Este documento narra una leyenda sobre el "Encanto de la peña", donde se dice que por las noches se abre la peña y salen hadas, duendes y el Señor de las tinieblas para bailar y llevarse las almas de los mortales. Un niño llamado Manuel es llevado por el encanto, por lo que sus padres buscan la ayuda de un curandero para rescatarlo. Éste les dice cómo enfrentarse al Señor de las tinieblas y recuperar a Manuel. Los padres siguen las instrucciones y engañan
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El encanto de la peña
1. EL ENCANTO DE LA PEÑA
Extraído de “ENTRE COSTUMBRES Y MISTERIOS”
Del Prof. Víctor Francisco Pingo Guzmán
legó la hora del lamento, del graznar de las lechuzas, del chirriar de los grillos.
Llegó la hora de las almas sin descanso eterno y la luna dejó caer su cabellera
plateada sobre aquella enorme peña que vibró, cual si recibiera una descarga
eléctrica. Aquella peña abrió su puerta imaginaria al compás de una contagiante
música y hermosas lucecillas relumbraron y estallaron en el aire dando paso a
pequeños hombrecillos y mujercillas de piel verdosa que danzaban alrededor de aquel
imponente ser. Poco a poco aparecieron las hijas de Eva, de pelo ensortijado, piel canela y
exuberante cuerpo. Tras de ellas, apareció un enorme gallo de brillantes plumas y sobre
él, un diminuto hombrecillo tocaba flauta. De pronto, un aullido se escuchó y apareció la
escuálida figura del Dueño de la noche, que estremeció el aire de un sonoro latigazo y la
música tomó un encanto mágico. Aparecieron hombres y mujeres de brillante vestimenta
multicolor y mecánicamente formaron cuatro filas. El látigo volvió a golpear el aire y aquella
extraña comitiva inició su recorrido…
Aquella caravana giraba por la Plaza de Armas y suavemente la luna le abría paso.
¡Oh, qué extraordinario espectáculo! ¡Bello! ¡Contagiante! ¡Irresistible a la mirada de
cualquier mortal! Las hijas de Eva meneaban sus curvilíneos cuerpos. Las mujercillas y
hombrecillos verdes saltaban haciendo piruetas en el aire. Los hombres y mujeres
dibujaban inefables coreografías y la pedrería resplandecía en la noche. El Señor de las
tinieblas chicoteaba el látigo y la música, encantadora de la flauta, fluía embrujando los
oídos del alma humana. Este extraordinario espectáculo: era “El encanto de la peña” que
recorría las calles del pueblo en busca de almas…
—¡María!— gritó José— Manuel no está en la cama ¿dónde está ese churre?
—No sé— respondió con temor la madre.
L
2. —¿Cómo que no sé? A caso tú no eres la que te encargas de los churres…
José, muy temprano, había ido a buscar a su hijo para castigarlo; pues, el día anterior,
no había cumplido con los deberes encomendados y como era costumbre, a las primeras
horas de la mañana, debía hacer “justicia”; pero Manuel había fugado…
Cuando aclaró el día, los
padres salieron en busca de
Manuel. Visitaron casas de
familiares, de amigos, de
compadres y nada; no daban
razón del pequeño fugitivo.
Preocupados, llegaron hasta
la casa del “curandero” del
pueblo, según la gente era
“buenazo”,
todos
le
profesaban
una
fe
indescriptible. Éste los hizo
pasar y les ofreció asiento
sobre
unos
troncos
de
algarrobo. Sacó su baraja y la
esparció sobre la vieja mesa
de sauce. Frunció el ceño, sus
amarillentos
dientes
comenzaron a masticar palabras que abortaban en aquellos agrietados labios y después
de meditar y descifrar el contenido que aquellas viejas cartas dijo:
—Su hijo está perdido— hizo una breve pausa y su callosa mano tomó una carta— se
llama Manuel ¿Verdad?
— ¡Sí! ¿Dónde está?— Preguntó la desesperada la madre.
—Su hijo está en la peña— respondió el curandero— allí se encantó a noche, pues en
noches de luna llena se abre el encanto.
— ¡Dios mío, qué desgracia! ¿Por qué nos castigas?— exclamó José.
— ¡Calla!— increpó el curandero— hombre de poca fe, Dios no castiga; sino, nosotros
mismos nos castigamos con las malas acciones que hacemos… ¿cómo te atreves a
castigar a una criatura inocente? Y ¿ahora te lamentas? ¡Qué esto les sirva de lección!...
Yo les diré como rescatar a su hijo, ¡Ah! Pero no deben tener miedo y todo lo deben hacer
con mucha fe y al pie de la letra.
José fue al campo y cumplió las recomendaciones del “curandero”. Mató diferentes
pájaros de todo tamaño y de plumaje variado, recolectó pepas de guaba y piñón y cuando
regresó a casa preparó un brebaje y desplumó a las aves e hizo una colección de
vistosísimo plumaje.
Al llegar la hora del lamento, del graznar de las lechuzas, del chirriar de los grillos; los
esposos, llenos de fe y esperanza se encaminaron hacia la salida del pueblo, allá donde
dormitaba aquella legendaria peña… Y llegó la hora de las almas sin descanso eterno y la
luna dejó caer su cabello plateado y José cargado de valor gritó:
—¡Satanáááááá´sssss, Satanáááááá´sssss…! ¡saaaalllll de dónde estááááásssss!
¡Saaaaalllll, Satanáááááá´sssss!
De pronto la peña se estremeció y una fuerte explosión se escuchó y la negra boca de
la peña abrió dejando escapar deformes siluetas de humo y, entre ellas, apareció el Señor
de la noche:
— ¿Quién interrumpe mi placer?— colérico vociferó Luzbel.
— ¡Soy yo!— respondió José— quiero hacer un pacto contigo.
3. — ¿Un pacto?— inquirió el Señor de las tinieblas y sacó su larga lengua y lamió sus
gruesos labios— ¿Quieres fortuna? ¿Mujeres? ¿Poder?...
—No, no quiero nada de eso ¡Sólo quiere que me devuelvas a mi hijo!
— ¿Tu hijo? ¿Es aquel que anoche vino a disfrutar de mi reino?
— ¡Sí, es él! le doy lo que quiera, pero devuélvamelo.
— Está bien, pero quiero tu alma.
— ¡Acepto!— presuroso contestó José.
De inmediato, el Señor de la noche elevó sus manos y evocó un conjuro y aquella
peña cobró vida y de un bostezó dejó salir a Manuel, quien al ver a su padre corrió a sus
brazos. El padre estrechó fuertemente a su hijo y con suaves caricias le demostró todo su
amor. Este tierno cuadro irritó al Ángel maldito.
— ¡Basta! — Exclamó la voz pecadora— ¡Date prisa que no tengo tiempo que perder.
— ¡Calme, gran señor! Antes de
entregarle mi alma, déjeme darle un hermoso regalo,
que segurito le va a gustar ¡Venga! ¡Sígame! ¡Ahí está!— llegaron al lugar donde se
estaba un extraño animal de vistosísimo plumaje.
— ¡Oh, que rara especie!— sorprendido exclamó el maquinador de entuertos— Nunca en
mi reino he visto un pájaro tan extraño de cuatro patas, plumaje multicolor y… ¿su
cabeza?... ¿Dónde está su cabeza?
— ¡Allí!— dijo José y señaló el negro orificio que estaba entre las patas de aquel
extravagante animal. El creador de intrigas se agachó tratando de ver la cabeza de aquel
extraño animal. De pronto, un asqueroso chiflonazo se estrelló en el rosto del maligno: era
excremento que por acción del brebaje de piñón y guaba salía incontenible del recto de
María. Era ella cuyo cuerpo desnudo estaba cubierto de las vistosas plumas de las aves
que mató su esposo. El pestilente excremento destilaba en la larga barba de Satanás y la
penetrante fetidez lo hacía estornudar irrefrenablemente. El demonio maldecía, se limpia,
se agarra el vientre, vomitaba hasta que su cuerpo se fue inflando como un globo y reventó
en mil pedazos. Una fuerte humareda invadió el ambiente y el irritable olor a azufre se
apoderó del aire. En ese instante, la enorme peña retumbo y un fuerte alarido se escuchó.
La noche dejó caer su velo negro y unas aves negras salieron graznando quejosamente
y volaron hacia el negro infinito…
Cuentan que desde aquel día, nunca más se abrió el “Encanto de la peña”…