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EL DERECHO EN ROMA
Michel Villey
I. LOS PRINCIPIOS DEL DERECHO ROMANO
Siendo tradicionalmente más juristas que historiadores, los romanistas, por mucho tiempo,
han dejado en la oscuridad los principios del derecho romano.
Hasta una época reciente, sólo parecían interesados en las soluciones (por ejemplo aquellas
que versaban sobre las obligaciones del vendedor o las condiciones de existencia del
furtum, etc.). Ellos no tenían ningún escrúpulo de transponerlas (a estas soluciones),
de plasmarlas, en la forma propia del pensamiento contemporáneo; aspecto que no
podía realizarse sin violar esas soluciones.
Así nuestros manuales (Monier, págs. 49, 73, etc.) continuamente presentaban a las leyes
(leges) como la fuente fundamental del derecho romano de la época clásica,
exactamente igual a lo que corresponde a nuestra teoría actual de las fuentes del
derecho, de manera alguna coincidente con las concepciones de los contemporáneos
de Cicerón, de Augusto o de Trajano.
Existe hoy, por ello, gran interés en conocer la filosofía de los juristas romanos, porque sólo
ella nos permite rehacer el tenor auténtico de sus soluciones y también conocer las
razones profundas de la fortuna del derecho romano en el mundo moderno. (Si el
derecho romano nos importa no es para que figure en los “programas” de estudio,
sino porque él es el derecho del mundo occidental moderno.)
Sobre esta cuestión os recomiendo especialmente el libro de Schulz (Prinzipien des
römischen Rechts, 1934, traducido al inglés) y en Francia los trabajos de Senn (De la
justice et du droit, 1927; Les origines de la notion de jurisprudence, 1923 y diversos
artículos) que han tenido el mérito de remontarse a las fuentes: la filosofía de los
griegos.
La cultura romana del período llamado clásico, es sobre todo la cultura griega, como en
nuestros días la cultura de la elite senegalesa es la cultura europea.
Graecia capta ferum victores coepit. O por lo menos, la filosofía de los romanos es la de
Grecia.
Muchas de las obras griegas han sido traducidas al latín; sobre todo las nociones de uso
común cuyas definiciones resultan del esfuerzo filosófico griego (como, por ejemplo:
las de derecho natural, equidad, ley en sentido amplio). Todo ello pasará a Roma por
el canal de la gramática y de la retórica.
Ciertas influencias de algunas doctrinas filosóficas sobre los juristas, no deben imaginarse a
modo de una copia literal; las exigencias de la práctica se oponen a que el jurista se
1
cierre dentro de los cuadros estrictos de un sistema filosófico particular. Los juristas
se inspiran libremente en las filosofías, pero no de una manera escolar o realizando de
ellas una aplicación consciente.
La ciencia jurídica romana, en cuanto a los principios, nos parece ser un producto de la
cultura griega.
Pero los romanos han recibido simultáneamente la influencia de diversas escuelas: el
estoicismo, en el cual fue instruido Cicerón de manera especial, y al cual adhirieron
un buen número de jurisconsultos clásicos, razón por la que ha dejado sobre el
derecho romano una huella muy grande; y el platonismo que tampoco fue totalmente
ajeno en lo que respecta a la influencia sobre el derecho romano. Pero a nuestro
parecer, es la doctrina de Aristóteles la que al comienzo del período clásico dio al
derecho sus principios constitutivos y su valor excepcional.
El estoicismo
La falta de lugar nos impide tratar la filosofía estoica. Se encontrarán las indicaciones y una
nota bibliográfica en nuestra obra Leçons (1ª edición, Pág. 29 y 134 y sigs; 2ª
edición, Pag. 26).
El estoicismo es, a decir verdad, una doctrina moral más que política o jurídica. Los
fundadores del estoicismo no tenían de manera alguna en vista la división de intereses
en una ciudad, aspecto que es el eje del derecho, porque según su manera de ver, el
sabio se desinteresa de la ciudad y de sus convenciones.
La ley natural estoica, que es la razón universal que impera sobre el mundo y la historia, o
la parte de esa razón que se encuentra diseminada en la conciencia de cada hombre,
no tiene otro contenido que moral. Ella es imprecisa; ordena sobre todo una actitud
mental de aceptación del destino y no versa sobre actos determinados. Ella es por otra
parte, fuertemente exigente, hecha en su origen para el sabio, retirado espiritualmente
del mundo y del común de los hombres.
Es cierto que en la época romana, los maestros estoicos de los cuales Cicerón captará la
doctrina de su libro “De officiis”, han practicado la casuística y dado listas de
deberes más concretos y más accesibles: deber de respetar a cada hombre –aun al
esclavo–, la razón, la humanidad, la sinceridad, el respeto de la palabra dada, el
respeto a los dioses y la piedad en las relaciones familiares. Pero todo esto concierne
sobre todo a las disposiciones interiores más que a las actividades externas y ello es
todavía demasiado ideal…
Esta moral, debía afectar muy fuertemente el contenido del derecho romano en la época
clásica: el humanismo estoico, que subraya la dignidad superior de cada ser humano,
deberá, más tarde, inspirar a los moralistas del cristianismo, y sobre todo jugar un
gran papel en la filosofía moral y jurídica moderna. Entrañaba la dulcificación de la
2
condición del esclavo y del peregrino. De la misma manera, los progresos del
consensualismo (cf. los estudios de Magdelain) en el tiempo de Cicerón están en
relación directa con el precepto estoico de la sinceridad, como lo testimonia
ampliamente el De officiis, etc…
También se produce en Roma, una cierta contaminación de la teoría general del derecho y
de sus fuentes por la filosofía moral de los estoicos. Es, por ejemplo, en su tratado
sobre la República –materia relativa al derecho, en principio– que Cicerón ha ubicado
su definición sobre la ley natural y ella es totalmente estoica: “Est quidem vera lex,
recta ratio, naturae congruens, difusa in omnes, constans, sempiterna; quae vocet ad
officum jubendo, vetando a fraude deterreat…”. Hay una ley verdadera, que es la
razón recta acorde con la naturaleza, repartida en las conciencias de cada ser humano,
constante, eterna. Por sus mandatos ella llama a cumplir sus deberes, aleja del mal
por sus prohibiciones, etc…
Igualmente, ciertas definiciones romanas del derecho natural, que hemos conservado en el
Digesto o en las Institutas de Gayo, tienen una raíz estoica y llevarán a reducir la
importancia práctica del derecho natural. El estoicismo es respetuoso de la
providencia racional que gobierna los cambios de la historia; pero le repugna postular
instituciones permanentes.
Es necesario admitir que la mayor parte de las instituciones jurídicas proceden de una
fuente histórica (ius gentium – ius civile) y no sería, en sentido estricto, derecho
natural (D. I, 1, 5).
Del mismo modo, parece que procede de una fuente estoica la definición de Ulpiano (D. I,
1, 3) que por derecho natural entiende las relaciones jurídicas comunes a todos los
seres animados (quod natura omnia animalia docuit). Pero este derecho no concierne
a las relaciones especialmente humanas (cf. sobre estos puntos nuestras Leçons, 1ª
ed., pág. 142 y sigs).
El estoicismo, sobre todo, había hecho cambiar a los juristas romanos el método del
derecho natural. El los invita a hacer más caso del texto positivo, histórico, al mismo
tiempo que a la razón subjetiva del hombre y al razonamiento deductivo.
Esta filosofía dejó ciertamente su sello sobre el método de interpretación lógica de los
jurisconsultos, pero de ninguna manera ello significa que fue a partir de allí que
fueron puestos los fundamentos de la ciencia jurídica romana.
El platonismo
Hay también en el derecho romano, rastros de la influencia de Platón y del platonismo.
Cicerón se inspira en la República y las Leyes.
Sobre todo, a partir del siglo III D.C., la influencia de Platón es superior a la de Aristóteles
y a la de los estoicos. Ya hemos señalado dos adagios (quod principi placuit legis
3
habet vigorem – princeps legibus solutus est) que pueden ser debidos a la fuente
platónica.
A fin del siglo III, aparece el neoplantonismo con Plotino, Porfirio, Jámblico, Proclo y
sobre todo ciertos padres de la Iglesia cristiana (como San Agustín) que tomaron esta
línea filosófica. Ellos plasmaron en los espíritus, una visión jerárquica del mundo,
que procede totalmente de lo uno por grados descendentes, lo cual da sentido a un
derecho autoritario y de matriz legislativa.
Será el tiempo en que las constituciones imperiales sean la única fuente del derecho.
Pero no es en el Bajo Imperio, ni en los siglos II y III D.C. que el derecho romano recibió
sus fundamentos. Estos no son sino trasformaciones tardías y superficiales de un
sistema ya constituido en la forma clásica.
Creo que es necesario situar el momento de invención del derecho romano como sistema
científico, alrededor de la época ciceroniana.
En este momento, la influencia de Aristóteles es grande; Polibio ha transmitido las grandes
tesis de su Política, Cicerón tradujo los Tópicos dedicados al jurista Trebacio. Las
escuelas de retórica retoman nociones aristotélicas, de equidad, de ley, de derecho
natural. Igualmente, las sectas estoicas parecen haber vehiculizado esta doctrina del
derecho.
Pero los intelectuales romanos, estaban llevados hacia el eclecticismo. Ellos se instruían
sobre un poco de todo, según las materias.
Sólo Aristóteles, como vimos, había analizado realmente el derecho y sus fuentes.
La definición del derecho
La obra más arriba mencionada de Schulz, reconoce el mérito a los fundadores de la ciencia
jurídica romana, de haber colocado el estudio de las relaciones sociales objetivas,
dejando en principio, de lado en su investigación por ejemplo, el valor moral de las
intenciones; logrando también separar el derecho privado del derecho público.
Isolierung.
Me parece que el derecho romano debe esta cualidad esencial de manera más o menos
indirecta a los análisis de Aristóteles.
Los juristas romanos conocían y han puesto de relieve la definición de la justicia y su
objeto específico explicitado por Aristóteles: la justicia es esa virtud cuyo objeto
propio es atribuir a cada uno la parte que le corresponde: jus suum cuique tribuere
(poco importa que la fórmula de Ulpiano –D. I, 1, 10– esté cargada de algunas
adiciones estoicas). Ellos han aceptado la doctrina de que el derecho deriva de la
justicia (D. 1, 1, 1), que la jurisprudencia es la ciencia de lo justo y de lo injusto –
4
justi atque injusti scientia D. 1, 1, 10)–. Ellos ponen seguramente de relieve, como lo
hemos dicho la distinción de dos justicias: distributiva y conmutativa.
Parecen estar en plena posesión de una filosofía que distingue lo justo de “lo honesto” (D.
50, 17, 144). Si aceptan hacer un lugar a las nociones morales estoicas de “pietas”, de
“bona fides” o de “humanitas” lo es a título subsidiario. Saben mantener, en buena
medida, fuera de la ciencia del derecho las relaciones intrafamiliares, queriendo
mantenerse por su parte, en el dikaion politikon.
Estimo que tocamos aquí uno de los caracteres específicos del derecho romano, una de las
principales razones de su fortuna en la historia.
Otras civilizaciones organizan su orden social confundiendo derecho y moral, mezclando
en el mismo arte las prescripciones relativas a la religión, a las buenas intenciones
morales, a la educación y a la estricta definición de las relaciones sociales.
Esta era la tendencia de Platón en la República, tal era el caso del derecho judío, tal será el
de la sociedad de la Alta Edad Media, inspirada por el agustinismo.
Solo el derecho romano (que nosotros hemos adoptado) ha sido la excepción, porque los
juristas del comienzo de la época clásica, a las cuales remonta la iniciativa de
constituirlo como ciencia, han dado a esta ciencia fronteras precisas, discerniendo su
autonomía; y ello gracias a Aristóteles
Las fuentes del derecho
La fuente primera del derecho, según las exposiciones que nos ofrecen los autores romanos,
de acuerdo a los manuales modernos, no es la ley, sino la naturaleza (Gayo I, 1-D. I,
1).
Y el derecho clásico es sobre todo la obra de la doctrina que busca lo justo según la
naturaleza. Más precisamente, el resultado del trabajo de los jurisprudentes; esta
palabra bien podría ser una traducción de Aristóteles.
En cuanto a los textos legislativos, ley en sentido estricto, edicto del pretor o de otros
magistrados, senadoconsultos –no jerarquizados conforme a la doctrina aristotélica–,
ellos, por largo tiempo, no han sino provistos de sanciones precisas (determinaciones)
en el marco de lo justo natural según la misma filosofía.
El “método de la interpretación” –o mejor de elaboración del derecho– de los juristas
clásicos, en cuanto a lo esencial, es conforme a la enseñanza de Aristóteles: recurso a
los textos emanados sea de la tradición jurisprudencial (jus civile), sea del pretor, de
los comicios o del Senado. Y también tiene lugar, la corrección del texto en nombre
de la equidad. Todo ello es noción aristotélica.
Libre investigación dialéctica, confrontación de las opiniones de los grandes juristas y de
las escuelas de la jurisprudencia; atención a las circunstancias, uso de la casuística
5
(quaestiones – casus); investigación de las normas que manifiestan la justicia y la
coherencia de las soluciones, pero desconfianza respecto de las normas que jamás
contienen lo justo y no deben ser tomadas como el derecho.
No creemos poder sacar el derecho de la norma, pero a partir de lo justo que existe (que
está en las cosas, derecho natural) ensayamos construir normas: Ius non a regula
sumatur, sed ex jure, quod est, regula fiat (D. 50, 17. 1)
No se trata de que la lógica estoica, más deductivista, no haya contribuido a la formación
lógica de los juristas romanos. Pero lo principal viene de la dialéctica de Aristóteles.
En una conferencia pronunciada la semana última en el Instituto de Derecho Romano, el
gran romanista Max Kaser denunciaba la imagen tramposa que los modernos –desde
el siglo XVII– nos han dado del derecho romano, colocando las soluciones de los
jurisconsultos clásicos en la misma forma del derecho moderno, axiomático,
deducido de leyes, preocupado sobre todo por la coherencia, por la uniformidad.
Los juristas romanos no se preocupaban por contradecirse, ellos discutían y adaptaban las
soluciones a las circunstancias; su arte era búsqueda incesante, tanteo incesante.
En el mismo sentido el romanista italiano R. Orestano ha mostrado que la falsa creencia
sobre un derecho romano uniforme (como ha podido ser el derecho francés a partir
del Código Civil) se ha fundado en el siglo XIX –“el cofre de las interpolaciones”–
(Diritto Romano en Nov. Dig. It., 1960).
Se podrían recordar también las observaciones de Viehweg en Topik und jurisprudenz
(1953).
Todo ello no debe sorprender, especialmente a quienes han estudiado la filosofía griega
clásica del derecho y de la política, y en la cual los juristas romanos han sido
educados. Si se compara en grandes líneas el derecho romano con los otros grandes
sistemas jurídicos, aquél parece surgir en la historia como aplicación de la doctrina
aristotélica.
Es por ello que la suerte misma del derecho romano está en juego, desde el neoplatonismo
o las nuevas visiones del mundo judeo-cristiano a las que adhiere San Agustín,
cuando nuevas filosofías han suplantado a la de Aristóteles.
Y el renacimiento del derecho romano en la Europa moderna a partir del siglo XIII estará
ligado al renacimiento de Aristóteles.
II. NOTAS SOBRE EL CONCEPTO DE PROPIEDAD
Aportaremos nuestra contribución al congreso, como jurista y como historiador de la
filosofía del derecho. Proponemos el análisis y la crítica del concepto de propiedad1
.
1
Ponencia presentada al Congreso de filosofía del derecho de St. Luis Missouri, agosto de 1975.
6
Ninguna duda cabe que en el lenguaje jurídico, el término propiedad ocupa un lugar
esencial. A menudo, se ha definido el derecho diciendo que tiene como papel atribuir a
cada uno lo suyo –suum quique tribuere–, a cada uno su propiedad. No veo que pueda
existir el orden jurídico sin propiedad. Pero si existe un lugar donde se observa esta tensión
entre los ideales de “libertad y de igualdad” –puestos en el orden del día del congreso– es
respecto al derecho de propiedad: terreno de pruebas para nuestros conceptos sobre libertad
e igualdad.
Nos parecen muy insuficientes los análisis semánticos habitualmente propuestos respecto
del término propiedad. Pienso que deben ser conducidos con ayuda de la historia; se
requiere del filósofo saber desprenderse del lenguaje y de las opiniones de su entorno
inmediato y la capacidad de confrontarlas con otros sistemas de estructuración del mundo,
vigentes en otros tiempos.
Nos contentaremos con oponer al concepto de propiedad, generalmente en vigor en la
época moderna –pero que viene siendo sometido a crecientes dificultadas– un concepto
antiguo, descubierto en la tradición jurídica romana y probablemente menos conocido para
el lector de un “Problem paper”.
1.- Sobre el concepto moderno de propiedad
a) El derecho de propiedad moderno como bastión de la libertad
No nos demanda ningún esfuerzo comprender hoy el concepto moderno2
de propiedad,
puesto que sigue siendo el nuestro. La simple lectura de nuestros diccionarios, incluso
filosóficos, lo confirma.
En primera línea, se define la propiedad como una especie correspondiente al género
derecho subjetivo; es decir como un atributo de la persona; es una “facultad”, un “poder”
del individuo (la palabra poder se puede entender aquí a la vez en el sentido de dürfen,
tener el permiso de hacer ciertos actos con referencia a una cosa, y de mögen, disponer de
un poder físico, el permiso que se trata se encuentra garantido por el derecho).
Tal es la noción engendrada por el individualismo moderno. Sea que hayan sufrido la
influenza del nominalismo (para el cual la única realidad es el individuo), o bien de un
modo de pensar “burgués”, los autores modernos comienzan a pensar el derecho a partir y
en función del individuo, dotado de poderes por el orden jurídico.
Como en general el derecho subjetivo, la propiedad será el corolario de la libertad o el
instrumento necesario para su ejercicio. Los grandes idealistas alemanes (Kant, Fichte,
Hegel) han descripto la propiedad como la “esfera de acción libre”, realización exterior de
la libertad del individuo; pero esta conjunción de la libertad con el derecho subjetivo de
2
Dos observaciones preliminares:
1º Entenderemos el término “moderno” en el estricto sentido que posee en Francia. Los historiadores franceses oponen a la época
moderna (siglo XVI, XVII y XVIII) la época llamada contemporánea (siglos XIX y XX).
2º Nos limitaremos a tratar sobre el término francés “proprieté” (o de sus parientes en las llamadas lenguas latinas). Podría ser que la
palabra inglesa property haya conservado resonancias menos alejadas del sistema de pensamiento romano.
7
propiedad ya estaba presente en la obra de Locke y remonta a los comienzos de la filosofía
“moderna” (Gerson, Diedo, Occam y también Duns Scotto). La propiedad de los modernos
fue uno de los ingredientes del culto de la libertad del individuo.
Todos saben con qué celo el jusnaturalismo moderno cultivará esta noción, deduciendo
todas sus consecuencias, a fin de conducirla a su plenitud.
1º La escuela se empleó en preparar la lista de los poderes reconocidos a los propietarios,
con el objeto que ese derecho fuera desgajado de las cargas feudales y sostuviera
efectivamente el ejercicio de su libertad: poderes de usar, gozar y disponer –jura utendi,
fruendi et abutendi–. El propietario tiene el derecho de tomar los frutos del capital, también
de acrecentarlo indefinidamente. Se especifican los atributos y la fuerza de esos poderes:
exclusividad, carácter absoluto (Código de Napoleón, art. 544: la libertad de la que se trata
debe ser arbitraria y total) y perpetuidad…3
2º Se exaltará la independencia del poder del propietario, no sólo respecto de los
particulares, sino del mismo Estado. Con este objeto fueron elaboradas las doctrinas sobre
las fuentes “naturales” de la propiedad y sus “modos de adquisición”, llamados
“originarios”.
Para fundar la propiedad sobre bases estables, sustraídas de los peligros del poder público,
el jusnaturalismo moderno hace flechas con todo el bosque, echando mano a todo tipo de
mitos: mito de la primera ocupación, o del derecho del primer ocupante, muy cultivado por
Grocio y varios otros teóricos de la Escuela del Derecho natural moderno. Los moralistas
pusieron su grano de arena, alegando el precepto bíblico o de la moral estoica que prohíbe
el robo: si me está prohibido tocar la posesión de otro, no cabe sino concluir que él tiene
derecho sobre la cosa que ha ocupado. Hume propondrá más tarde la explicación
psicológica de la conversión natural de la situación del poseedor, en propiedad.
En torno a Locke, fue inventado el mito de la adquisición de la propiedad por el trabajo; los
fisiócratas retomarán ese tema y los economistas le agregarán la apología de los beneficios
de la propiedad; hasta que Marx venga a conmover las consecuencias de la doctrina.
Wolff y Kant justificarán la propiedad como una condición necesaria para la “perfección”
de la naturaleza del individuo o de su libertad moral.
De este modo, el derecho de propiedad figura como “derecho” del hombre. Sin duda
sancionado por el Estado pero obteniendo su existencia del “derecho natural” supra-estatal.
Derecho “inviolable”, derecho “sagrado”, dice la Declaración Francesa de 1789.
3º Esfera de aplicación. Con el objeto de extender al máximo la esfera de la libertad, el
jusnaturalismo se esfuerza por generalizar el régimen de la propiedad. La teoría saca el
3
Nota del traductor: En el Código de Vélez Sársfield la nota de exclusividad está contenida por el art. 2508. El carácter de perpetua se
señala en el artículo 2510 y el modo absoluto de su ejercicio estaba dado por el art. 2513 –hoy reformado por la ley 17.711– que en su
redacción originaria decía: “Es inherente a la propiedad, el derecho de poseer la cosa, de disponer o de servirse de ella, de usarla y
gozarla según la voluntad del propietario. El puede desnaturalizarla, degradarlo o destruirla; tiene el derecho de accesión, de
reivindicación, de constituir sobre ella derecho reales, de percibir todos sus frutos, prohibir que otra se sirva de ella, o percibir sus frutos;
y de disponer de ella por actos entre vivos”.
8
máximo de consecuencias. De este modo, la lengua jurídica francesa reserva la palabra
propiedad sólo para los derechos reales referidos a las cosas. Los filósofos no respetan esos
límites: tendría por lo tanto una propiedad sobre mi mismo, sobre mi propio cuerpo, mi
libre arbitrio, etc.
Sin mirar tan alto, los juristas van a esforzarse por extender la propiedad sobre una cantidad
máxima de bienes exteriores. Va a aplicarse a lo que está por “encima” y por “debajo” de
cada terreno, y sobre casi todas las tierras: es el movimiento de enclosures y el reparto de
bienes comunales. Va a tocar un número creciente de bienes muebles o incorporales, se
inventará la propiedad literaria, artística o industrial y muchos otros derechos análogos… Y
para que en el derecho, nada escape a ese lecho de Procusto, todo habrá de estructurarse
bajo ese molde uniforme: las personas morales –sociedades, colectividades, ciudades,
departamento, Estado– van a ser llamadas “propietarios”. He aquí un monstruo lingüístico –
contradicción in adjecto–: la propiedad colectiva o la “propiedad pública”.
Se transporta esta categoría hasta en el análisis de los sistemas jurídicos no occidentales; los
etnólogos buscando los gérmenes en el derecho de los salvajes y los romanistas llenando
con eso sus exposiciones de derecho romano. En rigor de verdad, este triunfo del concepto
moderno del derecho de propiedad superaba los límites y la crítica se hacía imprescindible.
b) Crítica
¿Osaría decir que ella interesa directamente a nuestro congreso? Pues asistiremos a la
guerra que va a surgir, inevitablemente, en el seno de la doctrina de la propiedad, entre los
dos ideales contrarios de la libertad y de igualdad.
El individualismo moderno debía segregar, luego del mito de la absoluta libertad del
individuo, la utopía igualitarista. Puesto que ha acariciado el sueño del desarrollo
hipertrofiado de la persona y de su libertad, forjado en ese sentido el concepto moderno de
la propiedad, ¿cómo no soñar de inmediato que todos los hombres se benefician con este
ideal de allí en más? La justicia del idealismo toma la forma de una aspiración a la igual
libertad de todos, a la igual propiedad de todos.
Pero, el objetivo es por definición irrealizable. Estaba en la esencia de la propiedad
moderna, con seguridad y en tanto era un principio absoluto, indefinidamente extensible,
conducir a la desigualdad. En la Francia del siglo XVIII, los fisiócratas lo han comprendido
bien; y muy lógicamente optaron por una desigualdad social, de la que harán la apología,
viendo en ella una condición para el progreso de las artes y de las letras. Pero esta opinión
no fue seguida estrictamente. La igualdad comienza a aparecer como contraria a la libertad,
como incompatible con ella; a la propiedad moderna se opondrá el ideal igualitarista.
Vemos así lanzadas al asalto de la propiedad moderna, en nombre de la justicia social,
sucesivas olas de adversarios: utopistas del siglo XVI de inspiración platónica, o bien los
9
Mably4
y J.J. Rousseau (“Discurso sobre la desigualdad”). Los socialistas, entre otros
Proudhom (“La propiedad es el robo”). Y el comunismo marxista, sin hablar aquí de los
cristianos social-revolucionarios que hoy colocan el Evangelio a la sombra de la bandera de
una justicia igualitaria…
En rigor de verdad, no veo que esos ataques hayan tenido conciencia respecto del concepto
de propiedad, tal como los modernos nos lo han legado. Nuestro lenguaje en su principio
permanece invariado. Al menos el eje del concepto forjado por la filosofía moderna parece
incuestionado. Concebimos la propiedad, siempre como un derecho subjetivo, corolario de
la libertad. Pero en torno de ese eje la carne está comida, como una piel tallada. Y el
concepto se va vaciando progresivamente de la mayor parte de sus aplicaciones. Aquí la
crítica se inscribe en los hechos.
1º Contenido de los poderes del propietario
Es un lugar común: ¿qué queda en realidad de ese pleno goce de la cosa y de ese poder de
disponer de ella (jura utendi et abutendi) que acordaba el texto de nuestro Código Civil al
propietario? En la Francia de post-guerra, hoja a hoja se ha despojado de sus atributos a un
gran número de propietarios. Algunos han llegado a decir que al propietario de una granja,
no le quedaba más que el derecho de pagar los impuestos; al propietario de un inmueble de
uso habitacional, nada más que el derecho a proceder a las reparaciones; a los accionistas
teóricamente propietarios de una empresa, nada más que un pedazo de papel. ¡No iremos
hasta allí! Mas, queda en pie el hecho que ese derecho, en otros tiempos total, ha perdido
claramente su plenitud.
2º Fuentes de la propiedad
Al jusnaturalismo moderno ha sucedido el positivismo; surgido del sistema de Hobbes,
retomado por Rousseau y por el segundo Fichte, hoy ha triunfado. Un trazo de la pluma del
legislador es suficiente para finiquitar los poderes del propietario ¡ha caído a merced de un
New Deal, y entre nosotros de un cambio de la mayoría electoral!
3º Esfera de aplicación
Transformación del régimen de la producción, venida a ser cada vez más colectiva. Número
cada vez mayor de cosas sustraídas a los poderes de los particulares. Proyectos de
nacionalización de empresas y de tierras; desarrollo de espacios verdes, de parques de
interés nacional, etc.
4
Nota del traductor: El abad Gabriel Bonnot de Mably nació en Grenoble en 1709, hermano de Condillac. Escritor político e historiador
se considera uno de los precursores de la Revolución Francesa. Fallecido en 1785, entre sus principales obras se encuentran los
“Principes de morale”, aparecida el año antes de su muerte.
10
La “propiedad” no ha perdido nada, se nos dice, ha venido a ser “pública”. No se deja de
argumentar la fortuna, el presupuesto del Estado, cuyas migajas son distribuidas a los
particulares de manera más o menos precaria, bajo forma de subsidios o de reintegros. Pero
la “propiedad pública” no es más que una ficción, una contradicción en los términos. Y
ciertamente que ella no sirve más a ninguna libertad.
¿Nos extrañaremos si el concepto mismo de propiedad viene a tornarse problemático? En
Francia Duguit, el cuestionador, quiere hacer de la propiedad una “función”, no un poder.
Los realistas escandinavos suponen que ella no significa nada. Los esfuerzos intentados por
Hartmann, Reinach y J.L. Gardies de definir la propiedad, hoy parecen sufrir un impase.
Pero nuestra época no tiene la fuerza de cambiar su lenguaje ordinario. Señalamos, no
obstante, que la noción liberal individualista moderna de la propiedad, enferma, vacía de
sustancia, no deja de ceder terreno a su contraria, el comunismo; es que ella está mordida
por todas partes por la igualdad que es su negación. Ese proceso tendrá con qué satisfacer a
los dialécticos, preparados para ver a la antítesis reemplazar la tesis; pero no se ve que
exista en nuestro universo conceptual una verdadera síntesis entre esos dos principios
opuestos.
En lo que hace a nosotros, nos resignamos mal a esta distorsión manifiesta entre un
pensamiento, que perpetúa la idea de propiedad moderna, y la realidad presente. Menos aún
nos regocijamos si verdaderamente toda libertad debe ser inmolada al Moloch de la
“justicia” igualitaria. Nada se ganaría con pasar de Caribde a Scylla. En ello presiona
nuestro lenguaje. Parece no dejarnos otra elección que entre estas dos indeseables
soluciones: la propiedad como instrumento de una libertad absoluta o la justicia igualitaria
que lentamente irá produciendo la destrucción progresiva de aquella.
2. Acerca de un viejo concepto de la propiedad
Se nos perdonará salir de la actualidad. Es en este punto que la filosofía puede recurrir a la
historia. Si nuestro aparato conceptual, producto del pensamiento moderno, parece ser hoy
deficiente, es menester buscar un sistema lingüístico mejor debiendo descubrirlo en el
pasado.
Personalmente no creo en el mito del progreso, en lo atinente al campo de la filosofía. De
este modo, tomemos por tema de esta segunda parte el lenguaje del derecho romano
clásico. Recordemos que fue también, durante largo tiempo, el lenguaje de Europa.
a) Sobre la “proprietas” romana
Si bien es cierto que aún no ha sido puesta de manifiesto de manera demasiado ostensible
en nuestros manuales de derecho romano (porque ellos se proponen exponer las soluciones
jurídicas romanas generalmente en términos de lenguaje moderno, y porque transcriben el
11
derecho romano en la clave del lenguaje jurídico moderno) no hay nada que difiera más del
concepto moderno de propiedad que la proprietas romana.
Se puede objetar que nuestro concepto moderno de propiedad resulta de una mezcla híbrida
entre muchas nociones romanas; ha tomado de hecho, muchos elementos prestados a la
noción de dominium. Pero es necesario hacer una comparación sobre todo con el término
proprietas, de donde la palabra propiedad deriva etimológicamente.
El término proprietas, en rigor de verdad, era de un uso extremadamente raro en los textos
jurídicos romanos. En su sentido más estricto designa el objeto de lo que hoy se llama nuda
propiedad: en esa hipótesis muy particular donde el beneficio de una cosa está dividido
entre dos personas, el usufructuario y por otra parte el “propietario” (fit ut apud alium usus
fructus, apud alium proprietas sit, Gaius, II, 33)
No obstante en la acepción más amplia, es la cualidad que tiene una cosa de pertenecer a
alguien de manera privada. Como la salubritas de una tierra es su cualidad de ser sana, su
bonitas lo que ella tiene de buena, la palabra proprietas denota la cualidad que tiene de ser
propio5
de algún ciudadano en particular. De esta manera, vemos que la propiedad para los
romanos no es el atributo de una persona, sino que se dice respecto de una cosa.
Henos aquí totalmente desorientados, transportados a otro lenguaje, a otro universo de
significaciones. La ciencia jurídica romana no está, como la de los tiempos modernos,
estructurada en torno al individuo; no mira la situación de Robinson, solo en su isla,
tratando de definir sus libertades y poderes. El derecho se consideraba como concerniente a
las relaciones entre una pluralidad de personas; un lenguaje erigido en torno al individuo (la
noción de derecho subjetivo) no podría convenirle y no originaría allí otra cosa que
confusión. Es en las cosas (bienes o cargas) en tanto que ellas se encuentran repartidas
entre los miembros del grupo social, lugar de la relación jurídica interpersonal, donde se
sitúa –para los romanos– el objeto central de la ciencia jurídica. Es por ello que el jurista
tiene los ojos puestos sobre ellas.
Esto aún os parece oscuro; nada más duro que abrirse a otro sistema lingüístico.
Prosigamos la comparación entre la noción romana y el concepto de propiedad actual, de
origen moderno.
1º En cuanto a la esencia del poder del propietario, la ciencia jurídica romana no se ha
ocupado de definirlo; no era algo que le fuera exigido. El papel de la jurisprudencia era sólo
decir que cosas o fracciones de cosas, beneficios o utilidades (D. 50.1686), o por el
contrario inconvenientes, cargas y servidumbres (son esos valores o esas cargas, incluidas
en una cosa las que llevan en Roma especialmente el nombre de jura) deben ser atribuidos
a cada uno; lo que será propio de tal o cual.
5
En ese sentido, la palabra proprius es muy frecuente: res propriae principis (D. 43.2.2.4). De la misma manera un usufructo será
“propio” del usufructuario: usufructus qui tuus proprius est (D.7.9.10)
12
Ella no tenía por misión prescribir lo que se tiene permiso de hacer. Sin hablar de
proprietas (que nada expresa a este respecto) consideremos la palabra dominium. Con ella
se significaba ante todo esta carga: el gobierno del domus (Senn), más tarde la jefatura de
los padres de familia sobre las cosas llamadas “corporales” (esclavo, bestia, tierra, casa o
muebles) contenidas en el patrimonio familiar (según R. Monier); a menudo también sobre
las cosas llamadas incorporales (dominium, ususfructus – D. 7.6.3, etc.). Pero sin que
entrara en el programa de la ciencia jurídica romana, analizar el contenido de esta jefatura.
Nuestra famosa definición del “contenido” de la propiedad (jura utendi, fruendi et
abutendi), se sabe hoy perfectamente, fue una invención de los modernos; no se encuentra
en los textos romanos. Quien es propietario –propietarius– en el más estricto sentido de la
palabra, precisamente no tenía el jus utendi, puesto que ese derecho, por el contrario,
beneficia al usufructuario. Pero el lenguaje romano también tiene repugnancia en atribuir el
jus utendi al dominus. Este goce, que constituye la sustancia de la propiedad moderna, no
entra en el concepto romano ni de dominium, ni de proprietas; a tal punto que Santo
Tomás, fiel a esta tradición clásica, podrá enseñar que sólo es susceptible de ser apropiada,
la gestión por cada uno respecto de la cosa propia, no el usus que debería permanecer en
principio común. (IIa-IIae q. 66 art. 2).
Del mismo modo, decir que un romano tiene la propiedad de una cosa, no significa que
tenga el poder de destruirla o de “abusar” de ella. Cuando el juez decide que el esclavo
Sticus es de Aulus Agerius, ello no concierne más que a las relaciones de Aulus Agerius
con otros ciudadanos libres que también lo han reivindicado o podrían hacerlo; pero no nos
dice nada concerniente al tipo de relaciones entre el dueño y el esclavo. Está fuera de la
esfera del derecho determinar el comportamiento del propietario sobre su cosa6
. Eso surge
de otras formas de control social.
Con seguridad que ni el concepto romano de proprietas, ni el de dominium implican un
poder “absoluto”, lo arbitrario de la voluntad brutal (una Willensmacht, como se ha dicho
del derecho subjetivo de los modernos). De hecho y si bien la estructura de la ciudad
romana dejaba, en principio a cada familia con señorío de sus bienes, nuestro romanistas
han reconocido que los poderes del jefe de familia (dominus) estaban limitados por las
costumbres, la religión y las leyes. El derecho en sí mismo, no decía nada.
2º No menos extraño al espíritu de los juristas romanos es la preocupación, de la que
estarán tentados más tarde los juristas modernos, a fin de reforzar la propiedad, de fundarla
sobre títulos “originarios” surgidos del “derecho natural”. Una sólida tradición romana, sin
duda de coloración estoica y que San Agustín transmitirá al pensamiento europeo, quiere
que el reparto de los bienes no surja del “derecho natural”. Por el contrario, es justamente
6
Ofrezco una botella de champagne a quien me haga conocer un texto jurídico romano donde sea mencionado el famoso “jus vitae
necisque” que pretendidamente tendría el dueño romano sobre el esclavo, extremo en el que cree nuestra literatura. Espero que me
demuestren dónde ese poder de hecho (que desgraciadamente ha podido existir) está calificado de jus.
13
función de la justicia y del derecho realizar ese reparto de bienes en un grupo político dado:
Suum cuique tribuere; no como dirán los modernos, reddere, devolver, asegurar a cada uno
su cosa (como si la parte de cada uno estuviera determinada de antemano)7
.
No se trata de afirmar que ese reparto fue el efecto solo de la voluntad del juez o de la
potestad legislativa. Nada hay más alejado de la mentalidad romana que el “positivismo
jurídico”. Ante todo el principio ha sido bien establecido por Aristóteles polemizando
contra el Platón de la República, al decir que la utopía comunista es “contra natura”; es
adecuado y conforme a las exigencias de la naturaleza que una distribución de cosas tenga
lugar entre particulares. Los romanos no han tenido dudas y Santo Tomás retomará esta
demostración (loc. cit.). Sobre todo, no es según los caprichos del soberano que el jurista
atribuye “a cada uno lo suyo”. Su deber está en seguir las máximas de la “justicia
distributiva”, que exige una buena proporción entre las partes atribuidas a los miembros del
grupo y las calidades respectivas, méritos o necesidades de cada uno; y de la “justicia
correctiva” o “conmutativa”, que en los cambios, preservará el equilibrio de los
patrimonios. El reparto tiende a retomar un equilibrio natural, se regula sobre la naturaleza
de las cosas.
Guiada por esas normas de justicia o por la “utilidad pública”, puede ser pujante la
iniciativa del legislador. Los repartos ratifícales de los lotes de tierra entre colonos no son,
en manera alguna, desconocidos en la antigüedad greco-romana; Roma por su parte ha
conocido leyes agrarias. A fin de preservar la armonización del cuerpo político, interviene
la potestad pública. La extensión del derecho de cada uno no es un dato previo, fijo desde el
comienzo, “inviolable”, del modo que querrán postularlo Locke y los juristas liberales. Sino
que depende de circunstancias concretas de la vida social. Determinarla es propio de la
misión del jurista.
3º Campo de aplicación
Igualmente, fue desconocida en Roma la extraña necesidad que han sentido los juristas
modernos de universalizar el régimen de la propiedad; de expandir sobre todo el campo del
derecho (comprendido el derecho público) un concepto formado desde un punto de vista
estrechamente individualista.
Abramos el manual de Gaius, en el libro II que trata sobre las cosas. Leeremos allí, para
comenzar, que existe gran diversidad entre las cosas sobre las que trata del derecho. Ante
todo, las “cosas de derecho divino” o cosas religiosas (como los templos o las tumbas);
enseguida las cosas “comunes”, que tienen su importancia –el aire que respiramos, la
ciencia, la cultura– y también las cosas públicas cuyo número es considerable ya que las
7
De ste modo, no se encuentran en Roma, como lo ha mostrado A.J. Arnaud, teorías generales sobre el derecho del primer ocupante (los
textos romanos alegados con ese propósito por los modernos, no corresponden más que a sectores muy particulares como es el caso de la
captura de bestias salvajes, la caza y la pesca). Nada hay sobre una teoría general de la adquisición por medio del trabajo (que se ha
querido fundar torcidamente mediante el uso de ciertos textos romanos relativos a la obra del artista: la especificación).
14
tierras tomadas al enemigo, en particular, fueron por largo tiempo tratadas como públicas.
¡Evidentemente las cosas “públicas” no son propiedades! Ellas no presentan la cualidad
que tienen las otras cosas, la proprietas.
No hay más que una fracción de cosas que son apropiables en Roma (privati juris).
Tampoco será cuestión de someterlas a todas al mismo molde. Las prerrogativas del
propietario estaban sutilmente modeladas conforme las cualidades de las cosas.
Ciertamente que disponía respecto de todas (al menos de todas las que podía decirse
dominus) de la acción reivindicatoria, por medio de la cual hace reconocer simplemente que
la cosa es suya, que le es atribuible como propia. Pero en cuanto al resto, usará y dispondrá
de manera diferente según que la cosa sea corporal o incorporal, mancipi o nec mancipi,
gravada o no con tal servidumbre o separada de su usufructo, etc. Tantas especies de cosas
propias y tantos regímenes jurídicos.
No creo que se encuentren en los textos jurídicos romanos esas figuras del lenguaje
moderno: la propiedad sobre sí mismo, o sobre su “propio cuerpo”, o sobre sus libres
actividades; esas cosas no son repartidas (no se habían inventado los injertos de órganos).
El derecho romano se ocupa solamente del reparto de bienes exteriores (“res exteriores”).
Conclusión: puede que se comience a advertir que el derecho romano tenía su propio
sistema lingüístico, diferente del nuestro. No constituido conforme a los sueños del
idealismo y centrado sobre el individuo a fin de hipertrofiar su libertad, su poder de hacer;
era más realista. Se daba como fin propio escoger, no la potestad del individuo, sino una
realidad social, las relaciones que interesan al derecho, el reparto de bienes en el grupo.
El concepto de propiedad tiene allí un lugar más restringido que en el sistema jurídico
moderno; dice mucho menos; no decide sobre la consistencia del poder del propietario, no
afirma en modo alguno que sea “absoluto”. No prejuzga sobre la medida de los bienes de
cada uno, deja el problema en suspenso y a la propiedad sometida a las sentencias del
derecho positivo; no afirma que sea “inviolable”. Era mucho más modesto.
¿Pero ese lenguaje no ofrece interés más que para los historiadores del derecho?
b) Crítica
Osaremos sugerir lo contrario. Pese a que el lenguaje romano está alejado de nuestro uso y
que para nosotros es de difícil acceso, lo estimamos más capaz que el “moderno” de dar
razón de las realidades de hoy. Sobre todo hoy, que la institución real de la propiedad ha
perdido, sin duda, mucho de su absolutismo y de su universalidad.
Y como están escritas en nuestro orden del día los dos temas: el de la libertad y el de la
igualdad, diremos que ese concepto responde a esas dos exigencias, a condición de que
éstas sean rectificadas.
1º Libertad
15
Es cierto que la propiedad de las cosas exteriores es condición de la libertad y del desarrollo
de la persona humana, del modo como lo explicaba Locke y el idealismo alemán. De ello
ya se tenía conciencia en la Antigüedad ¿Cuál es en Roma el fin del derecho? Que cada uno
tenga lo suyo, summ cuique, su parte propia bien determinada. ¡Sí, es este el bastión de la
libertad!
Pero la torpeza de los pensadores modernos ha sido haber hecho abstracción de la
dimensión social del hombre. Puesto que somos “con los otros” –según Heidegger– que el
hombre es zóon politikón –decía Aristóteles– es necesario que el derecho, constituyendo
propiedades, les trace límites, las erija como relativamente estables, pero no “inviolables”.
Lo que es admirable en el pensamiento jurídico romano, es el no haber caído en el exceso,
puesto que a la libertad del hombre le asigna su justa medida. La verdadera libertad no
podría ser esa pretensión ilimitada, esa exacerbación de lo arbitrario del individuo que han
soñado los idealistas y que perpetúan hoy nuestras tramposas “Declaraciones de los
derechos del hombre”. Nuestra auténtica libertad no es “absoluta”.
Tampoco universal. Diremos, sin tener en cuenta a Hegel, que la libertad no es “para todos”
–al menos aquella que cae bajo el marco de preocupación del derecho, posesión propia de
bienes exteriores–. Nadie jamás ha cuestionado –incluso al esclavo– el “libre arbitrio”; y
hay todavía otras formas de libertades acordadas a todos. Pero un niño no tiene necesidad
de esta libertad jurídica que es una propiedad distinta; tampoco tal o cual miembro africano
de una comunidad tribal. Es bueno que existan también comunidades, cosas “comunes”,
cosas “publicas”; que el régimen de la propiedad no sea generalizado.
2º Igualdad
Es todo muy claro. El pensamiento jurídico romano está estructurado sobre la igualdad; ella
es una búsqueda de la justicia, que es una suerte de igualdad entre los miembros de una
ciudad. Pero no se trata de ningún modo de igualdad absoluta, propia de los idealistas
modernos.
Ciertamente que existen ámbitos donde todos son enteramente iguales, “aritméticamente”
iguales. Somos todos iguales ante Dios, en nuestra vida espiritual, es decir en cuanto a lo
esencial. Pero no en la propiedad de los bienes exteriores. La igualdad del derecho romano
(aquella sobre la que Aristóteles había realizado su análisis en la Ética) es proporcional, o
“geométrica”. Atribuye a cada uno lo suyo en proporción a sus méritos o a sus necesidades
o a la función que ocupe en la sociedad, o teniendo en cuenta otros factores. No nivela. Uno
de los temas de las doctrinas políticas antiguas es el de prevenir una desproporción excesiva
entre las fortunas de los ciudadanos, dentro de la ciudad; pero no obstante se acepta que
existan ricos y pobres. La igualdad así comprendida admite perfectamente bien que el
hombre trabajador se enriquezca más rápido que el borracho. Tiene en cuenta las
diferencias que existen naturalmente entre los hombres dentro de un organismo social. Si
16
no se respetan esas diferencias no puede existir propiedad. Sólo este tipo de igualdad, que
es proporcional, se concilia con la libertad. Las dos nociones, siempre rivales, dejan de ser
incompatibles.
Esperamos que el modelo del pensamiento jurídico romano –el examen del concepto
romano de propiedad y las desgraciadas desviaciones que ha sufrido en la época
contemporánea– pueda ser de alguna utilidad para la filosofía. En efecto, la filosofía no
tiene por misión buscar nuevas técnicas para promover nuestros ideales de libertad y de
igualdad, pero sí reformar nuestros conceptos sobre la libertad y la igualdad.
III. SOBRE LA HISTORIA DE LAS NORMAS JURÍDICAS
Me ocuparé de esta obra desde el punto de vista de la filosofía del derecho, que no es el
suyo. Se trata, sobre todo, de una historia parcial de las fuentes del derecho romano y
versa sobre el método de los jurisconsultos. Y, si bien de una manera muy laxa, el
libro especialmente gira en torno a la historia de la formación de las normas o reglas
de jurisprudencia, su fin principal parecería ser determinar la naturaleza, las
funciones, y el papel histórico de esas famosas regulae, productos de la
jurisprudencia, de las que el último título del Digesto (50/17), quiere constituir una
recopilación. Sobre este tema y sobre algunos otros, los romanistas encontrarán allí
numerosas indicaciones de detalle, precisas, claramente expuestas, dando prueba del
sentido histórico, de la riqueza de información y de la fineza del autor. Todo ello,
escapa a nuestro objetivo.
Pero la historia de las fuentes del derecho, ofrece materiales útiles a las reflexiones de la
filosofía jurídica, porque nos permite confrontar nuestra propia concepción del
derecho y de sus fuentes, con otros ejemplos históricos; nos ayuda a cuestionarla y a
oponerle otra cosa. No ha dejado de ser verdadero que la más fructífera de la
experiencias jurídicas sigue siendo el derecho romano; de todas, seguramente la más
investigada y sin duda la más rica en valor y diversidad. Y no se crea a los romanistas
incapaces de aportar todavía algo nuevo: su ciencia está en este momento en vías de
profunda transformación, en trance de venir a ser verdaderamente histórica, de
desembarazarse del pandectismo. Nuestra filosofía del derecho tiene hoy, más que
nunca, mucho que tomar de los trabajos de los historiadores del derecho romano.
17
El derecho es corrientemente definido como un “conjunto de normas”8
. ¿Tomaremos esta
definición como algo recibido desde toda la eternidad, universal, indiscutible?
¡Cuántos caminos ha sido necesario recorrer para llegar allí! Una de las etapas de esta
historia es la constitución, en Roma, de las regulae de jurisprudencia. El Sr. Stein
describe su nacimiento desde su aparición histórica en la época romana clásica, hasta
el siglo XVI; y nuestro autor tiene el mérito de no tratar –como tantos otros– por
preterición, al derecho romano del medioevo y del Renacimiento.
I. En los orígenes del derecho romano, lejos de existir normas expresas, el derecho es algo
inexpresado. Se encuentran con un fondo de costumbres, “las costumbres de los
antepasados”, en principio conservadas inmutables. Se “dice el derecho” en cada
proceso bajo la forma de sentencias particulares, sin que sea preferentemente
revestido de forma de normas generales. Una parte solamente de ese derecho viene a
ser, a menudo, declarado oficialmente: es el oficio de la ley. Según el Sr. Stein, la
palabra lex provendría, sin duda, de legere: la lex sería leída por el magistrado ante la
asamblea popular. Teniendo en cuenta el conservatismo que durante largo tiempo
dominó Roma, ella no constituía –en principio– un instrumento de innovación sino
que tenía por fin (al menos confesado y consciente) declarar una parte del derecho
existente; una parte por otro lado mínima, porque las leyes son poco numerosas, muy
especiales en cuanto a su objeto y no contemplan más que un pequeño sector del
derecho. El lenguaje de los romanos distingue el ámbito de las leyes y el jus que
siempre sigue siendo más amplio. Este capítulo preliminar sobre la vieja concepción
romana del derecho y de la ley, no nos permite tomar conocimiento todavía de las
regulae juris, en el sentido originario de la palabra.
Estas nacerán en el seno de la jurisprudencia. Los juristas, como todos lo saben, han tallado
la parte mayor en la formación del edificio de los textos jurídicos romanos. Puesto
que el derecho está sobre un fondo oscuro de costumbres; es menester de los sabios
para lograr su expresión, para interpretarlo. Este oficio, fue ante todo resorte del
colegio de pontífices, más tarde –desvinculados de ese colegio– de los jurisconsultos
laicos. De este modo –señala el Sr. Stein– las opiniones de los jurisconsultos
aparecerán más discutibles, puesto que son dadas de manera individual, por lo tanto
susceptibles de contradecirse; de allí que ellas darán motivo al ejercicio de la
controversia. Entonces también se multiplicarán las recopilaciones de sentencias de
los jurisconsultos, y algunas de esas sentencias debiendo servir de precedentes, se
esforzarán por concentrar bajo una fórmula breve, una verdad de derecho, común a
una pluralidad de casos. Hay eclosión de normas jurídicas, como se lo ha visto desde
8
Fórmula que, desde el punto de vista de la historia de la filosofía del derecho, por mi parte he tomado como blanco en “ Une définition
du droit” (Archives de Philosophie du droit, 1959, pág 47); “Droit et règles” (A.P.D., 1962, pág. 259); “Questions de logique juridique”
(Logique et analyse, 1964, pág. 11), etc.
18
hace mucho tiempo, en la primera generación de grandes jurisconsultos romanos,
contemporáneos de Cicerón o un poco anteriores.
El Sr. Stein subraya el papel determinante que ha tenido en este fenómeno, de manera
evidente, la invasión de Roma por la filosofía griega, acaecida justo en este momento.
Marca sobre todo dos influencias: primeramente la de la doctrina de la ciencia
aristotélica, apoyándose sobre todo en textos sacados de la Metafísica. Retengamos
sobre todo que la ciencia, según la enseñanza de Aristóteles, debe descubrir sus
principios por inducción (epagogué), desde lo bajo a lo alto, a partir de la
experiencia, y de experiencias singulares, pero elevándose desde la experiencia
inicial de los prácticos al conocimiento teórico y exclusivamente científico de las
causas; y que esta investigación desemboca en el enunciado de proposiciones entre
las cuales están los oroi, o definiciones9
. (Quintus Scevola habría de escribir un libro
de oroi). Los juristas parecen haber seguido literalmente este método.
En segundo lugar, y de manera más particular, la obra de los juristas romanos habría tenido
sobre todo por modelo, la ciencia griega del lenguaje (punto ya señalado por Schanz
en el siglo XIX). Recordemos que la gramática ocupaba, en esta época, el primer
lugar en la educación de los romanos, y que debía realizarse antes el estudio de la
retórica y de las doctrinas filosóficas. La escuela llamada “analogista” tenía entonces
la ambición de inducir, a partir de ejemplos del lenguaje hablado o escrito, ciertas
constantes y de extraer los “cánones” del lenguaje correcto; el gramático Pansa,
algunos años antes de nuestra era, utilizaba en ese sentido la palabra regula. Es cierto
que los “anomalistas” dudaban del valor de esos cánones y por encima de éstos
ponían a la costumbre; la costumbre, a su juicio, llenaba de infracciones a esas
pretendidas regularidades del lenguaje, de efectivas “anomalías”.
Es en este contexto, que eclosionan las normas de la jurisprudencia romana, en tiempos del
jurista Catón (hijo de Catón el Antiguo), de Quintus Mucius Scaevola; de Servius
Sulpicius, más tarde de Labeón. Sustancialmente, la primera norma célebre
remontaría al jurista Catón y se la habría llamado sententia catoniana. Labeón,
especialmente formado en el estudio de la gramática, podría haber sido el introductor
del término en el sentido preciso de texto breve, portador de una solución jurídica
general. Pero lo importante es definir el modo de factura, el grado de generalidad y la
autoridad de esas reglas.
Vienen de abajo, son surgidas de la experiencia de casos singulares, inductivamente, según
el consejo de Aristóteles. Expresan la lección general que se puede sacar del análisis
9
Sobre las definiciones romanas (que a menudo han sido confundidas con las reglas, pero que tomadas en sentido propio se las
distingue), señalaremos tres obras italianas recientes: Careaterra, Le definizioni dei giuristi romani, 1966; R. Martin, Le definizionidei
giuristi romani, 1966; Albaneese, Definitio periculosa (studi in onore de G. Scaduto, 1967). No se ha terminado de descubrir la parte de
la lógica, y especialmente de la lógica griega de Aristóteles, en la génesis del derecho romano.
19
de uno o muchos precedentes jurisprudenciales. En ese sentido, ellas dicen la
“razón”, la “causa” sobre el modo de la ciencia, pero sin pretender ser innovadoras.
Se contentan con describir, con traducir, el derecho existente. La vieja idea sobrevive
aún (incluso aunque se mimetice con ella), es que el fondo consuetudinario del
derecho permanece, en principio, inmutable y que toda la tarea del jurista consiste
sólo en darnos la expresión más fiel de él. De allí se explica el rigor de los
razonamientos de los juristas en ese primer tiempo de la historia de la jurisprudencia
romana, y puesto que se trata de la parte “declarada” del derecho (particularmente de
leyes), su tendencia a la exégesis estricta.
Esas reglas de derecho no tienen aún más que una débil generalidad: el tipo está en la
“regla catoniana” que versa sobre las condiciones de validez de los testamentos. No
se podría decir (si bien, seducido por el modelo de las ciencias griegas, Cicerón
concebió el proyecto de poner el derecho en orden científico, y que él atribuye a
Quintus Mucius Scaevola el mérito de haber realizado esta obra) que el derecho
romano en esta época haya revestido la forma de un tejido de “normas”. A menudo,
se ha exagerado el número y la importancia de esas normas producidas por la
jurisprudencia romana a fines de la República. En realidad poco numerosas,
esparcidas y exclusivamente relativas a cuestiones particulares, las normas estuvieron
lejos de abrazar el conjunto del sistema jurídico.
En cuanto a la autoridad de las reglas, el Sr. Peter Stein postula la existencia de una
divergencia simétrica a la que, en el ámbito de los gramáticos, oponía a la escuela de
los “analogistas” con la de los “anomalistas”. Labeón sería analogista y habría
transmitido esta tendencia a toda la escuela proculeyana; puesto que la norma
contiene la “ratio”, la causa de una solución jurídica –que la tarea científica del jurista
está llamada a discernir– es menester, en principio, reconocerle un valor normativo
cierto. Más escéptico sería Sabinus, que se ubicaría con sus discípulos en el campo de
los anomalistas. Texto de Sabinus citado por Paulo en D. 50.17.1: “Non ex regula
jus sumatur, sed ex jure quod est regula fiat”, etc… Tenemos el derecho de
conjeturar que estimando inoportuno, en una especie judicial concreta, la aplicación
de la norma catoniana (a la cual se refería probablemente el texto originario), Sabinus
encuentra la ocasión para cuestionar, en general, la fuerza normativa de las reglas:
ellas no hacen más que describir científicamente, más o menos bien, el derecho en
vigor; no tienen autoridad propia. Queda libre, en la controversia jurídica, proponer la
solución inversa. Por mi parte, amo citar este texto, que me parece ser un buen
testimonio del espíritu del derecho romano clásico y en general de las tendencias del
“derecho natural” de ese tiempo; si debiéramos creer al Sr. Stein, sólo representaría la
tesis de la escuela sabiniana; los proculeyanos no lo habrían suscripto en modo
20
alguno. Cualquiera sea la respuesta sobre este punto, en este momento de la
evolución del derecho romano en que nace la regula juris, no existe problema –ni
para una ni para otra escuela– de confundir el derecho y las normas, de hacer del
derecho un cuerpo de normas
II. ¿De qué manera las normas han venido a crecer hasta el punto de identificarse con el
derecho? El libro del Sr. Stein nos ayuda a seguir, al menos, una primera etapa de ese
proceso, a lo largo de la segunda mitad de este libro que expone su fortuna histórica
(soy yo quien distingue dos partes; esta puesta en orden repugnaría al empirismo del
autor).
1º Ante todo, nuevas oleadas de normas no han dejado de producirse y de agregarse las
unas a las otras durante toda la época clásica. Es errado lo que algunos pretenden, en
el sentido de que sería menester esperar al Bajo Imperio para asistir a nueva
formación de regulae juris; el IIº y el IIIº siglo son, en este sentido, una época de
notable fecundidad. Entonces, el emperador comienza a tener un lugar mayor en la
vida jurídica romana, por su justicia, sus rescriptos, sus constituciones; y la opinión
se libera lentamente de la vieja creencia sobre la inmutabilidad del derecho. Se
admite que, sobre ciertos puntos, la ley innova. Todavía el ámbito de la lex continúa
sin abarcar más que un pequeño sector del jus. También se tiene necesidad de
regulae juris.
El Sr. Peter Stein subraya que es partir de los siglos II y III después de Cristo, que surgen
las obras de regulae, comenzando por la recopilación de Neratius, jurista de Adriano,
como por la de Paulo y de Ulpiano (hay también libros de normas de Pomponius, de
Gaius, y más tarde de Marciano y Modestino). Esta producción parece responder, al
menos para la mayor parte de entre ellas, a circunstancias y necesidades nuevas.
Muchas emanan de jurisconsultos a quienes el emperador ha delegado una autoridad
oficial: así Neratius formaba parte del Consejo del emperador Adriano y lo mismo
sucederá con Paulo y Ulpiano. Por debajo de estos jurisconsultos hay un buen
número de funcionarios que hacen carrera en las oficinas de la administración
imperial y que libran rescriptos en nombre del emperador; a ellos es menester agregar
los jueces de provincia. La norma que queda como un resumen lapidario de ciertos
puntos de derecho, ha debido servir para guiar la obra de esos agentes inferiores; ella
sigue siendo obra de prácticos, destinada a prácticos, relativa a casos concretos y
reacia a excesos de abstracción; pero –al menos en lo que hace a ese tipo de
destinatarios– todo lleva a creer que estaban obligados rigurosamente a obedecerla.
La norma tiende a asemejarse a las leyes.
Subrayamos, no obstante, que este análisis del autor no es válido para las “reglas” de Gaius,
ni de Pomponius, de Marciano o de Modestino. Ellas guardan verosímilmente un
21
carácter científico, pueden –en la ocasión– tener una generalidad mayor y nada
prueba que su autoridad fuera sustraída a la controversia.
2º Pero enseguida observamos la longevidad de las normas, su capacidad de supervivencia.
Es una parte del derecho romano, que mejor que otras, ha resistido el efecto de la
decadencia. Entre los bárbaros del Occidente, se las conserva con preferencia a textos
más circunstanciados, a causa de su forma simple y breve; se las rodea de la
autoridad que se vincula al pasado romano. Se las mezcla con las leyes, las dos
palabras vienen a constituirse casi sinónimas. El éxito de las normas en el origen de
la historia de la Europa medioeval, es el corolario de la incultura.
En el imperio de Oriente, donde se perpetúa la enseñanza teórica del derecho, deberá a
otras razones su predilección por las normas. Justiniano les ha consagrado el último
título del Digesto: 50-17, De diversis regulis juris antiqui. Recopilación mal hecha;
desordenada y heterogénea, lo que no impedirá su fortuna.
3º ¿Es la continuación de este pasado próximo, o de nuevo la consecuencia de un estilo de
vida jurídica escolar? El derecho culto del medioevo constituye un terreno de cultura
favorable a las reglas. Van a florecer numerosos comentarios y las Summas sobre el
Digesto 50-17 contendrán interpretaciones ricas y diversas del primer texto, el de
Paulo y de Sabinus, sobre la autoridad de la regla. Y los glosadores no han hecho más
que discutir hasta el infinito las normas del Digesto romano; ellos han producido
otras nuevas, a menudo bajo el nombre de brocardos. Las compilaciones de las
Decretales importan, a la manera del Digesto, una recopilación de normas; es sobre
todo el caso del Sexto, que concluye con un rico conjunto de normas de origen
romano, a su turno también objeto de comentarios.
Las reglas vienen a ser el instrumento esencial de la vida jurídica. Son la materia primera,
el punto de contacto, el trampolín del razonamiento jurídico, cuya técnica es llevada
al paroxismo; la ciencia jurisprudencial, una vez más, domina del derecho. El
derecho, dicen los glosadores no surge más que de la ética, pero también de la lógica.
El derecho se encuentra en cada caso al precio de una sabia controversia, pero la
controversia se efectúa a partir de reglas; sobre las reglas que aporta cada parte a
favor o en contra (puede ser que éste sea el primitivo significado de la palabra
“brocard”). Las reglas de derecho son como los lugares comunes de la retórica.
También el jurista debe conocer las reglas, aprenderlas de memoria. Así se explica la
atracción de los romanistas del medioevo por el último título del Digesto, por la
colección del Sexto y por la creación de nuevas reglas. Todo el derecho viene a estar
22
envuelto en una trama de normas, sin que por ello se sueñe todavía en confundir las
reglas con el derecho.
4º Terminación: el éxito de las reglas no desaparece en el siglo XVI: lo prueba el lenguaje
del juez Bridoison, en Pantagruel, que está tejido de reglas, o por otra parte los
nuevos comentarios sabios al último libro del Digesto, como será el de Godefroy.
Hay una tendencia a dar a ciertas exposiciones jurídicas la forma de una recopilación
de reglas. Ejemplos en el derecho inglés: Littleton, Edward Coke, Bacon. Se hubiera
podido citar a Loisel para el derecho “coutumier” francés.
Pero entonces se bosqueja un giro, porque una nueva filosofía general de las fuentes del
derecho está en vías de invadir la plaza. Filosofía racionalista que querría que el
derecho fuera deducido de preceptos racionales. Desde entonces hemos tenido a
menudo, más que reglas de derecho en el sentido originario de la palabra (frutos de la
experiencia casuística y de limitada envergadura) máximas más generales. La palabra
viene también de la lógica: en la lógica deductiva, ha servido para designar las
proposiciones primeras, y las más generales de todas. Se recogen las máximas de
derecho y según un orden lógico se afectará deducir de ellas las normas más
particulares. Ya una obra jurídica como la de Litlleton está compuesta bajo esta
forma, y es hacia ella que tienden también los sistemas franceses.
Viene el ejemplo donde se definirá al derecho como un “conjunto de normas”, pero en rigor
de verdad, en un sentido muy amplio y que ha perdido ya su antiguo sabor. La
“regula” cambia de carácter, pierde su diferencia específica. Al lado de las antiguas
regulae juris –legado de jurisprudencia romana o de la del medioevo– vienen a
confluir con este “conjunto”, a mezclarse en este océano: las máximas o principios de
derecho, muy a menudo extraídos de la filosofía moral, y por otra parte una masa de
leyes, que se supone tienen su origen en la disposición del príncipe. Todo ello,
esforzándose por lograr orden en una construcción lógica. Las reglas encontrarán
asilo en los códigos legislativos; las leyes pretendidamente estatales recopilan las
reglas de jurisprudencia. En nada impide que ese conglomerado no pueda ser
realizable, como sí lo era –en cambio– la obra de los jurisprudentes productores de
las regulae juris en el antiguo sentido restringido de la palabra, ni que éstas hayan
proveído lo más claro de sus materiales.
Espero no haber deformado el propósito del Sr. Peter Stein, aunque haya mechado
explicaciones de las que el autor no es responsable. No es su manera más cara, poner
demasiado sus ideas en orden y, lo supongo muy a gusto con la filosofía.
Pero precisamente, si alguna cosa habría que reprochar a este libro, sería su exceso de
prudencia, la estrechez voluntaria de sus perspectivas. La mayor parte de los
23
romanistas han creído proceder bien manteniéndose, en principio, en los textos
latinos; ellos desconfían de las fuentes griegas, aunque las doctrinas de los griegos
hayan sido el nutrimento de los latinos; olvidan aún más la filosofía, cuando la
cultura de la élite romana de la época clásica estaba, seguramente, impregnada de
ella.
Creo especialmente que el Sr. Stein hubiera podido sacar más iluminación de la filosofía de
Aristóteles. Nota bien la correspondencia entre el método romano de elaboración de
las reglas y la teoría general de la ciencia aristotélica. Pero es un poco tímido: ¿no
hay en Aristóteles más que una teoría de la ciencia? Más aún, allí se encuentra –bien
completa, coherente y juiciosa– una filosofía del derecho y de las fuentes del derecho.
¿No habrá podido ejercer ella, sobre las fuentes del derecho romano, tanto o más
influencia que la filosofía general y que la ciencia del lenguaje?
En efecto, la opinión romana se fue progresivamente desprendiendo de su conservatismo
inicial (de la creencia que el derecho tiene un fondo de costumbres, inmutable, y que
allí no cabe innovación alguna), y hay una enseñanza de Aristóteles, que
aparentemente no se ha señalado para nada: que una parte del derecho es positivo, lo
que surge de la ley: es el dikaion nomikon. En cuanto al derecho en general (que no
tiene sólo su fuente en la ley, sino en la naturaleza) y en lo que hace al papel de la
norma de derecho, leemos en la Ética a Nicómaco, su definición –por otra parte
reproducida en el Digesto– del derecho como lo justo, to dikaion, id quod justum est;
lo justo a buscar en cada caso, como un valor trascendente cuya fórmula no podría ser
dada por anticipado. Sin duda el descubrimiento del derecho pasa por las reglas, se
sirve de las normas como de un trampolín con la controversia dialéctica que conduce
hacia la solución. Pero el derecho no podría por lo tanto, coincidir con la norma, está
más allá de la regla, no debe sacarse de la norma: jus non a regula sumatur, del modo
que precisamente lo expresa el texto de Paulo y de Sabinus. Esta filosofía del derecho
es la adecuada para explicar el método de los fundadores de la jurisprudencia clásica,
menos sujetos a la costumbre, menos llevados a la exégesis estricta y que se abren
más libremente a la discusión de lo justo que los juristas de la Roma antigua. Más
aún, las concepciones del derecho culto del medioevo permanecerían siéndonos
impenetrables si hiciéramos abstracción del aristotelismo.
A continuación, la gran revolución que se opera en los tiempos modernos y que transforma
la naturaleza de las normas, es una nueva filosofía del derecho la que nos permite
comprenderla: filosofía racionalista, o voluntarista, que de todas maneras hará del
derecho el producto surgido del espíritu humano, bajo la forma de reglas, en el
sentido ampliado de la palabra.
24
De este modo se esclarece el lugar cambiante de las reglas, entre las fuentes del derecho. Se
quiera o no, toda teoría general de las fuentes del derecho nace de la filosofía. No me
parece que se puede retrazar la historia tan compleja de los sentidos de las palabras
ley, derecho, norma, principio de derecho, sin pasar ante todo por la historia de la
filosofía del derecho, que es la puerta necesaria de todo ello. Solamente la puerta, os
quedara seguramente por verificar todavía, en los textos jurídicos, si realmente, en
qué medida en qué fecha precisa, el modo de pensar de Aristóteles se ha ejercitado
allí de manera efectiva. ¿Pero cómo podréis resolver la dificultad por la negativa
cuando habéis resuelto ignorar esta filosofía? Objetaréis que este método comporta el
riesgo de no ver al derecho romano más que con las anteojeras de Aristóteles. Pero
respondo: ¿ha existido alguna vez un historiador que nos describa una teoría de las
fuentes del derecho si no es a través de las categorías de origen filosófico? Todo el
problema consiste en saber qué categorías permiten mejor el acceso al derecho
romano clásico; o las categorías modernas del normativismo de hoy, de las que se
sirven de hecho la mayor parte de nuestros historiadores del derecho, aunque los
romanos las ignorasen, o bien las del único filósofo de la antigüedad grecorromana
que explícitamente ha producido una filosofía del derecho…
Más la historia de la filosofía habría permitido darnos sobre la historia de las “regulae” una
imagen mejor ordenada y llenar en esta obra un cierto número de lagunas. Pero sobre
ello no tenemos, de manera tan simple, el acuerdo de los romanistas.
Estas observaciones no nos impiden admirar la solidez, la elegancia sobria, la claridad y la
precisión minuciosa del trabajo del Sr. Peter Stein, y también confesar que este tipo
de estudio históricos desprendidos de todo sistema, y más que otros desvinculados de
presupuestos filosóficos, provee a los filósofos del derecho de sus materiales más
seguros.
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Derecho Romano: influencia de la filosofía griega

  • 1. EL DERECHO EN ROMA Michel Villey I. LOS PRINCIPIOS DEL DERECHO ROMANO Siendo tradicionalmente más juristas que historiadores, los romanistas, por mucho tiempo, han dejado en la oscuridad los principios del derecho romano. Hasta una época reciente, sólo parecían interesados en las soluciones (por ejemplo aquellas que versaban sobre las obligaciones del vendedor o las condiciones de existencia del furtum, etc.). Ellos no tenían ningún escrúpulo de transponerlas (a estas soluciones), de plasmarlas, en la forma propia del pensamiento contemporáneo; aspecto que no podía realizarse sin violar esas soluciones. Así nuestros manuales (Monier, págs. 49, 73, etc.) continuamente presentaban a las leyes (leges) como la fuente fundamental del derecho romano de la época clásica, exactamente igual a lo que corresponde a nuestra teoría actual de las fuentes del derecho, de manera alguna coincidente con las concepciones de los contemporáneos de Cicerón, de Augusto o de Trajano. Existe hoy, por ello, gran interés en conocer la filosofía de los juristas romanos, porque sólo ella nos permite rehacer el tenor auténtico de sus soluciones y también conocer las razones profundas de la fortuna del derecho romano en el mundo moderno. (Si el derecho romano nos importa no es para que figure en los “programas” de estudio, sino porque él es el derecho del mundo occidental moderno.) Sobre esta cuestión os recomiendo especialmente el libro de Schulz (Prinzipien des römischen Rechts, 1934, traducido al inglés) y en Francia los trabajos de Senn (De la justice et du droit, 1927; Les origines de la notion de jurisprudence, 1923 y diversos artículos) que han tenido el mérito de remontarse a las fuentes: la filosofía de los griegos. La cultura romana del período llamado clásico, es sobre todo la cultura griega, como en nuestros días la cultura de la elite senegalesa es la cultura europea. Graecia capta ferum victores coepit. O por lo menos, la filosofía de los romanos es la de Grecia. Muchas de las obras griegas han sido traducidas al latín; sobre todo las nociones de uso común cuyas definiciones resultan del esfuerzo filosófico griego (como, por ejemplo: las de derecho natural, equidad, ley en sentido amplio). Todo ello pasará a Roma por el canal de la gramática y de la retórica. Ciertas influencias de algunas doctrinas filosóficas sobre los juristas, no deben imaginarse a modo de una copia literal; las exigencias de la práctica se oponen a que el jurista se 1
  • 2. cierre dentro de los cuadros estrictos de un sistema filosófico particular. Los juristas se inspiran libremente en las filosofías, pero no de una manera escolar o realizando de ellas una aplicación consciente. La ciencia jurídica romana, en cuanto a los principios, nos parece ser un producto de la cultura griega. Pero los romanos han recibido simultáneamente la influencia de diversas escuelas: el estoicismo, en el cual fue instruido Cicerón de manera especial, y al cual adhirieron un buen número de jurisconsultos clásicos, razón por la que ha dejado sobre el derecho romano una huella muy grande; y el platonismo que tampoco fue totalmente ajeno en lo que respecta a la influencia sobre el derecho romano. Pero a nuestro parecer, es la doctrina de Aristóteles la que al comienzo del período clásico dio al derecho sus principios constitutivos y su valor excepcional. El estoicismo La falta de lugar nos impide tratar la filosofía estoica. Se encontrarán las indicaciones y una nota bibliográfica en nuestra obra Leçons (1ª edición, Pág. 29 y 134 y sigs; 2ª edición, Pag. 26). El estoicismo es, a decir verdad, una doctrina moral más que política o jurídica. Los fundadores del estoicismo no tenían de manera alguna en vista la división de intereses en una ciudad, aspecto que es el eje del derecho, porque según su manera de ver, el sabio se desinteresa de la ciudad y de sus convenciones. La ley natural estoica, que es la razón universal que impera sobre el mundo y la historia, o la parte de esa razón que se encuentra diseminada en la conciencia de cada hombre, no tiene otro contenido que moral. Ella es imprecisa; ordena sobre todo una actitud mental de aceptación del destino y no versa sobre actos determinados. Ella es por otra parte, fuertemente exigente, hecha en su origen para el sabio, retirado espiritualmente del mundo y del común de los hombres. Es cierto que en la época romana, los maestros estoicos de los cuales Cicerón captará la doctrina de su libro “De officiis”, han practicado la casuística y dado listas de deberes más concretos y más accesibles: deber de respetar a cada hombre –aun al esclavo–, la razón, la humanidad, la sinceridad, el respeto de la palabra dada, el respeto a los dioses y la piedad en las relaciones familiares. Pero todo esto concierne sobre todo a las disposiciones interiores más que a las actividades externas y ello es todavía demasiado ideal… Esta moral, debía afectar muy fuertemente el contenido del derecho romano en la época clásica: el humanismo estoico, que subraya la dignidad superior de cada ser humano, deberá, más tarde, inspirar a los moralistas del cristianismo, y sobre todo jugar un gran papel en la filosofía moral y jurídica moderna. Entrañaba la dulcificación de la 2
  • 3. condición del esclavo y del peregrino. De la misma manera, los progresos del consensualismo (cf. los estudios de Magdelain) en el tiempo de Cicerón están en relación directa con el precepto estoico de la sinceridad, como lo testimonia ampliamente el De officiis, etc… También se produce en Roma, una cierta contaminación de la teoría general del derecho y de sus fuentes por la filosofía moral de los estoicos. Es, por ejemplo, en su tratado sobre la República –materia relativa al derecho, en principio– que Cicerón ha ubicado su definición sobre la ley natural y ella es totalmente estoica: “Est quidem vera lex, recta ratio, naturae congruens, difusa in omnes, constans, sempiterna; quae vocet ad officum jubendo, vetando a fraude deterreat…”. Hay una ley verdadera, que es la razón recta acorde con la naturaleza, repartida en las conciencias de cada ser humano, constante, eterna. Por sus mandatos ella llama a cumplir sus deberes, aleja del mal por sus prohibiciones, etc… Igualmente, ciertas definiciones romanas del derecho natural, que hemos conservado en el Digesto o en las Institutas de Gayo, tienen una raíz estoica y llevarán a reducir la importancia práctica del derecho natural. El estoicismo es respetuoso de la providencia racional que gobierna los cambios de la historia; pero le repugna postular instituciones permanentes. Es necesario admitir que la mayor parte de las instituciones jurídicas proceden de una fuente histórica (ius gentium – ius civile) y no sería, en sentido estricto, derecho natural (D. I, 1, 5). Del mismo modo, parece que procede de una fuente estoica la definición de Ulpiano (D. I, 1, 3) que por derecho natural entiende las relaciones jurídicas comunes a todos los seres animados (quod natura omnia animalia docuit). Pero este derecho no concierne a las relaciones especialmente humanas (cf. sobre estos puntos nuestras Leçons, 1ª ed., pág. 142 y sigs). El estoicismo, sobre todo, había hecho cambiar a los juristas romanos el método del derecho natural. El los invita a hacer más caso del texto positivo, histórico, al mismo tiempo que a la razón subjetiva del hombre y al razonamiento deductivo. Esta filosofía dejó ciertamente su sello sobre el método de interpretación lógica de los jurisconsultos, pero de ninguna manera ello significa que fue a partir de allí que fueron puestos los fundamentos de la ciencia jurídica romana. El platonismo Hay también en el derecho romano, rastros de la influencia de Platón y del platonismo. Cicerón se inspira en la República y las Leyes. Sobre todo, a partir del siglo III D.C., la influencia de Platón es superior a la de Aristóteles y a la de los estoicos. Ya hemos señalado dos adagios (quod principi placuit legis 3
  • 4. habet vigorem – princeps legibus solutus est) que pueden ser debidos a la fuente platónica. A fin del siglo III, aparece el neoplantonismo con Plotino, Porfirio, Jámblico, Proclo y sobre todo ciertos padres de la Iglesia cristiana (como San Agustín) que tomaron esta línea filosófica. Ellos plasmaron en los espíritus, una visión jerárquica del mundo, que procede totalmente de lo uno por grados descendentes, lo cual da sentido a un derecho autoritario y de matriz legislativa. Será el tiempo en que las constituciones imperiales sean la única fuente del derecho. Pero no es en el Bajo Imperio, ni en los siglos II y III D.C. que el derecho romano recibió sus fundamentos. Estos no son sino trasformaciones tardías y superficiales de un sistema ya constituido en la forma clásica. Creo que es necesario situar el momento de invención del derecho romano como sistema científico, alrededor de la época ciceroniana. En este momento, la influencia de Aristóteles es grande; Polibio ha transmitido las grandes tesis de su Política, Cicerón tradujo los Tópicos dedicados al jurista Trebacio. Las escuelas de retórica retoman nociones aristotélicas, de equidad, de ley, de derecho natural. Igualmente, las sectas estoicas parecen haber vehiculizado esta doctrina del derecho. Pero los intelectuales romanos, estaban llevados hacia el eclecticismo. Ellos se instruían sobre un poco de todo, según las materias. Sólo Aristóteles, como vimos, había analizado realmente el derecho y sus fuentes. La definición del derecho La obra más arriba mencionada de Schulz, reconoce el mérito a los fundadores de la ciencia jurídica romana, de haber colocado el estudio de las relaciones sociales objetivas, dejando en principio, de lado en su investigación por ejemplo, el valor moral de las intenciones; logrando también separar el derecho privado del derecho público. Isolierung. Me parece que el derecho romano debe esta cualidad esencial de manera más o menos indirecta a los análisis de Aristóteles. Los juristas romanos conocían y han puesto de relieve la definición de la justicia y su objeto específico explicitado por Aristóteles: la justicia es esa virtud cuyo objeto propio es atribuir a cada uno la parte que le corresponde: jus suum cuique tribuere (poco importa que la fórmula de Ulpiano –D. I, 1, 10– esté cargada de algunas adiciones estoicas). Ellos han aceptado la doctrina de que el derecho deriva de la justicia (D. 1, 1, 1), que la jurisprudencia es la ciencia de lo justo y de lo injusto – 4
  • 5. justi atque injusti scientia D. 1, 1, 10)–. Ellos ponen seguramente de relieve, como lo hemos dicho la distinción de dos justicias: distributiva y conmutativa. Parecen estar en plena posesión de una filosofía que distingue lo justo de “lo honesto” (D. 50, 17, 144). Si aceptan hacer un lugar a las nociones morales estoicas de “pietas”, de “bona fides” o de “humanitas” lo es a título subsidiario. Saben mantener, en buena medida, fuera de la ciencia del derecho las relaciones intrafamiliares, queriendo mantenerse por su parte, en el dikaion politikon. Estimo que tocamos aquí uno de los caracteres específicos del derecho romano, una de las principales razones de su fortuna en la historia. Otras civilizaciones organizan su orden social confundiendo derecho y moral, mezclando en el mismo arte las prescripciones relativas a la religión, a las buenas intenciones morales, a la educación y a la estricta definición de las relaciones sociales. Esta era la tendencia de Platón en la República, tal era el caso del derecho judío, tal será el de la sociedad de la Alta Edad Media, inspirada por el agustinismo. Solo el derecho romano (que nosotros hemos adoptado) ha sido la excepción, porque los juristas del comienzo de la época clásica, a las cuales remonta la iniciativa de constituirlo como ciencia, han dado a esta ciencia fronteras precisas, discerniendo su autonomía; y ello gracias a Aristóteles Las fuentes del derecho La fuente primera del derecho, según las exposiciones que nos ofrecen los autores romanos, de acuerdo a los manuales modernos, no es la ley, sino la naturaleza (Gayo I, 1-D. I, 1). Y el derecho clásico es sobre todo la obra de la doctrina que busca lo justo según la naturaleza. Más precisamente, el resultado del trabajo de los jurisprudentes; esta palabra bien podría ser una traducción de Aristóteles. En cuanto a los textos legislativos, ley en sentido estricto, edicto del pretor o de otros magistrados, senadoconsultos –no jerarquizados conforme a la doctrina aristotélica–, ellos, por largo tiempo, no han sino provistos de sanciones precisas (determinaciones) en el marco de lo justo natural según la misma filosofía. El “método de la interpretación” –o mejor de elaboración del derecho– de los juristas clásicos, en cuanto a lo esencial, es conforme a la enseñanza de Aristóteles: recurso a los textos emanados sea de la tradición jurisprudencial (jus civile), sea del pretor, de los comicios o del Senado. Y también tiene lugar, la corrección del texto en nombre de la equidad. Todo ello es noción aristotélica. Libre investigación dialéctica, confrontación de las opiniones de los grandes juristas y de las escuelas de la jurisprudencia; atención a las circunstancias, uso de la casuística 5
  • 6. (quaestiones – casus); investigación de las normas que manifiestan la justicia y la coherencia de las soluciones, pero desconfianza respecto de las normas que jamás contienen lo justo y no deben ser tomadas como el derecho. No creemos poder sacar el derecho de la norma, pero a partir de lo justo que existe (que está en las cosas, derecho natural) ensayamos construir normas: Ius non a regula sumatur, sed ex jure, quod est, regula fiat (D. 50, 17. 1) No se trata de que la lógica estoica, más deductivista, no haya contribuido a la formación lógica de los juristas romanos. Pero lo principal viene de la dialéctica de Aristóteles. En una conferencia pronunciada la semana última en el Instituto de Derecho Romano, el gran romanista Max Kaser denunciaba la imagen tramposa que los modernos –desde el siglo XVII– nos han dado del derecho romano, colocando las soluciones de los jurisconsultos clásicos en la misma forma del derecho moderno, axiomático, deducido de leyes, preocupado sobre todo por la coherencia, por la uniformidad. Los juristas romanos no se preocupaban por contradecirse, ellos discutían y adaptaban las soluciones a las circunstancias; su arte era búsqueda incesante, tanteo incesante. En el mismo sentido el romanista italiano R. Orestano ha mostrado que la falsa creencia sobre un derecho romano uniforme (como ha podido ser el derecho francés a partir del Código Civil) se ha fundado en el siglo XIX –“el cofre de las interpolaciones”– (Diritto Romano en Nov. Dig. It., 1960). Se podrían recordar también las observaciones de Viehweg en Topik und jurisprudenz (1953). Todo ello no debe sorprender, especialmente a quienes han estudiado la filosofía griega clásica del derecho y de la política, y en la cual los juristas romanos han sido educados. Si se compara en grandes líneas el derecho romano con los otros grandes sistemas jurídicos, aquél parece surgir en la historia como aplicación de la doctrina aristotélica. Es por ello que la suerte misma del derecho romano está en juego, desde el neoplatonismo o las nuevas visiones del mundo judeo-cristiano a las que adhiere San Agustín, cuando nuevas filosofías han suplantado a la de Aristóteles. Y el renacimiento del derecho romano en la Europa moderna a partir del siglo XIII estará ligado al renacimiento de Aristóteles. II. NOTAS SOBRE EL CONCEPTO DE PROPIEDAD Aportaremos nuestra contribución al congreso, como jurista y como historiador de la filosofía del derecho. Proponemos el análisis y la crítica del concepto de propiedad1 . 1 Ponencia presentada al Congreso de filosofía del derecho de St. Luis Missouri, agosto de 1975. 6
  • 7. Ninguna duda cabe que en el lenguaje jurídico, el término propiedad ocupa un lugar esencial. A menudo, se ha definido el derecho diciendo que tiene como papel atribuir a cada uno lo suyo –suum quique tribuere–, a cada uno su propiedad. No veo que pueda existir el orden jurídico sin propiedad. Pero si existe un lugar donde se observa esta tensión entre los ideales de “libertad y de igualdad” –puestos en el orden del día del congreso– es respecto al derecho de propiedad: terreno de pruebas para nuestros conceptos sobre libertad e igualdad. Nos parecen muy insuficientes los análisis semánticos habitualmente propuestos respecto del término propiedad. Pienso que deben ser conducidos con ayuda de la historia; se requiere del filósofo saber desprenderse del lenguaje y de las opiniones de su entorno inmediato y la capacidad de confrontarlas con otros sistemas de estructuración del mundo, vigentes en otros tiempos. Nos contentaremos con oponer al concepto de propiedad, generalmente en vigor en la época moderna –pero que viene siendo sometido a crecientes dificultadas– un concepto antiguo, descubierto en la tradición jurídica romana y probablemente menos conocido para el lector de un “Problem paper”. 1.- Sobre el concepto moderno de propiedad a) El derecho de propiedad moderno como bastión de la libertad No nos demanda ningún esfuerzo comprender hoy el concepto moderno2 de propiedad, puesto que sigue siendo el nuestro. La simple lectura de nuestros diccionarios, incluso filosóficos, lo confirma. En primera línea, se define la propiedad como una especie correspondiente al género derecho subjetivo; es decir como un atributo de la persona; es una “facultad”, un “poder” del individuo (la palabra poder se puede entender aquí a la vez en el sentido de dürfen, tener el permiso de hacer ciertos actos con referencia a una cosa, y de mögen, disponer de un poder físico, el permiso que se trata se encuentra garantido por el derecho). Tal es la noción engendrada por el individualismo moderno. Sea que hayan sufrido la influenza del nominalismo (para el cual la única realidad es el individuo), o bien de un modo de pensar “burgués”, los autores modernos comienzan a pensar el derecho a partir y en función del individuo, dotado de poderes por el orden jurídico. Como en general el derecho subjetivo, la propiedad será el corolario de la libertad o el instrumento necesario para su ejercicio. Los grandes idealistas alemanes (Kant, Fichte, Hegel) han descripto la propiedad como la “esfera de acción libre”, realización exterior de la libertad del individuo; pero esta conjunción de la libertad con el derecho subjetivo de 2 Dos observaciones preliminares: 1º Entenderemos el término “moderno” en el estricto sentido que posee en Francia. Los historiadores franceses oponen a la época moderna (siglo XVI, XVII y XVIII) la época llamada contemporánea (siglos XIX y XX). 2º Nos limitaremos a tratar sobre el término francés “proprieté” (o de sus parientes en las llamadas lenguas latinas). Podría ser que la palabra inglesa property haya conservado resonancias menos alejadas del sistema de pensamiento romano. 7
  • 8. propiedad ya estaba presente en la obra de Locke y remonta a los comienzos de la filosofía “moderna” (Gerson, Diedo, Occam y también Duns Scotto). La propiedad de los modernos fue uno de los ingredientes del culto de la libertad del individuo. Todos saben con qué celo el jusnaturalismo moderno cultivará esta noción, deduciendo todas sus consecuencias, a fin de conducirla a su plenitud. 1º La escuela se empleó en preparar la lista de los poderes reconocidos a los propietarios, con el objeto que ese derecho fuera desgajado de las cargas feudales y sostuviera efectivamente el ejercicio de su libertad: poderes de usar, gozar y disponer –jura utendi, fruendi et abutendi–. El propietario tiene el derecho de tomar los frutos del capital, también de acrecentarlo indefinidamente. Se especifican los atributos y la fuerza de esos poderes: exclusividad, carácter absoluto (Código de Napoleón, art. 544: la libertad de la que se trata debe ser arbitraria y total) y perpetuidad…3 2º Se exaltará la independencia del poder del propietario, no sólo respecto de los particulares, sino del mismo Estado. Con este objeto fueron elaboradas las doctrinas sobre las fuentes “naturales” de la propiedad y sus “modos de adquisición”, llamados “originarios”. Para fundar la propiedad sobre bases estables, sustraídas de los peligros del poder público, el jusnaturalismo moderno hace flechas con todo el bosque, echando mano a todo tipo de mitos: mito de la primera ocupación, o del derecho del primer ocupante, muy cultivado por Grocio y varios otros teóricos de la Escuela del Derecho natural moderno. Los moralistas pusieron su grano de arena, alegando el precepto bíblico o de la moral estoica que prohíbe el robo: si me está prohibido tocar la posesión de otro, no cabe sino concluir que él tiene derecho sobre la cosa que ha ocupado. Hume propondrá más tarde la explicación psicológica de la conversión natural de la situación del poseedor, en propiedad. En torno a Locke, fue inventado el mito de la adquisición de la propiedad por el trabajo; los fisiócratas retomarán ese tema y los economistas le agregarán la apología de los beneficios de la propiedad; hasta que Marx venga a conmover las consecuencias de la doctrina. Wolff y Kant justificarán la propiedad como una condición necesaria para la “perfección” de la naturaleza del individuo o de su libertad moral. De este modo, el derecho de propiedad figura como “derecho” del hombre. Sin duda sancionado por el Estado pero obteniendo su existencia del “derecho natural” supra-estatal. Derecho “inviolable”, derecho “sagrado”, dice la Declaración Francesa de 1789. 3º Esfera de aplicación. Con el objeto de extender al máximo la esfera de la libertad, el jusnaturalismo se esfuerza por generalizar el régimen de la propiedad. La teoría saca el 3 Nota del traductor: En el Código de Vélez Sársfield la nota de exclusividad está contenida por el art. 2508. El carácter de perpetua se señala en el artículo 2510 y el modo absoluto de su ejercicio estaba dado por el art. 2513 –hoy reformado por la ley 17.711– que en su redacción originaria decía: “Es inherente a la propiedad, el derecho de poseer la cosa, de disponer o de servirse de ella, de usarla y gozarla según la voluntad del propietario. El puede desnaturalizarla, degradarlo o destruirla; tiene el derecho de accesión, de reivindicación, de constituir sobre ella derecho reales, de percibir todos sus frutos, prohibir que otra se sirva de ella, o percibir sus frutos; y de disponer de ella por actos entre vivos”. 8
  • 9. máximo de consecuencias. De este modo, la lengua jurídica francesa reserva la palabra propiedad sólo para los derechos reales referidos a las cosas. Los filósofos no respetan esos límites: tendría por lo tanto una propiedad sobre mi mismo, sobre mi propio cuerpo, mi libre arbitrio, etc. Sin mirar tan alto, los juristas van a esforzarse por extender la propiedad sobre una cantidad máxima de bienes exteriores. Va a aplicarse a lo que está por “encima” y por “debajo” de cada terreno, y sobre casi todas las tierras: es el movimiento de enclosures y el reparto de bienes comunales. Va a tocar un número creciente de bienes muebles o incorporales, se inventará la propiedad literaria, artística o industrial y muchos otros derechos análogos… Y para que en el derecho, nada escape a ese lecho de Procusto, todo habrá de estructurarse bajo ese molde uniforme: las personas morales –sociedades, colectividades, ciudades, departamento, Estado– van a ser llamadas “propietarios”. He aquí un monstruo lingüístico – contradicción in adjecto–: la propiedad colectiva o la “propiedad pública”. Se transporta esta categoría hasta en el análisis de los sistemas jurídicos no occidentales; los etnólogos buscando los gérmenes en el derecho de los salvajes y los romanistas llenando con eso sus exposiciones de derecho romano. En rigor de verdad, este triunfo del concepto moderno del derecho de propiedad superaba los límites y la crítica se hacía imprescindible. b) Crítica ¿Osaría decir que ella interesa directamente a nuestro congreso? Pues asistiremos a la guerra que va a surgir, inevitablemente, en el seno de la doctrina de la propiedad, entre los dos ideales contrarios de la libertad y de igualdad. El individualismo moderno debía segregar, luego del mito de la absoluta libertad del individuo, la utopía igualitarista. Puesto que ha acariciado el sueño del desarrollo hipertrofiado de la persona y de su libertad, forjado en ese sentido el concepto moderno de la propiedad, ¿cómo no soñar de inmediato que todos los hombres se benefician con este ideal de allí en más? La justicia del idealismo toma la forma de una aspiración a la igual libertad de todos, a la igual propiedad de todos. Pero, el objetivo es por definición irrealizable. Estaba en la esencia de la propiedad moderna, con seguridad y en tanto era un principio absoluto, indefinidamente extensible, conducir a la desigualdad. En la Francia del siglo XVIII, los fisiócratas lo han comprendido bien; y muy lógicamente optaron por una desigualdad social, de la que harán la apología, viendo en ella una condición para el progreso de las artes y de las letras. Pero esta opinión no fue seguida estrictamente. La igualdad comienza a aparecer como contraria a la libertad, como incompatible con ella; a la propiedad moderna se opondrá el ideal igualitarista. Vemos así lanzadas al asalto de la propiedad moderna, en nombre de la justicia social, sucesivas olas de adversarios: utopistas del siglo XVI de inspiración platónica, o bien los 9
  • 10. Mably4 y J.J. Rousseau (“Discurso sobre la desigualdad”). Los socialistas, entre otros Proudhom (“La propiedad es el robo”). Y el comunismo marxista, sin hablar aquí de los cristianos social-revolucionarios que hoy colocan el Evangelio a la sombra de la bandera de una justicia igualitaria… En rigor de verdad, no veo que esos ataques hayan tenido conciencia respecto del concepto de propiedad, tal como los modernos nos lo han legado. Nuestro lenguaje en su principio permanece invariado. Al menos el eje del concepto forjado por la filosofía moderna parece incuestionado. Concebimos la propiedad, siempre como un derecho subjetivo, corolario de la libertad. Pero en torno de ese eje la carne está comida, como una piel tallada. Y el concepto se va vaciando progresivamente de la mayor parte de sus aplicaciones. Aquí la crítica se inscribe en los hechos. 1º Contenido de los poderes del propietario Es un lugar común: ¿qué queda en realidad de ese pleno goce de la cosa y de ese poder de disponer de ella (jura utendi et abutendi) que acordaba el texto de nuestro Código Civil al propietario? En la Francia de post-guerra, hoja a hoja se ha despojado de sus atributos a un gran número de propietarios. Algunos han llegado a decir que al propietario de una granja, no le quedaba más que el derecho de pagar los impuestos; al propietario de un inmueble de uso habitacional, nada más que el derecho a proceder a las reparaciones; a los accionistas teóricamente propietarios de una empresa, nada más que un pedazo de papel. ¡No iremos hasta allí! Mas, queda en pie el hecho que ese derecho, en otros tiempos total, ha perdido claramente su plenitud. 2º Fuentes de la propiedad Al jusnaturalismo moderno ha sucedido el positivismo; surgido del sistema de Hobbes, retomado por Rousseau y por el segundo Fichte, hoy ha triunfado. Un trazo de la pluma del legislador es suficiente para finiquitar los poderes del propietario ¡ha caído a merced de un New Deal, y entre nosotros de un cambio de la mayoría electoral! 3º Esfera de aplicación Transformación del régimen de la producción, venida a ser cada vez más colectiva. Número cada vez mayor de cosas sustraídas a los poderes de los particulares. Proyectos de nacionalización de empresas y de tierras; desarrollo de espacios verdes, de parques de interés nacional, etc. 4 Nota del traductor: El abad Gabriel Bonnot de Mably nació en Grenoble en 1709, hermano de Condillac. Escritor político e historiador se considera uno de los precursores de la Revolución Francesa. Fallecido en 1785, entre sus principales obras se encuentran los “Principes de morale”, aparecida el año antes de su muerte. 10
  • 11. La “propiedad” no ha perdido nada, se nos dice, ha venido a ser “pública”. No se deja de argumentar la fortuna, el presupuesto del Estado, cuyas migajas son distribuidas a los particulares de manera más o menos precaria, bajo forma de subsidios o de reintegros. Pero la “propiedad pública” no es más que una ficción, una contradicción en los términos. Y ciertamente que ella no sirve más a ninguna libertad. ¿Nos extrañaremos si el concepto mismo de propiedad viene a tornarse problemático? En Francia Duguit, el cuestionador, quiere hacer de la propiedad una “función”, no un poder. Los realistas escandinavos suponen que ella no significa nada. Los esfuerzos intentados por Hartmann, Reinach y J.L. Gardies de definir la propiedad, hoy parecen sufrir un impase. Pero nuestra época no tiene la fuerza de cambiar su lenguaje ordinario. Señalamos, no obstante, que la noción liberal individualista moderna de la propiedad, enferma, vacía de sustancia, no deja de ceder terreno a su contraria, el comunismo; es que ella está mordida por todas partes por la igualdad que es su negación. Ese proceso tendrá con qué satisfacer a los dialécticos, preparados para ver a la antítesis reemplazar la tesis; pero no se ve que exista en nuestro universo conceptual una verdadera síntesis entre esos dos principios opuestos. En lo que hace a nosotros, nos resignamos mal a esta distorsión manifiesta entre un pensamiento, que perpetúa la idea de propiedad moderna, y la realidad presente. Menos aún nos regocijamos si verdaderamente toda libertad debe ser inmolada al Moloch de la “justicia” igualitaria. Nada se ganaría con pasar de Caribde a Scylla. En ello presiona nuestro lenguaje. Parece no dejarnos otra elección que entre estas dos indeseables soluciones: la propiedad como instrumento de una libertad absoluta o la justicia igualitaria que lentamente irá produciendo la destrucción progresiva de aquella. 2. Acerca de un viejo concepto de la propiedad Se nos perdonará salir de la actualidad. Es en este punto que la filosofía puede recurrir a la historia. Si nuestro aparato conceptual, producto del pensamiento moderno, parece ser hoy deficiente, es menester buscar un sistema lingüístico mejor debiendo descubrirlo en el pasado. Personalmente no creo en el mito del progreso, en lo atinente al campo de la filosofía. De este modo, tomemos por tema de esta segunda parte el lenguaje del derecho romano clásico. Recordemos que fue también, durante largo tiempo, el lenguaje de Europa. a) Sobre la “proprietas” romana Si bien es cierto que aún no ha sido puesta de manifiesto de manera demasiado ostensible en nuestros manuales de derecho romano (porque ellos se proponen exponer las soluciones jurídicas romanas generalmente en términos de lenguaje moderno, y porque transcriben el 11
  • 12. derecho romano en la clave del lenguaje jurídico moderno) no hay nada que difiera más del concepto moderno de propiedad que la proprietas romana. Se puede objetar que nuestro concepto moderno de propiedad resulta de una mezcla híbrida entre muchas nociones romanas; ha tomado de hecho, muchos elementos prestados a la noción de dominium. Pero es necesario hacer una comparación sobre todo con el término proprietas, de donde la palabra propiedad deriva etimológicamente. El término proprietas, en rigor de verdad, era de un uso extremadamente raro en los textos jurídicos romanos. En su sentido más estricto designa el objeto de lo que hoy se llama nuda propiedad: en esa hipótesis muy particular donde el beneficio de una cosa está dividido entre dos personas, el usufructuario y por otra parte el “propietario” (fit ut apud alium usus fructus, apud alium proprietas sit, Gaius, II, 33) No obstante en la acepción más amplia, es la cualidad que tiene una cosa de pertenecer a alguien de manera privada. Como la salubritas de una tierra es su cualidad de ser sana, su bonitas lo que ella tiene de buena, la palabra proprietas denota la cualidad que tiene de ser propio5 de algún ciudadano en particular. De esta manera, vemos que la propiedad para los romanos no es el atributo de una persona, sino que se dice respecto de una cosa. Henos aquí totalmente desorientados, transportados a otro lenguaje, a otro universo de significaciones. La ciencia jurídica romana no está, como la de los tiempos modernos, estructurada en torno al individuo; no mira la situación de Robinson, solo en su isla, tratando de definir sus libertades y poderes. El derecho se consideraba como concerniente a las relaciones entre una pluralidad de personas; un lenguaje erigido en torno al individuo (la noción de derecho subjetivo) no podría convenirle y no originaría allí otra cosa que confusión. Es en las cosas (bienes o cargas) en tanto que ellas se encuentran repartidas entre los miembros del grupo social, lugar de la relación jurídica interpersonal, donde se sitúa –para los romanos– el objeto central de la ciencia jurídica. Es por ello que el jurista tiene los ojos puestos sobre ellas. Esto aún os parece oscuro; nada más duro que abrirse a otro sistema lingüístico. Prosigamos la comparación entre la noción romana y el concepto de propiedad actual, de origen moderno. 1º En cuanto a la esencia del poder del propietario, la ciencia jurídica romana no se ha ocupado de definirlo; no era algo que le fuera exigido. El papel de la jurisprudencia era sólo decir que cosas o fracciones de cosas, beneficios o utilidades (D. 50.1686), o por el contrario inconvenientes, cargas y servidumbres (son esos valores o esas cargas, incluidas en una cosa las que llevan en Roma especialmente el nombre de jura) deben ser atribuidos a cada uno; lo que será propio de tal o cual. 5 En ese sentido, la palabra proprius es muy frecuente: res propriae principis (D. 43.2.2.4). De la misma manera un usufructo será “propio” del usufructuario: usufructus qui tuus proprius est (D.7.9.10) 12
  • 13. Ella no tenía por misión prescribir lo que se tiene permiso de hacer. Sin hablar de proprietas (que nada expresa a este respecto) consideremos la palabra dominium. Con ella se significaba ante todo esta carga: el gobierno del domus (Senn), más tarde la jefatura de los padres de familia sobre las cosas llamadas “corporales” (esclavo, bestia, tierra, casa o muebles) contenidas en el patrimonio familiar (según R. Monier); a menudo también sobre las cosas llamadas incorporales (dominium, ususfructus – D. 7.6.3, etc.). Pero sin que entrara en el programa de la ciencia jurídica romana, analizar el contenido de esta jefatura. Nuestra famosa definición del “contenido” de la propiedad (jura utendi, fruendi et abutendi), se sabe hoy perfectamente, fue una invención de los modernos; no se encuentra en los textos romanos. Quien es propietario –propietarius– en el más estricto sentido de la palabra, precisamente no tenía el jus utendi, puesto que ese derecho, por el contrario, beneficia al usufructuario. Pero el lenguaje romano también tiene repugnancia en atribuir el jus utendi al dominus. Este goce, que constituye la sustancia de la propiedad moderna, no entra en el concepto romano ni de dominium, ni de proprietas; a tal punto que Santo Tomás, fiel a esta tradición clásica, podrá enseñar que sólo es susceptible de ser apropiada, la gestión por cada uno respecto de la cosa propia, no el usus que debería permanecer en principio común. (IIa-IIae q. 66 art. 2). Del mismo modo, decir que un romano tiene la propiedad de una cosa, no significa que tenga el poder de destruirla o de “abusar” de ella. Cuando el juez decide que el esclavo Sticus es de Aulus Agerius, ello no concierne más que a las relaciones de Aulus Agerius con otros ciudadanos libres que también lo han reivindicado o podrían hacerlo; pero no nos dice nada concerniente al tipo de relaciones entre el dueño y el esclavo. Está fuera de la esfera del derecho determinar el comportamiento del propietario sobre su cosa6 . Eso surge de otras formas de control social. Con seguridad que ni el concepto romano de proprietas, ni el de dominium implican un poder “absoluto”, lo arbitrario de la voluntad brutal (una Willensmacht, como se ha dicho del derecho subjetivo de los modernos). De hecho y si bien la estructura de la ciudad romana dejaba, en principio a cada familia con señorío de sus bienes, nuestro romanistas han reconocido que los poderes del jefe de familia (dominus) estaban limitados por las costumbres, la religión y las leyes. El derecho en sí mismo, no decía nada. 2º No menos extraño al espíritu de los juristas romanos es la preocupación, de la que estarán tentados más tarde los juristas modernos, a fin de reforzar la propiedad, de fundarla sobre títulos “originarios” surgidos del “derecho natural”. Una sólida tradición romana, sin duda de coloración estoica y que San Agustín transmitirá al pensamiento europeo, quiere que el reparto de los bienes no surja del “derecho natural”. Por el contrario, es justamente 6 Ofrezco una botella de champagne a quien me haga conocer un texto jurídico romano donde sea mencionado el famoso “jus vitae necisque” que pretendidamente tendría el dueño romano sobre el esclavo, extremo en el que cree nuestra literatura. Espero que me demuestren dónde ese poder de hecho (que desgraciadamente ha podido existir) está calificado de jus. 13
  • 14. función de la justicia y del derecho realizar ese reparto de bienes en un grupo político dado: Suum cuique tribuere; no como dirán los modernos, reddere, devolver, asegurar a cada uno su cosa (como si la parte de cada uno estuviera determinada de antemano)7 . No se trata de afirmar que ese reparto fue el efecto solo de la voluntad del juez o de la potestad legislativa. Nada hay más alejado de la mentalidad romana que el “positivismo jurídico”. Ante todo el principio ha sido bien establecido por Aristóteles polemizando contra el Platón de la República, al decir que la utopía comunista es “contra natura”; es adecuado y conforme a las exigencias de la naturaleza que una distribución de cosas tenga lugar entre particulares. Los romanos no han tenido dudas y Santo Tomás retomará esta demostración (loc. cit.). Sobre todo, no es según los caprichos del soberano que el jurista atribuye “a cada uno lo suyo”. Su deber está en seguir las máximas de la “justicia distributiva”, que exige una buena proporción entre las partes atribuidas a los miembros del grupo y las calidades respectivas, méritos o necesidades de cada uno; y de la “justicia correctiva” o “conmutativa”, que en los cambios, preservará el equilibrio de los patrimonios. El reparto tiende a retomar un equilibrio natural, se regula sobre la naturaleza de las cosas. Guiada por esas normas de justicia o por la “utilidad pública”, puede ser pujante la iniciativa del legislador. Los repartos ratifícales de los lotes de tierra entre colonos no son, en manera alguna, desconocidos en la antigüedad greco-romana; Roma por su parte ha conocido leyes agrarias. A fin de preservar la armonización del cuerpo político, interviene la potestad pública. La extensión del derecho de cada uno no es un dato previo, fijo desde el comienzo, “inviolable”, del modo que querrán postularlo Locke y los juristas liberales. Sino que depende de circunstancias concretas de la vida social. Determinarla es propio de la misión del jurista. 3º Campo de aplicación Igualmente, fue desconocida en Roma la extraña necesidad que han sentido los juristas modernos de universalizar el régimen de la propiedad; de expandir sobre todo el campo del derecho (comprendido el derecho público) un concepto formado desde un punto de vista estrechamente individualista. Abramos el manual de Gaius, en el libro II que trata sobre las cosas. Leeremos allí, para comenzar, que existe gran diversidad entre las cosas sobre las que trata del derecho. Ante todo, las “cosas de derecho divino” o cosas religiosas (como los templos o las tumbas); enseguida las cosas “comunes”, que tienen su importancia –el aire que respiramos, la ciencia, la cultura– y también las cosas públicas cuyo número es considerable ya que las 7 De ste modo, no se encuentran en Roma, como lo ha mostrado A.J. Arnaud, teorías generales sobre el derecho del primer ocupante (los textos romanos alegados con ese propósito por los modernos, no corresponden más que a sectores muy particulares como es el caso de la captura de bestias salvajes, la caza y la pesca). Nada hay sobre una teoría general de la adquisición por medio del trabajo (que se ha querido fundar torcidamente mediante el uso de ciertos textos romanos relativos a la obra del artista: la especificación). 14
  • 15. tierras tomadas al enemigo, en particular, fueron por largo tiempo tratadas como públicas. ¡Evidentemente las cosas “públicas” no son propiedades! Ellas no presentan la cualidad que tienen las otras cosas, la proprietas. No hay más que una fracción de cosas que son apropiables en Roma (privati juris). Tampoco será cuestión de someterlas a todas al mismo molde. Las prerrogativas del propietario estaban sutilmente modeladas conforme las cualidades de las cosas. Ciertamente que disponía respecto de todas (al menos de todas las que podía decirse dominus) de la acción reivindicatoria, por medio de la cual hace reconocer simplemente que la cosa es suya, que le es atribuible como propia. Pero en cuanto al resto, usará y dispondrá de manera diferente según que la cosa sea corporal o incorporal, mancipi o nec mancipi, gravada o no con tal servidumbre o separada de su usufructo, etc. Tantas especies de cosas propias y tantos regímenes jurídicos. No creo que se encuentren en los textos jurídicos romanos esas figuras del lenguaje moderno: la propiedad sobre sí mismo, o sobre su “propio cuerpo”, o sobre sus libres actividades; esas cosas no son repartidas (no se habían inventado los injertos de órganos). El derecho romano se ocupa solamente del reparto de bienes exteriores (“res exteriores”). Conclusión: puede que se comience a advertir que el derecho romano tenía su propio sistema lingüístico, diferente del nuestro. No constituido conforme a los sueños del idealismo y centrado sobre el individuo a fin de hipertrofiar su libertad, su poder de hacer; era más realista. Se daba como fin propio escoger, no la potestad del individuo, sino una realidad social, las relaciones que interesan al derecho, el reparto de bienes en el grupo. El concepto de propiedad tiene allí un lugar más restringido que en el sistema jurídico moderno; dice mucho menos; no decide sobre la consistencia del poder del propietario, no afirma en modo alguno que sea “absoluto”. No prejuzga sobre la medida de los bienes de cada uno, deja el problema en suspenso y a la propiedad sometida a las sentencias del derecho positivo; no afirma que sea “inviolable”. Era mucho más modesto. ¿Pero ese lenguaje no ofrece interés más que para los historiadores del derecho? b) Crítica Osaremos sugerir lo contrario. Pese a que el lenguaje romano está alejado de nuestro uso y que para nosotros es de difícil acceso, lo estimamos más capaz que el “moderno” de dar razón de las realidades de hoy. Sobre todo hoy, que la institución real de la propiedad ha perdido, sin duda, mucho de su absolutismo y de su universalidad. Y como están escritas en nuestro orden del día los dos temas: el de la libertad y el de la igualdad, diremos que ese concepto responde a esas dos exigencias, a condición de que éstas sean rectificadas. 1º Libertad 15
  • 16. Es cierto que la propiedad de las cosas exteriores es condición de la libertad y del desarrollo de la persona humana, del modo como lo explicaba Locke y el idealismo alemán. De ello ya se tenía conciencia en la Antigüedad ¿Cuál es en Roma el fin del derecho? Que cada uno tenga lo suyo, summ cuique, su parte propia bien determinada. ¡Sí, es este el bastión de la libertad! Pero la torpeza de los pensadores modernos ha sido haber hecho abstracción de la dimensión social del hombre. Puesto que somos “con los otros” –según Heidegger– que el hombre es zóon politikón –decía Aristóteles– es necesario que el derecho, constituyendo propiedades, les trace límites, las erija como relativamente estables, pero no “inviolables”. Lo que es admirable en el pensamiento jurídico romano, es el no haber caído en el exceso, puesto que a la libertad del hombre le asigna su justa medida. La verdadera libertad no podría ser esa pretensión ilimitada, esa exacerbación de lo arbitrario del individuo que han soñado los idealistas y que perpetúan hoy nuestras tramposas “Declaraciones de los derechos del hombre”. Nuestra auténtica libertad no es “absoluta”. Tampoco universal. Diremos, sin tener en cuenta a Hegel, que la libertad no es “para todos” –al menos aquella que cae bajo el marco de preocupación del derecho, posesión propia de bienes exteriores–. Nadie jamás ha cuestionado –incluso al esclavo– el “libre arbitrio”; y hay todavía otras formas de libertades acordadas a todos. Pero un niño no tiene necesidad de esta libertad jurídica que es una propiedad distinta; tampoco tal o cual miembro africano de una comunidad tribal. Es bueno que existan también comunidades, cosas “comunes”, cosas “publicas”; que el régimen de la propiedad no sea generalizado. 2º Igualdad Es todo muy claro. El pensamiento jurídico romano está estructurado sobre la igualdad; ella es una búsqueda de la justicia, que es una suerte de igualdad entre los miembros de una ciudad. Pero no se trata de ningún modo de igualdad absoluta, propia de los idealistas modernos. Ciertamente que existen ámbitos donde todos son enteramente iguales, “aritméticamente” iguales. Somos todos iguales ante Dios, en nuestra vida espiritual, es decir en cuanto a lo esencial. Pero no en la propiedad de los bienes exteriores. La igualdad del derecho romano (aquella sobre la que Aristóteles había realizado su análisis en la Ética) es proporcional, o “geométrica”. Atribuye a cada uno lo suyo en proporción a sus méritos o a sus necesidades o a la función que ocupe en la sociedad, o teniendo en cuenta otros factores. No nivela. Uno de los temas de las doctrinas políticas antiguas es el de prevenir una desproporción excesiva entre las fortunas de los ciudadanos, dentro de la ciudad; pero no obstante se acepta que existan ricos y pobres. La igualdad así comprendida admite perfectamente bien que el hombre trabajador se enriquezca más rápido que el borracho. Tiene en cuenta las diferencias que existen naturalmente entre los hombres dentro de un organismo social. Si 16
  • 17. no se respetan esas diferencias no puede existir propiedad. Sólo este tipo de igualdad, que es proporcional, se concilia con la libertad. Las dos nociones, siempre rivales, dejan de ser incompatibles. Esperamos que el modelo del pensamiento jurídico romano –el examen del concepto romano de propiedad y las desgraciadas desviaciones que ha sufrido en la época contemporánea– pueda ser de alguna utilidad para la filosofía. En efecto, la filosofía no tiene por misión buscar nuevas técnicas para promover nuestros ideales de libertad y de igualdad, pero sí reformar nuestros conceptos sobre la libertad y la igualdad. III. SOBRE LA HISTORIA DE LAS NORMAS JURÍDICAS Me ocuparé de esta obra desde el punto de vista de la filosofía del derecho, que no es el suyo. Se trata, sobre todo, de una historia parcial de las fuentes del derecho romano y versa sobre el método de los jurisconsultos. Y, si bien de una manera muy laxa, el libro especialmente gira en torno a la historia de la formación de las normas o reglas de jurisprudencia, su fin principal parecería ser determinar la naturaleza, las funciones, y el papel histórico de esas famosas regulae, productos de la jurisprudencia, de las que el último título del Digesto (50/17), quiere constituir una recopilación. Sobre este tema y sobre algunos otros, los romanistas encontrarán allí numerosas indicaciones de detalle, precisas, claramente expuestas, dando prueba del sentido histórico, de la riqueza de información y de la fineza del autor. Todo ello, escapa a nuestro objetivo. Pero la historia de las fuentes del derecho, ofrece materiales útiles a las reflexiones de la filosofía jurídica, porque nos permite confrontar nuestra propia concepción del derecho y de sus fuentes, con otros ejemplos históricos; nos ayuda a cuestionarla y a oponerle otra cosa. No ha dejado de ser verdadero que la más fructífera de la experiencias jurídicas sigue siendo el derecho romano; de todas, seguramente la más investigada y sin duda la más rica en valor y diversidad. Y no se crea a los romanistas incapaces de aportar todavía algo nuevo: su ciencia está en este momento en vías de profunda transformación, en trance de venir a ser verdaderamente histórica, de desembarazarse del pandectismo. Nuestra filosofía del derecho tiene hoy, más que nunca, mucho que tomar de los trabajos de los historiadores del derecho romano. 17
  • 18. El derecho es corrientemente definido como un “conjunto de normas”8 . ¿Tomaremos esta definición como algo recibido desde toda la eternidad, universal, indiscutible? ¡Cuántos caminos ha sido necesario recorrer para llegar allí! Una de las etapas de esta historia es la constitución, en Roma, de las regulae de jurisprudencia. El Sr. Stein describe su nacimiento desde su aparición histórica en la época romana clásica, hasta el siglo XVI; y nuestro autor tiene el mérito de no tratar –como tantos otros– por preterición, al derecho romano del medioevo y del Renacimiento. I. En los orígenes del derecho romano, lejos de existir normas expresas, el derecho es algo inexpresado. Se encuentran con un fondo de costumbres, “las costumbres de los antepasados”, en principio conservadas inmutables. Se “dice el derecho” en cada proceso bajo la forma de sentencias particulares, sin que sea preferentemente revestido de forma de normas generales. Una parte solamente de ese derecho viene a ser, a menudo, declarado oficialmente: es el oficio de la ley. Según el Sr. Stein, la palabra lex provendría, sin duda, de legere: la lex sería leída por el magistrado ante la asamblea popular. Teniendo en cuenta el conservatismo que durante largo tiempo dominó Roma, ella no constituía –en principio– un instrumento de innovación sino que tenía por fin (al menos confesado y consciente) declarar una parte del derecho existente; una parte por otro lado mínima, porque las leyes son poco numerosas, muy especiales en cuanto a su objeto y no contemplan más que un pequeño sector del derecho. El lenguaje de los romanos distingue el ámbito de las leyes y el jus que siempre sigue siendo más amplio. Este capítulo preliminar sobre la vieja concepción romana del derecho y de la ley, no nos permite tomar conocimiento todavía de las regulae juris, en el sentido originario de la palabra. Estas nacerán en el seno de la jurisprudencia. Los juristas, como todos lo saben, han tallado la parte mayor en la formación del edificio de los textos jurídicos romanos. Puesto que el derecho está sobre un fondo oscuro de costumbres; es menester de los sabios para lograr su expresión, para interpretarlo. Este oficio, fue ante todo resorte del colegio de pontífices, más tarde –desvinculados de ese colegio– de los jurisconsultos laicos. De este modo –señala el Sr. Stein– las opiniones de los jurisconsultos aparecerán más discutibles, puesto que son dadas de manera individual, por lo tanto susceptibles de contradecirse; de allí que ellas darán motivo al ejercicio de la controversia. Entonces también se multiplicarán las recopilaciones de sentencias de los jurisconsultos, y algunas de esas sentencias debiendo servir de precedentes, se esforzarán por concentrar bajo una fórmula breve, una verdad de derecho, común a una pluralidad de casos. Hay eclosión de normas jurídicas, como se lo ha visto desde 8 Fórmula que, desde el punto de vista de la historia de la filosofía del derecho, por mi parte he tomado como blanco en “ Une définition du droit” (Archives de Philosophie du droit, 1959, pág 47); “Droit et règles” (A.P.D., 1962, pág. 259); “Questions de logique juridique” (Logique et analyse, 1964, pág. 11), etc. 18
  • 19. hace mucho tiempo, en la primera generación de grandes jurisconsultos romanos, contemporáneos de Cicerón o un poco anteriores. El Sr. Stein subraya el papel determinante que ha tenido en este fenómeno, de manera evidente, la invasión de Roma por la filosofía griega, acaecida justo en este momento. Marca sobre todo dos influencias: primeramente la de la doctrina de la ciencia aristotélica, apoyándose sobre todo en textos sacados de la Metafísica. Retengamos sobre todo que la ciencia, según la enseñanza de Aristóteles, debe descubrir sus principios por inducción (epagogué), desde lo bajo a lo alto, a partir de la experiencia, y de experiencias singulares, pero elevándose desde la experiencia inicial de los prácticos al conocimiento teórico y exclusivamente científico de las causas; y que esta investigación desemboca en el enunciado de proposiciones entre las cuales están los oroi, o definiciones9 . (Quintus Scevola habría de escribir un libro de oroi). Los juristas parecen haber seguido literalmente este método. En segundo lugar, y de manera más particular, la obra de los juristas romanos habría tenido sobre todo por modelo, la ciencia griega del lenguaje (punto ya señalado por Schanz en el siglo XIX). Recordemos que la gramática ocupaba, en esta época, el primer lugar en la educación de los romanos, y que debía realizarse antes el estudio de la retórica y de las doctrinas filosóficas. La escuela llamada “analogista” tenía entonces la ambición de inducir, a partir de ejemplos del lenguaje hablado o escrito, ciertas constantes y de extraer los “cánones” del lenguaje correcto; el gramático Pansa, algunos años antes de nuestra era, utilizaba en ese sentido la palabra regula. Es cierto que los “anomalistas” dudaban del valor de esos cánones y por encima de éstos ponían a la costumbre; la costumbre, a su juicio, llenaba de infracciones a esas pretendidas regularidades del lenguaje, de efectivas “anomalías”. Es en este contexto, que eclosionan las normas de la jurisprudencia romana, en tiempos del jurista Catón (hijo de Catón el Antiguo), de Quintus Mucius Scaevola; de Servius Sulpicius, más tarde de Labeón. Sustancialmente, la primera norma célebre remontaría al jurista Catón y se la habría llamado sententia catoniana. Labeón, especialmente formado en el estudio de la gramática, podría haber sido el introductor del término en el sentido preciso de texto breve, portador de una solución jurídica general. Pero lo importante es definir el modo de factura, el grado de generalidad y la autoridad de esas reglas. Vienen de abajo, son surgidas de la experiencia de casos singulares, inductivamente, según el consejo de Aristóteles. Expresan la lección general que se puede sacar del análisis 9 Sobre las definiciones romanas (que a menudo han sido confundidas con las reglas, pero que tomadas en sentido propio se las distingue), señalaremos tres obras italianas recientes: Careaterra, Le definizioni dei giuristi romani, 1966; R. Martin, Le definizionidei giuristi romani, 1966; Albaneese, Definitio periculosa (studi in onore de G. Scaduto, 1967). No se ha terminado de descubrir la parte de la lógica, y especialmente de la lógica griega de Aristóteles, en la génesis del derecho romano. 19
  • 20. de uno o muchos precedentes jurisprudenciales. En ese sentido, ellas dicen la “razón”, la “causa” sobre el modo de la ciencia, pero sin pretender ser innovadoras. Se contentan con describir, con traducir, el derecho existente. La vieja idea sobrevive aún (incluso aunque se mimetice con ella), es que el fondo consuetudinario del derecho permanece, en principio, inmutable y que toda la tarea del jurista consiste sólo en darnos la expresión más fiel de él. De allí se explica el rigor de los razonamientos de los juristas en ese primer tiempo de la historia de la jurisprudencia romana, y puesto que se trata de la parte “declarada” del derecho (particularmente de leyes), su tendencia a la exégesis estricta. Esas reglas de derecho no tienen aún más que una débil generalidad: el tipo está en la “regla catoniana” que versa sobre las condiciones de validez de los testamentos. No se podría decir (si bien, seducido por el modelo de las ciencias griegas, Cicerón concebió el proyecto de poner el derecho en orden científico, y que él atribuye a Quintus Mucius Scaevola el mérito de haber realizado esta obra) que el derecho romano en esta época haya revestido la forma de un tejido de “normas”. A menudo, se ha exagerado el número y la importancia de esas normas producidas por la jurisprudencia romana a fines de la República. En realidad poco numerosas, esparcidas y exclusivamente relativas a cuestiones particulares, las normas estuvieron lejos de abrazar el conjunto del sistema jurídico. En cuanto a la autoridad de las reglas, el Sr. Peter Stein postula la existencia de una divergencia simétrica a la que, en el ámbito de los gramáticos, oponía a la escuela de los “analogistas” con la de los “anomalistas”. Labeón sería analogista y habría transmitido esta tendencia a toda la escuela proculeyana; puesto que la norma contiene la “ratio”, la causa de una solución jurídica –que la tarea científica del jurista está llamada a discernir– es menester, en principio, reconocerle un valor normativo cierto. Más escéptico sería Sabinus, que se ubicaría con sus discípulos en el campo de los anomalistas. Texto de Sabinus citado por Paulo en D. 50.17.1: “Non ex regula jus sumatur, sed ex jure quod est regula fiat”, etc… Tenemos el derecho de conjeturar que estimando inoportuno, en una especie judicial concreta, la aplicación de la norma catoniana (a la cual se refería probablemente el texto originario), Sabinus encuentra la ocasión para cuestionar, en general, la fuerza normativa de las reglas: ellas no hacen más que describir científicamente, más o menos bien, el derecho en vigor; no tienen autoridad propia. Queda libre, en la controversia jurídica, proponer la solución inversa. Por mi parte, amo citar este texto, que me parece ser un buen testimonio del espíritu del derecho romano clásico y en general de las tendencias del “derecho natural” de ese tiempo; si debiéramos creer al Sr. Stein, sólo representaría la tesis de la escuela sabiniana; los proculeyanos no lo habrían suscripto en modo 20
  • 21. alguno. Cualquiera sea la respuesta sobre este punto, en este momento de la evolución del derecho romano en que nace la regula juris, no existe problema –ni para una ni para otra escuela– de confundir el derecho y las normas, de hacer del derecho un cuerpo de normas II. ¿De qué manera las normas han venido a crecer hasta el punto de identificarse con el derecho? El libro del Sr. Stein nos ayuda a seguir, al menos, una primera etapa de ese proceso, a lo largo de la segunda mitad de este libro que expone su fortuna histórica (soy yo quien distingue dos partes; esta puesta en orden repugnaría al empirismo del autor). 1º Ante todo, nuevas oleadas de normas no han dejado de producirse y de agregarse las unas a las otras durante toda la época clásica. Es errado lo que algunos pretenden, en el sentido de que sería menester esperar al Bajo Imperio para asistir a nueva formación de regulae juris; el IIº y el IIIº siglo son, en este sentido, una época de notable fecundidad. Entonces, el emperador comienza a tener un lugar mayor en la vida jurídica romana, por su justicia, sus rescriptos, sus constituciones; y la opinión se libera lentamente de la vieja creencia sobre la inmutabilidad del derecho. Se admite que, sobre ciertos puntos, la ley innova. Todavía el ámbito de la lex continúa sin abarcar más que un pequeño sector del jus. También se tiene necesidad de regulae juris. El Sr. Peter Stein subraya que es partir de los siglos II y III después de Cristo, que surgen las obras de regulae, comenzando por la recopilación de Neratius, jurista de Adriano, como por la de Paulo y de Ulpiano (hay también libros de normas de Pomponius, de Gaius, y más tarde de Marciano y Modestino). Esta producción parece responder, al menos para la mayor parte de entre ellas, a circunstancias y necesidades nuevas. Muchas emanan de jurisconsultos a quienes el emperador ha delegado una autoridad oficial: así Neratius formaba parte del Consejo del emperador Adriano y lo mismo sucederá con Paulo y Ulpiano. Por debajo de estos jurisconsultos hay un buen número de funcionarios que hacen carrera en las oficinas de la administración imperial y que libran rescriptos en nombre del emperador; a ellos es menester agregar los jueces de provincia. La norma que queda como un resumen lapidario de ciertos puntos de derecho, ha debido servir para guiar la obra de esos agentes inferiores; ella sigue siendo obra de prácticos, destinada a prácticos, relativa a casos concretos y reacia a excesos de abstracción; pero –al menos en lo que hace a ese tipo de destinatarios– todo lleva a creer que estaban obligados rigurosamente a obedecerla. La norma tiende a asemejarse a las leyes. Subrayamos, no obstante, que este análisis del autor no es válido para las “reglas” de Gaius, ni de Pomponius, de Marciano o de Modestino. Ellas guardan verosímilmente un 21
  • 22. carácter científico, pueden –en la ocasión– tener una generalidad mayor y nada prueba que su autoridad fuera sustraída a la controversia. 2º Pero enseguida observamos la longevidad de las normas, su capacidad de supervivencia. Es una parte del derecho romano, que mejor que otras, ha resistido el efecto de la decadencia. Entre los bárbaros del Occidente, se las conserva con preferencia a textos más circunstanciados, a causa de su forma simple y breve; se las rodea de la autoridad que se vincula al pasado romano. Se las mezcla con las leyes, las dos palabras vienen a constituirse casi sinónimas. El éxito de las normas en el origen de la historia de la Europa medioeval, es el corolario de la incultura. En el imperio de Oriente, donde se perpetúa la enseñanza teórica del derecho, deberá a otras razones su predilección por las normas. Justiniano les ha consagrado el último título del Digesto: 50-17, De diversis regulis juris antiqui. Recopilación mal hecha; desordenada y heterogénea, lo que no impedirá su fortuna. 3º ¿Es la continuación de este pasado próximo, o de nuevo la consecuencia de un estilo de vida jurídica escolar? El derecho culto del medioevo constituye un terreno de cultura favorable a las reglas. Van a florecer numerosos comentarios y las Summas sobre el Digesto 50-17 contendrán interpretaciones ricas y diversas del primer texto, el de Paulo y de Sabinus, sobre la autoridad de la regla. Y los glosadores no han hecho más que discutir hasta el infinito las normas del Digesto romano; ellos han producido otras nuevas, a menudo bajo el nombre de brocardos. Las compilaciones de las Decretales importan, a la manera del Digesto, una recopilación de normas; es sobre todo el caso del Sexto, que concluye con un rico conjunto de normas de origen romano, a su turno también objeto de comentarios. Las reglas vienen a ser el instrumento esencial de la vida jurídica. Son la materia primera, el punto de contacto, el trampolín del razonamiento jurídico, cuya técnica es llevada al paroxismo; la ciencia jurisprudencial, una vez más, domina del derecho. El derecho, dicen los glosadores no surge más que de la ética, pero también de la lógica. El derecho se encuentra en cada caso al precio de una sabia controversia, pero la controversia se efectúa a partir de reglas; sobre las reglas que aporta cada parte a favor o en contra (puede ser que éste sea el primitivo significado de la palabra “brocard”). Las reglas de derecho son como los lugares comunes de la retórica. También el jurista debe conocer las reglas, aprenderlas de memoria. Así se explica la atracción de los romanistas del medioevo por el último título del Digesto, por la colección del Sexto y por la creación de nuevas reglas. Todo el derecho viene a estar 22
  • 23. envuelto en una trama de normas, sin que por ello se sueñe todavía en confundir las reglas con el derecho. 4º Terminación: el éxito de las reglas no desaparece en el siglo XVI: lo prueba el lenguaje del juez Bridoison, en Pantagruel, que está tejido de reglas, o por otra parte los nuevos comentarios sabios al último libro del Digesto, como será el de Godefroy. Hay una tendencia a dar a ciertas exposiciones jurídicas la forma de una recopilación de reglas. Ejemplos en el derecho inglés: Littleton, Edward Coke, Bacon. Se hubiera podido citar a Loisel para el derecho “coutumier” francés. Pero entonces se bosqueja un giro, porque una nueva filosofía general de las fuentes del derecho está en vías de invadir la plaza. Filosofía racionalista que querría que el derecho fuera deducido de preceptos racionales. Desde entonces hemos tenido a menudo, más que reglas de derecho en el sentido originario de la palabra (frutos de la experiencia casuística y de limitada envergadura) máximas más generales. La palabra viene también de la lógica: en la lógica deductiva, ha servido para designar las proposiciones primeras, y las más generales de todas. Se recogen las máximas de derecho y según un orden lógico se afectará deducir de ellas las normas más particulares. Ya una obra jurídica como la de Litlleton está compuesta bajo esta forma, y es hacia ella que tienden también los sistemas franceses. Viene el ejemplo donde se definirá al derecho como un “conjunto de normas”, pero en rigor de verdad, en un sentido muy amplio y que ha perdido ya su antiguo sabor. La “regula” cambia de carácter, pierde su diferencia específica. Al lado de las antiguas regulae juris –legado de jurisprudencia romana o de la del medioevo– vienen a confluir con este “conjunto”, a mezclarse en este océano: las máximas o principios de derecho, muy a menudo extraídos de la filosofía moral, y por otra parte una masa de leyes, que se supone tienen su origen en la disposición del príncipe. Todo ello, esforzándose por lograr orden en una construcción lógica. Las reglas encontrarán asilo en los códigos legislativos; las leyes pretendidamente estatales recopilan las reglas de jurisprudencia. En nada impide que ese conglomerado no pueda ser realizable, como sí lo era –en cambio– la obra de los jurisprudentes productores de las regulae juris en el antiguo sentido restringido de la palabra, ni que éstas hayan proveído lo más claro de sus materiales. Espero no haber deformado el propósito del Sr. Peter Stein, aunque haya mechado explicaciones de las que el autor no es responsable. No es su manera más cara, poner demasiado sus ideas en orden y, lo supongo muy a gusto con la filosofía. Pero precisamente, si alguna cosa habría que reprochar a este libro, sería su exceso de prudencia, la estrechez voluntaria de sus perspectivas. La mayor parte de los 23
  • 24. romanistas han creído proceder bien manteniéndose, en principio, en los textos latinos; ellos desconfían de las fuentes griegas, aunque las doctrinas de los griegos hayan sido el nutrimento de los latinos; olvidan aún más la filosofía, cuando la cultura de la élite romana de la época clásica estaba, seguramente, impregnada de ella. Creo especialmente que el Sr. Stein hubiera podido sacar más iluminación de la filosofía de Aristóteles. Nota bien la correspondencia entre el método romano de elaboración de las reglas y la teoría general de la ciencia aristotélica. Pero es un poco tímido: ¿no hay en Aristóteles más que una teoría de la ciencia? Más aún, allí se encuentra –bien completa, coherente y juiciosa– una filosofía del derecho y de las fuentes del derecho. ¿No habrá podido ejercer ella, sobre las fuentes del derecho romano, tanto o más influencia que la filosofía general y que la ciencia del lenguaje? En efecto, la opinión romana se fue progresivamente desprendiendo de su conservatismo inicial (de la creencia que el derecho tiene un fondo de costumbres, inmutable, y que allí no cabe innovación alguna), y hay una enseñanza de Aristóteles, que aparentemente no se ha señalado para nada: que una parte del derecho es positivo, lo que surge de la ley: es el dikaion nomikon. En cuanto al derecho en general (que no tiene sólo su fuente en la ley, sino en la naturaleza) y en lo que hace al papel de la norma de derecho, leemos en la Ética a Nicómaco, su definición –por otra parte reproducida en el Digesto– del derecho como lo justo, to dikaion, id quod justum est; lo justo a buscar en cada caso, como un valor trascendente cuya fórmula no podría ser dada por anticipado. Sin duda el descubrimiento del derecho pasa por las reglas, se sirve de las normas como de un trampolín con la controversia dialéctica que conduce hacia la solución. Pero el derecho no podría por lo tanto, coincidir con la norma, está más allá de la regla, no debe sacarse de la norma: jus non a regula sumatur, del modo que precisamente lo expresa el texto de Paulo y de Sabinus. Esta filosofía del derecho es la adecuada para explicar el método de los fundadores de la jurisprudencia clásica, menos sujetos a la costumbre, menos llevados a la exégesis estricta y que se abren más libremente a la discusión de lo justo que los juristas de la Roma antigua. Más aún, las concepciones del derecho culto del medioevo permanecerían siéndonos impenetrables si hiciéramos abstracción del aristotelismo. A continuación, la gran revolución que se opera en los tiempos modernos y que transforma la naturaleza de las normas, es una nueva filosofía del derecho la que nos permite comprenderla: filosofía racionalista, o voluntarista, que de todas maneras hará del derecho el producto surgido del espíritu humano, bajo la forma de reglas, en el sentido ampliado de la palabra. 24
  • 25. De este modo se esclarece el lugar cambiante de las reglas, entre las fuentes del derecho. Se quiera o no, toda teoría general de las fuentes del derecho nace de la filosofía. No me parece que se puede retrazar la historia tan compleja de los sentidos de las palabras ley, derecho, norma, principio de derecho, sin pasar ante todo por la historia de la filosofía del derecho, que es la puerta necesaria de todo ello. Solamente la puerta, os quedara seguramente por verificar todavía, en los textos jurídicos, si realmente, en qué medida en qué fecha precisa, el modo de pensar de Aristóteles se ha ejercitado allí de manera efectiva. ¿Pero cómo podréis resolver la dificultad por la negativa cuando habéis resuelto ignorar esta filosofía? Objetaréis que este método comporta el riesgo de no ver al derecho romano más que con las anteojeras de Aristóteles. Pero respondo: ¿ha existido alguna vez un historiador que nos describa una teoría de las fuentes del derecho si no es a través de las categorías de origen filosófico? Todo el problema consiste en saber qué categorías permiten mejor el acceso al derecho romano clásico; o las categorías modernas del normativismo de hoy, de las que se sirven de hecho la mayor parte de nuestros historiadores del derecho, aunque los romanos las ignorasen, o bien las del único filósofo de la antigüedad grecorromana que explícitamente ha producido una filosofía del derecho… Más la historia de la filosofía habría permitido darnos sobre la historia de las “regulae” una imagen mejor ordenada y llenar en esta obra un cierto número de lagunas. Pero sobre ello no tenemos, de manera tan simple, el acuerdo de los romanistas. Estas observaciones no nos impiden admirar la solidez, la elegancia sobria, la claridad y la precisión minuciosa del trabajo del Sr. Peter Stein, y también confesar que este tipo de estudio históricos desprendidos de todo sistema, y más que otros desvinculados de presupuestos filosóficos, provee a los filósofos del derecho de sus materiales más seguros. 25