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1
Jorge araya poblete
Las
desventuras
del
Matapacos
2013
2
Las Desventuras del Matapacos por Jorge Araya Poblete se
encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-
SinDerivadas 3.0 Unported.
Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro.
Prohibida su distribución parcial.
Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor.
Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor.
©2013 Jorge Araya Poblete.Todos los derechos reservados.
3
Índice
Presentación 6
Matapacos 8
La muerte de Pérez 15
El caso de las joyas fantasmas 24
El caso del marido engañado 34
Benavides y González 42
El caso de las hermanas gemelas 51
El caso de la mascota perdida 58
El retiro 64
El caso del auto perdido 71
El caso de la platería robada 78
El secuestro 86
4
5
Presentación
“Las Desventuras del Matapacos” es una colección de once cuentos de mediana
extensión, que relatan la vida profesional y parte de la historia personal del
detective privado Pablo “Matapacos” González desde su expulsión de
Carabineros, hasta que llega a sus manos el caso que da origen a la novela
policial ciberchamánica KON ©2013. Esta colección está pensada en quienes
leyeron la novela y se interesan en conocer aspectos del pasado del detective
privado, para escudriñar en los hechos que forjaron la personalidad que le
permitirán enfrentar el caso más complejo de su carrera profesional.
El norte de esta colección de cuentos no es otra más que entretener. Los relatos
son completamente ficticios, el uso de nombres de instituciones públicas es sólo
para darle un entorno más realista a estos cuentos de ficción. Los nombres de
personas fueron creados por el autor, y cualquier alcance con personas vivas o
muertas es mera casualidad.
Jorge Araya Poblete
Septiembre de 2013.
6
7
Matapacos
I
—¿Estamos todos de acuerdo, correcto?—preguntó el coronel Gutiérrez.
—Sí mi coronel—se apuró en contestar el capitán Pérez.
—Sí mi coronel—respondió el carabinero González.
—Está bien. Este incidente no se debe dar a conocer a la luz pública, ese es el
compromiso. Si no respetan este trato, esto llegará a la corte marcial y todos
saldremos perdiendo, pero en especial ustedes, ¿quedó claro?
—Sí mi coronel—respondieron al unísono los dos carabineros.
—Correcto. Capitán Pérez, vaya a buscar sus cosas y diríjase a su nueva
asignación. Y no quiero saber nada más de usted en mucho tiempo, al menos de
aquí hasta mi retiro—dijo el coronel con evidente enojo—. Carabinero González,
vaya a buscar sus pertenencias y entregue su uniforme y su arma. Ojalá sus
años como carabinero le sirvan de experiencia en la vida, y que esta destitución lo
ayude a abrir los ojos para que no vuelva a cometer errores que comprometan su
futuro y el de su familia. Que le vaya bien.
—Gracias mi coronel—respondió el ahora ex carabinero Pablo González,
estrechando la mano de su ex oficial y mirando con rabia al capitán Pérez, quien
dejaba ver una sonrisa socarrona luego de haberse salido con la suya.
Pablo González salió de la comisaría con rumbo a su casa. Ya había conversado
con algunos ex colegas para ver la posibilidad de conseguir empleo como guardia
de seguridad, y poder ganarse la vida de modo digno, y darle a su esposa y a su
pequeña hija todo lo que merecían y necesitaban, pues ellas no eran
responsables de los hechos que habían terminado en su destitución. González
estaba destruido, había perdido el sueño de su vida y el sostén que le permitiría
cumplir sus planes a futuro por culpa de su inocencia y sus ganas por hacer las
cosas bien. De todos modos, y pese a la incertidumbre laboral en que se
encontraba, estaba tranquilo con su conciencia y con las enseñanzas de sus
padres, que siempre le inculcaron la rectitud como virtud principal.
Mientras caminaba por las polvorientas calles, González empezó a escuchar una
suerte de murmullo a su paso, a veces susurrado, otras hablado en voz baja pero
sin mirarlo directamente a él. De pronto, un hombre ebrio, que había estado en el
instante en que se había sellado su futuro días atrás, se paró frente a él y le gritó:
—Te pasaste matapacos, ese huevón del capitán… ese poh… se merecía lo que
le pasó…
González esquivó al hombre que seguía gritando alabanzas y parabienes a su
nombre en medio de la calle, mezclado con bendiciones religiosas para el ex
uniformado, y garabatos para el capitán Pérez, el gobierno, la locomoción y el
clima. A esas alturas González sólo quería olvidar, pero al parecer su pueblo natal
no se lo permitiría, al menos en el corto plazo.
Luego de cambiar un poco el rumbo para evitar al ebrio y su grandilocuente
discurso, González se encontró en una calle poco concurrida pero cercana a la
plaza de armas de la ciudad. De pronto vio un letrero puesto en una anticuada y
8
bastante mal mantenida construcción, que correspondía a una pequeña agencia
de detectives privados, y que ofrecía empleo a ex uniformados para hacer
investigaciones contratadas por particulares. Dado lo fortuito del hallazgo,
González decidió pasar a preguntar por el aviso, al menos para saber si tenía
alguna alternativa a terminar sus días como guardia en algún supermercado o
camión de transporte de valores. En cuando abrió la puerta y entró a la vieja
oficina, un hombre enjuto y añoso apareció tras el escritorio situado al centro del
lugar.
—Buenas tardes joven, soy Ernesto Benavides, ¿en qué lo puedo ayudar?
—Buenas tardes, quería preguntar por el aviso que hay pegado en la pared, en
que piden ex uniformados para trabajar en su agencia.
—Ah, ya veo— dijo el hombre algo desilusionado al creer que tendría un cliente
nuevo—. Asiento joven, ¿trajo su currículum?
—La verdad es que sólo pasé a preguntar… verá, acabo de quedar cesante y
estaba viendo en qué ganarme la vida.
—Pero el aviso dice claramente ex uniformados, y usted es muy joven para haber
jubilado—dijo el anciano.
—Soy ex carabinero, de hecho me acaban de… dar de baja—dijo algo
avergonzado González.
—Ah, ya veo. Entonces si lo acaban de dar de baja tiene que haber sido por
alguna falta grave, por lo que es esperable que no tenga referencias—dijo el
dueño de la agencia—. Y dígame, ¿qué falta cometió señor…?
—González, Pablo González—dijo el ex carabinero, esperando que el hombre al
otro lado del escritorio no hubiera escuchado su nombre, o al menos no lo
recordara.
—¿El matapacos?—preguntó sorprendido el viejo investigador privado—. ¿Y no lo
metieron preso por lo que hizo?
—La historia tiene más aristas que lo que la gente sabe o cree saber, señor
Benavides—dijo González, bastante contrariado, mientras se ponía de pie—.
Disculpe por quitarle su tiempo, es obvio que no tengo el perfil profesional que
usted espera.
—¿Para dónde va, señor González?—preguntó Benavides—. La entrevista de
trabajo está recién empezando, yo sólo manejo la historia que corre de boca en
boca por este pueblo de viejas peladores y viejos copuchentos. Creo que lo
menos que le debo es la posibilidad que me cuente su versión de los hechos, en
una de esas podemos llegar a algún arreglo laboral que nos convenga a ambos.
—Está bien señor Benavides, le contaré lo sucedido, y usted decidirá si sirvo o no
para este trabajo—dijo González, disponiéndose a contar los hechos que
terminaron con su destitución.
II
Dos semanas antes de la entrevista en la agencia de detectives privados, el
carabinero González se encontraba junto a otros colegas y suboficiales siguiendo
la pista de un grupo de burreros que estaban internando cocaína y pasta base
desde Bolivia, y que no habían podido ser capturados pues cada vez que había
algún dato, parecían enterarse justo a tiempo para cambiar sus planes, lo que
llevó al servicio de inteligencia a suponer que había alguien pasándoles
9
información desde alguna institución del Estado. El fiscal a cargo del caso estaba
furioso con las constantes caídas de las pistas que lograban obtener, lo que lo
llevó a conseguir con el juez una orden para iniciar una investigación paralela
encubierta, que estaría a cargo de personal especializado, mientras la gente de la
comisaría seguiría en la investigación formal. Un martes en la tarde, cuando
González iba saliendo de su turno, fue abordado por dos hombres desconocidos y
vestidos de civil, quienes le mostraron credenciales que los identificaban como
miembros de la dirección de inteligencia de carabineros, y que lo hicieron subir a
una van sin distintivos.
—¿Qué sucede mi teniente, hice algo indebido?
—Parece que no sabe por qué está acá, González.
—No mi teniente—respondió confundido González.
—Estamos en una operación encubierta llamada Zorro Andino. ¿Sabe para qué
son buenos los zorros, González?
—No mi teniente—respondió casi asustado González.
—Son buenos para robar sin dejar muchos rastros. Estamos siguiendo a un zorro
de esta zona, que le está robando los arrestos a los carabineros.
—No entiendo mi teniente.
—Quiere decir que alguien de tu comisaría le pasa el dato a los traficantes
bolivianos, o les roba la droga para hacerse de plata, huevón pavo—dijo el
acompañante del teniente.
—Mi sargento, yo no tengo nada que ver…
—Claro que no, se necesita ser inteligente para una operación así—interrumpió el
sargento—. Necesitamos de tu ayuda, González. Tenemos listo un palo blanco
que pasará mercancía a través de un paso fronterizo, tú vienes con nosotros para
hacer la identificación de quien detengamos.
—Sí mi sargento, ¿y esto cuándo será?
—No le comunicaremos fecha ni hora González, es imprescindible que nadie sepa
nada de esto—intervino el teniente—. Usted lo sabrá en el instante en que deba
saberlo. Ah, y como comprenderá, nada de esta conversación debe salir de este
lugar, no puede comentarlo ni con su familia, ni con sus superiores, ni menos con
sus compañeros. ¿Está claro, González?
—Sí mi teniente—respondió González, mientras el sargento abría la puerta y le
hacía señas para que bajara rápido de la van.
Una semana después, justo antes de entrar a su turno, la misma van estaba
esperándolo frente a la comisaría, en esta ocasión con el motor encendido. En el
instante en que González pasó frente a la puerta lateral del vehículo ésta se abrió,
y la desagradable cara del sargento haciéndole señas para que entrara apareció
entre varios rostros desconocidos, dos de los cuales iban con pasamontañas de
color verde institucional. En cuanto estuvo arriba la puerta se cerró y el vehículo
inició su marcha con rumbo desconocido.
—Buenos días mi teniente, buenos días mi sargento—dijo con voz marcial
González, ante la desidia de todos quienes viajaban en el vehículo.
—¿Andas con tu arma de servicio?—preguntó el sargento.
—Sí mi sargento—respondió González, preocupado.
—Ponte la pistolera y el arma, y deja tu mochila acá en la van—ordenó el
sargento; una vez que González estuvo listo, el sargento echó mano a un chaleco
10
antibalas negro, sin distintivos—. Póntelo, servirá para que el resto del personal
del operativo no te confunda con los carabineros corruptos.
—De más está recordarle González, que todo lo que ocurra ahora es materia de
investigación del servicio de inteligencia de carabineros, nada de esto se debe
saber, bajo ninguna circunstancia.
—No se preocupe mi teniente, no revelaré nada de lo que pase—respondió
González, cada vez más extrañado por el modo en que se estaban dando las
cosas.
—Ah, por si acaso yo no soy tan confiado como mi teniente—agregó el sargento
—. Yo sé dónde vives, con tu joven y bella esposa Marta y tu pequeñita recién
nacida, la Marianita—al escuchar al sargento el semblante de González cambió
de inmediato—. Qué bueno que te haya quedado claro el mensaje, huevón pavo.
Nada de lo que pase se te puede salir, y si se te sale, te doy donde más te duele.
—No le hagas caso al sargento, le gustan mucho las series de televisión de
espías y esas cosas.
—Dile eso al último huevón al que se le cayó el casete—dijo uno de los miembros
del equipo que miraba fijamente al suelo.
—Suficiente—dijo uno de los hombres con pasamontañas, al ver que González
acercaba su mano a su arma de servicio.
—Vamos a lo nuestro señores—agregó el teniente—González, usted va junto al
sargento, no se separe de él.
—Sí mi teniente—respondió González mirando con odio al sargento, que lo
seguía mirando con una sonrisa en su rostro.
De pronto la van se detuvo, bajando todo el contingente en silencio, quedando al
final el sargento y Pablo González. Cuando el sargento se devolvió a cerrar la
puerta de la van, González sujetó con fuerza el brazo del suboficial, lo miró a los
ojos y le dijo:
—No vuelvas a meter a mi familia en esto.
—Si sigues la única regla, nunca se enterarán de nada—respondió el hombre,
soltándose sin dificultad de la tomada del joven carabinero, para luego agregar—
Ahora vamos a lo nuestro, mientras antes terminemos, antes dejarás de ver mi
inolvidable sonrisa.
III
El grupo de hombres seguía de cerca a los dos encapuchados, quienes subieron
rápidamente una loma y se parapetaron tras unas rocas, lo suficientemente altas y
extensas como para esconder a todo el grupo. González se ubicó al lado del
sargento, y a una señal de éste se asomó con cuidado para tratar de ver sin ser
visto. Justo antes de asomarse, una voz conocida para él se dejó escuchar en el
desierto.
—¿Trajiste lo acordado?—dijo la voz del capitán Pérez, el comisario de la
tenencia donde él prestaba servicios.
—Por supuesto jefecito, acá está la mercadería que hablamos—respondió una
voz con marcado acento altiplánico—. Es cocaína de alta pureza, quince kilos, tal
como acordamos, jefecito.
11
—Así me gusta, que la gente cumpla sus compromisos—dijo Pérez mientras
miraba los paquetes con la droga—. Déjalos en la parte de atrás de mi camioneta,
y ándate luego para que no tengas problemas.
—Bueno jefecito. ¿Cuándo puedo pasar mi cargamento con seguridad?—
preguntó el tipo que trajo la droga.
—Ah, eso, casi lo olvidaba—dijo Pérez mostrándole una gran sonrisa a su
interlocutor—. El martes próximo estaremos toda la tarde cuidando el paso que
hay cinco kilómetros al norte, así que ahí tienes vía libre para que tu cargamento
pase seguro.
—Muchas gracias, jefecito Pérez—respondió el hombre.
En ese instante los dos hombres con pasamontañas se pusieron de pie y sacaron
de entre sus ropas ametralladoras UZI de 9 milímetros: el policía encubierto había
dado la clave para que entrara el equipo en acción.
—¡Dipolcar, todos al suelo, mierda!—gritó uno de los hombres con pasamontañas
identificándose como miembro de inteligencia de carabineros, y apuntando su
arma a la cabeza del capitán Pérez, mientras el resto de los hombres rodeaba al
resto de los involucrados. En ese instante el sargento llamó a Pablo González y lo
llevó al lado del capitán.
—¿Identifica a alguien acá?—preguntó el sargento mientras se desarrollaba la
revisión de las vestimentas de los detenidos.
—A mi capitán Pérez, mi sargento—respondió nervioso González, al ser
confrontado con su comisario.
—Tenemos identificación positiva—dijo el sargento a los carabineros de
pasamontañas, para luego girar hacia González y estrechar su mano—. Gracias
por su colaboración González, la información que nos dio nos permitió descabezar
esta banda de policías corruptos.
González quedó paralizado: el sargento lo había sindicado en público como un
soplón. Justo cuando el carabinero se disponía a responder al sargento, fue
violentamente derribado: el capitán Pérez se había liberado de sus captores y se
había abalanzado sobre él.
—¡Sapo conchetumadre, te voy a matar!—gritó descontrolado el oficial, mientras
se trenzaba a golpes con González, quien sólo atinó a enfrentar al capitán, sin ser
capaz de hablar en su defensa. Antes que el sargento permitiera que el resto de
los hombres interviniera, González logró ponerse de pie, y gracias al duro trabajo
físico que le tocaba desempeñar, pudo tomar ventaja de la pelea y golpear con la
suficiente fuerza a Pérez como para derribarlo e impedirle volver a ponerse en pie.
La rabia lo llevó a descontrolarse y a arrojarse sobre Pérez, a quien empezó a
golpear con inusitada violencia en el suelo, debiendo ser reducido por el equipo
de inteligencia a cargo del procedimiento. Desde el suelo Pérez empezó a revisar
sus heridas, para después sentarse en una piedra y mirar con odio a González.
—No te voy a matar conchetumadre porque no quiero, pero me voy a encargar
que te echen y que nadie más te dé trabajo en tu puta vida, mierda—dijo mirando
a su subalterno.
—No estás en condiciones de amenazar, te pescamos con suficiente evidencia
para que no salgas por años de la cárcel—intervino uno de los policías con
12
pasamontañas.
—Eso es lo que ustedes creen, manga de ahuevonados—dijo con soberbia el
capitán—. Tengo familiares influyentes en el parlamento y en el alto mando de la
institución, y les aseguro que no me va a salir por nada esta huevada. Y esto te va
a costar carísimo, sapo de mierda—dijo Pérez, dirigiéndose a González.
—El testimonio de González ya no es necesario—dijo el teniente que lo había
contactado—. De todos modos no podemos dejar de agradecer su colaboración.
—Pero…—intentó intervenir González, siendo asido por el brazo por el sargento,
quien le habló en voz baja.
—Recuerda a la Marta y a la Marianita huevón—dijo el sargento—. Necesitamos
mantener en reserva a nuestros agentes encubiertos, así que para efectos de este
caso tú lo delataste. Y recuerda, si no rompes la regla, nada le pasará a tu familia.
—Te van a echar y te vas a morir de hambre, hocicón culiao, nadie te va a dar
trabajo en la ciudad, te lo juro mierda, no te vas a salir con la tuya—dijo
descontrolado el capitán Pérez, mirando con furia a Pablo González, quien sólo
atinaba a mirar el suelo sin poder responder.
—Ya, se acabó esta cháchara—dijo uno de los hombres encubiertos—. Suban a
este huevón a la van, para trasladarlo a la fiscalía militar y hacer la formalización
de cargos. González, te vas en el otro vehículo.
IV
—Eso es todo señor Benavides. El capitán Pérez es sobrino del fiscal militar,
primo de un diputado e hijo y sobrino de dos generales del alto mando de
carabineros, así que movió sus influencias para salir limpio de la situación, siendo
castigado sólo con un traslado forzoso a la frontera, donde estará varios años y
será vigilado por la gente a cargo de pasos fronterizos. A mi… a mi me dieron de
baja por denunciar supuestamente esta operación fuera de tiempo. Según la
resolución, si yo hubiera denunciado antes, se hubieran evitado varias
operaciones de los traficantes. ¿Le sirve mi versión de los hechos, señor?
—Sólo tengo una duda, ¿por qué te dicen matapacos?—preguntó el detective
privado.
—Ah, eso… porque en el arresto había también un consumidor, que llegó al lugar
buscando un mejor precio, y que vio cómo le pegué a mi capitán Pérez. Él llegó
diciendo que hubo una pelea en que un carabinero casi mató al otro a puñetazos.
—Vaya historia, hombre.
—Bueno, esa es mi verdad. Gracias de todos modos por haberme escuchado,
necesitaba contarle a alguien de mis desventuras. Buenas tardes, señor
Benavides.
—Buenas tardes señor González, lo espero el lunes a las ocho… no, nueve de la
mañana—dijo Benavides, quien sonrió ante la aparatosa cara de sorpresa de
González—. Usted fue utilizado por la Dipolcar y por sus superiores, y pese a ello
sigue hablando con respeto de todos. Eso señor González, respeto, es lo que le
hace falta a esta sociedad. Tal vez encuentre algo aburrido el trabajo, pero tendrá
un sueldo seguro todos los meses. Le aconsejo que cuando su economía esté
más estable saque algún seguro de vida a nombre de su familia, nunca está de
más. Y bueno, si con los años le toma el gustito a este trabajo, puede que cuando
decida retirarme le venda a un precio conveniente esta agencia.
—Gracias señor Benavides, le aseguro que no lo defraudaré. Buenas tardes, y
13
gracias de nuevo.
Pablo González llegó caminando a su casa, a algunas cuadras de lo que sería su
nuevo empleo. Cuando llegó encontró a Marta, su esposa, parada en la puerta
con su hija Mariana en brazos, para darle un largo y cariñoso beso de bienvenida.
—Qué bueno que llegaste, me tenías algo preocupada—dijo la joven mujer, que
miraba con curiosidad la leve sonrisa que dejaba ver el rostro de su esposo—.
¿Ya terminó todo?
—No. De hecho acaba de empezar—respondió esperanzado el detective privado
Pablo González.
FIN
14
La muerte de Pérez
I
Pablo González estaba sentado en la barra del único bar decente del pueblo. Ya
llevaba dos meses trabajando en la agencia de detectives privados de Ernesto
Benavides, y si bien es cierto ya estaba aprendiendo los gajes del oficio y
utilizando su formación policial para facilitar su trabajo, no podía sacarse de la
cabeza las amenazas del capitán Pérez. En el tiempo que llevaba aún no estaba
participando activamente de ninguna investigación, pues primero debía aprender
los asuntos administrativos del trabajo, que servían para informar a los clientes de
los avances de aquello por lo que estaban pagando, y de paso podrían servir de
respaldo ante algún requerimiento judicial, y todas las regulaciones que limitaban
su campo de acción, para no cometer delitos que empeoraran más su aún
precaria situación. Además, tuvo que comprarse un arma de fuego, pues al ser
dado de baja debió devolver su revólver institucional; por un asunto de costumbre
y nostalgia, decidió comprar el mismo modelo que usaba en su trabajo anterior, un
Taurus calibre 38 de seis tiros, cañón mediano y empuñadura de madera. Luego
de una aburrida tarde de papeleos varios, González se regaló un tiempo para ir al
bar a tomar en silencio mientras miraba el espejo delante del cual estaban
alineadas todas las botellas, y en el cual, además de reflejarse las etiquetas
traseras de los licores, podía ver el alma amargada de quien aún no se
acostumbraba a no ser quien había sido, y que no sabría si podría acostumbrarse
a ser lo que era y tal vez sería por el resto de sus días.
González estaba bebiendo su segunda piscola; de pronto una voz conocida
hablando tras él lo hizo girar bruscamente y quedar de frente a quien venía
entrando, casi como un reflejo.
—Mi sargento Salgado—dijo González poniéndose de pie y cuadrándose frente a
un hombre canoso y obeso que entró al bar con ropa deportiva.
—Despabílate huevón, ya no eres carabinero, no tienes que cuadrarte ni tratarme
de “mi sargento”, menos cuando ando de franco—respondió el hombre, para
luego saludar efusivamente a González.
—Qué gusto verlo de nuevo, mi sargento—dijo González, contento de ver por fin
una cara conocida.
—Manuel, me llamo Manuel huevón porfiado—respondió Salgado.
—Prefiero que me diga Pablo, mi… perdón, Manuel—dijo González, tratando de
acostumbrarse al nuevo trato que debía darle a quien fuera uno de sus
superiores.
—Está bien, Pablo—dijo Salgado, sonriendo al ver la cara de González al tratarlo
por su nombre—. ¿Qué ha sido de tu vida, hombre? ¿Cómo está tu familia?
—Bien, estoy empezando a trabajar en una agencia de detectives privados. Por
ahora sólo estoy haciendo pega administrativa y pidiendo los permisos
necesarios, pero al menos me alcanza para mantenerme. Mi familia está bien, mi
esposa me ha apoyado en todo y el resto de mi familia le hace propaganda a la
agencia para que tengamos clientes.
—¿Detective? ¿Te pasaste al bando contrario, ahora eres tira?—dijo Salgado
sonriendo, aludiendo a la histórica rivalidad entre carabineros e investigaciones.
15
—Detective privado, nada que ver con los tiras, eso jamás—respondió González
—. ¿Y qué ha pasado en la comisaría, cómo están todos por allá?
—Quedó la cagada con lo de tu sapeo, Pablo. No creo que sea recomendable que
te aparezcas por allá al menos por algunos meses—dijo Salgado.
—¿Y por qué tanto?—preguntó González, debiendo tragarse la rabia al saber que
no podía contar la verdad, pues ello pondría en riesgo la vida de su familia.
—Lo de Pérez era sabido por muchos, y todos lo callaban. El día después que te
dieron de baja y que trasladaron a Pérez, llegó un general con gente de la
Dipolcar para intervenir la comisaría. Dos semanas después había cinco bajas
más, incluido el teniente que estaba reemplazando a Pérez,
—¿Mi teniente Gómez?—preguntó sorprendido González
—Ya no es tuyo, ni es teniente.
—Cierto, aún no me acostumbro.
—El asunto es que ahora estamos haciendo la misma pega de antes, pero con
siete menos—continuó Salgado—, así que no eres recordado con mucho cariño
que digamos.
—Lo imagino—respondió González, mirando su vaso medio vacío.
—Y han pasado más cosas, tanto o más importantes que las bajas y los arrestos.
—¿Qué más podría haber pasado que fuera peor que lo que vivimos?—preguntó
González, cabizbajo.
—Mataron anteayer a Pérez—contestó Salgado.
—¿Qué?—dijo González, casi atragantándose con el sorbo del trago que estaba
bebiendo.
—Aún no ha llegado la información oficial a la comisaría—dijo Salgado—. Tengo
un amigo que trabaja en la frontera, él me contó ayer cuando nos juntamos.
—¿Pero qué chucha pasó, si apenas llevaba dos meses allá?—preguntó
González, sorprendido por la noticia.
—¿Tienes tiempo?—dijo Salgado— Mi amigo me contó todo con lujo de detalles,
incluidos los que no se sabrán.
—Por supuesto que tengo tiempo—respondió González, recordando la amenaza
que le había hecho Pérez, y que ya no se concretaría.
II
El capitán Dagoberto Pérez llevaba un mes y medio en el puesto fronterizo. El
lugar al que había sido destinado no tenía ni la mitad de las escasas comodidades
que había en su comisaría de origen, en la región de Atacama. El frío y la poca
concentración de oxígeno en el aire hacían sus días cada vez más
desagradables, y los constantes roces con sus compañeros lo tenían aislado en
uno de los lugares más aislados del país. Pero lo peor de todo para él era estar
rodeado de “cholos”, gente con rasgos aymara por doquier, y con un modo de
hablar arrastrado que le incomodaba sobremanera, máxime pensando en la cuna
que lo había visto nacer, y con el entorno socioeconómico con el que le gustaba
codearse, que no era otro que aquel que giraba en torno a las esferas de poder.
Inserto en una familia cuyos miembros prominentes ostentaban cargos de alto
rango y responsabilidad dentro de carabineros, gracias a los sacrificios propios de
una carrera profesional bien llevada, y con un tío ejerciendo como diputado
reelecto debido al cariño que le tenían sus votantes, Pérez era la oveja negra de
la familia, pues a cada rato intentaba usar a sus seres queridos como plataforma y
16
escudo para cometer abusos de toda índole, sin pagar nunca las consecuencias
de sus actos. Sin embargo su último delito fue lo suficientemente grande como
para no quedar impune, haciendo obligatoria su destinación a otra comuna para
evitar un evidente ajuste de cuentas contra quien creían que lo había delatado, y
también evitar que los traficantes intentaran cobrar su cuota en ese perverso
juego.
El capitán Pérez se encontraba de turno una noche, en las cercanías de un paso
fronterizo no habilitado, pero usado comúnmente por traficantes menores,
burreros, y algunos aymaras que no se consideraban bolivianos ni chilenos, sino
miembros de la raza que los vio nacer y cuya sangre llevaban con orgullo. Los
policías ya conocían a todos quienes frecuentaban ese paso, así que para evitar
problemas innecesarios dejaban pasar a los aymaras de siempre, lo que ocurría a
ambos lados de la frontera como una suerte de acuerdo tácito, destinado a
respetar a la etnia originaria del lugar, y a mantener las buenas relaciones locales
entre ambos pueblos, ajenos del todo a los discursos de la clase política que de
tanto en tanto inventaban conflictos limítrofes en una frontera administrativa.
Cerca de las diez de la noche, y cuando el frío viento del altiplano arreciaba con
violencia en el lugar, el sargento Mamani fue a buscar un poco más de mate de
coca al vehículo para soportar el frío y la puna: al ver que no quedaba nada,
decidió manejar hasta la comisaría para tener con qué pasar la noche.
—Pérez, te quedas un rato solo acá. Si pasa algo me avisas por la radio—dijo el
sargento.
—Capitán Pérez, huevón, respeta mi rango—dijo Pérez mirando con odio al cholo
vestido de carabinero.
—Y tienes cara de echar encima tu grado después del cagazo que te mandaste…
agradece que no te mandaron a la conchetumadre, huevón—respondió el
sargento, mientras encendía el vehículo y empezaba el viaje de media hora a la
comisaría.
Pérez se quedó en la inmensidad de la noche solo, vigilando un pedazo de tierra
que no parecía terminar en ningún lugar, pensando en quién querría pasar por ahí
que no fuera un traficante. De pronto tres sombras aparecieron entrecortadas a la
luz de la luna, acercándose al lugar en que se encontraba; de inmediato Pérez
encendió una linterna y pasó bala en su ametralladora UZI.
—¡Alto ahí, carabinero!—gritó Pérez hacia las sombras, dos de las cuales
empezaron a mover sus manos en alto como si estuvieran saludando.
—¿Sargento Mamani? Somos nosotros—dijo una arrastrada y parsimoniosa voz
de mujer, con el típico timbre agudo del altiplano.
—El sargento no está, soy el capitán Pérez, acérquense con las manos en alto y
lentamente—dijo Pérez hacia las sombras.
—Buenas noches capitán, soy Violeta Quispe y él es mi hermano José—dijo la
joven muchacha, acercándose a la luz de la linterna de Pérez.
—¿Qué hacen por acá a estas horas de la noche?
—Traemos un encargo de nuestro padre—dijo la morena y menuda joven de larga
cabellera, al hacerse visible en la inmensidad del desierto—. Nos pidió que
fuéramos a comprar un llamito para una ceremonia a Bolivia, porque allá salen
más baratos.
17
—Un llamito para una ceremonia… ¿de verdad creen que me voy a tragar esa
mentira?—dijo Pérez con voz altanera—Ese animal debe estar cargado de
cocaína.
—Esperemos al sargento Mamani, él nos conoce y le explicará…—empezó a
decir el muchacho.
—¿No sabes la diferencia entre un capitán y un sargento, pendejo?—preguntó
Pérez, para luego agregar—. Ese huevón es mi subalterno, yo soy acá el que
decide de ahora en adelante, cholos de mierda.
—No le haga caso a mi hermano capitán, es arrebatado desde chico. Le diré a mi
papá para que lo ponga en regla—dijo la muchacha, sujetando del brazo a su
hermano y medio escondiéndolo tras ella.
—No es asunto mío este cholo malcriado, lo que me interesa es la droga que
traen en ese animal—respondió Pérez, cada vez más enojado.
—Capitán, el llamito es para un ritual religioso, nosotros no llevamos droga, ni
siquiera mascamos hoja de coca porque nacimos acá, así que no nos apunamos.
Si quiere revise el llamito, no lleva nada encima.
—No llevará nada encima, pero probablemente sí adentro—dijo Pérez pasando la
ametralladora hacia su espalda y sacando un gran cuchillo con filo en un lado y
borde aserrado en el otro.
—¿Qué va a hacer con ese cuchillo?—preguntó asustada la muchacha.
—¿Qué crees que voy a hacer, chola de mierda?—dijo airado Pérez—. Voy a
abrirle la panza a tu bicho para sacarle la coca que trae dentro, y después
meterlos presos a ustedes por tráfico.
—¡No puede hacer eso!—gritó espantado el muchacho, cruzándose por delante
del animal—. El llamito es sagrado, lo vamos a usar en una ceremonia, no lo
puedes matar.
—Quítate maricón, estás obstruyendo una operación policial—dijo Pérez
avanzando hacia el animal, siendo nuevamente bloqueado por el joven aymara.
—Por favor, esperemos al sargento, él le explicará—dijo la muchacha, casi
paralizada en su lugar.
—No metan a esa mierda de Mamani acá, el caso es mío—dijo Pérez dirigiéndose
a la muchacha, para luego girar y tomar por la ropa al joven—. Y tú te sales de en
medio, o no respondo.
—No lo puede matar…—en ese instante Pérez tiró con fuerza de la ropa al
muchacho lanzándolo al suelo, para luego tomar al llamito por la correa y darle un
certero corte en el cuello, matándolo de inmediato. Cuando el joven vio morir al
animal, se abalanzó sobre Pérez, el cual lo recibió con un violento puñetazo en la
cara, para luego botar el cuchillo, tomar la ametralladora, y dispararle al
muchacho cuatro tiros al abdomen.
La muchacha estaba consternada, de la nada su hermano yacía en el suelo
herido a bala y desangrándose, en un viaje que revestía una connotación religiosa
y que ahora se había convertido en un desastre.
—¡Maldito maricón, mataste a mi hermanito!—gritó la muchacha en medio de las
lágrimas.
—Fue en defensa propia. Además, cuando le abra las tripas a ese bicho y le
saque de dentro la droga, se van a ir en cana por años—respondió Pérez
poniéndole el seguro a la ametralladora. Justo en ese instante llegó al lugar el
sargento Mamani, iluminando el lugar con las luces de la camioneta verde y
18
blanca.
—¿Qué chucha hiciste, pedazo de ahuevonado?—gritó Mamani, al ver al menudo
José Quispe desangrándose en el suelo, y a Pérez con la ametralladora aún
humeante.
—Pillé a estos tratando de pasar ese animal cargado con cocaína…
—Ni siquiera sabes de qué estás hablando, mierda—interrumpió Mamani—.
¿Sabes quiénes son estos niños? Qué vas a saber, si lo único que sabes es dejar
la cagada en donde estás.
—Te digo que son traficantes…
—¡Cállate mierda!—gritó desaforado Mamani, tratando de encontrarle el pulso al
joven—. Estos niños son los hijos del chamán Alfonso Quispe, él es una autoridad
religiosa aymara, es conocido en todo el sur de Bolivia y el norte de Chile, maldito
huevón.
—¿Y qué me importa a mi, acaso le van a creer más a los cholos que a un capitán
de carabineros?—dijo soberbio Pérez.
—No te preocupes Violeta, tu hermano aún tiene pulso. Vamos en la camioneta al
hospital regional—dijo Pérez, tomando en brazos al muchacho agónico y
subiéndolo a la doble cabina del vehículo, al lado de su hermana.
—Voy contigo adelante para completar el procedimiento—dijo Pérez, acercándose
a la puerta del copiloto. En ese instante Mamani pasó por delante del capitán,
empujándolo con violencia, lo que desestabilizó al oficial, dejándolo sentado en el
suelo.
—No sabes lo que hiciste huevón, no tienes idea lo que hiciste—dijo Mamani,
mirando al capitán casi con pena, para luego subir a la cabina y partir raudo hacia
el hospital para tratar de salvar a José Quispe.
III
—¿Que le disparaste a quién?—preguntó con voz incrédula el coronel Gamboa.
—Mi coronel, los sospechosos aparecieron…
—Llevas apenas seis semanas acá, seis semanas y baleaste al hijo del chamán
Quispe—interrumpió iracundo Gamboa—. ¿Qué mierda tienes en la cabeza para
degollar un llamito que traen dos hermanos en medio de la nada, y luego balear a
un cabro de doce años porque te empujó? Maldito huevón, si no fueras sobrino
del general Pérez ya estarías fuera de la institución hace años, ¿cómo mierda
puedes ser tan distinto al resto de tu familia?
—Coronel, si me deja explicarle…
—Sal de aquí, ándate a tu casa, mañana haré un par de llamados para decidir tu
próxima destinación—dijo Gamboa—. Y trata por favor de no toparte con nadie en
el camino.
—Coronel, si me da la oportunidad…
—Yo te puedo dar todas las oportunidades que se me antojen Pérez, pero el
asunto no es tan simple como parece—dijo Gamboa, mirando por la ventana—.
Yo tampoco estoy de voluntario, no hay que ser un genio para darse cuenta que
es un tremendo esfuerzo vivir y trabajar acá. Cuando llegué me costó entender un
poco a esta gente, pero a diferencia tuya me dediqué varios meses a observar a
los lugareños, y por sobre todo a los carabineros que estaban desde antes que
yo. Aunque tu orgullo te diga otra cosa, hasta el raso más rasca sabe más que tú
cuando llegas a un lugar que desconoces.
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—Entiendo mi coronel, le prometo que de ahora en adelante seguiré en silencio al
sargento Mamani, aprenderé todo lo que él sepa, y lograré limpiar mi imagen—
dijo Pérez, tratando de convencer con su discurso al coronel.
—Lo que te acabo de decir es para que lo apliques en tu próxima destinación, de
te acá te irás lo antes posible por tu propio bien—dijo Gamboa.
—¿Por qué insiste en que debo irme, mi coronel?—preguntó casi con rabia Pérez
—, ¿acaso teme que lo habitantes del lugar intenten hacerme algo, o que la
familia del chamán tome represalias en mi contra?
—Pérez…—empezó a decir Gamboa, para luego suspirar profundamente—. Mira,
hay cosas que no se entienden desde nuestra formación. El chamán Quispe es un
líder religioso querido y respetado, pero también temido, porque la gente le
atribuye poderes. Yo nunca he visto nada por mis propios ojos, pero los rumores
vuelan, y mucha gente cuenta cosas de este chamán. Inclusive un carabinero dice
que vio cosas no explicables respecto de alguien que le quedó debiendo un
animalito a Quispe.
—Disculpe mi coronel, pero eso para mi es ignorancia.
—Ese es otro motivo por el que tienes que irte, no puedes andar gritando a los
cuatro vientos que las creencias de la gente que nos rodea es ignorancia. Ándate
a tu casa, estás con permiso hasta el lunes. Buenos días—terminó de decir
Gamboa, no dando pie a continuar el diálogo.
Dagoberto Pérez estaba frustrado, nada estaba saliendo como debía salir, él
debería estar en alguna oficina en Santiago haciendo trabajo administrativo y no
en el extremo norte de Chile, cuidando la frontera y siendo cuestionado por balear
a un cholo que de seguro era traficante, o que en poco tiempo más lo sería. Y
ahora más encima estaban preparando una nueva destinación, por el miedo que
todos le tenían al padre del cholo. Pero Pérez no pensaba quedarse callado o sin
hacer nada, estaba dispuesto a desenmascarar a ese tal chamán Quispe, pues lo
más probable es que fuera un traficante de marca mayor que usaba como pantalla
lo de ser chamán. Si era capaz de aclarar ese caso, en vez de redestinarlo le
darían la jefatura de la comisaría, y por fin podría limpiar ese antro de toda la
basura que lo contaminaba.
Pérez estaba terminando de vestirse. En ese momento, unos pasos apagados y
que avanzaban con lentitud empezaron a sentirse en el pasillo que daba al
vestidor, y que no se correspondía con el sonido característico de los bototos
oficiales que todos usaban en la comisaría. Pérez sacó su arma de servicio y se
acercó lentamente a la puerta.
—¿Quién anda ahí?—preguntó con voz fuerte, sin recibir respuesta—. Soy el
capitán Pérez, ¿quién anda ahí?
De pronto Pérez vio una silueta menuda acercarse por el lado del pasillo en que
había un tubo fluorescente quemado. Su semblante palideció al ver que se trataba
de José Quispe, el chico al que le había disparado la jornada anterior. De
inmediato Pérez amartilló su revólver y apuntó al joven.
—¿Qué haces acá, cholo de mierda?—preguntó con miedo Pérez—. Ayer te metí
cuatro tiros, no te pueden haber dado de alta altiro. Levanta las manos huevón, o
te juro que con la quinta bala no fallo.
20
El muchacho pareció no escuchar, y siguió caminando con su lenta y leve marcha
hacia Pérez, quien sin mediar una nueva advertencia disparó de inmediato a la
cabeza del niño. En ese instante el tubo fluorescente quemado se encendió,
dejando el pasillo iluminado, una bala incrustada en la pared, y nadie más
acompañando al oficial. Un par de segundos después todos los carabineros
llegaron al lugar con sus armas desenfundadas.
—Capitán Pérez, ¿qué pasó?—preguntó el sargento Mamani, mientras guardaba
su revólver.
—El cholo de mierda al que le disparé, vino a atacarme… ¿dónde chucha se
metió?—dijo Pérez, aún asustado.
—Mi capitán, con todo respeto, yo soy amigo del chamán Quispe, y ayer fui a
visitarlo al hospital—dijo un carabinero de evidentes facciones aymaras—. El hijo
del chamán está en la UTI, conectado a no sé qué máquina porque no puede
respirar por sus propios medios. Quien sea que se haya metido acá, no era el
niño.
—¿Me están agarrando para el hueveo acaso?—preguntó Pérez, desconcertado
—. Si creen que van a lograr echarme están muy equivocados, yo sé lo que vi,
estaba en penumbras, justo debajo del tubo fluorescente malo, el que ahora está
funcionando.
—Capitán Pérez, por favor guarde su arma—dijo Mamani—. Acá no hay ningún
tubo fluorescente malo, están todos funcionando normal, y evidentemente lo que
sea que usted vio no fue el muchacho al que baleó.
—¿Estás insinuando acaso que lo inventé?—preguntó enrabiado Pérez.
—No capitán, estoy diciendo que no hay nadie en el pasillo que no sea
carabinero, que el tubo fluorescente nunca ha estado malo, y que el muchacho al
que le disparó está grave e internado en el hospital. No tengo idea qué habrá
visto, yo sólo veo una bala incrustada en la pared—respondió calmadamente
Mamani.
Dagoberto Pérez guardó su arma, y enfiló sus pasos hacia los vestidores,
mientras el resto de los carabineros volvía a su rutina normal. Mientras terminaba
de amarrarse los zapatos intentaba entender qué diablos había pasado, sin lograr
encontrar explicación alguna. Luego de cerrar su mochila salió al pasillo para
dirigirse a la salida, encontrándose nuevamente con el tubo fluorescente en mal
estado; de inmediato sacó su revólver y empezó a caminar apegado a una de las
paredes. Cuando miró hacia atrás, a la puerta del vestidor, vio nuevamente la
silueta de José Quispe, quien avanzaba lentamente hacia él.
—Pendejo culiao—dijo el capitán, para dispararle dos tiros al cuerpo, instante en
el cual la luz se normalizó, y la silueta desapareció en el aire.
Pérez se devolvió al vestidor, viendo afirmado frente a su casillero al muchacho,
quien parecía mirar permanentemente al suelo.
—Cholo de mierda, ¡muérete de una vez!—gritó Pérez, descerrajándole
nuevamente dos disparos.
Dagoberto Pérez salió despavorido corriendo del pasillo de los vestidores, para
llegar al salón central de la comisaría donde todos los carabineros estaban con
21
sus armas desenfundadas y listos para ir en ayuda del capitán. El hombre
apareció con ojos desorbitados y el arma apuntando al cielo, mirando a todos a
ver si en alguno encontraba la explicación que necesitaba para no volverse loco.
—Pérez, guarda el arma hombre, acá estás seguro—dijo frente a él el coronel
Gamboa—. Veremos el modo de ayudarte, pero por favor, guarda ese revólver.
—El cholo de mierda ese anda por acá, me está buscando para matarme—dijo
Pérez, sin dejar de mirar a todos lados.
—Tranquilo capitán, ya lo hablamos en el vestidor, el niño Quispe está
hospitalizado grave, no pudo ser él a quien vio—dijo con voz suave Mamani.
—Sé lo que vi, ese pendejo me está buscando para matarme—dijo Pérez.
—Pérez…—empezó a decir el coronel.
—¡Cállense mierda!—gritó Pérez, mirando para todos lados, y sin bajar su arma
—. Ustedes le tienen miedo a ese…—de pronto su mirada se clavó en la puerta
de entrada de la comisaría—. Ahí está…
Los ojos de los carabineros se dirigieron al punto que indicaba Pérez con su arma.
En el lugar todos vieron la silueta de José Quispe, parado mirando al suelo, y con
las cuatro heridas visibles en su polera ensangrentada.
—Dios mío, este huevón tenía razón—dijo espantado el coronel Gamboa.
—Les dije que era ese cholo de mierda, se los dije—dijo Pérez. En ese instante la
silueta levantó la cabeza y miró con sus vacíos ojos al capitán.
—No puede ser, ese niño estaba hospitalizado grave anoche—comentó casi como
un susurro el carabinero amigo de la familia.
—Pero no te saldrás con la tuya, jamás, cholo de mierda—dijo Pérez, para luego
abrir su boca, introducir el cañón de su revólver y disparar la última bala que
quedaba en la nuez. En ese preciso momento, la silueta en la comisaría
desapareció, para no volver a aparecer nunca más.
IV
Pablo González estaba casi paralizado en su asiento, con la piscola aún en su
mano y sin querer creer lo que Manuel Salgado le estaba contando.
—No lo entiendo… ¿pero no me acababa de decir que lo habían muerto?—
preguntó González, aún sorprendido con la historia.
—Esa es la versión oficial que llegará a la comisaría—dijo Salgado, apurando el
último sorbo de su trago—. La historia dirá que hubo un enfrentamiento con
traficantes en la frontera, que Pérez disparó su carga completa, y que una bala
disparada por los traficantes le dio de lleno en la boca, matándolo
instantáneamente.
—¿Y alguien sabe qué diablos fue lo que pasó, acaso era el fantasma del niño el
que lo andaba penando?—preguntó intrigado González.
—Parece que no, porque el niño no murió, dicen que ya despertó y que sigue
recuperándose de sus heridas—respondió Salgado.
—Entonces nadie sabe qué o quién era ese niño—dijo González
—Mi amigo dice que es obra del chamán, que así se encargó de vengar el baleo a
su hijo—dijo Salgado—. Yo no sé de esas cosas Pablo, lo único que sé es que
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Pérez se mató, y por fin nos sacamos ese cacho de encima. Ahora simplemente
hay que seguir viviendo no más.
—¿Y la familia del capitán aceptará esa historia sin chistar?—preguntó González
a Salgado, quien sacaba en ese instante su billetera.
—Eso espero; si no, empezarán las investigaciones y esta cosa se pondrá color
de hormiga—comentó Salgado—. De todos modos, como fueron ellos los que
encubrieron lo de tu sapeo, no me extrañaría que también hubieran inventado
esta historia medio heroica. Tú sabes, siempre es bueno tener un mártir en la
familia. Ya Pablo, me voy, voy a dejar pagada la cuenta.
—No es necesario…
—Por lo menos esta vez pago yo—dijo Salgado—. Cuando ya tengas un sueldo
seguro, tú invitas.
—Está bien. Gracias Manuel, estamos en contacto—dijo González
—Por supuesto, cuídate—dijo Salgado, despidiéndose de González y
abandonando el bar.
Un par de minutos después, Pablo González salió del bar para ir a su hogar. Si
bien es cierto la extraña muerte de Pérez lo sorprendió, al menos ahora tenía un
problema menos del cual preocuparse. Pese a todo, el destino empezaba a
mostrarle una cara algo más sonriente para su incierto futuro.
FIN
23
El caso de las joyas fantasmas
I
Ernesto Benavides estaba terminando de ordenar el dinero para pagar el mes de
trabajo a Pablo González. El joven ex carabinero le era de mucha ayuda para
poder agilizar los trámites necesarios para terminar todas las investigaciones
pendientes, pero luego de cuatro meses dedicado sólo a labores administrativas
se notaba algo alicaído. Si bien es cierto González no se quejaba ni reclamaba,
sus años de experiencia le permitieron darse cuenta que si no empezaba a
compartir los casos, el joven decidiría en cualquier instante buscar un nuevo
rumbo para su futuro.
Esa mañana González estaba a las nueve de la mañana en la oficina, listo para
empezar a revisar sus pendientes y ordenar el día para alcanzar a hacer todos los
trámites que pudiera. Cuando llegó, se encontró con su pequeño escritorio medio
desordenado, y a su jefe reordenando todo lo que había hecho el día anterior.
—Buenos días don Ernesto, ¿cómo está, necesita algún certificado para luego?—
preguntó González, sacándose la chaqueta para empezar a trabajar.
—Buenos días. No Pablo, no necesito nada especial, al menos no por ahora.
—Ah… ¿está revisando cómo voy de atrasado con la pega, entonces?—volvió a
preguntar González, tratando de entender en qué estaba su jefe.
—No, no te estoy controlando Pablo.
—¿Pasó algo, don Ernesto?—preguntó González, temiendo que las finanzas del
negocio no alcanzaran para dos personas.
—Sí Pablo, pasó algo—dijo Benavides sacándose los lentes y dejando de lado la
carpeta que estaba leyendo—. Pasa que has estado trabajando mucho y muy
bien estos cuatro meses, haciendo toda la pega administrativa que estaba
pendiente. Pero yo no te contraté para eso, mi idea era y es tener un segundo
investigador, para poder abarcar más casos. Así que desde hoy me dedicaré a
completar tu pega, pues el próximo caso que llegue será tuyo. Yo te voy a ayudar
en lo que necesites, pero la cara visible y quien tome las decisiones serás tú.
—Muchas gracias don Ernesto, haré todo lo posible por no defraudarlo.
—Más te vale, porque tu sueldo y parte del mío saldrá de ese caso—respondió
Benavides, volviendo a sumergirse en la papelería pendiente.
Tres días después, González estaba aburrido de no hacer nada, mientras
Benavides estaba absorto en terminar de cerrar los casos pendientes, pasando la
mayor parte del tiempo fuera de la oficina. Esos días le permitieron a González
darse cuenta de lo difícil que debía ser para Benavides coordinar todo para tener
el dinero de su sueldo a fin de mes; inclusive había llegado a pensar que a veces
el viejo dueño de la agencia podría hasta sacar menos ganancias para no quedar
en deuda con él. Mientras su mente divagaba en las dudas que le generaba su
trabajo, la puerta de acceso se abrió, dejando entrar a una mujer añosa de ropa
antigua pero bien cuidada y limpia, con aspecto de haber vivido tiempos mejores.
—Buenos días, ¿usted es el detective privado?—preguntó la mujer.
—Buenos días—respondió algo descolocado González—. Mi nombre es Pablo
24
González, trabajo con don Ernesto Benavides, el dueño de la agencia. Asiento,
cuénteme en qué la puedo ayudar.
—Mi nombre es Marta Goya, y necesito ayuda por un problema del robo de unas
joyas—dijo la mujer.
—¿Hizo la denuncia a carabineros o investigaciones?—preguntó González,
intentando empezar a recabar información.
—El problema señor González, es que sospecho que el ladrón es un fantasma—
dijo con seriedad la mujer.
—Disculpe señora Goya, pero no entiendo a qué se refiere.
—Verá, hace años estuve casada con un hombre millonario, muy dadivoso pero
extremadamente mujeriego. Luego de diez años de aguantar sus infidelidades
decidí separarme, a lo que él accedió sin problemas, dejándome una cantidad
muy considerable de dinero, pero en joyas y oro, pues siempre consideró que el
dinero era demasiado volátil, y uno siempre podría echar mano a metales y
piedras preciosas.
—Y supongo que él le enseñó a guardar dichas joyas en el hogar, porque los
bancos cobran y son inseguros—comentó González, recordando más de algún
robo similar que le tocó ver en gente añosa y desconfiada.
—Exactamente—respondió la mujer—. Bueno, el asunto es que algunos años
después conocí a un hombre bueno y tierno, cariñoso y fiel, pero sin los medios
de mi primer marido. Con él convivo hace treinta años, tenemos un hijo
maravilloso de veintiocho años que ya es profesional y vive con su pareja hace un
año, así que nuevamente estamos solos en casa.
—Ya veo.
—Después que mi hijo se fue de la casa, empezaron las desapariciones de mis
joyas. Al principio no me daba cuenta, hasta que un día se me ocurrió revisar mi
escondite secreto, y encontré que…
—Disculpe que la interrumpa—intervino González—, ¿a qué se refiere con
escondite secreto? Supongo que no es una caja fuerte con clave.
—Bueno…—dijo la mujer algo avergonzada—, mi ex marido me enseñó que el
escondite más seguro es a la vista de todos, así que mandé a hacer un amoblado
de comedor cuya mesa y sillas tienen las patas huecas…
—Y utiliza esos espacios para guardar sus joyas—dijo González—. Bueno, ahora
cuénteme cómo se dio cuenta del robo y por qué sospecha que los hechores son
fantasmas.
—Bueno, cuando me di cuenta que una de las patas de las sillas estaba sin las
correspondientes joyas, llamé de inmediato a carabineros y empecé a buscar los
certificados para hacer la denuncia formal—siguió relatando la mujer—. Cuando
llegaron los carabineros les quise mostrar la pata hueca de la silla, pero al sacarle
el tapón, encontramos las joyas en su lugar.
—Ajá… ¿Y está segura de no haberse equivocado de silla, o de pata?—preguntó
González, mientras intentaba encontrarle la lógica a un caso que parecía no tener
mucho futuro.
—No, porque sé qué es lo que hay en cada pata.
—Cuénteme señora Goya, ¿de qué viven usted y su conviviente?—preguntó
González.
—Los dos recibimos jubilaciones, no muy grandes que digamos pero al juntarlas
alcanza para sobrevivir—respondió Goya—. La casa es propia así que no
pagamos arriendo, y cuando hay algún imprevisto, recurrimos a alguna de mis
joyitas para empeñar o vender, dependiendo del apego y de la necesidad
25
económica.
—Bueno señora Goya, me gustaría visitar su casa mañana, para revisar el lugar y
ver qué encuentro—dijo González—. Después la pondré en contacto con el dueño
de la agencia para que se pongan de acuerdo con los pagos y los plazos de la
investigación.
—Muchas gracias señor González, lo espero mañana entonces, y gracias por
tomar mi caso—dijo la mujer, poniéndose de pie y saliendo de la oficina, en el
preciso instante en que Ernesto Benavides venía de vuelta de hacer los trámites
pendientes.
—¿Quién es esa señora, Pablo?—preguntó Benavides.
—Mi primera clienta—respondió González, preocupado.
II
Poco antes del mediodía del día siguiente, Pablo González estaba llegando a la
casa de la señora Goya. La construcción era antigua pero de material sólido, y
aún parecía presentar reminiscencias de un pasado mejor. González golpeó la
puerta, siendo recibido por un hombre alto y viejo, apoyado en un bastón.
—¿Qué desea, joven?—preguntó el hombre con voz grave pero suave.
—Buenos días, soy el detective privado Pablo González. ¿Se encuentra la
señora… Marta Goya?—dijo González, leyendo el nombre de la mujer en una
pequeña libreta de bolsillo.
—Ah, usted es el detective que contrató mi señora por lo de sus joyas. Pase
joven, adelante—dijo el hombre, haciendo pasar a González. En el instante en
que entró, un fuerte golpe se escuchó en el piso, bajo el anfitrión—. No se asuste,
es mi pata de palo. Hace años tuve un accidente laboral y me amputaron la pierna
izquierda bajo la rodilla. Se supone que esta cosa sería temporal, hasta conseguir
una prótesis, pero la mentada pata ortopédica nunca llegó, así que me quedé con
esta.
—Ya veo—dijo González, mirando la arcaica prótesis de madera, pero que
parecía ser completamente funcional, al menos para su dueño—. Disculpe
señor…
—Manríquez, Arturo Manríquez—respondió el hombre a la frase abierta de
González—. Asiento joven, y perdone el no haberme presentado, creí que mi
señora le había dado mis datos.
—No, de hecho conversamos muy someramente acerca del caso. Quería saber
qué piensa usted acerca de la desaparición y reaparición de las joyas de su
señora—preguntó González, mientras sacaba su libreta de notas.
—No lo sé, es algo muy extraño—dijo el hombre, dejándose caer en uno de los
sillones—. Mi señora es muy metódica para todo, tiene todas las facturas y
boletas de lo que hay en esta casa, de lo que ella tenía y de las cosas que hemos
comprado. Si usted viera nuestro ropero… le faltan letreritos a cada cosa, no hay
nada que se le escape. Todos esos chiches que están en ese mueble, están en
esa misma posición hace años. Mi señora es de las que va de compras sin lista y
saca la cuenta mental, antes que el vendedor le diga el total.
—O sea es extremadamente metódica, ¿y eso qué tendría que ver con el asunto
de las joyas?—preguntó González.
—Que lo de sus joyas no tiene que ver con que se le hayan extraviado ni que se
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le olvide dónde están, que es lo primero que la gente joven piensa de nosotros,
los viejos—respondió Manríquez.
—Ah claro—comentó González—. ¿Y qué cree usted que pueda estar pasando?
Porque su señora comentó en la oficina que ella cree que esto es obra de
fantasmas.
—Es lo único que se nos puede ocurrir, señor González—dijo Manríquez—. A esta
casa casi no vienen visitas, y si mi esposa no hace la denuncia a carabineros,
jamás me hubiera enterado que ella tenía joyas; digo, ¿a cuánta gente se le
podría ocurrir perforar patas de muebles para meter una fortuna?
—Si bien es cierto no son muchos, tampoco es la única—respondió González.
—Ahora, lo que más nos intriga es que las joyas reaparezcan. Se supone que un
ladrón común se las roba y las vende, por eso lo único que se nos ocurrió es que
fueran fantasmas—dijo Manríquez.
—Señor González, ¿cómo está?—dijo Marta Goya, apareciendo por el pasillo que
comunicaba el estar con los dormitorios—. Qué bueno que haya venido. Veo que
ha estado confesando a mi Arturo.
—Buenos días señora Goya—respondió González, poniéndose de pie y
saludando de mano a la dueña de casa—. Para nada, hemos estado conversando
un poco acerca de usted y el asunto de sus joyas.
—¿Y a qué conclusión llegaron?—preguntó Goya.
—Hasta ahora a ninguna. Señora Goya, ¿podría ver dónde y cómo oculta sus
joyas?—pidió González.
—Claro. Quédese sentado no más—dijo Goya.
La añosa mujer ataviada con una vieja bata de levantar de seda se puso de pie,
tomó una de las sillas del comedor y la llevó donde González, sentándose a su
lado en el sofá, con la silla con las patas hacia arriba. La mujer tiró con fuerza de
una de las patas, la cual se empezó a separar del cuerpo de la silla con lentitud;
de pronto se sintió un leve crujido, luego del cual la mujer giró la pata de modo tal
que quedó completamente por fuera del asiento de la silla. En ese instante
empezó a resbalar desde el interior de la pata una delgada bolsa plástica, en cuyo
interior se podían ver varias cadenas de oro, y un par de piedras redondas de
tamaño considerable, aparentemente perlas. La señora Goya le pasó la silla a
González, quien vio que la pata tenía al menos tres gruesas espigas de madera,
que le daban la fuerza y estabilidad como para no quebrarse con el uso, ni salirse
accidentalmente al levantar la silla; el cuarto soporte era un eje metálico cilíndrico
que hacía las veces de bisagra, y sobre el cual giraba la pata para así poder
liberar su contenido. Con la venia de la dueña de casa, González abrió las otras
tres patas, dejando caer bolsas plásticas parecidas a la primera expuesta, que
contenían todo tipo de joyas de metales y piedras preciosas.
—Muy ingenioso el sistema—comentó González.
—Es el invento de un mueblista amigo de mi ex esposo, fue diseñado para él
originalmente, pero luego lo convencí de hacerme un trabajo similar—dijo la
mujer, casi orgullosa.
—Y estas bolsas, ¿de dónde las sacó?—preguntó González, viendo que algunas
tenían inscripciones impresas algo borrosas, pero donde se podía ver el apellido
de alguien y un número telefónico.
—Esas son bolsas de la casa de empeño donde he llevado alguna de mis piezas
para venta o empeño—respondió la mujer—. Como me gustó el modelo, después
27
conseguí otras similares para guardar el resto de mi patrimonio.
—Ya veo—dijo González mientras descifraba el nombre y el número telefónico, y
los anotaba en su libreta, para luego devolverlas a su dueña—. Muchas gracias
señora Goya, voy a ver qué otros datos logro conseguir para ayudarla con la
desaparición de sus joyas.
—Le agradezco la visita, señor González—dijo Goya—. Déjeme guardar las joyas
para acompañarlo a la puerta.
La mujer tomó las bolsitas y casi de memoria las guardó en las patas de cada
silla. De pronto miró al trasluz una de ellas, para luego vaciar el contenido de otra
de las patas e intercambiar ambos envases, mientras susurraba en voz baja “vieja
loca”.
—¿Necesita ayuda, señora Goya?—preguntó González.
—No, no, fue una tontería mía, me equivoqué de pata, parece que confundí las
bolsas—dijo la mujer, contrariada consigo misma.
—Un error lo comete cualquiera Martita, no te mortifiques con tan poco—dijo
Manríquez.
—Ya, está todo en su lugar, ya pasó—dijo Goya, para luego dirigirse al visitante—
Señor González, lo acompaño a la puerta, gracias nuevamente por su visita.
—Por nada señora Goya. Acá está el teléfono de mi jefe, llámelo para que se
pongan de acuerdo en el contrato y en los plazos del trabajo. Hasta pronto señora
Goya, señor Manríquez—dijo González, para abandonar el domicilio y dirigirse a
la agencia.
Diez minutos después, González estaba de vuelta en la agencia, donde
Benavides seguía con el trabajo administrativo.
—Hola Pablo, ¿y, cómo va el caso?—preguntó el dueño de la agencia.
—Por ahora creo que va, jefe. Esperaré a que la señora Goya lo llame
confirmando el trabajo para empezar con las diligencias—respondió González.
—Entonces empieza al tiro, porque llamó hace unos ocho minutos para dar el
visto bueno y empezar a investigar—dijo Benavides.
—Excelente jefe, iré entonces de inmediato a la casa de empeños a conseguir la
información que necesito—dijo González, esbozando una sonrisa.
III
—Buenos días señor, ¿en qué lo puedo ayudar?—preguntó la mujer tras la
ventanilla.
—Buenos días, mi nombre es Pablo González, soy detective privado. Necesito
saber si puedo hablar con el dueño de la casa de empeño.
—No, el dueño no se encuentra, anda fuera de Chile. ¿En qué lo puedo ayudar?
—Necesito información acerca de una cliente de acá—dijo González.
—No se puede, tenemos prohibido entregar información acerca de los clientes—la
mujer pareció mirar hacia los lados, para luego inclinarse hacia delante en la
ventanilla, acto que replicó González al entender que le quería decir algo en
secreto—. Hable con el tasador, él es medio suelto de lengua, pero como hace
bien su trabajo, no lo echan.
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González se acercó a una parte abierta del mesón, donde se encontraba un
hombre gordo rodeado de lupas, linternas, reactivos químicos y pocillos de
porcelana de diversos tamaños, con cara de pocos amigos.
—Buenos días, ¿le puedo quitar un par de minutos?—preguntó González al
hombre que parecía no hacer nada.
—Tu cara me suena—dijo el hombre, frunciendo el ceño como para poder enfocar
mejor la vista—. Tú eres el matapacos, ¿cierto? Un amigo mío estuvo metido
cuando le sacaste la cresta a un capitán. ¿En qué te ganas la vida ahora?
—Soy detective privado—respondió secamente González.
—Ah, ¿y ya no le pegas a los pacos?
—Ese incidente está en el pasado. Y no, no golpearía a un carabinero ni a nadie
por puro gusto—dijo González, pensando que en ese caso podría hacer la
excepción.
—¿Y qué andas haciendo por acá, quieres empeñar algo o estás investigando a
algún traficante o ladrón de joyas?—preguntó el tasador con curiosidad.
—Necesito información de una cliente de acá, pero la señorita de la ventanilla me
dijo que tienen prohibido dar algún dato de la gente que empeña cosas acá.
—Estas lolas le tienen miedo al jefe—dijo el hombre, tomando un sorbo de bebida
que tenía en un vaso al lado de su lupa más grande—. Cuéntame, ¿a quién
investigas?
—Necesito que me cuentes qué sabes de una señora Marta Goya—dijo
González.
—¿La señora Martita?—preguntó el hombre—Esa señora tiene un gusto
exquisito, y trae unas joyas maravillosas. Es extremadamente ordenada, cada vez
que viene trae un catálogo donde aparecen las fotos de sus joyas para demostrar
que son legales, y las facturas para acreditar su propiedad.
—¿Viene muy seguido?
—Si mal no recuerdo, algo así como dos o tres veces al año—respondió el
tasador—Generalmente se aparece por acá cuando tiene que hacerse algún
examen caro, y para cumpleaños de su marido y su hijo. No se lleva la tasación
completa, sólo pide el dinero que necesita, y lo cancela siempre a tiempo. Con
ella nunca ha habido problemas.
—¿Cuando fue la última vez que vino?—preguntó González.
—No sé, hace siete u ocho meses al menos—dijo el hombre gordo, lo que no se
condecía con las fechas de los robos.
—¿Y siempre le dan de esas bolsitas largas?
—Sí, en esas bolsitas devolvemos las joyas—dijo el tasador—. En todo caso ella
casi no las necesita pues trae las propias, pero por cortesía igual se las
entregamos. El que sí las necesita es el marido, el cojo Henríquez, se pasó para
desordenado ese hombre.
—¿Y cuándo estuvo acá por última vez el señor Manríquez?—preguntó algo
sorprendido González.
—La semana antepasada—respondió el gordo—. El tipo siempre anda apurado,
su dichosa pata de palo resuena cada vez que viene por acá, pero es igual de
buen pagador que su esposa, así que no hay dramas con él; eso sí, el tipo no deja
que pase mucho tiempo, en un par de días paga y recupera las joyas.
—¿Y son las mismas joyas que trae su señora?—preguntó González.
—Sí, las mismas. De hecho no le pido los certificados, porque se los he visto a
29
ella. Y como sé que el tipo pagará rápido, es negocio seguro—respondió el
hombre, mirando divertido cómo González anotaba todo lo que él decía.
—Muchas gracias por su tiempo—dijo González, extendiendo su mano para
despedirse del tasador.
—De nada, es un honor haber conocido en persona al matapacos—respondió el
gordo, quien agregó, mientras González salía del lugar satisfecho pero algo
contrariado—. Vuelve cuando quieras, te tendré un crédito mayor para cualquier
empeño.
IV
Pablo González estaba en la oficina redactando el informe del caso. Aún le
costaba un poco ordenar las ideas de modo tal que no pareciera un parte policial,
y que se entendiera lo que quería decir. De pronto sintió a alguien tras él, leyendo
por sobre su hombro.
—Veo que te tocó un caso fácil para empezar, ya descubriste al culpable—dijo
Benavides, satisfecho.
—Tengo el quién, pero aún me falta el cómo y el por qué—respondió González.
—¿Y cómo pretendes hacerlo, lo encararás frente a su esposa o tratarás de
hablar con él en privado?—preguntó Benavides.
—El informe final es para la clienta, a ella le debo entregar este documento—dijo
González—. Aún no he decidido cómo lo haré para aclarar lo que me resta, pero
probablemente conversaré con los dos juntos.
—Bueno, el caso es tuyo así que tú decides los procesos. Espero tus novedades
—dijo Benavides, para luego salir a una notaría para legalizar una fotocopia.
Para González el caso estaba terminado gracias al testimonio del tasador, quien
reconoció sin problemas al marido de Marta Goya como el culpable de la
sustracción de las joyas. La redacción del informe lo estaba complicando al no
poder incorporar el móvil y el modus operandi, así que decidió visitar a la pareja
para confrontar los hechos y aclarar todo de una vez; sólo esperaba tener la
capacidad de resolver la situación sin que se le escapara de las manos.
González llegó a pie al domicilio de los Manríquez Goya. Luego de los saludos de
rigor pasaron a la sala de estar: había llegado el momento de probar que podía
desempeñarse como detective privado.
—Cuéntenos señor González, ¿qué novedades nos tiene?—preguntó ansiosa
Marta Goya.
—Bueno, después de entrevistarme con ustedes decidí visitar la casa de
empeños de donde vienen las bolsitas de sus joyas—empezó a relatar González
—. Cuando conversé con su marido, él me contó que usted es casi
obsesivamente metódica para todo.
—Sí, eso es verdad, a veces se me pasa la mano, pero así me educaron—
respondió Goya.
—Cuando usted estaba guardando las joyas en las patas de sus sillas, se
equivocó en una de ellas.
—Sí, es que ando un poco distraída tal vez—argumentó la mujer.
30
—Me parece que no—dijo González—. Lo más probable es que se equivocó
porque la bolsa original en que estaba era de las transparentes, y ahora estaba
guardada en una rotulada.
—Tiene razón—dijo la mujer, sorprendida—Vaya, si no me lo cuenta usted, aún no
me habría dado cuenta del por qué de mi error.
—El asunto es que el tasador de la casa de empeños me dijo que sus joyas
habían sido empeñadas hace dos semanas—dijo González, tragando saliva—.
Este hombre reconoció a su esposo como el hechor.
—¿Qué, está loco acaso, joven?—dijo el hombre, algo descolocado—Le dije que
no sabía lo de las joyas de mi esposa. Ese tipo debe estar equivocado.
—Señor Henríquez, el tasador mencionó su apellido, y el hecho que usted usa
una prótesis de madera, que suena mucho cada vez que usted visita la casa de
empeños—dijo González.
—De partida no soy Henríquez sino Manríquez, y por otro lado no conozco la casa
de empeños que visita mi señora—el hombre se puso de pie y se dirigió a la
puerta—. Marta, vamos a ir con el señor González a la casa de empeños a
encarar a ese mentiroso, espéranos acá por favor.
—Arturo, si fuiste tú no importa, después me explicas en privado por qué lo
hiciste, no hay problema—dijo la mujer, mirando con pena a su conviviente.
—Que no fui yo Marta, ¿acaso no me crees?—dijo el hombre, yendo hacia su
mujer y dejando en la puerta a González, quien se quedo sujetando el picaporte y
jugando con él mientras la pareja discutía.
—En serio Arturo, no me importa, no quiero discutir frente al señor González, ni
que pases malos ratos en la casa de empeños. No vale la pena, tú sabes que
pese a todo…
—Disculpe señora Goya—interrumpió González—, ¿por casualidad el mueblista
que fabricó su mesa y sus sillas hizo también la puerta de entrada?
—Veo que se dio cuenta de la mano del señor Henríquez—dijo Goya—. Cuando
mandé hacer el comedor quise que hiciera juego con el entorno, y lo único que se
me ocurrió fue la puerta.
—Sí, me acabo de dar cuenta de la mano de este señor Henríquez—dijo
González, enrabiado—. Necesito que vayamos a su taller, por favor.
V
Dionisio Henríquez se encontraba terminando de encolar las espigas de madera
de una cava de madera que le habían encargado. Como buen mueblista de la
vieja escuela, estaba acostumbrado a usar la menor cantidad de clavos y tornillos,
pues las uniones por encaje de madera contra madera reforzadas con cola o
neoprén duraban mucho más y su acabado era de mejor calidad. Cuando se
disponía a poner las prensas para fijar las uniones, tres personas entraron a su
taller, dejándolo con el alma en un hilo.
—Bue… buenas tardes… señora Goya, ¿cómo está?—dijo con voz entrecortada
Henríquez.
—Buenas tardes señor Henríquez, soy el detective privado Pablo González. Sabe
por qué estamos aquí, ¿correcto?—dijo González, parándose delante de la
pareja.
—Yo… no… es que…
31
—Señor Henríquez, podemos hacer esto por las buenas o por las malas—dijo
González con voz firme—Siéntese y explíquenos por qué robó las joyas de la
señora Goya.
—Yo… yo no robé nada… sólo las tomo prestadas y después las devuelvo, nada
más—dijo avergonzado el hombre, dejándose caer en la banca en que reposaba,
evidenciando una prótesis de madera en su pierna derecha.
—Por eso lo confundieron conmigo, también está amputado—dijo sorprendido
Manríquez.
—Yo no quería hacer daño… no soy un hombre malo… sólo tengo una
enfermedad que no puedo controlar… soy ludópata—dijo el hombre al borde de
las lágrimas.
—¿Esa enfermedad en que la gente necesita apostar?—preguntó Goya.
—Yo nunca le he robado nada a nadie, pero no puedo controlar mis apuestas
compulsivas—empezó a relatar Henríquez—. Cuando me contrataron para hacer
el amoblado de comedor, y la señora Goya me pidió que hiciera esas patas
huecas falsas, entendí que era para esconder joyas.
—¿Y cuándo se le ocurrió lo de la puerta?—preguntó González.
—La señora me dijo que quería hacer algo en el comedor que hiciera juego con el
amoblado. Ella me pidió colocar unas vigas desnudas en el techo, y ahí se me
ocurrió sugerir una puerta.
—Y en la puerta colocó un sistema similar al de las patas para correr el picaporte
y abrir desde fuera sin forzar la cerradura—dijo González.
—Sí… cuando fui a instalar la puerta vi a la pasada al marido de la señora Goya…
cuando me di cuenta que tenía una pata de palo como la mía, pensé que en vez
de robar las joyas las podría sacar de la casa, empeñarlas y luego devolverlas…
no me gusta robar, por eso preferí empeñar.
—Supongo que siguió alguna vez a la señora Goya para ver la casa de empeño, y
luego simplemente se hizo pasar por su marido, llevando las mismas joyas—
agregó González.
—Así es… por favor perdónenme, nuca quise hacerles daño—dijo Henríquez.
—¿Y cómo sacaba las joyas de la casa?—preguntó Goya.
—Así—dijo González, acercándose a Henríquez para tomar el extremo de su
prótesis de madera, traccionarlo, y dejar ver un espacio suficiente como para que
cupieran dos o tres bolsas de joyas—. Lo más seguro es que en alguna ocasión le
cambiaron las bolsas en la casa de empeños, y eso hizo que la señora Goya se
confundiera al rellenar las patas de las sillas.
—Sólo hay algo que no logro entender, ¿cómo es que siempre logró recuperar el
dinero de las joyas para devolverlas a su lugar?—preguntó Manríquez, algo
menos enojado.
—Es que soy hípico, desde cabro chico le apuesto a los caballos, y nunca
pierdo… por eso uso una parte del dinero empeñado para jugar todo lo que
pueda, y reservo lo justo para recuperar la plata apostando a los caballos—dijo
Henríquez, para luego quedar mirando al piso, avergonzado—. ¿Qué va a pasar
conmigo ahora?
—Mi trabajo termina acá—dijo González—, les dejo a ustedes la decisión de
denunciar o no. Señora Goya, pase por favor en un par de días más a la oficina a
buscar el informe final de la investigación y a arreglar con mi jefe lo de los
honorarios. Señor Manríquez, le pido mil disculpas, nunca fue mi intención
acusarlo injustamente, creo que me dejé llevar por las evidencias incompletas, y
por mi inexperiencia.
32
—Gracias por todo señor González, y no se preocupe por el mal rato, al fin y al
cabo logró resolver el caso—dijo Manríquez, estrechando la mano de González,
quien salió del taller del mueblista ludópata conforme con el resultado de su
trabajo, y feliz al haber encontrado un nuevo camino en su vida.
FIN
33
El caso del marido engañado
I
Ernesto Benavides y Pablo González estaban trabajando afanosamente cada cual
en su escritorio, poniéndose al día con el papeleo necesario para poder cerrar
cada caso. Luego de meses trabajando juntos, la agencia de detectives privados
había tomado un nuevo aire, ampliando la cartera de clientes lo cual les permitía
tener una mayor holgura económica, dentro del restringido mercado existente
fuera de la capital, pero que estaba tomando bríos gracias al auge de la minería y
del turismo no convencional; así, con una población flotante mayor y con la
llegada de nuevos habitantes a la región, paulatinamente se estaban haciendo de
un nombre, y ganándose la confianza de la población.
Esa mañana llegó a la oficina un hombre alto y obeso, con cara de asustado y de
indeciso, que parecía no estar seguro de querer estar en ese lugar. Benavides le
hizo una seña a González para que él se hiciera cargo del voluminoso y temeroso
hombre.
—Buenos días señor, pase, siéntese—dijo González en tono afable—. Mi nombre
es Pablo González, ¿en qué lo puedo ayudar?
—Eh… buenos días… no estoy seguro de estar haciendo lo correcto—dijo el
hombre, poniéndose de pie.
—No hay problema señor, si está indeciso en lo que necesita tómese el tiempo
que requiera para pensarlo—dijo González, con una leve sonrisa.
—Es que… ¿le puedo contar mi problema?—preguntó el hombre mientras se
volvía a sentar.
—Por supuesto, cuénteme su problema sin compromiso, a ver si lo podemos
ayudar.
—Bueno, mi nombre es Ernesto Navarro, soy de Santiago, me vine a trabajar acá
en una minera, como chofer—dijo el hombre, aparentemente algo más cómodo—.
Como usted sabrá nosotros trabajamos en sistema de turnos, en que estamos
una semana en la mina y otra en nuestras casas.
—¿Hace cuánto tiempo está trabajando acá?—preguntó González.
—Yo llevo algo más de dos años trabajando y viviendo acá—dijo Navarro—. El
contacto para el trabajo lo hizo un amigo mío, con el que trabajábamos en
Santiago. Un conocido de él le dijo que había dos puestos disponibles, y él de
inmediato pensó en mí, así que lo conversé con mi señora y nos vinimos para
acá, junto con él y su esposa.
—¿Y acá les va mejor que allá?
—Por supuesto, acá el trabajo es con contrato, allá trabajábamos haciendo fletes
de carga, y la competencia se estaba haciendo cada vez más complicada—dijo
Navarro—. Acá uno cumple sus turnos, recibe un sueldo fijo bastante bueno, y
tiene tiempo para compartir con la familia.
—Ya veo—dijo González—. ¿Y qué necesita de nuestra agencia, señor Navarro?
—Parece que mi esposa me está gorreando—respondió el hombre avergonzado,
y mirando hacia el piso.
—¿Por qué sospecha que su esposa lo está engañando?—preguntó González
con un tono más suave.
34
—Ya no es igual conmigo—dijo Navarro—. En Santiago la pasábamos muy bien,
salíamos harto, teníamos buen sexo. Pero desde que llegamos acá la cosa
empezó a apagarse, ella como que no tiene ganas de estar conmigo cuando me
toca estar en la casa, salimos poco, estamos casi todo el tiempo mirándonos las
caras en la casa. Mi amigo me dijo que tenía que reconquistarla, sacarla a fiestas,
salir de compras o a comer, lo que fuera, pero hasta ahora nada de eso ha
resultado.
—¿Ustedes tienen hijos, señor Navarro?—preguntó González, para intentar
entender el entorno familiar del apesadumbrado hombre.
—No, aún no, preferimos postergar lo de los niños hasta tener mayor estabilidad
económica. Tal vez fue mejor así…
—¿Usted sospecha de alguien, señor Navarro?—preguntó González.
—Lamentablemente sí—dijo el hombre—. Estoy casi seguro que mi señora me
engaña con mi amigo, el que me consiguió el trabajo.
—¿Alguna razón en especial por la que sospeche de él?—preguntó González,
mientras miraba de reojo a Benavides, quien no dejaba de hacer su papeleo.
—Es demasiado evidente, cuando mi amigo y su señora llegan a la casa, el ánimo
de mi señora mejora de inmediato. Además, no tenemos el mismo turno con mi
amigo, nos topamos a veces no más en la pega, así que la mayor parte del tiempo
en que yo estoy arriba, él está acá en la ciudad—respondió Navarro.
—Está bien señor Navarro, necesito que me de sus datos personales y las fechas
de sus turnos, y luego pase a conversar con mi jefe para ver el asunto de las
tarifas de nuestros servicios. En cuanto haya novedades me pondré en contacto
con usted para ponerlo al tanto de mis hallazgos—dijo González.
Una vez que Ernesto Navarro acordó la forma de pago con Ernesto Benavides, se
retiró de la oficina a esperar que en el menor plazo posible le entregaran una
respuesta a su duda. Mientras tanto, González empezó a revisar en su agenda
cuándo tendría tiempo de empezar a seguir a la esposa del cliente.
—Parece que tendremos que comprar otra cámara fotográfica, Pablo—dijo
Benavides.
—Eso creo jefe, con este asunto de los contratos de los mineros cada vez llegan
hombres con más plata y mujeres con más tiempo libre—respondió González—.
Lo más terrible de todo es que parece que es tal y como este señor dice, que
entre los mismos trabajadores de la minera se gorrean.
—Demasiado tiempo libre y demasiadas lucas circulando echan a perder las
relaciones, Pablo—comentó Benavides—. A veces es mejor no ganar tanto, pero
tener la seguridad de que tu familia no está buscando suplir sus carencias
afectivas por otros lados.
—Sí… parece que podré empezar esta semana el seguimiento de la esposa de
este señor Navarro—dijo González.
—¿Tan luego, estás seguro?—preguntó Benavides.
—Sí, porque el resto de los gorreados… o sea, de los clientes, vienen recién
bajando de la mina hoy en la tarde, así que a partir de ahora y por una semana
puedo trabajar tranquilo este caso—respondió González.
—Y lo más probable es que justo hoy esté bajando de la mina el mejor amigo del
cliente—agregó Benavides—. Ya, llévate tú la cámara entonces. Y trata que no te
pillen como la otra vez.
35
II
Pablo González estaba sentado en su escritorio, bostezando tal como cada
mañana de esa semana. Mientras se tomaba el tercer café desde su llegada,
entró a la oficina Ernesto Benavides, siendo recibido por un inmenso bostezo de
su empelado.
—Vaya hombre, parece que estás durmiendo muy mal, o tu esposa anda
demasiado cariñosa—dijo Benavides, soltando una carcajada.
—Buenos días don Ernesto. Nada de eso, estoy muerto de sueño con este
dichoso seguimiento—respondió González, sujetando su cabeza con el brazo
apoyado en la mesa.
—¿Cómo tanto hombre? Si ya has hecho un par de seguimientos antes, y nunca
te había visto tan cansado, ¿pasa algo malo acaso?—preguntó Benavides.
—No pasa nada, jefe.
—¿Cómo que no pasa nada? No puedes estar tan cansado por nada—dijo
Benavides, incrédulo.
—Parece que no me entendió jefe, literalmente no pasa nada en este seguimiento
—respondió González—. Llevo cinco noches completas de vigilancia, apostado
frente a la casa de la esposa de Navarro y nada. Nadie entra, nadie sale, la mujer
apenas se junta con una amiga, que es la que aparece todas las noches en su
casa como a las diez de la noche y se va cerca de las doce. Inclusive un par de
días también la seguí de día, por si ella iba a la casa de algún amante o algo pero
nada; sólo en uno de ellos visitó a esta mujer que la visita en las noches, pero
nada más. El problema es que el cliente vuelve pasado mañana, y hasta ahora no
tengo ningún avance, y el tipo está seguro del engaño.
—Pablo, ¿conoces ese viejo refrán que dice “no hay peor ciego que el que no
quiere ver”?—preguntó Benavides, sonriendo.
—Sí jefe, pero no entiendo qué relación tiene con este caso, si aquí no hay nada
que ver—respondió González.
—Entonces quiere decir que eres demasiado inocente, hombre—dijo Benavides
—. ¿Por qué dices que nadie va a la casa si todas las noches va una mujer entre
las diez y las doce de la noche? ¿O es que acaso descartaste de plano que la
esposa del cliente lo pueda engañar con una mujer?
—¿Qué? ¿Usted cree que es tortillera?—dijo sorprendido González.
—Creo que en el informe se leerá mejor homosexual o lesbiana, Pablo—dijo
Benavides.
—Pucha jefe… claro, tiene razón, no se me ocurrió pese a lo evidente—dijo
González, pareciendo atar cabos sueltos en su mente—. Y por eso es que se
pone contenta cuando los visitan…
—¿A qué te refieres?—preguntó Benavides.
—Ah, es que aún no le digo que la mujer que la visita es la esposa del amigo a
quien el cliente sindicaba como el culpable—dijo González.
—Vaya, parece que la soledad le echó a perder la vida a esas dos mujeres—dijo
Benavides—. Ellos se preocuparon de sus trabajos, pero al parecer dejaron de
lado el resto de sus vidas.
—Pucha jefe, esto es mucho más complicado aún—dijo González—. En este caso
al cliente le costará más creer la conclusión a que llegamos. Por un cuento de
machismo no lo creerá… parece que deberá obtener fotos explícitas de ambas
juntas.
36
—Estoy de acuerdo Pablo, no se convencerá si no las ve a ambas juntas—dijo
Benavides—. El problema es que la cámara no es tan buena como para tomar
fotos de noche sin flash.
—Tendría que llamar a un amigo de la comisaría, a ver si me puede prestar uno
de los visores nocturnos que usábamos a veces cuando seguíamos a los
burreros… no, es casi imposible que me lo pueda conseguir—dijo González,
pensando en voz alta.
—Gracias por la idea—replicó Benavides—. Yo tengo un amigo que es fotógrafo
profesional, y que de vez en cuando saca fotos para estas revistas de fauna,
como la National Geographic. Él tiene una cámara con lente de visión nocturna,
esa podríamos usar… lo voy a llamar para arrendársela y para que te enseñe a
usarla. Si no la logras fotografiar con eso, no hay nada que hacer y habremos
perdido una semana de trabajo.
A la noche siguiente Pablo González estaba instalado frente a la casa del cliente y
su mujer, escondido en la parte de atrás de un viejo camión, el que tenía
habilitado un agujero estratégicamente situado en la parte más alta del sector de
carga, lo que le permitía esconderse en dicho lugar y grabar a través de esa
suerte de claraboya artesanal con la cámara que había arrendado su jefe para
ese caso. En cuanto apareció la esposa del amigo de Navarro, González
encendió la cámara y empezó a vigilar a través de la ventana del living por sobre
la muralla, gracias a lo alto del camión. El artilugio le permitió ver cómo las
mujeres, luego de saludarse, desaparecían por una puerta que parecía dar a la
cocina, para aparecer a los pocos minutos con un par de vasos con algún jugo o
licor. Durante las dos horas de la visita las mujeres no se movieron de delante del
televisor, donde parecían estar viendo algún programa por capítulos, sin sentarse
cerca ni hacer ningún gesto que le hiciera pensar alguna cercanía distinta a una
buena amistad. Pocos minutos antes de las doce las mujeres apagaron el
televisor, y la visitante se fue, tal y como había llegado.
González estaba muy contrariado, pese a todos sus esfuerzos, y a la inversión
que había significado el arriendo de la cámara de visión nocturna, nada había
resultado. De todos modos había grabado todo, para tener material para
entregarle al cliente. Para completar el trabajo seguiría grabando hasta que la
mujer se fuera a su dormitorio: no tenía intenciones de pasar más allá, por el
riesgo de ser sorprendido y terminar la noche en su antigua comisaría, pero como
visitante a la fuerza. Luego de la salida de su amiga, la mujer apagó las luces y se
sentó en el sofá al medio del living, como si esperara algo o a alguien. Justo en
ese instante, lo que se empezó a grabar llevó a González a exclamar:
—Pero qué chucha…
III
El detective González estaba nervioso, en cualquier momento llegaría Ernesto
Navarro, y desde que terminó de grabar con la cámara de visión nocturna esa
noche, no había logrado conciliar el sueño, tratando de entender qué era lo que
había grabado, y peor aún, cómo intentaría explicárselo a su cliente. Su jefe,
Ernesto Benavides, había visto la grabación, y al no encontrar explicación lógica a
37
lo que había visto, le dejó la responsabilidad de las decisiones a González.
González tenía instalado un televisor con el equipo de VHS conectado, y el
casette de video sobre la mesa, listo a que llegara Navarro para encerrarse con él
y ver juntos el resultado de su trabajo. Mientras la mente de González buscaba
palabras para explicar lo sucedido, su cliente apareció por la puerta, con cara de
profecía autocumplida.
—Buenos días señor Navarro, adelante, asiento, ¿cómo estuvo su trabajo esta
semana?—se apuró en decir González, estrechando la mano de su cliente.
—Buenos días señor González. Debo suponer que me citó para darme las malas
noticias en privado—dijo Navarro con voz algo temblorosa.
—Bueno… será mejor que empiece de inmediato—dijo González, poniendo frente
a Navarro una carpeta con fotografías, las que el hombre empezó a revisar—.
Durante esta semana de seguimiento su esposa tuvo actividades completamente
normales, haciendo trámites, yendo de compras, y en una ocasión visitando la
casa de sus amigos. No hubo ninguna actividad diurna sospechosa.
—Es algo obvio supongo, si tenía la casa disponible toda la noche—comentó
Navarro.
—No tanto como usted supone… pero eso no viene al caso—dijo González,
tratando de ordenar sus ideas—. En las noches su esposa fue visitada todos los
días, entre las diez y las doce, por la esposa de su amigo, al parecer para ver
juntas alguna serie de televisión o algo similar.
—¿Y cuándo aparece en escena mi amigo?—dijo Navarro.
—Señor Navarro, dentro de los días de seguimiento que hice, su amigo no
apareció por ninguna parte—dijo González, tratando de encontrar cómo explicar lo
que se vendría después.
—O sea que mi amigo no es el patas negras—dijo González con voz algo más
aliviada—. Pero si estoy acá es por algo, y debo suponer que el video que está en
la mesa es una evidencia.
—Así es, señor Navarro.
—¿Sabe? Prefiero no verlo, basta con que usted me diga quién es, yo le creeré y
veré qué hacer al respecto—dijo Navarro.
—El problema señor Navarro… es imprescindible que lo vea… no tengo cómo
explicar lo que grabé y lo que verá—dijo González, buscando las palabras para
explicar lo inexplicable.
—¿Por qué tiene tantas ganas que vea a mi mujer revolcándose con otro huevón,
tan morboso es usted acaso?—preguntó casi furioso Navarro.
—Señor Navarro, yo no quiero que vea nada—respondió González, mirando al
hombre a los ojos—. La mayoría de las veces intentamos que la gente no vea los
videos probatorios para que no salgan lastimados, y la mayoría de las veces no
nos hacen caso. Pero en esta situación, le juro que es imprescindible que lo vea.
—Espero que de verdad esto tenga una justificación señor González, no quiero
ver a mi esposa en… eso, simplemente por verlo.
—Le aseguro que no será así—dijo González, más nervioso por el contenido del
video que por la amenaza velada de Navarro.
Pablo González instaló el casette en el reproductor de VHS. De inmediato en la
pantalla apareció todo teñido de verde, propio de las grabaciones con lentes de
visión nocturna. En ella se veía a la mujer despidiéndose de su amiga, luego de lo
38
cual se sentó en el sofá con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas, en
silencio y con la luz apagada. De pronto, y ante los atónitos ojos de Navarro y la
aún sorprendida mirada de González, la ropa de la mujer empezó a salir de su
cuerpo sin que ella ni otra persona intervinieran. A los pocos segundos la mujer
terminó desnuda, y antes que alcanzara a cubrirse, sus mamas se vieron como
aplastadas por manos invisibles, para luego ver cómo el cuerpo de la joven se
elevaba cerca de un metro y medio en el aire y terminara depositado con suavidad
sobre la alfombra. Desde ese instante en adelante ambos hombres presenciaron
cómo la mujer parecía estar en pleno acto sexual, pero sin nadie sobre ella, pese
a lo cual se veía cómo partes de su cuerpo eran movidas casi contra su voluntad.
A los pocos minutos la mujer se puso de pie, recogió su ropa y se dirigió al baño a
ducharse para luego acostarse a dormir.
—¿Qué significa…?—empezó a preguntar Navarro, siendo callado con un
ademán por González, indicándole la pantalla. Justo cuando la mujer apagó la luz
del dormitorio, una especie de sombra transparente pasó frente a la pantalla.
—Por eso le dije que era imprescindible que viera el video—dijo González,
mientras apagaba el aparato y sacaba la cinta, para incluirla dentro del sobre que
luego entregaría a Navarro—. Antes que me lo pregunte, no tengo idea de lo que
aparece en la grabación, y le juro que me costó mucho grabar eso sin que me
dieran ganas de dejar todo botado y salir arrancando.
—¿Mi esposa me pone el gorro… con un fantasma?—dijo estupefacto Navarro.
—No sé cómo le llamarán a eso, pero es lo que encontré—dijo González, aún
confundido—. No sé si estas sean buenas o malas noticias para usted, pero es el
resultado de mi trabajo. Si lo desea, lo puedo acompañar cuando vaya a aclarar
las cosas con su esposa, si es que está en sus planes hablar esto con ella.
—No sé… la verdad es que estoy tratando de entender algo de esto—dijo
Navarro, con la misma cara de confusión de González—. Creo que deberé
enfrentar a solas a mi esposa, si es que decido que vale la pena hablar con ella.
Le agradezco el trabajo señor González, y las agallas para mostrarme esto.
—Por nada señor Navarro. Si necesita algo más, no dude en contactarme.
—Gracias, y adiós—dijo Navarro, llevando consigo el sobre que le había
entregado González.
IV
Pablo González estaba terminando de ordenar las boletas para incorporarlas al
ítem de gastos de un seguimiento que estaba terminando, y que lo había obligado
a incurrir en gastos más allá de los estipulados en el avance que solicitaban a
todos los clientes. Justo cuando se disponía a hacer el documento para
entregárselo a Ernesto Benavides, una cara conocida se asomó a su puerta.
—Señor Navarro, buenas tardes, ¿cómo está?—dijo González, sorprendido de
ver al hombre de vuelta.
—Buenas tardes señor González. Tuve un tiempo y quise pasar a contarle lo que
pasó desde que usted me entregó el sobre con el seguimiento de mi esposa—dijo
Navarro.
—Asiento, cuénteme—dijo González, realmente interesado en escuchar lo que
había sucedido en ese caso.
39
—Bueno, luego de un par de días y noches dando vueltas por toda la ciudad,
decidí hablar con mi esposa. Ella me contó que desde que llegamos a esa casa
se empezó a sentir como observada, y en más de una ocasión sintió cosas
extrañas cuando se bañaba. De a poco esas sensaciones empezaron a hacerse
más recurrentes, hasta que una noche este… fantasma la poseyó… usted me
entiende, no posesión de fantasma…
—Claro que lo entiendo—dijo González.
—Bueno, el asunto es que desde esa fecha este fantasma empezó a aparecerse
cada vez que yo estaba de turno, y esta especie de relación empezó a hacerse
algo normal—dijo Navarro.
—Ya veo.
—Cuando encaré a mi esposa ella me contó que lo pasaba muy bien, y por ello
sentía que ya no necesitaba tener sexo normal conmigo, y que además, como era
un fantasma y no una persona de carne y hueso, sentía que no me estaba
traicionando.
—¿Y por qué ella se veía tan feliz cuando llegaban sus amigos?—preguntó
González.
—Porque estando ellos, las posibilidades de que yo le preguntara por su pobre
apetito sexual eran menores—respondió Navarro.
—¿Y las visitas de la esposa de su amigo todas las noches?—preguntó González,
tratando de entender el entorno del caso.
—Es que desde siempre se juntan todas las noches a ver unas teleseries—dijo
Navarro—. Si de un momento a otro ella dejaba esa costumbre, podría haber
levantado sospechas.
—Vaya… ¿y pudo saber de dónde salió ese fantasma?—preguntó González.
—Verá, una vez que conversé con mi esposa para arreglar nuestra relación,
decidimos empezar a preguntar a los vecinos más viejos por nuestra cuenta, a ver
qué lográbamos averiguar—dijo Navarro—. Una de las señoras de la cuadra
conocía una viejita a punto de cumplir un siglo de vida, que había vivido hace
como setenta años en esa casa. Esta señora nos contó que esa abuelita, cuando
joven, había tenido un amante muy fogoso que la visitaba cuando su marido salía
a trabajar.
—Ya veo—dijo González, imaginando lo que tal vez había sucedido.
—Esta abuelita le contó que este joven, por lo fogoso, era medio arriesgado para
sus cosas, y un día se fue a meter a la casa sin avisar—prosiguió Navarro—.
Justo ese día ella había salido y estaba su esposo, un hombre algo mayor y
bastante celoso, que sospechaba que su señora andaba en malos pasos. Pues
bien, en cuanto entró este joven reconoció a quien las vecinas describían como
quien ocupaba sus sábanas en su ausencia, y luego de una fuerte discusión y una
pelea, lo mató estrangulándolo.
—Vaya, bastante sórdido el caso—comentó González.
—El asunto es que cuando esta abuelita llegó, encontró a su marido enfurecido y
arrepentido, y a su amante muerto—dijo Navarro—. Para no complicar más la
situación, decidió ayudar a su esposo a enterrar el cadáver del joven bajo el piso
del subterráneo de la casa, y no hablar nunca más del tema. Como la abuelita
enviudó hace como quince años, le pudo contar a su amiga lo sucedido.
—Es increíble todo lo que les tocó vivir señor Navarro—dijo González, aún
sorprendido con la historia—. ¿Y qué van a hacer de ahora en adelante?
—Con mi esposa decidimos dar vuelta la página y empezar de nuevo—respondió
Navarro—. Lo primero que hicimos, ya que este fantasma es demasiado
40
insistente, fue vender la casa a una empresa constructora que se encargará de
demolerla para hacer un edificio. Suponemos que al hacer la excavación se
encontrarán con los restos de este tipo y se encargarán de dar aviso a las
autoridades.
—¿Y dónde están viviendo ahora?
—Nos mudamos a un departamento grande, cerca de la plaza—dijo Navarro—.
De a poco estamos empezando a rearmar nuestra relación, a retomar lo
entretenido del pololeo, la conquista, todas esas cosas que uno erróneamente
deja de lado cuando está casado porque cree que la libreta de matrimonio se
encarga de hacer la pega por uno.
—Qué bueno que al menos han podido rehacer sus vidas desde este evento. Este
asunto siempre es tremendamente doloroso, pero en su caso además era
complejo de entender y de creer. Bueno, supongo que ya no lo volveré a ver,
señor Navarro—dijo González, sonriendo.
—Espero no tener que necesitar de sus servicios de nuevo señor González, al
menos en lo que a seguimiento de pareja se refiere—dijo Navarro—. De todos
modos gracias, por tener el valor de mostrarme una grabación tan descabellada
como esa, y de no huir al hacerla. Si no fuera por eso, tal vez mi matrimonio ya se
habría desmoronado.
—Por supuesto, no es fácil de creer que el tercero en la relación es un fantasma.
—Y si no hubiera sido por ese video, jamás lo podría haber creído. Adiós señor
González, y gracias de nuevo—dijo Navarro.
—Hasta siempre señor Navarro—dijo González, estrechando con fuerza la mano
de Navarro.
Esa tarde Pablo González salió un poco más temprano del trabajo. Ese era el día
de la semana en que la madre de Marta, su esposa, tenía tiempo de quedarse con
su hija Mariana, para que ellos pudieran salir a pasear, a comer, al cine, o
simplemente a mirar el estrellado cielo del norte de Chile, y a recordar que su
relación perduraría en la medida que no se olvidaran el uno del otro.
FIN
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  • 3. Las Desventuras del Matapacos por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial- SinDerivadas 3.0 Unported. Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro. Prohibida su distribución parcial. Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor. Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor. ©2013 Jorge Araya Poblete.Todos los derechos reservados. 3
  • 4. Índice Presentación 6 Matapacos 8 La muerte de Pérez 15 El caso de las joyas fantasmas 24 El caso del marido engañado 34 Benavides y González 42 El caso de las hermanas gemelas 51 El caso de la mascota perdida 58 El retiro 64 El caso del auto perdido 71 El caso de la platería robada 78 El secuestro 86 4
  • 5. 5
  • 6. Presentación “Las Desventuras del Matapacos” es una colección de once cuentos de mediana extensión, que relatan la vida profesional y parte de la historia personal del detective privado Pablo “Matapacos” González desde su expulsión de Carabineros, hasta que llega a sus manos el caso que da origen a la novela policial ciberchamánica KON ©2013. Esta colección está pensada en quienes leyeron la novela y se interesan en conocer aspectos del pasado del detective privado, para escudriñar en los hechos que forjaron la personalidad que le permitirán enfrentar el caso más complejo de su carrera profesional. El norte de esta colección de cuentos no es otra más que entretener. Los relatos son completamente ficticios, el uso de nombres de instituciones públicas es sólo para darle un entorno más realista a estos cuentos de ficción. Los nombres de personas fueron creados por el autor, y cualquier alcance con personas vivas o muertas es mera casualidad. Jorge Araya Poblete Septiembre de 2013. 6
  • 7. 7
  • 8. Matapacos I —¿Estamos todos de acuerdo, correcto?—preguntó el coronel Gutiérrez. —Sí mi coronel—se apuró en contestar el capitán Pérez. —Sí mi coronel—respondió el carabinero González. —Está bien. Este incidente no se debe dar a conocer a la luz pública, ese es el compromiso. Si no respetan este trato, esto llegará a la corte marcial y todos saldremos perdiendo, pero en especial ustedes, ¿quedó claro? —Sí mi coronel—respondieron al unísono los dos carabineros. —Correcto. Capitán Pérez, vaya a buscar sus cosas y diríjase a su nueva asignación. Y no quiero saber nada más de usted en mucho tiempo, al menos de aquí hasta mi retiro—dijo el coronel con evidente enojo—. Carabinero González, vaya a buscar sus pertenencias y entregue su uniforme y su arma. Ojalá sus años como carabinero le sirvan de experiencia en la vida, y que esta destitución lo ayude a abrir los ojos para que no vuelva a cometer errores que comprometan su futuro y el de su familia. Que le vaya bien. —Gracias mi coronel—respondió el ahora ex carabinero Pablo González, estrechando la mano de su ex oficial y mirando con rabia al capitán Pérez, quien dejaba ver una sonrisa socarrona luego de haberse salido con la suya. Pablo González salió de la comisaría con rumbo a su casa. Ya había conversado con algunos ex colegas para ver la posibilidad de conseguir empleo como guardia de seguridad, y poder ganarse la vida de modo digno, y darle a su esposa y a su pequeña hija todo lo que merecían y necesitaban, pues ellas no eran responsables de los hechos que habían terminado en su destitución. González estaba destruido, había perdido el sueño de su vida y el sostén que le permitiría cumplir sus planes a futuro por culpa de su inocencia y sus ganas por hacer las cosas bien. De todos modos, y pese a la incertidumbre laboral en que se encontraba, estaba tranquilo con su conciencia y con las enseñanzas de sus padres, que siempre le inculcaron la rectitud como virtud principal. Mientras caminaba por las polvorientas calles, González empezó a escuchar una suerte de murmullo a su paso, a veces susurrado, otras hablado en voz baja pero sin mirarlo directamente a él. De pronto, un hombre ebrio, que había estado en el instante en que se había sellado su futuro días atrás, se paró frente a él y le gritó: —Te pasaste matapacos, ese huevón del capitán… ese poh… se merecía lo que le pasó… González esquivó al hombre que seguía gritando alabanzas y parabienes a su nombre en medio de la calle, mezclado con bendiciones religiosas para el ex uniformado, y garabatos para el capitán Pérez, el gobierno, la locomoción y el clima. A esas alturas González sólo quería olvidar, pero al parecer su pueblo natal no se lo permitiría, al menos en el corto plazo. Luego de cambiar un poco el rumbo para evitar al ebrio y su grandilocuente discurso, González se encontró en una calle poco concurrida pero cercana a la plaza de armas de la ciudad. De pronto vio un letrero puesto en una anticuada y 8
  • 9. bastante mal mantenida construcción, que correspondía a una pequeña agencia de detectives privados, y que ofrecía empleo a ex uniformados para hacer investigaciones contratadas por particulares. Dado lo fortuito del hallazgo, González decidió pasar a preguntar por el aviso, al menos para saber si tenía alguna alternativa a terminar sus días como guardia en algún supermercado o camión de transporte de valores. En cuando abrió la puerta y entró a la vieja oficina, un hombre enjuto y añoso apareció tras el escritorio situado al centro del lugar. —Buenas tardes joven, soy Ernesto Benavides, ¿en qué lo puedo ayudar? —Buenas tardes, quería preguntar por el aviso que hay pegado en la pared, en que piden ex uniformados para trabajar en su agencia. —Ah, ya veo— dijo el hombre algo desilusionado al creer que tendría un cliente nuevo—. Asiento joven, ¿trajo su currículum? —La verdad es que sólo pasé a preguntar… verá, acabo de quedar cesante y estaba viendo en qué ganarme la vida. —Pero el aviso dice claramente ex uniformados, y usted es muy joven para haber jubilado—dijo el anciano. —Soy ex carabinero, de hecho me acaban de… dar de baja—dijo algo avergonzado González. —Ah, ya veo. Entonces si lo acaban de dar de baja tiene que haber sido por alguna falta grave, por lo que es esperable que no tenga referencias—dijo el dueño de la agencia—. Y dígame, ¿qué falta cometió señor…? —González, Pablo González—dijo el ex carabinero, esperando que el hombre al otro lado del escritorio no hubiera escuchado su nombre, o al menos no lo recordara. —¿El matapacos?—preguntó sorprendido el viejo investigador privado—. ¿Y no lo metieron preso por lo que hizo? —La historia tiene más aristas que lo que la gente sabe o cree saber, señor Benavides—dijo González, bastante contrariado, mientras se ponía de pie—. Disculpe por quitarle su tiempo, es obvio que no tengo el perfil profesional que usted espera. —¿Para dónde va, señor González?—preguntó Benavides—. La entrevista de trabajo está recién empezando, yo sólo manejo la historia que corre de boca en boca por este pueblo de viejas peladores y viejos copuchentos. Creo que lo menos que le debo es la posibilidad que me cuente su versión de los hechos, en una de esas podemos llegar a algún arreglo laboral que nos convenga a ambos. —Está bien señor Benavides, le contaré lo sucedido, y usted decidirá si sirvo o no para este trabajo—dijo González, disponiéndose a contar los hechos que terminaron con su destitución. II Dos semanas antes de la entrevista en la agencia de detectives privados, el carabinero González se encontraba junto a otros colegas y suboficiales siguiendo la pista de un grupo de burreros que estaban internando cocaína y pasta base desde Bolivia, y que no habían podido ser capturados pues cada vez que había algún dato, parecían enterarse justo a tiempo para cambiar sus planes, lo que llevó al servicio de inteligencia a suponer que había alguien pasándoles 9
  • 10. información desde alguna institución del Estado. El fiscal a cargo del caso estaba furioso con las constantes caídas de las pistas que lograban obtener, lo que lo llevó a conseguir con el juez una orden para iniciar una investigación paralela encubierta, que estaría a cargo de personal especializado, mientras la gente de la comisaría seguiría en la investigación formal. Un martes en la tarde, cuando González iba saliendo de su turno, fue abordado por dos hombres desconocidos y vestidos de civil, quienes le mostraron credenciales que los identificaban como miembros de la dirección de inteligencia de carabineros, y que lo hicieron subir a una van sin distintivos. —¿Qué sucede mi teniente, hice algo indebido? —Parece que no sabe por qué está acá, González. —No mi teniente—respondió confundido González. —Estamos en una operación encubierta llamada Zorro Andino. ¿Sabe para qué son buenos los zorros, González? —No mi teniente—respondió casi asustado González. —Son buenos para robar sin dejar muchos rastros. Estamos siguiendo a un zorro de esta zona, que le está robando los arrestos a los carabineros. —No entiendo mi teniente. —Quiere decir que alguien de tu comisaría le pasa el dato a los traficantes bolivianos, o les roba la droga para hacerse de plata, huevón pavo—dijo el acompañante del teniente. —Mi sargento, yo no tengo nada que ver… —Claro que no, se necesita ser inteligente para una operación así—interrumpió el sargento—. Necesitamos de tu ayuda, González. Tenemos listo un palo blanco que pasará mercancía a través de un paso fronterizo, tú vienes con nosotros para hacer la identificación de quien detengamos. —Sí mi sargento, ¿y esto cuándo será? —No le comunicaremos fecha ni hora González, es imprescindible que nadie sepa nada de esto—intervino el teniente—. Usted lo sabrá en el instante en que deba saberlo. Ah, y como comprenderá, nada de esta conversación debe salir de este lugar, no puede comentarlo ni con su familia, ni con sus superiores, ni menos con sus compañeros. ¿Está claro, González? —Sí mi teniente—respondió González, mientras el sargento abría la puerta y le hacía señas para que bajara rápido de la van. Una semana después, justo antes de entrar a su turno, la misma van estaba esperándolo frente a la comisaría, en esta ocasión con el motor encendido. En el instante en que González pasó frente a la puerta lateral del vehículo ésta se abrió, y la desagradable cara del sargento haciéndole señas para que entrara apareció entre varios rostros desconocidos, dos de los cuales iban con pasamontañas de color verde institucional. En cuanto estuvo arriba la puerta se cerró y el vehículo inició su marcha con rumbo desconocido. —Buenos días mi teniente, buenos días mi sargento—dijo con voz marcial González, ante la desidia de todos quienes viajaban en el vehículo. —¿Andas con tu arma de servicio?—preguntó el sargento. —Sí mi sargento—respondió González, preocupado. —Ponte la pistolera y el arma, y deja tu mochila acá en la van—ordenó el sargento; una vez que González estuvo listo, el sargento echó mano a un chaleco 10
  • 11. antibalas negro, sin distintivos—. Póntelo, servirá para que el resto del personal del operativo no te confunda con los carabineros corruptos. —De más está recordarle González, que todo lo que ocurra ahora es materia de investigación del servicio de inteligencia de carabineros, nada de esto se debe saber, bajo ninguna circunstancia. —No se preocupe mi teniente, no revelaré nada de lo que pase—respondió González, cada vez más extrañado por el modo en que se estaban dando las cosas. —Ah, por si acaso yo no soy tan confiado como mi teniente—agregó el sargento —. Yo sé dónde vives, con tu joven y bella esposa Marta y tu pequeñita recién nacida, la Marianita—al escuchar al sargento el semblante de González cambió de inmediato—. Qué bueno que te haya quedado claro el mensaje, huevón pavo. Nada de lo que pase se te puede salir, y si se te sale, te doy donde más te duele. —No le hagas caso al sargento, le gustan mucho las series de televisión de espías y esas cosas. —Dile eso al último huevón al que se le cayó el casete—dijo uno de los miembros del equipo que miraba fijamente al suelo. —Suficiente—dijo uno de los hombres con pasamontañas, al ver que González acercaba su mano a su arma de servicio. —Vamos a lo nuestro señores—agregó el teniente—González, usted va junto al sargento, no se separe de él. —Sí mi teniente—respondió González mirando con odio al sargento, que lo seguía mirando con una sonrisa en su rostro. De pronto la van se detuvo, bajando todo el contingente en silencio, quedando al final el sargento y Pablo González. Cuando el sargento se devolvió a cerrar la puerta de la van, González sujetó con fuerza el brazo del suboficial, lo miró a los ojos y le dijo: —No vuelvas a meter a mi familia en esto. —Si sigues la única regla, nunca se enterarán de nada—respondió el hombre, soltándose sin dificultad de la tomada del joven carabinero, para luego agregar— Ahora vamos a lo nuestro, mientras antes terminemos, antes dejarás de ver mi inolvidable sonrisa. III El grupo de hombres seguía de cerca a los dos encapuchados, quienes subieron rápidamente una loma y se parapetaron tras unas rocas, lo suficientemente altas y extensas como para esconder a todo el grupo. González se ubicó al lado del sargento, y a una señal de éste se asomó con cuidado para tratar de ver sin ser visto. Justo antes de asomarse, una voz conocida para él se dejó escuchar en el desierto. —¿Trajiste lo acordado?—dijo la voz del capitán Pérez, el comisario de la tenencia donde él prestaba servicios. —Por supuesto jefecito, acá está la mercadería que hablamos—respondió una voz con marcado acento altiplánico—. Es cocaína de alta pureza, quince kilos, tal como acordamos, jefecito. 11
  • 12. —Así me gusta, que la gente cumpla sus compromisos—dijo Pérez mientras miraba los paquetes con la droga—. Déjalos en la parte de atrás de mi camioneta, y ándate luego para que no tengas problemas. —Bueno jefecito. ¿Cuándo puedo pasar mi cargamento con seguridad?— preguntó el tipo que trajo la droga. —Ah, eso, casi lo olvidaba—dijo Pérez mostrándole una gran sonrisa a su interlocutor—. El martes próximo estaremos toda la tarde cuidando el paso que hay cinco kilómetros al norte, así que ahí tienes vía libre para que tu cargamento pase seguro. —Muchas gracias, jefecito Pérez—respondió el hombre. En ese instante los dos hombres con pasamontañas se pusieron de pie y sacaron de entre sus ropas ametralladoras UZI de 9 milímetros: el policía encubierto había dado la clave para que entrara el equipo en acción. —¡Dipolcar, todos al suelo, mierda!—gritó uno de los hombres con pasamontañas identificándose como miembro de inteligencia de carabineros, y apuntando su arma a la cabeza del capitán Pérez, mientras el resto de los hombres rodeaba al resto de los involucrados. En ese instante el sargento llamó a Pablo González y lo llevó al lado del capitán. —¿Identifica a alguien acá?—preguntó el sargento mientras se desarrollaba la revisión de las vestimentas de los detenidos. —A mi capitán Pérez, mi sargento—respondió nervioso González, al ser confrontado con su comisario. —Tenemos identificación positiva—dijo el sargento a los carabineros de pasamontañas, para luego girar hacia González y estrechar su mano—. Gracias por su colaboración González, la información que nos dio nos permitió descabezar esta banda de policías corruptos. González quedó paralizado: el sargento lo había sindicado en público como un soplón. Justo cuando el carabinero se disponía a responder al sargento, fue violentamente derribado: el capitán Pérez se había liberado de sus captores y se había abalanzado sobre él. —¡Sapo conchetumadre, te voy a matar!—gritó descontrolado el oficial, mientras se trenzaba a golpes con González, quien sólo atinó a enfrentar al capitán, sin ser capaz de hablar en su defensa. Antes que el sargento permitiera que el resto de los hombres interviniera, González logró ponerse de pie, y gracias al duro trabajo físico que le tocaba desempeñar, pudo tomar ventaja de la pelea y golpear con la suficiente fuerza a Pérez como para derribarlo e impedirle volver a ponerse en pie. La rabia lo llevó a descontrolarse y a arrojarse sobre Pérez, a quien empezó a golpear con inusitada violencia en el suelo, debiendo ser reducido por el equipo de inteligencia a cargo del procedimiento. Desde el suelo Pérez empezó a revisar sus heridas, para después sentarse en una piedra y mirar con odio a González. —No te voy a matar conchetumadre porque no quiero, pero me voy a encargar que te echen y que nadie más te dé trabajo en tu puta vida, mierda—dijo mirando a su subalterno. —No estás en condiciones de amenazar, te pescamos con suficiente evidencia para que no salgas por años de la cárcel—intervino uno de los policías con 12
  • 13. pasamontañas. —Eso es lo que ustedes creen, manga de ahuevonados—dijo con soberbia el capitán—. Tengo familiares influyentes en el parlamento y en el alto mando de la institución, y les aseguro que no me va a salir por nada esta huevada. Y esto te va a costar carísimo, sapo de mierda—dijo Pérez, dirigiéndose a González. —El testimonio de González ya no es necesario—dijo el teniente que lo había contactado—. De todos modos no podemos dejar de agradecer su colaboración. —Pero…—intentó intervenir González, siendo asido por el brazo por el sargento, quien le habló en voz baja. —Recuerda a la Marta y a la Marianita huevón—dijo el sargento—. Necesitamos mantener en reserva a nuestros agentes encubiertos, así que para efectos de este caso tú lo delataste. Y recuerda, si no rompes la regla, nada le pasará a tu familia. —Te van a echar y te vas a morir de hambre, hocicón culiao, nadie te va a dar trabajo en la ciudad, te lo juro mierda, no te vas a salir con la tuya—dijo descontrolado el capitán Pérez, mirando con furia a Pablo González, quien sólo atinaba a mirar el suelo sin poder responder. —Ya, se acabó esta cháchara—dijo uno de los hombres encubiertos—. Suban a este huevón a la van, para trasladarlo a la fiscalía militar y hacer la formalización de cargos. González, te vas en el otro vehículo. IV —Eso es todo señor Benavides. El capitán Pérez es sobrino del fiscal militar, primo de un diputado e hijo y sobrino de dos generales del alto mando de carabineros, así que movió sus influencias para salir limpio de la situación, siendo castigado sólo con un traslado forzoso a la frontera, donde estará varios años y será vigilado por la gente a cargo de pasos fronterizos. A mi… a mi me dieron de baja por denunciar supuestamente esta operación fuera de tiempo. Según la resolución, si yo hubiera denunciado antes, se hubieran evitado varias operaciones de los traficantes. ¿Le sirve mi versión de los hechos, señor? —Sólo tengo una duda, ¿por qué te dicen matapacos?—preguntó el detective privado. —Ah, eso… porque en el arresto había también un consumidor, que llegó al lugar buscando un mejor precio, y que vio cómo le pegué a mi capitán Pérez. Él llegó diciendo que hubo una pelea en que un carabinero casi mató al otro a puñetazos. —Vaya historia, hombre. —Bueno, esa es mi verdad. Gracias de todos modos por haberme escuchado, necesitaba contarle a alguien de mis desventuras. Buenas tardes, señor Benavides. —Buenas tardes señor González, lo espero el lunes a las ocho… no, nueve de la mañana—dijo Benavides, quien sonrió ante la aparatosa cara de sorpresa de González—. Usted fue utilizado por la Dipolcar y por sus superiores, y pese a ello sigue hablando con respeto de todos. Eso señor González, respeto, es lo que le hace falta a esta sociedad. Tal vez encuentre algo aburrido el trabajo, pero tendrá un sueldo seguro todos los meses. Le aconsejo que cuando su economía esté más estable saque algún seguro de vida a nombre de su familia, nunca está de más. Y bueno, si con los años le toma el gustito a este trabajo, puede que cuando decida retirarme le venda a un precio conveniente esta agencia. —Gracias señor Benavides, le aseguro que no lo defraudaré. Buenas tardes, y 13
  • 14. gracias de nuevo. Pablo González llegó caminando a su casa, a algunas cuadras de lo que sería su nuevo empleo. Cuando llegó encontró a Marta, su esposa, parada en la puerta con su hija Mariana en brazos, para darle un largo y cariñoso beso de bienvenida. —Qué bueno que llegaste, me tenías algo preocupada—dijo la joven mujer, que miraba con curiosidad la leve sonrisa que dejaba ver el rostro de su esposo—. ¿Ya terminó todo? —No. De hecho acaba de empezar—respondió esperanzado el detective privado Pablo González. FIN 14
  • 15. La muerte de Pérez I Pablo González estaba sentado en la barra del único bar decente del pueblo. Ya llevaba dos meses trabajando en la agencia de detectives privados de Ernesto Benavides, y si bien es cierto ya estaba aprendiendo los gajes del oficio y utilizando su formación policial para facilitar su trabajo, no podía sacarse de la cabeza las amenazas del capitán Pérez. En el tiempo que llevaba aún no estaba participando activamente de ninguna investigación, pues primero debía aprender los asuntos administrativos del trabajo, que servían para informar a los clientes de los avances de aquello por lo que estaban pagando, y de paso podrían servir de respaldo ante algún requerimiento judicial, y todas las regulaciones que limitaban su campo de acción, para no cometer delitos que empeoraran más su aún precaria situación. Además, tuvo que comprarse un arma de fuego, pues al ser dado de baja debió devolver su revólver institucional; por un asunto de costumbre y nostalgia, decidió comprar el mismo modelo que usaba en su trabajo anterior, un Taurus calibre 38 de seis tiros, cañón mediano y empuñadura de madera. Luego de una aburrida tarde de papeleos varios, González se regaló un tiempo para ir al bar a tomar en silencio mientras miraba el espejo delante del cual estaban alineadas todas las botellas, y en el cual, además de reflejarse las etiquetas traseras de los licores, podía ver el alma amargada de quien aún no se acostumbraba a no ser quien había sido, y que no sabría si podría acostumbrarse a ser lo que era y tal vez sería por el resto de sus días. González estaba bebiendo su segunda piscola; de pronto una voz conocida hablando tras él lo hizo girar bruscamente y quedar de frente a quien venía entrando, casi como un reflejo. —Mi sargento Salgado—dijo González poniéndose de pie y cuadrándose frente a un hombre canoso y obeso que entró al bar con ropa deportiva. —Despabílate huevón, ya no eres carabinero, no tienes que cuadrarte ni tratarme de “mi sargento”, menos cuando ando de franco—respondió el hombre, para luego saludar efusivamente a González. —Qué gusto verlo de nuevo, mi sargento—dijo González, contento de ver por fin una cara conocida. —Manuel, me llamo Manuel huevón porfiado—respondió Salgado. —Prefiero que me diga Pablo, mi… perdón, Manuel—dijo González, tratando de acostumbrarse al nuevo trato que debía darle a quien fuera uno de sus superiores. —Está bien, Pablo—dijo Salgado, sonriendo al ver la cara de González al tratarlo por su nombre—. ¿Qué ha sido de tu vida, hombre? ¿Cómo está tu familia? —Bien, estoy empezando a trabajar en una agencia de detectives privados. Por ahora sólo estoy haciendo pega administrativa y pidiendo los permisos necesarios, pero al menos me alcanza para mantenerme. Mi familia está bien, mi esposa me ha apoyado en todo y el resto de mi familia le hace propaganda a la agencia para que tengamos clientes. —¿Detective? ¿Te pasaste al bando contrario, ahora eres tira?—dijo Salgado sonriendo, aludiendo a la histórica rivalidad entre carabineros e investigaciones. 15
  • 16. —Detective privado, nada que ver con los tiras, eso jamás—respondió González —. ¿Y qué ha pasado en la comisaría, cómo están todos por allá? —Quedó la cagada con lo de tu sapeo, Pablo. No creo que sea recomendable que te aparezcas por allá al menos por algunos meses—dijo Salgado. —¿Y por qué tanto?—preguntó González, debiendo tragarse la rabia al saber que no podía contar la verdad, pues ello pondría en riesgo la vida de su familia. —Lo de Pérez era sabido por muchos, y todos lo callaban. El día después que te dieron de baja y que trasladaron a Pérez, llegó un general con gente de la Dipolcar para intervenir la comisaría. Dos semanas después había cinco bajas más, incluido el teniente que estaba reemplazando a Pérez, —¿Mi teniente Gómez?—preguntó sorprendido González —Ya no es tuyo, ni es teniente. —Cierto, aún no me acostumbro. —El asunto es que ahora estamos haciendo la misma pega de antes, pero con siete menos—continuó Salgado—, así que no eres recordado con mucho cariño que digamos. —Lo imagino—respondió González, mirando su vaso medio vacío. —Y han pasado más cosas, tanto o más importantes que las bajas y los arrestos. —¿Qué más podría haber pasado que fuera peor que lo que vivimos?—preguntó González, cabizbajo. —Mataron anteayer a Pérez—contestó Salgado. —¿Qué?—dijo González, casi atragantándose con el sorbo del trago que estaba bebiendo. —Aún no ha llegado la información oficial a la comisaría—dijo Salgado—. Tengo un amigo que trabaja en la frontera, él me contó ayer cuando nos juntamos. —¿Pero qué chucha pasó, si apenas llevaba dos meses allá?—preguntó González, sorprendido por la noticia. —¿Tienes tiempo?—dijo Salgado— Mi amigo me contó todo con lujo de detalles, incluidos los que no se sabrán. —Por supuesto que tengo tiempo—respondió González, recordando la amenaza que le había hecho Pérez, y que ya no se concretaría. II El capitán Dagoberto Pérez llevaba un mes y medio en el puesto fronterizo. El lugar al que había sido destinado no tenía ni la mitad de las escasas comodidades que había en su comisaría de origen, en la región de Atacama. El frío y la poca concentración de oxígeno en el aire hacían sus días cada vez más desagradables, y los constantes roces con sus compañeros lo tenían aislado en uno de los lugares más aislados del país. Pero lo peor de todo para él era estar rodeado de “cholos”, gente con rasgos aymara por doquier, y con un modo de hablar arrastrado que le incomodaba sobremanera, máxime pensando en la cuna que lo había visto nacer, y con el entorno socioeconómico con el que le gustaba codearse, que no era otro que aquel que giraba en torno a las esferas de poder. Inserto en una familia cuyos miembros prominentes ostentaban cargos de alto rango y responsabilidad dentro de carabineros, gracias a los sacrificios propios de una carrera profesional bien llevada, y con un tío ejerciendo como diputado reelecto debido al cariño que le tenían sus votantes, Pérez era la oveja negra de la familia, pues a cada rato intentaba usar a sus seres queridos como plataforma y 16
  • 17. escudo para cometer abusos de toda índole, sin pagar nunca las consecuencias de sus actos. Sin embargo su último delito fue lo suficientemente grande como para no quedar impune, haciendo obligatoria su destinación a otra comuna para evitar un evidente ajuste de cuentas contra quien creían que lo había delatado, y también evitar que los traficantes intentaran cobrar su cuota en ese perverso juego. El capitán Pérez se encontraba de turno una noche, en las cercanías de un paso fronterizo no habilitado, pero usado comúnmente por traficantes menores, burreros, y algunos aymaras que no se consideraban bolivianos ni chilenos, sino miembros de la raza que los vio nacer y cuya sangre llevaban con orgullo. Los policías ya conocían a todos quienes frecuentaban ese paso, así que para evitar problemas innecesarios dejaban pasar a los aymaras de siempre, lo que ocurría a ambos lados de la frontera como una suerte de acuerdo tácito, destinado a respetar a la etnia originaria del lugar, y a mantener las buenas relaciones locales entre ambos pueblos, ajenos del todo a los discursos de la clase política que de tanto en tanto inventaban conflictos limítrofes en una frontera administrativa. Cerca de las diez de la noche, y cuando el frío viento del altiplano arreciaba con violencia en el lugar, el sargento Mamani fue a buscar un poco más de mate de coca al vehículo para soportar el frío y la puna: al ver que no quedaba nada, decidió manejar hasta la comisaría para tener con qué pasar la noche. —Pérez, te quedas un rato solo acá. Si pasa algo me avisas por la radio—dijo el sargento. —Capitán Pérez, huevón, respeta mi rango—dijo Pérez mirando con odio al cholo vestido de carabinero. —Y tienes cara de echar encima tu grado después del cagazo que te mandaste… agradece que no te mandaron a la conchetumadre, huevón—respondió el sargento, mientras encendía el vehículo y empezaba el viaje de media hora a la comisaría. Pérez se quedó en la inmensidad de la noche solo, vigilando un pedazo de tierra que no parecía terminar en ningún lugar, pensando en quién querría pasar por ahí que no fuera un traficante. De pronto tres sombras aparecieron entrecortadas a la luz de la luna, acercándose al lugar en que se encontraba; de inmediato Pérez encendió una linterna y pasó bala en su ametralladora UZI. —¡Alto ahí, carabinero!—gritó Pérez hacia las sombras, dos de las cuales empezaron a mover sus manos en alto como si estuvieran saludando. —¿Sargento Mamani? Somos nosotros—dijo una arrastrada y parsimoniosa voz de mujer, con el típico timbre agudo del altiplano. —El sargento no está, soy el capitán Pérez, acérquense con las manos en alto y lentamente—dijo Pérez hacia las sombras. —Buenas noches capitán, soy Violeta Quispe y él es mi hermano José—dijo la joven muchacha, acercándose a la luz de la linterna de Pérez. —¿Qué hacen por acá a estas horas de la noche? —Traemos un encargo de nuestro padre—dijo la morena y menuda joven de larga cabellera, al hacerse visible en la inmensidad del desierto—. Nos pidió que fuéramos a comprar un llamito para una ceremonia a Bolivia, porque allá salen más baratos. 17
  • 18. —Un llamito para una ceremonia… ¿de verdad creen que me voy a tragar esa mentira?—dijo Pérez con voz altanera—Ese animal debe estar cargado de cocaína. —Esperemos al sargento Mamani, él nos conoce y le explicará…—empezó a decir el muchacho. —¿No sabes la diferencia entre un capitán y un sargento, pendejo?—preguntó Pérez, para luego agregar—. Ese huevón es mi subalterno, yo soy acá el que decide de ahora en adelante, cholos de mierda. —No le haga caso a mi hermano capitán, es arrebatado desde chico. Le diré a mi papá para que lo ponga en regla—dijo la muchacha, sujetando del brazo a su hermano y medio escondiéndolo tras ella. —No es asunto mío este cholo malcriado, lo que me interesa es la droga que traen en ese animal—respondió Pérez, cada vez más enojado. —Capitán, el llamito es para un ritual religioso, nosotros no llevamos droga, ni siquiera mascamos hoja de coca porque nacimos acá, así que no nos apunamos. Si quiere revise el llamito, no lleva nada encima. —No llevará nada encima, pero probablemente sí adentro—dijo Pérez pasando la ametralladora hacia su espalda y sacando un gran cuchillo con filo en un lado y borde aserrado en el otro. —¿Qué va a hacer con ese cuchillo?—preguntó asustada la muchacha. —¿Qué crees que voy a hacer, chola de mierda?—dijo airado Pérez—. Voy a abrirle la panza a tu bicho para sacarle la coca que trae dentro, y después meterlos presos a ustedes por tráfico. —¡No puede hacer eso!—gritó espantado el muchacho, cruzándose por delante del animal—. El llamito es sagrado, lo vamos a usar en una ceremonia, no lo puedes matar. —Quítate maricón, estás obstruyendo una operación policial—dijo Pérez avanzando hacia el animal, siendo nuevamente bloqueado por el joven aymara. —Por favor, esperemos al sargento, él le explicará—dijo la muchacha, casi paralizada en su lugar. —No metan a esa mierda de Mamani acá, el caso es mío—dijo Pérez dirigiéndose a la muchacha, para luego girar y tomar por la ropa al joven—. Y tú te sales de en medio, o no respondo. —No lo puede matar…—en ese instante Pérez tiró con fuerza de la ropa al muchacho lanzándolo al suelo, para luego tomar al llamito por la correa y darle un certero corte en el cuello, matándolo de inmediato. Cuando el joven vio morir al animal, se abalanzó sobre Pérez, el cual lo recibió con un violento puñetazo en la cara, para luego botar el cuchillo, tomar la ametralladora, y dispararle al muchacho cuatro tiros al abdomen. La muchacha estaba consternada, de la nada su hermano yacía en el suelo herido a bala y desangrándose, en un viaje que revestía una connotación religiosa y que ahora se había convertido en un desastre. —¡Maldito maricón, mataste a mi hermanito!—gritó la muchacha en medio de las lágrimas. —Fue en defensa propia. Además, cuando le abra las tripas a ese bicho y le saque de dentro la droga, se van a ir en cana por años—respondió Pérez poniéndole el seguro a la ametralladora. Justo en ese instante llegó al lugar el sargento Mamani, iluminando el lugar con las luces de la camioneta verde y 18
  • 19. blanca. —¿Qué chucha hiciste, pedazo de ahuevonado?—gritó Mamani, al ver al menudo José Quispe desangrándose en el suelo, y a Pérez con la ametralladora aún humeante. —Pillé a estos tratando de pasar ese animal cargado con cocaína… —Ni siquiera sabes de qué estás hablando, mierda—interrumpió Mamani—. ¿Sabes quiénes son estos niños? Qué vas a saber, si lo único que sabes es dejar la cagada en donde estás. —Te digo que son traficantes… —¡Cállate mierda!—gritó desaforado Mamani, tratando de encontrarle el pulso al joven—. Estos niños son los hijos del chamán Alfonso Quispe, él es una autoridad religiosa aymara, es conocido en todo el sur de Bolivia y el norte de Chile, maldito huevón. —¿Y qué me importa a mi, acaso le van a creer más a los cholos que a un capitán de carabineros?—dijo soberbio Pérez. —No te preocupes Violeta, tu hermano aún tiene pulso. Vamos en la camioneta al hospital regional—dijo Pérez, tomando en brazos al muchacho agónico y subiéndolo a la doble cabina del vehículo, al lado de su hermana. —Voy contigo adelante para completar el procedimiento—dijo Pérez, acercándose a la puerta del copiloto. En ese instante Mamani pasó por delante del capitán, empujándolo con violencia, lo que desestabilizó al oficial, dejándolo sentado en el suelo. —No sabes lo que hiciste huevón, no tienes idea lo que hiciste—dijo Mamani, mirando al capitán casi con pena, para luego subir a la cabina y partir raudo hacia el hospital para tratar de salvar a José Quispe. III —¿Que le disparaste a quién?—preguntó con voz incrédula el coronel Gamboa. —Mi coronel, los sospechosos aparecieron… —Llevas apenas seis semanas acá, seis semanas y baleaste al hijo del chamán Quispe—interrumpió iracundo Gamboa—. ¿Qué mierda tienes en la cabeza para degollar un llamito que traen dos hermanos en medio de la nada, y luego balear a un cabro de doce años porque te empujó? Maldito huevón, si no fueras sobrino del general Pérez ya estarías fuera de la institución hace años, ¿cómo mierda puedes ser tan distinto al resto de tu familia? —Coronel, si me deja explicarle… —Sal de aquí, ándate a tu casa, mañana haré un par de llamados para decidir tu próxima destinación—dijo Gamboa—. Y trata por favor de no toparte con nadie en el camino. —Coronel, si me da la oportunidad… —Yo te puedo dar todas las oportunidades que se me antojen Pérez, pero el asunto no es tan simple como parece—dijo Gamboa, mirando por la ventana—. Yo tampoco estoy de voluntario, no hay que ser un genio para darse cuenta que es un tremendo esfuerzo vivir y trabajar acá. Cuando llegué me costó entender un poco a esta gente, pero a diferencia tuya me dediqué varios meses a observar a los lugareños, y por sobre todo a los carabineros que estaban desde antes que yo. Aunque tu orgullo te diga otra cosa, hasta el raso más rasca sabe más que tú cuando llegas a un lugar que desconoces. 19
  • 20. —Entiendo mi coronel, le prometo que de ahora en adelante seguiré en silencio al sargento Mamani, aprenderé todo lo que él sepa, y lograré limpiar mi imagen— dijo Pérez, tratando de convencer con su discurso al coronel. —Lo que te acabo de decir es para que lo apliques en tu próxima destinación, de te acá te irás lo antes posible por tu propio bien—dijo Gamboa. —¿Por qué insiste en que debo irme, mi coronel?—preguntó casi con rabia Pérez —, ¿acaso teme que lo habitantes del lugar intenten hacerme algo, o que la familia del chamán tome represalias en mi contra? —Pérez…—empezó a decir Gamboa, para luego suspirar profundamente—. Mira, hay cosas que no se entienden desde nuestra formación. El chamán Quispe es un líder religioso querido y respetado, pero también temido, porque la gente le atribuye poderes. Yo nunca he visto nada por mis propios ojos, pero los rumores vuelan, y mucha gente cuenta cosas de este chamán. Inclusive un carabinero dice que vio cosas no explicables respecto de alguien que le quedó debiendo un animalito a Quispe. —Disculpe mi coronel, pero eso para mi es ignorancia. —Ese es otro motivo por el que tienes que irte, no puedes andar gritando a los cuatro vientos que las creencias de la gente que nos rodea es ignorancia. Ándate a tu casa, estás con permiso hasta el lunes. Buenos días—terminó de decir Gamboa, no dando pie a continuar el diálogo. Dagoberto Pérez estaba frustrado, nada estaba saliendo como debía salir, él debería estar en alguna oficina en Santiago haciendo trabajo administrativo y no en el extremo norte de Chile, cuidando la frontera y siendo cuestionado por balear a un cholo que de seguro era traficante, o que en poco tiempo más lo sería. Y ahora más encima estaban preparando una nueva destinación, por el miedo que todos le tenían al padre del cholo. Pero Pérez no pensaba quedarse callado o sin hacer nada, estaba dispuesto a desenmascarar a ese tal chamán Quispe, pues lo más probable es que fuera un traficante de marca mayor que usaba como pantalla lo de ser chamán. Si era capaz de aclarar ese caso, en vez de redestinarlo le darían la jefatura de la comisaría, y por fin podría limpiar ese antro de toda la basura que lo contaminaba. Pérez estaba terminando de vestirse. En ese momento, unos pasos apagados y que avanzaban con lentitud empezaron a sentirse en el pasillo que daba al vestidor, y que no se correspondía con el sonido característico de los bototos oficiales que todos usaban en la comisaría. Pérez sacó su arma de servicio y se acercó lentamente a la puerta. —¿Quién anda ahí?—preguntó con voz fuerte, sin recibir respuesta—. Soy el capitán Pérez, ¿quién anda ahí? De pronto Pérez vio una silueta menuda acercarse por el lado del pasillo en que había un tubo fluorescente quemado. Su semblante palideció al ver que se trataba de José Quispe, el chico al que le había disparado la jornada anterior. De inmediato Pérez amartilló su revólver y apuntó al joven. —¿Qué haces acá, cholo de mierda?—preguntó con miedo Pérez—. Ayer te metí cuatro tiros, no te pueden haber dado de alta altiro. Levanta las manos huevón, o te juro que con la quinta bala no fallo. 20
  • 21. El muchacho pareció no escuchar, y siguió caminando con su lenta y leve marcha hacia Pérez, quien sin mediar una nueva advertencia disparó de inmediato a la cabeza del niño. En ese instante el tubo fluorescente quemado se encendió, dejando el pasillo iluminado, una bala incrustada en la pared, y nadie más acompañando al oficial. Un par de segundos después todos los carabineros llegaron al lugar con sus armas desenfundadas. —Capitán Pérez, ¿qué pasó?—preguntó el sargento Mamani, mientras guardaba su revólver. —El cholo de mierda al que le disparé, vino a atacarme… ¿dónde chucha se metió?—dijo Pérez, aún asustado. —Mi capitán, con todo respeto, yo soy amigo del chamán Quispe, y ayer fui a visitarlo al hospital—dijo un carabinero de evidentes facciones aymaras—. El hijo del chamán está en la UTI, conectado a no sé qué máquina porque no puede respirar por sus propios medios. Quien sea que se haya metido acá, no era el niño. —¿Me están agarrando para el hueveo acaso?—preguntó Pérez, desconcertado —. Si creen que van a lograr echarme están muy equivocados, yo sé lo que vi, estaba en penumbras, justo debajo del tubo fluorescente malo, el que ahora está funcionando. —Capitán Pérez, por favor guarde su arma—dijo Mamani—. Acá no hay ningún tubo fluorescente malo, están todos funcionando normal, y evidentemente lo que sea que usted vio no fue el muchacho al que baleó. —¿Estás insinuando acaso que lo inventé?—preguntó enrabiado Pérez. —No capitán, estoy diciendo que no hay nadie en el pasillo que no sea carabinero, que el tubo fluorescente nunca ha estado malo, y que el muchacho al que le disparó está grave e internado en el hospital. No tengo idea qué habrá visto, yo sólo veo una bala incrustada en la pared—respondió calmadamente Mamani. Dagoberto Pérez guardó su arma, y enfiló sus pasos hacia los vestidores, mientras el resto de los carabineros volvía a su rutina normal. Mientras terminaba de amarrarse los zapatos intentaba entender qué diablos había pasado, sin lograr encontrar explicación alguna. Luego de cerrar su mochila salió al pasillo para dirigirse a la salida, encontrándose nuevamente con el tubo fluorescente en mal estado; de inmediato sacó su revólver y empezó a caminar apegado a una de las paredes. Cuando miró hacia atrás, a la puerta del vestidor, vio nuevamente la silueta de José Quispe, quien avanzaba lentamente hacia él. —Pendejo culiao—dijo el capitán, para dispararle dos tiros al cuerpo, instante en el cual la luz se normalizó, y la silueta desapareció en el aire. Pérez se devolvió al vestidor, viendo afirmado frente a su casillero al muchacho, quien parecía mirar permanentemente al suelo. —Cholo de mierda, ¡muérete de una vez!—gritó Pérez, descerrajándole nuevamente dos disparos. Dagoberto Pérez salió despavorido corriendo del pasillo de los vestidores, para llegar al salón central de la comisaría donde todos los carabineros estaban con 21
  • 22. sus armas desenfundadas y listos para ir en ayuda del capitán. El hombre apareció con ojos desorbitados y el arma apuntando al cielo, mirando a todos a ver si en alguno encontraba la explicación que necesitaba para no volverse loco. —Pérez, guarda el arma hombre, acá estás seguro—dijo frente a él el coronel Gamboa—. Veremos el modo de ayudarte, pero por favor, guarda ese revólver. —El cholo de mierda ese anda por acá, me está buscando para matarme—dijo Pérez, sin dejar de mirar a todos lados. —Tranquilo capitán, ya lo hablamos en el vestidor, el niño Quispe está hospitalizado grave, no pudo ser él a quien vio—dijo con voz suave Mamani. —Sé lo que vi, ese pendejo me está buscando para matarme—dijo Pérez. —Pérez…—empezó a decir el coronel. —¡Cállense mierda!—gritó Pérez, mirando para todos lados, y sin bajar su arma —. Ustedes le tienen miedo a ese…—de pronto su mirada se clavó en la puerta de entrada de la comisaría—. Ahí está… Los ojos de los carabineros se dirigieron al punto que indicaba Pérez con su arma. En el lugar todos vieron la silueta de José Quispe, parado mirando al suelo, y con las cuatro heridas visibles en su polera ensangrentada. —Dios mío, este huevón tenía razón—dijo espantado el coronel Gamboa. —Les dije que era ese cholo de mierda, se los dije—dijo Pérez. En ese instante la silueta levantó la cabeza y miró con sus vacíos ojos al capitán. —No puede ser, ese niño estaba hospitalizado grave anoche—comentó casi como un susurro el carabinero amigo de la familia. —Pero no te saldrás con la tuya, jamás, cholo de mierda—dijo Pérez, para luego abrir su boca, introducir el cañón de su revólver y disparar la última bala que quedaba en la nuez. En ese preciso momento, la silueta en la comisaría desapareció, para no volver a aparecer nunca más. IV Pablo González estaba casi paralizado en su asiento, con la piscola aún en su mano y sin querer creer lo que Manuel Salgado le estaba contando. —No lo entiendo… ¿pero no me acababa de decir que lo habían muerto?— preguntó González, aún sorprendido con la historia. —Esa es la versión oficial que llegará a la comisaría—dijo Salgado, apurando el último sorbo de su trago—. La historia dirá que hubo un enfrentamiento con traficantes en la frontera, que Pérez disparó su carga completa, y que una bala disparada por los traficantes le dio de lleno en la boca, matándolo instantáneamente. —¿Y alguien sabe qué diablos fue lo que pasó, acaso era el fantasma del niño el que lo andaba penando?—preguntó intrigado González. —Parece que no, porque el niño no murió, dicen que ya despertó y que sigue recuperándose de sus heridas—respondió Salgado. —Entonces nadie sabe qué o quién era ese niño—dijo González —Mi amigo dice que es obra del chamán, que así se encargó de vengar el baleo a su hijo—dijo Salgado—. Yo no sé de esas cosas Pablo, lo único que sé es que 22
  • 23. Pérez se mató, y por fin nos sacamos ese cacho de encima. Ahora simplemente hay que seguir viviendo no más. —¿Y la familia del capitán aceptará esa historia sin chistar?—preguntó González a Salgado, quien sacaba en ese instante su billetera. —Eso espero; si no, empezarán las investigaciones y esta cosa se pondrá color de hormiga—comentó Salgado—. De todos modos, como fueron ellos los que encubrieron lo de tu sapeo, no me extrañaría que también hubieran inventado esta historia medio heroica. Tú sabes, siempre es bueno tener un mártir en la familia. Ya Pablo, me voy, voy a dejar pagada la cuenta. —No es necesario… —Por lo menos esta vez pago yo—dijo Salgado—. Cuando ya tengas un sueldo seguro, tú invitas. —Está bien. Gracias Manuel, estamos en contacto—dijo González —Por supuesto, cuídate—dijo Salgado, despidiéndose de González y abandonando el bar. Un par de minutos después, Pablo González salió del bar para ir a su hogar. Si bien es cierto la extraña muerte de Pérez lo sorprendió, al menos ahora tenía un problema menos del cual preocuparse. Pese a todo, el destino empezaba a mostrarle una cara algo más sonriente para su incierto futuro. FIN 23
  • 24. El caso de las joyas fantasmas I Ernesto Benavides estaba terminando de ordenar el dinero para pagar el mes de trabajo a Pablo González. El joven ex carabinero le era de mucha ayuda para poder agilizar los trámites necesarios para terminar todas las investigaciones pendientes, pero luego de cuatro meses dedicado sólo a labores administrativas se notaba algo alicaído. Si bien es cierto González no se quejaba ni reclamaba, sus años de experiencia le permitieron darse cuenta que si no empezaba a compartir los casos, el joven decidiría en cualquier instante buscar un nuevo rumbo para su futuro. Esa mañana González estaba a las nueve de la mañana en la oficina, listo para empezar a revisar sus pendientes y ordenar el día para alcanzar a hacer todos los trámites que pudiera. Cuando llegó, se encontró con su pequeño escritorio medio desordenado, y a su jefe reordenando todo lo que había hecho el día anterior. —Buenos días don Ernesto, ¿cómo está, necesita algún certificado para luego?— preguntó González, sacándose la chaqueta para empezar a trabajar. —Buenos días. No Pablo, no necesito nada especial, al menos no por ahora. —Ah… ¿está revisando cómo voy de atrasado con la pega, entonces?—volvió a preguntar González, tratando de entender en qué estaba su jefe. —No, no te estoy controlando Pablo. —¿Pasó algo, don Ernesto?—preguntó González, temiendo que las finanzas del negocio no alcanzaran para dos personas. —Sí Pablo, pasó algo—dijo Benavides sacándose los lentes y dejando de lado la carpeta que estaba leyendo—. Pasa que has estado trabajando mucho y muy bien estos cuatro meses, haciendo toda la pega administrativa que estaba pendiente. Pero yo no te contraté para eso, mi idea era y es tener un segundo investigador, para poder abarcar más casos. Así que desde hoy me dedicaré a completar tu pega, pues el próximo caso que llegue será tuyo. Yo te voy a ayudar en lo que necesites, pero la cara visible y quien tome las decisiones serás tú. —Muchas gracias don Ernesto, haré todo lo posible por no defraudarlo. —Más te vale, porque tu sueldo y parte del mío saldrá de ese caso—respondió Benavides, volviendo a sumergirse en la papelería pendiente. Tres días después, González estaba aburrido de no hacer nada, mientras Benavides estaba absorto en terminar de cerrar los casos pendientes, pasando la mayor parte del tiempo fuera de la oficina. Esos días le permitieron a González darse cuenta de lo difícil que debía ser para Benavides coordinar todo para tener el dinero de su sueldo a fin de mes; inclusive había llegado a pensar que a veces el viejo dueño de la agencia podría hasta sacar menos ganancias para no quedar en deuda con él. Mientras su mente divagaba en las dudas que le generaba su trabajo, la puerta de acceso se abrió, dejando entrar a una mujer añosa de ropa antigua pero bien cuidada y limpia, con aspecto de haber vivido tiempos mejores. —Buenos días, ¿usted es el detective privado?—preguntó la mujer. —Buenos días—respondió algo descolocado González—. Mi nombre es Pablo 24
  • 25. González, trabajo con don Ernesto Benavides, el dueño de la agencia. Asiento, cuénteme en qué la puedo ayudar. —Mi nombre es Marta Goya, y necesito ayuda por un problema del robo de unas joyas—dijo la mujer. —¿Hizo la denuncia a carabineros o investigaciones?—preguntó González, intentando empezar a recabar información. —El problema señor González, es que sospecho que el ladrón es un fantasma— dijo con seriedad la mujer. —Disculpe señora Goya, pero no entiendo a qué se refiere. —Verá, hace años estuve casada con un hombre millonario, muy dadivoso pero extremadamente mujeriego. Luego de diez años de aguantar sus infidelidades decidí separarme, a lo que él accedió sin problemas, dejándome una cantidad muy considerable de dinero, pero en joyas y oro, pues siempre consideró que el dinero era demasiado volátil, y uno siempre podría echar mano a metales y piedras preciosas. —Y supongo que él le enseñó a guardar dichas joyas en el hogar, porque los bancos cobran y son inseguros—comentó González, recordando más de algún robo similar que le tocó ver en gente añosa y desconfiada. —Exactamente—respondió la mujer—. Bueno, el asunto es que algunos años después conocí a un hombre bueno y tierno, cariñoso y fiel, pero sin los medios de mi primer marido. Con él convivo hace treinta años, tenemos un hijo maravilloso de veintiocho años que ya es profesional y vive con su pareja hace un año, así que nuevamente estamos solos en casa. —Ya veo. —Después que mi hijo se fue de la casa, empezaron las desapariciones de mis joyas. Al principio no me daba cuenta, hasta que un día se me ocurrió revisar mi escondite secreto, y encontré que… —Disculpe que la interrumpa—intervino González—, ¿a qué se refiere con escondite secreto? Supongo que no es una caja fuerte con clave. —Bueno…—dijo la mujer algo avergonzada—, mi ex marido me enseñó que el escondite más seguro es a la vista de todos, así que mandé a hacer un amoblado de comedor cuya mesa y sillas tienen las patas huecas… —Y utiliza esos espacios para guardar sus joyas—dijo González—. Bueno, ahora cuénteme cómo se dio cuenta del robo y por qué sospecha que los hechores son fantasmas. —Bueno, cuando me di cuenta que una de las patas de las sillas estaba sin las correspondientes joyas, llamé de inmediato a carabineros y empecé a buscar los certificados para hacer la denuncia formal—siguió relatando la mujer—. Cuando llegaron los carabineros les quise mostrar la pata hueca de la silla, pero al sacarle el tapón, encontramos las joyas en su lugar. —Ajá… ¿Y está segura de no haberse equivocado de silla, o de pata?—preguntó González, mientras intentaba encontrarle la lógica a un caso que parecía no tener mucho futuro. —No, porque sé qué es lo que hay en cada pata. —Cuénteme señora Goya, ¿de qué viven usted y su conviviente?—preguntó González. —Los dos recibimos jubilaciones, no muy grandes que digamos pero al juntarlas alcanza para sobrevivir—respondió Goya—. La casa es propia así que no pagamos arriendo, y cuando hay algún imprevisto, recurrimos a alguna de mis joyitas para empeñar o vender, dependiendo del apego y de la necesidad 25
  • 26. económica. —Bueno señora Goya, me gustaría visitar su casa mañana, para revisar el lugar y ver qué encuentro—dijo González—. Después la pondré en contacto con el dueño de la agencia para que se pongan de acuerdo con los pagos y los plazos de la investigación. —Muchas gracias señor González, lo espero mañana entonces, y gracias por tomar mi caso—dijo la mujer, poniéndose de pie y saliendo de la oficina, en el preciso instante en que Ernesto Benavides venía de vuelta de hacer los trámites pendientes. —¿Quién es esa señora, Pablo?—preguntó Benavides. —Mi primera clienta—respondió González, preocupado. II Poco antes del mediodía del día siguiente, Pablo González estaba llegando a la casa de la señora Goya. La construcción era antigua pero de material sólido, y aún parecía presentar reminiscencias de un pasado mejor. González golpeó la puerta, siendo recibido por un hombre alto y viejo, apoyado en un bastón. —¿Qué desea, joven?—preguntó el hombre con voz grave pero suave. —Buenos días, soy el detective privado Pablo González. ¿Se encuentra la señora… Marta Goya?—dijo González, leyendo el nombre de la mujer en una pequeña libreta de bolsillo. —Ah, usted es el detective que contrató mi señora por lo de sus joyas. Pase joven, adelante—dijo el hombre, haciendo pasar a González. En el instante en que entró, un fuerte golpe se escuchó en el piso, bajo el anfitrión—. No se asuste, es mi pata de palo. Hace años tuve un accidente laboral y me amputaron la pierna izquierda bajo la rodilla. Se supone que esta cosa sería temporal, hasta conseguir una prótesis, pero la mentada pata ortopédica nunca llegó, así que me quedé con esta. —Ya veo—dijo González, mirando la arcaica prótesis de madera, pero que parecía ser completamente funcional, al menos para su dueño—. Disculpe señor… —Manríquez, Arturo Manríquez—respondió el hombre a la frase abierta de González—. Asiento joven, y perdone el no haberme presentado, creí que mi señora le había dado mis datos. —No, de hecho conversamos muy someramente acerca del caso. Quería saber qué piensa usted acerca de la desaparición y reaparición de las joyas de su señora—preguntó González, mientras sacaba su libreta de notas. —No lo sé, es algo muy extraño—dijo el hombre, dejándose caer en uno de los sillones—. Mi señora es muy metódica para todo, tiene todas las facturas y boletas de lo que hay en esta casa, de lo que ella tenía y de las cosas que hemos comprado. Si usted viera nuestro ropero… le faltan letreritos a cada cosa, no hay nada que se le escape. Todos esos chiches que están en ese mueble, están en esa misma posición hace años. Mi señora es de las que va de compras sin lista y saca la cuenta mental, antes que el vendedor le diga el total. —O sea es extremadamente metódica, ¿y eso qué tendría que ver con el asunto de las joyas?—preguntó González. —Que lo de sus joyas no tiene que ver con que se le hayan extraviado ni que se 26
  • 27. le olvide dónde están, que es lo primero que la gente joven piensa de nosotros, los viejos—respondió Manríquez. —Ah claro—comentó González—. ¿Y qué cree usted que pueda estar pasando? Porque su señora comentó en la oficina que ella cree que esto es obra de fantasmas. —Es lo único que se nos puede ocurrir, señor González—dijo Manríquez—. A esta casa casi no vienen visitas, y si mi esposa no hace la denuncia a carabineros, jamás me hubiera enterado que ella tenía joyas; digo, ¿a cuánta gente se le podría ocurrir perforar patas de muebles para meter una fortuna? —Si bien es cierto no son muchos, tampoco es la única—respondió González. —Ahora, lo que más nos intriga es que las joyas reaparezcan. Se supone que un ladrón común se las roba y las vende, por eso lo único que se nos ocurrió es que fueran fantasmas—dijo Manríquez. —Señor González, ¿cómo está?—dijo Marta Goya, apareciendo por el pasillo que comunicaba el estar con los dormitorios—. Qué bueno que haya venido. Veo que ha estado confesando a mi Arturo. —Buenos días señora Goya—respondió González, poniéndose de pie y saludando de mano a la dueña de casa—. Para nada, hemos estado conversando un poco acerca de usted y el asunto de sus joyas. —¿Y a qué conclusión llegaron?—preguntó Goya. —Hasta ahora a ninguna. Señora Goya, ¿podría ver dónde y cómo oculta sus joyas?—pidió González. —Claro. Quédese sentado no más—dijo Goya. La añosa mujer ataviada con una vieja bata de levantar de seda se puso de pie, tomó una de las sillas del comedor y la llevó donde González, sentándose a su lado en el sofá, con la silla con las patas hacia arriba. La mujer tiró con fuerza de una de las patas, la cual se empezó a separar del cuerpo de la silla con lentitud; de pronto se sintió un leve crujido, luego del cual la mujer giró la pata de modo tal que quedó completamente por fuera del asiento de la silla. En ese instante empezó a resbalar desde el interior de la pata una delgada bolsa plástica, en cuyo interior se podían ver varias cadenas de oro, y un par de piedras redondas de tamaño considerable, aparentemente perlas. La señora Goya le pasó la silla a González, quien vio que la pata tenía al menos tres gruesas espigas de madera, que le daban la fuerza y estabilidad como para no quebrarse con el uso, ni salirse accidentalmente al levantar la silla; el cuarto soporte era un eje metálico cilíndrico que hacía las veces de bisagra, y sobre el cual giraba la pata para así poder liberar su contenido. Con la venia de la dueña de casa, González abrió las otras tres patas, dejando caer bolsas plásticas parecidas a la primera expuesta, que contenían todo tipo de joyas de metales y piedras preciosas. —Muy ingenioso el sistema—comentó González. —Es el invento de un mueblista amigo de mi ex esposo, fue diseñado para él originalmente, pero luego lo convencí de hacerme un trabajo similar—dijo la mujer, casi orgullosa. —Y estas bolsas, ¿de dónde las sacó?—preguntó González, viendo que algunas tenían inscripciones impresas algo borrosas, pero donde se podía ver el apellido de alguien y un número telefónico. —Esas son bolsas de la casa de empeño donde he llevado alguna de mis piezas para venta o empeño—respondió la mujer—. Como me gustó el modelo, después 27
  • 28. conseguí otras similares para guardar el resto de mi patrimonio. —Ya veo—dijo González mientras descifraba el nombre y el número telefónico, y los anotaba en su libreta, para luego devolverlas a su dueña—. Muchas gracias señora Goya, voy a ver qué otros datos logro conseguir para ayudarla con la desaparición de sus joyas. —Le agradezco la visita, señor González—dijo Goya—. Déjeme guardar las joyas para acompañarlo a la puerta. La mujer tomó las bolsitas y casi de memoria las guardó en las patas de cada silla. De pronto miró al trasluz una de ellas, para luego vaciar el contenido de otra de las patas e intercambiar ambos envases, mientras susurraba en voz baja “vieja loca”. —¿Necesita ayuda, señora Goya?—preguntó González. —No, no, fue una tontería mía, me equivoqué de pata, parece que confundí las bolsas—dijo la mujer, contrariada consigo misma. —Un error lo comete cualquiera Martita, no te mortifiques con tan poco—dijo Manríquez. —Ya, está todo en su lugar, ya pasó—dijo Goya, para luego dirigirse al visitante— Señor González, lo acompaño a la puerta, gracias nuevamente por su visita. —Por nada señora Goya. Acá está el teléfono de mi jefe, llámelo para que se pongan de acuerdo en el contrato y en los plazos del trabajo. Hasta pronto señora Goya, señor Manríquez—dijo González, para abandonar el domicilio y dirigirse a la agencia. Diez minutos después, González estaba de vuelta en la agencia, donde Benavides seguía con el trabajo administrativo. —Hola Pablo, ¿y, cómo va el caso?—preguntó el dueño de la agencia. —Por ahora creo que va, jefe. Esperaré a que la señora Goya lo llame confirmando el trabajo para empezar con las diligencias—respondió González. —Entonces empieza al tiro, porque llamó hace unos ocho minutos para dar el visto bueno y empezar a investigar—dijo Benavides. —Excelente jefe, iré entonces de inmediato a la casa de empeños a conseguir la información que necesito—dijo González, esbozando una sonrisa. III —Buenos días señor, ¿en qué lo puedo ayudar?—preguntó la mujer tras la ventanilla. —Buenos días, mi nombre es Pablo González, soy detective privado. Necesito saber si puedo hablar con el dueño de la casa de empeño. —No, el dueño no se encuentra, anda fuera de Chile. ¿En qué lo puedo ayudar? —Necesito información acerca de una cliente de acá—dijo González. —No se puede, tenemos prohibido entregar información acerca de los clientes—la mujer pareció mirar hacia los lados, para luego inclinarse hacia delante en la ventanilla, acto que replicó González al entender que le quería decir algo en secreto—. Hable con el tasador, él es medio suelto de lengua, pero como hace bien su trabajo, no lo echan. 28
  • 29. González se acercó a una parte abierta del mesón, donde se encontraba un hombre gordo rodeado de lupas, linternas, reactivos químicos y pocillos de porcelana de diversos tamaños, con cara de pocos amigos. —Buenos días, ¿le puedo quitar un par de minutos?—preguntó González al hombre que parecía no hacer nada. —Tu cara me suena—dijo el hombre, frunciendo el ceño como para poder enfocar mejor la vista—. Tú eres el matapacos, ¿cierto? Un amigo mío estuvo metido cuando le sacaste la cresta a un capitán. ¿En qué te ganas la vida ahora? —Soy detective privado—respondió secamente González. —Ah, ¿y ya no le pegas a los pacos? —Ese incidente está en el pasado. Y no, no golpearía a un carabinero ni a nadie por puro gusto—dijo González, pensando que en ese caso podría hacer la excepción. —¿Y qué andas haciendo por acá, quieres empeñar algo o estás investigando a algún traficante o ladrón de joyas?—preguntó el tasador con curiosidad. —Necesito información de una cliente de acá, pero la señorita de la ventanilla me dijo que tienen prohibido dar algún dato de la gente que empeña cosas acá. —Estas lolas le tienen miedo al jefe—dijo el hombre, tomando un sorbo de bebida que tenía en un vaso al lado de su lupa más grande—. Cuéntame, ¿a quién investigas? —Necesito que me cuentes qué sabes de una señora Marta Goya—dijo González. —¿La señora Martita?—preguntó el hombre—Esa señora tiene un gusto exquisito, y trae unas joyas maravillosas. Es extremadamente ordenada, cada vez que viene trae un catálogo donde aparecen las fotos de sus joyas para demostrar que son legales, y las facturas para acreditar su propiedad. —¿Viene muy seguido? —Si mal no recuerdo, algo así como dos o tres veces al año—respondió el tasador—Generalmente se aparece por acá cuando tiene que hacerse algún examen caro, y para cumpleaños de su marido y su hijo. No se lleva la tasación completa, sólo pide el dinero que necesita, y lo cancela siempre a tiempo. Con ella nunca ha habido problemas. —¿Cuando fue la última vez que vino?—preguntó González. —No sé, hace siete u ocho meses al menos—dijo el hombre gordo, lo que no se condecía con las fechas de los robos. —¿Y siempre le dan de esas bolsitas largas? —Sí, en esas bolsitas devolvemos las joyas—dijo el tasador—. En todo caso ella casi no las necesita pues trae las propias, pero por cortesía igual se las entregamos. El que sí las necesita es el marido, el cojo Henríquez, se pasó para desordenado ese hombre. —¿Y cuándo estuvo acá por última vez el señor Manríquez?—preguntó algo sorprendido González. —La semana antepasada—respondió el gordo—. El tipo siempre anda apurado, su dichosa pata de palo resuena cada vez que viene por acá, pero es igual de buen pagador que su esposa, así que no hay dramas con él; eso sí, el tipo no deja que pase mucho tiempo, en un par de días paga y recupera las joyas. —¿Y son las mismas joyas que trae su señora?—preguntó González. —Sí, las mismas. De hecho no le pido los certificados, porque se los he visto a 29
  • 30. ella. Y como sé que el tipo pagará rápido, es negocio seguro—respondió el hombre, mirando divertido cómo González anotaba todo lo que él decía. —Muchas gracias por su tiempo—dijo González, extendiendo su mano para despedirse del tasador. —De nada, es un honor haber conocido en persona al matapacos—respondió el gordo, quien agregó, mientras González salía del lugar satisfecho pero algo contrariado—. Vuelve cuando quieras, te tendré un crédito mayor para cualquier empeño. IV Pablo González estaba en la oficina redactando el informe del caso. Aún le costaba un poco ordenar las ideas de modo tal que no pareciera un parte policial, y que se entendiera lo que quería decir. De pronto sintió a alguien tras él, leyendo por sobre su hombro. —Veo que te tocó un caso fácil para empezar, ya descubriste al culpable—dijo Benavides, satisfecho. —Tengo el quién, pero aún me falta el cómo y el por qué—respondió González. —¿Y cómo pretendes hacerlo, lo encararás frente a su esposa o tratarás de hablar con él en privado?—preguntó Benavides. —El informe final es para la clienta, a ella le debo entregar este documento—dijo González—. Aún no he decidido cómo lo haré para aclarar lo que me resta, pero probablemente conversaré con los dos juntos. —Bueno, el caso es tuyo así que tú decides los procesos. Espero tus novedades —dijo Benavides, para luego salir a una notaría para legalizar una fotocopia. Para González el caso estaba terminado gracias al testimonio del tasador, quien reconoció sin problemas al marido de Marta Goya como el culpable de la sustracción de las joyas. La redacción del informe lo estaba complicando al no poder incorporar el móvil y el modus operandi, así que decidió visitar a la pareja para confrontar los hechos y aclarar todo de una vez; sólo esperaba tener la capacidad de resolver la situación sin que se le escapara de las manos. González llegó a pie al domicilio de los Manríquez Goya. Luego de los saludos de rigor pasaron a la sala de estar: había llegado el momento de probar que podía desempeñarse como detective privado. —Cuéntenos señor González, ¿qué novedades nos tiene?—preguntó ansiosa Marta Goya. —Bueno, después de entrevistarme con ustedes decidí visitar la casa de empeños de donde vienen las bolsitas de sus joyas—empezó a relatar González —. Cuando conversé con su marido, él me contó que usted es casi obsesivamente metódica para todo. —Sí, eso es verdad, a veces se me pasa la mano, pero así me educaron— respondió Goya. —Cuando usted estaba guardando las joyas en las patas de sus sillas, se equivocó en una de ellas. —Sí, es que ando un poco distraída tal vez—argumentó la mujer. 30
  • 31. —Me parece que no—dijo González—. Lo más probable es que se equivocó porque la bolsa original en que estaba era de las transparentes, y ahora estaba guardada en una rotulada. —Tiene razón—dijo la mujer, sorprendida—Vaya, si no me lo cuenta usted, aún no me habría dado cuenta del por qué de mi error. —El asunto es que el tasador de la casa de empeños me dijo que sus joyas habían sido empeñadas hace dos semanas—dijo González, tragando saliva—. Este hombre reconoció a su esposo como el hechor. —¿Qué, está loco acaso, joven?—dijo el hombre, algo descolocado—Le dije que no sabía lo de las joyas de mi esposa. Ese tipo debe estar equivocado. —Señor Henríquez, el tasador mencionó su apellido, y el hecho que usted usa una prótesis de madera, que suena mucho cada vez que usted visita la casa de empeños—dijo González. —De partida no soy Henríquez sino Manríquez, y por otro lado no conozco la casa de empeños que visita mi señora—el hombre se puso de pie y se dirigió a la puerta—. Marta, vamos a ir con el señor González a la casa de empeños a encarar a ese mentiroso, espéranos acá por favor. —Arturo, si fuiste tú no importa, después me explicas en privado por qué lo hiciste, no hay problema—dijo la mujer, mirando con pena a su conviviente. —Que no fui yo Marta, ¿acaso no me crees?—dijo el hombre, yendo hacia su mujer y dejando en la puerta a González, quien se quedo sujetando el picaporte y jugando con él mientras la pareja discutía. —En serio Arturo, no me importa, no quiero discutir frente al señor González, ni que pases malos ratos en la casa de empeños. No vale la pena, tú sabes que pese a todo… —Disculpe señora Goya—interrumpió González—, ¿por casualidad el mueblista que fabricó su mesa y sus sillas hizo también la puerta de entrada? —Veo que se dio cuenta de la mano del señor Henríquez—dijo Goya—. Cuando mandé hacer el comedor quise que hiciera juego con el entorno, y lo único que se me ocurrió fue la puerta. —Sí, me acabo de dar cuenta de la mano de este señor Henríquez—dijo González, enrabiado—. Necesito que vayamos a su taller, por favor. V Dionisio Henríquez se encontraba terminando de encolar las espigas de madera de una cava de madera que le habían encargado. Como buen mueblista de la vieja escuela, estaba acostumbrado a usar la menor cantidad de clavos y tornillos, pues las uniones por encaje de madera contra madera reforzadas con cola o neoprén duraban mucho más y su acabado era de mejor calidad. Cuando se disponía a poner las prensas para fijar las uniones, tres personas entraron a su taller, dejándolo con el alma en un hilo. —Bue… buenas tardes… señora Goya, ¿cómo está?—dijo con voz entrecortada Henríquez. —Buenas tardes señor Henríquez, soy el detective privado Pablo González. Sabe por qué estamos aquí, ¿correcto?—dijo González, parándose delante de la pareja. —Yo… no… es que… 31
  • 32. —Señor Henríquez, podemos hacer esto por las buenas o por las malas—dijo González con voz firme—Siéntese y explíquenos por qué robó las joyas de la señora Goya. —Yo… yo no robé nada… sólo las tomo prestadas y después las devuelvo, nada más—dijo avergonzado el hombre, dejándose caer en la banca en que reposaba, evidenciando una prótesis de madera en su pierna derecha. —Por eso lo confundieron conmigo, también está amputado—dijo sorprendido Manríquez. —Yo no quería hacer daño… no soy un hombre malo… sólo tengo una enfermedad que no puedo controlar… soy ludópata—dijo el hombre al borde de las lágrimas. —¿Esa enfermedad en que la gente necesita apostar?—preguntó Goya. —Yo nunca le he robado nada a nadie, pero no puedo controlar mis apuestas compulsivas—empezó a relatar Henríquez—. Cuando me contrataron para hacer el amoblado de comedor, y la señora Goya me pidió que hiciera esas patas huecas falsas, entendí que era para esconder joyas. —¿Y cuándo se le ocurrió lo de la puerta?—preguntó González. —La señora me dijo que quería hacer algo en el comedor que hiciera juego con el amoblado. Ella me pidió colocar unas vigas desnudas en el techo, y ahí se me ocurrió sugerir una puerta. —Y en la puerta colocó un sistema similar al de las patas para correr el picaporte y abrir desde fuera sin forzar la cerradura—dijo González. —Sí… cuando fui a instalar la puerta vi a la pasada al marido de la señora Goya… cuando me di cuenta que tenía una pata de palo como la mía, pensé que en vez de robar las joyas las podría sacar de la casa, empeñarlas y luego devolverlas… no me gusta robar, por eso preferí empeñar. —Supongo que siguió alguna vez a la señora Goya para ver la casa de empeño, y luego simplemente se hizo pasar por su marido, llevando las mismas joyas— agregó González. —Así es… por favor perdónenme, nuca quise hacerles daño—dijo Henríquez. —¿Y cómo sacaba las joyas de la casa?—preguntó Goya. —Así—dijo González, acercándose a Henríquez para tomar el extremo de su prótesis de madera, traccionarlo, y dejar ver un espacio suficiente como para que cupieran dos o tres bolsas de joyas—. Lo más seguro es que en alguna ocasión le cambiaron las bolsas en la casa de empeños, y eso hizo que la señora Goya se confundiera al rellenar las patas de las sillas. —Sólo hay algo que no logro entender, ¿cómo es que siempre logró recuperar el dinero de las joyas para devolverlas a su lugar?—preguntó Manríquez, algo menos enojado. —Es que soy hípico, desde cabro chico le apuesto a los caballos, y nunca pierdo… por eso uso una parte del dinero empeñado para jugar todo lo que pueda, y reservo lo justo para recuperar la plata apostando a los caballos—dijo Henríquez, para luego quedar mirando al piso, avergonzado—. ¿Qué va a pasar conmigo ahora? —Mi trabajo termina acá—dijo González—, les dejo a ustedes la decisión de denunciar o no. Señora Goya, pase por favor en un par de días más a la oficina a buscar el informe final de la investigación y a arreglar con mi jefe lo de los honorarios. Señor Manríquez, le pido mil disculpas, nunca fue mi intención acusarlo injustamente, creo que me dejé llevar por las evidencias incompletas, y por mi inexperiencia. 32
  • 33. —Gracias por todo señor González, y no se preocupe por el mal rato, al fin y al cabo logró resolver el caso—dijo Manríquez, estrechando la mano de González, quien salió del taller del mueblista ludópata conforme con el resultado de su trabajo, y feliz al haber encontrado un nuevo camino en su vida. FIN 33
  • 34. El caso del marido engañado I Ernesto Benavides y Pablo González estaban trabajando afanosamente cada cual en su escritorio, poniéndose al día con el papeleo necesario para poder cerrar cada caso. Luego de meses trabajando juntos, la agencia de detectives privados había tomado un nuevo aire, ampliando la cartera de clientes lo cual les permitía tener una mayor holgura económica, dentro del restringido mercado existente fuera de la capital, pero que estaba tomando bríos gracias al auge de la minería y del turismo no convencional; así, con una población flotante mayor y con la llegada de nuevos habitantes a la región, paulatinamente se estaban haciendo de un nombre, y ganándose la confianza de la población. Esa mañana llegó a la oficina un hombre alto y obeso, con cara de asustado y de indeciso, que parecía no estar seguro de querer estar en ese lugar. Benavides le hizo una seña a González para que él se hiciera cargo del voluminoso y temeroso hombre. —Buenos días señor, pase, siéntese—dijo González en tono afable—. Mi nombre es Pablo González, ¿en qué lo puedo ayudar? —Eh… buenos días… no estoy seguro de estar haciendo lo correcto—dijo el hombre, poniéndose de pie. —No hay problema señor, si está indeciso en lo que necesita tómese el tiempo que requiera para pensarlo—dijo González, con una leve sonrisa. —Es que… ¿le puedo contar mi problema?—preguntó el hombre mientras se volvía a sentar. —Por supuesto, cuénteme su problema sin compromiso, a ver si lo podemos ayudar. —Bueno, mi nombre es Ernesto Navarro, soy de Santiago, me vine a trabajar acá en una minera, como chofer—dijo el hombre, aparentemente algo más cómodo—. Como usted sabrá nosotros trabajamos en sistema de turnos, en que estamos una semana en la mina y otra en nuestras casas. —¿Hace cuánto tiempo está trabajando acá?—preguntó González. —Yo llevo algo más de dos años trabajando y viviendo acá—dijo Navarro—. El contacto para el trabajo lo hizo un amigo mío, con el que trabajábamos en Santiago. Un conocido de él le dijo que había dos puestos disponibles, y él de inmediato pensó en mí, así que lo conversé con mi señora y nos vinimos para acá, junto con él y su esposa. —¿Y acá les va mejor que allá? —Por supuesto, acá el trabajo es con contrato, allá trabajábamos haciendo fletes de carga, y la competencia se estaba haciendo cada vez más complicada—dijo Navarro—. Acá uno cumple sus turnos, recibe un sueldo fijo bastante bueno, y tiene tiempo para compartir con la familia. —Ya veo—dijo González—. ¿Y qué necesita de nuestra agencia, señor Navarro? —Parece que mi esposa me está gorreando—respondió el hombre avergonzado, y mirando hacia el piso. —¿Por qué sospecha que su esposa lo está engañando?—preguntó González con un tono más suave. 34
  • 35. —Ya no es igual conmigo—dijo Navarro—. En Santiago la pasábamos muy bien, salíamos harto, teníamos buen sexo. Pero desde que llegamos acá la cosa empezó a apagarse, ella como que no tiene ganas de estar conmigo cuando me toca estar en la casa, salimos poco, estamos casi todo el tiempo mirándonos las caras en la casa. Mi amigo me dijo que tenía que reconquistarla, sacarla a fiestas, salir de compras o a comer, lo que fuera, pero hasta ahora nada de eso ha resultado. —¿Ustedes tienen hijos, señor Navarro?—preguntó González, para intentar entender el entorno familiar del apesadumbrado hombre. —No, aún no, preferimos postergar lo de los niños hasta tener mayor estabilidad económica. Tal vez fue mejor así… —¿Usted sospecha de alguien, señor Navarro?—preguntó González. —Lamentablemente sí—dijo el hombre—. Estoy casi seguro que mi señora me engaña con mi amigo, el que me consiguió el trabajo. —¿Alguna razón en especial por la que sospeche de él?—preguntó González, mientras miraba de reojo a Benavides, quien no dejaba de hacer su papeleo. —Es demasiado evidente, cuando mi amigo y su señora llegan a la casa, el ánimo de mi señora mejora de inmediato. Además, no tenemos el mismo turno con mi amigo, nos topamos a veces no más en la pega, así que la mayor parte del tiempo en que yo estoy arriba, él está acá en la ciudad—respondió Navarro. —Está bien señor Navarro, necesito que me de sus datos personales y las fechas de sus turnos, y luego pase a conversar con mi jefe para ver el asunto de las tarifas de nuestros servicios. En cuanto haya novedades me pondré en contacto con usted para ponerlo al tanto de mis hallazgos—dijo González. Una vez que Ernesto Navarro acordó la forma de pago con Ernesto Benavides, se retiró de la oficina a esperar que en el menor plazo posible le entregaran una respuesta a su duda. Mientras tanto, González empezó a revisar en su agenda cuándo tendría tiempo de empezar a seguir a la esposa del cliente. —Parece que tendremos que comprar otra cámara fotográfica, Pablo—dijo Benavides. —Eso creo jefe, con este asunto de los contratos de los mineros cada vez llegan hombres con más plata y mujeres con más tiempo libre—respondió González—. Lo más terrible de todo es que parece que es tal y como este señor dice, que entre los mismos trabajadores de la minera se gorrean. —Demasiado tiempo libre y demasiadas lucas circulando echan a perder las relaciones, Pablo—comentó Benavides—. A veces es mejor no ganar tanto, pero tener la seguridad de que tu familia no está buscando suplir sus carencias afectivas por otros lados. —Sí… parece que podré empezar esta semana el seguimiento de la esposa de este señor Navarro—dijo González. —¿Tan luego, estás seguro?—preguntó Benavides. —Sí, porque el resto de los gorreados… o sea, de los clientes, vienen recién bajando de la mina hoy en la tarde, así que a partir de ahora y por una semana puedo trabajar tranquilo este caso—respondió González. —Y lo más probable es que justo hoy esté bajando de la mina el mejor amigo del cliente—agregó Benavides—. Ya, llévate tú la cámara entonces. Y trata que no te pillen como la otra vez. 35
  • 36. II Pablo González estaba sentado en su escritorio, bostezando tal como cada mañana de esa semana. Mientras se tomaba el tercer café desde su llegada, entró a la oficina Ernesto Benavides, siendo recibido por un inmenso bostezo de su empelado. —Vaya hombre, parece que estás durmiendo muy mal, o tu esposa anda demasiado cariñosa—dijo Benavides, soltando una carcajada. —Buenos días don Ernesto. Nada de eso, estoy muerto de sueño con este dichoso seguimiento—respondió González, sujetando su cabeza con el brazo apoyado en la mesa. —¿Cómo tanto hombre? Si ya has hecho un par de seguimientos antes, y nunca te había visto tan cansado, ¿pasa algo malo acaso?—preguntó Benavides. —No pasa nada, jefe. —¿Cómo que no pasa nada? No puedes estar tan cansado por nada—dijo Benavides, incrédulo. —Parece que no me entendió jefe, literalmente no pasa nada en este seguimiento —respondió González—. Llevo cinco noches completas de vigilancia, apostado frente a la casa de la esposa de Navarro y nada. Nadie entra, nadie sale, la mujer apenas se junta con una amiga, que es la que aparece todas las noches en su casa como a las diez de la noche y se va cerca de las doce. Inclusive un par de días también la seguí de día, por si ella iba a la casa de algún amante o algo pero nada; sólo en uno de ellos visitó a esta mujer que la visita en las noches, pero nada más. El problema es que el cliente vuelve pasado mañana, y hasta ahora no tengo ningún avance, y el tipo está seguro del engaño. —Pablo, ¿conoces ese viejo refrán que dice “no hay peor ciego que el que no quiere ver”?—preguntó Benavides, sonriendo. —Sí jefe, pero no entiendo qué relación tiene con este caso, si aquí no hay nada que ver—respondió González. —Entonces quiere decir que eres demasiado inocente, hombre—dijo Benavides —. ¿Por qué dices que nadie va a la casa si todas las noches va una mujer entre las diez y las doce de la noche? ¿O es que acaso descartaste de plano que la esposa del cliente lo pueda engañar con una mujer? —¿Qué? ¿Usted cree que es tortillera?—dijo sorprendido González. —Creo que en el informe se leerá mejor homosexual o lesbiana, Pablo—dijo Benavides. —Pucha jefe… claro, tiene razón, no se me ocurrió pese a lo evidente—dijo González, pareciendo atar cabos sueltos en su mente—. Y por eso es que se pone contenta cuando los visitan… —¿A qué te refieres?—preguntó Benavides. —Ah, es que aún no le digo que la mujer que la visita es la esposa del amigo a quien el cliente sindicaba como el culpable—dijo González. —Vaya, parece que la soledad le echó a perder la vida a esas dos mujeres—dijo Benavides—. Ellos se preocuparon de sus trabajos, pero al parecer dejaron de lado el resto de sus vidas. —Pucha jefe, esto es mucho más complicado aún—dijo González—. En este caso al cliente le costará más creer la conclusión a que llegamos. Por un cuento de machismo no lo creerá… parece que deberá obtener fotos explícitas de ambas juntas. 36
  • 37. —Estoy de acuerdo Pablo, no se convencerá si no las ve a ambas juntas—dijo Benavides—. El problema es que la cámara no es tan buena como para tomar fotos de noche sin flash. —Tendría que llamar a un amigo de la comisaría, a ver si me puede prestar uno de los visores nocturnos que usábamos a veces cuando seguíamos a los burreros… no, es casi imposible que me lo pueda conseguir—dijo González, pensando en voz alta. —Gracias por la idea—replicó Benavides—. Yo tengo un amigo que es fotógrafo profesional, y que de vez en cuando saca fotos para estas revistas de fauna, como la National Geographic. Él tiene una cámara con lente de visión nocturna, esa podríamos usar… lo voy a llamar para arrendársela y para que te enseñe a usarla. Si no la logras fotografiar con eso, no hay nada que hacer y habremos perdido una semana de trabajo. A la noche siguiente Pablo González estaba instalado frente a la casa del cliente y su mujer, escondido en la parte de atrás de un viejo camión, el que tenía habilitado un agujero estratégicamente situado en la parte más alta del sector de carga, lo que le permitía esconderse en dicho lugar y grabar a través de esa suerte de claraboya artesanal con la cámara que había arrendado su jefe para ese caso. En cuanto apareció la esposa del amigo de Navarro, González encendió la cámara y empezó a vigilar a través de la ventana del living por sobre la muralla, gracias a lo alto del camión. El artilugio le permitió ver cómo las mujeres, luego de saludarse, desaparecían por una puerta que parecía dar a la cocina, para aparecer a los pocos minutos con un par de vasos con algún jugo o licor. Durante las dos horas de la visita las mujeres no se movieron de delante del televisor, donde parecían estar viendo algún programa por capítulos, sin sentarse cerca ni hacer ningún gesto que le hiciera pensar alguna cercanía distinta a una buena amistad. Pocos minutos antes de las doce las mujeres apagaron el televisor, y la visitante se fue, tal y como había llegado. González estaba muy contrariado, pese a todos sus esfuerzos, y a la inversión que había significado el arriendo de la cámara de visión nocturna, nada había resultado. De todos modos había grabado todo, para tener material para entregarle al cliente. Para completar el trabajo seguiría grabando hasta que la mujer se fuera a su dormitorio: no tenía intenciones de pasar más allá, por el riesgo de ser sorprendido y terminar la noche en su antigua comisaría, pero como visitante a la fuerza. Luego de la salida de su amiga, la mujer apagó las luces y se sentó en el sofá al medio del living, como si esperara algo o a alguien. Justo en ese instante, lo que se empezó a grabar llevó a González a exclamar: —Pero qué chucha… III El detective González estaba nervioso, en cualquier momento llegaría Ernesto Navarro, y desde que terminó de grabar con la cámara de visión nocturna esa noche, no había logrado conciliar el sueño, tratando de entender qué era lo que había grabado, y peor aún, cómo intentaría explicárselo a su cliente. Su jefe, Ernesto Benavides, había visto la grabación, y al no encontrar explicación lógica a 37
  • 38. lo que había visto, le dejó la responsabilidad de las decisiones a González. González tenía instalado un televisor con el equipo de VHS conectado, y el casette de video sobre la mesa, listo a que llegara Navarro para encerrarse con él y ver juntos el resultado de su trabajo. Mientras la mente de González buscaba palabras para explicar lo sucedido, su cliente apareció por la puerta, con cara de profecía autocumplida. —Buenos días señor Navarro, adelante, asiento, ¿cómo estuvo su trabajo esta semana?—se apuró en decir González, estrechando la mano de su cliente. —Buenos días señor González. Debo suponer que me citó para darme las malas noticias en privado—dijo Navarro con voz algo temblorosa. —Bueno… será mejor que empiece de inmediato—dijo González, poniendo frente a Navarro una carpeta con fotografías, las que el hombre empezó a revisar—. Durante esta semana de seguimiento su esposa tuvo actividades completamente normales, haciendo trámites, yendo de compras, y en una ocasión visitando la casa de sus amigos. No hubo ninguna actividad diurna sospechosa. —Es algo obvio supongo, si tenía la casa disponible toda la noche—comentó Navarro. —No tanto como usted supone… pero eso no viene al caso—dijo González, tratando de ordenar sus ideas—. En las noches su esposa fue visitada todos los días, entre las diez y las doce, por la esposa de su amigo, al parecer para ver juntas alguna serie de televisión o algo similar. —¿Y cuándo aparece en escena mi amigo?—dijo Navarro. —Señor Navarro, dentro de los días de seguimiento que hice, su amigo no apareció por ninguna parte—dijo González, tratando de encontrar cómo explicar lo que se vendría después. —O sea que mi amigo no es el patas negras—dijo González con voz algo más aliviada—. Pero si estoy acá es por algo, y debo suponer que el video que está en la mesa es una evidencia. —Así es, señor Navarro. —¿Sabe? Prefiero no verlo, basta con que usted me diga quién es, yo le creeré y veré qué hacer al respecto—dijo Navarro. —El problema señor Navarro… es imprescindible que lo vea… no tengo cómo explicar lo que grabé y lo que verá—dijo González, buscando las palabras para explicar lo inexplicable. —¿Por qué tiene tantas ganas que vea a mi mujer revolcándose con otro huevón, tan morboso es usted acaso?—preguntó casi furioso Navarro. —Señor Navarro, yo no quiero que vea nada—respondió González, mirando al hombre a los ojos—. La mayoría de las veces intentamos que la gente no vea los videos probatorios para que no salgan lastimados, y la mayoría de las veces no nos hacen caso. Pero en esta situación, le juro que es imprescindible que lo vea. —Espero que de verdad esto tenga una justificación señor González, no quiero ver a mi esposa en… eso, simplemente por verlo. —Le aseguro que no será así—dijo González, más nervioso por el contenido del video que por la amenaza velada de Navarro. Pablo González instaló el casette en el reproductor de VHS. De inmediato en la pantalla apareció todo teñido de verde, propio de las grabaciones con lentes de visión nocturna. En ella se veía a la mujer despidiéndose de su amiga, luego de lo 38
  • 39. cual se sentó en el sofá con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas, en silencio y con la luz apagada. De pronto, y ante los atónitos ojos de Navarro y la aún sorprendida mirada de González, la ropa de la mujer empezó a salir de su cuerpo sin que ella ni otra persona intervinieran. A los pocos segundos la mujer terminó desnuda, y antes que alcanzara a cubrirse, sus mamas se vieron como aplastadas por manos invisibles, para luego ver cómo el cuerpo de la joven se elevaba cerca de un metro y medio en el aire y terminara depositado con suavidad sobre la alfombra. Desde ese instante en adelante ambos hombres presenciaron cómo la mujer parecía estar en pleno acto sexual, pero sin nadie sobre ella, pese a lo cual se veía cómo partes de su cuerpo eran movidas casi contra su voluntad. A los pocos minutos la mujer se puso de pie, recogió su ropa y se dirigió al baño a ducharse para luego acostarse a dormir. —¿Qué significa…?—empezó a preguntar Navarro, siendo callado con un ademán por González, indicándole la pantalla. Justo cuando la mujer apagó la luz del dormitorio, una especie de sombra transparente pasó frente a la pantalla. —Por eso le dije que era imprescindible que viera el video—dijo González, mientras apagaba el aparato y sacaba la cinta, para incluirla dentro del sobre que luego entregaría a Navarro—. Antes que me lo pregunte, no tengo idea de lo que aparece en la grabación, y le juro que me costó mucho grabar eso sin que me dieran ganas de dejar todo botado y salir arrancando. —¿Mi esposa me pone el gorro… con un fantasma?—dijo estupefacto Navarro. —No sé cómo le llamarán a eso, pero es lo que encontré—dijo González, aún confundido—. No sé si estas sean buenas o malas noticias para usted, pero es el resultado de mi trabajo. Si lo desea, lo puedo acompañar cuando vaya a aclarar las cosas con su esposa, si es que está en sus planes hablar esto con ella. —No sé… la verdad es que estoy tratando de entender algo de esto—dijo Navarro, con la misma cara de confusión de González—. Creo que deberé enfrentar a solas a mi esposa, si es que decido que vale la pena hablar con ella. Le agradezco el trabajo señor González, y las agallas para mostrarme esto. —Por nada señor Navarro. Si necesita algo más, no dude en contactarme. —Gracias, y adiós—dijo Navarro, llevando consigo el sobre que le había entregado González. IV Pablo González estaba terminando de ordenar las boletas para incorporarlas al ítem de gastos de un seguimiento que estaba terminando, y que lo había obligado a incurrir en gastos más allá de los estipulados en el avance que solicitaban a todos los clientes. Justo cuando se disponía a hacer el documento para entregárselo a Ernesto Benavides, una cara conocida se asomó a su puerta. —Señor Navarro, buenas tardes, ¿cómo está?—dijo González, sorprendido de ver al hombre de vuelta. —Buenas tardes señor González. Tuve un tiempo y quise pasar a contarle lo que pasó desde que usted me entregó el sobre con el seguimiento de mi esposa—dijo Navarro. —Asiento, cuénteme—dijo González, realmente interesado en escuchar lo que había sucedido en ese caso. 39
  • 40. —Bueno, luego de un par de días y noches dando vueltas por toda la ciudad, decidí hablar con mi esposa. Ella me contó que desde que llegamos a esa casa se empezó a sentir como observada, y en más de una ocasión sintió cosas extrañas cuando se bañaba. De a poco esas sensaciones empezaron a hacerse más recurrentes, hasta que una noche este… fantasma la poseyó… usted me entiende, no posesión de fantasma… —Claro que lo entiendo—dijo González. —Bueno, el asunto es que desde esa fecha este fantasma empezó a aparecerse cada vez que yo estaba de turno, y esta especie de relación empezó a hacerse algo normal—dijo Navarro. —Ya veo. —Cuando encaré a mi esposa ella me contó que lo pasaba muy bien, y por ello sentía que ya no necesitaba tener sexo normal conmigo, y que además, como era un fantasma y no una persona de carne y hueso, sentía que no me estaba traicionando. —¿Y por qué ella se veía tan feliz cuando llegaban sus amigos?—preguntó González. —Porque estando ellos, las posibilidades de que yo le preguntara por su pobre apetito sexual eran menores—respondió Navarro. —¿Y las visitas de la esposa de su amigo todas las noches?—preguntó González, tratando de entender el entorno del caso. —Es que desde siempre se juntan todas las noches a ver unas teleseries—dijo Navarro—. Si de un momento a otro ella dejaba esa costumbre, podría haber levantado sospechas. —Vaya… ¿y pudo saber de dónde salió ese fantasma?—preguntó González. —Verá, una vez que conversé con mi esposa para arreglar nuestra relación, decidimos empezar a preguntar a los vecinos más viejos por nuestra cuenta, a ver qué lográbamos averiguar—dijo Navarro—. Una de las señoras de la cuadra conocía una viejita a punto de cumplir un siglo de vida, que había vivido hace como setenta años en esa casa. Esta señora nos contó que esa abuelita, cuando joven, había tenido un amante muy fogoso que la visitaba cuando su marido salía a trabajar. —Ya veo—dijo González, imaginando lo que tal vez había sucedido. —Esta abuelita le contó que este joven, por lo fogoso, era medio arriesgado para sus cosas, y un día se fue a meter a la casa sin avisar—prosiguió Navarro—. Justo ese día ella había salido y estaba su esposo, un hombre algo mayor y bastante celoso, que sospechaba que su señora andaba en malos pasos. Pues bien, en cuanto entró este joven reconoció a quien las vecinas describían como quien ocupaba sus sábanas en su ausencia, y luego de una fuerte discusión y una pelea, lo mató estrangulándolo. —Vaya, bastante sórdido el caso—comentó González. —El asunto es que cuando esta abuelita llegó, encontró a su marido enfurecido y arrepentido, y a su amante muerto—dijo Navarro—. Para no complicar más la situación, decidió ayudar a su esposo a enterrar el cadáver del joven bajo el piso del subterráneo de la casa, y no hablar nunca más del tema. Como la abuelita enviudó hace como quince años, le pudo contar a su amiga lo sucedido. —Es increíble todo lo que les tocó vivir señor Navarro—dijo González, aún sorprendido con la historia—. ¿Y qué van a hacer de ahora en adelante? —Con mi esposa decidimos dar vuelta la página y empezar de nuevo—respondió Navarro—. Lo primero que hicimos, ya que este fantasma es demasiado 40
  • 41. insistente, fue vender la casa a una empresa constructora que se encargará de demolerla para hacer un edificio. Suponemos que al hacer la excavación se encontrarán con los restos de este tipo y se encargarán de dar aviso a las autoridades. —¿Y dónde están viviendo ahora? —Nos mudamos a un departamento grande, cerca de la plaza—dijo Navarro—. De a poco estamos empezando a rearmar nuestra relación, a retomar lo entretenido del pololeo, la conquista, todas esas cosas que uno erróneamente deja de lado cuando está casado porque cree que la libreta de matrimonio se encarga de hacer la pega por uno. —Qué bueno que al menos han podido rehacer sus vidas desde este evento. Este asunto siempre es tremendamente doloroso, pero en su caso además era complejo de entender y de creer. Bueno, supongo que ya no lo volveré a ver, señor Navarro—dijo González, sonriendo. —Espero no tener que necesitar de sus servicios de nuevo señor González, al menos en lo que a seguimiento de pareja se refiere—dijo Navarro—. De todos modos gracias, por tener el valor de mostrarme una grabación tan descabellada como esa, y de no huir al hacerla. Si no fuera por eso, tal vez mi matrimonio ya se habría desmoronado. —Por supuesto, no es fácil de creer que el tercero en la relación es un fantasma. —Y si no hubiera sido por ese video, jamás lo podría haber creído. Adiós señor González, y gracias de nuevo—dijo Navarro. —Hasta siempre señor Navarro—dijo González, estrechando con fuerza la mano de Navarro. Esa tarde Pablo González salió un poco más temprano del trabajo. Ese era el día de la semana en que la madre de Marta, su esposa, tenía tiempo de quedarse con su hija Mariana, para que ellos pudieran salir a pasear, a comer, al cine, o simplemente a mirar el estrellado cielo del norte de Chile, y a recordar que su relación perduraría en la medida que no se olvidaran el uno del otro. FIN 41