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JOSE MUÑOZ COTA
EL HOMBRE ES
SU PALABRA
VARIACIONES EN TORNO A LA
ORATORIA
1
I N D I C E
1. Razón de este ensayo .................................... 10
2. La vocación de la palabra ............................. 26
3. El estilo del hombre en su palabra ............... 41
4. Oratoria: paisaje del alma ............................. 57
5. Evocación: cinco oradores ........................... 67
6. La magia de la palabra ................................. 84
7. El hondero entusiasta ................................... 96
8. El profeta armado ......................................... 110
9. Leñador en la noche oscura .......................... 122
10. Pan del espíritu ............................................ 139
11. Carta a un joven orador ............................... 149
Dedicatoria final ................................................ 164
2
EN MEMORIA:
JOSE ROMANO MUÑOZ
HORACIO ZUÑIGA
MIGUEL GIMENEZ IGUALADA
3
PARA
ALICIA PEREZ SALAZAR
4
PARA ARTURO MUÑOZ COTA PEREZ
PARA ANA GLORIA CALLEJAS DE
MUÑOZ COTA
5
“¿Hay algo más dulce de conocer y oír
que una oración exonerada y elegante,
de graves sentencias y graciosas palabras?”
MARCO TULIO CICERÓN
6
1.- RAZÓN DE ESTE ENSAYO
7
El hombre es su palabra. Ella lo concreta y lo define.
Es su retrato; su imagen fiel.
Cada hombre nace con ella; con la suya precisamente.
La palabra revela el color del alma; la naturaleza del
pensamiento propio, la identificación de las emociones.
Por la palabra se expresa el espíritu . Por eso el verbo
es júbilo y el silencio es tristeza, soledad y nostalgia.
Hay más: el hombre salto el espacio que lo separaba
Homo Silvestis cuando principio a hablar. Probablemente el
hombre primitivo se entendió mediante silencios; quizá,
después, sonidos guturales, gruñidos, señas hasta que las
primeras palabras rompieron la distancia e iluminaron el aire.
La vida adquirió, entonces, plena conciencia; se desvaneció
el caos; se desmoronó la soledad. Todavía hoy, el individuo
que no habla, que no se hace comprender, anda sonámbulo,
exilado, gravemente ausente.
Hablar, por esto, no constituye el ejercicio tangente a
la vida, es la vida misma.
¿De qué nos serviría la inteligencia, que función
representaría la sensibilidad, para qué la emoción, si no
hubiera una forma de expresarlas?
Hablo, luego existo. Por que el pensamiento necesita
de la palabra para manifestarse. Una emoción callada es una
emoción suicida.
Con razón nos enseño el maestro Horacio Zuñiga: “La
palabra es el cauce dela idea y de la imagen. Es la que lleva el
agua azul del cielo y la linfairidicente de la imaginación. Río
luminoso que conduce, en sus ondas elásticas, el tulipán del
sol, la magnolia de la luna y las azucenas de luz de las
estrellas. Sin ella, ni la idea ni la imagen existirían por más
que existiesen en potencia, como la larva o como el germen,
puesto que hablar es vivir o patentizar que se vive; es decir;
hablar es ser presencia como existir es ser esencia y morir es
ser silencio. “Horacio Zuñiga concluye el prólogo de su libro,
Ideas, Imágenes, Palabras, con este bello apotegma: “El
8
silencio es la sombra del sonido, como sombra es el silencio
de la luz.”
Confieso que este ensayo nace al amparo del recuerdo
de tres Maestros. Los tres influyeron en mi vida; fueron tres
árboles frondosos, nido de pájaros y de auroras; los tres me
llevaron de la mano por la selva de los libros. Romano
Muñoz, contagiaba su salud espiritual, su amor a la alegría de
ser, su devoción a la filosofía existencial, Horacio Zuñiga,
nos encamino por el misterio de la oratoria; lengua de
maravillas; milagro del ritmo verbal; Miguel Giménez
Igualada, nos inundó de bondad y de ternura.
José Romano Muñoz, en su clase de ética, en la
preparatoria –años de 1923, 24, 25, 26– con su cátedra fácil,
amable, discretamente sabia, nos introdujo en la amistad de
Platón, de Pascal, de Bergson, de Nietszche, de Ortega y
Gasset, de mil libros más. Iba con nosotros al café de chinos
de Alfonso, reía con nosotros en las carpas de barrio,
convivía inquietudes y afanes juveniles.
Horacio Zuñiga, nos volvió serios. Con su disciplina
ascética, su timidez, su soledad creadora, y, sobre todo, su
aire Savonarola, ahí, en su estudio, en las calles de la colonia
Guerrero, atrincherado tras de sus libros, estremecido de
elocuencia, como una enorme hoguera donde ardían, al
conjuro de sus discursos, improvisados sobre cualquier tema;
fuimos un grupo aturdido de adolescentes; pero despertamos
a la cultura y, por encima de ella, despertamos a la
elocuencia.
Ya maduro, penetrando al otoño, conocí al Maestro
Igualada.
Sacudió la vida, la rehizo, y nos lanzó al mundo de las
ideas liberales. Y no es que dogmatizara, ni siquiera nos
aconsejo, es que, como para él el anarquismo fue siempre
conducta, una conducta armónica, lejos de la violencia,
dentro del amor, la bondad, de la ternura, de la belleza, tomo
nuestras existencias y, sin proponérselo, las remodeló
completamente.
9
Sí. Debo confesar que este ensayo surge al calor de
sus palabras trémulas de cariño. El gigante de pensamiento, el
varón de carácter forjado en los campos de concentración, en
el peligro, en la necesidad y hasta en el hambre, era
sentimental y sensible hasta las lágrimas. Miguel Giménez
Igualada ha sido el último orador, cabal, íntegro, total, que he
conocido. Cuantas veces lo invite a hablar, a pesar de sus
años y de su respiración ya fatigada –con el pulmón roto–, su
verbo electrizaba a sus auditorios y los jóvenes, pese a su
clima turbulento, se le entregaron amorosamente, ellos
también colgados de una lágrima. Esto lo presencié,
particularmente, cuando, sin tema fijo, se dirigió a los
normalistas y, al finalizar su peroración , varias señoritas
lloraban profundamente conmovidas.
Por esto es que he dedicado este ensayo a la memoria
de los tres maestros, amigos, guías –para emplear,
exactamente, la fórmula con que Dante recibió a su maestro
Virgilio.
De mi compañera Alicia Pérez Salazar –madre de mi
hijo Arturo– sólo repetiré que ella es la albacea de mi
corazón.
Este estudio no aspira a convertirse en texto. No es un
manual para que el lector aprenda a hablar en público.
Ningún libro puede cumplir esta tarea. Estas hojas son el
resumen intrascendente de una serie de divagaciones en torno
a la oratoria. Son variaciones sobre un mismo tema: la
palabra.
Las glosas que vas a leer, amigo mío, son estados de
alma; altos en una aspiración poética; el diario discontinuo
pasó sus días hablando en público y sus noches, a la luz de la
lámpara de que habla Plutarco, iluminando la sombra de
Demóstenes; leyendo y meditando.
En la existencia no tuve tiempo de acumular tesoros;
pero guardé celosamente discursos y poemas.
Estas líneas son, apenas, un fragmento de la biografía
de mi discurso. Creo que cada hombre nace con un discurso a
10
cuestas. Hay quien lo dice a tiempo y pude morir feliz,
palabra no dicha persiguéndolo, como alma en pena. Hay
quien, infortunadamente, traicionó su palabra, la vendió por
treinta dineros y, después anduvo vagabundo sin valor para
ahorcarse de un árbol redentor.
¿Quién que es no conoce a estos oradores, mercaderes
en el templo del verbo?
Parece que se escuchan las palabras del Poeta: la
palabra es casa de verdad; más vosotros la habéis convertido
en cueva de ladrones...
De aquí que lo importante, para cada quien, es
expresar genuinamente lo que trae dentro; lo que es, no lo
que pretende ser o lo que lo obligan a ser. Porque si cada
individuo tiene el compromiso de ser auténtico, la
autenticidad es la condición básica de los oradores.
Cuando un hombre da su palabra a los demás, se da
entero, sin reservas ni recámara ocultas; se entrega, es su
palabra de hombre, como hombre, su palabra para otros
hombres: Suponer que falsea o esconde su palabra, es dudar
de su hombría y, peor aún, poner en tela de juicio su hombría
de bien.
Digamos que el orador vive plenamente su
individualidad, que la manifiesta mediante sus discursos;
pero que, además, supera esta individualidad en cuanto, en
contacto con otros seres, comparte con otros hombres, sus
hermanos, sus pensamientos, sus emociones, sus ideas y no
sólo esto, sino que convive con sus hermanos los azares de la
existencia del prójimo. De otro modo, el orador, a fuer de
hombre, practica el verso del esclavo Terencio, el filósofo, y
nada de lo que acaece a sus hermanos le puede ser
indiferente. Entonces, como el hombre no es una isla, el
orador dice desde la tribuna su palabra, la justa, la adecuada,
la que llega a la medida del tiempoespacio que la requiere.
Esto de la palabra tiene sus altibajos. Durante años se
pensó que había palabras poéticas, sabias, cultas, y, enfrente,
palabras populares, prosaicas, vestidas de vulgaridad, de
11
plebeyez. Ahora tenemos la convicción de que no hay sino
una sola palabra, la necesaria y que ésta no tiene sangre azul
ni pergaminos de nobleza, sale del pueblo, llega a las
universidades y vuelve, por distintos caminos, al pueblo
mismo. Cada palabra conserva el universo secreto. El
problema radica en quien la busca, la selecciona, la dice. No
se trata, por ello, de inventar nuevas voces, que traduzcan
nuevas emociones o nuevos estados de conciencia. El
diccionario está ahí, frente a nosotros. Ahíto de vocablos y de
términos –que no usamos en su enorme mayoría– y lo único
que tiene que hacer el escritor o el orador, es localizar la
palabra cabal que corresponda a la intención buscada.
Tampoco se trata de emplear voces altisonantes –y esto no es
por espíritu pacato o por hábito moralista, sino por un
escrúpulo de buen gusto. No creo que las maldiciones, las
llamadas groserías, añadan fuerza, vigor, elegancia,
profundidad, ni siquiera colorido, a la cláusula que se emplea.
Una voz se justifica plenamente cuando es indispensable y
sirve a un objetivo determinado. La profusión de estas voces,
carceleras, patibularias, de cuartel o de mercado, tienen una
misión: escandalizar al ingenuo lector, epatar a los burgueses,
irritar a las mentes sencillas, hacer temblar a las monjas y a
las viejitas. Los jóvenes sonríen despectivamente; no creo
que este lenguaje les sirva –a pesar de los autores– como
afrodisíaco.
¿Cómo dirá el orador su palabra? Pues de la misma
manera como la diría cualquier hombre. La palabra exige
énfasis, dulzura, tristeza, coraje, en cuanto cada voz refleja un
estado de ánimo, una fuerza de conciencia, una voluntad en
tensión, Así, nadie podrá dictar leyes acerca de este tema, que
sería tanto como obligar al hombre a vivir según determinado
molde. Y para esto no hay normas. La vida escapa a las
fórmulas. Es algo cambiante, movible, dinámico; en
revolución permanente; la vida es, como quería Goethe, una
metamorfosis maravillosa, o un devenir sin interrupción,
como sentenció Bergson, en su evolución creadora.
12
El orador dice, desde la tribuna, su palabra con
sencillez, conversa en voz alta, comunica sus puntos de vista,
no ordena, no coacciona, no aconseja –puesto que cada
consejo implica, en cierta medida, la idea de la superioridad
de quien lo ofrece– y, menos aún, predica la violencia o la
disciplina, o la obediencia a los oyentes. Todo discurso tiene
su asiento en el respeto recíproco, en el reconocimiento de la
dignidad de los que forman el auditorio. El orador se limita a
decir su verdad y deja a sus oyentes que decidan de acuerdo
con su conciencia. Y es que el orador no se juzga a sí mismo
por encima de los demás, a pesar de la tribuna, sino que
reconoce sus cualidades al par que sus limitaciones y puesto
que no se autovalora como el poseedor de las Tablas de la
Ley, ni como e Mesías esperado, en su calidad de ser sencillo
sin malicia cual ninguna –como dicen los paisanos del
pueblo– ocupa con decoro su puesto sin sobrepasarse ni
menoscabarse en alguna forma.
El orador dice lo que tiene que decir y con esto
cumple con su deber; hace honor a su palabra; la respeta, la
mide, la pondera; pretende, muy adentro que por medio de su
discurso se hagan mejores sus hermanos y en esta virtud se
recata severamente para que sus palabras no sean estímulo de
bajas pasiones, de cóleras infecundas o de odios estériles.
El orador, por serlo, adquiere un compromiso moral;
no es precisamente que esté sujeto a un código de normas
profesionales; es, más bien, una responsabilidad personal.
Cabe decir, que cada quien ha de estimarse a sí mismo lo
suficiente para no cometer actos indecorosos o nocivos. De
otro modo: que cada quien ha de cuidarse estrictamente, para
no proferir frases de las que, luego, pueda arrepentirse. Es
una moral individual, sin normas; es la conducta lo que
doctora al oradora.
Y está bien que así sea, puesto que la palabra es la que
corrobora la hombría.
La sabiduría popular usa expresiones sintomáticas al
respecto. Dice: este es hombre de palabra. Con ello pretende
13
asegurar que es hombre de verdad, hombre cabal. Otras veces
el término connota el propio compromiso: te doy mi palabra.
Significado que es lo que más se puede presentar como
garantía, como aval. Ya en el área de lo despectivo, la gente
lapida con esta aseveración cuando se refiere a alguien en
quien no es posible confiar: No tiene palabra.
La palabra, entonces, es medida de la conducta de un
individuo; no es factible separar los dos términos; se
identifican plenamente. Luego, el orador no se reduce al
ámbito de lo que dice, sino que, lo que dice se supone que
está respaldado por la autoridad moral de quien se presenta
en público.
¡Quién sabe hasta qué punto es posible diferenciar al
creador de una obra de arte, de ciencia, de técnica o de
filosofía, de su calidad meramente humana! De cuando en
cuando se nos presentan ejemplos de seres agigantados por
sus obras de creación intelectual y estos mismos vegetan
empequeñecidos, mediocres, arrastrándose en un espacio de
inmundicias y errores. Es posible que así sea por excepción;
pero, generalmente, al árbol se le conoce por sus frutos. Hay
una relación indisoluble entre quien piensa y quien actúa.
Sería fácil alegrar, para justificar la conducta cotidiana,
invocar al personaje desdoblado de Stevenson; pero no es lo
habitual ni lo deseable. El público supone la firmeza moral de
quien le habla; se entrega a el; confía, de aquí nace,
naturalmente, la responsabilidad de cada orador. Por que
nadie es capaz de adivinar –este es el verbo– que efectos
producirá en un hombre cualquiera, un determinado discurso.
La palabra llega, golpea, rompe las resistencias orgánicas e
intelectuales, y una vez dentro, al establecerse, cobra fuerza,
y principia la metamorfosis imprevista. Tal vez por todo ello
el orador es, en cierta forma educador. Se transforma
elemento formativo del carácter de los demás, puesto que
determina y condiciona, hasta cierto grado, la mentalidad, la
sensibilidad, la conducta de los demás. Lo cual es
condicionante. Educa e instruye. Usemos de un ejemplo
14
común; la guerra. Una y otra vez quien se dirige a la masa
tiene que tratar de estos temas, sobre la base, como ya se ha
dicho, de que el auditorio esta predispuesto con simpatía para
aceptar sus aseveraciones. Los oradores, de todos los tiempos
son responsables, en gran parte, de las ideas de violencia, de
odio, de guerra, que fructifican en los espíritus. ¡Si los
oradores el mundo se propusieran no hablar de la guerra o
condenarla sistemáticamente, se crearía un ambiente de amor
y de paz!
¡Nadie puede negar el poder de la palabra hablada!
Por lo demás hay que insistir, con energía, que la
oratoria es un ejercicio circunstancial; pero que no obedece a
modas ni a mecanismos prefabricados intelectualmente. No
interesa que algunos teóricos, aguijoneados por la prisa, por
el smog interno que los envenena, atemorizados por la
corporación de las máquinas computadoras, pretendan hacer
del discurso una exposición lógica, metódica, exclusivamente
una serie de aforismos y dogmas, como quien recita, con voz
impersonal, de una lección de física; la oratoria esta más allá
y más acá de las modas; la moda –lo definió George Simmel–
es una resultante de la lucha de clases; aparece como signo de
diferenciación clasista; la imponen los ricos para levantar
muros entre ellos y los pobres; pero los pobres imitan las
modas, escalan el muro, con ingenua ilusión de confundirse
con los exploradores, y, otra vez, los ricos ejercitan su
discriminación inventando otra moda, para repetir esta
historia dramática. Nada de esto acaece a la oratoria. Ella
responde, de inmediato, a una necesidad de comunicación
directa entre el orador, que tiene algo que expresar, y su
auditorio que solicita la orientación verbal. El motivo del
discurso, la calidad de los oyentes, la finalidad que se
persigue, etc., todo ello, combinado, dará la pauta al orador
para hablar; experiencia que trataremos adelante. En
cualquier caso, los hombres nos entendemos –nos
comunicamos– mediante el intercambio de ideas, de
imágenes y de emociones. No es natural separar estos
15
elementos que habitualmente se complementan y hasta se
confunden al amalgamarse. Pero cada orador sabrá, en su
momento, cuál ha de ser el tono preponderante, la tónica de
su pieza. Yo he formulado –para facilidad de mis alumnos–
estas sencillas preguntas previas al discurso: ¿Dónde voy a
hablar? ¿A quién le voy a hablar? ¿Para qué voy a hablarles?
Y, por supuesto, contestadas estas sencillas y hasta pueriles
interrogaciones, brotará el cómo debo hablar, más allá y más
acá de toda moda y de toda escuela, pese a los modistos de la
oratoria que quisieran fijar un molde único para sus
intervenciones, en los discursos de memoria que gritan.
Por último, hay una pregunta grave: ¿Puede enseñarse
la oratoria? Si partimos del precepto clásico que afirmó: el
poeta nace, el orador se hace, entonces, sí. Pero,
independientemente de que los poetas también se hace,
puesto que el concepto de la inspiración se complementa con
el del trabajo –mi inspiración, aclaró Baudelaire, está ahí en
mi mesa de trabajo–; tenemos que convenir en que la
elocuencia es un factor innato en algunos individuos. Hay
jóvenes que nacen oradores al igual que los poetas. Ahora
bien: si un joven nace verbo-motor, o verbo-visual o verbo-
auditivo, lo único pertinente es ayudarlo a desarrollar sus
facultades innatas, someterlo a ejercicios continuos, a
experiencias frecuentes, llevarlo de la mano a la tribuna para
que venza, en primer término, su timidez, que es la primera
piedra que se aparece, la inhibición, el miedo.
Comprendemos que el maestro no da nada al alumno
que éste no posea ya en potencia; el maestro trabaja con el
temperamento; se diferencia del alumno en que el maestro se
empeña en penetrar dentro del alumno, define su estilo
personal y colabora para su natural crecimiento. Es como
colocarlo frente a un espejo ideal para que se prueba la
oratoria a su medida. Asimismo, es inaplazable deslindar el
término oratoria, en busca de ubicación jerárquica.
Antonio Caso, en su obra Estética, clasifica a la
oratoria como arte menor. Lo que nos lleva a meditar en
16
torno a la inconsecuencia de algunos juicios de valor que
externamos fácilmente. Las manifestaciones del arte –nos
decimos– no pueden catalogarse como superiores e
inferiores; cada expresión de arte tiene su contenido especial
a que el deslinde obliga y, así, de la misma manera que no
podríamos comparar a Beethoven con Bach, para dilucidar
quién de los dos es mejor genio de la música, tampoco nos es
dable dictaminar acerca de cuál arte es superior y cuál
inferior; a fuera de distintos no hay posibilidad de
compararlos. Es arte o no es arte. Pero lo interesante es que,
pese a esta apreciación injusta, el maestro Antonio Caso fue,
esencialmente, un orador; no un filósofo creador de un
sistema, sino un orador que hablaba de filosofía y filosofaba
en sus discursos magníficos y elocuentes. De esto, de su
elocuencia lo acusa el maestro Samuel Ramos quién, por su
innata dificultad para expresarse en voz alta –no así cuando
escribía– tuvo cierta alergia a los oradores.
La pieza oratoria tiene la clasificación usual:
contenido y forma. Trae un mensaje, ineludiblemente; pero
puede presentarse en una forma estética. Ahora mismo
podemos leer los discursos de Demóstenes, los de Cicerón ,
los de Mirabeau y estimar su bella estructura, sin importarnos
mayormente su contenido que ha perdido –por razón de las
circunstancias– su militancia su valor histórico. Perdura lo
bello, la arquitectura de su forma, su vigor oratorio.
Revivimos la emoción de su elocuencia.
El discurso es una obra de arte. El orador es orfebre.
Concibe la pieza en conjunto, pero luego la modela
fragmentariamente con sus más modernas herramientas y sus
recursos más auténticos. Del discurso hay que decir lo que el
poeta Juan Ramón Jiménez le dice a la rosa: “No la toques ya
más que así es la rosa”. Esto sucede cuando leemos, a tantos
años de distancia, una oración de Jesús Urueta. Se goza la
perfección de la forma, se paladea el gusto por el dominio del
lenguaje, se vibra, todavía, con la llama de la elocuencia.
17
¡Qué razón tiene el poeta Ramón López Velarde,
cuando en el prólogo al breve volumen que contiene los
discursos del “divino Urueta”, recalca: “El gran Barbey decía
que la imaginación es la más poderosa de las realidades
humanas. En los manteles de Urueta, la imaginación es la
dama de carne y hueso que junta las manos a la altura de la
boca y configura con los brazos desnudos la Sublime Puerta
de vocablos, emociones e ideas”.
Tenemos que insistir en que la oratoria no puede ser
calificada como arte inferior. Tampoco es lícito compararla
con la literatura escrita. Son géneros diferentes. Un discurso
no es –como se ha llegado a suponer– una hoja escrita que se
repite en voz alta. Revela precipitación en sus opiniones
quien concluye que los discursos son un alarde de simples
palabras. Cada palabra contiene un concepto, es signo de una
connotación. Sólo los locos podrían hilvanar palabras
inconexas sin relación ni comunicación. Las palabras
constantemente significan algo aunque sea, en último
término, disparates.
Lo que sucede es que quien experimenta fobias en
contra de la oratoria descubre sus complejos por la carencia
de facilidad para hablar en público. Padecen –ya se ha dicho–
de una especie de tartamudez mental. La oratoria no está
reñida con la ciencia, con la técnica, con la filosofía, con el
arte, con la poesía. Ya lo había explicado Cicerón en su libro,
Diálogos del orador. Jaime Torres Bodet –tan magnífico
poeta– es un hombre de letras, un atildado prosista y sus
variados discursos son modelo de cordura, de exactitud en el
lenguaje, de elegancia y de belleza, y a nadie se le ocurriría
afirmar que sus discursos están huecos, vacíos de contenido,
carentes de doctrina. Hay buenos y malos oradores. Esto es
todo, Hay quien habla por hablar, quien careciendo de cultura
sólo usa lugares comunes, con deficiencias gramaticales,
como aquel amigo orador que “hablaba con faltas de
ortografía”; pero la oratoria buena, clara, diáfana, profunda,
bella, puede encontrarse entre los hombres cultos, inclusive
18
políticos militantes. La oratoria es prueba de creatividad vital,
de la realización integral del hombre. A mayor
abundamiento, cuando los pueblos brilllantes, en lo que
Stefan Sweig clasifica “como los momentos estelares de la
humanidad”, es cuando se multiplican los oradores. A este
respecto cabe citar al maestro Horacio Zuñiga: “ En efecto, si
el retórico de tribuna es detestable y peligroso, el orador
verdadero es y ha sido siempre digno de todo elogio. Es más,
si aplicamos a nuestro caso el axioma de Michelet: “La
elocuencia es el termómetro de la libertad” y si afirmamos
con Gambeta que “solo están mudos los pueblos y los
hombres esclavos”, tenemos que aceptar que el orador, en
ciertos momentos, es el índice supremo de las libertades
públicas; el exponente máximo del progreso político y social
y el grito por excelencia de ñas conciencias manumitidas, el
glorioso mensaje de su emancipación material y espiritual.
El hombre que no medita, razona y habla, es el
hombre que golpea, que hiere, que mata. El puño cerrado se
abre, listo para el ademán fraterno, cuando la palabra tiende
puentes luminosos. López Velarde rubricó el exquisito elogio
para las manos de Urueta: “la mano cirujana del aire”. El
ademán es compromiso de amistad no evidencia de odios. El
clásico varón demandaba: “Pega, pero escucha”. . .
Ha sido la palabra la que armonizó la comunicación
entre el seráfico Francisco y las avecillas del cielo; la palabra
hablada, la que prendió sus cláusulas éticas en labios de
Savonarola; la palabra adelgazada en las picas del pueblo
cuando cayeron los muros de la Bastilla; palabras de sabio, de
santo, de profeta, de mártir, de apóstol, de maestro, de
formador, de revolucionario, de arquitecto de sublimes
utopías...
Hay un abismo entre el discurso leído y el discurso
pronunciado directa, improvisadamente. El discurso leído
parece el esqueleto de la elocuencia. Los entendidos
admirarán los aciertos de la prosa y las verdades ahí
contenidas, pero nadie se entusiasmará, con ese entusiasmo
19
inteligente que es el que mueve a individuos y a las
multitudes; el discurso leído, además como ya apunta Timón,
en El libro de los oradores, está expuesto a una y mil
contingencias, llegando al estado de la declamación y de la
representación teatral, todo lo que no es, justamente,
elocuencia. Este discurso memorizado o leído, es algo así
como una fotografía, que puede constituir una obra de arte,
¿por qué no? pero que no dejará de ser una pieza estática,
quieta, muerta, carente de la vida que circula, se mueve, y se
está transformado continuamente en el proceso de la
metamorfosis, de la evolución creadora.
Verdaderamente, el orador es lo que dice; pero,
además, cómo lo dice; ¡qué fuego, qué vibración, qué ritmo,
qué sangre!, corre por las palabras y las transforma, las
ilumina, las proyecta como un temblor o como una tormenta,
como un murmullo o como una tempestad. El orador, es lo
que dice, cierto; pero, su voz tronante o melodiosa, acaricia o
golpea, seduce o anatemiza, glorifica o maldice, sube al
Tabor o sucumbe en el Gólgota. El orador es lo que dice;
pero también cuenta la elocuencia de su rostro, de los
relámpagos que nacen en sus ojos, de las manos “cirujanas
del aire”, del magnetismo que emana el cuerpo entero. Así se
explica la reacción que provoca la oratoria, cuando la masa,
obedeciendo a la psicología de las multitudes que analizó
Gustavo Lebón, se arrebata y se conduce como hipnotizada,
como cediendo al embrujo de la flauta mágica. . .
Desde otro ángulo, ninguna actividad estética produce
mayores satisfacciones al creador, que la oratoria.
No se trata de emular a Leonardo cuando coloca a la
pintura a la cabeza de las artes; pero, independientemente de
la jerarquía –que ya comentamos a propósito de Antonio
Caso –el goce estético máximo lo recibe el orador.
Pronunciar un discurso es sentir, gradualmente, cómo las
palabras, sabiamente manejadas, van adueñándose del
auditorio; el orador mira, palpa, mide, el efecto inmediato de
su elocuencia; experimenta la satisfacción de comprobar el
20
poder de su convencimiento, hasta que llega el minuto en que
tiene a sus oyentes suspendidos del hilo del verbo. La oratoria
salta los muros del silencio, de la indiferencia, rompe los
cercos, evade las trincheras y entra a saco a la ciudadela
defendida, dueño y señor de la atención de todos, viendo
como se cumplen sus propósitos inmediatos. Hay más: la
palabra penetra a la conciencia de quien escucha; pero,
además, ahí permanece, en los meandros de la subconciencia,
y nadie puede vaticinar cuándo ni cómo germina dentro de
cada individuo. Sembramos discursos. No soñamos cual
puede llegar a ser la cosecha. Las voces se bifurcan como
raíces en las entrañas, en espera de brotar potentes ramas y
árboles gigantes con sombra generosa o nidos de pájaros y de
auroras.
Este ensayo es, pues, tributo de lealtad a la palabra.
Testimonio de amor al verbo. Lealtad a la integridad de las
tribunas. Nadie pretenda jugar a la oratoria. La oratoria no es
una finalidad en sí, sino un medio, el más eficiente, para
cumplir fines humanos. El orador cumple una artesanía, un
oficio, y como todo quehacer tiene su técnica y su genio. El
genio produce la elocuencia; la regla, la práctica, culminan en
la oratoria. El orador no es el malabarista de los conceptos;
no sostiene el pro o el contra –como calumnia a Sócrates
Aristófanes en Las nubes–, se supone que el orador es el
caballero de la verdad. El orador, se acepte o no el
calificativo, es un misionero. El propagandista de las causas
justas; expositor de los ideales nobles; cantor de la
solidaridad, del apoyo mutuo, del amor. Sófocles advierte
esta cualidad innata, cuando en su obra Edipo en Colona nos
dice:
“Eres famoso para hablar, más sabes que no es
posible hacerlo en todo tema con tino igual. . .”
El poder de la palabra es infinito. Por ello es que hay
que cuidar celosamente de su empleo. Hablar con prudencia
21
es tarea de discretos; hablar por hablar es negocio de gente
necia. ¡Que no tengamos que arrepentirnos nunca de las
palabras que hemos proferido, las que sembramos a lo largo
de las tribunas! ¡Que no tengamos que ir a recoger,
avergonzados, los trozos de la palabra que empeñamos un día
y rompimos luego!
¡Quitarle a la palabra su máscara! Tener valor de
desnudar las palabras, hasta que sean las nuestras, nuestras
para siempre. Esto es lo que cumple el hombre cabal, el
hombre-hombre.
Porque, cuando yo era niño hablaba como niño; pero
ahora, que ya soy hombre, hablo como hombre. Así nos
educó Pablo, el de Tarso, quien, con su sabiduría y su
caridad, fue un gran orador.
22
2- LA VOCACION DE LA PALABRA
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La oratoria es una vocación; la más difícil y la más
bella. Hablar, expresar lo que pensamos, sentimos, amamos,
constituye un goce infinito.
Alguna vez dijo el maestro Giménez Igualada: “Hay
una virtud moral que ordena el bien obrar; pero hay otra, a la
que podríamos llamar virtud intelectual que se refiere al bien
pensar y, como resultado, al bien hablar, no pudiendo andar
la una sin la otra, ya que del buen pensamiento nace el buen
acto, que hace más agradable el rocío de la buena palabra”.
La palabra tiene una doble misión libertadora. El
varón que la expresa en voz alta, experimenta el encanto de la
liberación personal; pronuncia lo que anhela desde el rincón
del misterio de su individualidad, es una especie de
confesión, de catarsis, y, tiende, naturalmente, a llevar a sus
hermanos, a la libertad que ama. Porque todo discurso es una
incitación a la libertad de nuestros semejantes. Con el
discurso comparte lo más selecto de su espíritu, puesto que
suponemos que sólo palabras de bondad y de belleza puede
preferir el orador que se estima así mismo. Hay oficios que
ennoblecen a quien los ejecuta. Hay oficios con entraña
poética que perfuman el alma de quien los cumple. Por ello,
el orador es un artesano que transforma el lenguaje, devuelve
brillo a las palabras, da al concepto su dimensión más
profunda y lava el rostro de las emociones cotidianas. Recrea
las voces. Y es que cada voz tiene su cuerpo, su estatura, su
color, su profundidad. Y es tarea del orador no sólo respetar
la calidad de los términos, sino agrandar su horizonte,
penetrar como el minero al corazón de la veta y extraer de
cada palabra el oro y la plata de su original riqueza.
Se ha dicho que algunas palabras –como las
monedas– han extraviado su cuño, su limpieza, y que
difícilmente son reconocidas; pero el orador reivindica la
alcurnia de la voz y las palabras se funden en sus manos para
renacer como su prestigio literario, pero mayormente
dispuestas a embellecer lo que expresan.
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Es cierto, hablamos de un orador que no es capaz de
traicionar su vocación humana, Platón, puso en labios de
Sócrates un agrio comentario en contra de Protágoras, cuando
les reclama a los sofistas el artificio de probar que lo negro es
blanco y lo blanco es negro; no, es esto la oratoria, aunque
Aristófanes, en su obra Las nubes envíe al personaje a
estudiar el arte de la palabra para salvarse de los acreedores y
evadirse, así, de la justicia. El orador no es, tampoco, el
habilidoso prestidigitador de la verdad al servicio de un amo,
listo para elogiar y ponderar a quien sirve; el orador,
admitimos, es hombre integro, cabal, honrado, un caballero –
tomado este concepto con su fondo de dignidad– incapaz de
mentir, de adular, de descender a bajos menesteres.
Apunta el mismo maestro Giménez Igualada, en su
conferencia de Oratoria: “el hombre de hoy, moralmente
preparado, debe vigilarse así mismo para detener su mano
cuando vaya a descargar el golpe contra su prójimo, y el que
no se frena dejando rienda suelta a su instinto animal, es
porque continua pegado a la animalidad de sus antiquísimos
abuelos.
“Quizá sea ese hombre –sigue diciendo el maestro– el
que vaya a buscarte, joven orador, para que lo ensalces y
endioses, ya que él no sabe hablar, como tú, en forma
convincente y bella; quizá se ofrezca soldada para que tu
elegante oratoria la pongas a sus pies; quizá considere que
estás bien pagado con que te vea y cuente entre los que
componen el cortejo de sus servidores. Pero si lo aceptares,
tus hermosos sueños de orador capaz de alcanzar las altas
cimas de la hombría y de la belleza, quedarían reducidas a
pobres oraciones pronunciadas desde un balcón cualquiera y
dirigidas a gentes aborregadas por el predador que a ti te
paga”.
Y, es verdad, este es el destino, la dura suerte, de
muchos jóvenes oradores que vendieron sus primogenitura
por auténticas migajas. Y, sin embargo, como ya hemos
señalado, la oratoria es fuente de las más bellas y profundas
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emociones de alegría y de regocijo. Goethe, cinceló esta
frase: “nadie cruza el bosque y sale de la misma manera”.
Quiso decir, que el hombre vive en metamorfosis
permanente, y que, aunque en cada aventura deja fragmentos
de su ser, también gana, con la experiencia, un mundo
maravilloso, totalmente desconocido para él, en cuanto está
pleno de oportunidades.
La oratoria no es un capricho ni un aditamento
cultural; responde a un imperativo vocacional; es, en cierto
modo, el punto de arribo de la personalidad. Concreta
diversas facultades del ser humano y ofrece una imagen de lo
que el hombre es, o puede llegar a ser si se lo propone. Quien
ya ascendió a la tribuna y conjugó el verbo frente a una
multitud; quien sintió sobre sí los mil ojos del monstruo que
está enfrente según bella expresión de D’Annunzio, ojos
atentos, inquisitivos, amenazadores, este varón no podrá ya
escapar, en el futuro, al encanto de las tribunas.
Antes de romper el silencio se sentirá morir de
incertidumbre, paseará con los nervios escabritados, la
imaginación en ascuas, el corazón en llamas; pero, luego,
cuando ya liberado, sintiendo que trae un mundo sobre los
hombros, un universo en la punta de la lengua que va a
mostrar gloriosamente a los oyentes.
La tribuna embruja. El hombre, en la tribuna, brota
del capullo habitual: es otro. No sólo crece en estatura física a
las miradas que lo vigilan, si no que, intelectual,
anímicamente, se cumple en su pecho una anvivalencia cabal:
envejece y rejuvenece al par. Envejece en sabiduría, en
experiencia. Son cien vidas más que lo acompañan; pero
también rejuvenece, en cuanto le aparecen los bríos ímpetus,
energía, entusiasmo, alegría de vivir, que son características
de todo joven. Hay un fenómeno superior, el orador está
traduciendo y expresando lo que cada miembro del público
piensa y siente, sólo que no se ha atrevido a gritar frente a los
demás. El orador goza la mayoría de edad de su hombría, el
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verano de su genio creador, la primavera de su jerarquía de
hombre bien.
Tal vez por ello, orar tiene dos acepciones que se
complementan: ora quien se comunica con los dioses;
establece lazo con el más allá; dialoga con el infinito; y,
también ora el que habla a sus hermanos los hombres, se
entiende con ellos, los representa en el debate contra el
destino y sus limitaciones.
La oratoria es una variante del heroísmo. Plantado a la
mitad del ágora, el orador habla por los demás, se opone a la
explotación y a la esclavitud, aboga por las causas nobles,
ofrece el pecho a sus victimarios, levanta la cabeza para que
le toque la primera piedra lanzada por los violentos.
El orador aceptó, desde el prólogo de su vocación,
esta inmolación; el ejercicio de un sacrificio permanente que
implica su filiación con la moral.
No hablamos de una moral con normas; nos referimos
a la moral individual que no se aparte de la sentencia de
Calderón de la Barca: el honor es la sombra de la propia
estimación, y esto es lo que el orador reclama: despertar la
conciencia de cada uno de sus prójimos para que predomine
la estimación personal, el respeto recíproco será la
consecuencia de la conducta de cada unidad de valor
humano.
Largo tiempo se profesó el cumplimiento de la
palabra de honor como distintivo de la jerarquía humana; el
orador sabe que cada una de sus palabras, tácticamente, es un
palabra de honor que hay que cumplir celosamente. Al fin, el
hombre es su palabra. Y el orador es más hombre en la
medida que acepta su compromiso humano con mayor
heroísmo.
El orador que se enajena, golpea sus alas sobre los
muros de una prisión. Por la palabra serán los hombres libres.
Por la palabra ganarán los pueblos su libertad y el goce de la
solidaridad que los salve.
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Podemos postular esta hipótesis de trabajo, hay
discursos horizontales y discursos verticales.
El orador horizontal –hombre horizontal–es el que
repta, se envilece, está atado a la ambición de poseer, de
aumentar sus beneficios, de abarcar lo más que le sea posible;
vive en la superficie, desea mayor extensión y más espacio
horizontal. El orador vertical parte de la tierra, ostenta sus
raíces telúricas; asciende hacia arriba, gana en profundidad y
en hondura; su contenido está ligado a las entrañas de la vida;
sus palabras están emparentadas con minerales y vegetales,
con raíces; su elevación lo lleva hacia lo azul, hacia lo
luminoso, hacia las estrellas. Este orador –hombre vertical–
no se ha divorciado de la realidad, puesto que la realidad
primigenia está en la tierra, pero, en cambio perfecciona su
camino de hombre y sube hacia regiones más limpias y más
puras.
Tal vez hubo época en que fuera indispensable
recomendar –como lo hizo Bacom– poner plomo a los pies
del cuerpo con alas. Sólo que, en esta época, de triste
maquinismo, de automatización, de robot sin redención, es
imperativo, retornar a las alas, quitar el plomo, impulsar
mejor el vuelo. Y, el orador será el misionero de esta cruzada
poética, en la que se mezcle el realismo con la magia, la
razón con la imaginación, si es que pretendemos redimir al
robot, imprimir otros sentidos a la existencia y salvarnos del
ecocidio que nos amenaza a los humanos, según la docta
advertencia del Dr. Fernando Cesarman. Una oratoria que
satisfaga el ejemplo de los molinos de viento, que marca
Eugenio D’Orss, en hermosa glosa: el molino está pegado a
la tierra; satisface una utilidad al moler el trigo y producir
harina, pero deja que sus alas acaricien el azul de la noche
para que estén en contacto con las estrellas.
¡Malhaya los bellacos que pretenden mutilar al águila
del verbo y restarle hermosura a la palabra!.
Hay individuos, que presumen de oradores, y, en
verdad lo que son es recitadores, declamadores, artistas
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aficionados de teatro. Nos referimos a quienes, previamente,
han aprendido de memoria una serie de discursos, o
fragmento de discurso, que llaman “mosaicos” y que luego
acomodan en cualquier ocasión.
Si tuviéramos que distinguir al orador del declamador,
diríamos que el orador está en el proceso de la creación, es
activo, dinámico, mientras que el declamador, o el actor,
estarán siempre repitiendo lo que otros han escrito. Y, no
importa que el actor o el recitador redacte su propio papel, de
cualquier manera, en el momento de la exhibición está en
posición de repetidor. ¿Puede llamarse a esto un orador?
Randolph Leigh, autor de un libro interesante,
Oratory, y director de los primeros concursos de oratoria,
subraya la semejanza del orador con el actor, por lo que atañe
a sus recursos escénicos que usa el que habla en público y
que, en algunos casos, resultan inclusive exagerados. Y,
ciertamente, algunos oradores –para no decir que todos–
actúan y aprovechan estos medios para impresionar al
público con ventaja; pero ello no quiere decir que se
confundan los géneros. Por lo demás, conviene precisar este
concepto: un orador es tan actor como cualquier individuo lo
es en la vida diaria. Cada quien actúa a su manera. Lo mismo
que cada quien está usando la oratoria en la conversación
diaria. Obsérvese a quien discute a quien platica, a quien trata
de persuadir a su amigo o cliente y se verá en pequeño, la
práctica de la oratoria con su variedad de recursos. Se cambia
la voz, se provoca el énfasis, se mueven las manos, y ,
también, se carga de emoción lo que se dice.
El discurso nos apremia a vivir. Es una forma de vida.
Un discurso equivale a una conducta; cuando menos incita a
ella, la provoca. De aquí el valor educativo que tiene la
oratoria. Instruye deleitando –como pidió Anatole France– y,
positivamente, cada orador es un maestro. Si aceptamos el
distingo entre instruir y educar, tendremos que la oratoria
satisface a las dos atribuciones pedagógicas, porque instruye
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cuando hace de la tribuna una cátedra en llamas, y educa,
cuando coopera a modelar el carácter humano.
El maestro Giménez Igualada, nos llama la atención a
este respecto, en su obra, Los caminos del hombre: “el
lenguaje que se emplea en la conversación o en el discurso,
deben de entenderlo todos los hombres, única manera de ser y
de sentirse universal por haber comprendido y amado la
universalidad. El que habla y el que escribe –me sigo
diciendo a mi mismo– debe hacerlo con tal dulzura y con tal
entereza como si su palabra, sin avergonzarse jamás de ella,
hubiera de subir, siglos arriba, hacia la eternidad. Así
hablaron y escribieron los mejores, los que se han perpetuado
hasta nosotros. Los que no supieron crear humanidad
murieron para siempre”.
El orador semejante es a Prometeo. Diríamos,
metafóricamente que ha robado el fuego a los dioses. A dado
fuego a los mortales. Es el origen de la cultura y de la
civilización. En el principio de la cultura –la cultura es un
estilo de vida– está el verbo. No podríamos olvidar que el
fuego elimina las sombras e ilumina los caminos del hombre
y esto es la función específica del discurso, brillar en la
oscuridad encender la lámpara para que los viandantes
encuentren el sendero preciso y no corran el peligro de
extraviarse. Prometeo se ufana en el drama esquiliano, de
haber salvado a los hombres del dolor y de la muerte, porque
“sembró en ellos la ciega esperanza”; esto es lo que realiza el
orador: disipa las penas, nulifica las incertidumbres, supera
las angustias y deja clavada en el pecho de los oyentes,
siempre una ciega esperanza.
Todo orador es un utopista; un soñador. El orador es,
también, un rebelde.
El hombre rebelde, definió Albert Camus, en su obra
El hombre rebelde, nos dice que la rebeldía contiene dos
tiempos precisos: la inconformidad con el espacio tiempo que
vive y que se traduce con el grito de ¡ya basta!, y, el sueño,
utópico, de un mundo mejor que el presente, donde se
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corrijan las causas que motivan la protesta. El orador,
teóricamente cuando menos, cumple esta obligación, es el
profeta que clama contra el mal y, también el arquitecto que
diseña la ciudad futura. No se habla por hablar; para
satisfacer una vanidad; se habla para comentar, analizar,
criticar, una situación dada, y se habla, así mismo, para
formular la visión lejana de lo que sería la vida ideal. Y,
conste que, el orador no ordena,. No coacciona, ni siquiera
aconseja, simple y llanamente expone sus pensamiento para
que sea cada hombre quien, en el interior de su consciencia,
dictamine lo que juzgue conveniente y adopte las decisiones
que le parezcan justas.
Entonces, ¿qué objeto tiene la oratoria?. Iluminar,
dilucidar conceptos, aclarar paisajes frente a los ojos de los
hombres, los hermanos. Por eso es que los griegos, los
maestros de la humanidad, dedicaron tantas horas en
ejercicios oratorios. Por eso es en Atenas donde ha de
iniciarse la historia de la elocuencia cuando Demóstenes, al
decir de Clemenceau en obra Demóstenes, hablaba por Grecia
para liberarla del peligro de Filipo y de la cultura oriental.
Plutarco, en sus Vidas paralelas, consigna esta
opinión de Filipo: no temo a los generales; le temo a
Demóstenes, porque con sus discursos es capaz de unir y
levantar a los pueblos helenos en mi contra. Y así fue.
Muchos años después el más breve discurso y el más
relampagueante, derribo los muros de la Bastilla y la
elocuencia de Danton, de Mirabeau y de Robespierre,
cambiaron el rumbo de la historia universal.
Nadie debería dudar del poder determinante del verbo
humano. Sobre todo cuando meditamos que Budha,
Jesucristo, Mahoma, y los conquistadores más renombrados,
usaron de la palabra como de un arma favorita para
conquistar el cumplimiento de sus deseos. Ahí donde vibró
un conducto de pueblos, un guía, un maestro, ahí estuvo un
orador.
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El problema del hombre, nos ha dicha los psicólogos
es encontrar su exacta vocación. Un buen número se
equivoca. De aquí el fracaso que revelan las estadísticas en la
población escolar. Y, sin embargo, parece sencillo. José
Enrique Rodó, con su magnifica prosa, fluida y bella, ha
dejado en su obra, Motivos de Proteo, discretas advertencias:
“Una vocación poderosa que ha ejercido durante mucho
tiempo el gobierno del alma, reconcentrando en sí toda la
solicitud de la atención y todas las energías de la voluntad es
como luz muy viva que ofusca otras más pálidas, o como
estruendo que no deja oír muchos leves rumores. Si la luz o el
estruendo se apagan, los hasta entonces reprimidos dan razón
de su existencia. Aptitudes latentes, disposiciones ignoradas,
tienen así la ocasión propicia de manifestarse, y, a menudo,
se manifiestan, en el momento en que pierde su ascendiente
la vocación que prevalecía”.
Esto –ya se manifestó–es tarea ardua. La mayor parte
de los seres humanos nos equivocamos. A veces, como lo
indica Ortega y Gasset, un hombre vive, trabaja, se ufana,
sufre, sueña, se alegra, y todo ello sin haber encontrado su
verdadera vocación. Esto explica por qué tantos ciudadanos
deambulan con su fardo de frustración a las espaldas. Recalca
el filósofo español en su obra, Goethe desde adentro, “Vivir
es ser fuera de sí realizarse. El programa que cada cual es,
irremediablemente oprime la circunstancia para alojarse en
ella. Esta unidad de dinamismo dramático entre ambos
elementos yo y el mundo es la vida. Forma, pues, un ámbito
dentro del cual está la persona, el mundo y ... el biógrafo”. Y
más adelante: “Considerada así la estructura humana, las
cuestiones más importantes para una biografía serán estas dos
que hasta ahora no han sólido preocupar a los biógrafos. La
primera consiste en determinar cuál es la vocación vital del
biografiado, que acaso éste desconoció siempre. Toda vida es
más o menos, una ruina entre cuyos escombros, descubrimos
lo que la persona tenía que haber sido... La segunda cuestión
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es aquilatar la fidelidad del hombre a ese su destino singular a
su vida posible”.
Y es cierto. Quien más, quien menos, en alguna
estación de la vida sentimos que no somos lo que hubiéramos
deseado ser; que hemos traicionado en algún sitio, en algún
tiempo, la vocación auténtica que existía en nuestra
adolescencia o en nuestra juventud.
El verso de Dante Gabriel Rossetti, se vuelve una
espina en la conciencia:
“It might have been...”
Todo pudo haber sido, todo pudo ser, el rumbo de los
días quizá pudo haber diferido de haber hecho esto o aquello.
Y el si, condicional nos atormenta.
Esto dura sólo un instante. Frente a lo hecho no caben
sino nostalgias y la resignación valiente para proseguir
adelante. De todos modos, lo prudente es vigilar la vocación,
espiarla, no desaprovechar la ocasión que la pintan huidiza.
El orador, fiel a su vocación, tan bella a de consagrarse con
fervorosa pasión y no traicionarla.
La oratoria es una vocación celosa extremadamente
celosa. Demanda dedicación total, y lo grave es que cuando
la abandonamos inmediatamente se deja sentir en forma de
reproche y aparecen terribles deficiencias. Algo así como si
el pensamiento emmoheciera, como si la lengua se tornase
estropajosa, y las palabras cayeran y rebotaran, antes de salir
con soltura, con diligencia, con elegancia.
Cualquier expresión artística –en cuanto al oficio–
reclama atención diaria, tenaz, impostergable. Ocho o más
años, ha de permanecer el estudiante en el Conservatorio para
graduarse como cantante, pianista, violinista e igual o más
tiempo, estudiará el joven antes de llegar a ser escultor o
pintor. . . El arte es largo, porque, después, tendrá que
proseguir ascéticamente, toda su existencia en busca de
mayor perfección en el dominio de los elementos de su arte
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¿Como pensar que la oratoria es arte fácil, al que se llega, se
está una temporada y se abandona, impunemente?.
En el pórtico de la academia de oratoria debiera
repetirse la admonición tajante: Que no entre quien no tenga
vocación.
El orador no concluye sus estudios de oratoria. La
elocuencia no es una letra de cambio a tantos años; es
vocación vital. Porque la oratoria –como hemos de ver– no es
concebible sin una seria, profunda y amplia cultura, sin ser
rico, en sabiduría, en filosofía, economía política, arte,
política, sociología, etc., para no correr el riesgo de firmar
cheques en blanco.
No se puede hablar de lo que no se sabe. De la nada
no se habla. Podremos improvisar acerca de aquello que ya
conocemos, so pena de que nos atreviéramos a inventar los
temas y a decir palabras sin lógica ni sentido común, que es
lo que, infortunadamente, hacen muchos sujetos. Luego, es
imperativo que el orador se prepare, por días, por meses, por
años, con un severo rigor, con obstinado rigor, mediante el
estudio, la lectura cotidiana, la meditación; más, mucho más
que otras personas, porque si éstas no se verán
comprometidas a hablar en cualquier caso, los oradores sí,
puesto que el mundo espera que satisfagan su oficio, que es el
de orar, sin titubeos, con aplomo, en las circunstancias que se
presenten.
El ataque a los oradores viene de lejos. La calumnia,
la diatriba, el desprecio, han corrido paralelamente con los
aplausos. Por ello es que no extrañan los argumentos, en pro
y en contra, que se supone sostuvo Cicerón y que recogió en
su libro, Diálogos del orador.
El libro es fuente de observaciones geniales. No es
prudente espigar, al desgaire, porque la obra en total es
inapreciable; pero con atrevimiento, anotaremos: “Solía decir
Sócrates que todos son elocuentes en lo que saben bien. Y
aún es más verdadero que nadie puede hablar bien de lo que
no sabe. Y que aunque lo sepa, si ignora el arte de construir y
34
embellecer el discurso, no podrá explicar lo mismo que tiene
bien conocido.”
Y agrega: “nadie merece el título de orador si no está
instruido en todas las artes propias de un hombre libre”.
Marco Tulio Cicerón reitera infinidad de veces: “Pero
primera, los secretos naturales; segunda, el arte lógica;
tercera, la vida y costumbres, dejemos las dos primeras en
obsequio a nuestra pereza, pero retengamos la tercera, que
fue siempre del dominio del orador, pues sin ella nada le
quedará en que pueda mostrarse grande.”
Esta sana y nutricia opinión no es propiedad exclusiva
de Marco Tulio Cicerón, ella está presente en buen número
de maestros y filósofos de la antigüedad y de tiempos
modernos.
El orador no es sólo un operario de “lengua veloz y
ejercitada”, es un varón prudente, estudioso, investigador,
que lee con acierto, anota y retiene los pensamientos célebres
para salpicar, después, sus oraciones, con el testimonio de los
ingenios superiores que en el orbe han sido.
Por el camino de la vocación cumplida se llega a la
elocuencia. El propio Cicerón nos aclara: “Llamaba yo
diserto al que podía hablar, según el parecer común, con
cierta agudeza y claridad, en presencia de hombres no
vulgares; y reservaba el nombre de elocuente para el que
pudiese, con esplendidez y magnificencia amplificar y
exornar cuanto quisiera, y tener en su ánimo y en su memoria
las fuentes de todas las cualidades que pertenecen al bien
decir.”
De lo que se deduce que hicimos perfectamente, al
principio de este ensayo, en deslindar los terrenos de la
oratoria y separar la elocuencia, como rasgo inequívoco del
chispazo genial, con el que, seguramente se nace, pero el que
se desenvuelve, mediante el heroico esfuerzo cotidiano, ese
“obstinado rigor”, que parece que fue el lema del divino
Leonardo Da Vinci.
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Sin embargo, haremos mejor si insistimos y, al efecto,
escudriñamos las páginas de Horacio Zuñiga.
En su obra, Ideas, Imágenes, Palabras, el libro de los
oradores, afirma: “es necesario que comprendamos que no
puede haber gimnasia más bella que la de la inteligencia; ni
busca más hermosa que la de la verdad; ni contienda más
sublime que la del pensamiento hecho palabra y la palabra
hecha al mismo tiempo razón y metáfora, ciencia y arte, raíz
y fronda, montaña y nube, garra y vuelo, como en la imagen
eterna del filósofo inglés que proclama la dualidad del garfio
vegetal que taladra la roca para extraer la sangre de la sabia y
el ímpetu de la ramazón que arroja la flor y el fruto al
esplendor del cielo.”
A Horacio Zuñiga lo criticaron sus enemigos –triunfo
de la envidia y de la impotencia– porque usaba
abundantemente de la metáfora. Entonces adujeron –como
harían hoy– que era preferible la sencillez, la modestia, y,
sobre todo, que la oratoria palabrera, adornada, metafórica,
pertenecía al pasado.
Inevitablemente se vuelve a este tema. El fondo no es
separable de la forma y, no concebimos –ni siquiera
concebimos– la forma sin el fondo. Hay una síntesis perfecta.
Lo que sucede es que la incapacidad para hablar en público y
para hacerlo bellamente, obliga a los tartamudos espirituales
a multiplicar las invectivas contra los oradores tan completos
como lo fue Horacio Zuñiga.
No es posible pedir un solo estilo. Si el estilo es el
espejo del hombre, no es razonable exigir un tipo de hombre
único, sin reconocer la enorme variedad de hombres que
existen. Es tanto como criticar a la montaña comparándola
con el valle. Yo prefiero los valles; pero yo, nos diría otro,
prefiero las montañas.
El orador habla según su temperamento y no es justo
tratar de imponer modalidades ni modos para hablar; cada
quien ha de ser auténtico, quizá porque la ausencia de
autenticidad en la vida provoca tantas frustraciones fatales.
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El orador es el baluarte de la libertad, el paladín de la
justicia. Tal parece, por ello, que en climas de libertad nacen
y se reproducen los buenos oradores y que en tiempos de
dictadura, totalitarios, no hay campo propicio.
“Sólo los que obran mal, temen a los que hablan bien,
y sólo los impotentes y los despechados, pueden condenar la
oración.”
La oratoria revela la esencia del hombre; supera su
existencia; es fundamental, trascendente, definitiva y eterna,
porque así es la palabra, porque así es el hombre; porque el
hombrees y será siempre su palabra, y en conservarla, en
mantenerla, en serle fiel, está el secreto de la sabiduría.
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3.-EL ESTILO DEL HOMBRE ES SU
PALABRA
38
El mundo maravilloso de los niños nace con la
palabra. La madre, con su amor y ternura se lo va
describiendo, cada vez que la madre nombra una cosa, un ser,
un aspecto de la vida, el niño entra a la poesía y a la magia.
Las cosas se animan al conjuro del verbo. La palabra
identifica su esencia; antes de ser nombradas, existen, pero
después de que la voz las define, adquieren y revelan su
esencialidad.
En el niño perdurará no sólo la contación que explica
la madre, sino el tono de la voz, la emoción que cada término
encierra, la acción que late escondida en el verbo, como la
mariposa es la crisálida. Todo ello continuará a lo largo de
los años; quizá, por esta razón, es cierto, que jamás dejamos
totalmente de ser niños, puesto que tenemos atesorada la
sensibilidad maternal guiando nuestros pasos por los caminos
del hombre. Porque la función educadora de la madre no está
en las órdenes que dicta, tampoco en los consejos que
prodiga, el secreto educativo está en su voz que acaricia, que
convence, que conmueve. La atmósfera emotiva circunda la
presencia femenina, y es ella, la madre, la única modeladora
–con su cariñosa palabra– de la conciencia infantil.
Son los primeros discursos que escuchamos. Puede
carecer de orden, de habilidad técnica; pero rebosan de
elocuencia, la elocuencia directa que da el amor, el cuidado,
la solicitud y la consagración que hay en cada palabra que
dice la madre al hijo.
Si es verdad –como ya se ha apuntado– que cada ser
nace con un temperamento y que la educación, obrando sobre
él, forma el carácter, entonces hay que convenir en que el
arma mejor que tiene el educador es su palabra.
Esto es lo que tenemos que entender, con
profundidad, para no continuar desviando los métodos de la
educación. Porque la educación cabe dentro del símbolo de
un triángulo equilátero: el hogar, la escuela y la calle o medio
ambiental. De tal modo que la madre es la máxima
educadora, y luego, el maestro continúa la tarea iniciada en la
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ejemplaridad hogareña. Pero el maestro sería incapaz de
cumplir con su misión si no encuentra ya en el niño el
germen amoroso que depositó la madre mediante sus
palabras. El maestro prosigue proporcionando al niño nuevas
y bellas palabras. De aquí que resulte impostergable el hecho
de que los maestros tienen la responsabilidad de las palabras
que usan frente a los niños. Un auténtico Maestro se cuidará
de pronunciar palabras tristes, feas, iracundas, perversas,
sabedor de que el niño no sólo las escucha sino que las
guarda en su subconsciencia y ahí van creciendo sin que
nadie se dé cuenta del fenómeno psicológico. Por último, el
niño se encuentra, de repente, en medio de una terrible
contradicción. El contraste es violento. La calle, las pandillas,
pueden presentar al niño un mundo insospechado de picardía
y de angustia. Oye malas palabras. Se ha transformado el
lenguaje y golpean la puerta de su conciencia verbos armados
con aguijón inclemente.
Son los tres tiempos ineludibles en el proceso
educacional de cada individuo: lo que heredó de la madre,
principalmente; lo que heredó del maestro; lo que está
recibiendo del barrio donde habita.
Sociológicamente la lengua determina; la patria se
define como el amor a la tierra, a las raíces; pero también la
historia y el lenguaje, el idioma, que son lazo de unión
directo y el medio de expresión y de comunicación
ineludibles.
Mariano H. Cornejo, en su texto de Sociología
deslinda el término: “El lenguaje define, precisa y permite
combinar los conceptos”. Es decir que podríamos pensar y
sentir; pero no tendrían validez ni el pensamiento ni el
sentimiento, si no llegan a expresarse; es prácticamente,
como si no existiesen.
El lenguaje, como vía de comunicación, es puente
luminoso.
Por eso que el orador tiene veneración por las
palabras; las selecciona, las limpia del polvo de los siglos y
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les devuelve su brillo natural y primigenio; usa de las justas,
de las exactas, de las cabales y no pierde de vista que hablar
en público es tanto como arrojar semillas a la tierra y repetir
la bella parábola del Maestro de Galilea: nadie podría
vaticinar cuál va a ser el destino de cada palabra. El discurso
puede hallar tierra fértil, puede morir entre rocas o puede
extraviarse en el desierto; pero la palabra caída en su sitio,
germinará, echará raíces, brotará a la superficie rompiendo
las resistencias y se elevará triunfalmente hacia el espacio.
La vida espiritual es una alcancía. El hombre, quiéralo
o no, va acumulando paciente, gradualmente, sus vivencias.
Quedan en él, se desarrollan, Inclusive los imperativos más
insignificantes en la época de la niñez; ahora sabemos que se
esconden entre los pliegues de la subconsciencia y que ahí,
dinámicamente, persisten en un periodo de continua
transformación hasta que un estímulo externo, los libera y
brotan tumultuosamente, manejando la conducta del
individuo. Por eso aseveramos que la vida espiritual es una
alcancía. Las horas, los días, los meses y los años, depositan
sus monedas; atesoran pensamientos, emociones,
experiencias y paisajes.
Las palabras desempeñan un oficio de escultor;
modelan el retrato del personaje. Crecemos a golpes de
palabras así como el mármol a golpe de cincel.
Alberto Hidalgo, uno de los grandes poetas de
América, señalo en su obra, Tratado de Poética, la diferencia
entre la palabra exteriorizada y la palabra interna. Dice:
¿Como podría negarse que hay una palabra interior, anterior a
la palabra hablada? Ella por lo demás ha sido presentida por
los más grandes filósofos, aunque el honor de haberla
estudiado a fondo o descrito en sus detalles más minuciosos,
mejor que otros lo hicieron, pertenece a Víctor Egger, el más
importante, de cuyos libros se llama La parole interieure,
precisamente, más no se pretenda identificarla con el
pensamiento que, en abstracto, es otra cosa y en concreto, es
una sucesión o relación de palabras”.
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Los críticos están de acuerdo en que toca a los poetas
descubrir el otro mundo de las palabras; ampliar sus
horizontes; profundizar su existencia. Expresa Alberto
Hidalgo: “Ya que la ciencia dormita, revelar el valor mudo,
callado de las lenguas”.
Pero, nadie podría negar que esta misión la comparten
también, y con mayor frecuencia, los oradores.
El discurso no esta reñido con la poesía. No debe
estarlo. Poeta y orador usan el lenguaje y a él se deben. Son
las palabras su medio exacto de expresión.
El poeta Octavio Paz, en su estudio, El arco y la lira,
afirma: “El lenguaje hablado está más cerca de la poesía que
de la prosa; es menos reflexivo y más natural y de ahí que sea
más fácil ser poeta sin saberlo, que prosita. En la prosa la
palabra tiende a identificarse con uno de sus posibles
significados a expensas de los otros: al pan, pan y al vino,
vino”.
El propio poeta Octavio Paz asevera: “Hay una nota
común a todos los poemas sin la cual no serían nunca poesía:
la participación”.
Está es la participación directa que se establece –
¡mediante el verbo!– sobre todo en los discursos. Por que le
discurso no finaliza cuando el orador da las gracias y se retira
de la tribuna; entonces es, precisamente, cuando se inicia la
germinación secreta, misteriosa, mágica, de las palabras que
el orador ha lanzado al viento, con actitud de siembra, y que
han sido recogidas por los oyentes. Hay que esperar a que el
tiempo las madure y a que salga vibrante la cosecha del
discurso.
La palabra verdadera –como en el salmo– da su fruto
a tiempo y su hoja no cae.
Nosotros en cierto modo nos alimentamos con
palabras. ¡Si esto lo superan los maestros, sólo palabras
dulces nos darían cuando somos niños.
El mismo poeta Octavio Paz, en su magnífico libro,
ya citado, El arco y la lira, enfatiza: “El hombre es un ser de
42
palabras” y a continuación, “La palabra es le hombre mismo.
Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad
o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad. No hay
pensamiento sin lenguaje, ni tampoco objeto de
conocimiento; lo primero que hace un hombre frente a la
realidad desconocida es nombrarla, bautizarla”.
Ciertamente, el hombre es él y las palabras.
Dependerá de qué palabras cuando su infancia, para
determinar cuál podrá ser su conducta. La historia se hace
con palabras. Las grandes revoluciones, ¿qué han sido,
verdaderamente sino palabras levantadas en armas?
Todo acto de rebeldía es una rebeldía contra palabras
ya gastadas, que han servido para justificar a los dictadores, a
los enemigos de la libertad. Las palabras sagradas, las
palabras solemnes, las palabras de orden y de obediencia, la
torre de Babel de las palabras inútiles que esclavizan y
justifican la esclavitud como fenómeno natural. No hace bien
Hamlet cuando murmura, con cierto aire despectivo,
palabras, palabras, palabras, porque el hombre no es una
sucesión de burbujas sino de palabras vigentes que lo
mueven, que lo determinan, lo sitúan en le combate.
Relata la anécdota que el genial Juan Montalvo, el
autor de los Siete Tratados, había escrito y pronunciado
discursos en contra del tirano Rosas, y cuando este murió, el
genial prosista, pudo exclamar con regocijo: Yo maté al
tirano con mis palabras. Y seguramente que alguien conocerá
el panfleto de Alberto Hidalgo contra el dictador Sánchez
Cerro incluido en su obra Diario de mi Sentimiento, es el
panfleto más feroz que yo haya leído; un alarde de adjetivos
denigrantes, y de sustantivos como puñales, de verbos como
bombas; el final era lógico, previsto ya por le poeta; un
estudiante, que traía en su bolsa, un folleto, lo asesinó a
balazos.
El mismo Alberto Hidalgo, en el prólogo a su panfleto
Odas en contra, que apenas son conocidas por que esta obra
circuló en edición casi familiar y clandestinamente, asienta:
43
“Así como los soldados en combates de cuerpo a cuerpo
ensartan a los enemigos en sus bayonetas, yo atravieso de
lado a lado a los canallas de este siglo con la lanza de mis
metáforas; los revoleo un instante en el aire y luego los
arrojó, lejos de mí, al piso resignado, que apenas quiere
soportarlos”.
No obstante de que el lobo anda suelto por las calles,
el orador no incita a la violencia. No desconoce que el odio
no engendra nada, que sólo el amor es fecundo, y que el
iracundo no alivia los pesares del hombre, su hermano, sino
que lo empuja a una carrera de sangre que no tiene límites.
El orador, porque es hombre de bien, enamorado de la
belleza, del ritmo, no puede aconsejar actos salvajes, en que
la fiera se desate y emerja a la superficie; ya que su
sensibilidad estética, su estructura cultural, su innato respeto
a sí mismo, le impedirán ser hijos de la ira, según la
expresión del poeta Dámaso Alonso. No es hijo del
resentimiento. Es más alta su misión, más hermoso su destino
: sembrar en el corazón del hombre palabras buenas, bellas,
amorosas y que perdure la esperanza de que, algún día,
florecerá la mutación de los valores y aparecerá un hombre
nuevo con el corazón luminoso. Dámaso Alonso dice en unos
de sus poemas:
“¡No, no! Dime alacrán, necrófago,
cadáver que se está pudriendo encima,
desde hace 45 años,
hiena crepuscular
fétida hidra de 65 000 cabezas,
¿por qué siempre muestras una sola cara?
......
Hace 45 años que te odio,
que te escupo, que te maldigo,
a quién odio, a quién escupo!”
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Y no. No puede uno odiar, ni escupir, ni maldecir,
porque entonces el orador se confundiría con los bárbaros,
con los salvajes, con los criminales, y tendría que ser más
bárbaro, más salvaje y más criminal, para que sus palabras
condujeran a los oyentes hacia el castigo de los malvados.
¡Qué pobre y qué solo se sentirá el varón que se
escupe y se maldice! ¿A qué profundos abismos habrá
descendido?
Afortunadamente este poeta, Dámaso Alonso,
concluye este poema con una canción:
“Dulce,
dulce amor mío, incógnito hace 45 años ya
que te amo”.
Lo cual, además, no es cierto porque no puede amarse
quien se menosprecia y se considera hijo de la ira y quien
predica el odio y la desesperanza y vaga como espectro del
resentimiento.
El orador es heraldo del as buenas nuevas; el
arquitecto dela utopía. Y no hay que tenerlo miedo a esta
palabra que todos vivimos, y expresamos aún sin saberlo,
porque todos, quien más, quien menos, estamos forjando
nuestra protesta contra el mundo loco, vano, en que nos
ubicamos y soñando con un mundo mejor, libre y justo.
Papini relata en uno de sus cuentos, en el libro Gog, la
vida de un artista que esculpía con humo bellas y caprichosas
estatuas. El orador modela con palabras la maqueta de
ciudades maravillosas, en donde los hombres conviven
cariñosamente y en donde la conducta de cada uno es un
canto a la armonía, exaltación al arte, consagración a la
primavera y a la dicha de vivir.
Tiene el orador la misión de vencer al dolor y de
vencer a la muerte. Se dirá, tal vez con lástima, que el orador
es un varón alejado de la realidad, ciudadano de un planeta de
sueños. Bueno y qué, los soñadores son los vigías de la
45
aurora, los posibles constructores de un planeta de concordia,
de paz y de alegría. El orador señala los caminos. Tiene alma
de horizonte.
Por lo demás, el sueño mueve montañas; fueron los
soñadores quienes enseñaron a hablar a las rocas; fue cuando
la piedra adelgazó su realidad hasta llegar a ser un discurso
de encajes, una oración de pétalos, el madrigal gótico de
sueños en el aire.
Todo habla en la naturaleza. Vivimos en un mundo de
metáforas. El hombre es un ser de imágenes. La creación es
un discurso infinito. Dijeron: al árbol lo conoceréis por sus
frutos. Añadiríamos: al hombre se le identifica por sus
palabras. El hombre es su palabra. La palabra lo identifica, lo
deslinda, lo circunscribe; la palabra lo trasciende a universal.
Cada ser humano nace individual, personal, único. O,
lo que es lo mismo, cada ser humano nace con su palabra, la
propia, la que lo señala en medio de una muchedumbre de
voces y resalta su exacta dimensión.
Los hombres libres son dueños de su palabra; los
esclavos vegetan con las palabras de sus dueños. Hay
palabras de pie y palabras de rodillas. Palabras que se
arrastran y palabras que se vuelan. Palabras con cadenas,
prisioneras y palabras que no reconocen fronteras ni doblan la
espalda.
Dijo Santiago el Apóstol “Sed hacendosos de la
palabra y no tan solamente oidores, engañándose a vosotros
mismos, porque si alguno es oidor de la palabra, pero no
hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en
un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí
mismo, por que si alguno es oidor de la palabra, pero no
hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en
un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí
mismo, y se va, y luego se olvida como era...”
Las palabras nos habitan como en crisálida; hay que
darle tiempo para que se verifique el proceso de maduración
vital y salga al aire lo que originalmente somos.
46
Apunta Eduardo Spranger, en su obra, Cultura y
Educación: “No hay duda, cada hombre tiene un núcleo
esencial, al que vuelve siempre, o al menos debía volver,
después de todas las rotaciones de sus mónada alrededor de sí
misma” y añade: “Pero éste es su destino, que este núcleo
más interno de sí mismo está oculto para él, y que es
menester un largo camino por la vida para encontrar eso
aparentemente tan cercano y tan obvio, UNO MISMO.”
“Aquí se encuentra pues, sólo el auténtico problema que
plantea la metamorfosis del hombre. ¿Cómo llegar el hombre
a encontrarse a sí mismo en todas las mudanzas de su vida y
de su muerte?
El orador vive en continua metamorfosis. Este es su
milagro. Está tranformandose mediante la cultura,
enriqueciendo su personalidad, deviniendo más original con
cada discurso. Siendo, cada vez más él mismo.
Identificándose el estilo y la hombría de bien que lo
caracterizan.
No tuvo razón, cuando menos no toda la razón, el
viejo filósofo Salomón, cuando en el Eclesiastés, reiteró “que
nada hay nuevo bajo el sol y que todo es vanidad de
vanidades”; la verdad es que la existencia es cambiante,
movible, “un divaga como el mar” según la hermosa
expresión de Barba Jacob.
Todos los días, con el alba, se inicia el génesis. No
admitimos el retorno eterno de las cosas; sino, más bien , la
vida en espiral ascendente.
También la oratoria, como expresión de los hombres,
tiene sus edades. La esencia es la misma, idéntica en la
finalidad, pero cambia en su forma, los modos de
comunicación. Disraeli –nos dice Maurois, en su biografía–
varió el tono de sus discursos cuando pasó de la Cámara de
los Comunes a la Cámara de los Lores.
Es inútil el debate acerca de la forma y el fondo. Ya se
ha dicho: la palabra da movimiento a la idea; inquieta y
47
exterioriza las emociones y, en fin, pone al ser humano en
acción. La oratoria es acción. Dinamismo. Movimiento.
Cuando Goethe, sutilmente, en Fausto, corrige a Juan,
el de Patmos, y en vez del versículo que señala: “ En el
principio era el verbo...” propone: “En el principio era la
acción...” realmente, está diciendo lo mismo. El verbo es
acción. La palabra es transformación permanente. Alguna vez
se dictaminó: el estilo es el hombre. Más justo sería: el
hombre es un estilo; cada hombre cumple una conducta. El
hombre es su conducta.
Gracián señala que cada hombre viene al hombre con
un estilo natural. Lo cual es cierto en cuanto llega con una
manera de ser, pero, además, el propio Gracián, añade que es
susceptible de adquirir un estilo artístico, como fruto de una
laboriosa gimnasia espiritual en donde entre en juego la
fuerza de la voluntad. Lo mismo recomendó Horacio al
señalarnos: ”El esfuerzo renueva el temperamento del artista
y lo perfecciona”.
Efectivamente, el orador que se respeta, no abandona
su preparación cotidiana; vive alerta del pensamiento
universal, encudriñando las manifestaciones de la cultura, en
todos sus sentidos, adiestrándose en la voz, vigorizándola,
para hacerse escuchar sin necesidad de micrófonos, y
hablando, improvisando, sobre temas diversos, a fin de que el
pensamiento se mantenga ágil, recio, armonioso.
Aconseja el maestro Giménez Igualada:” Lo que
necesitas, joven orador, que empiezas a orar, Después de
revisar las palabras que heredaste, limpiarlas del polvo que
con le tiempo acumularon, repara el desgaste que sufrieron,
componerle sus roturas, remozarlas, y, una vez aseadas,
fecundarlas para hacerlas más ligeras, más aladas, más claras,
más hermosas que nunca lo fueron.”
El orador, como el poeta, como el maestro, como
cualquier artesano que se estime bien, ha de pasar las noches
de claro en claro y los días de turbio en turbio, puliendo su
alma, sacándole brillo a su palabra.
48
Recuerdo ahora un bello libro: Teoría dela palabra,
del poeta José López Bermúdez. Es libro excepcional. López
Bermúdez fue poeta de altura. No le permitieron los críticos,
las mafias, la resonancia debida. Murió sin que los demás le
hubieran reconocido su talento, su jerarquía poética. Fue un
enamorado de la palabra y sus libros son hermosos de
corazón, sabios, luminosos de poesía permanente.
He releído sus páginas con emoción. No salgo de ellas
igual. Quizá éste sea el distintivo de los libros que, cuando
valen, y los leemos, ya no seguimos iguales, algo se ha
modificado en el interior y algo ha nacido con nosotros. Igual
fenómeno de metamorfosis que se cumple con los discursos.
Después de haber oído a un orador no somos idénticos, se
transmutan los valores y cambia la perspectiva con que
vemos el mundo.
Escribió López Bermúdez: “ Porque claramente
vemos el impulso vital de cada ser por expresarse. El cristal
en su canción de luces; el vegetal, en la fresca palabra del
aroma; el animal, en el vivo lenguaje del amor de las bestias.
Por eso el escultor, cuando labra el poema de la
estatua, expresa el ritmo y el mensaje dormido que la piedra
no puede expresar.
Indudablemente, hay una lucha oculta por encontrar
cada quien su palabra. Sólo la palabra nos da derecho a la
existencia. Para mí, hablar es existir. Y existir es hacer de la
palabra un arma, un refugio, un cielo vital”.
El orador se alimenta con palabras. Amurallado con el
verbo, no ambiciona otras riquezas, nos inquieta por otros
lujos, no se angustia por otros quehaceres del espíritu. Vive
de la palabra, por la palabra, para la palabra. Con la
democracia del alma.
Hay en la existencia un gesto definitivo, normativo,
orientador por excelencia; es cuando un hombre se levanta en
medio de una asamblea de hombres libres, y grita: ¡Pido la
palabra! Porque en ese momento pone en acción su
personalidad, su valor, su entereza, su talento, su honradez,
49
su amor a la libertad. ¡Pido la palabra! es le testimonio de la
solidaridad humana, la expresión genuina de la ayuda mutua.
Glosa el poeta López Bermúdez: “En aquel instante
supe que hablar es sacar el alma del suelo al aire, del
pensamiento al grito. Y tomar la palabra, es tomar posesión
de la vida”.
Su maestro –¡con qué devoción habla Bermúdez de
él!– aleccionaba: “Sentir la naturaleza y las cosas que en
torno de ella giran: un trino, un aroma, un beso, una boca de
hijo, una patria y un himno, es una bendición real; sentirla,
expresarla y poseerla, son las tres bendiciones del hombre
completo.
Esto expresó en versos:
“Jamás jugué con máquinas o nardos
tuve, hijo desde niño, ideas;
son ellas mis sonoras herramientas.
Con ellas hice mi cielo y mis batallas;
trabajo con palabras desde niño.
¡Yo vine coronado de palabras!
Budha dejó su testimonio: El hombre muere; pero la
vida perdura. López Bermúdez cinceló esta frase: “El hombre
desaparece y la palabra queda. Y con ella queda la voz, ¡la
libre eternidad del hombre!” y, a su vez, el divino Jesús
Urieta, exclamó: ”Polvo que piensa, no vuelve al polvo”, con
lo cual quedo sellada la duración perenne de la palabra.
Supongamos que el hombre es “ el mono desnudo”,
como piensa Morris, tendríamos que admitir que “el eslabón
perdido” el salto mágico del mono al hombre, está en le
milagro de la palabra; la primer palabra salvó las distancias.
El único milagro.
Recordemos hoy La tempestad de Shakespeare. El
diálogo entre Próspero y Calibán, cuando el maestro le
reprocha:
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“–Cuando tú hecho un salvaje, ignorando tu propia
significación balbucías como un bruto, doté tu
pensamiento de palabras que lo dieron a conocer...”
A lo que responde el ingrato Calibán:
“–Me habéis enseñado a hablar y el provecho que me
ha reportado es saber cómo maldecir. ¡Que caiga sobre
vos la roja peste por haberme inculcado vuestro
lenguaje”!
Independientemente que pudo haber tenido razón
Calibán si se refería a quienes nos han envenenado con
palabras sucias, viles, aborrecibles, el orador sabe, que nadie
tiene derecho de maldecir la vida, por la cuantía de sus
bienes, de sus bellezas y de sus ternuras...
Puede el dolor perseguirnos como tábano enfurecido;
puede la miseria cercarnos implacable; puede la angustia
transformarnos en un manchón de lágrimas; puede la
opresión y el tirano cargarnos con cadenas, siempre habrá
tiempo para alabar la belleza del sol, el aroma de la flor, el
vuelo pleno de gracia de los pájaros, y, sobre todo, siempre
habrá sitio para reconfortarnos con la sonrisa de una mujer, el
apretón de manos de un amigo, o la dulzura en los ojos de un
niño.
Pablo, el de Tarso, nos legó estas palabras en su
Segunda Epístola a los Corintios: “Estamos atribulados en
todo, más no angustiados; en apuros, más no desesperados;
perseguidos más no desamparados; abatidos, más no
perecemos”.
Yo digo en mi Canto a la vida:
“Hay en el pecho un río de frutales
que da su sombra a tiempo a los viajeros,
lunas de amor para la mano abierta.
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Hay en le pecho un río de miradas
que todo ven azul, azul de ensueño,
que descubren bondades en las rocas.
hay en el pecho un río de palabras
que dan los buenos días, buenas noches,
No dicen compañero, sino hermano.
Porque la vida es buena, están las flores,
los pájaros, las fuentes, las auroras,
el vientre de los surcos con canciones”.
Ciertamente, la vida es bella. Vale la pena vivirla. La
vida es pajarera de sorpresas; nidal de aventuras. Como en el
título de aquella novela italiana; La vida comienza mañana.
El poeta atalaya el porvenir. A veces no puede
impedir decir palabras duras contra los explotadores, los
negreros, los amos, los tiranos; pero prefiero decir voces de
aliento, de ternura, de cariño, de amor a sus hermanos, los
hombres. El orador tiene matices en la voz; pero su voz es
única, indivisible, permanente.
No se confíe demasiado quien menosprecia a los
oradores y sólo otorga su confianza a la palabra escrita.
Oyen los que no saben leer; oyen los que devoran
libros; la palabra penetra, como tirabuzón, y extrae dudas y
deja al descubierto el vino de cada quien.
Pablo Neruda, escribe al poeta Miguel Hernández, en
su Canto general y dice:
“Ay, muchacho, en la luz sobrevino la pólvora
y tú, con ruiseñor y con fusil, andando
bajo la luna y bajo el sol de las batallas.”
¿No te parece lector, que así es el orador, un ruiseñor
con fusil? Y así es la palabra, limpia y sencilla como el lirio y
52
como el ave, que no ha menester de artificios ni de galas, que
cumple el precepto de Cervantes: “Llaneza, muchacho, no te
encumbres, que toda afectación es mala”.
El orador, simplemente, grita su palabra. Ella castiga a
los Juan Haldudo que en el mundo existen. Ella mina los
pilares de los palacios. Ella prepara las revoluciones. Ella
alimenta el fuego que robó Prometeo de los dioses. Ella es el
fuego mismo.
53
4.- ORATORIA: PAISAJE DEL ALMA
54
El orador descubre, despierta, en la conciencia de
quienes lo escuchan viejas ideas y emociones ya existentes.
Los hombres que lo aplauden y están conformes con
sus tesis, pensaban lo mismo desde hace muchos años,
participan de idénticas pasiones, pero todo esto lo tenían
escondido, como la veta de oro permanece, oculta a los
extraños, en espera del minero que extraiga su misterio a la
luz.
Hay un minuto en que parece que el verbo del orador,
su encendido acento, su ademán vigoroso, su emoción
contagiosa, sacude las conciencias dormidas de los oyentes y,
las despierta a la realidad de su hombría: ¡Vamos, les dice,
sacudamos la pereza y el miedo! ¡De pie! ¡Hay que ser
hombres! y cada individuo se anima y fortalece y principia la
lucha por rescatar los valores de su personalidad. Sucede
como, si de pronto, un ser gigante, saliera de su cuerpo, como
si se liberara de una doble personalidad. Después de un
discurso elocuente, el hombre puede variar su destino,
permutar sus papeles, comenzar una nueva ruta. Porque hay
que repetir siempre, para mantener vigilante la
responsabilidad, ¡nadie podrá vaticinar el alcance de las
palabras, su influencia, su acción orientadora!. . .
El orador, por ello, semeja ser un taumaturgo; hay
magia en sus palabras; es el retorno, en sentido figurado, a los
brujos. Pueden las palabras afirmar o negar la existencia.
Por esto la palabra tiene que ser la palabra meditada,
medida, la exacta. No será el mejor discurso el mayormente
retórico, sino el más diáfano, el mejor apuntado, como la
flecha encaminada a su blanco.
Dice el poeta Antonio Machado, al través de Juan de
Mairena: “Cuando se ponga de moda el hablar claro,
¡Veremos!, como dicen en Aragón, veremos lo que pasa
cuando lo distinguido, lo aristocrático y lo verdaderamente
hazañoso sea hacerse comprender de todo el mundo, sin decir
demasiadas tonterías. Acaso veamos entonces que son muy
55
pocos en el mundo los que pueden hablar, y menos todavía
los que logran hacerse oír.
Juan de Mairena, con su ironía filosófica, concluye:
“Para hablar a muchos no basta ser orador de mitin. Hay que
ser, como el Cristo, hijo de Dios.”
Los objetores de la oratoria repiten con frecuencia una
frase de Alfonso Reyes: “Un discurso tiene que ser como una
hoja bien escrita”, dándole así a la palabra escrita
preeminencia sobre la palabra hablada. Sin embargo, se
podría revertir la idea y declarar, con igual validez, que una
página escrita debiera ser como una conversación,
devolviéndole a la palabra hablada su categoría exacta.
En apoyo de esta sugerencia podríamos citar
innúmeros testimonios. Valgan, para el efecto, solamente
algunos:
“La lengua estilística, señala Martín Alonso, en su
magistral obra, Ciencia del lenguaje y arte del estilo, subraya
tres características de la expresión: la sinceridad, la claridad y
la precisión.”
“Escribo como hablo” dice Valdés; Azorín comenta:
“El estilo es claro si lleva al instante al oyente a las cosas, sin
detenerle en las palabras. Retengamos la máxima
fundamental: derechamente de las cosas. Si el estilo explica
fielmente y con propiedad lo que siente, es bueno.”
La precisión es consecuencia del estilo claro. “La
concisión interna lleva enajenada la exactitud del
pensamiento y del vocablo. No decir ni más ni menos de lo
que uno quiere y con los modos apropiados para el caso.
El orador, cuando habla en público, se ha marcado
una estrategia. Habla para conseguir una finalidad inmediata;
para persuadir, convencer o conmover y, en esta virtud, se ha
marcado una táctica adecuada para presentar su tema. Ha
formulado un plan, organizado sus argumentos y, en último
caso, hasta pensado los ejemplos, imágenes, parábolas, que le
pueden ser útiles. Todo esto, sobre la base de su cultura
previa, es garantía de éxito.
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Pero no se trata de una página bien escrita que se
recita, y hasta se declama, sino de una composición hablada,
que se improvisa, dejando campo libre a lo imprevisto, a la
manifestación de la subconsciencia, de la inspiración, capaz
de revelarse con un destello magnífico. Nadie tiene derecho a
pontificar cómo ha de ser el estilo de un orador y cómo ha de
hablar o qué debe hablar. El orador tiene dentro de sí una veta
inexplorada de oro puro que brotará al calor de su entusiasmo
y de su pasión creadora. Hay más, si la estrategia marca la
meta justa a que debe desembocar una batalla; la táctica se va
formando con las contingencias, y lo imponderable del
terreno tanto como de la presencia del azar de la misma
lucha. El discurso bien podría sufrir, en el terreno de su
proceso, variantes esenciales, imposibles de adivinar, y que,
sin embargo, impondrán cambios radicales en cuanto a la
forma y, quizá, en cuanto al fondo.
Imaginemos una interpelación violenta, una
interrupción inesperada, un olvido momentáneo de una
palabra, un chiste que parte de las galerías, y, entonces, el
orador se ve forzado a modificar el curso de su disertación y
salirle al paso al interruptor tratando de ganarle, con mayor
ingenio, la partida.
Félix Fulgencio Palavicini, el atilado orador de la
XXVI Legislatura, en su volumen, Los diputados, relata un
buen número de anécdotas en que los oradores, muy
brillantes por cierto, tuvieron que salir de apretados casos,
recurriendo a golpes oratorios magistrales.
Una cosa sí es determinante para el orador: el clima
político en el que habla. Si el orador –al fin hombre– vegeta
en un régimen de tipo totalitario, no dirá lo que piensa, ni lo
que siente, ni lo que cree, sino que recitará, entonces si, el
texto de las hojas escritas por sus amos, sus autoridades, sus
censores. No dirá con espontaneidad lo que le gustaría decir,
sino aquello que le han impuesto a su conciencia.
Estos recitadores de un monólogo impuesto, son
autómatas, robots trágicos del verbo.
57
Con razón grita Horacio Zuñiga, en su libro, Verbo
pereginante: “¡Sí! No hay que olvidar jamás, ¡Oh paladines
del pensamiento armonioso y la conciencia sonora!, no hay
que olvidar jamás que tras la silueta del más insigne de los
oradores, Demóstenes, se yurgue un símbolo sublime: ¡La
Patria! y surge un resplandor inmenso, ¡La Libertad!”
Estampó Michelet esta frase: “La elocuencia es el
termómetro de la libertas” y Gambetta esta definición: “Sólo
están mudos los hombres y los pueblos esclavos.” Y el propio
Horacio Zuñiga concluye: “Tenemos que aceptar que el
orador, en ciertos momentos, es el índice supremo de las
libertades públicas, el exponente máximo del progreso
político y social y el grito por excelencia de las conciencias
manumitidas, que pueden proclamar y proclaman –bella y
vehementemente–el glorioso mensaje de la emancipación
material y espiritual.” Porque la libertad es una función vital
impostergable, por ello, el orador está expresando el atributo
cardinal de su hombría cuando pierde su libertad; lo que
equivale, en otra forma, a decir que el hombre que no habla,
que no es capaz de enfrentarse a un público y decir en voz
alta lo que piensa, con el calor humano, con el entusiasmo
vital necesarios, no ha logrado la integración cabal de su
hombría.
El filósofo Oxiacán advirtió la presencia de palabras
ciegas y palabras videntes. Diríamos que hay palabras que
esconden el rostro, que no dan la cara tras de vistosas
máscaras, cuando lo deseable, lo valiente, es que las palabras
actúen desnudas de afeites, tal como son, afrontando el
peligro y la responsabilidad, exponiéndose a las precisas
consecuencias. De otro modo, la oratoria degeneraría en
juego de abalorios, de rompe cabezas, de crucigramas, de
acertijos, oratoria en clave, criptogramas para expertos, como
lo es buena parte de la literatura contemporánea la que,
ciertamente, con su invención de un nuevo lenguaje –a veces
nacido y crecido entre la cloaca, en los vertederos sociales–,
no es traducible sino para un contado número de adeptos, de
58
igual modo que el “caliche”, lenguaje de los reclusos y los
maleantes, sólo es medio de comunicación entre los rufianes.
Pero, la máscara esconde, con frecuencia la cobardía
del orador o su complicidad con los explotadores. ¡Cuántas
veces no hemos sentido el impulso de gritarles: abajo las
máscaras, muéstrense tal y como son, mercaderes del verbo,
traficantes de las doctrinas, usureros de la justicia, salteadores
de la libertad!...
El orador, a la sombra de su propia estimación y en
consonancia con el respeto que se tiene y la fidelidad a su
decoro personal, tiene que reiterarse la fórmula del poeta
Juan Ramón Jiménez: cuando expresa su deseo por una
poesía pura, desnuda, sin afeites, suya para siempre.
Algunos auditorios no son libres, están encadenados;
pero en el fondo están hambrientos de palabras libres;
necesitan que alguien los anime, los exalte, los empuje hacia
la acción libertadora y el verbo, entonces, se ilumina como
una flama en mitad de la oscuridad de sus conciencias.
¿Hasta qué punto, nos preguntamos, a tenido culpa el
orador que ha predicado la guerra y la violencia, el odio y la
ambición de poder?
Los hijos de la ira, los coléricos, los arrebatados, los
vengadores, son quienes arman las manos de los poderosos,
justifican con palabras hermosas y elocuentes los abusos del
poder; han engañado al pueblo; le han inculcado actitud de
sumisión y de apatía, frente a los atropellos de culto a los
patrones, a los amos, a los gobernantes. Por eso el maestro
Giménez Igualada ruega a sus jóvenes oradores que cuiden la
mira de sus palabras y denuncia a los corruptores. Las cortes
tuvieron sus bufones. Los dictadores usan del verbo y de los
oradores a sueldo.
El orfebre Jaime Torres Bodet ha declarado sobre la
relación entre la libertad y el artista, en memorable pieza
oratoria, discurso que denomino, El escritor en su libertad,
“¿Como trazar esa línea abstracta, ecuador que separaría el
hemisferio de la belleza, del hemisferio social y económico
59
de los hombres? En le panorama de las meras suposiciones,
cabe idear a un artista libre de producir como le plugiese,
pero no lo que plugiese, al amparo de un régimen que,
dejándolo elaborar su estilo, no le dejase actuar –en las otras
cosas– como interprete fiel de su voluntad. Reducido –si mi
afición fuese la pintura– a no pintar sino naturalezas muertas
y retratos de niños de cuatro años, encontraría, aún así,
maneras de escapar a la esclavitud de esos temas y
demostraría su libertad interior escogiendo tal perspectiva en
lugar de otra, ese color en lugar de aquel, o esta luz suntuosa,
cálida, veraniega, y no la luz invernal y gris en que otros
espíritus se complacen.”
¿No es esto lo que ha sucedido a escritores agotados
en clima social de opresión y dictadura? ¿ No es esta la
biografía de los novelistas condenados en el territorio de la
URSS, por exceso de libertad?
Difícil se imagina un orador en estas circunstancias; el
verbo requiere el uso sin restricciones, el empleo de sus alas.
Verdad, que hay oradores panegiristas de los tiranos; pero sus
argumentos, en favor del orden, de la paz de la tranquilidad,
ha sido, con el tiempo, como el tamo que arrebata el viento.
Por lo demás, no es cierto que un mal discurso engañe al
pueblo. Se puede abusar de la palabra una, diez, tal vez cien
veces, pero la palabra, tarde o temprano romperá las cadenas,
saldrá de la crisálida y, volará tal como es con libertad y
alegría. El verbo emerge a la luz con igual ímpetu que lo hace
la rama que rompe el duro terrón que la oprime, para salir
arañado al espacio y manifestarse con toda la amplitud de su
fiesta de verdes.
Nada hay más patético que la historia de la censura en
el mundo; nada más esplendoroso que los mil y un recursos
que han inventado los hombres para burlar la vigilancia y la
mordaza.
Confirma el poeta Torres Bodet este imperativo:
“Pero en este caso del escritor no es ni siquiera preciso que el
hombre quiera. Las palabras quieren por él y lo arrastran a un
60
automatismo expresivo que regocijará a los psiquiatras; o
aguza él su talento en el dominio de las palabras y entonces
lo compromete, no le subconsciente, sino lo más vigilante y
lo más hondo de su persona: el reconocimiento de su
albedrío”.
El orador vive la filo de las navajas, en periodos de
dictadura. Le secuestran el verbo, vale decir, el alma.
Mientras tanto, sufre y se abstiene; conoce de las cárceles.
Presiente que el dictador estima, como un tesoro raro, el valor
de su lengua. Sabe que le valor de la lengua de los oradores
libres –¡Belisario Dominguez!– es ornato en estuche de
terciopelo.
El orador vigila. Es atalaya. Es la historia universal, él
abre surco, descubre el horizonte. Antes de la revolución
violenta, está la revolución de las arengas; después, el rifle
pide la palabra, como el verso de Mayakovski.
A tiempo se decide el orador. Las dos puertas se le
ofrecen. La puerta ancha, con sus lujos, placeres, dinero,
vanidad... y la puerta estrecha, con la severidad de las noches
de estudio, a la luz de la lámpara encendida, con sus
privaciones y el riesgo de que los tiranos le corten la palabra.
El orador es el heraldo de la libertad. En etapas de
crisis política aparece uno, impreca a los déspotas, exalta a
los menesterosos y procrea rebeldes. Y, ciertamente, no sólo
es eficaz instrumento de la libertad en época de supresión de
derechos, también lo es en la paz, cuando se impone el
impulso a una cruzada laica, cuando hay que ir al rescate del
sepulcro de don Quijote.
Como está época triste que vivimos. Epoca oscura,
gris, sin luz propia; época en que se arrastra, desnudo de
alegrías y de nobles propósitos, un hombre débil, mediocre,
hábil en le manejo de las máquinas, ducho en computadoras,
en técnica, en manuales científicos –ni siquiera en ciencias–,
con el alma encogida, maltrecha, tartamuda, gritando su
materialismo, contaminado espiritualmente, títere de la praxis
61
–palabra que lo llena todo–, con un lenguaje procaz en
literatura, divorciado del pueblo, confinado en círculos de
seres raros, visionudos, fantoches... muñecos de paja; pues sí
en este tiempo melancólico, en que para disimular su
vaciedad multiplican sus ruidos, las disonancias, el escándalo
estruendoso, los golpes desaforados de los instrumentos de
percusión, en está época nostálgica, ayuna de romanticismo,
de sentimientos sencillos, puros, de vuelta al pueblo; ¡hacen
falta oradores!
¡Que venga una legión de oradores a la plaza pública!
¡Que se escuchen los verbos de descontento, de protesta, de
rebeldía! ¡Que se encienda la guerra civil contra los muertos
tecnócratas y se cante el retorno del humanitarismo vivo!...
Herbert Read, distinguió dos conceptos esenciales: la
libertad y las libertades. La libertad es –ya se ha dicho– una
función vital impostergable; las libertades son existenciales,
de origen y alcance estrictamente político. La libertad de
trabajo, la libertad de imprenta, la libertad de transito, etc.,
así, la libertad es una, esencial, y las libertades son muchas,
existenciales.
Esto, tan bien analizado en la obra, Anarquía y Orden,
incumbe a los oradores. Ellos son los defensores de la
libertad y los propugnadores de las libertades, en cada gajo de
la historia universal.
Por la palabra seremos libres. Por la palabra
recuperará el hombre su natural jerarquía, su dimensión
integra.
Porque no se trata de aspirar a un super-hombre sino
de propiciar la esencia del Hombre.
El campo está enfrente de los oradores,
particularmente del os oradores jóvenes.
No faltan motivos para que entren en acción los
jóvenes rebeldes. Declaremos que no hay “rebeldes sin
causa”; sino infinidad de causas que están clamando por la
actividad de los jóvenes rebeldes.
62
La lucha por la libertad y por la justicia, no han
concluido. Apenas se inicia.
Herbert Read hace esta cita en Bakunin: “Cuando
hablamos de justicia no nos referimos al contenido de los
códigos y edictos de la jurisprudencia romana, fundada en su
mayor parte en actos de violencia, consagrada por el tiempo y
la bendición de alguna iglesia, pagana o cristiana, y como tal
aceptada como principio absoluto del cual puede deducirse el
resto bastante lógicamente; nos referimos más bien a esa
justicia basada tan sólo en la conciencia de la humanidad, que
está presente en cada uno de nosotros, aun en la de los niños,
y que se traduce llanamente por igualdad.
Esta justicia que es universal, pero que, merced al
abuso de la fuerza y a las influencias religiosas, jamás se ha
impuesto aún, en le mundo político ni en el jurídico ni en el
económico, este sentido universal de la justicia debe
convertirse en base del mundo nuevo. Sin él no habrá
libertad, ni república, ni prosperidad, ni paz.”
Soñemos en cada orador joven se transformará,
vigorosamente, en un justiciero; en un adalid de la justicia.
63
5.- EVOCACIÓN: CINCO
ORADORES
64
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  • 1. JOSE MUÑOZ COTA EL HOMBRE ES SU PALABRA VARIACIONES EN TORNO A LA ORATORIA 1
  • 2. I N D I C E 1. Razón de este ensayo .................................... 10 2. La vocación de la palabra ............................. 26 3. El estilo del hombre en su palabra ............... 41 4. Oratoria: paisaje del alma ............................. 57 5. Evocación: cinco oradores ........................... 67 6. La magia de la palabra ................................. 84 7. El hondero entusiasta ................................... 96 8. El profeta armado ......................................... 110 9. Leñador en la noche oscura .......................... 122 10. Pan del espíritu ............................................ 139 11. Carta a un joven orador ............................... 149 Dedicatoria final ................................................ 164 2
  • 3. EN MEMORIA: JOSE ROMANO MUÑOZ HORACIO ZUÑIGA MIGUEL GIMENEZ IGUALADA 3
  • 5. PARA ARTURO MUÑOZ COTA PEREZ PARA ANA GLORIA CALLEJAS DE MUÑOZ COTA 5
  • 6. “¿Hay algo más dulce de conocer y oír que una oración exonerada y elegante, de graves sentencias y graciosas palabras?” MARCO TULIO CICERÓN 6
  • 7. 1.- RAZÓN DE ESTE ENSAYO 7
  • 8. El hombre es su palabra. Ella lo concreta y lo define. Es su retrato; su imagen fiel. Cada hombre nace con ella; con la suya precisamente. La palabra revela el color del alma; la naturaleza del pensamiento propio, la identificación de las emociones. Por la palabra se expresa el espíritu . Por eso el verbo es júbilo y el silencio es tristeza, soledad y nostalgia. Hay más: el hombre salto el espacio que lo separaba Homo Silvestis cuando principio a hablar. Probablemente el hombre primitivo se entendió mediante silencios; quizá, después, sonidos guturales, gruñidos, señas hasta que las primeras palabras rompieron la distancia e iluminaron el aire. La vida adquirió, entonces, plena conciencia; se desvaneció el caos; se desmoronó la soledad. Todavía hoy, el individuo que no habla, que no se hace comprender, anda sonámbulo, exilado, gravemente ausente. Hablar, por esto, no constituye el ejercicio tangente a la vida, es la vida misma. ¿De qué nos serviría la inteligencia, que función representaría la sensibilidad, para qué la emoción, si no hubiera una forma de expresarlas? Hablo, luego existo. Por que el pensamiento necesita de la palabra para manifestarse. Una emoción callada es una emoción suicida. Con razón nos enseño el maestro Horacio Zuñiga: “La palabra es el cauce dela idea y de la imagen. Es la que lleva el agua azul del cielo y la linfairidicente de la imaginación. Río luminoso que conduce, en sus ondas elásticas, el tulipán del sol, la magnolia de la luna y las azucenas de luz de las estrellas. Sin ella, ni la idea ni la imagen existirían por más que existiesen en potencia, como la larva o como el germen, puesto que hablar es vivir o patentizar que se vive; es decir; hablar es ser presencia como existir es ser esencia y morir es ser silencio. “Horacio Zuñiga concluye el prólogo de su libro, Ideas, Imágenes, Palabras, con este bello apotegma: “El 8
  • 9. silencio es la sombra del sonido, como sombra es el silencio de la luz.” Confieso que este ensayo nace al amparo del recuerdo de tres Maestros. Los tres influyeron en mi vida; fueron tres árboles frondosos, nido de pájaros y de auroras; los tres me llevaron de la mano por la selva de los libros. Romano Muñoz, contagiaba su salud espiritual, su amor a la alegría de ser, su devoción a la filosofía existencial, Horacio Zuñiga, nos encamino por el misterio de la oratoria; lengua de maravillas; milagro del ritmo verbal; Miguel Giménez Igualada, nos inundó de bondad y de ternura. José Romano Muñoz, en su clase de ética, en la preparatoria –años de 1923, 24, 25, 26– con su cátedra fácil, amable, discretamente sabia, nos introdujo en la amistad de Platón, de Pascal, de Bergson, de Nietszche, de Ortega y Gasset, de mil libros más. Iba con nosotros al café de chinos de Alfonso, reía con nosotros en las carpas de barrio, convivía inquietudes y afanes juveniles. Horacio Zuñiga, nos volvió serios. Con su disciplina ascética, su timidez, su soledad creadora, y, sobre todo, su aire Savonarola, ahí, en su estudio, en las calles de la colonia Guerrero, atrincherado tras de sus libros, estremecido de elocuencia, como una enorme hoguera donde ardían, al conjuro de sus discursos, improvisados sobre cualquier tema; fuimos un grupo aturdido de adolescentes; pero despertamos a la cultura y, por encima de ella, despertamos a la elocuencia. Ya maduro, penetrando al otoño, conocí al Maestro Igualada. Sacudió la vida, la rehizo, y nos lanzó al mundo de las ideas liberales. Y no es que dogmatizara, ni siquiera nos aconsejo, es que, como para él el anarquismo fue siempre conducta, una conducta armónica, lejos de la violencia, dentro del amor, la bondad, de la ternura, de la belleza, tomo nuestras existencias y, sin proponérselo, las remodeló completamente. 9
  • 10. Sí. Debo confesar que este ensayo surge al calor de sus palabras trémulas de cariño. El gigante de pensamiento, el varón de carácter forjado en los campos de concentración, en el peligro, en la necesidad y hasta en el hambre, era sentimental y sensible hasta las lágrimas. Miguel Giménez Igualada ha sido el último orador, cabal, íntegro, total, que he conocido. Cuantas veces lo invite a hablar, a pesar de sus años y de su respiración ya fatigada –con el pulmón roto–, su verbo electrizaba a sus auditorios y los jóvenes, pese a su clima turbulento, se le entregaron amorosamente, ellos también colgados de una lágrima. Esto lo presencié, particularmente, cuando, sin tema fijo, se dirigió a los normalistas y, al finalizar su peroración , varias señoritas lloraban profundamente conmovidas. Por esto es que he dedicado este ensayo a la memoria de los tres maestros, amigos, guías –para emplear, exactamente, la fórmula con que Dante recibió a su maestro Virgilio. De mi compañera Alicia Pérez Salazar –madre de mi hijo Arturo– sólo repetiré que ella es la albacea de mi corazón. Este estudio no aspira a convertirse en texto. No es un manual para que el lector aprenda a hablar en público. Ningún libro puede cumplir esta tarea. Estas hojas son el resumen intrascendente de una serie de divagaciones en torno a la oratoria. Son variaciones sobre un mismo tema: la palabra. Las glosas que vas a leer, amigo mío, son estados de alma; altos en una aspiración poética; el diario discontinuo pasó sus días hablando en público y sus noches, a la luz de la lámpara de que habla Plutarco, iluminando la sombra de Demóstenes; leyendo y meditando. En la existencia no tuve tiempo de acumular tesoros; pero guardé celosamente discursos y poemas. Estas líneas son, apenas, un fragmento de la biografía de mi discurso. Creo que cada hombre nace con un discurso a 10
  • 11. cuestas. Hay quien lo dice a tiempo y pude morir feliz, palabra no dicha persiguéndolo, como alma en pena. Hay quien, infortunadamente, traicionó su palabra, la vendió por treinta dineros y, después anduvo vagabundo sin valor para ahorcarse de un árbol redentor. ¿Quién que es no conoce a estos oradores, mercaderes en el templo del verbo? Parece que se escuchan las palabras del Poeta: la palabra es casa de verdad; más vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones... De aquí que lo importante, para cada quien, es expresar genuinamente lo que trae dentro; lo que es, no lo que pretende ser o lo que lo obligan a ser. Porque si cada individuo tiene el compromiso de ser auténtico, la autenticidad es la condición básica de los oradores. Cuando un hombre da su palabra a los demás, se da entero, sin reservas ni recámara ocultas; se entrega, es su palabra de hombre, como hombre, su palabra para otros hombres: Suponer que falsea o esconde su palabra, es dudar de su hombría y, peor aún, poner en tela de juicio su hombría de bien. Digamos que el orador vive plenamente su individualidad, que la manifiesta mediante sus discursos; pero que, además, supera esta individualidad en cuanto, en contacto con otros seres, comparte con otros hombres, sus hermanos, sus pensamientos, sus emociones, sus ideas y no sólo esto, sino que convive con sus hermanos los azares de la existencia del prójimo. De otro modo, el orador, a fuer de hombre, practica el verso del esclavo Terencio, el filósofo, y nada de lo que acaece a sus hermanos le puede ser indiferente. Entonces, como el hombre no es una isla, el orador dice desde la tribuna su palabra, la justa, la adecuada, la que llega a la medida del tiempoespacio que la requiere. Esto de la palabra tiene sus altibajos. Durante años se pensó que había palabras poéticas, sabias, cultas, y, enfrente, palabras populares, prosaicas, vestidas de vulgaridad, de 11
  • 12. plebeyez. Ahora tenemos la convicción de que no hay sino una sola palabra, la necesaria y que ésta no tiene sangre azul ni pergaminos de nobleza, sale del pueblo, llega a las universidades y vuelve, por distintos caminos, al pueblo mismo. Cada palabra conserva el universo secreto. El problema radica en quien la busca, la selecciona, la dice. No se trata, por ello, de inventar nuevas voces, que traduzcan nuevas emociones o nuevos estados de conciencia. El diccionario está ahí, frente a nosotros. Ahíto de vocablos y de términos –que no usamos en su enorme mayoría– y lo único que tiene que hacer el escritor o el orador, es localizar la palabra cabal que corresponda a la intención buscada. Tampoco se trata de emplear voces altisonantes –y esto no es por espíritu pacato o por hábito moralista, sino por un escrúpulo de buen gusto. No creo que las maldiciones, las llamadas groserías, añadan fuerza, vigor, elegancia, profundidad, ni siquiera colorido, a la cláusula que se emplea. Una voz se justifica plenamente cuando es indispensable y sirve a un objetivo determinado. La profusión de estas voces, carceleras, patibularias, de cuartel o de mercado, tienen una misión: escandalizar al ingenuo lector, epatar a los burgueses, irritar a las mentes sencillas, hacer temblar a las monjas y a las viejitas. Los jóvenes sonríen despectivamente; no creo que este lenguaje les sirva –a pesar de los autores– como afrodisíaco. ¿Cómo dirá el orador su palabra? Pues de la misma manera como la diría cualquier hombre. La palabra exige énfasis, dulzura, tristeza, coraje, en cuanto cada voz refleja un estado de ánimo, una fuerza de conciencia, una voluntad en tensión, Así, nadie podrá dictar leyes acerca de este tema, que sería tanto como obligar al hombre a vivir según determinado molde. Y para esto no hay normas. La vida escapa a las fórmulas. Es algo cambiante, movible, dinámico; en revolución permanente; la vida es, como quería Goethe, una metamorfosis maravillosa, o un devenir sin interrupción, como sentenció Bergson, en su evolución creadora. 12
  • 13. El orador dice, desde la tribuna, su palabra con sencillez, conversa en voz alta, comunica sus puntos de vista, no ordena, no coacciona, no aconseja –puesto que cada consejo implica, en cierta medida, la idea de la superioridad de quien lo ofrece– y, menos aún, predica la violencia o la disciplina, o la obediencia a los oyentes. Todo discurso tiene su asiento en el respeto recíproco, en el reconocimiento de la dignidad de los que forman el auditorio. El orador se limita a decir su verdad y deja a sus oyentes que decidan de acuerdo con su conciencia. Y es que el orador no se juzga a sí mismo por encima de los demás, a pesar de la tribuna, sino que reconoce sus cualidades al par que sus limitaciones y puesto que no se autovalora como el poseedor de las Tablas de la Ley, ni como e Mesías esperado, en su calidad de ser sencillo sin malicia cual ninguna –como dicen los paisanos del pueblo– ocupa con decoro su puesto sin sobrepasarse ni menoscabarse en alguna forma. El orador dice lo que tiene que decir y con esto cumple con su deber; hace honor a su palabra; la respeta, la mide, la pondera; pretende, muy adentro que por medio de su discurso se hagan mejores sus hermanos y en esta virtud se recata severamente para que sus palabras no sean estímulo de bajas pasiones, de cóleras infecundas o de odios estériles. El orador, por serlo, adquiere un compromiso moral; no es precisamente que esté sujeto a un código de normas profesionales; es, más bien, una responsabilidad personal. Cabe decir, que cada quien ha de estimarse a sí mismo lo suficiente para no cometer actos indecorosos o nocivos. De otro modo: que cada quien ha de cuidarse estrictamente, para no proferir frases de las que, luego, pueda arrepentirse. Es una moral individual, sin normas; es la conducta lo que doctora al oradora. Y está bien que así sea, puesto que la palabra es la que corrobora la hombría. La sabiduría popular usa expresiones sintomáticas al respecto. Dice: este es hombre de palabra. Con ello pretende 13
  • 14. asegurar que es hombre de verdad, hombre cabal. Otras veces el término connota el propio compromiso: te doy mi palabra. Significado que es lo que más se puede presentar como garantía, como aval. Ya en el área de lo despectivo, la gente lapida con esta aseveración cuando se refiere a alguien en quien no es posible confiar: No tiene palabra. La palabra, entonces, es medida de la conducta de un individuo; no es factible separar los dos términos; se identifican plenamente. Luego, el orador no se reduce al ámbito de lo que dice, sino que, lo que dice se supone que está respaldado por la autoridad moral de quien se presenta en público. ¡Quién sabe hasta qué punto es posible diferenciar al creador de una obra de arte, de ciencia, de técnica o de filosofía, de su calidad meramente humana! De cuando en cuando se nos presentan ejemplos de seres agigantados por sus obras de creación intelectual y estos mismos vegetan empequeñecidos, mediocres, arrastrándose en un espacio de inmundicias y errores. Es posible que así sea por excepción; pero, generalmente, al árbol se le conoce por sus frutos. Hay una relación indisoluble entre quien piensa y quien actúa. Sería fácil alegrar, para justificar la conducta cotidiana, invocar al personaje desdoblado de Stevenson; pero no es lo habitual ni lo deseable. El público supone la firmeza moral de quien le habla; se entrega a el; confía, de aquí nace, naturalmente, la responsabilidad de cada orador. Por que nadie es capaz de adivinar –este es el verbo– que efectos producirá en un hombre cualquiera, un determinado discurso. La palabra llega, golpea, rompe las resistencias orgánicas e intelectuales, y una vez dentro, al establecerse, cobra fuerza, y principia la metamorfosis imprevista. Tal vez por todo ello el orador es, en cierta forma educador. Se transforma elemento formativo del carácter de los demás, puesto que determina y condiciona, hasta cierto grado, la mentalidad, la sensibilidad, la conducta de los demás. Lo cual es condicionante. Educa e instruye. Usemos de un ejemplo 14
  • 15. común; la guerra. Una y otra vez quien se dirige a la masa tiene que tratar de estos temas, sobre la base, como ya se ha dicho, de que el auditorio esta predispuesto con simpatía para aceptar sus aseveraciones. Los oradores, de todos los tiempos son responsables, en gran parte, de las ideas de violencia, de odio, de guerra, que fructifican en los espíritus. ¡Si los oradores el mundo se propusieran no hablar de la guerra o condenarla sistemáticamente, se crearía un ambiente de amor y de paz! ¡Nadie puede negar el poder de la palabra hablada! Por lo demás hay que insistir, con energía, que la oratoria es un ejercicio circunstancial; pero que no obedece a modas ni a mecanismos prefabricados intelectualmente. No interesa que algunos teóricos, aguijoneados por la prisa, por el smog interno que los envenena, atemorizados por la corporación de las máquinas computadoras, pretendan hacer del discurso una exposición lógica, metódica, exclusivamente una serie de aforismos y dogmas, como quien recita, con voz impersonal, de una lección de física; la oratoria esta más allá y más acá de las modas; la moda –lo definió George Simmel– es una resultante de la lucha de clases; aparece como signo de diferenciación clasista; la imponen los ricos para levantar muros entre ellos y los pobres; pero los pobres imitan las modas, escalan el muro, con ingenua ilusión de confundirse con los exploradores, y, otra vez, los ricos ejercitan su discriminación inventando otra moda, para repetir esta historia dramática. Nada de esto acaece a la oratoria. Ella responde, de inmediato, a una necesidad de comunicación directa entre el orador, que tiene algo que expresar, y su auditorio que solicita la orientación verbal. El motivo del discurso, la calidad de los oyentes, la finalidad que se persigue, etc., todo ello, combinado, dará la pauta al orador para hablar; experiencia que trataremos adelante. En cualquier caso, los hombres nos entendemos –nos comunicamos– mediante el intercambio de ideas, de imágenes y de emociones. No es natural separar estos 15
  • 16. elementos que habitualmente se complementan y hasta se confunden al amalgamarse. Pero cada orador sabrá, en su momento, cuál ha de ser el tono preponderante, la tónica de su pieza. Yo he formulado –para facilidad de mis alumnos– estas sencillas preguntas previas al discurso: ¿Dónde voy a hablar? ¿A quién le voy a hablar? ¿Para qué voy a hablarles? Y, por supuesto, contestadas estas sencillas y hasta pueriles interrogaciones, brotará el cómo debo hablar, más allá y más acá de toda moda y de toda escuela, pese a los modistos de la oratoria que quisieran fijar un molde único para sus intervenciones, en los discursos de memoria que gritan. Por último, hay una pregunta grave: ¿Puede enseñarse la oratoria? Si partimos del precepto clásico que afirmó: el poeta nace, el orador se hace, entonces, sí. Pero, independientemente de que los poetas también se hace, puesto que el concepto de la inspiración se complementa con el del trabajo –mi inspiración, aclaró Baudelaire, está ahí en mi mesa de trabajo–; tenemos que convenir en que la elocuencia es un factor innato en algunos individuos. Hay jóvenes que nacen oradores al igual que los poetas. Ahora bien: si un joven nace verbo-motor, o verbo-visual o verbo- auditivo, lo único pertinente es ayudarlo a desarrollar sus facultades innatas, someterlo a ejercicios continuos, a experiencias frecuentes, llevarlo de la mano a la tribuna para que venza, en primer término, su timidez, que es la primera piedra que se aparece, la inhibición, el miedo. Comprendemos que el maestro no da nada al alumno que éste no posea ya en potencia; el maestro trabaja con el temperamento; se diferencia del alumno en que el maestro se empeña en penetrar dentro del alumno, define su estilo personal y colabora para su natural crecimiento. Es como colocarlo frente a un espejo ideal para que se prueba la oratoria a su medida. Asimismo, es inaplazable deslindar el término oratoria, en busca de ubicación jerárquica. Antonio Caso, en su obra Estética, clasifica a la oratoria como arte menor. Lo que nos lleva a meditar en 16
  • 17. torno a la inconsecuencia de algunos juicios de valor que externamos fácilmente. Las manifestaciones del arte –nos decimos– no pueden catalogarse como superiores e inferiores; cada expresión de arte tiene su contenido especial a que el deslinde obliga y, así, de la misma manera que no podríamos comparar a Beethoven con Bach, para dilucidar quién de los dos es mejor genio de la música, tampoco nos es dable dictaminar acerca de cuál arte es superior y cuál inferior; a fuera de distintos no hay posibilidad de compararlos. Es arte o no es arte. Pero lo interesante es que, pese a esta apreciación injusta, el maestro Antonio Caso fue, esencialmente, un orador; no un filósofo creador de un sistema, sino un orador que hablaba de filosofía y filosofaba en sus discursos magníficos y elocuentes. De esto, de su elocuencia lo acusa el maestro Samuel Ramos quién, por su innata dificultad para expresarse en voz alta –no así cuando escribía– tuvo cierta alergia a los oradores. La pieza oratoria tiene la clasificación usual: contenido y forma. Trae un mensaje, ineludiblemente; pero puede presentarse en una forma estética. Ahora mismo podemos leer los discursos de Demóstenes, los de Cicerón , los de Mirabeau y estimar su bella estructura, sin importarnos mayormente su contenido que ha perdido –por razón de las circunstancias– su militancia su valor histórico. Perdura lo bello, la arquitectura de su forma, su vigor oratorio. Revivimos la emoción de su elocuencia. El discurso es una obra de arte. El orador es orfebre. Concibe la pieza en conjunto, pero luego la modela fragmentariamente con sus más modernas herramientas y sus recursos más auténticos. Del discurso hay que decir lo que el poeta Juan Ramón Jiménez le dice a la rosa: “No la toques ya más que así es la rosa”. Esto sucede cuando leemos, a tantos años de distancia, una oración de Jesús Urueta. Se goza la perfección de la forma, se paladea el gusto por el dominio del lenguaje, se vibra, todavía, con la llama de la elocuencia. 17
  • 18. ¡Qué razón tiene el poeta Ramón López Velarde, cuando en el prólogo al breve volumen que contiene los discursos del “divino Urueta”, recalca: “El gran Barbey decía que la imaginación es la más poderosa de las realidades humanas. En los manteles de Urueta, la imaginación es la dama de carne y hueso que junta las manos a la altura de la boca y configura con los brazos desnudos la Sublime Puerta de vocablos, emociones e ideas”. Tenemos que insistir en que la oratoria no puede ser calificada como arte inferior. Tampoco es lícito compararla con la literatura escrita. Son géneros diferentes. Un discurso no es –como se ha llegado a suponer– una hoja escrita que se repite en voz alta. Revela precipitación en sus opiniones quien concluye que los discursos son un alarde de simples palabras. Cada palabra contiene un concepto, es signo de una connotación. Sólo los locos podrían hilvanar palabras inconexas sin relación ni comunicación. Las palabras constantemente significan algo aunque sea, en último término, disparates. Lo que sucede es que quien experimenta fobias en contra de la oratoria descubre sus complejos por la carencia de facilidad para hablar en público. Padecen –ya se ha dicho– de una especie de tartamudez mental. La oratoria no está reñida con la ciencia, con la técnica, con la filosofía, con el arte, con la poesía. Ya lo había explicado Cicerón en su libro, Diálogos del orador. Jaime Torres Bodet –tan magnífico poeta– es un hombre de letras, un atildado prosista y sus variados discursos son modelo de cordura, de exactitud en el lenguaje, de elegancia y de belleza, y a nadie se le ocurriría afirmar que sus discursos están huecos, vacíos de contenido, carentes de doctrina. Hay buenos y malos oradores. Esto es todo, Hay quien habla por hablar, quien careciendo de cultura sólo usa lugares comunes, con deficiencias gramaticales, como aquel amigo orador que “hablaba con faltas de ortografía”; pero la oratoria buena, clara, diáfana, profunda, bella, puede encontrarse entre los hombres cultos, inclusive 18
  • 19. políticos militantes. La oratoria es prueba de creatividad vital, de la realización integral del hombre. A mayor abundamiento, cuando los pueblos brilllantes, en lo que Stefan Sweig clasifica “como los momentos estelares de la humanidad”, es cuando se multiplican los oradores. A este respecto cabe citar al maestro Horacio Zuñiga: “ En efecto, si el retórico de tribuna es detestable y peligroso, el orador verdadero es y ha sido siempre digno de todo elogio. Es más, si aplicamos a nuestro caso el axioma de Michelet: “La elocuencia es el termómetro de la libertad” y si afirmamos con Gambeta que “solo están mudos los pueblos y los hombres esclavos”, tenemos que aceptar que el orador, en ciertos momentos, es el índice supremo de las libertades públicas; el exponente máximo del progreso político y social y el grito por excelencia de ñas conciencias manumitidas, el glorioso mensaje de su emancipación material y espiritual. El hombre que no medita, razona y habla, es el hombre que golpea, que hiere, que mata. El puño cerrado se abre, listo para el ademán fraterno, cuando la palabra tiende puentes luminosos. López Velarde rubricó el exquisito elogio para las manos de Urueta: “la mano cirujana del aire”. El ademán es compromiso de amistad no evidencia de odios. El clásico varón demandaba: “Pega, pero escucha”. . . Ha sido la palabra la que armonizó la comunicación entre el seráfico Francisco y las avecillas del cielo; la palabra hablada, la que prendió sus cláusulas éticas en labios de Savonarola; la palabra adelgazada en las picas del pueblo cuando cayeron los muros de la Bastilla; palabras de sabio, de santo, de profeta, de mártir, de apóstol, de maestro, de formador, de revolucionario, de arquitecto de sublimes utopías... Hay un abismo entre el discurso leído y el discurso pronunciado directa, improvisadamente. El discurso leído parece el esqueleto de la elocuencia. Los entendidos admirarán los aciertos de la prosa y las verdades ahí contenidas, pero nadie se entusiasmará, con ese entusiasmo 19
  • 20. inteligente que es el que mueve a individuos y a las multitudes; el discurso leído, además como ya apunta Timón, en El libro de los oradores, está expuesto a una y mil contingencias, llegando al estado de la declamación y de la representación teatral, todo lo que no es, justamente, elocuencia. Este discurso memorizado o leído, es algo así como una fotografía, que puede constituir una obra de arte, ¿por qué no? pero que no dejará de ser una pieza estática, quieta, muerta, carente de la vida que circula, se mueve, y se está transformado continuamente en el proceso de la metamorfosis, de la evolución creadora. Verdaderamente, el orador es lo que dice; pero, además, cómo lo dice; ¡qué fuego, qué vibración, qué ritmo, qué sangre!, corre por las palabras y las transforma, las ilumina, las proyecta como un temblor o como una tormenta, como un murmullo o como una tempestad. El orador, es lo que dice, cierto; pero, su voz tronante o melodiosa, acaricia o golpea, seduce o anatemiza, glorifica o maldice, sube al Tabor o sucumbe en el Gólgota. El orador es lo que dice; pero también cuenta la elocuencia de su rostro, de los relámpagos que nacen en sus ojos, de las manos “cirujanas del aire”, del magnetismo que emana el cuerpo entero. Así se explica la reacción que provoca la oratoria, cuando la masa, obedeciendo a la psicología de las multitudes que analizó Gustavo Lebón, se arrebata y se conduce como hipnotizada, como cediendo al embrujo de la flauta mágica. . . Desde otro ángulo, ninguna actividad estética produce mayores satisfacciones al creador, que la oratoria. No se trata de emular a Leonardo cuando coloca a la pintura a la cabeza de las artes; pero, independientemente de la jerarquía –que ya comentamos a propósito de Antonio Caso –el goce estético máximo lo recibe el orador. Pronunciar un discurso es sentir, gradualmente, cómo las palabras, sabiamente manejadas, van adueñándose del auditorio; el orador mira, palpa, mide, el efecto inmediato de su elocuencia; experimenta la satisfacción de comprobar el 20
  • 21. poder de su convencimiento, hasta que llega el minuto en que tiene a sus oyentes suspendidos del hilo del verbo. La oratoria salta los muros del silencio, de la indiferencia, rompe los cercos, evade las trincheras y entra a saco a la ciudadela defendida, dueño y señor de la atención de todos, viendo como se cumplen sus propósitos inmediatos. Hay más: la palabra penetra a la conciencia de quien escucha; pero, además, ahí permanece, en los meandros de la subconciencia, y nadie puede vaticinar cuándo ni cómo germina dentro de cada individuo. Sembramos discursos. No soñamos cual puede llegar a ser la cosecha. Las voces se bifurcan como raíces en las entrañas, en espera de brotar potentes ramas y árboles gigantes con sombra generosa o nidos de pájaros y de auroras. Este ensayo es, pues, tributo de lealtad a la palabra. Testimonio de amor al verbo. Lealtad a la integridad de las tribunas. Nadie pretenda jugar a la oratoria. La oratoria no es una finalidad en sí, sino un medio, el más eficiente, para cumplir fines humanos. El orador cumple una artesanía, un oficio, y como todo quehacer tiene su técnica y su genio. El genio produce la elocuencia; la regla, la práctica, culminan en la oratoria. El orador no es el malabarista de los conceptos; no sostiene el pro o el contra –como calumnia a Sócrates Aristófanes en Las nubes–, se supone que el orador es el caballero de la verdad. El orador, se acepte o no el calificativo, es un misionero. El propagandista de las causas justas; expositor de los ideales nobles; cantor de la solidaridad, del apoyo mutuo, del amor. Sófocles advierte esta cualidad innata, cuando en su obra Edipo en Colona nos dice: “Eres famoso para hablar, más sabes que no es posible hacerlo en todo tema con tino igual. . .” El poder de la palabra es infinito. Por ello es que hay que cuidar celosamente de su empleo. Hablar con prudencia 21
  • 22. es tarea de discretos; hablar por hablar es negocio de gente necia. ¡Que no tengamos que arrepentirnos nunca de las palabras que hemos proferido, las que sembramos a lo largo de las tribunas! ¡Que no tengamos que ir a recoger, avergonzados, los trozos de la palabra que empeñamos un día y rompimos luego! ¡Quitarle a la palabra su máscara! Tener valor de desnudar las palabras, hasta que sean las nuestras, nuestras para siempre. Esto es lo que cumple el hombre cabal, el hombre-hombre. Porque, cuando yo era niño hablaba como niño; pero ahora, que ya soy hombre, hablo como hombre. Así nos educó Pablo, el de Tarso, quien, con su sabiduría y su caridad, fue un gran orador. 22
  • 23. 2- LA VOCACION DE LA PALABRA 23
  • 24. La oratoria es una vocación; la más difícil y la más bella. Hablar, expresar lo que pensamos, sentimos, amamos, constituye un goce infinito. Alguna vez dijo el maestro Giménez Igualada: “Hay una virtud moral que ordena el bien obrar; pero hay otra, a la que podríamos llamar virtud intelectual que se refiere al bien pensar y, como resultado, al bien hablar, no pudiendo andar la una sin la otra, ya que del buen pensamiento nace el buen acto, que hace más agradable el rocío de la buena palabra”. La palabra tiene una doble misión libertadora. El varón que la expresa en voz alta, experimenta el encanto de la liberación personal; pronuncia lo que anhela desde el rincón del misterio de su individualidad, es una especie de confesión, de catarsis, y, tiende, naturalmente, a llevar a sus hermanos, a la libertad que ama. Porque todo discurso es una incitación a la libertad de nuestros semejantes. Con el discurso comparte lo más selecto de su espíritu, puesto que suponemos que sólo palabras de bondad y de belleza puede preferir el orador que se estima así mismo. Hay oficios que ennoblecen a quien los ejecuta. Hay oficios con entraña poética que perfuman el alma de quien los cumple. Por ello, el orador es un artesano que transforma el lenguaje, devuelve brillo a las palabras, da al concepto su dimensión más profunda y lava el rostro de las emociones cotidianas. Recrea las voces. Y es que cada voz tiene su cuerpo, su estatura, su color, su profundidad. Y es tarea del orador no sólo respetar la calidad de los términos, sino agrandar su horizonte, penetrar como el minero al corazón de la veta y extraer de cada palabra el oro y la plata de su original riqueza. Se ha dicho que algunas palabras –como las monedas– han extraviado su cuño, su limpieza, y que difícilmente son reconocidas; pero el orador reivindica la alcurnia de la voz y las palabras se funden en sus manos para renacer como su prestigio literario, pero mayormente dispuestas a embellecer lo que expresan. 24
  • 25. Es cierto, hablamos de un orador que no es capaz de traicionar su vocación humana, Platón, puso en labios de Sócrates un agrio comentario en contra de Protágoras, cuando les reclama a los sofistas el artificio de probar que lo negro es blanco y lo blanco es negro; no, es esto la oratoria, aunque Aristófanes, en su obra Las nubes envíe al personaje a estudiar el arte de la palabra para salvarse de los acreedores y evadirse, así, de la justicia. El orador no es, tampoco, el habilidoso prestidigitador de la verdad al servicio de un amo, listo para elogiar y ponderar a quien sirve; el orador, admitimos, es hombre integro, cabal, honrado, un caballero – tomado este concepto con su fondo de dignidad– incapaz de mentir, de adular, de descender a bajos menesteres. Apunta el mismo maestro Giménez Igualada, en su conferencia de Oratoria: “el hombre de hoy, moralmente preparado, debe vigilarse así mismo para detener su mano cuando vaya a descargar el golpe contra su prójimo, y el que no se frena dejando rienda suelta a su instinto animal, es porque continua pegado a la animalidad de sus antiquísimos abuelos. “Quizá sea ese hombre –sigue diciendo el maestro– el que vaya a buscarte, joven orador, para que lo ensalces y endioses, ya que él no sabe hablar, como tú, en forma convincente y bella; quizá se ofrezca soldada para que tu elegante oratoria la pongas a sus pies; quizá considere que estás bien pagado con que te vea y cuente entre los que componen el cortejo de sus servidores. Pero si lo aceptares, tus hermosos sueños de orador capaz de alcanzar las altas cimas de la hombría y de la belleza, quedarían reducidas a pobres oraciones pronunciadas desde un balcón cualquiera y dirigidas a gentes aborregadas por el predador que a ti te paga”. Y, es verdad, este es el destino, la dura suerte, de muchos jóvenes oradores que vendieron sus primogenitura por auténticas migajas. Y, sin embargo, como ya hemos señalado, la oratoria es fuente de las más bellas y profundas 25
  • 26. emociones de alegría y de regocijo. Goethe, cinceló esta frase: “nadie cruza el bosque y sale de la misma manera”. Quiso decir, que el hombre vive en metamorfosis permanente, y que, aunque en cada aventura deja fragmentos de su ser, también gana, con la experiencia, un mundo maravilloso, totalmente desconocido para él, en cuanto está pleno de oportunidades. La oratoria no es un capricho ni un aditamento cultural; responde a un imperativo vocacional; es, en cierto modo, el punto de arribo de la personalidad. Concreta diversas facultades del ser humano y ofrece una imagen de lo que el hombre es, o puede llegar a ser si se lo propone. Quien ya ascendió a la tribuna y conjugó el verbo frente a una multitud; quien sintió sobre sí los mil ojos del monstruo que está enfrente según bella expresión de D’Annunzio, ojos atentos, inquisitivos, amenazadores, este varón no podrá ya escapar, en el futuro, al encanto de las tribunas. Antes de romper el silencio se sentirá morir de incertidumbre, paseará con los nervios escabritados, la imaginación en ascuas, el corazón en llamas; pero, luego, cuando ya liberado, sintiendo que trae un mundo sobre los hombros, un universo en la punta de la lengua que va a mostrar gloriosamente a los oyentes. La tribuna embruja. El hombre, en la tribuna, brota del capullo habitual: es otro. No sólo crece en estatura física a las miradas que lo vigilan, si no que, intelectual, anímicamente, se cumple en su pecho una anvivalencia cabal: envejece y rejuvenece al par. Envejece en sabiduría, en experiencia. Son cien vidas más que lo acompañan; pero también rejuvenece, en cuanto le aparecen los bríos ímpetus, energía, entusiasmo, alegría de vivir, que son características de todo joven. Hay un fenómeno superior, el orador está traduciendo y expresando lo que cada miembro del público piensa y siente, sólo que no se ha atrevido a gritar frente a los demás. El orador goza la mayoría de edad de su hombría, el 26
  • 27. verano de su genio creador, la primavera de su jerarquía de hombre bien. Tal vez por ello, orar tiene dos acepciones que se complementan: ora quien se comunica con los dioses; establece lazo con el más allá; dialoga con el infinito; y, también ora el que habla a sus hermanos los hombres, se entiende con ellos, los representa en el debate contra el destino y sus limitaciones. La oratoria es una variante del heroísmo. Plantado a la mitad del ágora, el orador habla por los demás, se opone a la explotación y a la esclavitud, aboga por las causas nobles, ofrece el pecho a sus victimarios, levanta la cabeza para que le toque la primera piedra lanzada por los violentos. El orador aceptó, desde el prólogo de su vocación, esta inmolación; el ejercicio de un sacrificio permanente que implica su filiación con la moral. No hablamos de una moral con normas; nos referimos a la moral individual que no se aparte de la sentencia de Calderón de la Barca: el honor es la sombra de la propia estimación, y esto es lo que el orador reclama: despertar la conciencia de cada uno de sus prójimos para que predomine la estimación personal, el respeto recíproco será la consecuencia de la conducta de cada unidad de valor humano. Largo tiempo se profesó el cumplimiento de la palabra de honor como distintivo de la jerarquía humana; el orador sabe que cada una de sus palabras, tácticamente, es un palabra de honor que hay que cumplir celosamente. Al fin, el hombre es su palabra. Y el orador es más hombre en la medida que acepta su compromiso humano con mayor heroísmo. El orador que se enajena, golpea sus alas sobre los muros de una prisión. Por la palabra serán los hombres libres. Por la palabra ganarán los pueblos su libertad y el goce de la solidaridad que los salve. 27
  • 28. Podemos postular esta hipótesis de trabajo, hay discursos horizontales y discursos verticales. El orador horizontal –hombre horizontal–es el que repta, se envilece, está atado a la ambición de poseer, de aumentar sus beneficios, de abarcar lo más que le sea posible; vive en la superficie, desea mayor extensión y más espacio horizontal. El orador vertical parte de la tierra, ostenta sus raíces telúricas; asciende hacia arriba, gana en profundidad y en hondura; su contenido está ligado a las entrañas de la vida; sus palabras están emparentadas con minerales y vegetales, con raíces; su elevación lo lleva hacia lo azul, hacia lo luminoso, hacia las estrellas. Este orador –hombre vertical– no se ha divorciado de la realidad, puesto que la realidad primigenia está en la tierra, pero, en cambio perfecciona su camino de hombre y sube hacia regiones más limpias y más puras. Tal vez hubo época en que fuera indispensable recomendar –como lo hizo Bacom– poner plomo a los pies del cuerpo con alas. Sólo que, en esta época, de triste maquinismo, de automatización, de robot sin redención, es imperativo, retornar a las alas, quitar el plomo, impulsar mejor el vuelo. Y, el orador será el misionero de esta cruzada poética, en la que se mezcle el realismo con la magia, la razón con la imaginación, si es que pretendemos redimir al robot, imprimir otros sentidos a la existencia y salvarnos del ecocidio que nos amenaza a los humanos, según la docta advertencia del Dr. Fernando Cesarman. Una oratoria que satisfaga el ejemplo de los molinos de viento, que marca Eugenio D’Orss, en hermosa glosa: el molino está pegado a la tierra; satisface una utilidad al moler el trigo y producir harina, pero deja que sus alas acaricien el azul de la noche para que estén en contacto con las estrellas. ¡Malhaya los bellacos que pretenden mutilar al águila del verbo y restarle hermosura a la palabra!. Hay individuos, que presumen de oradores, y, en verdad lo que son es recitadores, declamadores, artistas 28
  • 29. aficionados de teatro. Nos referimos a quienes, previamente, han aprendido de memoria una serie de discursos, o fragmento de discurso, que llaman “mosaicos” y que luego acomodan en cualquier ocasión. Si tuviéramos que distinguir al orador del declamador, diríamos que el orador está en el proceso de la creación, es activo, dinámico, mientras que el declamador, o el actor, estarán siempre repitiendo lo que otros han escrito. Y, no importa que el actor o el recitador redacte su propio papel, de cualquier manera, en el momento de la exhibición está en posición de repetidor. ¿Puede llamarse a esto un orador? Randolph Leigh, autor de un libro interesante, Oratory, y director de los primeros concursos de oratoria, subraya la semejanza del orador con el actor, por lo que atañe a sus recursos escénicos que usa el que habla en público y que, en algunos casos, resultan inclusive exagerados. Y, ciertamente, algunos oradores –para no decir que todos– actúan y aprovechan estos medios para impresionar al público con ventaja; pero ello no quiere decir que se confundan los géneros. Por lo demás, conviene precisar este concepto: un orador es tan actor como cualquier individuo lo es en la vida diaria. Cada quien actúa a su manera. Lo mismo que cada quien está usando la oratoria en la conversación diaria. Obsérvese a quien discute a quien platica, a quien trata de persuadir a su amigo o cliente y se verá en pequeño, la práctica de la oratoria con su variedad de recursos. Se cambia la voz, se provoca el énfasis, se mueven las manos, y , también, se carga de emoción lo que se dice. El discurso nos apremia a vivir. Es una forma de vida. Un discurso equivale a una conducta; cuando menos incita a ella, la provoca. De aquí el valor educativo que tiene la oratoria. Instruye deleitando –como pidió Anatole France– y, positivamente, cada orador es un maestro. Si aceptamos el distingo entre instruir y educar, tendremos que la oratoria satisface a las dos atribuciones pedagógicas, porque instruye 29
  • 30. cuando hace de la tribuna una cátedra en llamas, y educa, cuando coopera a modelar el carácter humano. El maestro Giménez Igualada, nos llama la atención a este respecto, en su obra, Los caminos del hombre: “el lenguaje que se emplea en la conversación o en el discurso, deben de entenderlo todos los hombres, única manera de ser y de sentirse universal por haber comprendido y amado la universalidad. El que habla y el que escribe –me sigo diciendo a mi mismo– debe hacerlo con tal dulzura y con tal entereza como si su palabra, sin avergonzarse jamás de ella, hubiera de subir, siglos arriba, hacia la eternidad. Así hablaron y escribieron los mejores, los que se han perpetuado hasta nosotros. Los que no supieron crear humanidad murieron para siempre”. El orador semejante es a Prometeo. Diríamos, metafóricamente que ha robado el fuego a los dioses. A dado fuego a los mortales. Es el origen de la cultura y de la civilización. En el principio de la cultura –la cultura es un estilo de vida– está el verbo. No podríamos olvidar que el fuego elimina las sombras e ilumina los caminos del hombre y esto es la función específica del discurso, brillar en la oscuridad encender la lámpara para que los viandantes encuentren el sendero preciso y no corran el peligro de extraviarse. Prometeo se ufana en el drama esquiliano, de haber salvado a los hombres del dolor y de la muerte, porque “sembró en ellos la ciega esperanza”; esto es lo que realiza el orador: disipa las penas, nulifica las incertidumbres, supera las angustias y deja clavada en el pecho de los oyentes, siempre una ciega esperanza. Todo orador es un utopista; un soñador. El orador es, también, un rebelde. El hombre rebelde, definió Albert Camus, en su obra El hombre rebelde, nos dice que la rebeldía contiene dos tiempos precisos: la inconformidad con el espacio tiempo que vive y que se traduce con el grito de ¡ya basta!, y, el sueño, utópico, de un mundo mejor que el presente, donde se 30
  • 31. corrijan las causas que motivan la protesta. El orador, teóricamente cuando menos, cumple esta obligación, es el profeta que clama contra el mal y, también el arquitecto que diseña la ciudad futura. No se habla por hablar; para satisfacer una vanidad; se habla para comentar, analizar, criticar, una situación dada, y se habla, así mismo, para formular la visión lejana de lo que sería la vida ideal. Y, conste que, el orador no ordena,. No coacciona, ni siquiera aconseja, simple y llanamente expone sus pensamiento para que sea cada hombre quien, en el interior de su consciencia, dictamine lo que juzgue conveniente y adopte las decisiones que le parezcan justas. Entonces, ¿qué objeto tiene la oratoria?. Iluminar, dilucidar conceptos, aclarar paisajes frente a los ojos de los hombres, los hermanos. Por eso es que los griegos, los maestros de la humanidad, dedicaron tantas horas en ejercicios oratorios. Por eso es en Atenas donde ha de iniciarse la historia de la elocuencia cuando Demóstenes, al decir de Clemenceau en obra Demóstenes, hablaba por Grecia para liberarla del peligro de Filipo y de la cultura oriental. Plutarco, en sus Vidas paralelas, consigna esta opinión de Filipo: no temo a los generales; le temo a Demóstenes, porque con sus discursos es capaz de unir y levantar a los pueblos helenos en mi contra. Y así fue. Muchos años después el más breve discurso y el más relampagueante, derribo los muros de la Bastilla y la elocuencia de Danton, de Mirabeau y de Robespierre, cambiaron el rumbo de la historia universal. Nadie debería dudar del poder determinante del verbo humano. Sobre todo cuando meditamos que Budha, Jesucristo, Mahoma, y los conquistadores más renombrados, usaron de la palabra como de un arma favorita para conquistar el cumplimiento de sus deseos. Ahí donde vibró un conducto de pueblos, un guía, un maestro, ahí estuvo un orador. 31
  • 32. El problema del hombre, nos ha dicha los psicólogos es encontrar su exacta vocación. Un buen número se equivoca. De aquí el fracaso que revelan las estadísticas en la población escolar. Y, sin embargo, parece sencillo. José Enrique Rodó, con su magnifica prosa, fluida y bella, ha dejado en su obra, Motivos de Proteo, discretas advertencias: “Una vocación poderosa que ha ejercido durante mucho tiempo el gobierno del alma, reconcentrando en sí toda la solicitud de la atención y todas las energías de la voluntad es como luz muy viva que ofusca otras más pálidas, o como estruendo que no deja oír muchos leves rumores. Si la luz o el estruendo se apagan, los hasta entonces reprimidos dan razón de su existencia. Aptitudes latentes, disposiciones ignoradas, tienen así la ocasión propicia de manifestarse, y, a menudo, se manifiestan, en el momento en que pierde su ascendiente la vocación que prevalecía”. Esto –ya se manifestó–es tarea ardua. La mayor parte de los seres humanos nos equivocamos. A veces, como lo indica Ortega y Gasset, un hombre vive, trabaja, se ufana, sufre, sueña, se alegra, y todo ello sin haber encontrado su verdadera vocación. Esto explica por qué tantos ciudadanos deambulan con su fardo de frustración a las espaldas. Recalca el filósofo español en su obra, Goethe desde adentro, “Vivir es ser fuera de sí realizarse. El programa que cada cual es, irremediablemente oprime la circunstancia para alojarse en ella. Esta unidad de dinamismo dramático entre ambos elementos yo y el mundo es la vida. Forma, pues, un ámbito dentro del cual está la persona, el mundo y ... el biógrafo”. Y más adelante: “Considerada así la estructura humana, las cuestiones más importantes para una biografía serán estas dos que hasta ahora no han sólido preocupar a los biógrafos. La primera consiste en determinar cuál es la vocación vital del biografiado, que acaso éste desconoció siempre. Toda vida es más o menos, una ruina entre cuyos escombros, descubrimos lo que la persona tenía que haber sido... La segunda cuestión 32
  • 33. es aquilatar la fidelidad del hombre a ese su destino singular a su vida posible”. Y es cierto. Quien más, quien menos, en alguna estación de la vida sentimos que no somos lo que hubiéramos deseado ser; que hemos traicionado en algún sitio, en algún tiempo, la vocación auténtica que existía en nuestra adolescencia o en nuestra juventud. El verso de Dante Gabriel Rossetti, se vuelve una espina en la conciencia: “It might have been...” Todo pudo haber sido, todo pudo ser, el rumbo de los días quizá pudo haber diferido de haber hecho esto o aquello. Y el si, condicional nos atormenta. Esto dura sólo un instante. Frente a lo hecho no caben sino nostalgias y la resignación valiente para proseguir adelante. De todos modos, lo prudente es vigilar la vocación, espiarla, no desaprovechar la ocasión que la pintan huidiza. El orador, fiel a su vocación, tan bella a de consagrarse con fervorosa pasión y no traicionarla. La oratoria es una vocación celosa extremadamente celosa. Demanda dedicación total, y lo grave es que cuando la abandonamos inmediatamente se deja sentir en forma de reproche y aparecen terribles deficiencias. Algo así como si el pensamiento emmoheciera, como si la lengua se tornase estropajosa, y las palabras cayeran y rebotaran, antes de salir con soltura, con diligencia, con elegancia. Cualquier expresión artística –en cuanto al oficio– reclama atención diaria, tenaz, impostergable. Ocho o más años, ha de permanecer el estudiante en el Conservatorio para graduarse como cantante, pianista, violinista e igual o más tiempo, estudiará el joven antes de llegar a ser escultor o pintor. . . El arte es largo, porque, después, tendrá que proseguir ascéticamente, toda su existencia en busca de mayor perfección en el dominio de los elementos de su arte 33
  • 34. ¿Como pensar que la oratoria es arte fácil, al que se llega, se está una temporada y se abandona, impunemente?. En el pórtico de la academia de oratoria debiera repetirse la admonición tajante: Que no entre quien no tenga vocación. El orador no concluye sus estudios de oratoria. La elocuencia no es una letra de cambio a tantos años; es vocación vital. Porque la oratoria –como hemos de ver– no es concebible sin una seria, profunda y amplia cultura, sin ser rico, en sabiduría, en filosofía, economía política, arte, política, sociología, etc., para no correr el riesgo de firmar cheques en blanco. No se puede hablar de lo que no se sabe. De la nada no se habla. Podremos improvisar acerca de aquello que ya conocemos, so pena de que nos atreviéramos a inventar los temas y a decir palabras sin lógica ni sentido común, que es lo que, infortunadamente, hacen muchos sujetos. Luego, es imperativo que el orador se prepare, por días, por meses, por años, con un severo rigor, con obstinado rigor, mediante el estudio, la lectura cotidiana, la meditación; más, mucho más que otras personas, porque si éstas no se verán comprometidas a hablar en cualquier caso, los oradores sí, puesto que el mundo espera que satisfagan su oficio, que es el de orar, sin titubeos, con aplomo, en las circunstancias que se presenten. El ataque a los oradores viene de lejos. La calumnia, la diatriba, el desprecio, han corrido paralelamente con los aplausos. Por ello es que no extrañan los argumentos, en pro y en contra, que se supone sostuvo Cicerón y que recogió en su libro, Diálogos del orador. El libro es fuente de observaciones geniales. No es prudente espigar, al desgaire, porque la obra en total es inapreciable; pero con atrevimiento, anotaremos: “Solía decir Sócrates que todos son elocuentes en lo que saben bien. Y aún es más verdadero que nadie puede hablar bien de lo que no sabe. Y que aunque lo sepa, si ignora el arte de construir y 34
  • 35. embellecer el discurso, no podrá explicar lo mismo que tiene bien conocido.” Y agrega: “nadie merece el título de orador si no está instruido en todas las artes propias de un hombre libre”. Marco Tulio Cicerón reitera infinidad de veces: “Pero primera, los secretos naturales; segunda, el arte lógica; tercera, la vida y costumbres, dejemos las dos primeras en obsequio a nuestra pereza, pero retengamos la tercera, que fue siempre del dominio del orador, pues sin ella nada le quedará en que pueda mostrarse grande.” Esta sana y nutricia opinión no es propiedad exclusiva de Marco Tulio Cicerón, ella está presente en buen número de maestros y filósofos de la antigüedad y de tiempos modernos. El orador no es sólo un operario de “lengua veloz y ejercitada”, es un varón prudente, estudioso, investigador, que lee con acierto, anota y retiene los pensamientos célebres para salpicar, después, sus oraciones, con el testimonio de los ingenios superiores que en el orbe han sido. Por el camino de la vocación cumplida se llega a la elocuencia. El propio Cicerón nos aclara: “Llamaba yo diserto al que podía hablar, según el parecer común, con cierta agudeza y claridad, en presencia de hombres no vulgares; y reservaba el nombre de elocuente para el que pudiese, con esplendidez y magnificencia amplificar y exornar cuanto quisiera, y tener en su ánimo y en su memoria las fuentes de todas las cualidades que pertenecen al bien decir.” De lo que se deduce que hicimos perfectamente, al principio de este ensayo, en deslindar los terrenos de la oratoria y separar la elocuencia, como rasgo inequívoco del chispazo genial, con el que, seguramente se nace, pero el que se desenvuelve, mediante el heroico esfuerzo cotidiano, ese “obstinado rigor”, que parece que fue el lema del divino Leonardo Da Vinci. 35
  • 36. Sin embargo, haremos mejor si insistimos y, al efecto, escudriñamos las páginas de Horacio Zuñiga. En su obra, Ideas, Imágenes, Palabras, el libro de los oradores, afirma: “es necesario que comprendamos que no puede haber gimnasia más bella que la de la inteligencia; ni busca más hermosa que la de la verdad; ni contienda más sublime que la del pensamiento hecho palabra y la palabra hecha al mismo tiempo razón y metáfora, ciencia y arte, raíz y fronda, montaña y nube, garra y vuelo, como en la imagen eterna del filósofo inglés que proclama la dualidad del garfio vegetal que taladra la roca para extraer la sangre de la sabia y el ímpetu de la ramazón que arroja la flor y el fruto al esplendor del cielo.” A Horacio Zuñiga lo criticaron sus enemigos –triunfo de la envidia y de la impotencia– porque usaba abundantemente de la metáfora. Entonces adujeron –como harían hoy– que era preferible la sencillez, la modestia, y, sobre todo, que la oratoria palabrera, adornada, metafórica, pertenecía al pasado. Inevitablemente se vuelve a este tema. El fondo no es separable de la forma y, no concebimos –ni siquiera concebimos– la forma sin el fondo. Hay una síntesis perfecta. Lo que sucede es que la incapacidad para hablar en público y para hacerlo bellamente, obliga a los tartamudos espirituales a multiplicar las invectivas contra los oradores tan completos como lo fue Horacio Zuñiga. No es posible pedir un solo estilo. Si el estilo es el espejo del hombre, no es razonable exigir un tipo de hombre único, sin reconocer la enorme variedad de hombres que existen. Es tanto como criticar a la montaña comparándola con el valle. Yo prefiero los valles; pero yo, nos diría otro, prefiero las montañas. El orador habla según su temperamento y no es justo tratar de imponer modalidades ni modos para hablar; cada quien ha de ser auténtico, quizá porque la ausencia de autenticidad en la vida provoca tantas frustraciones fatales. 36
  • 37. El orador es el baluarte de la libertad, el paladín de la justicia. Tal parece, por ello, que en climas de libertad nacen y se reproducen los buenos oradores y que en tiempos de dictadura, totalitarios, no hay campo propicio. “Sólo los que obran mal, temen a los que hablan bien, y sólo los impotentes y los despechados, pueden condenar la oración.” La oratoria revela la esencia del hombre; supera su existencia; es fundamental, trascendente, definitiva y eterna, porque así es la palabra, porque así es el hombre; porque el hombrees y será siempre su palabra, y en conservarla, en mantenerla, en serle fiel, está el secreto de la sabiduría. 37
  • 38. 3.-EL ESTILO DEL HOMBRE ES SU PALABRA 38
  • 39. El mundo maravilloso de los niños nace con la palabra. La madre, con su amor y ternura se lo va describiendo, cada vez que la madre nombra una cosa, un ser, un aspecto de la vida, el niño entra a la poesía y a la magia. Las cosas se animan al conjuro del verbo. La palabra identifica su esencia; antes de ser nombradas, existen, pero después de que la voz las define, adquieren y revelan su esencialidad. En el niño perdurará no sólo la contación que explica la madre, sino el tono de la voz, la emoción que cada término encierra, la acción que late escondida en el verbo, como la mariposa es la crisálida. Todo ello continuará a lo largo de los años; quizá, por esta razón, es cierto, que jamás dejamos totalmente de ser niños, puesto que tenemos atesorada la sensibilidad maternal guiando nuestros pasos por los caminos del hombre. Porque la función educadora de la madre no está en las órdenes que dicta, tampoco en los consejos que prodiga, el secreto educativo está en su voz que acaricia, que convence, que conmueve. La atmósfera emotiva circunda la presencia femenina, y es ella, la madre, la única modeladora –con su cariñosa palabra– de la conciencia infantil. Son los primeros discursos que escuchamos. Puede carecer de orden, de habilidad técnica; pero rebosan de elocuencia, la elocuencia directa que da el amor, el cuidado, la solicitud y la consagración que hay en cada palabra que dice la madre al hijo. Si es verdad –como ya se ha apuntado– que cada ser nace con un temperamento y que la educación, obrando sobre él, forma el carácter, entonces hay que convenir en que el arma mejor que tiene el educador es su palabra. Esto es lo que tenemos que entender, con profundidad, para no continuar desviando los métodos de la educación. Porque la educación cabe dentro del símbolo de un triángulo equilátero: el hogar, la escuela y la calle o medio ambiental. De tal modo que la madre es la máxima educadora, y luego, el maestro continúa la tarea iniciada en la 39
  • 40. ejemplaridad hogareña. Pero el maestro sería incapaz de cumplir con su misión si no encuentra ya en el niño el germen amoroso que depositó la madre mediante sus palabras. El maestro prosigue proporcionando al niño nuevas y bellas palabras. De aquí que resulte impostergable el hecho de que los maestros tienen la responsabilidad de las palabras que usan frente a los niños. Un auténtico Maestro se cuidará de pronunciar palabras tristes, feas, iracundas, perversas, sabedor de que el niño no sólo las escucha sino que las guarda en su subconsciencia y ahí van creciendo sin que nadie se dé cuenta del fenómeno psicológico. Por último, el niño se encuentra, de repente, en medio de una terrible contradicción. El contraste es violento. La calle, las pandillas, pueden presentar al niño un mundo insospechado de picardía y de angustia. Oye malas palabras. Se ha transformado el lenguaje y golpean la puerta de su conciencia verbos armados con aguijón inclemente. Son los tres tiempos ineludibles en el proceso educacional de cada individuo: lo que heredó de la madre, principalmente; lo que heredó del maestro; lo que está recibiendo del barrio donde habita. Sociológicamente la lengua determina; la patria se define como el amor a la tierra, a las raíces; pero también la historia y el lenguaje, el idioma, que son lazo de unión directo y el medio de expresión y de comunicación ineludibles. Mariano H. Cornejo, en su texto de Sociología deslinda el término: “El lenguaje define, precisa y permite combinar los conceptos”. Es decir que podríamos pensar y sentir; pero no tendrían validez ni el pensamiento ni el sentimiento, si no llegan a expresarse; es prácticamente, como si no existiesen. El lenguaje, como vía de comunicación, es puente luminoso. Por eso que el orador tiene veneración por las palabras; las selecciona, las limpia del polvo de los siglos y 40
  • 41. les devuelve su brillo natural y primigenio; usa de las justas, de las exactas, de las cabales y no pierde de vista que hablar en público es tanto como arrojar semillas a la tierra y repetir la bella parábola del Maestro de Galilea: nadie podría vaticinar cuál va a ser el destino de cada palabra. El discurso puede hallar tierra fértil, puede morir entre rocas o puede extraviarse en el desierto; pero la palabra caída en su sitio, germinará, echará raíces, brotará a la superficie rompiendo las resistencias y se elevará triunfalmente hacia el espacio. La vida espiritual es una alcancía. El hombre, quiéralo o no, va acumulando paciente, gradualmente, sus vivencias. Quedan en él, se desarrollan, Inclusive los imperativos más insignificantes en la época de la niñez; ahora sabemos que se esconden entre los pliegues de la subconsciencia y que ahí, dinámicamente, persisten en un periodo de continua transformación hasta que un estímulo externo, los libera y brotan tumultuosamente, manejando la conducta del individuo. Por eso aseveramos que la vida espiritual es una alcancía. Las horas, los días, los meses y los años, depositan sus monedas; atesoran pensamientos, emociones, experiencias y paisajes. Las palabras desempeñan un oficio de escultor; modelan el retrato del personaje. Crecemos a golpes de palabras así como el mármol a golpe de cincel. Alberto Hidalgo, uno de los grandes poetas de América, señalo en su obra, Tratado de Poética, la diferencia entre la palabra exteriorizada y la palabra interna. Dice: ¿Como podría negarse que hay una palabra interior, anterior a la palabra hablada? Ella por lo demás ha sido presentida por los más grandes filósofos, aunque el honor de haberla estudiado a fondo o descrito en sus detalles más minuciosos, mejor que otros lo hicieron, pertenece a Víctor Egger, el más importante, de cuyos libros se llama La parole interieure, precisamente, más no se pretenda identificarla con el pensamiento que, en abstracto, es otra cosa y en concreto, es una sucesión o relación de palabras”. 41
  • 42. Los críticos están de acuerdo en que toca a los poetas descubrir el otro mundo de las palabras; ampliar sus horizontes; profundizar su existencia. Expresa Alberto Hidalgo: “Ya que la ciencia dormita, revelar el valor mudo, callado de las lenguas”. Pero, nadie podría negar que esta misión la comparten también, y con mayor frecuencia, los oradores. El discurso no esta reñido con la poesía. No debe estarlo. Poeta y orador usan el lenguaje y a él se deben. Son las palabras su medio exacto de expresión. El poeta Octavio Paz, en su estudio, El arco y la lira, afirma: “El lenguaje hablado está más cerca de la poesía que de la prosa; es menos reflexivo y más natural y de ahí que sea más fácil ser poeta sin saberlo, que prosita. En la prosa la palabra tiende a identificarse con uno de sus posibles significados a expensas de los otros: al pan, pan y al vino, vino”. El propio poeta Octavio Paz asevera: “Hay una nota común a todos los poemas sin la cual no serían nunca poesía: la participación”. Está es la participación directa que se establece – ¡mediante el verbo!– sobre todo en los discursos. Por que le discurso no finaliza cuando el orador da las gracias y se retira de la tribuna; entonces es, precisamente, cuando se inicia la germinación secreta, misteriosa, mágica, de las palabras que el orador ha lanzado al viento, con actitud de siembra, y que han sido recogidas por los oyentes. Hay que esperar a que el tiempo las madure y a que salga vibrante la cosecha del discurso. La palabra verdadera –como en el salmo– da su fruto a tiempo y su hoja no cae. Nosotros en cierto modo nos alimentamos con palabras. ¡Si esto lo superan los maestros, sólo palabras dulces nos darían cuando somos niños. El mismo poeta Octavio Paz, en su magnífico libro, ya citado, El arco y la lira, enfatiza: “El hombre es un ser de 42
  • 43. palabras” y a continuación, “La palabra es le hombre mismo. Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad. No hay pensamiento sin lenguaje, ni tampoco objeto de conocimiento; lo primero que hace un hombre frente a la realidad desconocida es nombrarla, bautizarla”. Ciertamente, el hombre es él y las palabras. Dependerá de qué palabras cuando su infancia, para determinar cuál podrá ser su conducta. La historia se hace con palabras. Las grandes revoluciones, ¿qué han sido, verdaderamente sino palabras levantadas en armas? Todo acto de rebeldía es una rebeldía contra palabras ya gastadas, que han servido para justificar a los dictadores, a los enemigos de la libertad. Las palabras sagradas, las palabras solemnes, las palabras de orden y de obediencia, la torre de Babel de las palabras inútiles que esclavizan y justifican la esclavitud como fenómeno natural. No hace bien Hamlet cuando murmura, con cierto aire despectivo, palabras, palabras, palabras, porque el hombre no es una sucesión de burbujas sino de palabras vigentes que lo mueven, que lo determinan, lo sitúan en le combate. Relata la anécdota que el genial Juan Montalvo, el autor de los Siete Tratados, había escrito y pronunciado discursos en contra del tirano Rosas, y cuando este murió, el genial prosista, pudo exclamar con regocijo: Yo maté al tirano con mis palabras. Y seguramente que alguien conocerá el panfleto de Alberto Hidalgo contra el dictador Sánchez Cerro incluido en su obra Diario de mi Sentimiento, es el panfleto más feroz que yo haya leído; un alarde de adjetivos denigrantes, y de sustantivos como puñales, de verbos como bombas; el final era lógico, previsto ya por le poeta; un estudiante, que traía en su bolsa, un folleto, lo asesinó a balazos. El mismo Alberto Hidalgo, en el prólogo a su panfleto Odas en contra, que apenas son conocidas por que esta obra circuló en edición casi familiar y clandestinamente, asienta: 43
  • 44. “Así como los soldados en combates de cuerpo a cuerpo ensartan a los enemigos en sus bayonetas, yo atravieso de lado a lado a los canallas de este siglo con la lanza de mis metáforas; los revoleo un instante en el aire y luego los arrojó, lejos de mí, al piso resignado, que apenas quiere soportarlos”. No obstante de que el lobo anda suelto por las calles, el orador no incita a la violencia. No desconoce que el odio no engendra nada, que sólo el amor es fecundo, y que el iracundo no alivia los pesares del hombre, su hermano, sino que lo empuja a una carrera de sangre que no tiene límites. El orador, porque es hombre de bien, enamorado de la belleza, del ritmo, no puede aconsejar actos salvajes, en que la fiera se desate y emerja a la superficie; ya que su sensibilidad estética, su estructura cultural, su innato respeto a sí mismo, le impedirán ser hijos de la ira, según la expresión del poeta Dámaso Alonso. No es hijo del resentimiento. Es más alta su misión, más hermoso su destino : sembrar en el corazón del hombre palabras buenas, bellas, amorosas y que perdure la esperanza de que, algún día, florecerá la mutación de los valores y aparecerá un hombre nuevo con el corazón luminoso. Dámaso Alonso dice en unos de sus poemas: “¡No, no! Dime alacrán, necrófago, cadáver que se está pudriendo encima, desde hace 45 años, hiena crepuscular fétida hidra de 65 000 cabezas, ¿por qué siempre muestras una sola cara? ...... Hace 45 años que te odio, que te escupo, que te maldigo, a quién odio, a quién escupo!” 44
  • 45. Y no. No puede uno odiar, ni escupir, ni maldecir, porque entonces el orador se confundiría con los bárbaros, con los salvajes, con los criminales, y tendría que ser más bárbaro, más salvaje y más criminal, para que sus palabras condujeran a los oyentes hacia el castigo de los malvados. ¡Qué pobre y qué solo se sentirá el varón que se escupe y se maldice! ¿A qué profundos abismos habrá descendido? Afortunadamente este poeta, Dámaso Alonso, concluye este poema con una canción: “Dulce, dulce amor mío, incógnito hace 45 años ya que te amo”. Lo cual, además, no es cierto porque no puede amarse quien se menosprecia y se considera hijo de la ira y quien predica el odio y la desesperanza y vaga como espectro del resentimiento. El orador es heraldo del as buenas nuevas; el arquitecto dela utopía. Y no hay que tenerlo miedo a esta palabra que todos vivimos, y expresamos aún sin saberlo, porque todos, quien más, quien menos, estamos forjando nuestra protesta contra el mundo loco, vano, en que nos ubicamos y soñando con un mundo mejor, libre y justo. Papini relata en uno de sus cuentos, en el libro Gog, la vida de un artista que esculpía con humo bellas y caprichosas estatuas. El orador modela con palabras la maqueta de ciudades maravillosas, en donde los hombres conviven cariñosamente y en donde la conducta de cada uno es un canto a la armonía, exaltación al arte, consagración a la primavera y a la dicha de vivir. Tiene el orador la misión de vencer al dolor y de vencer a la muerte. Se dirá, tal vez con lástima, que el orador es un varón alejado de la realidad, ciudadano de un planeta de sueños. Bueno y qué, los soñadores son los vigías de la 45
  • 46. aurora, los posibles constructores de un planeta de concordia, de paz y de alegría. El orador señala los caminos. Tiene alma de horizonte. Por lo demás, el sueño mueve montañas; fueron los soñadores quienes enseñaron a hablar a las rocas; fue cuando la piedra adelgazó su realidad hasta llegar a ser un discurso de encajes, una oración de pétalos, el madrigal gótico de sueños en el aire. Todo habla en la naturaleza. Vivimos en un mundo de metáforas. El hombre es un ser de imágenes. La creación es un discurso infinito. Dijeron: al árbol lo conoceréis por sus frutos. Añadiríamos: al hombre se le identifica por sus palabras. El hombre es su palabra. La palabra lo identifica, lo deslinda, lo circunscribe; la palabra lo trasciende a universal. Cada ser humano nace individual, personal, único. O, lo que es lo mismo, cada ser humano nace con su palabra, la propia, la que lo señala en medio de una muchedumbre de voces y resalta su exacta dimensión. Los hombres libres son dueños de su palabra; los esclavos vegetan con las palabras de sus dueños. Hay palabras de pie y palabras de rodillas. Palabras que se arrastran y palabras que se vuelan. Palabras con cadenas, prisioneras y palabras que no reconocen fronteras ni doblan la espalda. Dijo Santiago el Apóstol “Sed hacendosos de la palabra y no tan solamente oidores, engañándose a vosotros mismos, porque si alguno es oidor de la palabra, pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, por que si alguno es oidor de la palabra, pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego se olvida como era...” Las palabras nos habitan como en crisálida; hay que darle tiempo para que se verifique el proceso de maduración vital y salga al aire lo que originalmente somos. 46
  • 47. Apunta Eduardo Spranger, en su obra, Cultura y Educación: “No hay duda, cada hombre tiene un núcleo esencial, al que vuelve siempre, o al menos debía volver, después de todas las rotaciones de sus mónada alrededor de sí misma” y añade: “Pero éste es su destino, que este núcleo más interno de sí mismo está oculto para él, y que es menester un largo camino por la vida para encontrar eso aparentemente tan cercano y tan obvio, UNO MISMO.” “Aquí se encuentra pues, sólo el auténtico problema que plantea la metamorfosis del hombre. ¿Cómo llegar el hombre a encontrarse a sí mismo en todas las mudanzas de su vida y de su muerte? El orador vive en continua metamorfosis. Este es su milagro. Está tranformandose mediante la cultura, enriqueciendo su personalidad, deviniendo más original con cada discurso. Siendo, cada vez más él mismo. Identificándose el estilo y la hombría de bien que lo caracterizan. No tuvo razón, cuando menos no toda la razón, el viejo filósofo Salomón, cuando en el Eclesiastés, reiteró “que nada hay nuevo bajo el sol y que todo es vanidad de vanidades”; la verdad es que la existencia es cambiante, movible, “un divaga como el mar” según la hermosa expresión de Barba Jacob. Todos los días, con el alba, se inicia el génesis. No admitimos el retorno eterno de las cosas; sino, más bien , la vida en espiral ascendente. También la oratoria, como expresión de los hombres, tiene sus edades. La esencia es la misma, idéntica en la finalidad, pero cambia en su forma, los modos de comunicación. Disraeli –nos dice Maurois, en su biografía– varió el tono de sus discursos cuando pasó de la Cámara de los Comunes a la Cámara de los Lores. Es inútil el debate acerca de la forma y el fondo. Ya se ha dicho: la palabra da movimiento a la idea; inquieta y 47
  • 48. exterioriza las emociones y, en fin, pone al ser humano en acción. La oratoria es acción. Dinamismo. Movimiento. Cuando Goethe, sutilmente, en Fausto, corrige a Juan, el de Patmos, y en vez del versículo que señala: “ En el principio era el verbo...” propone: “En el principio era la acción...” realmente, está diciendo lo mismo. El verbo es acción. La palabra es transformación permanente. Alguna vez se dictaminó: el estilo es el hombre. Más justo sería: el hombre es un estilo; cada hombre cumple una conducta. El hombre es su conducta. Gracián señala que cada hombre viene al hombre con un estilo natural. Lo cual es cierto en cuanto llega con una manera de ser, pero, además, el propio Gracián, añade que es susceptible de adquirir un estilo artístico, como fruto de una laboriosa gimnasia espiritual en donde entre en juego la fuerza de la voluntad. Lo mismo recomendó Horacio al señalarnos: ”El esfuerzo renueva el temperamento del artista y lo perfecciona”. Efectivamente, el orador que se respeta, no abandona su preparación cotidiana; vive alerta del pensamiento universal, encudriñando las manifestaciones de la cultura, en todos sus sentidos, adiestrándose en la voz, vigorizándola, para hacerse escuchar sin necesidad de micrófonos, y hablando, improvisando, sobre temas diversos, a fin de que el pensamiento se mantenga ágil, recio, armonioso. Aconseja el maestro Giménez Igualada:” Lo que necesitas, joven orador, que empiezas a orar, Después de revisar las palabras que heredaste, limpiarlas del polvo que con le tiempo acumularon, repara el desgaste que sufrieron, componerle sus roturas, remozarlas, y, una vez aseadas, fecundarlas para hacerlas más ligeras, más aladas, más claras, más hermosas que nunca lo fueron.” El orador, como el poeta, como el maestro, como cualquier artesano que se estime bien, ha de pasar las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, puliendo su alma, sacándole brillo a su palabra. 48
  • 49. Recuerdo ahora un bello libro: Teoría dela palabra, del poeta José López Bermúdez. Es libro excepcional. López Bermúdez fue poeta de altura. No le permitieron los críticos, las mafias, la resonancia debida. Murió sin que los demás le hubieran reconocido su talento, su jerarquía poética. Fue un enamorado de la palabra y sus libros son hermosos de corazón, sabios, luminosos de poesía permanente. He releído sus páginas con emoción. No salgo de ellas igual. Quizá éste sea el distintivo de los libros que, cuando valen, y los leemos, ya no seguimos iguales, algo se ha modificado en el interior y algo ha nacido con nosotros. Igual fenómeno de metamorfosis que se cumple con los discursos. Después de haber oído a un orador no somos idénticos, se transmutan los valores y cambia la perspectiva con que vemos el mundo. Escribió López Bermúdez: “ Porque claramente vemos el impulso vital de cada ser por expresarse. El cristal en su canción de luces; el vegetal, en la fresca palabra del aroma; el animal, en el vivo lenguaje del amor de las bestias. Por eso el escultor, cuando labra el poema de la estatua, expresa el ritmo y el mensaje dormido que la piedra no puede expresar. Indudablemente, hay una lucha oculta por encontrar cada quien su palabra. Sólo la palabra nos da derecho a la existencia. Para mí, hablar es existir. Y existir es hacer de la palabra un arma, un refugio, un cielo vital”. El orador se alimenta con palabras. Amurallado con el verbo, no ambiciona otras riquezas, nos inquieta por otros lujos, no se angustia por otros quehaceres del espíritu. Vive de la palabra, por la palabra, para la palabra. Con la democracia del alma. Hay en la existencia un gesto definitivo, normativo, orientador por excelencia; es cuando un hombre se levanta en medio de una asamblea de hombres libres, y grita: ¡Pido la palabra! Porque en ese momento pone en acción su personalidad, su valor, su entereza, su talento, su honradez, 49
  • 50. su amor a la libertad. ¡Pido la palabra! es le testimonio de la solidaridad humana, la expresión genuina de la ayuda mutua. Glosa el poeta López Bermúdez: “En aquel instante supe que hablar es sacar el alma del suelo al aire, del pensamiento al grito. Y tomar la palabra, es tomar posesión de la vida”. Su maestro –¡con qué devoción habla Bermúdez de él!– aleccionaba: “Sentir la naturaleza y las cosas que en torno de ella giran: un trino, un aroma, un beso, una boca de hijo, una patria y un himno, es una bendición real; sentirla, expresarla y poseerla, son las tres bendiciones del hombre completo. Esto expresó en versos: “Jamás jugué con máquinas o nardos tuve, hijo desde niño, ideas; son ellas mis sonoras herramientas. Con ellas hice mi cielo y mis batallas; trabajo con palabras desde niño. ¡Yo vine coronado de palabras! Budha dejó su testimonio: El hombre muere; pero la vida perdura. López Bermúdez cinceló esta frase: “El hombre desaparece y la palabra queda. Y con ella queda la voz, ¡la libre eternidad del hombre!” y, a su vez, el divino Jesús Urieta, exclamó: ”Polvo que piensa, no vuelve al polvo”, con lo cual quedo sellada la duración perenne de la palabra. Supongamos que el hombre es “ el mono desnudo”, como piensa Morris, tendríamos que admitir que “el eslabón perdido” el salto mágico del mono al hombre, está en le milagro de la palabra; la primer palabra salvó las distancias. El único milagro. Recordemos hoy La tempestad de Shakespeare. El diálogo entre Próspero y Calibán, cuando el maestro le reprocha: 50
  • 51. “–Cuando tú hecho un salvaje, ignorando tu propia significación balbucías como un bruto, doté tu pensamiento de palabras que lo dieron a conocer...” A lo que responde el ingrato Calibán: “–Me habéis enseñado a hablar y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir. ¡Que caiga sobre vos la roja peste por haberme inculcado vuestro lenguaje”! Independientemente que pudo haber tenido razón Calibán si se refería a quienes nos han envenenado con palabras sucias, viles, aborrecibles, el orador sabe, que nadie tiene derecho de maldecir la vida, por la cuantía de sus bienes, de sus bellezas y de sus ternuras... Puede el dolor perseguirnos como tábano enfurecido; puede la miseria cercarnos implacable; puede la angustia transformarnos en un manchón de lágrimas; puede la opresión y el tirano cargarnos con cadenas, siempre habrá tiempo para alabar la belleza del sol, el aroma de la flor, el vuelo pleno de gracia de los pájaros, y, sobre todo, siempre habrá sitio para reconfortarnos con la sonrisa de una mujer, el apretón de manos de un amigo, o la dulzura en los ojos de un niño. Pablo, el de Tarso, nos legó estas palabras en su Segunda Epístola a los Corintios: “Estamos atribulados en todo, más no angustiados; en apuros, más no desesperados; perseguidos más no desamparados; abatidos, más no perecemos”. Yo digo en mi Canto a la vida: “Hay en el pecho un río de frutales que da su sombra a tiempo a los viajeros, lunas de amor para la mano abierta. 51
  • 52. Hay en le pecho un río de miradas que todo ven azul, azul de ensueño, que descubren bondades en las rocas. hay en el pecho un río de palabras que dan los buenos días, buenas noches, No dicen compañero, sino hermano. Porque la vida es buena, están las flores, los pájaros, las fuentes, las auroras, el vientre de los surcos con canciones”. Ciertamente, la vida es bella. Vale la pena vivirla. La vida es pajarera de sorpresas; nidal de aventuras. Como en el título de aquella novela italiana; La vida comienza mañana. El poeta atalaya el porvenir. A veces no puede impedir decir palabras duras contra los explotadores, los negreros, los amos, los tiranos; pero prefiero decir voces de aliento, de ternura, de cariño, de amor a sus hermanos, los hombres. El orador tiene matices en la voz; pero su voz es única, indivisible, permanente. No se confíe demasiado quien menosprecia a los oradores y sólo otorga su confianza a la palabra escrita. Oyen los que no saben leer; oyen los que devoran libros; la palabra penetra, como tirabuzón, y extrae dudas y deja al descubierto el vino de cada quien. Pablo Neruda, escribe al poeta Miguel Hernández, en su Canto general y dice: “Ay, muchacho, en la luz sobrevino la pólvora y tú, con ruiseñor y con fusil, andando bajo la luna y bajo el sol de las batallas.” ¿No te parece lector, que así es el orador, un ruiseñor con fusil? Y así es la palabra, limpia y sencilla como el lirio y 52
  • 53. como el ave, que no ha menester de artificios ni de galas, que cumple el precepto de Cervantes: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”. El orador, simplemente, grita su palabra. Ella castiga a los Juan Haldudo que en el mundo existen. Ella mina los pilares de los palacios. Ella prepara las revoluciones. Ella alimenta el fuego que robó Prometeo de los dioses. Ella es el fuego mismo. 53
  • 54. 4.- ORATORIA: PAISAJE DEL ALMA 54
  • 55. El orador descubre, despierta, en la conciencia de quienes lo escuchan viejas ideas y emociones ya existentes. Los hombres que lo aplauden y están conformes con sus tesis, pensaban lo mismo desde hace muchos años, participan de idénticas pasiones, pero todo esto lo tenían escondido, como la veta de oro permanece, oculta a los extraños, en espera del minero que extraiga su misterio a la luz. Hay un minuto en que parece que el verbo del orador, su encendido acento, su ademán vigoroso, su emoción contagiosa, sacude las conciencias dormidas de los oyentes y, las despierta a la realidad de su hombría: ¡Vamos, les dice, sacudamos la pereza y el miedo! ¡De pie! ¡Hay que ser hombres! y cada individuo se anima y fortalece y principia la lucha por rescatar los valores de su personalidad. Sucede como, si de pronto, un ser gigante, saliera de su cuerpo, como si se liberara de una doble personalidad. Después de un discurso elocuente, el hombre puede variar su destino, permutar sus papeles, comenzar una nueva ruta. Porque hay que repetir siempre, para mantener vigilante la responsabilidad, ¡nadie podrá vaticinar el alcance de las palabras, su influencia, su acción orientadora!. . . El orador, por ello, semeja ser un taumaturgo; hay magia en sus palabras; es el retorno, en sentido figurado, a los brujos. Pueden las palabras afirmar o negar la existencia. Por esto la palabra tiene que ser la palabra meditada, medida, la exacta. No será el mejor discurso el mayormente retórico, sino el más diáfano, el mejor apuntado, como la flecha encaminada a su blanco. Dice el poeta Antonio Machado, al través de Juan de Mairena: “Cuando se ponga de moda el hablar claro, ¡Veremos!, como dicen en Aragón, veremos lo que pasa cuando lo distinguido, lo aristocrático y lo verdaderamente hazañoso sea hacerse comprender de todo el mundo, sin decir demasiadas tonterías. Acaso veamos entonces que son muy 55
  • 56. pocos en el mundo los que pueden hablar, y menos todavía los que logran hacerse oír. Juan de Mairena, con su ironía filosófica, concluye: “Para hablar a muchos no basta ser orador de mitin. Hay que ser, como el Cristo, hijo de Dios.” Los objetores de la oratoria repiten con frecuencia una frase de Alfonso Reyes: “Un discurso tiene que ser como una hoja bien escrita”, dándole así a la palabra escrita preeminencia sobre la palabra hablada. Sin embargo, se podría revertir la idea y declarar, con igual validez, que una página escrita debiera ser como una conversación, devolviéndole a la palabra hablada su categoría exacta. En apoyo de esta sugerencia podríamos citar innúmeros testimonios. Valgan, para el efecto, solamente algunos: “La lengua estilística, señala Martín Alonso, en su magistral obra, Ciencia del lenguaje y arte del estilo, subraya tres características de la expresión: la sinceridad, la claridad y la precisión.” “Escribo como hablo” dice Valdés; Azorín comenta: “El estilo es claro si lleva al instante al oyente a las cosas, sin detenerle en las palabras. Retengamos la máxima fundamental: derechamente de las cosas. Si el estilo explica fielmente y con propiedad lo que siente, es bueno.” La precisión es consecuencia del estilo claro. “La concisión interna lleva enajenada la exactitud del pensamiento y del vocablo. No decir ni más ni menos de lo que uno quiere y con los modos apropiados para el caso. El orador, cuando habla en público, se ha marcado una estrategia. Habla para conseguir una finalidad inmediata; para persuadir, convencer o conmover y, en esta virtud, se ha marcado una táctica adecuada para presentar su tema. Ha formulado un plan, organizado sus argumentos y, en último caso, hasta pensado los ejemplos, imágenes, parábolas, que le pueden ser útiles. Todo esto, sobre la base de su cultura previa, es garantía de éxito. 56
  • 57. Pero no se trata de una página bien escrita que se recita, y hasta se declama, sino de una composición hablada, que se improvisa, dejando campo libre a lo imprevisto, a la manifestación de la subconsciencia, de la inspiración, capaz de revelarse con un destello magnífico. Nadie tiene derecho a pontificar cómo ha de ser el estilo de un orador y cómo ha de hablar o qué debe hablar. El orador tiene dentro de sí una veta inexplorada de oro puro que brotará al calor de su entusiasmo y de su pasión creadora. Hay más, si la estrategia marca la meta justa a que debe desembocar una batalla; la táctica se va formando con las contingencias, y lo imponderable del terreno tanto como de la presencia del azar de la misma lucha. El discurso bien podría sufrir, en el terreno de su proceso, variantes esenciales, imposibles de adivinar, y que, sin embargo, impondrán cambios radicales en cuanto a la forma y, quizá, en cuanto al fondo. Imaginemos una interpelación violenta, una interrupción inesperada, un olvido momentáneo de una palabra, un chiste que parte de las galerías, y, entonces, el orador se ve forzado a modificar el curso de su disertación y salirle al paso al interruptor tratando de ganarle, con mayor ingenio, la partida. Félix Fulgencio Palavicini, el atilado orador de la XXVI Legislatura, en su volumen, Los diputados, relata un buen número de anécdotas en que los oradores, muy brillantes por cierto, tuvieron que salir de apretados casos, recurriendo a golpes oratorios magistrales. Una cosa sí es determinante para el orador: el clima político en el que habla. Si el orador –al fin hombre– vegeta en un régimen de tipo totalitario, no dirá lo que piensa, ni lo que siente, ni lo que cree, sino que recitará, entonces si, el texto de las hojas escritas por sus amos, sus autoridades, sus censores. No dirá con espontaneidad lo que le gustaría decir, sino aquello que le han impuesto a su conciencia. Estos recitadores de un monólogo impuesto, son autómatas, robots trágicos del verbo. 57
  • 58. Con razón grita Horacio Zuñiga, en su libro, Verbo pereginante: “¡Sí! No hay que olvidar jamás, ¡Oh paladines del pensamiento armonioso y la conciencia sonora!, no hay que olvidar jamás que tras la silueta del más insigne de los oradores, Demóstenes, se yurgue un símbolo sublime: ¡La Patria! y surge un resplandor inmenso, ¡La Libertad!” Estampó Michelet esta frase: “La elocuencia es el termómetro de la libertas” y Gambetta esta definición: “Sólo están mudos los hombres y los pueblos esclavos.” Y el propio Horacio Zuñiga concluye: “Tenemos que aceptar que el orador, en ciertos momentos, es el índice supremo de las libertades públicas, el exponente máximo del progreso político y social y el grito por excelencia de las conciencias manumitidas, que pueden proclamar y proclaman –bella y vehementemente–el glorioso mensaje de la emancipación material y espiritual.” Porque la libertad es una función vital impostergable, por ello, el orador está expresando el atributo cardinal de su hombría cuando pierde su libertad; lo que equivale, en otra forma, a decir que el hombre que no habla, que no es capaz de enfrentarse a un público y decir en voz alta lo que piensa, con el calor humano, con el entusiasmo vital necesarios, no ha logrado la integración cabal de su hombría. El filósofo Oxiacán advirtió la presencia de palabras ciegas y palabras videntes. Diríamos que hay palabras que esconden el rostro, que no dan la cara tras de vistosas máscaras, cuando lo deseable, lo valiente, es que las palabras actúen desnudas de afeites, tal como son, afrontando el peligro y la responsabilidad, exponiéndose a las precisas consecuencias. De otro modo, la oratoria degeneraría en juego de abalorios, de rompe cabezas, de crucigramas, de acertijos, oratoria en clave, criptogramas para expertos, como lo es buena parte de la literatura contemporánea la que, ciertamente, con su invención de un nuevo lenguaje –a veces nacido y crecido entre la cloaca, en los vertederos sociales–, no es traducible sino para un contado número de adeptos, de 58
  • 59. igual modo que el “caliche”, lenguaje de los reclusos y los maleantes, sólo es medio de comunicación entre los rufianes. Pero, la máscara esconde, con frecuencia la cobardía del orador o su complicidad con los explotadores. ¡Cuántas veces no hemos sentido el impulso de gritarles: abajo las máscaras, muéstrense tal y como son, mercaderes del verbo, traficantes de las doctrinas, usureros de la justicia, salteadores de la libertad!... El orador, a la sombra de su propia estimación y en consonancia con el respeto que se tiene y la fidelidad a su decoro personal, tiene que reiterarse la fórmula del poeta Juan Ramón Jiménez: cuando expresa su deseo por una poesía pura, desnuda, sin afeites, suya para siempre. Algunos auditorios no son libres, están encadenados; pero en el fondo están hambrientos de palabras libres; necesitan que alguien los anime, los exalte, los empuje hacia la acción libertadora y el verbo, entonces, se ilumina como una flama en mitad de la oscuridad de sus conciencias. ¿Hasta qué punto, nos preguntamos, a tenido culpa el orador que ha predicado la guerra y la violencia, el odio y la ambición de poder? Los hijos de la ira, los coléricos, los arrebatados, los vengadores, son quienes arman las manos de los poderosos, justifican con palabras hermosas y elocuentes los abusos del poder; han engañado al pueblo; le han inculcado actitud de sumisión y de apatía, frente a los atropellos de culto a los patrones, a los amos, a los gobernantes. Por eso el maestro Giménez Igualada ruega a sus jóvenes oradores que cuiden la mira de sus palabras y denuncia a los corruptores. Las cortes tuvieron sus bufones. Los dictadores usan del verbo y de los oradores a sueldo. El orfebre Jaime Torres Bodet ha declarado sobre la relación entre la libertad y el artista, en memorable pieza oratoria, discurso que denomino, El escritor en su libertad, “¿Como trazar esa línea abstracta, ecuador que separaría el hemisferio de la belleza, del hemisferio social y económico 59
  • 60. de los hombres? En le panorama de las meras suposiciones, cabe idear a un artista libre de producir como le plugiese, pero no lo que plugiese, al amparo de un régimen que, dejándolo elaborar su estilo, no le dejase actuar –en las otras cosas– como interprete fiel de su voluntad. Reducido –si mi afición fuese la pintura– a no pintar sino naturalezas muertas y retratos de niños de cuatro años, encontraría, aún así, maneras de escapar a la esclavitud de esos temas y demostraría su libertad interior escogiendo tal perspectiva en lugar de otra, ese color en lugar de aquel, o esta luz suntuosa, cálida, veraniega, y no la luz invernal y gris en que otros espíritus se complacen.” ¿No es esto lo que ha sucedido a escritores agotados en clima social de opresión y dictadura? ¿ No es esta la biografía de los novelistas condenados en el territorio de la URSS, por exceso de libertad? Difícil se imagina un orador en estas circunstancias; el verbo requiere el uso sin restricciones, el empleo de sus alas. Verdad, que hay oradores panegiristas de los tiranos; pero sus argumentos, en favor del orden, de la paz de la tranquilidad, ha sido, con el tiempo, como el tamo que arrebata el viento. Por lo demás, no es cierto que un mal discurso engañe al pueblo. Se puede abusar de la palabra una, diez, tal vez cien veces, pero la palabra, tarde o temprano romperá las cadenas, saldrá de la crisálida y, volará tal como es con libertad y alegría. El verbo emerge a la luz con igual ímpetu que lo hace la rama que rompe el duro terrón que la oprime, para salir arañado al espacio y manifestarse con toda la amplitud de su fiesta de verdes. Nada hay más patético que la historia de la censura en el mundo; nada más esplendoroso que los mil y un recursos que han inventado los hombres para burlar la vigilancia y la mordaza. Confirma el poeta Torres Bodet este imperativo: “Pero en este caso del escritor no es ni siquiera preciso que el hombre quiera. Las palabras quieren por él y lo arrastran a un 60
  • 61. automatismo expresivo que regocijará a los psiquiatras; o aguza él su talento en el dominio de las palabras y entonces lo compromete, no le subconsciente, sino lo más vigilante y lo más hondo de su persona: el reconocimiento de su albedrío”. El orador vive la filo de las navajas, en periodos de dictadura. Le secuestran el verbo, vale decir, el alma. Mientras tanto, sufre y se abstiene; conoce de las cárceles. Presiente que el dictador estima, como un tesoro raro, el valor de su lengua. Sabe que le valor de la lengua de los oradores libres –¡Belisario Dominguez!– es ornato en estuche de terciopelo. El orador vigila. Es atalaya. Es la historia universal, él abre surco, descubre el horizonte. Antes de la revolución violenta, está la revolución de las arengas; después, el rifle pide la palabra, como el verso de Mayakovski. A tiempo se decide el orador. Las dos puertas se le ofrecen. La puerta ancha, con sus lujos, placeres, dinero, vanidad... y la puerta estrecha, con la severidad de las noches de estudio, a la luz de la lámpara encendida, con sus privaciones y el riesgo de que los tiranos le corten la palabra. El orador es el heraldo de la libertad. En etapas de crisis política aparece uno, impreca a los déspotas, exalta a los menesterosos y procrea rebeldes. Y, ciertamente, no sólo es eficaz instrumento de la libertad en época de supresión de derechos, también lo es en la paz, cuando se impone el impulso a una cruzada laica, cuando hay que ir al rescate del sepulcro de don Quijote. Como está época triste que vivimos. Epoca oscura, gris, sin luz propia; época en que se arrastra, desnudo de alegrías y de nobles propósitos, un hombre débil, mediocre, hábil en le manejo de las máquinas, ducho en computadoras, en técnica, en manuales científicos –ni siquiera en ciencias–, con el alma encogida, maltrecha, tartamuda, gritando su materialismo, contaminado espiritualmente, títere de la praxis 61
  • 62. –palabra que lo llena todo–, con un lenguaje procaz en literatura, divorciado del pueblo, confinado en círculos de seres raros, visionudos, fantoches... muñecos de paja; pues sí en este tiempo melancólico, en que para disimular su vaciedad multiplican sus ruidos, las disonancias, el escándalo estruendoso, los golpes desaforados de los instrumentos de percusión, en está época nostálgica, ayuna de romanticismo, de sentimientos sencillos, puros, de vuelta al pueblo; ¡hacen falta oradores! ¡Que venga una legión de oradores a la plaza pública! ¡Que se escuchen los verbos de descontento, de protesta, de rebeldía! ¡Que se encienda la guerra civil contra los muertos tecnócratas y se cante el retorno del humanitarismo vivo!... Herbert Read, distinguió dos conceptos esenciales: la libertad y las libertades. La libertad es –ya se ha dicho– una función vital impostergable; las libertades son existenciales, de origen y alcance estrictamente político. La libertad de trabajo, la libertad de imprenta, la libertad de transito, etc., así, la libertad es una, esencial, y las libertades son muchas, existenciales. Esto, tan bien analizado en la obra, Anarquía y Orden, incumbe a los oradores. Ellos son los defensores de la libertad y los propugnadores de las libertades, en cada gajo de la historia universal. Por la palabra seremos libres. Por la palabra recuperará el hombre su natural jerarquía, su dimensión integra. Porque no se trata de aspirar a un super-hombre sino de propiciar la esencia del Hombre. El campo está enfrente de los oradores, particularmente del os oradores jóvenes. No faltan motivos para que entren en acción los jóvenes rebeldes. Declaremos que no hay “rebeldes sin causa”; sino infinidad de causas que están clamando por la actividad de los jóvenes rebeldes. 62
  • 63. La lucha por la libertad y por la justicia, no han concluido. Apenas se inicia. Herbert Read hace esta cita en Bakunin: “Cuando hablamos de justicia no nos referimos al contenido de los códigos y edictos de la jurisprudencia romana, fundada en su mayor parte en actos de violencia, consagrada por el tiempo y la bendición de alguna iglesia, pagana o cristiana, y como tal aceptada como principio absoluto del cual puede deducirse el resto bastante lógicamente; nos referimos más bien a esa justicia basada tan sólo en la conciencia de la humanidad, que está presente en cada uno de nosotros, aun en la de los niños, y que se traduce llanamente por igualdad. Esta justicia que es universal, pero que, merced al abuso de la fuerza y a las influencias religiosas, jamás se ha impuesto aún, en le mundo político ni en el jurídico ni en el económico, este sentido universal de la justicia debe convertirse en base del mundo nuevo. Sin él no habrá libertad, ni república, ni prosperidad, ni paz.” Soñemos en cada orador joven se transformará, vigorosamente, en un justiciero; en un adalid de la justicia. 63