“Y cuando hube llegado hasta él, lo saludé diciéndole: Buen día. Buen día, Miriam –me contestó. Luego me miró. Sus ojos negros vieron en mí lo que no vio hombre alguno antes que él. Ante sus miradas sentí como si me hallara desnuda, y me avergoncé de mí misma. No habiéndome dicho, entretanto, más que ese <buen>, le dije: ¿Quieres venir a mi casa? ¿No estoy ahora, acaso, en tu casa? –replicó. No comprendí sus palabras en aquel momento, pero ahora sí que las comprendo.