Éste es el número 32 del Mensuario de la Sociedad Julio Garavito para el Estudio de la Astronomía, que contiene un artículo de mi autoría. Se trata de un medio que la misma dejó morir lamentablemente, cosa que jamás he podido justificar.
el lugar santo y santisimo final.pptx y sus partes
Mensuario vol2 32 oct-11
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MENSUARIO
OCTUBRE 2011 VOL. 2 Nº 30
EL PAPEL DE LAS SOCIEDADES
CIENTÍFICAS EN LA REVOLUCIÓN
CIENTIFICA1
Por: Carlos Eduardo de Jesús Sierra Cuartas
2
Jamás se insistirá lo suficiente acerca de la ín-
dole de pobre dama vergonzante de la investi-
gación y enseñanza de la historia de la ciencia
y la tecnología en el mundo hispano. En mar-
cado contraste, mundos como el anglosajón y
el galo han dedicado a sus correspondientes
historias mucha mayor atención, incluso en la
época actual, cuando ha sufrido un menosca-
bo significativo tal actividad a causa del dete-
rioro de las humanidades en pleno liberalismo
económico, tan dado al privilegio del creci-
miento económico a ultranza. De esta suerte,
si lo decimos a la manera de Rabindranath Ta-
gore, el mundo hispano le ha dado rienda
suelta al suicidio de su alma.
En la investigación sobre historia de la ciencia
y la tecnología, existe un frente interesante a
propósito del papel cumplido por las socieda-
des científicas en la consolidación de la revo-
lución científica. En realidad, aún queda mu-
cho por investigar al respecto, máxime por ser
la revolución de marras un fenómeno complejo
que continúa mal comprendido en la actuali-
dad. A fin de destacar dicha complejidad, se-
ñalemos en síntesis apretada los sucesos más
1
Texto de la conferencia dictada por el autor en la
Sociedad Julio Garavito, en el Planetario de Me-
dellín, el 26 de febrero de 2011.
2
Profesor Asociado de la Universidad Nacional de
Colombia.
relevantes que condujeron al surgimiento de
la ciencia moderna: (1) la caída del régimen
de los arcontes en la antigua Grecia, tras lo
cual surge la democracia ateniense como fru-
to de un proceso de ensayo y error que pro-
curó darle solución al problema de cómo go-
bernarse entre iguales, de lo cual nacieron
las reglas del tener razón para el desenvol-
vimiento en el espacio del ágora; (2) el surgi-
miento del monoteísmo en el Egipto de Ake-
natón, idea perfeccionada por los israelitas al
pasar de un dios material (el disco solar) a un
Dios inmaterial (Yahvé), una idea que permi-
te comprender el universo en forma global y
estructurada; (3) la confluencia de los aportes
anteriores de Atenas y Jerusalén en la Roma
imperial, iniciándose así la fusión entre am-
bos, proceso que abarcará también a la Edad
Media; (4) el aporte adicional de los gremios
de artesanos medievales en la forma de ins-
trumentos; (5) la recuperación inestimable del
saber filosófico y científico grecolatino gra-
cias a la labor de los sabios muslimes tanto
del Islam Oriental como del Occidental; (6)
una vez concluida la fusión de los aportes se-
ñalados, ya en la Edad Moderna, entró en es-
cena la revolución científica como el fruto co-
rrespondiente de tan largo proceso, primero
en campos como la astronomía y la física, y,
poco después, en la medicina. De forma más
tardía, en el siglo XVIII, gracias a la labor de
Antoine Laurent de Lavoisier y Joseph Pries-
tley, tuvo lugar la revolución en el campo de
la química.
Conviene señalar que, a mediados del siglo
XII, hubo un giro en la forma de concebir la
ciencia. Hasta ese momento, solía concebir-
se la ciencia en tanto medio para comprender
la naturaleza y su funcionamiento sin ánimo
de explotarla. A lo sumo, se entendía la cien-
cia cual remedio para que el Hombre pudiera
paliar sus debilidades, de suerte que tuviese
un chance de sobrevivir. Propiamente, esta
concepción de la ciencia como remedio se la
debemos a Hugo de San Víctor. No obstante,
muerto éste, entró en escena la concepción
de la ciencia como medio para conquistar la
naturaleza, una idea debida a los monjes
nórdicos, entre quienes estuvieron Alberto
Magno y Guillermo de Occam. Más adelante,
Francis Bacon asentará más aún esta idea,
basamento de la ciencia moderna desde en-
tonces, un rasgo bastante criticado en virtud
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de los daños causados tanto al ambiente co-
mo al ser humano.
Como se ve, el fenómeno llamado ciencia dis-
ta mucho de ser un relato simple, de suerte
que su reducción a una argamasa de persona-
jes y sucesos anecdóticos hace añicos la posi-
bilidad de comprender la complejidad conco-
mitante. Por desgracia, no pocos de quienes
hablan de la historia de la ciencia pecan de in-
currir en este obstáculo epistemológico. Y, si
hacen las veces de divulgadores por medios
diversos, diseminan este mal terrible. En otras
palabras, no ofrecen la imagen del surgimiento
de la ciencia como el fruto de una aventura de
la ética, esto es, el fruto de la lucha hermanen-
te contra el dogmatismo y el principio de auto-
ridad. Para colmo, proliferan como verdolaga
en playa los eruditos a la violeta, quienes gus-
tan de pontificar sobre historia de la ciencia y
la tecnología sin tomarse la menor molestia de
acometer un mínimo de investigación seria al
respecto, de manera que puedan basar sus
afirmaciones en fuentes rigurosas y fidedig-
nas.
Ahora bien, la historia de la ciencia no está
desconectada de la historia de la tecnología,
sobre todo desde el siglo XVIII. De ahí que
sea buena idea centrar la atención en el fenó-
meno de las sociedades científicas. Recorde-
mos que entre las primeras sociedades funda-
das estuvo la londinense Royal Society, la cual
continúa como la meca de la ciencia en el pla-
neta. Entre sus presidentes, contó con sir Isa-
ac Newton. Además, en el Siglo de las Luces,
la Royal Society acogió como miembros a
figuras de obligada mención en la historia de
la tecnología, entre quienes merece la pena
destacar a John Smeaton, Padre por antono-
masia de la ingeniería civil y cuya labor incluyó
la mejora del rendimiento de las ruedas hi-
dráulicas de su tiempo.
De entre las sociedades científicas de la Rubia
Albión, destaquemos la Sociedad Lunar de
Birmingham, puesto que constituyó un espacio
en el que confluyeron científicos y empresa-
rios. Significa esto que los empresarios británi-
cos allí asociados hicieron las veces de mece-
nas de los científicos. De esta forma, por
ejemplo, Joseph Priestley pudo adelantar sus
investigaciones. Entre sus fundadores, la So-
ciedad Lunar contó con Erasmus Darwin,
abuelo de Charles, y Matthew Boulton, quien,
junto con James Watt, fundó la primera firma
de ingeniería del mundo, dedicada a la explo-
tación de la máquina de vapor mejorada de
Watt. Además de Erasmus Darwin y Matthew
Boulton, fueron miembros de tal Sociedad
Josiah Wedgwood (el otro abuelo de Charles
Darwin), James Watt, William Withering, Jo-
seph Priestley y Benjamin Franklin. En gene-
ral, la Sociedad Lunar de Birmingham contó
con unos doce miembros, eso sí, de calidad:
Pauca, sed bona. En el capítulo 8 de El as-
censo del hombre, encontramos esta intere-
sante precisión (Bronowski, 1987): “Asocia-
ciones como la Sociedad Lunar representan
la intuición de los creadores de la revolución
industrial (una intuición peculiarmente ingle-
sa) de que tenían una responsabilidad social.
La he llamado una intuición inglesa, aunque
de hecho esto no es muy justo; la Sociedad
Lunar estaba sumamente influenciada por
Benjamín Franklin y otros norteamericanos
asociados con ella. Su credo era: la buena
vida es más que decencia material, pero la
buena vida debe estar basada en la decencia
material”.
De otro lado, en 1776, Matthew Boulton se
ufanaba de su asociación comercial con Ja-
mes Watt, tanto que cuando el biógrafo Ja-
mes Boswell le visitó ese mismo año, Boulton
le dijo lo siguiente: “Yo vendo aquí, señor, lo
que todo el mundo desea tener: poder”, una
frase alusiva al dios sol de todo poder, la má-
quina de vapor.
Resulta llamativa la razón del nombre de la
Sociedad Lunar. Obedecía al hecho que sus
reuniones, con una frecuencia mensual, se
llevaban a cabo durante el plenilunio a fin de
que los miembros que residiesen lejos de Bir-
mingham pudiesen viajar de noche, luego de
cada sesión, con una relativa seguridad por
los peligrosos caminos ingleses.
Benjamin Franklin, al igual que Joseph Pri-
estley, formó parte así mismo de otra so-
ciedad científica inglesa: El Club de los Ho-
nestos Liberales. Solían celebrar reunión sus
miembros en el café London en el patio de la
londinense Catedral de San Pablo. Como
describe Steven Johnson (2010), era un gru-
po de librepensadores que se enzarzaba en
una larga y desordenada sesión sin equiva-
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lente exacto en la cultura científica moderna.
Lo más parecido vendría a ser una juerga noc-
turna después de un congreso científico de los
de hoy, lo cual connota compartir información
esencial y potencialmente lucrativa bajo el es-
tímulo de la cafeína, el etanol y la nicotina. El
propio Boswell describió como sigue una de
aquellas sesiones (Johnson, 2010): “Está for-
mada por clérigos, médicos y algunos otros
profesionales (…) (incluido) el señor Price,
quien escribe sobre asuntos morales (…) so-
bre la mesa hay vino y ponche. Algunos fuma-
mos en pipa, y la conversación discurre de
manera bastante formal, en ocasiones calma-
da y en otras encendida. A las nueve traen
bandejas con conejos de Gales, pasteles de
manzana, oporto y cerveza”.
En general, las sociedades científicas que in-
fluyeron sobremanera tanto en la revolución
industrial como en la revolución científica sue-
len ser de factura británica. Entre éstas, la So-
ciedad Lunar de Birmingham transformó de
manera significativa el saber y la tecnología de
la Rubia Albión en las postrimerías del siglo
XVIII. En cuanto a otras regiones concierne,
no gozaron de tanto protagonismo habida
cuenta de lo tardío de la realización de tales
revoluciones en su seno si las hubo. Botón de
muestra, la revolución industrial en Francia
apenas se consolidará a mediados del siglo
XIX. Por el estilo, aconteció en Alemania. En
cuanto a España, tan sólo a fines del siglo
XVIII hará sus primeros pinitos en Cataluña. Si
nos fijamos en el mundo hispano, habrá que
esperar hasta fines del siglo XIX y comienzos
del siglo XX para apreciar el surgimiento de
sus primeras sociedades científicas, pero en
un contexto paradójico, puesto que se trata de
países casi que sin revolución industrial para
efectos prácticos. Más bien, sus modos de
producción actuales cabe denominarlos como
feudalismos de alta tecnología de acuerdo con
la certera expresión de Heinz Dieterich (2005).
En el presente, el caso español es bastante
ilustrativo, puesto que su precaria economía
está basada en el turismo y la construcción,
una precariedad que ha saltado a la vista
con la explosión reciente de la burbuja
inmobiliaria. Así las cosas, es paradójica la
existencia de sociedades científicas en el
seno de países que carecen de revoluciones
industriales. En otros términos, la cultura de
la ciencia no ha sentado sus reales al sur de
los Pirineos y del río Grande.
Para concluir, destaquemos que las socieda-
des científicas británicas del siglo XVIII go-
zaron de un período de gran creatividad habi-
da cuenta que no se veía con malos ojos la
investigación pergeñada por amateurs, serios
por supuesto, como fue el caso de Joseph
Priestley, quien, junto con Lavoisier, protago-
nizó la revolución científica en el campo de la
química en aquellos tiempos. Pero, desde el
siglo XIX, la actividad científica se profesio-
nalizó y, tras la Segunda Guerra Mundial,
han caído en forma dramática sus indicado-
res de creatividad por obra y gracia de un
fenómeno nefasto conocido como la megalo-
ciencia (Big Science). De facto, no faltan
quienes consideran que el último real descu-
brimiento científico fue el de la doble hélice
del ADN en 1953 (Gómez, 2002). Por con-
siguiente, la investigación en torno a las so-
ciedades científicas de los siglos XVII y XVIII
puede darnos luces a fin de renovar y aquila-
tar la actividad científica y académica de la
actualidad.
Referencias
Bronowski, Jacob. (1987). El ascenso del
hombre. Bogotá: Fondo Educativo
Interamericano.
Dieterich, Heinz. (2005). Crisis en las ciencias
sociales. Madrid: Popular.
Gómez Gutiérrez, Alberto. (2002). Del
macroscopio al microscopio: Historia de la
medicina científica. Bogotá: Pontificia
Universidad Javeriana/Academia Nacional de
Medicina.
Johnson, Steven. (2010). La invención del
aire: Un descubrimiento, un genio y su
tiempo. Madrid: Turner.
Richtie-Calder, Lord. (1982). La Sociedad
Lunar de Birmingham. Investigación y
Ciencia, N°71.
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