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LUCIA RABELLO DE CASTRO (org.)
Infancia y adolescencia
en la cultura del consumo
GRUPO EDITORIAL LUMEN
Hvmanitas
Buenos Aires - México
UNA TEORÍA DE LA INFANCIA EN LA
CONTEMPORANEIDAD*
Lucia Rabello de Castro
Desde el aporte fundamental de Phiippe Ariès en su Historia del niño y de la familia (1960), hay
un consenso creciente de que la historia de la infancia es esencial para comprender la infancia de hoy. Por
historia de la infancia se entiende la interpretación de as lentas transformaciones de las costumbres y
prácticas socioculturales que acarrearon cambios en la manera de representar la infancia. En otras
palabras, desde el punto de vista más aceptado hoy, interpretamos la infancia como una construcción
social y, como tal, la infancia sólo puede ser comprendida a partir de los cambios más globales de la
sociedad, donde las diferencias de edad están marcadas por significaciones y valores que varían según la
época histórica. Así, aun concordando con Foner y Kertzer (1978), y Riley, Foner y White (1972), en
relación con el hecho de que la estratificación social basada en el criterio etano está siempre presente, sea
en sociedades occidentales, sea en orientales o indígenas, el conjunto de significaciones, símbolos y
valores atribuidos a la infancia parece ser distinto de sociedad en sociedad y, más aún, de época en época.
En este sentido, reconstruir históricamente la infancia significa buscar, dentro de cada formación social, la
configuración prevaleciente de significados atribuidos a la infancia, articulándolos al conjunto de
representaciones que, en el imaginario social, se relacionan con los diferentes momentos de la existencia
humana en la trayectoria de vida, desde la concepción hasta la muerte. De este modo, las representaciones
sociales sobre la infancia tienen que ver con el conjunto de representaciones sobre los otros momentos de
la existencia, así como con aquellas imágenes y representaciones que, de un modo más amplio, reflejan el
sentido de la vida, de 1 muerte, del paso del tiempo, de las relaciones con los Otros. También, otorgar el
sentido de construcción histórica a la infancia implica analizar cómo las prácticas socioculturales (sean
ellas discursos, acciones o instituciones) posibilitan circunscriben y determinan ciertos tipos de
experiencia durante la infancia.
En la actualidad, la infancia se tomó objeto de preocupación y del discurso de un número creciente
de especialistas: médicos pedagogos, psicólogos, sociólogos, fonoaudiólogos y otros “logos”, haciendo
posible una multiplicidad de representaciones e imágenes sobre la infancia. Más que en cualquier otra
época, tal vez, la infancia fue capturada por sus portavoces, o sea aquellos que, legitimados por una
posición de autoridad por e saber científico, pueden hablar sobre la infancia e, ipso facto, construirla. En
este sentido, la infancia, tal como la conocemos, es una infancia revelada por los “logos” que la estudian.
Como señaló Vonéche (1987), la infancia de hoy sufrió un proceso de colonización por parte de las
prácticas científicas desde fines del siglo XIX, a través del cual las necesidades, los derechos, la
naturaleza de los deseos infantiles pueden ser descubiertos y presentados. Así, pensar sobre el sentido de
la infancia, hoy, significa examinar la construcción de la representación de la infancia en la modernidad,
cuando surgen los “especialistas” en infancia. Una infancia que requiere “especialistas” no es,
ciertamente, una infancia cualquiera, sino una que supuestamente necesita un séquito de “conocedores”
para revelar su verdad. Así, la noción de infancia en la modernidad se articula dentro de una política de
verdades, amparada por la autoridad del saber de sus portavoces. Dentro de este encuadre, se podría
preguntar: ¿a qué corresponden las necesidades de los especialistas, de buscar un saben “verdadero” sobre
la infancia? ¿De qué manera las experiencias infantiles se circunscriben a partir del conjunto de prácticas
socioculturales de la modernidad? En fin, ¿cuál es el sentido de la infancia en y para la modernidad?
Fueron estas cuestiones las que guiaron la reflexión en este trabajo.
El proyecto de la modernidad y la “infancia moderna”
El concepto de “modernidad” admite varias acepciones. Tomando un sentido solamente
cronológico, modernidad se refiere al periodo que se inicia en el Renacimiento, el que trajo
indudablemente una renovación de los paradigmas ético-estéticos hasta entonces vigentes. Fue la época
marcada por los grandes descubrimientos marítimos, encabezados por los portugueses, españoles e
italianos, cuando el continente americano surge en Europa no sólo como escenario de esperanza (por
ejemplo, para los protestantes que inmigraron a América en busca de una nueva patria), sino también
como fuente de nuevas problematizaciones; por ejemplo, la vida llamada “primitiva” de los “salvajes”. El
europeo blanco, fruto de la trayectoria histórica de la civilización grecorromana y cristiana, se ve
confrontado por una experiencia totalmente diferente, la del amerindio, quien encarna lo “radicalmente
diferente”, el “otro”, lo “extraño”, lo “exótico”. De esta forma, la modernidad se inaugura bajo la égida de
una confrontación que posiblemente se extiende hasta nuestros días, englobando limites que jerarquizan
posiciones en el contexto mundial, como por ejemplo “salvajes y civilizados”, centro y periferia, primer
mundo y tercer mundo, desarrollados y subdesarrollados. El debate contemporáneo toma una connotación
algo diferente, focalizando la cuestión de los nacionalismos, de la etnicidad y del multiculturalismo
(Touraine, 1994; Hobsbawn, 1992).
En un sentido más sociológico, que es el que más comunmente se atribuye al término, modernidad
se refiere al proceso creciente de racionalización de las sociedades, ocurrido en los siglos XVIII y XIX,
que acompañó a la expansión capitalista. Este sentido es atribuido por Max Weber en su análisis del
aparato burocrático de las formaciones capitalistas en expansión. Dentro de los diversos sentidos
atribuidos al concepto de modernidad,1
aquí empleamos la acepción que busca focalizar las
transformaciones socioculturales, dentro de los procesos más amplios traídos por el industrialismo y
capitalismo en las sociedades occidentales a partir del siglo XIX.
La modernidad, como proyecto, tiene como marca la creencia en la razón como instrumento de
control sobre la naturaleza. El proyecto de modernización de la sociedad muestra, fundamentalmente, la
eficacia de este control a través de las tecnologías que el conocimiento científico posibilita de modo
creciente. De este modo, el hombre y la mujer modernos se dejan seducir por la posibilidad de dominar a
la naturaleza, la que, de alguna manera, permanece en el imaginario mítico como origen de la
imprevisibilidad y, por ello, del miedo y la angustia humanos. Pero también la seducción de la ciencia y la
técnica se vuelve la condena del sujeto humano. Es en el seno de la teorizaciones fundacionales de la
Escuela de Frankfurt donde la crítica a la modernidad cultural emerge con todo vigor. En este sentido, los
frankfurtianos (principalmente, Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse y Walter
Benjamin) emprenden un análisis de la sociedad racionalizada, en cuyo origen está la creencia en la razón
instrumental como capaz de mejorar o solucionar los problemas humanos, traer progreso y construir una
sociedad mejor. En consecuencia, los mencionados intelectuales producen sus análisis de la cultura
advirtiendo sobre la falibilidad del proyecto modernista: el progreso trae también la barbarie, el nazismo,
el fascismo, la “dictadura de la producción”, el desencanto del mundo, donde empiezan a regir la
fetichización de los objetos, el aislamiento entre los individuos, el dominio de la máquina sobre el
hombre, el trabajo y el placer alienados.
La crítica a la modernidad cultural emprendida por los frankfurtianos alcanza también a la razón
científica, en tanto forjada dentro de los moldes cartesianos, que busca sujetar al mundo y a la naturaleza
mediante el control y la experimentación. De este modo, “la ciencia domina a la naturaleza aboliendo
matemáticamente el azar a través del cálculo estadístico, pero un controla la incoherencia de la vida”
(Matos, 1993, p. 48). Remontándose a Descartes, M. Horkheimer, en su ensayo de 1937 “Teoría
tradicional y teoría crítica” (Horkheimer, 1974), argumenta que el proyecto de dominación tiene una
doble faz: en primer lugar, el cogito cartesiano impone el abandono de los afectos, las pasiones, la
imaginación como fuente de ilusiones y engaños, para obtener el conocimiento verdadero; por otro lado,
impone a la naturaleza una exterioridad bruta, sin cualidades, anulando lo que ella tiene de plural,
cualitativo y singular.
De este modo, la razón controladora presupone al sujeto de conocimiento como pura reflexión,
capaz, por la renuncia y el ascetismo, de dominarse y dominar a la naturaleza. La ciencia, basada en el
cogito cartesiano, impone orden y racionalidad a su objeto, captándolo en su permanencia y en su
esencia, rechazando lo que tiene de singular y transitorio.
Del mismo modo en que los frankfurtianos critican la razón controladora, cuestionan a la noción
de historia como un continuo, una linealidad de puntos secuenciales y homogéneos, cuantificables en
términos de minutos, días y años, donde la dimensión de futuro es valorada en tanto contiene el germen
del progreso científico-tecnológico. De los conceptos del “enteramente otro” de Max Horkheimer, del
“gran rechazo” de Herbert Marcuse, de la “dialéctica en suspenso” de T. Adorno y del “mesianismo” de
Walter Benjamin, surge el rechazo de la historia como sometida a un telos determinado, sea el del
progreso y la evolución, sea el de la razón trascendental. La historia, para los frankfurtianos, es una
historia de ruinas, ya que no puede ser captada a partir de un sentido único y total. Historia de ruinas y de
fragmentos, porque la historia continua sería una ilusión sostenida en la concepción totalizante de un
fin/final hacia el que la humanidad camina. De este modo, la historia siempre sobrepasa a la razón que
también desea someterla; en resumen, no hay identidad entre razón y realidad histórica. Siendo así, el
modo de encarar la historia se fundamenta en señalar y mantener vivos en la memoria los desencuentros
de la historia, que se manifiestan en el dolor y en el sufrimiento humanos, como resultado de la propia
Razón que se pretende objetiva, neutra y libre de la condición humana, que también es lo irracional.
Según Matos (1989), es’ la propia “sinrazón” de la razón histórica lo que se manifiesta.
El proyecto de la modernidad se apoya en la visión de progreso, cuyo nudo, tanto desde el punto
de vista de la historia individual como colectiva, sería la legitimidad de la idea del perfeccionamiento de
la especie a lo largo del tiempo. Los saberes científicos que surgieron trataron de describir, explicar y
sistematizar los desdoblamientos filo y ontogenéticos como una evolución. En este sentido, la ciencia de
la psicología que buscó sistematizar el desarrollo humano se encuadra en el proyecto moderno, y se
compromete con el paradigma de la objetividad, de la razón científica, de la historia como expresión
teleológica del progreso y de la neutralidad. Como señala Burman (1994), el axioma de que “la ontogenia
reproduce a la filogenia” fue aplicado literalmente por la psicología del desarrollo, de modo tal que se
consideró que la trayectoria evolutiva de cada niño reproduce los patrones de evolución de la especie.
La psicología del desarrollo como integrante del proyecto de la modernidad
Dentro del saber psicológico científico, el campo de la psicología del desarrollo se ocupó de
describir y sistematizar los cambios a lo largo del tiempo biográfico, el llamado “ciclo vital”. Algunas
veces, el énfasis de los estudios y análisis recayó en algunos segmentos del ciclo vital, principalmente la
infancia y la adolescencia, a los que les era atribuido un estado más cercano a la “naturaleza”, no
corrompido por la civilización. La inspiración darwiniana estimuló los estudios sobre la infancia en un
intento de descubrir en este estadio del desarrollo los orígenes de las características adultas y, por
definición, humanas. De este modo, los estudios del niño y del salvaje, ambos considerados inmaduros y
no desarrollados, proporcionaban una línea de base imaginaria que permitía detectar las características
posteriores el estadio adulto. Es importante destacar que en esos estudios el niño es considerado
básicamente como un organismo biológico, abstraído de su contexto material y social.
La psicología del desarrollo se encuentra implicada en la intersección de factores que caracterizan
a la modernidad, la que se fundamentó en una mayor diferenciación de los diversos sectores de la vida
social, de la ciencia, la política y la economía. Más aún, la diferenciación alcanzó también al dominio
intracientífico haciendo que cada rama de la ciencia tuviera sus propias leyes. En algunos aspectos, la
historia de la modernidad fue la “historia de la ruptura lenta pero inexorable entre el individuo, la
sociedad y la naturaleza” (Touraine, 1994, p. 162), donde la sociedad se transforma en un “hecho social”,
exterior al individuo, en la concepción durkheiniana por ejemplo, y la naturaleza se objetiva en relación
con la ruptura sujeto contra objeto, alma contra cuerpo, pensamiento contra naturaleza material. Pero el
nacimiento del individuo de la modernidad se da a la luz de la inspiración iluminista, en la que el
individuo estaba asociado a la razón y al rigor del pensamiento. Así, la emergencia del individuo en la
modernidad apunta a la posibilidad, aunque formal y abstracta, como sugiere Lash (1992), de la
autonomía del sujeto frente a la condiciones de la naturaleza y de lo social. En este contexto, aparece la
idea de emancipación, indicando la posibilidad de sustituir los ideales originados externamente al
individuo, por ejemplo, impuestos por la voluntad divina, por otros obtenidos por una reforma de la
voluntad, que se une a la razón, volviéndola práctica. De esta forma, los valores humanos pueden ser
discriminados por la razón, la cual elige conductas universales, sometiendo al hombre al principio del
deber. Así, kantianamente, la razón moderna emancipa al hombre, porque une razón y voluntad, donde el
vínculo social se torna tanto necesidad como libertad.
El sentido del desarrollo humano también se asocia a la idea de emancipación. El curso de la vida
humana fue postulado como una secuencia sistematizable, ordenada según los principios de complejidad
y perfeccionamiento crecientes. En el modelol piagetiano, la emancipación estaría ligada a la adquisición
de la capacidades lógico-deductivas que asegurarían el predominio de 1 la razón emancipada, no sólo en
el dominio intelectual sino también en los dominios moral y social. Los valores democráticos, de la
justicia, de la honestidad, de la fraternidad y de la no- violencia, podrían ser vislumbrados a lo largo del
proceso de separación del hombre de la naturaleza y de la animalidad, del estado primitivo (Broughhton,
1981). Además, el proyecto emancipatorio se delinea imbricado en la noción de individuo autónomo,
autosuficiente y universal: en primer lugar, el individuo se separa de la sociedad, que es considerada,
dentro de las teorías psicológicas, como un agregado de individuos aislados, o un “contexto” donde se
desarrollan acciones individuales, ajustadas a principios que “equilibran” y coordinan los intercambios
entre los individuos. En ese sentido, el sujeto y la sociedad se bifurcan, para reencontrarse en otro
momento, aquel que1 preanuncia la unión del bien común y la voluntad individual. La idea de una
“sociedad orgánica” o, mejor, de un “sistema” (Talcott Parsons, 1951), se basa en la concepción de un
orden político accionado por el principio del progreso, de la estabilidad y del orden, donde cada individuo
desempeña un papel en el todo social. Sujeto y sociedad se funden, proceso en el cual el sujeto queda
sometido a un orden, a través de la “internalización” de costumbres y valores sociales.
En segundo lugar, las explicaciones sobre la naturaleza del desarrollo afirman el carácter universal
de las trayectorias de la vida humana. Al presumirse tal universalidad, se pierde de vista el horizonte
sociocultural específico de donde nacen las explicaciones sobre el desarrollo, negándose las
preocupaciones históricas que dieron origen y sustento a esas explicaciones y clausurando las
posibilidades históricas en razón de un único telos: el que se presenta dentro del curso de la historia
occidental, europea, y que para muchos estudiosos está marcada por una actitud colonialista y patriarcal.
Son, principalmente, investigadoras mujeres (Benjamin, 1987; 1988; Gilligan, 1982; Henriques 1984;
Walkerdine, 1988) las que van a señalar el hecho de que la psicología del desarrollo estaría comprometida
con una actitud neutral en cuanto al género, indicando así un divorcio en cuanto a la señalización de
diferencias en este ámbito, o una asimilación de lo que se dice sobre la mujer dentro de una óptica
preponderantemente masculina. De este modo, la psicología del desarrollo estaría comprometida con el
proyecto de la modernidad en tanto éste prevé la posibilidad de superación de la “naturaliza animal y
primitiva”, tanto a través del distanciamiento y del control de la emoción por la razón emancipadora,
como de la separación del hombre (nótese que aquí el género es adrede!) y la naturaleza, y del control de
ésta por la ciencia y la técnica
Derivando de la idea de emancipación, las nociones “hermanas” de control y prevención también
formaron parte del proyecto de la psicología del desarrollo, en su carácter de disciplina moderna. Inserta
en los modelos del saber científico, e impulsada por la demanda social de categorización de los
individuos, sobre todo los niños, la psicología del desarrollo estuvo, desde su origen a finales del siglo
XIX, aijada a las prácticas de intervención y regulación social. En ese momento, final del siglo XIX y
comienzo del XX, en Europa, un tema político relevante era justamente el control de la “decadencia
moral”, idea introducida por la medicina higienista. Este tema se sostenía en la necesidad de detectar a los
niños “deficientes” para la educación obligatoria que se iniciaba, como también por la necesidad de
escoger “buenos reclutas” para el servicio militar. La defensa de los Principios eugénicos, validada por la
formulación “naturaleza- ambiente” (natura-nurtura) de Francis Galton, cerca de 1870, tuvo como
objetivo el perfeccionamiento de la especie a través de proporcionar el ambiente ideal, de manera que los
efectos supuestamente no saludables del desarrollo del individuo pudiesen ser controlados. Sin embargo,
la propia noción de naturaleza (natura) ponía en riesgo la posibilidad de cualquier estrategia de
intervención, en la medida en que la “naturaleza” estaría inmune a cualquier modificación posterior. Así,
si la “naturaleza” no puede ser corregida, y muchas veces ni siquiera mejorada, lo que se impuso fue la
detección para su posterior separación. Aquellos por naturaleza “débiles” e “indolentes”, el “niño
problema”, debían ser detectados y separados, de manera que no ejercieran influencia negativa sobre los
otros.
Rose (1989) discute cómo la psicología, en tanto saber científico sobre el individuo, emerge para
dar cuenta de la tarea de clasificar y controlar. El estudio de las habilidades mentales individuales se
realiza, en este ámbito, como una técnica de “disciplinarización de la diferencia humana”: así, el test
psicológico se inscribe dentro de la finalidad de contribuir a la individualización de la diferencia a través
de la “normalización”, esto es, la “estadisticalización” de las variables humanas a través del uso de la
curva normal. De esta manera, “las funciones intelectuales se volvieron administrables, en la medida en
que la diferencia fue ordenada, y se tomó visible a través de su ‘normalización’ dentro de una referencia
estable y bidimensional” (p. 128). El artificio técnico que el test psicológico permite, en términos de
poder diferenciar prácticamente cualquier aspecto de la mente y la conducta humanas, en un corto período
de tiempo y de una forma relativamente estable, parece un procedimiento básico dentro de las prácticas de
objetivación, característica de la modernidad.
El estudio del desarrollo humano emprendido en el ámbito de la psicología estuvo, en un
principio, vinculado a la clasificación y medición de las conductas. A causa de la institucionalización
devenida de la obligatoriedad escolar y de la necesidad de organizar el sistema escolar, se establece y
consolida la práctica de agrupamiento de los niños según su desempeño en tareas preestablecidas en
patrones, cuyo principio orientó la elaboración de los tests psicológicos, que también sirvieron a las
prácticas de clasificación y ordenamiento de los niños en el sistema escolar. La noción de niño normal se
fundamenta en la posibilidad de reducir las idiosincrasias individuales a determinados denominadores
comunes, considerados criterios o normas características de la edad. De este modo, la noción de niño
normal se apoya sobre un mecanismo de minimización de las diferencias entre los sujetos y maximización
de las semejanzas. En este sentido, se puede afirmar que la noción de niño normal se refiere a una
abstracción, una concepción modelo cuya función se inserta en la demanda político-institucional del
proyecto de escolarización de la infancia iniciado en la modernidad. Así, la noción de CI (cociente
intelectual), tan cara a las prácticas de evaluación de las conductas del desempeño infantil, cristaliza la
infancia “normatizable”, o sea, la infancia como sujeto pasible de escrutiño científico, dentro de los
moldes casi baconianos de descripción y medición. Alfred Binet, en Francia, puede ser citado como
ejemplo de quien interpretó bien las preocupaciones de final del siglo XIX, desarrollando estudios
sistemáticos en pos de la medición de las habilidades infantiles. Arnoid Gesell, por su parte, en Estados
Unidos, desarrolló un trabajo minucioso, sistemático y rico en detalles, de los procesos madurativos que,
según su concepción, se presentarían de manera universal, secuencial y, por lo tanto, normatizable según
la edad cronológica. Otro exponente de la medición de la conducta infantil es Lewin Terman, autor de
uno de los más populares tests de inteligencia. Terman afirma en 1920:
“Es la metodología de los tests la que llevó a la psicología a las nubes…, que la
transformó, de la ciencia de las trivialidades, a la ciencia de la ingeniería humana. El psicólogo
de la era pretest era, para el hombre común, apenas un excéntrico inofensivo, pero ahora que
la psicología testeó y clasificó casi dos millones de soldados, midió las habilidades de casi dos
millones de niños, es usada en todas nuestras instituciones para los deficientes, los
delincuentes, los criminales y locos, se volvió linterna del movimiento eugénico, es importante
para los políticos en la formulación de políticas de inmigración.., ningún psicólogo, hoy, se
puede quejar de que su ciencia no es asunto lo suficientemente serio” (Terman, citado en
Olsson, 1991, p. 191).
Así, el proceso de escolarización de la infancia trajo consigo una infancia bajo medida en un doble
sentido: en primer lugar, la revelación de la infancia según los cánones de un saber especializado,
alineada dentro de las guías psicométricas relativas a las habilidades y aptitudes, o sea, una infancia
especificada en su trayecto; erl segundo lugar, una infancia cuyo trayecto estaba específicamente
prescripto y explicitado, donde algunas secuencias serían mejores que otras; en fin, una infancia
normatizada. Como enfatjza Adrienne Harris (1987), el impulso en dirección a la racionalidad dentro de
este modelo de desarrollo evidencia los procesos de racionalización del Estado moderno, presentes a nivel
de la psique individual, y no sólo a nivel de los procesos industriales, Las normas y fases del desarrollo
presentan una imagen de una secuencia ordenada y gradual, rumbo a una competencia mayor y a la
madurez. El proceso de racionalización oculta otros procesos importantes en el desarrollo y en el
conocimiento que se genera sobre él: lo que es deliberadamente dejado de lado es el caos, y la
complejidad del proceso de investigación; el desarrollo visto como progreso no incorpora el sentido de
costo, pérdida y, muchas veces, empobrecimiento que acompaña, simultáneamente, a las concepciones
más optimistas sobre el desarrollo humano.
Infancia y adolescencia, en tanto nuevas representaciones del Estado moderno, fueron elaboradas
en el ámbito de la psicología del desarrollo, que pasó automáticamente a “legislar” sobre la salud y la
enfermedad, la normalidad y la anormalidad, lo deseable y lo indeseable dentro de las prácticas de
educación infanto-juvenil. Tuteladas y “minorizadas”, la infancia y la adolescencia son “guionadas”
dentro de un orden previsible de adquisiciones, conquistas y habilidades; y, mutatis mutandis, de
deficiencias, desfasajes e incapacidades. La imaginación desarrollista sobre el niño y el adolescente se
pauta por el razonamiento de “ya llegó”, “ya consiguió”, o “todavía no consigue”, no hace” o “todavía no
puede hacer”. Así, a diferencia de otros momentos de la vida humana, la variabilidad entre los sujetos, en
la infancia y la adolescencia, fue reducida a trayectorias demarcadas de antemano, que sirven de “guías” y
criterios para las prácticas de intervención sobre esta población.
Sin embargo, el estudio de la edad avanzada realizado por algunos autores (por ejemplo,
Labouvie-Vief, 1982; Schroots, 1990) va a demostrar la creciente variabilidad entre sujetos a medida en
que se envejece, O sea, en la edad avanzada, así como en la vida adulta, no se busca la misma
uniformidad de patrones y normas de desarrollo, como sucede en la infancia y en la adolescencia.
Además, la tesis de multidimensionalidad y multidireccionalidad de las trayectorias del desarrollo
humano hace mucho tiempo viene siendo defendida por los teóricos de la psicología del ciclo vital
(“lifespan developmental psychology”) (Baltes, 1979; Baltes y Brim, 1980; Baltes y Schaie, 1973). Los
estudios gerontológicos muestran, entonces, una condición de variabilidad entre sujetos presente en la
edad avanzada. Entonces, ¿será una cualidad exclusiva de la edad avanzada la variabihidad entre los
sujetos en las trayectorias del desarrollo? En verdad, la interpretación de esta condición es importante: la
relativamente menor intervariabilidad encontrada en la infancia y en la adolescencia puede ser pensada
como efecto de los procesos masivos de institucionalización y normatización que se dan en la infancia y
en la adolescencia, en el seno de las prácticas familiares y escolares de tutela y educación. Estas, sin lugar
a dudas, inventaron” la infancia y la adolescencia, otorgándoles justamente la supuesta universalidad de
los patrones evolutivos. En este sentido, se uniforma la trayectoria de vida imponiéndole una
direccion/finalidad, caracterizando la secuencia de etapas según una dimensión cronológica. El desarrollo
humano se convierte en una historia de “fases” rumbo a un objetivo final. Desde el punto de vista
individual, la historia biográfica repite y reproduce el principio axiomático de la historia colectiva: la
evolución. El desarrollo humano, retratado por la psicología del desarrollo, refleja la inexorabilidad de la
historia individual en tanto que está predeterminada a recorrer un mismo camino: el de la emancipación,
del autocontrol y de la sumisión al bien colectivo. En esta línea de argumento, parece que, parafraseando
a Walter Benjamin, el sujeto deja de hacer la historia, para padecerla. Sin embargo, parece importante
resaltar que sociedad y desarrollo se articulan de manera estructural y no funcional (Buck Morss, 1975).
De este modo, las condiciones de posibilidad de desarrollo son producidas socialmente. La uniformación
relativa al desarrollo durante la infancia y la adolescencia no puede ser concebida como un hecho de la
naturaleza o, para el caso, de la naturaleza infantil, sino como producto de las condiciones socioculturales
del desarrollo, organizadas según las practicas de atención de la infancia y adolescencia en la sociedad
contemporánea.
Concluyendo, la psicología del desarrollo estuvo, desde su origen, comprometida en el proyecto
de la modernidad, entendiendo éste como integrado a los procesos de racionalización creciente en los
Estados del mundo occidental, lo que originó una creciente racionalización de las trayectorias
individuales. Como demuestra Meyer (1986), la infancia y la adolescencia fueron “racionalizadas” (en los
sentidos psicoanalíticos y sociológicos) como períodos de socialización, lo que significó su lenta
preparación para la supuesta “vida productiva”. Pero, desde el punto de vista de los niños y adolescentes,
su apartamiento de las actividades socialmente significativas en la sociedad moderna, y su limitación al
ejercicio de las prácticas de “preparación” (por ejemplo, las escolares), significó la institucionalización de
su dependencia y su encuadramiento socioinstitucional como “menores” y relativamente incapaces. La
racionalización del proceso de investigación trajo la perspectiva racionalizante sobre el propio desarrollo
humano, en tanto proceso ordenable, secuencial y universal, el que tendería necesariamente a un
perfeccionamiento o, en la jerga psicológica corriente, a la madurez.
El “niño moderno” en la moderna psicología del desarrollo
Las modernas ciencias del comportamiento volvieron al sujeto humano objeto de análisis y, como
tal, pasible de ser capturado por los métodos empleados por ellas, así como pasible de ser capturado según
los cánones de objetividad y neutralidad. Como integrantes del proyecto de la modernidad, las ciencias
del conocimiento se propusieron la investigación del sujeto humano, ‘positivando” su presencia, como
objeto de estudio, tal como se hace en las ciencias de la naturaleza. Así, el proceso de objetivación de lo
subjetivo configuró una cierta representación del sujeto humano. En efecto, la visión de un ser racional,
llevado por una creciente disposición a la autonomía y el dominio (de sí mismo, de la naturaleza y de los
otros), fue gradualmente construida y presentada como la versión hegemónica de lo humano: lo humano
definido por lo racional, lo racional como lo verdadero y esencialmente humano. En cierto sentido, la
sujeción de lo humano a los procesos cientificistas de objetividad y neutralidad llevó al choque de los
procesos subjetivos con los de la racionalidad instrumental, de modo que, como comenta Jean François
Lyotard (1988), las ciencias humanas se convirtieron en una sucursal de la física. Por esta razón, agrega
este autor, las computadoras pueden actualmente proveer simulacros de algunas operaciones mentales (!).
Así, la moderna tarea asumida por las ciencias humanas correspondió a la sedimentación de una
concepción de sujeto humano, recortada por las posibilidades del saber científico, y permaneció
legítimamente representada por significantes que ganaron relevancia, tales como el adulto racional (aquí
es intencional el uso del masculino).
En su artículo de revisión sobre las representaciones de la infancia, principalmente en la tradición
anglosajona desde 1800, Hendrick (1990) considera que las diferentes concepciones de la infancia
tuvieron el objetivo de circunscribir un estado ideal para la infancia, desde el punto de vista del adulto, y,
por lo tanto, de controlarla. Así, por ejemplo, la emergencia de la noción de niño como un sujeto con
especificidades psicológicas acarreó el surgimiento de políticas sociales y educacionales para su
bienestar, para la atención y orientación de las familias, y para la corrección de desvíos. El “ideal
doméstico”, representado por la familia burguesa, donde los papeles son definidos y se enfatizan el orden,
el respeto y el afecto mutuos, perpetúa y naturaliza la noción de un ambiente ideal para vivir y criar a los
niños. Del mismo modo, la infancia es naturalizada a través de las propias prácticas que circunscriben los
tiempos modernos: ser niño es ir a la escuela, jugar y no tener responsabilidades (o sea, su exclusión de
actividades socialmente relevantes, como el trabajo, por ejemplo), vivir con su familia y así
sucesivamente. En este sentido, se puede afirmar un creciente proceso de sujeción de la infancia a
“tiempos-espacios” previamente definidos y delimitados, sobre los cuales el control social puede ser
ejercido más fácilmente. Un ejemplo, en este caso, residiría justamente en la discusión, hoy presente en
algunos países, sobre la. cuestión de la educación compulsiva. Se cuestiona principalmente la forma
“escolar” de esta obligatoriedad, con el argumento de que, siendo una prescripción que alcanza a todos
los niños indiscriminadamente, presupone una paridad entre las necesidades individuales y las demandas
socialmente acordadas, recibiendo las últimas prioridad sobre las primeras, en caso de haber desacuerdo.
Así, de modo paulatino, se confinó la infancia a situaciones previsibles de tiempo y lugar, para las cuales
se establecieron “regímenes de actuación” unívocos que extinguen posibilidades alternativas de
producción sociohistórica de la infancia.
Diferentes representaciones de la infancia, presentes en el nudo de distintas teorías científicas
sobre la infancia, emergen a partir de determinadas condiciones socioculturales de la modernidad.
Chamboredon y Prévot (1986), en un artículo bastante interesante, discuten las condiciones sociales del
“descubrimiento” de la primera infancia como objeto pedagógico, así como la difusión de nuevas
concepciones psicológicas sobre los niños pequeños que van a originar cambios en las formas de su
atención. Según estos autores, la psicología científica tuvo el papel preponderante en el “descubrimiento
de la primera infancia” como objeto de atención de los especialistas. La importancia dada al desarrollo de
la inteligencia y de la personalidad en los primeros años de vida hace retroceder la definición social de la
infancia hasta el primer año de vida del niño, dada la relevancia que se atribuyó a los cuidados no
solamente físicos sino también psicológicos, en relación con el bebé. Así, la difusión de nociones
psicológicas sobre la primera infancia, y la importancia del medio familiar y cultural, contribuyeron en la
consolidación de prácticas que inscribieron al niño dentro de un cursus definido de desempeños según la
edad, donde la norma científica se impone como árbitro de los comportamientos, regulando las
expectativas institucionales de los agentes escolares frente a cómo debe suceder el “desarrollo del niño”.
Para estos autores, el “descubrimiento” de las posibilidades intelectuales de la infancia produce, otro lado,
la necesidad de colocar el aprendizaje cada vez más temprano, conduciendo a “una racionalización de la
transmisión cultural” basada en las teorías del aprendizaje.
Es en el contexto del jardín maternal donde se crean las condiciones máximas para la optimización
del potencial infantil, una vez que las actividades de los niños son dirigidas y planeadas según el
conocimiento científico de sus necesidades y posibilidades. Sin embargo, como argumentan estos autores,
dentro de un universo totalmente estructurado para el aprendizaje, las expectativas de los agentes
escolares se cristalizan en torno a un tipo de niño, que es “tallado” de acuerdo con la normativa de las
teorías del desarrollo y del aprendizaje. “Nace”, así, el niño adecuado a los espacios ordenados por la
guardería y el preescolar, poseedor de la disposición para la exploración y el juego controlado y
ordenado, dispuesto a implicarse activamente en las tareas propuestas y con los materiales que estén a su
disposición, impulsado por la curiosidad y el interés activo. “Pequeño aprendiz, constructor sui, es la
imagen en la cual se basa, en el imaginario de los docentes escolares, la visión del niño en la primera
infancia. Es también la imagen encontrada en el ámbito familiar de segmentos socio-económicos medios
y medios-altos, que presenta, en tal caso, compatible con las demandas de la escuela; pero no sería la
imagen del niño que prevalece en los segmentos socio-económicos más bajos, donde existiría una
redefinición de la infancia más de acuerdo con sus condiciones materiales simbólicas de existencia (por
ejemplo, la representación de la infancia que puede y muchas veces debe trabajar para ayuda mantener la
familia). Lo que aquí interesa resaltar es cómo determinadas prácticas socioculturales cristalizan
determinadas percepciones respecto a la infancia, las que automáticamente pasan a excluir otras
posibilidades de imaginar, percibir y representar la infancia.
Si, por su parte, la consolidación de prácticas socioculturales apoyadas en la vulgarización de las
teorías psicológicas del desarrollo y del aprendizaje contribuyó en la formación de una visión sobre la
infancia calcada en los moldes del proceso de racionalización de la transmisión cultural, es en el interior
de la producción teórica en psicología del desarrollo donde la representación de la infancia tendrá
diferentes versiones, de acuerdo con las demandas sociales. Un análisis interesante es el presentado por
Burman (1994), en el que la autora defiende la tesis de que las preocupaciones de naturaleza social y
política se reflejan en el ámbito de las teorías psicológicas sobre la infancia. No es posible aquí presentar
toda la exposición, nos detendremos en algunos aspectos relevantes. Al final del siglo XIX y comienzo
del XX, las teorías evolucionistas propiciaron la comparación entre los seres humanos y otras especies,
así como investigaciones que pudiesen determinar el papel de la herencia en el comportamiento. En este
sentido, la preocupación más general era establecer el lugar del hombre (la mujer todavía estaba ausente
del foco de estas preocupaciones) en la escala evolutiva, siendo el niño tomado como línea de base de los
procesos evolutivos. En el niño, así se presupuso, debían aparecer las señales incipientes del desarrollo
posterior. Los procesos intelectuales, por ejemplo, aparecerían en su forma más simple para,
gradualmente, tornarse más complejos. Las preocupaciones de esta época se hacen presentes hasta hoy en
los manuales de psicología del desarrollo, donde los capítulos iniciales invariablemente se detienen en el
análisis de las influencias genéticas y hereditarias sobre el desarrollo.
A partir de los años veinte y hasta cerca de 1960, el gran paradigma que dominó la investigación
psicológica fue el conductismo, donde el énfasis recayó sobre las influencias ambientales –no ya
hereditarias— sobre el niño. Una temática relevante fue considerada la del aprendizaje infantil, donde el
niño era considerado un ser pasivo, sujeto a los condicionamientos ambientales. La década del setenta
trajo consigo una reversión de este paradigma: de incompetente y pasivo, el niño pasó a ser tratado como
competente, poseedor de un bagaje de disposiciones y tendencias que lo situaban en posición de
monitorear su ambiente y, principalmente, a todos aquellos que cuidan de él.2
El conductismo, como
modelo prevaleciente, cedió lugar a otras concepciones teóricas, sobre todo las corrientes cognitivistas.
Burman nos advierte contra una visión lineal y simplista que intenta desprenderse de su análisis. Sin
embargo, se cuestiona, dentro de una puntuación de tendencias generales subordinadas a las
transformaciones sociopolíticas que se sucedieron en este siglo, sobre los desdoblamientos más relevantes
de la historia de la psicología del desarrollo.
En esta misma línea de pensamiento, Harris (1987) apunta algunos cambios significativos en las
concepciones sobre la infancia cuando, citando la revisión de la literatura emprendida por Bornstein y
Kessen, observa la lenta erosión de la distinción entre “talkers” (en inglés, niños que ya hablan) y “non-
talkers” (niños que todavía no hablan), presente en las investigaciones sobre psicología del desarrollo de
décadas recientes. La autora interpreta esta no distinción como resultado de la paulatina modificación en
la representación del niño como capaz de actividad racional, planeada e intencional, desde su nacimiento.
Así, cada vez más, se consolida la noción de niño ‘‘competente”, tanto social como intelectualmente. El
infante es concebido como “organismo” orientado, que trabaja activamente construyendo su mundo a
través de los sentidos y las acciones motrices; como también a través de los intercambios sociales y
afectivos con familiares y sus pares. Es interesante notar el aumento de las investigaciones, a partir de la
década del setenta, sobre la competencia social de los niños.3
Las investigaciones revelaron otro cara del
niño, hasta entonces oculta: la del ser naturalmente dotado para actuar activamente en el medio,
influenciarlo, coordinando sus acciones para alcanzar fines de modo calculado, esto es, capaz de ajustarse
equilibradamente a 1as demandas del medio ambiente social y material.
Se podría preguntar, a esta altura, a qué corresponderían, en el plano de las demandas del orden
social de la modernidad, tales representaciones sobre la infancia; específicamente, ¿por qué se atribuye al
niño una conducta cada vez más “racionalizada”? Parece que los procesos de racionalización de la
modernidad alcanzan no sólo a los medios laborales sino también al ámbito del placer y de la vida
doméstica, imbricándose con las formulaciones de la psicología científica para moldear las prácticas
socioculturales de asistencia a la infancia. Las representaciones sociales de la infancia inscriptas por la
psicología llevan a la legitimación de una concepción sobre lo “humano” que concuerda con la creciente
apropiación de la subjetividad por parte de los mecanismos de burocratización y masificación
característicos de las instituciones de la modernidad.4
Así, la experiencia subjetiva desde la más tierna
infancia está, cada vez más, siendo estructurada en los moldes del imperativo universal de racionalización
y control en las prácticas de intervención sobre la infancia, sea por parte del Estado o la familia. Por otro
lado, la psicología científica viene a reafirmar este lugar de la infancia, recreando su objeto de estudio a la
luz del saber moderno: objetivo, racional, especializado, imparcial. Esta psicología, cuyo acento está
puesto en la racionalidad, termina por mistificar y suprimir un aspecto importante de la vida infantil, o
sea, su carácter fluido, ambiguo, contradictorio y caótico.
Bradley (1989a, 1989b, 1991) es uno de los autores que intenta redimencionar el saber científico
de la psicología del desarrollo, reivindicando que el conocimiento psicológico idealiza a la infancia de
manera tal que el concepto de “niño normal” sirve “objeto bueno” (en términos psicoanalíticos) de los
psicólogos. Así, dice el autor, “este objeto pasa a ser dotado de cualidades como el amor por los otros, la
racionalidad, atracción por las mujeres, agencia, competencia lingüística ‘extraordinaria’ (cf. Chomsky,
1959), y capacidad para otras realizaciones extraordinarias (cf. Gauld y Schotter, 1977)” (1991, p. 53).5
El autor argumenta que la idealización de la infancia por parte del saber psicológico se da de cuatro
maneras diferentes. En primer lugar, una marginación y hasta una negación de los aspectos negativos del
niño y del bebé. Para el autor, contrariamente a lo que en general se supone, el aspecto básico de la vida
mental del bebé se presenta como un infortunio (“infans, ejulat!”).6
En segundo lugar, parece existir una
sobrevaloración del grado en que los bebés comparten la vida mental del adulto, una suposición de
simetría entre el estado mental del adulto y del bebé, de manera que la intersubjetividad entre estos dos
compañeros aparece como una presunción. Estas dos tendencias son reforzadas por el hecho de que el
aspecto negativo y ambivalente del “maternaje” es dejado de lado; finalmente, el ambiente del bebé
permanece idealizado a causa de considerar al par madre-bebé como una unidad preadaptada, incólume a
las adversidades de las condiciones materiales y concretas en las que viven las madres y sus bebés. Así, el
autor se refiere a la psicología del desarrollo moderna como teniendo una cualidad alegórica, en la medida
en que refleja las buenas intenciones y los valores de los psicólogos, reproducidos en la visión paradisíaca
de la infancia.
Nos parece que la psicología del desarrollo ha reiterado una cierta representación de la infancia
que favorece el choque entre el actor y el sistema social, o sea, los procesos subjetivos tienden, o deberían
tender, a reforzar los procesos sociales generados a partir de los movimientos de racionalización. Por
consiguiente, se estipula una cierta concepción de infancia, donde el telos sería su ajuste al orden racional
vigente y, de este modo, el desarrollo engendraría la lenta capacitación del individuo como ser racional,
autónomo y, en este sentido, “socializado”. Todas las otras posibilidades de desarrollo son excluidas a
partir del momento en que se determina un curso ‘probable “, o bien a partir del momento en que tales
probabilidades se vuelven deseables, el summum bonum, mientras toda otra trayectoria, entonces, es
tenida como indeseable o patológica. De esta manera, el bebé que se ajusta a su madre, monitoreando el
comportamiento de ella de manera que ambos puedan alcanzar sus objetivos, estableciendo una relación
de alianza; el niño escolar que se adecua a su situación escolar, aprendiendo a convivir con sus pares,
recibiendo y valorizando las normas y valores culturales, y demostrando eficiencia en los trabajos que se
le asignan; el joven que se muestra motivado para las realizaciones profesionales y sociales, son versiones
que apuntan a una lógica del desarrollo fundada en la adecuación sistema-individuo, y en la eficacia de
los procesos de racionalización en lo que atañe al control de lo imprevisible y lo caótico.7
La infancia, como objeto de la psicología del desarrollo, se torna normatizable en la medida en
que se somete a los ideales de la ciencia “moderna” basada en los principios de experimentación,
objetividad y neutralidad. Los aspectos eventualmente no normatizables del desarrollo son considerados
espurios, y la supuesta “variabilidad-error” debe ser controlada y eliminada. Así, el camino del desarrollo
puede ser pensado como un recorrido que va de lo pre-social a lo social, de lo pre-lógico a lo lógico, dado
que en el origen ya se puede constatar el desenlace final, el despliegue de lo que debe aflorar o
manifestarse.
El lugar de la infancia en la modernidad correspondió a la posibilidad de reivindicar la legitimidad
de un proyecto de sociedad cuyo discurso se antropologiza teniendo como base la idea del hombre como
centro de razón y motivación. Sampson (1989), citando a Geertz, ilustra esta concepción con la
afirmación de este autor que dice:
“La concepción occidental de persona como un universo delimitado, único, más o
menos integrado desde el punto de vista cognitivo y motivacional, como un centro de
percepción, emoción, juicio y acción, organizada como un conjunto distinto de otros conjuntos,
y diferenciada del contexto social y natural, es, aunque aparentemente incorregible para
nosotros, una idea peculiar frente a otras concepciones culturales” (p. 229).
Este proyecto de sociedad se convalida en la medida en que este individuo puede ser producido no
sólo a partir de las fuerzas sociales, sino también a partir de la interacción de éstas con su Potencial
natural (biológico). Así, esta producción tiene el carácter de universalidad, pues se basa en lo que es
intrínseco a la “naturaleza humana”. La infancia se vuelve, entonces, lugar de intervención del Estado
moderno para la consolidación de este proyecto de sociedad. Es el lugar donde se afirma la viabilidad del
proyecto de sociedad a través de las políticas propedéuticas: las prácticas compulsivas de educación, las
prácticas sociales de segregación por edad, las prácticas socioculturales de intervención de los
especialistas que actúan en el control de los desvíos relativos al curso estandarizado del desarrollo.
La psicología del desarrollo y “cuestiones posmodernas”
Por “cuestiones posmodernas”, entiendo una serie de cuestionamientos y aportes que se han hecho
en el ámbito de las ciencias sociales y humanas (por ejemplo, J. Arac, J. Doherty, E. Graham y M. Malek,
A. Giddens, A. Kaplan, A. McRobbie, E. Soja), en el ámbito de la crítica literaria (S. Sontag, W. Spanos,
entre Otros), de la filosofía (F. Jameson, J-F. Lyotard),8
y de la arquitectura, la música y la ficción, en el
sentido de apuntar al debilitamiento o incluso el colapso de orientaciones socioculturales consolidadas,
que tienen que ver con las condiciones del conocimiento y dc la experiencia, y con la naturaleza de la
realidad social y subjetiva.
La posmodernidad no tendría un sentido de ruptura con la época precedente, a excepción de
algunos autores como Lyotard, Jameson y Baudrillard, que la identifican con el principio de una era
llamada “pos-industrial”. Baudriliard (1970, 1983) enfatiza el surgimiento de nuevas formas de
tecnología e información -los simulacros-, que marcan la casi inexistencia de diferencia entre la realidad y
la virtualidad.
Lyotard (1971, 1979) enfoca los procesos de computarización de la sociedad y su efecto sobre el
conocimiento: en vez de conocimiento narrativo, surge una pluralidad de juegos de lenguaje, el
universalismo es sustituido por el “localismo”. Jameson (1993) reconoce que, con el posmodernismo, más
que la ruptura de una época, se produce la transformación de la lógica cultural dominante. El debate está,
entonces, puesto en la reflexión sobre las nuevas condiciones de subjetivación que la contemporaneidad
presenta a fin de siglo y sobre los modos por los cuales nuestros actuales paradigmas conceptuales,
heredados del siglo de las luces, pueden dar cuenta y responder a las cuestiones emergentes en nuestro
tiempo.
Como argumenta Barbosa (1991), la modernidad se funda sobre “la dominación del hombre por el
hombre, y la destrucción sistemática de la naturaleza, la politización de la cultura, la hipertrofia del poder
estatal y la omnipresencia de la tecnología” (p. 66). Ella toma como criterio conductor la Ratio, que,
utilizando un método riguroso y sistemático, puede llegar al conocimiento de la naturaleza que se quiere
someter y dominar. Así, lo real se convierte en objeto de certezas y definiciones, donde no hay lugar para
el desorden, la pasión y el caos. Sin embargo, según este mismo autor, con Nietzsche, Bergson y
Kierkegaard, entre otros, aprendemos que la vida supera cualquier saber o conocimiento, en la medida en
que las categorías de la Razón brotan del proceso de vivir y no se agotan, porque mucho de lo que no
puede ser pensado sólo puede ser vivido.
La crítica a la ciencia moderna se hace necesaria en un doble sentido: en primer lugar, porque la
promesa de verdades y certezas de que la ciencia está imbuida sólo hizo ignorar todo lo que se presenta
como incierto e imprevisible en la realidad humana y social, proponiendo una nueva “antropomorfización
de lo real” fundada en el orden, en la regularidad y la racionalidad. En otro sentido, el que justamente
algunos autores posmodernos resaltan, la modernidad radicalizó sus efectos, o sea, la ilusión de poder
dominar al mundo a través del conocimiento científico coincide con la propia sujeción del hombre a la
máquina, a la “objetivación de lo subjetivo”, a la “muerte del sujeto” (Baudrillard, 1970). en estos
términos, la ciencia se apartó del campo de la experiencia y la vida, sometiéndose al encuadre
formalizador del método al ordenamiento impuesto por los relatos totalizadores universalizantes. La
ciencia caracterizada como “matheiss universalis” desdeña las posibilidades del conocimiento que no se
propone la predicción y la explicación de lo real, prácticas éstas insticionalizadas dentro de los rituales
académicos de producción de conocimiento.
Sin embargo, las transformaciones culturales de la era posindustrial ponen, justamente, en jaque la
distinción entre cultura superior y cultura popular. El conocimiento científico se plantearía, entonces,
como uno de los conocimientos de los cuales pueden disponer lo sujetos para orientarse en el mundo,
perdiendo su “aura” de único conocimiento válido y confiable para el acceso a la realidad. Como
argumenta Featherstone (1994), la expansión del número de especialistas en producción simbólica, así
como de los divulgadores de estas producciones para los públicos diversificados hizo que se rompiesen la
exclusividad y el monopolio del conocimiento dentro de los sectores intelectuales académicos. La “nueva
clase media compuesta por los nuevos intermediarios culturales (por ejemplo gente de los medios, de la
publicidad, de la moda), actúa para que muchos tipos de “conocimientos” sean posibles y, en ese sentido,
se origina una crisis de autoridad del conocimiento científico que se produce en la academia. Así, nuevos
grupos sociales legitiman sus posiciones como “especialistas en producción simbólica” y, sobre todo,
cuestionan de modo contundente la confiabilidad del conocimiento científico. Tales cuestiones parecen
afectar directamente a los académicos, algunos de los cuales confían en el poder “aurático” de la ciencia.
Sin embargo, tales transformaciones culturales implicaron una crítica antifundamentalista a todos los
metarrelatos, sean éstos la ciencia, la religión, la filosofía o cualquier cuerpo sistematizado de
conocimiento. La ciencia estaría en esta encrucijada, donde rever sus opciones funda mentales a partir de
tales cuestionamientos constituiría una tentativa saludable para reencontrarse con la Vida y con la
experiencia humana en la actualidad.
Este trabajo intenta provocar el debate sobre una rama de la ciencia psicológica, que comúnmente
es denominada psicología del desarrollo, donde la noción de niño se construyó en base a presupuestos de
universalidad, colusión de los procesos sociales y subjetivos, y énfasis en los procesos sistematizables y
regulables, sobre cuya visión reposa la idea de progreso y evolución. Así, un vector de continuidades
quedó sujeto al recorrido biográfico —desde la concepción hasta la muerte—, de manera que, como
aporta Morss (1992), la creencia en los puntos de origen (por ejemplo, ¿cuándo emerge el lenguaje?,
¿cuándo el pensamiento se torna lógico?) se volvió fundamental para trazar las continuidades del
desarrollo. Por otro lado, los puntos de llegada también se tornaron fundamentales, ya que definían y
dirigían toda la estructuración del recorrido del desarrollo. Sobre todo, la noción de tiempo implícita en la
noción de desarrollo psicológico convirtió la temporalidad en una “cantidad” de puntos sucesivos (Castro,
1992, 1993, 1996), dispuestos en una línea imaginaria que sería recorrida por el sujeto. Así, el tiempo
pasó a ser exterior a nuestra propia historia, se volvió tan sólo el encuadre para el desarrollo de los
eventos esperados; pero, como puntualiza Heidegger (1956), o Bergson (1931), el tiempo define al ser:
por lo tanto, el ser es temporal, o sea, el ser es devenir, continuo flujo temporal, transformación
permanente. En este sentido, el reencuentro de la psicología del desarrollo con la vida pasa,
inevitablemente, por una revisión de la noción de temporalidad, de modo que la mercantilización del
tiempo, obtenida gracias al vaciamiento de su valor de uso para tomar lugar como “objeto” de
intercambio dentro del sistema productivo, en tanto “capital” en años, meses días y minutos, pueda dar
lugar a “otras temporalidades” que anuncien los más diferentes y, hasta cierto punto no comparables,
devenires: el del niño, el del adulto, el del anciano.
¿Esto quiere decir que las cuestiones planteadas por la reflexión posmoderna presentarían nuevos
desafíos para la moderna psicología del desarrollo? Siguiendo a Braidotti (1992), el foco de nuestro
interés puede ser desplazado para reflexionar sobre la manera en que construimos nuestro pensamiento y,
consecuentemente, a1 hacerlo, sustraemos de los conceptos de verdad y razón las características
fundamentalistas con que la ciencia ha legitimado su accionar. El relato fundamental que presidió la
legitimación del saber dentro la psicología del desarrollo estuvo marcado por la construcción de una
determinada trayectoria humana, que finaliza y culmina en la posición del adulto racional y autónomo. En
cuanto tal, es una visión que adquiere valor de verdad, o sea, conocimiento seguro, objetivo y, por lo
tanto, válido. Pero, diríamos con Adorno (1975), la totalidad es la no verdad. La visión unificadora y
totalizadora que se pretende sobre el desarrollo humano oblitera las condiciones de su propia producción,
instituyendo el desarrollo humano como un proyecto social, cultural ypolítico que debe ser legitimado por
los cientistas. La infancia plantea cuestiones en términos de una sociopolítica de la desigualdad: las
diferencias de edad son teorizadas en función de valores, como el progreso, y que amparan posiciones
jurídicas de desventaja para los jóvenes. Sobre todo, cuestiona quién tiene autoridad de hablar por el niño:
la familia, los especialistas, el Estado o sus representantes (Heilio, Lauronen y Bardy 1993; Qvortrup,
1993), En este sentido, es necesario saber si la infancia tiene voz sobre las decisiones que la implican, o
sea, si la infancia puede ser considerada sujeto de su devenir. La investigación de los modos de
subjetivación en la infancia es necesaria, e importa una doble tarea: en primer lugar, la deconstrucción del
“niño moderno”, y en segundo lugar, la calificación ético- filosófica del relato que se produce hoy sobre
la infancia, de manera tal que una distancia crítica de la modernidad y de las teorizaciones que la celebran
posibilite un rehacer constante de nuestras ficciones, sean ellas modernas o no.
Encarar la infancia como devenir implica desarticularla del “cursus” en el que están pre-
establecidas posiciones finales jerarquizadas. Siendo así, el relato que posibilite una visión “abierta” sobre
la infancia debe ser, él mismo, lugar de otras/nuevas definiciones del saber científico, cuando, por
ejemplo, ciencia y vida, razón y emoción puedan imbricarse en la tarea de conocer la realidad. Desde este
punto de vista, es importante resaltar la contribución del posmodernismo utópico (Kaplan, 1993), cuando
apunta posibilidades que la reflexión feminista propone para develar nuevas estéticas, nuevos saberes y
nuevas subjetividades, hasta entonces ocultos por el orden social, político y culturalmente dominante. En
este sentido, los binarismos, las oposiciones y jerarquías, sean ellas hombre-mujer, adultos-niños, puedan
ser descartados, a favor de empeñarse en el conocimiento trasgresor en relación con los modelos
hegemónicos del saber.
Para finalizar: la infancia servirá tal vez para descifrar, alegóricamente, el sentido de la existencia
humana a partir de una visión de la historia que combine simultáneamente “utopía” y “ruinas”. Siguiendo
las enseñanzas de Walter Benjamin, que ofrece en su obra una visión particular sobre la infancia, la
infancia trae el rescate del pasado, no como un tiempo que se fue y se perdió, sino como el emblema de
un futuro o, mejor, de una promesa de encantamiento del mundo que no se concretó. La infancia,
alegóricamente, representa la redención del presente, en la medida que reordena el mundo según el deseo,
estableciendo alianzas no con aquello que le es dado (por el adulto), y en la forma en que le es dado, sino
según un orden interior, interno, dado por el antes de la memoria voluntaria. Así, “ella hace historia a
partir de los residuos de la historia”. De este modo, la infancia es devenir, volverse, no aquello que ya se
sabe que es, o que Fue, repitiendo la historia, sino “librándose de ella”, de su juego que petrifica las
posibilidades del presente.
En el proyecto moderno, la infancia es “producida” teleológicamente, no hay lugar para lo nuevo,
y el curso del desarrollo humano es lo previsible; sin embargo, la infancia puede expresar,
alegóricamente, la reconducción de la historia a lo que no fue, y podría, eventualmente, haber sido.
Notas
*Versión parcialmente modificada del artículo “O lugar da infancia na inodernidade”, Psicología: Reflexao e Crítica, 9, 2, pp.
307-335.
1
Para una discusión profundizada de este aspecto, ver el artículo de Peter Osborne (1992). “Modernity as a Qualitative, not a
Chronological, Category”, New Left Review, 192, pp. 64-68.
2
Algunos ejemplos de obras importantes en este período son citadas por la autora, como por ejemplo: L. Stone et al. (eds.)
(1973): The Competent Infant, Nueva York, Basic Books, cuyo título es bastante significativo; M. Lewis et al. (eds.) (1974):
The Effect of the Infant on its Caregiver, Nueva York, Wiley, donde aparece un artículo de T. Brazelton sobre los orígenes de
la reciprocidad, enfatizando el papel activo del niño para establecer su relación con el adulto; R. Bell y L. Harper (1977): Child
Effects on Adults, Hillsdale, Erlbaum, un estudio que pone de relieve no sólo la capacidad activa del niño en su adaptación sino
también la influencia que ejerce sobre los que lo cuidan. El “espíritu de la época” es bien ilustrado por Mussen, Conger y
Kagan, en su conocido manual Desenvolvimento e personalidade da criança, de 1977, en la edición brasileña: “En primer
lugar, el recién nacido es un organismo increíblemente capaz, dotado de sistemas sensomotores en pleno funcionamiento... Al
final del primer año, el bebé es un niño complicado, conocedor y ‘pensador’, que adquirió un cierto conocimiento y algunas
ideas con respecto al mundo, así como modos de enfrentarse con él” (pp. 157 y 162). Las expresiones destacadas son nuestras
y demuestran cómo la visión modélica de la infancia se revela en el discurso psicológico de esta época.
3
Ver, por ejemplo, las siguientes obras: M. Kent y J. Rolf (1979): Primary Prevention of Psychopatology: Social Competence
in Children, New Hampshire, The University Press of New England; R. Hinde et al. (1985): Social Relationships and
Cognitive Development, Oxford, Clarendon Press; J. Dunn (1988): The Beginnings of Social Understanding, Oxford, Basil
Blackwell. Esta última obra, aunque no trabaja explícitamente con el concepto de competencia social, igualmente se
fundamenta dentro de las preocupaciones en revelar la “precocidad” con que el niño presenta una comprensión de las
emociones y sentimientos del otro.
4
Una de las más interesantes discusiones al respecto es aquella que versa sobre el uso de la computadora en la educación y, de
modo más general, como instrumento de “aceleración” del desarrollo cognitivo. Para una exposición crítica del tema, ver el
libro de D. Sloan (ed.) (1985): The Computer in Education: A Critical Perspective, Nueva York, Teachers College Press. En
esta obra, los autores afirman cómo en la sociedad burocratizada se da el confinamiento de la racionalidad a una forma técnica
específica, legitimada por la apelación al “desarrollo de la razón” como principio universal.
5
La obra de Chomsky citada por el autor es el artículo “Review of Skinner’s Verbal Behavior”, Language, 35, pp. 26-58. La
obra de A. de Gauld y Shotter es Human Action and its Psychological Investigation, Londres, Routledge.
6
El autor menciona, al respecto, la obra de Comenius, de 1632, Orbis sensualim Pictus, Londres, Leacroft (1777).
7
La teoría de “sociedad” implícita en esta concepción apunta a un funcionalismo entre actor y sistema social.
8
J. Arac (1986): Posmodernism and Politics, Minnesota Univ. Press; J. Doherty, E. Graham y M. Malek (eds.) (1992):
Posmodernism and the Social Sciencies, Londres, Macmillan; A. Giddens (1991): Consequéncias da Modernidade, San Pablo,
Unesp; F. Jameson (1991): Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism, Durham, Duke Univ. Press (hay versión
castellana: El posmodernismo, lógica cultural del capitalismo tardío); A. Kaplan (ed.) (1993): O mal-estar no posmodernismo,
Río de Janeiro, Zahar; J. F. Lyotard (1979): La condition postmoderne, París, Minuit (hay versión castellana: La condición
posmoderna); A. McRobbie (1994): Posmodernism and Popular Culture, Londres, Routledge; E. Soja (1993): Geografías
Pós-modernas, Río de Janeiro, Zahar; S. Sontag (1967): Against Inteipretation, Londres, Eyre y Spottiswoode (hay versión
castellana: Contra la interpretación); W. Spanos (1978): Repetitions: The Postmodern Occasion in Literature, Baton Rouge,
Lousiana State Univ. Press.

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Infancia y adolescencia en la cultura del consumo Lucia Rabello de castro

  • 1. LUCIA RABELLO DE CASTRO (org.) Infancia y adolescencia en la cultura del consumo GRUPO EDITORIAL LUMEN Hvmanitas Buenos Aires - México
  • 2. UNA TEORÍA DE LA INFANCIA EN LA CONTEMPORANEIDAD* Lucia Rabello de Castro Desde el aporte fundamental de Phiippe Ariès en su Historia del niño y de la familia (1960), hay un consenso creciente de que la historia de la infancia es esencial para comprender la infancia de hoy. Por historia de la infancia se entiende la interpretación de as lentas transformaciones de las costumbres y prácticas socioculturales que acarrearon cambios en la manera de representar la infancia. En otras palabras, desde el punto de vista más aceptado hoy, interpretamos la infancia como una construcción social y, como tal, la infancia sólo puede ser comprendida a partir de los cambios más globales de la sociedad, donde las diferencias de edad están marcadas por significaciones y valores que varían según la época histórica. Así, aun concordando con Foner y Kertzer (1978), y Riley, Foner y White (1972), en relación con el hecho de que la estratificación social basada en el criterio etano está siempre presente, sea en sociedades occidentales, sea en orientales o indígenas, el conjunto de significaciones, símbolos y valores atribuidos a la infancia parece ser distinto de sociedad en sociedad y, más aún, de época en época. En este sentido, reconstruir históricamente la infancia significa buscar, dentro de cada formación social, la configuración prevaleciente de significados atribuidos a la infancia, articulándolos al conjunto de representaciones que, en el imaginario social, se relacionan con los diferentes momentos de la existencia humana en la trayectoria de vida, desde la concepción hasta la muerte. De este modo, las representaciones sociales sobre la infancia tienen que ver con el conjunto de representaciones sobre los otros momentos de la existencia, así como con aquellas imágenes y representaciones que, de un modo más amplio, reflejan el sentido de la vida, de 1 muerte, del paso del tiempo, de las relaciones con los Otros. También, otorgar el sentido de construcción histórica a la infancia implica analizar cómo las prácticas socioculturales (sean ellas discursos, acciones o instituciones) posibilitan circunscriben y determinan ciertos tipos de experiencia durante la infancia. En la actualidad, la infancia se tomó objeto de preocupación y del discurso de un número creciente de especialistas: médicos pedagogos, psicólogos, sociólogos, fonoaudiólogos y otros “logos”, haciendo posible una multiplicidad de representaciones e imágenes sobre la infancia. Más que en cualquier otra época, tal vez, la infancia fue capturada por sus portavoces, o sea aquellos que, legitimados por una posición de autoridad por e saber científico, pueden hablar sobre la infancia e, ipso facto, construirla. En este sentido, la infancia, tal como la conocemos, es una infancia revelada por los “logos” que la estudian. Como señaló Vonéche (1987), la infancia de hoy sufrió un proceso de colonización por parte de las prácticas científicas desde fines del siglo XIX, a través del cual las necesidades, los derechos, la naturaleza de los deseos infantiles pueden ser descubiertos y presentados. Así, pensar sobre el sentido de la infancia, hoy, significa examinar la construcción de la representación de la infancia en la modernidad, cuando surgen los “especialistas” en infancia. Una infancia que requiere “especialistas” no es, ciertamente, una infancia cualquiera, sino una que supuestamente necesita un séquito de “conocedores” para revelar su verdad. Así, la noción de infancia en la modernidad se articula dentro de una política de verdades, amparada por la autoridad del saber de sus portavoces. Dentro de este encuadre, se podría preguntar: ¿a qué corresponden las necesidades de los especialistas, de buscar un saben “verdadero” sobre la infancia? ¿De qué manera las experiencias infantiles se circunscriben a partir del conjunto de prácticas socioculturales de la modernidad? En fin, ¿cuál es el sentido de la infancia en y para la modernidad? Fueron estas cuestiones las que guiaron la reflexión en este trabajo. El proyecto de la modernidad y la “infancia moderna” El concepto de “modernidad” admite varias acepciones. Tomando un sentido solamente cronológico, modernidad se refiere al periodo que se inicia en el Renacimiento, el que trajo indudablemente una renovación de los paradigmas ético-estéticos hasta entonces vigentes. Fue la época marcada por los grandes descubrimientos marítimos, encabezados por los portugueses, españoles e italianos, cuando el continente americano surge en Europa no sólo como escenario de esperanza (por ejemplo, para los protestantes que inmigraron a América en busca de una nueva patria), sino también como fuente de nuevas problematizaciones; por ejemplo, la vida llamada “primitiva” de los “salvajes”. El
  • 3. europeo blanco, fruto de la trayectoria histórica de la civilización grecorromana y cristiana, se ve confrontado por una experiencia totalmente diferente, la del amerindio, quien encarna lo “radicalmente diferente”, el “otro”, lo “extraño”, lo “exótico”. De esta forma, la modernidad se inaugura bajo la égida de una confrontación que posiblemente se extiende hasta nuestros días, englobando limites que jerarquizan posiciones en el contexto mundial, como por ejemplo “salvajes y civilizados”, centro y periferia, primer mundo y tercer mundo, desarrollados y subdesarrollados. El debate contemporáneo toma una connotación algo diferente, focalizando la cuestión de los nacionalismos, de la etnicidad y del multiculturalismo (Touraine, 1994; Hobsbawn, 1992). En un sentido más sociológico, que es el que más comunmente se atribuye al término, modernidad se refiere al proceso creciente de racionalización de las sociedades, ocurrido en los siglos XVIII y XIX, que acompañó a la expansión capitalista. Este sentido es atribuido por Max Weber en su análisis del aparato burocrático de las formaciones capitalistas en expansión. Dentro de los diversos sentidos atribuidos al concepto de modernidad,1 aquí empleamos la acepción que busca focalizar las transformaciones socioculturales, dentro de los procesos más amplios traídos por el industrialismo y capitalismo en las sociedades occidentales a partir del siglo XIX. La modernidad, como proyecto, tiene como marca la creencia en la razón como instrumento de control sobre la naturaleza. El proyecto de modernización de la sociedad muestra, fundamentalmente, la eficacia de este control a través de las tecnologías que el conocimiento científico posibilita de modo creciente. De este modo, el hombre y la mujer modernos se dejan seducir por la posibilidad de dominar a la naturaleza, la que, de alguna manera, permanece en el imaginario mítico como origen de la imprevisibilidad y, por ello, del miedo y la angustia humanos. Pero también la seducción de la ciencia y la técnica se vuelve la condena del sujeto humano. Es en el seno de la teorizaciones fundacionales de la Escuela de Frankfurt donde la crítica a la modernidad cultural emerge con todo vigor. En este sentido, los frankfurtianos (principalmente, Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse y Walter Benjamin) emprenden un análisis de la sociedad racionalizada, en cuyo origen está la creencia en la razón instrumental como capaz de mejorar o solucionar los problemas humanos, traer progreso y construir una sociedad mejor. En consecuencia, los mencionados intelectuales producen sus análisis de la cultura advirtiendo sobre la falibilidad del proyecto modernista: el progreso trae también la barbarie, el nazismo, el fascismo, la “dictadura de la producción”, el desencanto del mundo, donde empiezan a regir la fetichización de los objetos, el aislamiento entre los individuos, el dominio de la máquina sobre el hombre, el trabajo y el placer alienados. La crítica a la modernidad cultural emprendida por los frankfurtianos alcanza también a la razón científica, en tanto forjada dentro de los moldes cartesianos, que busca sujetar al mundo y a la naturaleza mediante el control y la experimentación. De este modo, “la ciencia domina a la naturaleza aboliendo matemáticamente el azar a través del cálculo estadístico, pero un controla la incoherencia de la vida” (Matos, 1993, p. 48). Remontándose a Descartes, M. Horkheimer, en su ensayo de 1937 “Teoría tradicional y teoría crítica” (Horkheimer, 1974), argumenta que el proyecto de dominación tiene una doble faz: en primer lugar, el cogito cartesiano impone el abandono de los afectos, las pasiones, la imaginación como fuente de ilusiones y engaños, para obtener el conocimiento verdadero; por otro lado, impone a la naturaleza una exterioridad bruta, sin cualidades, anulando lo que ella tiene de plural, cualitativo y singular. De este modo, la razón controladora presupone al sujeto de conocimiento como pura reflexión, capaz, por la renuncia y el ascetismo, de dominarse y dominar a la naturaleza. La ciencia, basada en el cogito cartesiano, impone orden y racionalidad a su objeto, captándolo en su permanencia y en su esencia, rechazando lo que tiene de singular y transitorio. Del mismo modo en que los frankfurtianos critican la razón controladora, cuestionan a la noción de historia como un continuo, una linealidad de puntos secuenciales y homogéneos, cuantificables en términos de minutos, días y años, donde la dimensión de futuro es valorada en tanto contiene el germen del progreso científico-tecnológico. De los conceptos del “enteramente otro” de Max Horkheimer, del “gran rechazo” de Herbert Marcuse, de la “dialéctica en suspenso” de T. Adorno y del “mesianismo” de Walter Benjamin, surge el rechazo de la historia como sometida a un telos determinado, sea el del progreso y la evolución, sea el de la razón trascendental. La historia, para los frankfurtianos, es una historia de ruinas, ya que no puede ser captada a partir de un sentido único y total. Historia de ruinas y de fragmentos, porque la historia continua sería una ilusión sostenida en la concepción totalizante de un fin/final hacia el que la humanidad camina. De este modo, la historia siempre sobrepasa a la razón que
  • 4. también desea someterla; en resumen, no hay identidad entre razón y realidad histórica. Siendo así, el modo de encarar la historia se fundamenta en señalar y mantener vivos en la memoria los desencuentros de la historia, que se manifiestan en el dolor y en el sufrimiento humanos, como resultado de la propia Razón que se pretende objetiva, neutra y libre de la condición humana, que también es lo irracional. Según Matos (1989), es’ la propia “sinrazón” de la razón histórica lo que se manifiesta. El proyecto de la modernidad se apoya en la visión de progreso, cuyo nudo, tanto desde el punto de vista de la historia individual como colectiva, sería la legitimidad de la idea del perfeccionamiento de la especie a lo largo del tiempo. Los saberes científicos que surgieron trataron de describir, explicar y sistematizar los desdoblamientos filo y ontogenéticos como una evolución. En este sentido, la ciencia de la psicología que buscó sistematizar el desarrollo humano se encuadra en el proyecto moderno, y se compromete con el paradigma de la objetividad, de la razón científica, de la historia como expresión teleológica del progreso y de la neutralidad. Como señala Burman (1994), el axioma de que “la ontogenia reproduce a la filogenia” fue aplicado literalmente por la psicología del desarrollo, de modo tal que se consideró que la trayectoria evolutiva de cada niño reproduce los patrones de evolución de la especie. La psicología del desarrollo como integrante del proyecto de la modernidad Dentro del saber psicológico científico, el campo de la psicología del desarrollo se ocupó de describir y sistematizar los cambios a lo largo del tiempo biográfico, el llamado “ciclo vital”. Algunas veces, el énfasis de los estudios y análisis recayó en algunos segmentos del ciclo vital, principalmente la infancia y la adolescencia, a los que les era atribuido un estado más cercano a la “naturaleza”, no corrompido por la civilización. La inspiración darwiniana estimuló los estudios sobre la infancia en un intento de descubrir en este estadio del desarrollo los orígenes de las características adultas y, por definición, humanas. De este modo, los estudios del niño y del salvaje, ambos considerados inmaduros y no desarrollados, proporcionaban una línea de base imaginaria que permitía detectar las características posteriores el estadio adulto. Es importante destacar que en esos estudios el niño es considerado básicamente como un organismo biológico, abstraído de su contexto material y social. La psicología del desarrollo se encuentra implicada en la intersección de factores que caracterizan a la modernidad, la que se fundamentó en una mayor diferenciación de los diversos sectores de la vida social, de la ciencia, la política y la economía. Más aún, la diferenciación alcanzó también al dominio intracientífico haciendo que cada rama de la ciencia tuviera sus propias leyes. En algunos aspectos, la historia de la modernidad fue la “historia de la ruptura lenta pero inexorable entre el individuo, la sociedad y la naturaleza” (Touraine, 1994, p. 162), donde la sociedad se transforma en un “hecho social”, exterior al individuo, en la concepción durkheiniana por ejemplo, y la naturaleza se objetiva en relación con la ruptura sujeto contra objeto, alma contra cuerpo, pensamiento contra naturaleza material. Pero el nacimiento del individuo de la modernidad se da a la luz de la inspiración iluminista, en la que el individuo estaba asociado a la razón y al rigor del pensamiento. Así, la emergencia del individuo en la modernidad apunta a la posibilidad, aunque formal y abstracta, como sugiere Lash (1992), de la autonomía del sujeto frente a la condiciones de la naturaleza y de lo social. En este contexto, aparece la idea de emancipación, indicando la posibilidad de sustituir los ideales originados externamente al individuo, por ejemplo, impuestos por la voluntad divina, por otros obtenidos por una reforma de la voluntad, que se une a la razón, volviéndola práctica. De esta forma, los valores humanos pueden ser discriminados por la razón, la cual elige conductas universales, sometiendo al hombre al principio del deber. Así, kantianamente, la razón moderna emancipa al hombre, porque une razón y voluntad, donde el vínculo social se torna tanto necesidad como libertad. El sentido del desarrollo humano también se asocia a la idea de emancipación. El curso de la vida humana fue postulado como una secuencia sistematizable, ordenada según los principios de complejidad y perfeccionamiento crecientes. En el modelol piagetiano, la emancipación estaría ligada a la adquisición de la capacidades lógico-deductivas que asegurarían el predominio de 1 la razón emancipada, no sólo en el dominio intelectual sino también en los dominios moral y social. Los valores democráticos, de la justicia, de la honestidad, de la fraternidad y de la no- violencia, podrían ser vislumbrados a lo largo del proceso de separación del hombre de la naturaleza y de la animalidad, del estado primitivo (Broughhton, 1981). Además, el proyecto emancipatorio se delinea imbricado en la noción de individuo autónomo, autosuficiente y universal: en primer lugar, el individuo se separa de la sociedad, que es considerada, dentro de las teorías psicológicas, como un agregado de individuos aislados, o un “contexto” donde se
  • 5. desarrollan acciones individuales, ajustadas a principios que “equilibran” y coordinan los intercambios entre los individuos. En ese sentido, el sujeto y la sociedad se bifurcan, para reencontrarse en otro momento, aquel que1 preanuncia la unión del bien común y la voluntad individual. La idea de una “sociedad orgánica” o, mejor, de un “sistema” (Talcott Parsons, 1951), se basa en la concepción de un orden político accionado por el principio del progreso, de la estabilidad y del orden, donde cada individuo desempeña un papel en el todo social. Sujeto y sociedad se funden, proceso en el cual el sujeto queda sometido a un orden, a través de la “internalización” de costumbres y valores sociales. En segundo lugar, las explicaciones sobre la naturaleza del desarrollo afirman el carácter universal de las trayectorias de la vida humana. Al presumirse tal universalidad, se pierde de vista el horizonte sociocultural específico de donde nacen las explicaciones sobre el desarrollo, negándose las preocupaciones históricas que dieron origen y sustento a esas explicaciones y clausurando las posibilidades históricas en razón de un único telos: el que se presenta dentro del curso de la historia occidental, europea, y que para muchos estudiosos está marcada por una actitud colonialista y patriarcal. Son, principalmente, investigadoras mujeres (Benjamin, 1987; 1988; Gilligan, 1982; Henriques 1984; Walkerdine, 1988) las que van a señalar el hecho de que la psicología del desarrollo estaría comprometida con una actitud neutral en cuanto al género, indicando así un divorcio en cuanto a la señalización de diferencias en este ámbito, o una asimilación de lo que se dice sobre la mujer dentro de una óptica preponderantemente masculina. De este modo, la psicología del desarrollo estaría comprometida con el proyecto de la modernidad en tanto éste prevé la posibilidad de superación de la “naturaliza animal y primitiva”, tanto a través del distanciamiento y del control de la emoción por la razón emancipadora, como de la separación del hombre (nótese que aquí el género es adrede!) y la naturaleza, y del control de ésta por la ciencia y la técnica Derivando de la idea de emancipación, las nociones “hermanas” de control y prevención también formaron parte del proyecto de la psicología del desarrollo, en su carácter de disciplina moderna. Inserta en los modelos del saber científico, e impulsada por la demanda social de categorización de los individuos, sobre todo los niños, la psicología del desarrollo estuvo, desde su origen a finales del siglo XIX, aijada a las prácticas de intervención y regulación social. En ese momento, final del siglo XIX y comienzo del XX, en Europa, un tema político relevante era justamente el control de la “decadencia moral”, idea introducida por la medicina higienista. Este tema se sostenía en la necesidad de detectar a los niños “deficientes” para la educación obligatoria que se iniciaba, como también por la necesidad de escoger “buenos reclutas” para el servicio militar. La defensa de los Principios eugénicos, validada por la formulación “naturaleza- ambiente” (natura-nurtura) de Francis Galton, cerca de 1870, tuvo como objetivo el perfeccionamiento de la especie a través de proporcionar el ambiente ideal, de manera que los efectos supuestamente no saludables del desarrollo del individuo pudiesen ser controlados. Sin embargo, la propia noción de naturaleza (natura) ponía en riesgo la posibilidad de cualquier estrategia de intervención, en la medida en que la “naturaleza” estaría inmune a cualquier modificación posterior. Así, si la “naturaleza” no puede ser corregida, y muchas veces ni siquiera mejorada, lo que se impuso fue la detección para su posterior separación. Aquellos por naturaleza “débiles” e “indolentes”, el “niño problema”, debían ser detectados y separados, de manera que no ejercieran influencia negativa sobre los otros. Rose (1989) discute cómo la psicología, en tanto saber científico sobre el individuo, emerge para dar cuenta de la tarea de clasificar y controlar. El estudio de las habilidades mentales individuales se realiza, en este ámbito, como una técnica de “disciplinarización de la diferencia humana”: así, el test psicológico se inscribe dentro de la finalidad de contribuir a la individualización de la diferencia a través de la “normalización”, esto es, la “estadisticalización” de las variables humanas a través del uso de la curva normal. De esta manera, “las funciones intelectuales se volvieron administrables, en la medida en que la diferencia fue ordenada, y se tomó visible a través de su ‘normalización’ dentro de una referencia estable y bidimensional” (p. 128). El artificio técnico que el test psicológico permite, en términos de poder diferenciar prácticamente cualquier aspecto de la mente y la conducta humanas, en un corto período de tiempo y de una forma relativamente estable, parece un procedimiento básico dentro de las prácticas de objetivación, característica de la modernidad. El estudio del desarrollo humano emprendido en el ámbito de la psicología estuvo, en un principio, vinculado a la clasificación y medición de las conductas. A causa de la institucionalización devenida de la obligatoriedad escolar y de la necesidad de organizar el sistema escolar, se establece y consolida la práctica de agrupamiento de los niños según su desempeño en tareas preestablecidas en
  • 6. patrones, cuyo principio orientó la elaboración de los tests psicológicos, que también sirvieron a las prácticas de clasificación y ordenamiento de los niños en el sistema escolar. La noción de niño normal se fundamenta en la posibilidad de reducir las idiosincrasias individuales a determinados denominadores comunes, considerados criterios o normas características de la edad. De este modo, la noción de niño normal se apoya sobre un mecanismo de minimización de las diferencias entre los sujetos y maximización de las semejanzas. En este sentido, se puede afirmar que la noción de niño normal se refiere a una abstracción, una concepción modelo cuya función se inserta en la demanda político-institucional del proyecto de escolarización de la infancia iniciado en la modernidad. Así, la noción de CI (cociente intelectual), tan cara a las prácticas de evaluación de las conductas del desempeño infantil, cristaliza la infancia “normatizable”, o sea, la infancia como sujeto pasible de escrutiño científico, dentro de los moldes casi baconianos de descripción y medición. Alfred Binet, en Francia, puede ser citado como ejemplo de quien interpretó bien las preocupaciones de final del siglo XIX, desarrollando estudios sistemáticos en pos de la medición de las habilidades infantiles. Arnoid Gesell, por su parte, en Estados Unidos, desarrolló un trabajo minucioso, sistemático y rico en detalles, de los procesos madurativos que, según su concepción, se presentarían de manera universal, secuencial y, por lo tanto, normatizable según la edad cronológica. Otro exponente de la medición de la conducta infantil es Lewin Terman, autor de uno de los más populares tests de inteligencia. Terman afirma en 1920: “Es la metodología de los tests la que llevó a la psicología a las nubes…, que la transformó, de la ciencia de las trivialidades, a la ciencia de la ingeniería humana. El psicólogo de la era pretest era, para el hombre común, apenas un excéntrico inofensivo, pero ahora que la psicología testeó y clasificó casi dos millones de soldados, midió las habilidades de casi dos millones de niños, es usada en todas nuestras instituciones para los deficientes, los delincuentes, los criminales y locos, se volvió linterna del movimiento eugénico, es importante para los políticos en la formulación de políticas de inmigración.., ningún psicólogo, hoy, se puede quejar de que su ciencia no es asunto lo suficientemente serio” (Terman, citado en Olsson, 1991, p. 191). Así, el proceso de escolarización de la infancia trajo consigo una infancia bajo medida en un doble sentido: en primer lugar, la revelación de la infancia según los cánones de un saber especializado, alineada dentro de las guías psicométricas relativas a las habilidades y aptitudes, o sea, una infancia especificada en su trayecto; erl segundo lugar, una infancia cuyo trayecto estaba específicamente prescripto y explicitado, donde algunas secuencias serían mejores que otras; en fin, una infancia normatizada. Como enfatjza Adrienne Harris (1987), el impulso en dirección a la racionalidad dentro de este modelo de desarrollo evidencia los procesos de racionalización del Estado moderno, presentes a nivel de la psique individual, y no sólo a nivel de los procesos industriales, Las normas y fases del desarrollo presentan una imagen de una secuencia ordenada y gradual, rumbo a una competencia mayor y a la madurez. El proceso de racionalización oculta otros procesos importantes en el desarrollo y en el conocimiento que se genera sobre él: lo que es deliberadamente dejado de lado es el caos, y la complejidad del proceso de investigación; el desarrollo visto como progreso no incorpora el sentido de costo, pérdida y, muchas veces, empobrecimiento que acompaña, simultáneamente, a las concepciones más optimistas sobre el desarrollo humano. Infancia y adolescencia, en tanto nuevas representaciones del Estado moderno, fueron elaboradas en el ámbito de la psicología del desarrollo, que pasó automáticamente a “legislar” sobre la salud y la enfermedad, la normalidad y la anormalidad, lo deseable y lo indeseable dentro de las prácticas de educación infanto-juvenil. Tuteladas y “minorizadas”, la infancia y la adolescencia son “guionadas” dentro de un orden previsible de adquisiciones, conquistas y habilidades; y, mutatis mutandis, de deficiencias, desfasajes e incapacidades. La imaginación desarrollista sobre el niño y el adolescente se pauta por el razonamiento de “ya llegó”, “ya consiguió”, o “todavía no consigue”, no hace” o “todavía no puede hacer”. Así, a diferencia de otros momentos de la vida humana, la variabilidad entre los sujetos, en la infancia y la adolescencia, fue reducida a trayectorias demarcadas de antemano, que sirven de “guías” y criterios para las prácticas de intervención sobre esta población. Sin embargo, el estudio de la edad avanzada realizado por algunos autores (por ejemplo, Labouvie-Vief, 1982; Schroots, 1990) va a demostrar la creciente variabilidad entre sujetos a medida en que se envejece, O sea, en la edad avanzada, así como en la vida adulta, no se busca la misma uniformidad de patrones y normas de desarrollo, como sucede en la infancia y en la adolescencia.
  • 7. Además, la tesis de multidimensionalidad y multidireccionalidad de las trayectorias del desarrollo humano hace mucho tiempo viene siendo defendida por los teóricos de la psicología del ciclo vital (“lifespan developmental psychology”) (Baltes, 1979; Baltes y Brim, 1980; Baltes y Schaie, 1973). Los estudios gerontológicos muestran, entonces, una condición de variabilidad entre sujetos presente en la edad avanzada. Entonces, ¿será una cualidad exclusiva de la edad avanzada la variabihidad entre los sujetos en las trayectorias del desarrollo? En verdad, la interpretación de esta condición es importante: la relativamente menor intervariabilidad encontrada en la infancia y en la adolescencia puede ser pensada como efecto de los procesos masivos de institucionalización y normatización que se dan en la infancia y en la adolescencia, en el seno de las prácticas familiares y escolares de tutela y educación. Estas, sin lugar a dudas, inventaron” la infancia y la adolescencia, otorgándoles justamente la supuesta universalidad de los patrones evolutivos. En este sentido, se uniforma la trayectoria de vida imponiéndole una direccion/finalidad, caracterizando la secuencia de etapas según una dimensión cronológica. El desarrollo humano se convierte en una historia de “fases” rumbo a un objetivo final. Desde el punto de vista individual, la historia biográfica repite y reproduce el principio axiomático de la historia colectiva: la evolución. El desarrollo humano, retratado por la psicología del desarrollo, refleja la inexorabilidad de la historia individual en tanto que está predeterminada a recorrer un mismo camino: el de la emancipación, del autocontrol y de la sumisión al bien colectivo. En esta línea de argumento, parece que, parafraseando a Walter Benjamin, el sujeto deja de hacer la historia, para padecerla. Sin embargo, parece importante resaltar que sociedad y desarrollo se articulan de manera estructural y no funcional (Buck Morss, 1975). De este modo, las condiciones de posibilidad de desarrollo son producidas socialmente. La uniformación relativa al desarrollo durante la infancia y la adolescencia no puede ser concebida como un hecho de la naturaleza o, para el caso, de la naturaleza infantil, sino como producto de las condiciones socioculturales del desarrollo, organizadas según las practicas de atención de la infancia y adolescencia en la sociedad contemporánea. Concluyendo, la psicología del desarrollo estuvo, desde su origen, comprometida en el proyecto de la modernidad, entendiendo éste como integrado a los procesos de racionalización creciente en los Estados del mundo occidental, lo que originó una creciente racionalización de las trayectorias individuales. Como demuestra Meyer (1986), la infancia y la adolescencia fueron “racionalizadas” (en los sentidos psicoanalíticos y sociológicos) como períodos de socialización, lo que significó su lenta preparación para la supuesta “vida productiva”. Pero, desde el punto de vista de los niños y adolescentes, su apartamiento de las actividades socialmente significativas en la sociedad moderna, y su limitación al ejercicio de las prácticas de “preparación” (por ejemplo, las escolares), significó la institucionalización de su dependencia y su encuadramiento socioinstitucional como “menores” y relativamente incapaces. La racionalización del proceso de investigación trajo la perspectiva racionalizante sobre el propio desarrollo humano, en tanto proceso ordenable, secuencial y universal, el que tendería necesariamente a un perfeccionamiento o, en la jerga psicológica corriente, a la madurez. El “niño moderno” en la moderna psicología del desarrollo Las modernas ciencias del comportamiento volvieron al sujeto humano objeto de análisis y, como tal, pasible de ser capturado por los métodos empleados por ellas, así como pasible de ser capturado según los cánones de objetividad y neutralidad. Como integrantes del proyecto de la modernidad, las ciencias del conocimiento se propusieron la investigación del sujeto humano, ‘positivando” su presencia, como objeto de estudio, tal como se hace en las ciencias de la naturaleza. Así, el proceso de objetivación de lo subjetivo configuró una cierta representación del sujeto humano. En efecto, la visión de un ser racional, llevado por una creciente disposición a la autonomía y el dominio (de sí mismo, de la naturaleza y de los otros), fue gradualmente construida y presentada como la versión hegemónica de lo humano: lo humano definido por lo racional, lo racional como lo verdadero y esencialmente humano. En cierto sentido, la sujeción de lo humano a los procesos cientificistas de objetividad y neutralidad llevó al choque de los procesos subjetivos con los de la racionalidad instrumental, de modo que, como comenta Jean François Lyotard (1988), las ciencias humanas se convirtieron en una sucursal de la física. Por esta razón, agrega este autor, las computadoras pueden actualmente proveer simulacros de algunas operaciones mentales (!). Así, la moderna tarea asumida por las ciencias humanas correspondió a la sedimentación de una concepción de sujeto humano, recortada por las posibilidades del saber científico, y permaneció
  • 8. legítimamente representada por significantes que ganaron relevancia, tales como el adulto racional (aquí es intencional el uso del masculino). En su artículo de revisión sobre las representaciones de la infancia, principalmente en la tradición anglosajona desde 1800, Hendrick (1990) considera que las diferentes concepciones de la infancia tuvieron el objetivo de circunscribir un estado ideal para la infancia, desde el punto de vista del adulto, y, por lo tanto, de controlarla. Así, por ejemplo, la emergencia de la noción de niño como un sujeto con especificidades psicológicas acarreó el surgimiento de políticas sociales y educacionales para su bienestar, para la atención y orientación de las familias, y para la corrección de desvíos. El “ideal doméstico”, representado por la familia burguesa, donde los papeles son definidos y se enfatizan el orden, el respeto y el afecto mutuos, perpetúa y naturaliza la noción de un ambiente ideal para vivir y criar a los niños. Del mismo modo, la infancia es naturalizada a través de las propias prácticas que circunscriben los tiempos modernos: ser niño es ir a la escuela, jugar y no tener responsabilidades (o sea, su exclusión de actividades socialmente relevantes, como el trabajo, por ejemplo), vivir con su familia y así sucesivamente. En este sentido, se puede afirmar un creciente proceso de sujeción de la infancia a “tiempos-espacios” previamente definidos y delimitados, sobre los cuales el control social puede ser ejercido más fácilmente. Un ejemplo, en este caso, residiría justamente en la discusión, hoy presente en algunos países, sobre la. cuestión de la educación compulsiva. Se cuestiona principalmente la forma “escolar” de esta obligatoriedad, con el argumento de que, siendo una prescripción que alcanza a todos los niños indiscriminadamente, presupone una paridad entre las necesidades individuales y las demandas socialmente acordadas, recibiendo las últimas prioridad sobre las primeras, en caso de haber desacuerdo. Así, de modo paulatino, se confinó la infancia a situaciones previsibles de tiempo y lugar, para las cuales se establecieron “regímenes de actuación” unívocos que extinguen posibilidades alternativas de producción sociohistórica de la infancia. Diferentes representaciones de la infancia, presentes en el nudo de distintas teorías científicas sobre la infancia, emergen a partir de determinadas condiciones socioculturales de la modernidad. Chamboredon y Prévot (1986), en un artículo bastante interesante, discuten las condiciones sociales del “descubrimiento” de la primera infancia como objeto pedagógico, así como la difusión de nuevas concepciones psicológicas sobre los niños pequeños que van a originar cambios en las formas de su atención. Según estos autores, la psicología científica tuvo el papel preponderante en el “descubrimiento de la primera infancia” como objeto de atención de los especialistas. La importancia dada al desarrollo de la inteligencia y de la personalidad en los primeros años de vida hace retroceder la definición social de la infancia hasta el primer año de vida del niño, dada la relevancia que se atribuyó a los cuidados no solamente físicos sino también psicológicos, en relación con el bebé. Así, la difusión de nociones psicológicas sobre la primera infancia, y la importancia del medio familiar y cultural, contribuyeron en la consolidación de prácticas que inscribieron al niño dentro de un cursus definido de desempeños según la edad, donde la norma científica se impone como árbitro de los comportamientos, regulando las expectativas institucionales de los agentes escolares frente a cómo debe suceder el “desarrollo del niño”. Para estos autores, el “descubrimiento” de las posibilidades intelectuales de la infancia produce, otro lado, la necesidad de colocar el aprendizaje cada vez más temprano, conduciendo a “una racionalización de la transmisión cultural” basada en las teorías del aprendizaje. Es en el contexto del jardín maternal donde se crean las condiciones máximas para la optimización del potencial infantil, una vez que las actividades de los niños son dirigidas y planeadas según el conocimiento científico de sus necesidades y posibilidades. Sin embargo, como argumentan estos autores, dentro de un universo totalmente estructurado para el aprendizaje, las expectativas de los agentes escolares se cristalizan en torno a un tipo de niño, que es “tallado” de acuerdo con la normativa de las teorías del desarrollo y del aprendizaje. “Nace”, así, el niño adecuado a los espacios ordenados por la guardería y el preescolar, poseedor de la disposición para la exploración y el juego controlado y ordenado, dispuesto a implicarse activamente en las tareas propuestas y con los materiales que estén a su disposición, impulsado por la curiosidad y el interés activo. “Pequeño aprendiz, constructor sui, es la imagen en la cual se basa, en el imaginario de los docentes escolares, la visión del niño en la primera infancia. Es también la imagen encontrada en el ámbito familiar de segmentos socio-económicos medios y medios-altos, que presenta, en tal caso, compatible con las demandas de la escuela; pero no sería la imagen del niño que prevalece en los segmentos socio-económicos más bajos, donde existiría una redefinición de la infancia más de acuerdo con sus condiciones materiales simbólicas de existencia (por ejemplo, la representación de la infancia que puede y muchas veces debe trabajar para ayuda mantener la
  • 9. familia). Lo que aquí interesa resaltar es cómo determinadas prácticas socioculturales cristalizan determinadas percepciones respecto a la infancia, las que automáticamente pasan a excluir otras posibilidades de imaginar, percibir y representar la infancia. Si, por su parte, la consolidación de prácticas socioculturales apoyadas en la vulgarización de las teorías psicológicas del desarrollo y del aprendizaje contribuyó en la formación de una visión sobre la infancia calcada en los moldes del proceso de racionalización de la transmisión cultural, es en el interior de la producción teórica en psicología del desarrollo donde la representación de la infancia tendrá diferentes versiones, de acuerdo con las demandas sociales. Un análisis interesante es el presentado por Burman (1994), en el que la autora defiende la tesis de que las preocupaciones de naturaleza social y política se reflejan en el ámbito de las teorías psicológicas sobre la infancia. No es posible aquí presentar toda la exposición, nos detendremos en algunos aspectos relevantes. Al final del siglo XIX y comienzo del XX, las teorías evolucionistas propiciaron la comparación entre los seres humanos y otras especies, así como investigaciones que pudiesen determinar el papel de la herencia en el comportamiento. En este sentido, la preocupación más general era establecer el lugar del hombre (la mujer todavía estaba ausente del foco de estas preocupaciones) en la escala evolutiva, siendo el niño tomado como línea de base de los procesos evolutivos. En el niño, así se presupuso, debían aparecer las señales incipientes del desarrollo posterior. Los procesos intelectuales, por ejemplo, aparecerían en su forma más simple para, gradualmente, tornarse más complejos. Las preocupaciones de esta época se hacen presentes hasta hoy en los manuales de psicología del desarrollo, donde los capítulos iniciales invariablemente se detienen en el análisis de las influencias genéticas y hereditarias sobre el desarrollo. A partir de los años veinte y hasta cerca de 1960, el gran paradigma que dominó la investigación psicológica fue el conductismo, donde el énfasis recayó sobre las influencias ambientales –no ya hereditarias— sobre el niño. Una temática relevante fue considerada la del aprendizaje infantil, donde el niño era considerado un ser pasivo, sujeto a los condicionamientos ambientales. La década del setenta trajo consigo una reversión de este paradigma: de incompetente y pasivo, el niño pasó a ser tratado como competente, poseedor de un bagaje de disposiciones y tendencias que lo situaban en posición de monitorear su ambiente y, principalmente, a todos aquellos que cuidan de él.2 El conductismo, como modelo prevaleciente, cedió lugar a otras concepciones teóricas, sobre todo las corrientes cognitivistas. Burman nos advierte contra una visión lineal y simplista que intenta desprenderse de su análisis. Sin embargo, se cuestiona, dentro de una puntuación de tendencias generales subordinadas a las transformaciones sociopolíticas que se sucedieron en este siglo, sobre los desdoblamientos más relevantes de la historia de la psicología del desarrollo. En esta misma línea de pensamiento, Harris (1987) apunta algunos cambios significativos en las concepciones sobre la infancia cuando, citando la revisión de la literatura emprendida por Bornstein y Kessen, observa la lenta erosión de la distinción entre “talkers” (en inglés, niños que ya hablan) y “non- talkers” (niños que todavía no hablan), presente en las investigaciones sobre psicología del desarrollo de décadas recientes. La autora interpreta esta no distinción como resultado de la paulatina modificación en la representación del niño como capaz de actividad racional, planeada e intencional, desde su nacimiento. Así, cada vez más, se consolida la noción de niño ‘‘competente”, tanto social como intelectualmente. El infante es concebido como “organismo” orientado, que trabaja activamente construyendo su mundo a través de los sentidos y las acciones motrices; como también a través de los intercambios sociales y afectivos con familiares y sus pares. Es interesante notar el aumento de las investigaciones, a partir de la década del setenta, sobre la competencia social de los niños.3 Las investigaciones revelaron otro cara del niño, hasta entonces oculta: la del ser naturalmente dotado para actuar activamente en el medio, influenciarlo, coordinando sus acciones para alcanzar fines de modo calculado, esto es, capaz de ajustarse equilibradamente a 1as demandas del medio ambiente social y material. Se podría preguntar, a esta altura, a qué corresponderían, en el plano de las demandas del orden social de la modernidad, tales representaciones sobre la infancia; específicamente, ¿por qué se atribuye al niño una conducta cada vez más “racionalizada”? Parece que los procesos de racionalización de la modernidad alcanzan no sólo a los medios laborales sino también al ámbito del placer y de la vida doméstica, imbricándose con las formulaciones de la psicología científica para moldear las prácticas socioculturales de asistencia a la infancia. Las representaciones sociales de la infancia inscriptas por la psicología llevan a la legitimación de una concepción sobre lo “humano” que concuerda con la creciente apropiación de la subjetividad por parte de los mecanismos de burocratización y masificación característicos de las instituciones de la modernidad.4 Así, la experiencia subjetiva desde la más tierna
  • 10. infancia está, cada vez más, siendo estructurada en los moldes del imperativo universal de racionalización y control en las prácticas de intervención sobre la infancia, sea por parte del Estado o la familia. Por otro lado, la psicología científica viene a reafirmar este lugar de la infancia, recreando su objeto de estudio a la luz del saber moderno: objetivo, racional, especializado, imparcial. Esta psicología, cuyo acento está puesto en la racionalidad, termina por mistificar y suprimir un aspecto importante de la vida infantil, o sea, su carácter fluido, ambiguo, contradictorio y caótico. Bradley (1989a, 1989b, 1991) es uno de los autores que intenta redimencionar el saber científico de la psicología del desarrollo, reivindicando que el conocimiento psicológico idealiza a la infancia de manera tal que el concepto de “niño normal” sirve “objeto bueno” (en términos psicoanalíticos) de los psicólogos. Así, dice el autor, “este objeto pasa a ser dotado de cualidades como el amor por los otros, la racionalidad, atracción por las mujeres, agencia, competencia lingüística ‘extraordinaria’ (cf. Chomsky, 1959), y capacidad para otras realizaciones extraordinarias (cf. Gauld y Schotter, 1977)” (1991, p. 53).5 El autor argumenta que la idealización de la infancia por parte del saber psicológico se da de cuatro maneras diferentes. En primer lugar, una marginación y hasta una negación de los aspectos negativos del niño y del bebé. Para el autor, contrariamente a lo que en general se supone, el aspecto básico de la vida mental del bebé se presenta como un infortunio (“infans, ejulat!”).6 En segundo lugar, parece existir una sobrevaloración del grado en que los bebés comparten la vida mental del adulto, una suposición de simetría entre el estado mental del adulto y del bebé, de manera que la intersubjetividad entre estos dos compañeros aparece como una presunción. Estas dos tendencias son reforzadas por el hecho de que el aspecto negativo y ambivalente del “maternaje” es dejado de lado; finalmente, el ambiente del bebé permanece idealizado a causa de considerar al par madre-bebé como una unidad preadaptada, incólume a las adversidades de las condiciones materiales y concretas en las que viven las madres y sus bebés. Así, el autor se refiere a la psicología del desarrollo moderna como teniendo una cualidad alegórica, en la medida en que refleja las buenas intenciones y los valores de los psicólogos, reproducidos en la visión paradisíaca de la infancia. Nos parece que la psicología del desarrollo ha reiterado una cierta representación de la infancia que favorece el choque entre el actor y el sistema social, o sea, los procesos subjetivos tienden, o deberían tender, a reforzar los procesos sociales generados a partir de los movimientos de racionalización. Por consiguiente, se estipula una cierta concepción de infancia, donde el telos sería su ajuste al orden racional vigente y, de este modo, el desarrollo engendraría la lenta capacitación del individuo como ser racional, autónomo y, en este sentido, “socializado”. Todas las otras posibilidades de desarrollo son excluidas a partir del momento en que se determina un curso ‘probable “, o bien a partir del momento en que tales probabilidades se vuelven deseables, el summum bonum, mientras toda otra trayectoria, entonces, es tenida como indeseable o patológica. De esta manera, el bebé que se ajusta a su madre, monitoreando el comportamiento de ella de manera que ambos puedan alcanzar sus objetivos, estableciendo una relación de alianza; el niño escolar que se adecua a su situación escolar, aprendiendo a convivir con sus pares, recibiendo y valorizando las normas y valores culturales, y demostrando eficiencia en los trabajos que se le asignan; el joven que se muestra motivado para las realizaciones profesionales y sociales, son versiones que apuntan a una lógica del desarrollo fundada en la adecuación sistema-individuo, y en la eficacia de los procesos de racionalización en lo que atañe al control de lo imprevisible y lo caótico.7 La infancia, como objeto de la psicología del desarrollo, se torna normatizable en la medida en que se somete a los ideales de la ciencia “moderna” basada en los principios de experimentación, objetividad y neutralidad. Los aspectos eventualmente no normatizables del desarrollo son considerados espurios, y la supuesta “variabilidad-error” debe ser controlada y eliminada. Así, el camino del desarrollo puede ser pensado como un recorrido que va de lo pre-social a lo social, de lo pre-lógico a lo lógico, dado que en el origen ya se puede constatar el desenlace final, el despliegue de lo que debe aflorar o manifestarse. El lugar de la infancia en la modernidad correspondió a la posibilidad de reivindicar la legitimidad de un proyecto de sociedad cuyo discurso se antropologiza teniendo como base la idea del hombre como centro de razón y motivación. Sampson (1989), citando a Geertz, ilustra esta concepción con la afirmación de este autor que dice: “La concepción occidental de persona como un universo delimitado, único, más o menos integrado desde el punto de vista cognitivo y motivacional, como un centro de percepción, emoción, juicio y acción, organizada como un conjunto distinto de otros conjuntos,
  • 11. y diferenciada del contexto social y natural, es, aunque aparentemente incorregible para nosotros, una idea peculiar frente a otras concepciones culturales” (p. 229). Este proyecto de sociedad se convalida en la medida en que este individuo puede ser producido no sólo a partir de las fuerzas sociales, sino también a partir de la interacción de éstas con su Potencial natural (biológico). Así, esta producción tiene el carácter de universalidad, pues se basa en lo que es intrínseco a la “naturaleza humana”. La infancia se vuelve, entonces, lugar de intervención del Estado moderno para la consolidación de este proyecto de sociedad. Es el lugar donde se afirma la viabilidad del proyecto de sociedad a través de las políticas propedéuticas: las prácticas compulsivas de educación, las prácticas sociales de segregación por edad, las prácticas socioculturales de intervención de los especialistas que actúan en el control de los desvíos relativos al curso estandarizado del desarrollo. La psicología del desarrollo y “cuestiones posmodernas” Por “cuestiones posmodernas”, entiendo una serie de cuestionamientos y aportes que se han hecho en el ámbito de las ciencias sociales y humanas (por ejemplo, J. Arac, J. Doherty, E. Graham y M. Malek, A. Giddens, A. Kaplan, A. McRobbie, E. Soja), en el ámbito de la crítica literaria (S. Sontag, W. Spanos, entre Otros), de la filosofía (F. Jameson, J-F. Lyotard),8 y de la arquitectura, la música y la ficción, en el sentido de apuntar al debilitamiento o incluso el colapso de orientaciones socioculturales consolidadas, que tienen que ver con las condiciones del conocimiento y dc la experiencia, y con la naturaleza de la realidad social y subjetiva. La posmodernidad no tendría un sentido de ruptura con la época precedente, a excepción de algunos autores como Lyotard, Jameson y Baudrillard, que la identifican con el principio de una era llamada “pos-industrial”. Baudriliard (1970, 1983) enfatiza el surgimiento de nuevas formas de tecnología e información -los simulacros-, que marcan la casi inexistencia de diferencia entre la realidad y la virtualidad. Lyotard (1971, 1979) enfoca los procesos de computarización de la sociedad y su efecto sobre el conocimiento: en vez de conocimiento narrativo, surge una pluralidad de juegos de lenguaje, el universalismo es sustituido por el “localismo”. Jameson (1993) reconoce que, con el posmodernismo, más que la ruptura de una época, se produce la transformación de la lógica cultural dominante. El debate está, entonces, puesto en la reflexión sobre las nuevas condiciones de subjetivación que la contemporaneidad presenta a fin de siglo y sobre los modos por los cuales nuestros actuales paradigmas conceptuales, heredados del siglo de las luces, pueden dar cuenta y responder a las cuestiones emergentes en nuestro tiempo. Como argumenta Barbosa (1991), la modernidad se funda sobre “la dominación del hombre por el hombre, y la destrucción sistemática de la naturaleza, la politización de la cultura, la hipertrofia del poder estatal y la omnipresencia de la tecnología” (p. 66). Ella toma como criterio conductor la Ratio, que, utilizando un método riguroso y sistemático, puede llegar al conocimiento de la naturaleza que se quiere someter y dominar. Así, lo real se convierte en objeto de certezas y definiciones, donde no hay lugar para el desorden, la pasión y el caos. Sin embargo, según este mismo autor, con Nietzsche, Bergson y Kierkegaard, entre otros, aprendemos que la vida supera cualquier saber o conocimiento, en la medida en que las categorías de la Razón brotan del proceso de vivir y no se agotan, porque mucho de lo que no puede ser pensado sólo puede ser vivido. La crítica a la ciencia moderna se hace necesaria en un doble sentido: en primer lugar, porque la promesa de verdades y certezas de que la ciencia está imbuida sólo hizo ignorar todo lo que se presenta como incierto e imprevisible en la realidad humana y social, proponiendo una nueva “antropomorfización de lo real” fundada en el orden, en la regularidad y la racionalidad. En otro sentido, el que justamente algunos autores posmodernos resaltan, la modernidad radicalizó sus efectos, o sea, la ilusión de poder dominar al mundo a través del conocimiento científico coincide con la propia sujeción del hombre a la máquina, a la “objetivación de lo subjetivo”, a la “muerte del sujeto” (Baudrillard, 1970). en estos términos, la ciencia se apartó del campo de la experiencia y la vida, sometiéndose al encuadre formalizador del método al ordenamiento impuesto por los relatos totalizadores universalizantes. La ciencia caracterizada como “matheiss universalis” desdeña las posibilidades del conocimiento que no se propone la predicción y la explicación de lo real, prácticas éstas insticionalizadas dentro de los rituales académicos de producción de conocimiento.
  • 12. Sin embargo, las transformaciones culturales de la era posindustrial ponen, justamente, en jaque la distinción entre cultura superior y cultura popular. El conocimiento científico se plantearía, entonces, como uno de los conocimientos de los cuales pueden disponer lo sujetos para orientarse en el mundo, perdiendo su “aura” de único conocimiento válido y confiable para el acceso a la realidad. Como argumenta Featherstone (1994), la expansión del número de especialistas en producción simbólica, así como de los divulgadores de estas producciones para los públicos diversificados hizo que se rompiesen la exclusividad y el monopolio del conocimiento dentro de los sectores intelectuales académicos. La “nueva clase media compuesta por los nuevos intermediarios culturales (por ejemplo gente de los medios, de la publicidad, de la moda), actúa para que muchos tipos de “conocimientos” sean posibles y, en ese sentido, se origina una crisis de autoridad del conocimiento científico que se produce en la academia. Así, nuevos grupos sociales legitiman sus posiciones como “especialistas en producción simbólica” y, sobre todo, cuestionan de modo contundente la confiabilidad del conocimiento científico. Tales cuestiones parecen afectar directamente a los académicos, algunos de los cuales confían en el poder “aurático” de la ciencia. Sin embargo, tales transformaciones culturales implicaron una crítica antifundamentalista a todos los metarrelatos, sean éstos la ciencia, la religión, la filosofía o cualquier cuerpo sistematizado de conocimiento. La ciencia estaría en esta encrucijada, donde rever sus opciones funda mentales a partir de tales cuestionamientos constituiría una tentativa saludable para reencontrarse con la Vida y con la experiencia humana en la actualidad. Este trabajo intenta provocar el debate sobre una rama de la ciencia psicológica, que comúnmente es denominada psicología del desarrollo, donde la noción de niño se construyó en base a presupuestos de universalidad, colusión de los procesos sociales y subjetivos, y énfasis en los procesos sistematizables y regulables, sobre cuya visión reposa la idea de progreso y evolución. Así, un vector de continuidades quedó sujeto al recorrido biográfico —desde la concepción hasta la muerte—, de manera que, como aporta Morss (1992), la creencia en los puntos de origen (por ejemplo, ¿cuándo emerge el lenguaje?, ¿cuándo el pensamiento se torna lógico?) se volvió fundamental para trazar las continuidades del desarrollo. Por otro lado, los puntos de llegada también se tornaron fundamentales, ya que definían y dirigían toda la estructuración del recorrido del desarrollo. Sobre todo, la noción de tiempo implícita en la noción de desarrollo psicológico convirtió la temporalidad en una “cantidad” de puntos sucesivos (Castro, 1992, 1993, 1996), dispuestos en una línea imaginaria que sería recorrida por el sujeto. Así, el tiempo pasó a ser exterior a nuestra propia historia, se volvió tan sólo el encuadre para el desarrollo de los eventos esperados; pero, como puntualiza Heidegger (1956), o Bergson (1931), el tiempo define al ser: por lo tanto, el ser es temporal, o sea, el ser es devenir, continuo flujo temporal, transformación permanente. En este sentido, el reencuentro de la psicología del desarrollo con la vida pasa, inevitablemente, por una revisión de la noción de temporalidad, de modo que la mercantilización del tiempo, obtenida gracias al vaciamiento de su valor de uso para tomar lugar como “objeto” de intercambio dentro del sistema productivo, en tanto “capital” en años, meses días y minutos, pueda dar lugar a “otras temporalidades” que anuncien los más diferentes y, hasta cierto punto no comparables, devenires: el del niño, el del adulto, el del anciano. ¿Esto quiere decir que las cuestiones planteadas por la reflexión posmoderna presentarían nuevos desafíos para la moderna psicología del desarrollo? Siguiendo a Braidotti (1992), el foco de nuestro interés puede ser desplazado para reflexionar sobre la manera en que construimos nuestro pensamiento y, consecuentemente, a1 hacerlo, sustraemos de los conceptos de verdad y razón las características fundamentalistas con que la ciencia ha legitimado su accionar. El relato fundamental que presidió la legitimación del saber dentro la psicología del desarrollo estuvo marcado por la construcción de una determinada trayectoria humana, que finaliza y culmina en la posición del adulto racional y autónomo. En cuanto tal, es una visión que adquiere valor de verdad, o sea, conocimiento seguro, objetivo y, por lo tanto, válido. Pero, diríamos con Adorno (1975), la totalidad es la no verdad. La visión unificadora y totalizadora que se pretende sobre el desarrollo humano oblitera las condiciones de su propia producción, instituyendo el desarrollo humano como un proyecto social, cultural ypolítico que debe ser legitimado por los cientistas. La infancia plantea cuestiones en términos de una sociopolítica de la desigualdad: las diferencias de edad son teorizadas en función de valores, como el progreso, y que amparan posiciones jurídicas de desventaja para los jóvenes. Sobre todo, cuestiona quién tiene autoridad de hablar por el niño: la familia, los especialistas, el Estado o sus representantes (Heilio, Lauronen y Bardy 1993; Qvortrup, 1993), En este sentido, es necesario saber si la infancia tiene voz sobre las decisiones que la implican, o sea, si la infancia puede ser considerada sujeto de su devenir. La investigación de los modos de
  • 13. subjetivación en la infancia es necesaria, e importa una doble tarea: en primer lugar, la deconstrucción del “niño moderno”, y en segundo lugar, la calificación ético- filosófica del relato que se produce hoy sobre la infancia, de manera tal que una distancia crítica de la modernidad y de las teorizaciones que la celebran posibilite un rehacer constante de nuestras ficciones, sean ellas modernas o no. Encarar la infancia como devenir implica desarticularla del “cursus” en el que están pre- establecidas posiciones finales jerarquizadas. Siendo así, el relato que posibilite una visión “abierta” sobre la infancia debe ser, él mismo, lugar de otras/nuevas definiciones del saber científico, cuando, por ejemplo, ciencia y vida, razón y emoción puedan imbricarse en la tarea de conocer la realidad. Desde este punto de vista, es importante resaltar la contribución del posmodernismo utópico (Kaplan, 1993), cuando apunta posibilidades que la reflexión feminista propone para develar nuevas estéticas, nuevos saberes y nuevas subjetividades, hasta entonces ocultos por el orden social, político y culturalmente dominante. En este sentido, los binarismos, las oposiciones y jerarquías, sean ellas hombre-mujer, adultos-niños, puedan ser descartados, a favor de empeñarse en el conocimiento trasgresor en relación con los modelos hegemónicos del saber. Para finalizar: la infancia servirá tal vez para descifrar, alegóricamente, el sentido de la existencia humana a partir de una visión de la historia que combine simultáneamente “utopía” y “ruinas”. Siguiendo las enseñanzas de Walter Benjamin, que ofrece en su obra una visión particular sobre la infancia, la infancia trae el rescate del pasado, no como un tiempo que se fue y se perdió, sino como el emblema de un futuro o, mejor, de una promesa de encantamiento del mundo que no se concretó. La infancia, alegóricamente, representa la redención del presente, en la medida que reordena el mundo según el deseo, estableciendo alianzas no con aquello que le es dado (por el adulto), y en la forma en que le es dado, sino según un orden interior, interno, dado por el antes de la memoria voluntaria. Así, “ella hace historia a partir de los residuos de la historia”. De este modo, la infancia es devenir, volverse, no aquello que ya se sabe que es, o que Fue, repitiendo la historia, sino “librándose de ella”, de su juego que petrifica las posibilidades del presente. En el proyecto moderno, la infancia es “producida” teleológicamente, no hay lugar para lo nuevo, y el curso del desarrollo humano es lo previsible; sin embargo, la infancia puede expresar, alegóricamente, la reconducción de la historia a lo que no fue, y podría, eventualmente, haber sido. Notas *Versión parcialmente modificada del artículo “O lugar da infancia na inodernidade”, Psicología: Reflexao e Crítica, 9, 2, pp. 307-335. 1 Para una discusión profundizada de este aspecto, ver el artículo de Peter Osborne (1992). “Modernity as a Qualitative, not a Chronological, Category”, New Left Review, 192, pp. 64-68. 2 Algunos ejemplos de obras importantes en este período son citadas por la autora, como por ejemplo: L. Stone et al. (eds.) (1973): The Competent Infant, Nueva York, Basic Books, cuyo título es bastante significativo; M. Lewis et al. (eds.) (1974): The Effect of the Infant on its Caregiver, Nueva York, Wiley, donde aparece un artículo de T. Brazelton sobre los orígenes de la reciprocidad, enfatizando el papel activo del niño para establecer su relación con el adulto; R. Bell y L. Harper (1977): Child Effects on Adults, Hillsdale, Erlbaum, un estudio que pone de relieve no sólo la capacidad activa del niño en su adaptación sino también la influencia que ejerce sobre los que lo cuidan. El “espíritu de la época” es bien ilustrado por Mussen, Conger y Kagan, en su conocido manual Desenvolvimento e personalidade da criança, de 1977, en la edición brasileña: “En primer lugar, el recién nacido es un organismo increíblemente capaz, dotado de sistemas sensomotores en pleno funcionamiento... Al final del primer año, el bebé es un niño complicado, conocedor y ‘pensador’, que adquirió un cierto conocimiento y algunas ideas con respecto al mundo, así como modos de enfrentarse con él” (pp. 157 y 162). Las expresiones destacadas son nuestras y demuestran cómo la visión modélica de la infancia se revela en el discurso psicológico de esta época. 3 Ver, por ejemplo, las siguientes obras: M. Kent y J. Rolf (1979): Primary Prevention of Psychopatology: Social Competence in Children, New Hampshire, The University Press of New England; R. Hinde et al. (1985): Social Relationships and Cognitive Development, Oxford, Clarendon Press; J. Dunn (1988): The Beginnings of Social Understanding, Oxford, Basil Blackwell. Esta última obra, aunque no trabaja explícitamente con el concepto de competencia social, igualmente se fundamenta dentro de las preocupaciones en revelar la “precocidad” con que el niño presenta una comprensión de las emociones y sentimientos del otro. 4 Una de las más interesantes discusiones al respecto es aquella que versa sobre el uso de la computadora en la educación y, de modo más general, como instrumento de “aceleración” del desarrollo cognitivo. Para una exposición crítica del tema, ver el libro de D. Sloan (ed.) (1985): The Computer in Education: A Critical Perspective, Nueva York, Teachers College Press. En
  • 14. esta obra, los autores afirman cómo en la sociedad burocratizada se da el confinamiento de la racionalidad a una forma técnica específica, legitimada por la apelación al “desarrollo de la razón” como principio universal. 5 La obra de Chomsky citada por el autor es el artículo “Review of Skinner’s Verbal Behavior”, Language, 35, pp. 26-58. La obra de A. de Gauld y Shotter es Human Action and its Psychological Investigation, Londres, Routledge. 6 El autor menciona, al respecto, la obra de Comenius, de 1632, Orbis sensualim Pictus, Londres, Leacroft (1777). 7 La teoría de “sociedad” implícita en esta concepción apunta a un funcionalismo entre actor y sistema social. 8 J. Arac (1986): Posmodernism and Politics, Minnesota Univ. Press; J. Doherty, E. Graham y M. Malek (eds.) (1992): Posmodernism and the Social Sciencies, Londres, Macmillan; A. Giddens (1991): Consequéncias da Modernidade, San Pablo, Unesp; F. Jameson (1991): Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism, Durham, Duke Univ. Press (hay versión castellana: El posmodernismo, lógica cultural del capitalismo tardío); A. Kaplan (ed.) (1993): O mal-estar no posmodernismo, Río de Janeiro, Zahar; J. F. Lyotard (1979): La condition postmoderne, París, Minuit (hay versión castellana: La condición posmoderna); A. McRobbie (1994): Posmodernism and Popular Culture, Londres, Routledge; E. Soja (1993): Geografías Pós-modernas, Río de Janeiro, Zahar; S. Sontag (1967): Against Inteipretation, Londres, Eyre y Spottiswoode (hay versión castellana: Contra la interpretación); W. Spanos (1978): Repetitions: The Postmodern Occasion in Literature, Baton Rouge, Lousiana State Univ. Press.