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COLETTE SOLER 
El psicoanálisis frente a la demanda escolar 
Publicado originalmente en 
Ornicar? Revue du Champ freudien, nº 26/27, 
Navarin, difussion Seuil, pp. 114-121 
Verano de 1983 
TRADUCCIÓN DE PABLO PEUSNER 
(...) 
[114] Nuestro asunto de esta tarde se sitúa en la intersección de los problemas que plantea lo que 
alguna vez fue llamado psicoanálisis “puro”, con los que surgen de la demanda social y en las 
instituciones donde esta se hace sentir. 
Podemos poner nuestra reflexión bajo el signo de un breve comentario que el Dr. Lacan realizó 
en Televisión1 a modo de respuesta de la siguiente pregunta: “Los psicólogos, los psicoterapeutas, los 
psiquiatras, todos los trabajadores de la salud mental, desde la base y severamente cargan con toda la 
miseria del mundo. ¿Y el analista mientras tanto?”. La pregunta es provocadora, y tal vez ustedes 
recuerden su respuesta, en la que afirmaba que “cargar con la miseria es entrar en el discurso que la 
condiciona, aunque más no sea a título de protesta”. Y agregaba luego: “Además, los psico, quienes 
quiera que sean, aquellos que se dedican a vuestra supuesta carga, no tienen que protestar, sino 
colaborar. Lo sepan o no, es lo que hacen”. 
Comencemos con algunos señalamientos preliminares: el psicoanalista no tiene forzosamente 
una relación directa con la demanda escolar. Esta le llega, pero no tan frecuentemente. Son más bien 
aquellos a los que se denomina los “psi” –los psicoterapeutas y los re-educadores de todo tipo– los que 
tienen que enfrentarse a esa demanda. Sabemos que la tendencia actual es hacia su multiplicación. 
Todo ese pequeño mundo es a menudo el intermediario entre el psicoanálisis y la demanda social. Pero, 
me parece justamente que esos “psi” se sitúan por encontrarse “en espera” [en souffrance] respecto del 
psicoanálisis. Y a título diverso... ya sean analizantes pero no analistas, o que hayan renunciado a 
convertirse en analistas luego de haber pensado en serlo, o que aún no lo sean, etc. 
[115] Los tipos de casos observados son diversos, pero han creado una situación que siempre se 
me presentó como una situación de intimación de esos “psi” respecto del psicoanálisis, con efectos de 
inhibición o bien –por lo contrario– de fervor militante. Quien se denomina “psicoanalista” aparece 
desde siempre como su sujeto supuesto saber. Es una posición –ustedes lo saben– de la que se puede 
abusar, incluso involuntariamente, en el sentido del “ejercicio de un poder”. De allí surge lo que no 
1 Lacan, Jacques. “Televisión”, en Otros escritos, Paidós, Bs.As., 2012, p. 543.
dudo en llamar el “terrorismo” siempre posible y a menudo constatado en las instituciones-psi, 
obviamente no psicoanalíticas, pero donde reina una doxa denominada psicoanalítica que no es sino 
ideología. 
Por lo tanto, existe entre los psicoanalistas y la demanda escolar un relevo que hay que tomar en 
cuenta: el de la relación de los adultos que se ocupan de los niños mediante el psicoanálisis. 
Voy a continuación al tema de la demanda. Es frecuente que se plantee a propósito de los niños, 
una pregunta que casi nunca se plantea a propósito de los adultos: ¿quién demanda? 
Primera proposición: en el nivel de la demanda enunciada, la que motiva la consulta, nunca es 
el niño quien demanda –intentaré justificarlo–, es siempre un adulto el que demanda para ese niño una 
rectificación: rectificación de sus comportamientos o de sus rendimientos... escolares. Un problema se 
esboza al respecto: ese que demanda, ¿está en posición de llevar la demanda hasta el punto en que el 
psicoanalista la consideraría válida? He aquí una pregunta que se rencuentra en las relaciones con la 
escuela. 
Tomemos el caso más simple –a justo título o no, poco importa por el momento– de un 
enseñante que oriente a un niño y su familia hacia el psi... coanalista. El problema es que la mayor 
parte del tiempo, el enseñante que ha tomado esa iniciativa no está en lo absoluto en posición de 
llevarla a buen puerto, por la simple razón de que eso depende, en principio, de los padres. Esta 
dificultad es tan real que la misma incluso ha conducido a la creación de los GAP (grupos de acción 
psicopedagógica). No es una iniciativa que debamos defender; finalmente, la idea de los GAP era la de 
enviar directamente a los niños al “psi” sin pasar necesariamente por la familia... Era dejar librada a la 
evaluación del “psi” si había acaso que convocarla –lo que, generalmente, este hacía–. 
Aquí la pregunta no es “¿cómo los padres determinan los síntomas del niño?” –no estamos para 
nada en este punto–, sino “¿cómo es que los padres, a quienes retorna la decisión, podrían querer un 
psicoanálisis para su niño?”. 
Esta pregunta no concierne a la cura psicoanalítica propiamente dicha, sino más bien a su 
entorno, a sus condiciones extrínsecas de posibilidad. Hay allí condiciones previas a tener en cuenta, y 
que por sí solas justifican largamente –exceptuando tal vez [116] los casos de adolescentes– la práctica, 
hoy en día muy general, de lo que puede denominarse entrevistas preliminares con la familia. 
Decir “preliminares” no quiere decir “secundarias”. Les propongo un ejemplo que les dará una 
idea de esto. Se trata de un pequeño llamado Philippe, cuya cura se había iniciado a instancias de su 
madre y cuyo padre solo había aportado el consentimiento. Una dificultad escolar global se sumaba a 
una imposibilidad para aprender la escritura, y muy especialmente para utilizar el espacio de la página 
para disponer allí las letras y las palabras. La situación inicial se había invertido: el padre entendió que 
la cura debía proseguirse, mientras la madre había decidido la interrupción, resuelta a no hablar de eso. 
Sin duda alguna, yo no había sabido evitar la instauración de dicha situación. 
Sea como fuera, esta mujer simplemente fue a consultar al servicio de Debray-Ritzen, donde le 
dijeron: “este niño tiene un tumor cerebral”. Ante su demanda de explicación concerniente a la 
naturaleza, localización e incluso las pruebas de ese tumor, le respondieron que se trataba de un antiguo 
tumor que no había dejado huellas localizables en las radiografías, pero que no obstante era tan seguro, 
que había definido el hándicap del niño. Vemos aquí hasta dónde pudo llegar la madre. Efectivamente, 
en las entrevistas que siguieron, ella me explicó que lo había hecho conscientemente: una amiga le 
había dicho que si iba a ver a Debray-Ritzen, ¡al niño le encontrarían algo orgánico! 
¿Hay que indignarse de esto? A menudo los “psi” tuvieron tendencia a denunciar entre ellos la 
falta de colaboración de los padres, y a moderarla en su presencia. Es recitar una culpabilidad que, de 
hecho, no arregla nada. Incluso, según pienso, es un abuso. En efecto, creo que en carácter de padres,
nadie puede querer al psicoanálisis para su hijo. Los padres no pueden querer una rectificación. Por otra 
parte, la justifican sin problema en nombre de las tareas educativas que les incumben y de la necesaria 
normalización del niño. Sabemos bien, desde Freud, que no se trata allí sino de las coartadas de la 
libido narcisista: el amor parental, en el fondo tan infantil –dice Freud–, delega en el niño realizar la 
imagen ideal del Otro, y lo deja sin recursos respecto de la cuestión de su deseo y de su goce. Es decir 
que a pesar incluso de un eventual consentimiento, ese amor solo puede trabajar contra la cura. El 
obstáculo fue reconocido desde el inicio del psicoanálisis por Anna Freud tanto como por Melanie 
Klein, aunque ambas hayan arribado a conclusiones opuestas. 
En el umbral del psicoanálisis de un niño hay entonces una primera aporía: la cura no depende 
de la decisión del interesado, sino de la decisión de aquellos que no pueden quererla verdaderamente: 
sus padres. 
Voy al segundo punto. No es el niño quien demanda su psicoanálisis, y sin embargo estamos 
habituados a considerar [117] que un psicoanálisis debe ser demandado. 
Sabemos que no alcanza con que el análisis sea demandado a nivel del enunciado para que se lo 
emprenda, y que en ese sentido los enunciados de la demanda son secundarios. Por lo contrario, 
importa saber cómo se presenta el síntoma. En la perspectiva psiquiátrica, el diagnóstico del síntoma es 
externo. Pero para el síntoma que se dirige al análisis hay una especie de autodiagnóstico. El paciente 
se presenta con la idea de que hay en él un fenómeno que lo molesta y que es del género de lo mórbido, 
es decir que concierne a una terapéutica. 
Alguien puede tener una masa de síntomas perfectamente localizables, etiquetables y sin 
embargo no haber allí ninguna posibilidad de análisis. Muchos síntomas no motivan un análisis: hace 
falta también que el impedimento que constituye el síntoma sea de cierto modo pensado como tal. Es 
decir que es necesario que se agregue al síntoma la idea de que hay una causa para eso –así lo 
formulaba Lacan en el seminario de La angustia–. Las condiciones mínimas para que se pueda decir 
que hay una demanda de análisis es que el síntoma se presente como algo incompleto. O sea, que pida 
un complemento. 
El psicoanalista viene a completar ese síntoma. En sus últimos textos Lacan precisa que debe 
hacerlo “bajo la forma del objeto a”. Pero ya en los textos más antiguos se podía encontrar esta tesis: 
que quien se dirige al análisis supone que el analista tiene el complemento de su síntoma, y esto 
eminentemente bajo la forma del saber. 
El analista se presenta como quien tiene la clave del síntoma bajo la forma del saber que se le 
supone, y es al lugar de dicho saber al que finalmente y –como dice Lacan– como referente, vendrá el 
objeto a. Entonces, en el análisis de un adulto está presente la idea de la parcialidad del síntoma, que 
llama a otra cosa. 
Me parece que en los casos de niños es raro contar con esta configuración aunque, 
evidentemente, un niño puede sufrir, tener fracasos, dificultades, etc. 
Es molesto hablar “de los” niños. Habría que hacer precisiones: es totalmente distinto un niño 
de tres años, de ocho años o de doce años. Sin embargo es posible decir que cuando se habla del niño, 
en general se permanece en la definición psiquiátrica del síntoma. Ya sea planteada por el médico, por 
los padres o la escuela, todos se sostienen en la definición externa. Es tan cierto que, en compensación, 
los terapeutas que se apegan a la doctrina de la demanda, a menudo son conducidos a poner en juego la 
sugestión más manifiesta para obtener de los niños una aquiescencia, que fingen luego considerar como 
una demanda. Veo allí más bien una defensa contra el deseo del terapeuta. 
¿Cuáles podrían ser entonces las condiciones de la cura de un niño? [118] ¿Qué haría falta para 
que se emprenda, hablando propiamente, una cura y especialmente a partir de una demanda escolar?
Conviene en principio preguntarse cómo resulta afectado el niño por aquello de lo que 
supuestamente habría que liberarlo. ¿Cómo resulta afectado, por ejemplo, por el hecho de no ser un 
buen alumno, o por no aprender a leer al mismo ritmo que sus compañeros, o por cometer faltas de 
ortografía, etc.? Ya se trate de una inhibición, de un impedimento o de un inconveniente... ¿no haría 
falta que él también lo sintiera así? 
Hay quienes objetan que de todas maneras, incluso si son los padres los que quieren que su hijo 
apruebe, cuando el niño fracasa se siente mal porque no puede sino sentir que el contragolpe de su 
fracaso lo desvaloriza. Y entonces, aún si son sus padres los que se encuentran fuertemente aferrados a 
la rectificación, sería mejor, efectivamente, recuperar su hándicap. 
Suponer que todo fracaso preocupa al sujeto es ubicarse en una perspectiva pedagógica. Hay 
fracasos que no lo contrarían y que incluso lo valorizan absolutamente. Son los fracasos que sostienen 
sus identificaciones ideales. 
Las identificaciones ideales del sujeto condicionan en parte sus éxitos y fracasos. Y cuando un 
fracaso está adherido a un ideal del yo, el niño puede decir con desgano que está preocupado: en tanto 
que sujeto, allí se sostiene. 
Ciertamente, acerca de este punto hay transmisión entre los padres y los hijos. No es que haya 
isomorfismo entre los ideales del yo de una familia, pero es cierto que el ideal del yo se adhiere a un 
significante que está capturado en el otro. Sin embargo, no alcanza con que los padres declaren 
explícitamente las esperanzas que tienen a propósito de ese niño para que se sepa sobre qué significante 
ha constituido el sujeto-niño su ideal del yo; de ahí la dificultad para concluir en lo referente a la 
relación con sus fracasos. 
Intentemos entonces, por ejemplo, evaluar la molestia causada por una disortografía asociada a 
la siguiente frase del padre: “La ortografía es la ciencia de los burros”. No será un poquito de 
psicoterapia lo que permitirá hacerlo tambalear. 
En oposición al celo pedagógico hubo otra moda, que proclamaba: “La escuela importa un 
comino, sólo cuenta el deseo”. Es débil, obviamente: como si de un lado estuviera la escuela –que sería 
el dominio de una pura censura social– y luego, del otro lado el deseo libidinal, en un campo distinto. 
Eso condujo a ciertos terapeutas a recusar en ocasiones toda demanda escolar, como si fuera indigna de 
la atención del psicoanalista... incluso del propio niño. Pero esta postura no es mejor que el celo 
pedagógico. En todo caso indica tanto como que la evaluación del punto de vista en que un niño podría 
quejarse verdaderamente de su síntoma escolar demanda ya mucho trabajo preliminar [119] con él y, 
eventualmente, con sus padres. 
Siempre dentro de las condiciones de la cura, abordaré ahora la cuestión de la transferencia. 
Decía hace un momento que, en general, con el niño no es realizable esa especie de búsqueda de 
lo que puede complementar al síntoma. Esto nos conduce a decir que el síntoma no está siempre 
constituido. Pero si no está constituido creo que difícilmente se pueda iniciar el análisis. A veces la 
transferencia, la suposición de saber, ya está ahí, pero es más bien raro. Cuando eso se produce, pasa 
por los padres: si uno de los padres tiene una transferencia masiva con el analista, un niño, sobre todo si 
es muy pequeño, puede ser “tironeado” por esa transferencia. Pero en el caso contrario, ¿cómo operará 
el analista con esa insuficiencia a nivel de una condición necesaria para la cura? 
Considero que cuando comienza la cura de un niño se inicia en general mediante una especie de 
forzamiento de la transferencia. Tomaré como primer ejemplo el caso Dick de Melanie Klein, que ya 
hemos trabajado. 
¿Qué hace Melanie Klein? Se propone como supuesto saber. Y dice: el vagoncito es Dick, el 
vagón grande es el papá y la estación es la mamá.
No se trata de una interpretación, sino de la inyección del Saber supuesto. Evidentemente, ella 
no bombardea los significantes a partir de la nada, sino de toda la idea que tiene del Edipo. Y en tal 
sentido, es perfectamente correcto desde el punto de vista analítico. Pero hay que notar que no obstante 
su posición es la de ir “a la pesca de la transferencia”. 
Mi segundo ejemplo es el caso Dominique de Françoise Dolto. Tomemos la primera página de 
la primera sesión: él entra en la habitación y la primera frase de Dolto consiste en preguntarle “¿Qué te 
hizo “no ser de veras?”. El niño le responde: “¿Cómo sabe Usted eso?”. En la primera página del diario 
de la cura, él le pregunta en tres ocasiones de dónde obtiene ella su saber. 
Françoise Dolto toma allí una posición totalmente matizada. Podemos sentir que no busca en lo 
más mínimo encaramarse en el pedestal del Sujeto Supuesto Saber. Incluso intenta explicarle lo que 
sabe: lo sabe porque él se lo comunica. Intenta así temperar la posición en la que se ubicó, 
precisamente porque no es una interpretación sino una afirmación. Una especie de pesca de la 
transferencia mediante una palabra oracular. 
Por otra parte, quisiera señalarles que Freud con todos sus primeros pacientes hacía 
exactamente lo mismo puesto que no estaba en condiciones en las que estamos nosotros actualmente. 
Él forzaba la transferencia. Es decir que afirmaba con autoridad al saber supuesto necesario para la 
cura. 
Ustedes saben que acerca de esta cuestión de la transferencia, hubo por otra parte [120] un debate 
entre Anna Freud y Melanie Klein, en el que esta última afirmaba contra la primera, que había 
transferencia en el niño. Eso no está en duda. Todavía hace falta crear allí las condiciones en los casos 
–frecuentes en los niños– en que esa transferencia no está de antemano. Lo que supone que el analista 
no se defiende de su deseo, ni rechaza el significarse como el complemento del saber del síntoma; y 
que no se emplea entonces a suscitar una demanda de forma pura, sino más bien a desencadenar la 
transferencia. 
Vuelvo ahora al contenido escolar de la demanda. 
¿Acaso todas las dificultades escolares son síntomas o inhibiciones? En otras palabras: los 
malos alumnos... ¿son enfermos? Ustedes verán en seguida cómo por esta vía se puede “colaborar”2 
fácilmente, sobre todo si consideran que, entre los denominados malos alumnos, hay muchos hijos de 
inmigrantes. 
Hace falta decir que el psicoanálisis no es una terapéutica universal. Es una terapéutica que 
tiene indicaciones totalmente precisas. Cuando un niño no logra aprender a leer, cuando tiene faltas de 
ortografía, cuando padece lo que hoy se denomina “discalculia”, cuando es demasiado lento para 
aprender o cuando está distraído en clase, cuando es –como dicen los maestros– perezoso, el problema 
es saber si en todos esos casos hay una inhibición o un síntoma. 
No hay dudas de que hay dificultades de aprendizaje intelectual que son sintomáticas. Los 
remito a los ejemplos que se encuentran en Melanie Klein. Busquen en su libro Ensayos de 
psicoanálisis. Hay ejemplos sumamente interesantes. Verán cómo el niñito que no lograba jamás 
escribir dos “s” juntas resuelve su dificultad mediante la fantasía de que esas dos “s” simbolizaban al 
padre y a los hijos... Cómo aquel que no podía hacer divisiones descubre que, para él, dividir es 
desmembrar el cuerpo de su madre en cuatro pedazos y repartirlo entre los cuatro niños de la familia, y 
cómo a la mañana siguiente al llegar a clase, ante el estupor de la maestra y de Melanie Klein, resuelve 
todas las divisiones... ¡con precisión! Porque hasta ese momento el niño confundía el resto y el 
2 [Referencia bastante explícita de Colette Soler al régimen de Vichy, el que se caracterizaba por su apoyo y 
colaboración del Estado francés con el régimen nazi].
cociente. Y relean también los textos de Freud sobre la inhibición intelectual. No está excluido que una 
dificultad escolar se resuelva con el psicoanálisis. No está excluido, pero tampoco asegurado. 
Tomemos las dos primeras páginas de Inhibición, Síntoma y Angustia de Freud. Allí se 
pregunta: ¿qué es una inhibición? Responde que “es una limitación funcional del yo”. Luego plantea 
dos ejemplos. El primer ejemplo es impactante en tanto función del yo: la sexualidad. El segundo son 
los problemas del apetito. Siguen la locomoción y la inhibición para trabajar. 
Notamos rápidamente que la enumeración es muy heteróclita. En el párrafo referido a la 
“Función sexual”, Freud no tiene ningún mal para [121] definir a la inhibición puesto que lo hace por 
relación al proceso orgánico del coito. Puede decir entonces hasta qué punto de ese proceso del que no 
se conoce la curva normal, interviene la perturbación. Pero ya cuando habla de inapetencia, se hace 
difícil definir qué es un apetito normal. En cuanto a la locomoción, ¿dónde situar el límite, dónde 
comienza la aversión a caminar? Entonces, cuando llegamos al tema del trabajo –y es allí a dónde 
quería arribar– define a la inhibición como... ¡la disminución del placer de trabajar! 
Esto causa risa; desde el momento en que son tocadas precisamente las funciones que no 
encuentran su definición estricta en el funcionamiento orgánico del cuerpo, ¿dónde situar el principio 
de la inhibición? 
La cuestión no se plantea del mismo modo para un adulto porque su demanda está sostenida en 
aquello de lo que se queja. Pero un niño que por lo general no se queja, nos enfrenta a la dificultad de 
una definición precisa. 
Melanie Klein impulsó hasta el extremo la tesis del desarrollo de las capacidades, o más bien de 
la limitación de las capacidades por la inhibición. Según plantea, no solamente las perturbaciones de 
una función sino el investimiento de una función no perturbada, a saber los intereses de un sujeto y más 
que sus intereses, sus talentos, están determinados por procesos de inhibición. Es llevar muy lejos la 
influencia de lo simbólico y de lo imaginario en detrimento de lo real. Al extremo, esta concepción 
conduciría a decir que sin inhibición todos los sujetos serían geniales en todos los dominios, que 
investirían todos los campos con igual talento. 
¿Pero qué ocurre con las demandas hechas al analista por trastornos escolares? No podemos 
saber de antemano si ese trastorno es sintomático y, a poco de iniciar las entrevistas con la familia, 
estamos seguros de encontrar lo que nunca falta y de lo que analista, además, gusta de ocuparse –si 
puedo permitirme esa expresión–, a saber: la angustia y la dificultad de la relación edípica en las 
familias. 
Si agregan lo que planteé acerca de un empuje-al-desencadenamiento de la transferencia, hay 
que decir que el análisis de un niño por dificultad escolar, es más bien algo querido por el analista: el 
analista y algunos otros. No es tanto el caso, señalémoslo, para otros síntomas: una anorexia o 
problemas de sueño, por ejemplo. 
Quiero concluir con lo siguiente: la especialización que se instaura de hecho en los 
psicoanalistas entre los analistas de niños por una parte y los psicoanalistas de adultos por otra, merece 
ser interrogada. Si el psicoanálisis se dirige no al niño o al adulto sino al sujeto, nada fundamenta con 
derecho esta especialización que, desde siempre, aparece más bien como un síntoma de los analistas.-

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Colette soler el psicoanalisis frente a la demanda escolar 1983

  • 1. COLETTE SOLER El psicoanálisis frente a la demanda escolar Publicado originalmente en Ornicar? Revue du Champ freudien, nº 26/27, Navarin, difussion Seuil, pp. 114-121 Verano de 1983 TRADUCCIÓN DE PABLO PEUSNER (...) [114] Nuestro asunto de esta tarde se sitúa en la intersección de los problemas que plantea lo que alguna vez fue llamado psicoanálisis “puro”, con los que surgen de la demanda social y en las instituciones donde esta se hace sentir. Podemos poner nuestra reflexión bajo el signo de un breve comentario que el Dr. Lacan realizó en Televisión1 a modo de respuesta de la siguiente pregunta: “Los psicólogos, los psicoterapeutas, los psiquiatras, todos los trabajadores de la salud mental, desde la base y severamente cargan con toda la miseria del mundo. ¿Y el analista mientras tanto?”. La pregunta es provocadora, y tal vez ustedes recuerden su respuesta, en la que afirmaba que “cargar con la miseria es entrar en el discurso que la condiciona, aunque más no sea a título de protesta”. Y agregaba luego: “Además, los psico, quienes quiera que sean, aquellos que se dedican a vuestra supuesta carga, no tienen que protestar, sino colaborar. Lo sepan o no, es lo que hacen”. Comencemos con algunos señalamientos preliminares: el psicoanalista no tiene forzosamente una relación directa con la demanda escolar. Esta le llega, pero no tan frecuentemente. Son más bien aquellos a los que se denomina los “psi” –los psicoterapeutas y los re-educadores de todo tipo– los que tienen que enfrentarse a esa demanda. Sabemos que la tendencia actual es hacia su multiplicación. Todo ese pequeño mundo es a menudo el intermediario entre el psicoanálisis y la demanda social. Pero, me parece justamente que esos “psi” se sitúan por encontrarse “en espera” [en souffrance] respecto del psicoanálisis. Y a título diverso... ya sean analizantes pero no analistas, o que hayan renunciado a convertirse en analistas luego de haber pensado en serlo, o que aún no lo sean, etc. [115] Los tipos de casos observados son diversos, pero han creado una situación que siempre se me presentó como una situación de intimación de esos “psi” respecto del psicoanálisis, con efectos de inhibición o bien –por lo contrario– de fervor militante. Quien se denomina “psicoanalista” aparece desde siempre como su sujeto supuesto saber. Es una posición –ustedes lo saben– de la que se puede abusar, incluso involuntariamente, en el sentido del “ejercicio de un poder”. De allí surge lo que no 1 Lacan, Jacques. “Televisión”, en Otros escritos, Paidós, Bs.As., 2012, p. 543.
  • 2. dudo en llamar el “terrorismo” siempre posible y a menudo constatado en las instituciones-psi, obviamente no psicoanalíticas, pero donde reina una doxa denominada psicoanalítica que no es sino ideología. Por lo tanto, existe entre los psicoanalistas y la demanda escolar un relevo que hay que tomar en cuenta: el de la relación de los adultos que se ocupan de los niños mediante el psicoanálisis. Voy a continuación al tema de la demanda. Es frecuente que se plantee a propósito de los niños, una pregunta que casi nunca se plantea a propósito de los adultos: ¿quién demanda? Primera proposición: en el nivel de la demanda enunciada, la que motiva la consulta, nunca es el niño quien demanda –intentaré justificarlo–, es siempre un adulto el que demanda para ese niño una rectificación: rectificación de sus comportamientos o de sus rendimientos... escolares. Un problema se esboza al respecto: ese que demanda, ¿está en posición de llevar la demanda hasta el punto en que el psicoanalista la consideraría válida? He aquí una pregunta que se rencuentra en las relaciones con la escuela. Tomemos el caso más simple –a justo título o no, poco importa por el momento– de un enseñante que oriente a un niño y su familia hacia el psi... coanalista. El problema es que la mayor parte del tiempo, el enseñante que ha tomado esa iniciativa no está en lo absoluto en posición de llevarla a buen puerto, por la simple razón de que eso depende, en principio, de los padres. Esta dificultad es tan real que la misma incluso ha conducido a la creación de los GAP (grupos de acción psicopedagógica). No es una iniciativa que debamos defender; finalmente, la idea de los GAP era la de enviar directamente a los niños al “psi” sin pasar necesariamente por la familia... Era dejar librada a la evaluación del “psi” si había acaso que convocarla –lo que, generalmente, este hacía–. Aquí la pregunta no es “¿cómo los padres determinan los síntomas del niño?” –no estamos para nada en este punto–, sino “¿cómo es que los padres, a quienes retorna la decisión, podrían querer un psicoanálisis para su niño?”. Esta pregunta no concierne a la cura psicoanalítica propiamente dicha, sino más bien a su entorno, a sus condiciones extrínsecas de posibilidad. Hay allí condiciones previas a tener en cuenta, y que por sí solas justifican largamente –exceptuando tal vez [116] los casos de adolescentes– la práctica, hoy en día muy general, de lo que puede denominarse entrevistas preliminares con la familia. Decir “preliminares” no quiere decir “secundarias”. Les propongo un ejemplo que les dará una idea de esto. Se trata de un pequeño llamado Philippe, cuya cura se había iniciado a instancias de su madre y cuyo padre solo había aportado el consentimiento. Una dificultad escolar global se sumaba a una imposibilidad para aprender la escritura, y muy especialmente para utilizar el espacio de la página para disponer allí las letras y las palabras. La situación inicial se había invertido: el padre entendió que la cura debía proseguirse, mientras la madre había decidido la interrupción, resuelta a no hablar de eso. Sin duda alguna, yo no había sabido evitar la instauración de dicha situación. Sea como fuera, esta mujer simplemente fue a consultar al servicio de Debray-Ritzen, donde le dijeron: “este niño tiene un tumor cerebral”. Ante su demanda de explicación concerniente a la naturaleza, localización e incluso las pruebas de ese tumor, le respondieron que se trataba de un antiguo tumor que no había dejado huellas localizables en las radiografías, pero que no obstante era tan seguro, que había definido el hándicap del niño. Vemos aquí hasta dónde pudo llegar la madre. Efectivamente, en las entrevistas que siguieron, ella me explicó que lo había hecho conscientemente: una amiga le había dicho que si iba a ver a Debray-Ritzen, ¡al niño le encontrarían algo orgánico! ¿Hay que indignarse de esto? A menudo los “psi” tuvieron tendencia a denunciar entre ellos la falta de colaboración de los padres, y a moderarla en su presencia. Es recitar una culpabilidad que, de hecho, no arregla nada. Incluso, según pienso, es un abuso. En efecto, creo que en carácter de padres,
  • 3. nadie puede querer al psicoanálisis para su hijo. Los padres no pueden querer una rectificación. Por otra parte, la justifican sin problema en nombre de las tareas educativas que les incumben y de la necesaria normalización del niño. Sabemos bien, desde Freud, que no se trata allí sino de las coartadas de la libido narcisista: el amor parental, en el fondo tan infantil –dice Freud–, delega en el niño realizar la imagen ideal del Otro, y lo deja sin recursos respecto de la cuestión de su deseo y de su goce. Es decir que a pesar incluso de un eventual consentimiento, ese amor solo puede trabajar contra la cura. El obstáculo fue reconocido desde el inicio del psicoanálisis por Anna Freud tanto como por Melanie Klein, aunque ambas hayan arribado a conclusiones opuestas. En el umbral del psicoanálisis de un niño hay entonces una primera aporía: la cura no depende de la decisión del interesado, sino de la decisión de aquellos que no pueden quererla verdaderamente: sus padres. Voy al segundo punto. No es el niño quien demanda su psicoanálisis, y sin embargo estamos habituados a considerar [117] que un psicoanálisis debe ser demandado. Sabemos que no alcanza con que el análisis sea demandado a nivel del enunciado para que se lo emprenda, y que en ese sentido los enunciados de la demanda son secundarios. Por lo contrario, importa saber cómo se presenta el síntoma. En la perspectiva psiquiátrica, el diagnóstico del síntoma es externo. Pero para el síntoma que se dirige al análisis hay una especie de autodiagnóstico. El paciente se presenta con la idea de que hay en él un fenómeno que lo molesta y que es del género de lo mórbido, es decir que concierne a una terapéutica. Alguien puede tener una masa de síntomas perfectamente localizables, etiquetables y sin embargo no haber allí ninguna posibilidad de análisis. Muchos síntomas no motivan un análisis: hace falta también que el impedimento que constituye el síntoma sea de cierto modo pensado como tal. Es decir que es necesario que se agregue al síntoma la idea de que hay una causa para eso –así lo formulaba Lacan en el seminario de La angustia–. Las condiciones mínimas para que se pueda decir que hay una demanda de análisis es que el síntoma se presente como algo incompleto. O sea, que pida un complemento. El psicoanalista viene a completar ese síntoma. En sus últimos textos Lacan precisa que debe hacerlo “bajo la forma del objeto a”. Pero ya en los textos más antiguos se podía encontrar esta tesis: que quien se dirige al análisis supone que el analista tiene el complemento de su síntoma, y esto eminentemente bajo la forma del saber. El analista se presenta como quien tiene la clave del síntoma bajo la forma del saber que se le supone, y es al lugar de dicho saber al que finalmente y –como dice Lacan– como referente, vendrá el objeto a. Entonces, en el análisis de un adulto está presente la idea de la parcialidad del síntoma, que llama a otra cosa. Me parece que en los casos de niños es raro contar con esta configuración aunque, evidentemente, un niño puede sufrir, tener fracasos, dificultades, etc. Es molesto hablar “de los” niños. Habría que hacer precisiones: es totalmente distinto un niño de tres años, de ocho años o de doce años. Sin embargo es posible decir que cuando se habla del niño, en general se permanece en la definición psiquiátrica del síntoma. Ya sea planteada por el médico, por los padres o la escuela, todos se sostienen en la definición externa. Es tan cierto que, en compensación, los terapeutas que se apegan a la doctrina de la demanda, a menudo son conducidos a poner en juego la sugestión más manifiesta para obtener de los niños una aquiescencia, que fingen luego considerar como una demanda. Veo allí más bien una defensa contra el deseo del terapeuta. ¿Cuáles podrían ser entonces las condiciones de la cura de un niño? [118] ¿Qué haría falta para que se emprenda, hablando propiamente, una cura y especialmente a partir de una demanda escolar?
  • 4. Conviene en principio preguntarse cómo resulta afectado el niño por aquello de lo que supuestamente habría que liberarlo. ¿Cómo resulta afectado, por ejemplo, por el hecho de no ser un buen alumno, o por no aprender a leer al mismo ritmo que sus compañeros, o por cometer faltas de ortografía, etc.? Ya se trate de una inhibición, de un impedimento o de un inconveniente... ¿no haría falta que él también lo sintiera así? Hay quienes objetan que de todas maneras, incluso si son los padres los que quieren que su hijo apruebe, cuando el niño fracasa se siente mal porque no puede sino sentir que el contragolpe de su fracaso lo desvaloriza. Y entonces, aún si son sus padres los que se encuentran fuertemente aferrados a la rectificación, sería mejor, efectivamente, recuperar su hándicap. Suponer que todo fracaso preocupa al sujeto es ubicarse en una perspectiva pedagógica. Hay fracasos que no lo contrarían y que incluso lo valorizan absolutamente. Son los fracasos que sostienen sus identificaciones ideales. Las identificaciones ideales del sujeto condicionan en parte sus éxitos y fracasos. Y cuando un fracaso está adherido a un ideal del yo, el niño puede decir con desgano que está preocupado: en tanto que sujeto, allí se sostiene. Ciertamente, acerca de este punto hay transmisión entre los padres y los hijos. No es que haya isomorfismo entre los ideales del yo de una familia, pero es cierto que el ideal del yo se adhiere a un significante que está capturado en el otro. Sin embargo, no alcanza con que los padres declaren explícitamente las esperanzas que tienen a propósito de ese niño para que se sepa sobre qué significante ha constituido el sujeto-niño su ideal del yo; de ahí la dificultad para concluir en lo referente a la relación con sus fracasos. Intentemos entonces, por ejemplo, evaluar la molestia causada por una disortografía asociada a la siguiente frase del padre: “La ortografía es la ciencia de los burros”. No será un poquito de psicoterapia lo que permitirá hacerlo tambalear. En oposición al celo pedagógico hubo otra moda, que proclamaba: “La escuela importa un comino, sólo cuenta el deseo”. Es débil, obviamente: como si de un lado estuviera la escuela –que sería el dominio de una pura censura social– y luego, del otro lado el deseo libidinal, en un campo distinto. Eso condujo a ciertos terapeutas a recusar en ocasiones toda demanda escolar, como si fuera indigna de la atención del psicoanalista... incluso del propio niño. Pero esta postura no es mejor que el celo pedagógico. En todo caso indica tanto como que la evaluación del punto de vista en que un niño podría quejarse verdaderamente de su síntoma escolar demanda ya mucho trabajo preliminar [119] con él y, eventualmente, con sus padres. Siempre dentro de las condiciones de la cura, abordaré ahora la cuestión de la transferencia. Decía hace un momento que, en general, con el niño no es realizable esa especie de búsqueda de lo que puede complementar al síntoma. Esto nos conduce a decir que el síntoma no está siempre constituido. Pero si no está constituido creo que difícilmente se pueda iniciar el análisis. A veces la transferencia, la suposición de saber, ya está ahí, pero es más bien raro. Cuando eso se produce, pasa por los padres: si uno de los padres tiene una transferencia masiva con el analista, un niño, sobre todo si es muy pequeño, puede ser “tironeado” por esa transferencia. Pero en el caso contrario, ¿cómo operará el analista con esa insuficiencia a nivel de una condición necesaria para la cura? Considero que cuando comienza la cura de un niño se inicia en general mediante una especie de forzamiento de la transferencia. Tomaré como primer ejemplo el caso Dick de Melanie Klein, que ya hemos trabajado. ¿Qué hace Melanie Klein? Se propone como supuesto saber. Y dice: el vagoncito es Dick, el vagón grande es el papá y la estación es la mamá.
  • 5. No se trata de una interpretación, sino de la inyección del Saber supuesto. Evidentemente, ella no bombardea los significantes a partir de la nada, sino de toda la idea que tiene del Edipo. Y en tal sentido, es perfectamente correcto desde el punto de vista analítico. Pero hay que notar que no obstante su posición es la de ir “a la pesca de la transferencia”. Mi segundo ejemplo es el caso Dominique de Françoise Dolto. Tomemos la primera página de la primera sesión: él entra en la habitación y la primera frase de Dolto consiste en preguntarle “¿Qué te hizo “no ser de veras?”. El niño le responde: “¿Cómo sabe Usted eso?”. En la primera página del diario de la cura, él le pregunta en tres ocasiones de dónde obtiene ella su saber. Françoise Dolto toma allí una posición totalmente matizada. Podemos sentir que no busca en lo más mínimo encaramarse en el pedestal del Sujeto Supuesto Saber. Incluso intenta explicarle lo que sabe: lo sabe porque él se lo comunica. Intenta así temperar la posición en la que se ubicó, precisamente porque no es una interpretación sino una afirmación. Una especie de pesca de la transferencia mediante una palabra oracular. Por otra parte, quisiera señalarles que Freud con todos sus primeros pacientes hacía exactamente lo mismo puesto que no estaba en condiciones en las que estamos nosotros actualmente. Él forzaba la transferencia. Es decir que afirmaba con autoridad al saber supuesto necesario para la cura. Ustedes saben que acerca de esta cuestión de la transferencia, hubo por otra parte [120] un debate entre Anna Freud y Melanie Klein, en el que esta última afirmaba contra la primera, que había transferencia en el niño. Eso no está en duda. Todavía hace falta crear allí las condiciones en los casos –frecuentes en los niños– en que esa transferencia no está de antemano. Lo que supone que el analista no se defiende de su deseo, ni rechaza el significarse como el complemento del saber del síntoma; y que no se emplea entonces a suscitar una demanda de forma pura, sino más bien a desencadenar la transferencia. Vuelvo ahora al contenido escolar de la demanda. ¿Acaso todas las dificultades escolares son síntomas o inhibiciones? En otras palabras: los malos alumnos... ¿son enfermos? Ustedes verán en seguida cómo por esta vía se puede “colaborar”2 fácilmente, sobre todo si consideran que, entre los denominados malos alumnos, hay muchos hijos de inmigrantes. Hace falta decir que el psicoanálisis no es una terapéutica universal. Es una terapéutica que tiene indicaciones totalmente precisas. Cuando un niño no logra aprender a leer, cuando tiene faltas de ortografía, cuando padece lo que hoy se denomina “discalculia”, cuando es demasiado lento para aprender o cuando está distraído en clase, cuando es –como dicen los maestros– perezoso, el problema es saber si en todos esos casos hay una inhibición o un síntoma. No hay dudas de que hay dificultades de aprendizaje intelectual que son sintomáticas. Los remito a los ejemplos que se encuentran en Melanie Klein. Busquen en su libro Ensayos de psicoanálisis. Hay ejemplos sumamente interesantes. Verán cómo el niñito que no lograba jamás escribir dos “s” juntas resuelve su dificultad mediante la fantasía de que esas dos “s” simbolizaban al padre y a los hijos... Cómo aquel que no podía hacer divisiones descubre que, para él, dividir es desmembrar el cuerpo de su madre en cuatro pedazos y repartirlo entre los cuatro niños de la familia, y cómo a la mañana siguiente al llegar a clase, ante el estupor de la maestra y de Melanie Klein, resuelve todas las divisiones... ¡con precisión! Porque hasta ese momento el niño confundía el resto y el 2 [Referencia bastante explícita de Colette Soler al régimen de Vichy, el que se caracterizaba por su apoyo y colaboración del Estado francés con el régimen nazi].
  • 6. cociente. Y relean también los textos de Freud sobre la inhibición intelectual. No está excluido que una dificultad escolar se resuelva con el psicoanálisis. No está excluido, pero tampoco asegurado. Tomemos las dos primeras páginas de Inhibición, Síntoma y Angustia de Freud. Allí se pregunta: ¿qué es una inhibición? Responde que “es una limitación funcional del yo”. Luego plantea dos ejemplos. El primer ejemplo es impactante en tanto función del yo: la sexualidad. El segundo son los problemas del apetito. Siguen la locomoción y la inhibición para trabajar. Notamos rápidamente que la enumeración es muy heteróclita. En el párrafo referido a la “Función sexual”, Freud no tiene ningún mal para [121] definir a la inhibición puesto que lo hace por relación al proceso orgánico del coito. Puede decir entonces hasta qué punto de ese proceso del que no se conoce la curva normal, interviene la perturbación. Pero ya cuando habla de inapetencia, se hace difícil definir qué es un apetito normal. En cuanto a la locomoción, ¿dónde situar el límite, dónde comienza la aversión a caminar? Entonces, cuando llegamos al tema del trabajo –y es allí a dónde quería arribar– define a la inhibición como... ¡la disminución del placer de trabajar! Esto causa risa; desde el momento en que son tocadas precisamente las funciones que no encuentran su definición estricta en el funcionamiento orgánico del cuerpo, ¿dónde situar el principio de la inhibición? La cuestión no se plantea del mismo modo para un adulto porque su demanda está sostenida en aquello de lo que se queja. Pero un niño que por lo general no se queja, nos enfrenta a la dificultad de una definición precisa. Melanie Klein impulsó hasta el extremo la tesis del desarrollo de las capacidades, o más bien de la limitación de las capacidades por la inhibición. Según plantea, no solamente las perturbaciones de una función sino el investimiento de una función no perturbada, a saber los intereses de un sujeto y más que sus intereses, sus talentos, están determinados por procesos de inhibición. Es llevar muy lejos la influencia de lo simbólico y de lo imaginario en detrimento de lo real. Al extremo, esta concepción conduciría a decir que sin inhibición todos los sujetos serían geniales en todos los dominios, que investirían todos los campos con igual talento. ¿Pero qué ocurre con las demandas hechas al analista por trastornos escolares? No podemos saber de antemano si ese trastorno es sintomático y, a poco de iniciar las entrevistas con la familia, estamos seguros de encontrar lo que nunca falta y de lo que analista, además, gusta de ocuparse –si puedo permitirme esa expresión–, a saber: la angustia y la dificultad de la relación edípica en las familias. Si agregan lo que planteé acerca de un empuje-al-desencadenamiento de la transferencia, hay que decir que el análisis de un niño por dificultad escolar, es más bien algo querido por el analista: el analista y algunos otros. No es tanto el caso, señalémoslo, para otros síntomas: una anorexia o problemas de sueño, por ejemplo. Quiero concluir con lo siguiente: la especialización que se instaura de hecho en los psicoanalistas entre los analistas de niños por una parte y los psicoanalistas de adultos por otra, merece ser interrogada. Si el psicoanálisis se dirige no al niño o al adulto sino al sujeto, nada fundamenta con derecho esta especialización que, desde siempre, aparece más bien como un síntoma de los analistas.-