, dejándola junto al fuego para que se secara mientras Gabrielle me miraba sin decir nada, con los ojos brillando como brasas encendidas. Coloqué mi manta contra el ángulo suave de una piedra y me senté. No había sitio para que ambas durmiésemos tumbadas, pero la roca me serviría. —Deberías cambiarte esas ropas mojadas, Gabrielle —le sugerí cariñosamente. —¡Puedo cuidarme sola! —gritó con furia—. ¿Por qué intentas protegerme siempre? En un segundo, estaba de pie. El agotamiento no me permitió, en aquel momento, aguantar sus impertinencias, a pesar del dolor que sabía que sentía. —No intento protegerte, Gabrielle. Soy tu amiga y sólo te digo que el sentirte mal no va a hacer que tu pena sea más pura. No es ni más ni menos que lo que tú me dirías a mí si estuviese en tu situación. Con eso se lanzó contra mí, llorando. Sus puños cayeron contra mi pecho y mis brazos mientras gritaba una incoherencia tras otra. Me quedé quieta y soporté aquello varios minutos, hasta que se hizo demasiado. Pude sentir mi propia rabia crecer; me estaba golpeando con fuerza. Agarré sus brazos y la atraje contra mi cuerpo, abrazándola mientras trataba de soltarse. Al fin cejó en su empeño por golpearme y lloró, rodeándome son sus brazos congelados. No protestó cuando la guié hasta el suelo de la cueva, junto al fuego. No dijo una palabra cuando me coloqué contra el muro de roca y la inmovilicé con mis piernas. No se quejó cuando le quité sus empapadas ropas y le puse una camisa seca. Luego rodeé su cuerpo helado con la otra manta y la acerqué a mí. Siguió llorando y sollozando contra mi pecho mientras la abrazaba. Finalmente, se calmó y me tocó el brazo con su mano de forma apenas perceptible. —Gracias, Xena —susurró contra mi piel. Yo la apreté contra mí para darle fuerzas. —Estoy aquí para ti, Gabrielle —dije respirando sobre su cabello. —Lo sé —suspiró—. Y eso es parte de mi problema. Nunca me has fallado, Xena. Y sé que no se puede decir lo mismo de mí. ¿Qué hacía junto hacia podía decir? Era la verdad. No sé lo que estaba cruzando por su mente. Aquella noche era tan distinta a la de un par de días... En lugar de yacer en una cama llena de tibieza y pasión se veía confinada en una fría cueva a un señor de la guerra reformado. Me vi sorprendida al sentir su mano moverse de mi brazo a mi cuello. Miré abajo, asombrada por el deseo que encontré en los ojos con que me miraba a su vez. Aquello me asoló. Aquella era la mirada que yo tanto había deseado ver, y ahora estaba allí por la razón equivocada. Gabrielle sufría, tanto que estaba desesperada por encontrar una distracción, cualquier distracción. Rozó mi rostro lentamente con sus fríos dedos, siguiendo la línea de mi mejilla y de mi mandíbula.
  • 19. —Te pido perdón por las veces en que te he fallado, Xena dijo acariciándome los labios con sus dedos—. No te merezco susurró llevando su mano hasta mi cuello, atrayendo mi cabeza hacia abajo. En mis brazos, ella se sentía helada, pero sus labios ardieron cuando cubrieron los míos. Me sentí incapaz de rechazar su deseo de alivio, pero cuando su lengua rozó mis dientes pidiendo una mayor intimidad, me alejé de ella con cuidado. Un segundo más y sabía que me habría aprovechado de la única persona a la que había amado de verdad. Afiancé mis brazos a su alrededor una vez más deseando que se sintiera cálida y a salvo. Dejé descansar mi mejilla en lo alto de su cabeza y le dije, suavemente, que se durmiera. Así lo hizo, un poco después. Me quedé despierta toda la noche sabiendo que tal vez no volviera a tener la oportunidad de abrazarla así. Pudo haber sido el agotamiento, pero para mí por aquel entonces aquello fue suficiente. Y durante esas pocas horas, aun rodeada de miseria, fui feliz... V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Capítulo 4...
  • 20. Capítulo 4. MÁS ALLÁ DEL mAR. Janice giró la cabeza por centésima vez aquella noche para mirar a Mel. Encontraba a aquella belleza de pelo negro extrañamente cautivadora y sintió que probablemente nunca se cansaría de verla dormir. Sus ojos se movían de forma apenas perceptible, arriba y abajo, en sueños, y sus facciones se encontraban relajadas. Argo se había acurrucado junto a ella, y Janice se lo agradeció en silencio. Ya a ella la había mantenido abrigada muchas noches, y se había sentido algo intranquila por la posiblemente escasa tolerancia de Mel al gélido aire nocturno. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m "A pesar de todo", razonó para sí "fue decisión suya el venir". Se preguntó una vez más por qué una mujer tan obviamente mimada querría emprender un camino tan duro. Se encogió de hombros y se recordó a sí misma que eso no era de su incumbencia, ya que todo el mundo vivía y aprendía de sus propios errores. El ser encantadora, dulce y tremendamente hermosa no te protegía de eso. Así, al escuchar el retumbar de las olas rompiendo en la playa, Janice decidió que ya era hora de levantarse. Con su primer movimiento, los ojos del perro se abrieron y miraron a la mujer con intensidad. —Tranquila, chica. Quédate con Mel. En seguida vuelvo —le susurró, ordenándole además con la mirada que permaneciese allí. Luego fue hacia unas rocas cercanas que había decidido establecer como cuarto de baño. ::::::::::::::::::::::::::::::: Mel se despertó gracias al aroma a café que inundaba por completo sus sentidos. Abrió los ojos hacia las estrellas que aún brillaban en el cielo, sobre ella, con Janice Covington sentada al otro lado de un reavivado fuego y bebiendo de una taza humeante. —¿Qué hora es? —preguntó Mel aún medio dormida. Janice miró brevemente al cielo antes de contestar. —Aún quedan un par de horas para que amanezca. Nos queda una larga caminata por delante esta mañana. —Pero ya no hay luna... ¿Cómo vamos a ver? —preguntó Mel incorporándose con esfuerzo. Aceptó de buena gana la taza esmaltada que Janice le ofrecía, sintiendo el calor de las manos de la arqueóloga contra sus dedos helados. —Avanzaremos siguiendo la playa. Para cuando tengamos que subir la siguiente cala, el sol ya habrá salido. Janice estaba impresionada de que Mel no hubiera empezado a quejarse cuando se pusieron a recoger las cosas. La hija del arqueólogo parecía estar hecha de un material mucho más duro de lo que ella había sospechado. Cubrieron deprisa la longitud de la costa, varias millas hasta el siguiente afloramiento rocoso. Una enorme formación basáltica emergía del agua y no había forma de rodearla. Tendrían que pasar por encima. —¿Y ahora qué? —preguntó Mel cuando alcanzaron su base. No era del todo vertical, pero aún así, sí muy empinada. Janice llamó a Argo y sacó algo de una de sus bolsas. Tras hacer que se sentara justo frente a ella, procedió a colocarle unas fundas de cuero en las patas, asegurándolas después por medio de correas. —Vamos a escalar —respondió Janice con decisión. Sacó dos pares de guantes de cuero de su mochila y le tendió uno a Mel. —El basalto es muy afilado. Argo se cortó en una pata la última vez. Ten cuidado de dónde pones las manos, intenta no apoyar las rodillas y todo irá bien. Mel miró al acantilado de rocas con poco convencimiento. —¿Y Argo cómo va a poder...? Janice sonrió. —Argo, ¡arriba! Señaló un punto sobre la cima de las rocas. El perro retrocedió y avanzó un par de veces, buscando el mejor lugar por el que empezar y luego comenzó a trotar ladera arriba. Había la suficiente inclinación como para que el animal subiera haciendo un recorrido en zigzag. —Nosotras detrás —explicó Janice.
  • 21. Después se encaró con la roca, con Mel pisándole los talones. Se detuvo varias veces durante el ascenso para asegurarse de que Melinda Pappas avanzaba a un ritmo aceptable. Argo alcanzó la cumbre en unos diez minutos, aunque a las mujeres les llevó algo más del doble de tiempo. Janice se quitó la mochila y le ofreció una cantimplora de agua a Mel tan pronto como ambas estuvieron arriba. —Deja que le eche un vistazo a eso —dijo Janice, aunque Mel no estaba segura de a qué se refería. Entonces, siguiendo la mirada de la arqueóloga hasta su pierna, descubrió un hilillo de sangre que le bajaba por la rodilla, sobre el pantalón. —Ni me había dado cuenta —le aseguró Mel, ahora que comenzaba a sentir el dolor del corte. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Esta roca es afilada. Hay mucha obsidiana en ella —le explicó Janice mientras le sacaba la pernera de la bota y la deslizaba por encima de la rodilla. El corte era poco profundo, pero largo. Tras sacar un maletín de primeros auxilios de su mochila, Janice limpió la herida con un poco de agua y luego la vendó con una gasa. Las delicadas manos de la arqueóloga sorprendieron a Mel, más porque suponía que si aquello mismo le hubiese ocurrido a ella, simplemente lo hubiera ignorado. Aún así, no dijo nada. Janice giró sobre sus talones y sonrió. —No hago esto sólo por ti, encanto. Esos contrabandistas son unos babosos. Ven sangre y creen que estás herida e indefensa. Puedo controlar a Aries hasta cierto punto, pero no sé lo desesperada que estará su tripulación. La última vez que estuve en su barco tenía una herida sangrante en el hombro, y en un momento dado tuve que romperle el brazo a un tipo para que me dejara en paz. Tendremos un camarote a bordo, así que te sugiero que no salgas de él hasta que lleguemos a la isla de Cal. Serán un par de días muy aburridos, pero créeme que preferibles a toda la excitación que viaja en esa nave. Cuando hubo terminado con la herida de Mel, guardó el equipo y se preparó para bajar por el lado opuesto de la pared rocosa. Sin saber muy bien por qué, Mel se sentía algo amedrentada tras escuchar la explicación de la doctora. Janice notó el repentino silencio y se sonrió mientras seguía a Argo por el acantilado. No llevaban mucho tiempo en la arenosa playa cuando un pequeño bote emergió por uno de los laterales de la cala. Argo lo vio al instante y reveló su existencia mediante un ladrido. —Justo a tiempo. Janice sonrió e indicó a Mel que la siguiera lanzándose a su encuentro. Una vez llegaron a la rompiente poco profunda, uno de los dos tipos que ocupaban la embarcación saltó por la borda y tiró de ella hasta que tocó tierra. Janice estrechó la mano extendida del hombre. —Aries, me alegro de verte. —Luego añadió hacia el que aún se encontraba a bordo—. Y a ti, Toby. Éste último sonrió y saludó con la mano mientras Aries se acercaba a Mel. —Me dijeron que traías compañía, Doctora Covington, pero no que fuera tan hermosa. Con ello, atrajo con delicadeza la mano de Mel hasta sus labios y la besó suavemente, sobre los nudillos. Janice miró al cielo un momento y luego se interpuso entre Mel y el capitán. —Ni se te ocurra —le advirtió. Mel se tomó unos momentos para estudiar bien al capitán. Era un hombre negro y atractivo, de facciones oscuramente torneadas y músculos bien definidos. Muy atlético. Su compañero de embarcación, por el contrario, nada tenía que ver con él. En pocas palabras, era el tipo más enorme que Mel hubiese visto en su vida. Su cabeza calva estaba cubierta con un tatuaje muy elaborado, un poblado bigote y unos ojos azul brillante. También tenía una sonrisa amigable que le recordaba a un oso de peluche gigante. —Soy el capitán Aries —dijo el otro hombre ignorando el aviso de Janice—, y el del bote es Tobías Eule, pero le llamamos Toby. No puede hablar, así que no le taches de insociable antes de conocerle. —Encantada —respondió Mel por encima del hombro de Janice, inclinando la cabeza hacia ambos hombres alternativamente. —Me alegra ver a Argo recuperada —dijo Aries, mirando finalmente a Janice. —Está como nueva —le confirmó Janice echándose la mochila al hombro y encaminándose al bote. Una vez allí, sacó un paquete y se lo entregó a Aries. Éste contó el dinero con cuidado y asintió. Después de ayudar a Mel a embarcar, Janice dirigió un fuerte silbido a Argo, quien saltó fácilmente al interior de la pequeña carcasa de madera. Janice subió la última tras acomodar su equipaje al fondo de la embarcación, justo detrás de Mel. El trayecto hasta El Guantelete fue tranquilo. Mel escuchaba en silencio cómo Janice y Aries se interrogaban sobre sus respectivas vidas, observando con curiosidad la interacción de ambos. La cálida cordialidad que Janice había mostrado para con Greg Ore se había esfumado. Todo sobre ella se le antojaba interesante y formidable. Finalmente, Aries se inclinó hacia delante, de forma que Mel apenas si pudo escuchar su pregunta. —¿Qué os traéis entre manos esa monada y tú? ¿Sois...?
  • 22. Janice susurró a su vez. —Vivirás más si lo das por hecho. El hombre se rió abiertamente al escuchar aquello. —A buen entendedor pocas palabras bastan, Doc. Está bien, les diré a los muchachos que se mantengan alejados de tu... compañera. —Sonrió a Mel y le guiñó un ojo. Para cuando devolvió su atención a Mel, ya estaba serio de nuevo —. Silvus sigue a bordo, y yo me mantendría apartado de él si fuese tú. Aún no te ha perdonado por destrozarle el brazo como lo hiciste. Janice asintió. —Trataré de evitarle. Y espero que él sea inteligente y haga lo mismo. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m No les llevó mucho tiempo alcanzar el carguero. Tras una señal de confirmación por parte del capitán, la pequeña embarcación y sus ocupantes fueron llevados a bordo. Unos cuantos hombres estaban asomados por la barandilla de uno de los costados, silbando y llamando a los nuevos tripulantes mientras el bote se izaba. Sin embargo, Mel notó con satisfacción que, tan pronto como el bote tocó la cubierta y todos quedaron a salvo en el interior del barco, los silbidos y las groserías se silenciaron. De hecho, la mayoría de aquellos tipos encontraron de repente y sospechosamente algo muy urgente que hacer. Mel siguió a Argo y Janice bajo la cubierta, hasta su camarote. Una vez dentro, Janice dejó caer su bolsa contra la pared y revisó la habitación. Argo se encaramó a la cama, el mueble que dominaba la habitación, y esperó pacientemente a que Janice le librara de su carga. Una canasta servía como mesa o cómoda, con una gran palangana esmaltada sobre ella. Un viejo espejo pendía de la pared, y también varios ganchos para colgar ropa. En el suelo, junto a la canasta, pudo observar la presencia de un enorme contenedor de agua con una tapa. Sentándose en la cama, junto a Argo, Janice comenzó a desatarse las botas. —El agua está limpia —dijo Janice en tono conversacional mientras se deshacía de la bota con una patada y movía con alivio los dedos del pie—. Aries no es tan tonto como para meterme en un cuarto sin sábanas y agua limpia. Aparte de eso, no puedo garantizar nada. —¿Son cosas mías o en realidad no te gusta el capitán? —preguntó Mel estudiando su propio reflejo sobre la superficie del espejo. Nunca había pensado que se vería alguna vez tan... desarreglada. —Oh, sí que me cae bien —respondió Janice observando con interés a Mel—. Es sólo que no confío en él. Diablos, conozco su negocio lo suficiente como para saber que no se sobrevive demasiado si haces de la lealtad algo prioritario. Mel asintió, distraída, y Janice negó con la cabeza. —¿Ves algo interesante, Mel? Ésta se giró justo a tiempo de ver los brillantes ojos verdes que la contemplaban. —Yo... pues... Estaba pensando que este atuendo es mucho más cómodo de lo que pensaba. Excepto las botas. Los pies me están matando. Para cuando terminó la frase, Janice ya estaba en pie y buscando su equipo de primeros auxilios. —Has caminado mucho hoy, podrías tener ampollas. Hizo un gesto a Argo para que se quitase de la cama y, cuando ésta quedó libre, otro a Mel para que ocupara su lugar. Sentada en el suelo del camarote, Janice comenzó a desatarle los cordones de su bota derecha. Mel contempló los experimentados dedos de la mujer cumplir con la tarea, y sintió que su pulso se aceleraba mientras la habitación empezaba a encogerse. —No tienes por qué hacerlo, Janice —protestó Mel con timidez cuando la primera bota le liberó el pie. La delicada atención de su amiga estaba provocando que su corazón se desbocara, lo cual ya era inquietante de por sí, aunque pronto comenzaron a unirse otras sensaciones igualmente distrayentes. —No seas tonta —respondió Janice entregada a su labor—. Si tienes ampollas no podrás caminar —añadió con una gran sonrisa y mirando aquellos claros ojos azules—, y ni siquiera te plantees la posibilidad de que te lleve a cuestas. —Casi como a última hora, Janice elevó la vista de nuevo—. No serás particularmente tímida en lo que se refiere a tus pies, ¿verdad? Mel quería echar a correr. —Ah... no especialmente... Janice asintió. —Bien, porque hay muy poco lugar para la modestia en arqueología. Mel miró al techo, asombrada de descubrir colgado allí otro espejo. Era alargado y seguía la trayectoria de la cama. Moviéndose ligeramente, pudo ver el reflejo de Janice cuando le quitó el calcetín y comenzó a masajearle el pie, en
  • 23. busca de rozaduras o ampollas. Era una sensación maravillosa, casi demasiado buena. —Janice, ¿por qué hay un espejo en el techo? —preguntó finalmente para distraerse, justo en el momento en que la mujer comenzaba a desabrocharle la otra bota. —Éste es el camarote de Aries. Duermo aquí cuando estoy a bordo. Y no, no con él. Janice quedó en silencio una vez más, como si el hecho de a quién perteneciera el camarote fuese explicación suficiente para lo del espejo. —Él dijo algo en el bote, sobre tú y yo... Janice la miró y se encogió de hombros. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Siento que tuvieras que oír algo tan desagradable. Estarás más segura si creen que te acuestas conmigo. Más que a nada, respetan a Argo, y sería estúpido que una de nosotras tuviese que dormir en una habitación sin ella. —Tras contemplar la expresión de sospecha de la otra mujer, añadió—. No te preocupes, creo que seré capaz de controlarme. Aquí estás segura. —¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Mel, un poco asombrada por el comentario. —Sólo que no intentaré nada contigo —respondió Janice inocentemente. —¿No soy lo suficientemente buena? ¡¿Es eso lo que intentas decir?! —le espetó Mel con furia, más y más ofendida por las asunciones de la arqueóloga cuanto más pensaba en ello. —¿Me estás diciendo que quieres que intente algo, Mel Pappas? —le interrogó Janice en voz baja. —Te pregunto por qué debería asumir que no podrías... —Mel se interrumpió de golpe, apartando el pie de las manos de Janice. No estaba segura de qué le molestaba más. Que Janice diera por hecho que le resultaba desagradable intimar sexualmente con ella o que la arqueóloga no tuviese ni el más mínimo interés en lo que a ella respectaba. Janice sonrió ante la contundencia de la pregunta. —Para empezar, Mel, no eres mi tipo. Sospecho que igual que yo tampoco soy el tuyo. Quiero decir... Compañeras de negocios tal vez, pero... ¿Amantes? Nah. No enteramente convencida de aquello, a pesar de haberlo dicho, Janice estaba decidida a mantener su atracción alejada de aquella sureña mimada. No quería hacer frente a un inevitable arrepentimiento, o a que Mel se sintiera incómoda con ella. Ya le había ocurrido demasiado a menudo en el pasado. Extrañamente picada por la negativa de la arqueóloga, Mel se giró. —Me alegra oírlo. Es un buen signo de mi grado de sofisticación y mi madurez —le espetó con acaloramiento—. Y como muy bien has adivinado, tú tampoco eres mi tipo. —Lo sé, no soy un hombre —dijo Janice encogiéndose de hombros. —Eso es más que evidente —añadió Mel con frialdad. —¿Qué quieres decir con eso? —volvió a preguntar Janice. Nunca recibió su respuesta. Unos golpes en la puerta demandaron su atención. —¡¿Qué?! —gritó Janice con furia. —El capitán quiere verte en cubierta. Un barco intenta interceptarnos —dijo la voz al otro lado. —Genial, esto es genial —farfulló Janice poniéndose de nuevo las botas. Segundos más tarde iba hacia la puerta, pero se detuvo para mirar a Mel y a Argo alternativamente—. Vosotras dos quedaos aquí. En cuanto Janice desapareció, Argo empezó a caminar arriba y abajo por el camarote. Finalmente se sentó, miró largamente a Mel, luego a la puerta cerrada y empezó a llorar. —Ha dicho que nos quedemos aquí —le recordó Mel al animal. Sus sollozos se hicieron más fuertes y empezó a arañar la superficie de madera que la separaba de su dueña. La mujer cambió de opinión y se puso también las botas—. Le diré que ha sido culpa tuya —dijo abriendo la puerta y echando a correr tras el perro. ::::::::::::::::::::::::::::::: Janice conversaba con el capitán Aries, mirando hacia el mar con unos prismáticos, cuando ellas dos llegaron a cubierta. —¿Es Leesto? —preguntó Aries después de dejar que Janice estudiase un buen rato el barco que se acercaba. —Nop —respondió la mujer cuando estuvo segura—. Simples contrabandistas. ¿Qué llevas a bordo ésta vez?