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SCOTT C. ANDERSON
John F. Cryan y Ted Dinan
LA REVOLUCIÓN
PSICOBIÓTICA
La nueva ciencia de la conexión
entre el intestino y el cerebro
NOTA A LOS LECTORES
Este libro se basa en investigaciones y en la experiencia profesional de los autores. Se
ofrece al público en el bien entendido de que no se pretende que sea un consultorio
médico o de otro tipo para el lector individual. Este no ha de usar la información que la
obra contiene como sustituto del consejo de un profesional médico autorizado. El lector
debe consultar con su profesional médico autorizado antes de usar los probióticos que
se describen en este libro.
Hasta donde sabemos, la información que se proporciona es exacta en el momento de
la publicación de la obra.
Autores y editor renuncian a cualquier tipo de responsabilidad en relación con
cualquier pérdida, lesión o daño producido directa o indirectamente por el uso de este
libro.
La mención de productos, compañías u organizaciones específicos no implica que los
autores y el editor de esta obra avalen dichos productos, compañías u organizaciones.
PREFACIO
¿Controlan las bacterias nuestro cerebro? ¡Parece absurdo! Las bacterias son tan
ridículamente diminutas que mil de ellas cabrían dentro de una única célula humana. Y,
sin embargo, parece como si tuvieran superpoderes. Las bacterias carnívoras pueden
eliminar a un ser humano en cuestión de pocos días. La peste negra acabó con
civilizaciones enteras. ¿Acaso estos seres primitivos podrían tomar las riendas de
nuestra mente, tan exquisitamente evolucionada? La respuesta es sí. De la misma
manera que los científicos averiguan cada día más cosas acerca de los billones de
microbios que viven en nuestro interior, también están descubriendo que, en realidad,
algunos de estos microbios pueden tomar posesión de nuestra mente, controlar
nuestros gustos y alterar nuestro estado de ánimo.
En 2004 monté un laboratorio para una compañía en Ohio y empecé a diseñar y
analizar experimentos animales sobre problemas gastrointestinales (GI) como la colitis.
Leí muchísima literatura científica acerca de las relaciones entre la salud y las
enfermedades del tubo digestivo. En dichos estudios siempre se mencionaba una
asociación entre la salud intestinal y la salud mental. Cuando me centré en los artículos
sobre bacterias intestinales que tenían una perspectiva psicológica, supe del trabajo de
Ted Dinan y John Cryan, dos de los principales investigadores en este campo. De hecho,
fueron ellos los que acuñaron el nuevo término para dar nombre a los microbios que
pueden mejorar nuestro estado de ánimo: psicobióticos. Estos microbios son actores
principales en el eje tubo digestivo-cerebro: la comunicación entre nuestros intestinos y
nuestra mente.
Descubrí pronto lo increíblemente productivos que son Cryan y Dinan: solo en esta
década, han escrito conjuntamente más de cuatrocientos artículos revisados por iguales.
John Cryan es catedrático de Anatomía y Neurociencia, y Ted Dinan es director del
departamento de Psiquiatría, ambos en la Escuela Universitaria de Cork (UCC), Irlanda.
Los dos son investigadores principales en el APC Microbiome Institute, de la UCC,
donde gestionan un equipo de investigadores jóvenes y brillantes que han acudido de
todo el mundo para unirse a ellos en esta investigación puntera.
Cryan y Dinan encabezan una revolución que cambia por completo antiguas
doctrinas de casi todas las ramas de la biología, y que puede tener efectos sustanciales
sobre las decisiones que tomemos para permanecer sanos y para tratar las
enfermedades. Cuando decidí escribir un libro sobre los psicobióticos, sabía quiénes
serían mis guías. Me puse en contacto con los doctores mediante Skype, e iniciamos un
diálogo que en último término condujo a una deliciosa cena a base de pescado y
champán en Cork…, y a la obra que ahora está leyendo.
En este libro, yo seré el narrador primario. Mientras guío al lector a través de la
biología básica, John Cryan y Ted Dinan le introducirán a sus laboratorios. Cuando sean
ellos los que queden a cargo de la narración, esta tendrá el siguiente aspecto:
En neurociencia y medicina, estamos condicionados a pensar únicamente en lo que ocurre por encima del
cuello en términos de la regulación de nuestras emociones, pero esto está cambiando. La investigación, incluida
la que llevamos a cabo nosotros en el APC Microbiome Institute de la UCC, está volviendo literalmente del
revés este concepto. Estamos empezando a darnos cuenta cabal de la importancia que la función digestiva y los
alimentos que comemos tienen sobre nuestro bienestar mental.
Son Cryan y Dinan los que hablan. El lector oirá sus voces continuamente, cuando le
den vida a su investigación. En algunos casos, citarán directamente sus investigaciones
publicadas; en otros, comentarán trabajos prometedores en este campo. Sus teorías
psicobióticas impregnan el libro, como lo hacen las teorías de docenas de otros
investigadores que han estado encontrando una conexión similar entre los microbios
del tubo digestivo y el cerebro. Cryan y Dinan han revisado pacientemente todo el libro;
ha sido una colaboración maravillosa que todos esperamos que les proporcione a
nuestros lectores el mejor estado de ánimo posible.
SCOTT C. ANDERSON
1
CONOZCAMOS NUESTROS MICROBIOS
Si los microbios controlan el cerebro, entonces los microbios lo controlan todo.
JOHN F. CRYAN
Los microbios nos rodean y nos bañan. Estamos en una grave desventaja numérica
frente a ellos. Una única bacteria, si tuviera suficiente alimento, podría multiplicarse
hasta que sus hermanas alcanzaran la masa de la Tierra al cabo de solo dos días. Esta es
una buena prueba de sus superpoderes: son excelentes a la hora de reproducirse.
También son unas libertinas cuando deben cruzarse entre ellas y no se detienen cuando
se trata de intercambiar genes con quienquiera que se encuentre cerca. Son tan
promiscuas que los biólogos ni siquiera pueden identificar positivamente a muchas de
ellas. Su ADN está acribillado con genes que se han tomado prestados de otras especies,
incluso de otros reinos de la vida. Si se les aplica antibióticos, quizá solo dependan de
un virus que pase por allí para apropiarse de un útil gen de resistencia a estos. Pueden
mutar cada veinte minutos, mientras que los humanos intentan contraatacar con
puestas al día evolutivas y genéticas que se producen cada diez mil años,
aproximadamente. Son dinamos genéticas que no paran de dar vueltas a nuestro
alrededor.
Por suerte, la vida tiende a inclinarse hacia la cooperación y a formar alianzas
gustosamente para promover una causa común. Presumiblemente, esta es la razón por
la que nuestro planeta está revestido de materia viva. Y este es el motivo por el que,
hace algunos millones de años, bacterias y animales sellaron un trato. A cambio de un
lecho húmedo y un bufete cálido, bacterias beneficiosas se encargaron de la tarea de
defendernos de los patógenos del mundo, que proliferaban alocadamente. Se necesita
un germen para luchar contra un germen.
De manera que, en la actualidad, en nuestro tubo digestivo se hospedan billones de
bacterias. Están en línea las veinticuatro horas, los siete días de la semana. Se las tienen
con los microbios malignos e incluso nos ayudan desde el punto de vista nutricional al
producir vitaminas y extraer las últimas calorías de cada mota de fibra. Cuando todo
funciona perfectamente, no prestamos atención a nuestro tubo digestivo. Al igual que
nuestro corazón y nuestro hígado, es mejor si estas cosas funcionan con piloto
automático. Nuestra mente consciente está demasiado atareada intentando encontrar
las llaves de casa (que siempre perdemos) como para confiar en que haga funcionar
estos órganos fundamentales. La naturaleza nos ha construido un aparato
gastrointestinal (GI) que puede operar con completa independencia de nuestro
distraído cerebro. En realidad, nuestro tubo digestivo tiene un cerebro propio, para
eximirnos de estos detalles gastronómicos domésticos…, al menos hasta que las cosas se
tuercen.
NUESTRA MICROBIOTA
La comunidad de microbios que viven en nuestro tubo digestivo (lo que se conoce como
microbiota) es como otro órgano de nuestro cuerpo. Es un alienígena inquieto que vive
en nuestro interior, que fermenta nuestra comida y que nos protege celosamente contra
los intrusos. Es un órgano completamente insólito se mire como se mire, pero lo es
todavía más porque su composición cambia con cada comida.
Y no está hecha solo de bacterias. Nuestra microbiota es también el hogar de viejos
seres vivos relacionados con los seres de intensos colores que tiñen los manantiales
termales, los llamados arqueas. Incluye los reyes de la fermentación, las levaduras.
Alberga protozoos, unicelulares y nadadores, siempre a la caza. También comprende un
número incluso más descabellado de virus: unos diminutos parientes de las bacterias,
como estas lo son de las células humanas. Nuestra microbiota intestinal es
espectacularmente cosmopolita, por lo que su estudio es una tarea muy compleja.
Nuestra microbiota se comunica directamente con nuestro segundo cerebro. Es un
concepto con el que Michael Gershon, ya en 1998, se refería a la red de nervios que
rodean nuestro tubo digestivo. Un buen conjunto de microbios anima a este segundo
cerebro a que el festín continúe. Para la buena salud, incluida la mental, la comida que
ingerimos ha de ser buena para nosotros y para nuestra microbiota.
Nuestro tubo digestivo alberga una sorprendente variedad de seres vivos, entre los que hay protozoos, hongos,
bacterias y virus (que aquí se muestran con un fragmento de fibra).
Este libro nos ayudará a elegir más adecuadamente, porque aprenderemos qué
alimentos son mejores para nuestra microbiota, incluidos lo que ahora llamamos
psicobióticos.
En 2013, definimos un psicobiótico como un organismo vivo que, cuando se ingiere en cantidades adecuadas,
produce un beneficio para la salud en pacientes que padecen una enfermedad psiquiátrica. Como una clase de
probióticos, dichas bacterias son capaces de producir y emitir sustancias neuroactivas tales como ácido
gamma-aminobutírico y serotonina, que actúan sobre el eje cerebro-tubo digestivo. La evaluación preclínica en
roedores sugiere que determinados psicobióticos poseen actividad antidepresiva o reductora de la ansiedad.
Los efectos pueden ser mediados a través del nervio vago, la médula espinal o sistemas neuroendocrinos.1
Recientemente, hemos sugerido la ampliación del concepto de psicobiótico para incluir los prebióticos: la
fibra que actúa como alimento para los psicobióticos.2
Nuestra microbiota no es una gran habladora, pero se hace oír. Puede hacer que nos
sintamos mejor si la alimentamos con lo que quiere, y puede hacer que nos sintamos
fatal si no lo hacemos. Una manera es mediante los antojos. Podemos notar que tenemos
simplemente una predilección personal por determinados dulces, pero quizá no sea una
cosa nuestra en absoluto. Puede ser simplemente un canto de sirena procedente de un
órgano ajeno que vive en nuestro intestino. Una parte de nuestra microbiota pide
turrón, y otra demanda chocolate. Ambas nos guían (utilizando técnicas que
comentaremos en este libro) hasta una barrita de chocolate. Poco después de comerla,
nuestra microbiota libera azúcares y ácidos grasos, lo que levanta considerablemente
nuestro ánimo. Por lo que parece, nuestros antojos podrían pertenecer más al segundo
cerebro (el de nuestro tubo digestivo) que al que hay en nuestra cabeza. ¿Quién dirige
realmente el cotarro?
Asimismo, nuestra microbiota puede afectar a nuestro humor. Tomemos un caso
evidente como una intoxicación alimentaria. Nuestra microbiota reconoce los intrusos
patógenos y empieza a atacarlos. Procura que pasen hambre o bien intenta
envenenarlos, y (muy importante) alerta a nuestro sistema inmune o inmunitario. A
todo tren, ese segundo cerebro se prepara para purgar nuestro sistema. Nos envía una
repentina advertencia para que encontremos un lavabo cuanto antes. Llegados a este
punto, nuestro estado de ánimo es de una ansiedad aguda. Imagine ahora el lector que
esto sucede un día tras otro. Es lo que ocurre cuando tenemos una inflamación crónica,
causada a menudo por una brecha en nuestras defensas microbióticas. La ansiedad y la
depresión pueden convertirse en un compañero constante.
La naturaleza nos ha programado para sentirnos decaídos cuando tenemos una
infección. Se conoce como comportamiento de enfermedad. Ya conocemos la sensación:
«Déjame tranquilo, pero tápame y tráeme un caldo». Tiene sentido, porque conserva
nuestra energía para luchar contra el bicho. Sin embargo, desde un punto de vista
evolutivo, también funciona para nuestros compañeros de piso, que se beneficiarán
cuando nos retiremos a nuestro espacio propio y tranquilo, y dejemos de extender el
contagio.
Si se soporta durante un periodo largo, el comportamiento de enfermedad se conoce
como depresión. En función de los niveles de inflamación, podemos padecer periodos
alternos de depresión y ansiedad. Podemos pensar que estas enfermedades son
estrictamente un problema cerebral. Pero, en realidad, hay dos cerebros implicados, así
como una o dos glándulas.
La enfermedad es una de las maneras nada sutiles en que nuestra microbiota es capaz
de influir sobre nuestro estado de ánimo. Puede resultar un duro golpe para el ego,
pero no estamos solos en nuestro cuerpo. Ahora mismo, nuestra microbiota está
haciendo planes en relación con nuestro futuro. Mediante la manipulación de nuestros
antojos y nuestro humor, controla nuestro comportamiento.
Este libro explora la sorprendente conexión tubo digestivo-cerebro y nos muestra
cómo obtener ventajas de ella. Ahora mismo nuestro tubo digestivo puede estar al
mando, pero nunca es demasiado tarde para reacondicionarlo. Recuerde el lector que
nuestra microbiota se renueva cada hora, aproximadamente. La tasa de renovación es
enorme, y podemos desviarla con algunos trucos asombrosamente sencillos.
Hemos dejado que nuestro tubo digestivo haga funcionar nuestra vida durante
demasiado tiempo. Ya es hora de que intervengamos. Mostraremos al lector cómo
volver al asiento del conductor.
¿ACASO ESTE LIBRO SERÁ DEPRIMENTE?
¡No, exactamente lo contrario! Aquí encontraremos cómo los psicobióticos pueden
ayudarnos a llevar una vida más feliz y más sana. Aunque el lector no sufra depresión
ni ansiedad, esta alucinante investigación demuestra que un tubo digestivo mejor
equilibrado puede mejorar el estado de ánimo de cualquiera. Incluso puede mejorar
nuestra manera de pensar y aumentar nuestra memoria. Lejos de ser deprimente, este es
un relato inspirador que puede ayudar a millones de personas afectadas por la
depresión o la ansiedad.
Desde luego, hay más de una manera de sentirse deprimido: la pérdida de un ser
querido u otros traumas psíquicos nos pueden deprimir. A primera vista,
acontecimientos externos de este tipo no parecen relacionados con nuestra microbiota
intestinal, e inicialmente no suelen estarlo. Pero la conexión tubo digestivo-cerebro es
una calle de dos direcciones. La desesperación, la ansiedad y la depresión pueden
provocar cambios negativos en nuestra microbiota, denominados disbiosis. Dicha
disrupción puede generar ansiedad y depresión. Crea lo que la mayor parte de la vida
intenta evitar a toda costa: un circuito recurrente positivo, también conocido como
círculo vicioso.
Hoy en día, sufrimos una epidemia de depresión sin una causa externa evidente.
Padecemos también una epidemia de problemas digestivos. Ambas se encuentran
estrechamente asociadas: un fenómeno llamado comorbilidad. Las investigaciones
continúan revelando conexiones entre la salud gastrointestinal y otras enfermedades,
tanto mentales como físicas. La depresión acompaña muchas de estas enfermedades,
entre ellas el párkinson, el alzhéimer, el síndrome del intestino irritable (SII), la
enfermedad inflamatoria intestinal (EII), la obesidad, la psoriasis, la artritis, la esclerosis
múltiple (EM), el autismo y muchas más. Dichas enfermedades empiezan a veces con
depresión o ansiedad…, y a veces terminan con ellas.
Nuestras investigaciones han demostrado que es como Downton Abbey:*
tenemos dos comunidades que viven
juntas en una única casa. Se necesitan mutuamente para sobrevivir, pero van por ahí ignorándose más o
menos. Solo cuando las cosas van mal en la planta baja, tiene lugar el drama real en el piso de arriba.
Las investigaciones siguen revelando conexiones entre enfermedades digestivas y
cerebrales aparentemente no relacionadas. ¿Qué tienen que ver enfermedades cutáneas
como la psoriasis y el eccema con problemas cerebrales como la esclerosis múltiple
(EM)? La sorprendente conexión es la microbiota intestinal. Incluso condiciones en
apariencia intratables, como el autismo, pueden mejorar con psicobióticos. Los vínculos
sociales normales pueden depender de un tubo digestivo sano.
Resulta interesante que se pueda inducir depresión con una minúscula cantidad de la
pared celular de un patógeno. Esa guerra bacteriana hace tanto tiempo que tiene lugar
que nuestros antepasados evolucionaron genes para habérselas directamente con ella.
Nuestro sistema inmune puede detectar estas moléculas bacterianas a niveles muy
bajos. Esto forma parte de nuestro sistema inmune innato, y no necesita ningún tipo de
adiestramiento. Solo reacciona, y lo hace con celeridad.
Sin embargo, poseemos otro sistema inmune que es más sutil y que necesita
adiestramiento: nuestro sistema inmune adaptativo es muy complejo. Este sistema
adaptativo (que trabaja estrechamente con nuestra microbiota) puede protegernos
frente a patógenos que nunca ha visto. Es una hazaña realmente notable. Pero no es
perfecto, y puede infligir algún daño colateral grave. En este libro, el lector aprenderá a
ajustar su sistema adaptativo para poder enfrentarse con los fuegos de la inflamación.
Nuestros genes contienen el programa de todas las proteínas que constituyen nuestro
cuerpo. Algunas enfermedades genéticas, como la anemia falciforme o la enfermedad
de Huntington, son inevitablemente progresivas y difíciles o imposibles de tratar. Sin
embargo, otras muchas enfermedades con un componente genético, como el cáncer, el
autismo o la esquizofrenia, se puede modificar. El tratamiento se inicia con nuestros
genes microbianos, que sobrepasan en número a nuestros genes humanos en una
sorprendente relación de cien a uno. Resulta un poco humillante, pero, para un
observador externo, somos un organismo híbrido que, desde el punto de vista genético,
solo es humano en un 1 %.
Esta abundancia genética responde a la rica diversidad de microbios en nuestro tubo
digestivo, constituida por miles de especies, cada una de ellas con un acervo único de
genes. Debido a que estas poblaciones microbianas pueden cambiar de una comida a la
siguiente (y porque poseemos control sobre dichas comidas), la madre naturaleza nos
ha proporcionado la forma de ajustar nuestro acervo génico. Este libro mostrará al
lector cómo hacer que la naturaleza esté de nuestra parte, de manera sencilla y segura.
MARAVILLAS MICROBIÓTICAS
La ciencia de la conexión tubo digestivo-cerebro suele ser contraria al sentido común y
está llena de sorpresas. El lector descubrirá docenas de conexiones tubo digestivo-
cerebro completamente inesperadas. Por ejemplo:
 Los bebés necesitan las bacterias del tubo digestivo para desarrollarse
adecuadamente. Estudios en los que se cría a ratoncillos en un ambiente libre de
gérmenes han demostrado que son más ansiosos y presentan determinados déficits
cognitivos. Para desarrollar las conexiones adecuadas, el cerebro necesita microbios
intestinales para estar sano y equilibrado, y esto ha de establecerse en fecha temprana.
Si se proporcionan demasiado tarde, los microbios no pueden invertir el efecto.
 Nuestro tubo digestivo puede actuar como una fábrica de cerveza y dejarnos
borrachos. Durante mucho tiempo, pareció algo increíble. De hecho, se sospechaba que
las víctimas bebían alcohol a escondidas. Finalmente, los científicos encontraron
levaduras que podían crecer en el intestino delgado y producir suficiente alcohol para
dejar piripis a los pacientes. Esta fue una conexión tubo digestivo-cerebro inesperada
que se curó con antifúngicos y que puso fin a una resaca continua.
 Hay bacterias que viven dentro de los tejidos de nuestras hortalizas. Lavarlas solo
deja limpia la superficie. Por fortuna, en su mayoría, estos microbios parecen benignos
o incluso beneficiosos, pero esto solo plantea una pregunta para el movimiento que
aboga por la ingesta de los alimentos crudos: ¿cómo afectan estos microbios a nuestra
mente?
 Hay microbios increíbles que hacen que los animales hagan cosas que son
peligrosas o incluso letales. Un microbio del género Toxoplasma puede hacer que los
ratones se sientan excitados por la orina de gato. Es una estrategia vital tremenda para
el ratón, que funciona bien para los microbios: con este repugnante truco mental,
conseguirán encontrar, de manera inevitable, su camino hasta el interior de un gato.
Una vez allí, el toxoplasma puede completar su perverso ciclo biológico.
 Solo el 1 % de nuestros genes son humanos, y son relativamente estables. Sin
embargo, nuestros genes microbianos (el otro 99 %) se hallan en un flujo constante. Si se
mide en función de nuestros genes, somos un organismo diferente cada mañana.
 ¿Acaso nuestra civilización está construida en realidad para beneficio de los
microbios? La gente feliz tiende a ser más social, y cuanto más sociales seamos, más
probabilidades tienen nuestros microbios de intercambiarse y propagarse.
¿Cómo es posible que unos simples microbios realicen tan impresionantes hazañas?
Puede tener algo que ver con el hecho sorprendente de que estos modestos organismos
hablan el mismo lenguaje que nuestras células cerebrales, enormemente evolucionadas.
En nuestros estudios, hemos averiguado que muchas bacterias son capaces de producir algunos de los
neurotransmisores más importantes del cerebro humano, como serotonina, dopamina y AGAB.*
No pensamos
que estos neurotransmisores bacterianos vayan directamente al cerebro humano, pero sí que creemos que
dichas bacterias son capaces de producir sustancias que impactan sobre nuestra función cerebral a través del
nervio vago, que conecta directamente con el cerebro.
LA BUENA SALUD DEPENDE DE BIOFILMS SALUDABLES
Cuando subestimamos a estos diminutos organismos, corremos un riesgo. De hecho, las
denominadas bacterias unicelulares pueden formar grandes complejos parecidos a
ciudades compuestos por varias especies diferentes que viven armoniosamente en un
biofilm. Parece exótico, pero pisamos biofilms cada vez que caminamos sobre una roca
cubierta de líquenes. Los biofilms que hay en y sobre nuestro cuerpo están
emparentados con los líquenes, y comparten sus características de resiliencia y
solidaridad.
Los biofilms son maravillosamente complejos. Poseen poros para bombear nutrientes,
que actúan como un sistema circulatorio básico. Mantienen un revestimiento protector
(una piel primitiva) que conserva el agua en su interior. Las diversas especies se
comunican entre sí, empleando moléculas que emiten señales, entre ellas
neurotransmisores. Concentran enzimas digestivos, creando así un sistema alimentario
rudimentario. En este punto, los microbios ya no son en realidad unicelulares;
esencialmente se han convertido en un organismo multicelular y resistente.
Estos biofilms se encuentran en todas partes, desde nuestra boca a nuestro ano. En la
boca los conocemos como placa. En nuestro intestino, un biofilm patógeno podría
hallarse detrás de la enfermedad de Crohn. Estos biofilms son inevitables. Por suerte,
podemos hacer que trabajen para nosotros. Podemos extender un biofilm por el tubo
digestivo que sea un defensor nuestro de lo más fiel, un firme adversario de los
patógenos. Adecuadamente establecido, un biofilm compatible puede llevar a toda una
vida de felicidad gastronómica, aligerada de la inflamación y de sus compañeros
frecuentes, la depresión y la ansiedad.
La microbiota desequilibrada y que provoca una respuesta inmune se denomina
disbiótica. Puede provocar inflamación, que contribuye de manera significativa a la
depresión y la ansiedad. Todavía peor: es un predictor importante del deterioro mental,
lo que hace que la disbiosis sea fundamental para todos, con independencia del estado
de ánimo. La depresión se asocia con la atrofia cerebral. De modo que nuestra
depresión no solo nos complica la vida hoy, sino que puede tener efectos peores a largo
plazo. Mostraremos al lector cómo reducir la inflamación basada en el tubo digestivo:
una manera de recuperar la salud, tanto física como mental.
¿Cómo sabemos que los microbios pueden controlar el estado de ánimo? Buena parte
de este conocimiento procede de estudios con animales (es el tipo de prueba que se
presentará mayoritariamente en este libro). Se trata de investigación médica de
vanguardia. Sin embargo, a medida que empiezan a realizarse estudios en humanos,
muchos de los hallazgos en animales se confirman.
En nuestro laboratorio, fuimos capaces de demostrar que podíamos transferir «la melancolía» con microbios
intestinales. Transferimos materia fecal procedente de pacientes humanos con fuerte depresión a ratas y
constatamos que estas, a diferencia de las ratas de control, también se deprimían. El estado de ánimo no solo
era transferible mediante microbios fecales, sino desde humanos a ratas, lo que demostraba que los efectos
psicobióticos son, en cierta medida, independientes de las especies.
Esto sugiere que una determinada microbiota puede afectar a los estados de ánimo. De modo que, si el lector
ha de recibir un trasplante fecal, además de hacer que diagnostiquen al donante por si tiene alguna
enfermedad infecciosa, podría querer obtener un buen perfil psicológico de este, por si acaso.3
En otro estudio con hombres adultos sanos, los resultados tuvieron algunos efectos
inesperados en relación con la mente.
Administramos a sujetos macho algunas bacterias psicobióticas, y se volvieron menos ansiosos. El efecto fue lo
bastante grande para que percibieran menos estrés. A estos hombres sanos se les sometió también a un test de
inteligencia. Encontramos una mejora significativa desde el punto de vista estadístico en la función cognitiva,
en particular en la memoria. Se trataba de un estudio en el que conseguimos encontrar en los humanos
exactamente lo mismo que habíamos encontrado en animales.
Esto establece un puente maravilloso entre ratones y hombres, pero nadie espera que
todos los estudios en roedores se apliquen directamente a los humanos. Hay muchas
diferencias, aunque a todos nos guste el queso. Algunas bacterias comunes en los
ratones rara vez se ven en los humanos (y viceversa). Sin embargo, al menos como
prueba de principio, la conexión es prometedora. Dichos estudios demostraron algo
más: los psicobióticos pueden mejorar la cognición incluso en adultos sanos.
Este libro puede dar esperanza no solo para personas con depresión o ansiedad, sino
también a gente que padece diversas enfermedades debilitantes. De hecho, a todo aquel
que desee mejorar su salud mental y su bienestar. El relato de cómo los microbios
interactúan con nuestra mente es, simple y llanamente, asombroso.
Cuando suministramos psicobióticos a ratones, estos se volvieron mucho más tranquilos. Se comportaban
como si hubieran tomado Valium o Prozac. Observamos su cerebro y había cambios generalizados. La
pregunta es: ¿cómo? ¿Cómo pueden comunicarse con nuestro cerebro las bacterias de nuestro tubo digestivo?
Las respuestas no son evidentes; no se puede dar probióticos y esperar magia, así, sin
más. En la actualidad hay muchos productos en el mercado que prometen ayudarnos a
conseguir un tubo digestivo sano, pero la investigación no ha demostrado que todos
ellos sean efectivos. Este libro ayudará al lector a escoger entre los muchos productos
que hacen promesas. Resulta que podemos volver a tener el control de nuestro cuerpo
con una dieta simple, totalmente natural, y con alimentos y suplementos microbianos.
Resulta sorprendente que para muchas personas estos cambios puedan ser tan
poderosos como los que se consigue con medicación.
2
HUMANIDAD, MICROBIOS Y ESTADO DE ÁNIMO
Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
JOHN DONNE
Algunos de nuestros sentimientos más profundos, desde nuestras mayores alegrías a
nuestra angustia más sombría, están relacionados con las bacterias de nuestro intestino.
Esta proposición inaudita implica que podemos alterar nuestro estado de ánimo
ajustando nuestras propias bacterias. Por qué es así y cómo podemos ajustar estas
bacterias es el núcleo de este libro.
Las primeras teorías acerca de la conexión entre tubo digestivo y cerebro se remontan
al anatomista francés Marie François Xavier Bichat, allá por el siglo XVIII. Bichat
descubrió que el tubo digestivo tiene su propio sistema nervioso, independiente del
sistema nervioso central. No está organizado en un abultamiento, como el cerebro, sino
más bien como un encaje intrincado y de doble capa que rodea nuestro tubo digestivo
como una media. Asimismo, muy adelantado a su época, Bichat observó la conexión
entre las emociones y el tubo digestivo, y situó las pasiones en el «centro epigástrico»,
como lo denominó.1 A finales del siglo XX, Michael Gershon desempolvó el concepto y
lo definió mejor, cuando calificó el sistema nervioso intestinal de «segundo cerebro», en
un libro con el mismo título.2
Al igual que Bichat, Gershon se dio cuenta de que el tubo digestivo está
estrechamente relacionado con el estado de ánimo. Cuando nuestro tubo digestivo
funciona sin problemas, nuestro cerebro está calmado. Pero cuando hay patógenos
(microbios que son peligrosos) que amenazan nuestra salud, a nuestro cerebro llegan
picos de ansiedad. Este aspecto de los patógenos añade un tercer actor al escenario del
tubo digestivo y el cerebro: la microbiota.
Como contrapeso, tenemos nuestros propios microbios de cosecha propia que son
amistosos. Se trata de nuestros comensales, término que procede del latín y que
significa «juntos en la mesa». Si estos microbios aliados también mantienen nuestro
estado de ánimo equilibrado, se los denomina psicobióticos. Tomados en su conjunto,
estos microbios domesticados constituyen nuestra microbiota, que está ahí para
protegernos contra los patógenos salvajes del mundo. Son como perros domésticos a los
que alimentamos y de los que cuidamos para que nos defiendan de sus despiadados
primos, los lobos.
A pesar de su autonomía, nuestro segundo cerebro mantiene una comunicación
bastante constante con nuestro primer cerebro. Una gran parte de dicha conversación se
refiere a nuestra microbiota. Por sorprendente que parezca, nuestros microbios pueden
hablar con ambos cerebros empleando sustancias químicas similares a los
neurotransmisores (las moléculas de comunicación de nuestro cerebro) y otras
moléculas como hormonas, ácidos grasos, metabolitos y citoquinas. (De todos ellos se
hablará más adelante). Los patógenos también secretan sustancias químicas como estas,
algunas de las cuales pueden provocar que nuestro sistema inmune pulse el botón del
pánico. Estas señales de alerta se disparan principalmente en el tubo digestivo, que es el
componente mayor de nuestro sistema inmune. Ello se debe a que el tubo digestivo es
un tejido muy especializado cuya exigente tarea consiste en extraer nutrición del
alimento sin incorporar también patógenos.
La mayor parte de la acción de la inmunidad del tubo digestivo es local: los
componentes inmunes, llamados células asesinas naturales, concentran su fuego sobre
los patógenos en su vecindad inmediata. Sin embargo, si los patógenos se escapan a
través del revestimiento y salen de nuestro intestino, nuestras células inmunes los
seguirán hasta nuestro sistema sanguíneo y provocarán una inflamación sistémica, una
condición que se suele denominar intestino permeable. No siempre lo interpretamos
como tal, pero la inflamación le advierte a nuestro primer cerebro que algo está mal y
puede hacer que busquemos un lugar tranquilo con mantas calientes para recuperarnos.
Esto es el comportamiento de enfermedad, y tiene mucho en común con la depresión.
Al igual que esta, no es algo que podamos elegir: nuestro cerebro provocará la
situación, a menos que algo lo impida.
La condición denominada intestino permeable tiene lugar cuando el estrés, las toxinas, los patógenos o las
drogas dañan el recubrimiento intestinal y permiten que los patógenos difundan hasta nuestro sistema
circulatorio.
Ambos cerebros son capaces de recibir mensajes de nuestra microbiota. En su mayor
parte se trata de comunicados acerca del estado de los patógenos en nuestro tubo
digestivo, pero también hay señales sobre el movimiento inadecuado de la comida y en
relación con otras anomalías. Si todo funciona bien, ambos cerebros están contentos y el
primer cerebro rara vez se inmiscuye en los asuntos del segundo. Esto deja al segundo
cerebro en piloto automático a lo largo de la mayor parte del sistema digestivo. A
nosotros (es decir, a nuestro primer cerebro) se nos permite cierta actividad consciente
en ambos extremos. Podemos mover la lengua y tragar en el extremo próximo, y somos
capaces de controlar nuestro esfínter en el extremo alejado. Todo lo que hay en medio
queda, en gran medida, fuera de nuestro control. Esta es una cosa menos de la que
tenemos que preocuparnos, lo que siempre es de agradecer, pero elimina buena parte
de información interna importante. Sin tener pistas definitivas procedentes de nuestro
tubo digestivo, a menudo hemos de adivinar qué es lo que no funciona bien en
nosotros. Si solo sentimos un malestar general, quizá no situemos el origen de nuestra
preocupación donde suele estar: en nuestro tubo digestivo.
Es un problema importante. Afecciones digestivas como el SII y la EII están muy
relacionadas con la depresión y la ansiedad, pero se suele pasar por alto la conexión.
Curar el problema gastrointestinal subyacente suele resolver las afecciones mentales.
No obstante, sin una señal clara procedente del tubo digestivo, no siempre se da a las
personas el tratamiento apropiado. Si vamos al psiquiatra porque tenemos ansiedad o
depresión, el médico raramente nos preguntará sobre la condición de nuestro tubo
digestivo; pero es probable que esto cambie a medida que se conozca mejor la conexión
entre el tubo digestivo y el cerebro. Tratar los problemas gastrointestinales quizá no
cure todos los casos de depresión o ansiedad, pero puede aliviar sus síntomas.
DESCUBRIENDO LA NATURALEZA DE LOS MICROBIOS
Las bacterias estuvieron aquí primero, de modo que hemos de aprender a vivir con
ellas. Cubren casi todas las superficies del planeta mediante una delgada capa, por lo
general invisible. Viven (lentamente) en glaciares. Subsisten a duras penas en rocas
situadas a kilómetros bajo tierra. Medran en las fosas oceánicas más profundas. Incluso
flotan en el aire y penetran en nuestro organismo en cada inhalación que efectuamos.
Cuando Antoni van Leeuwenhoek las descubrió en el siglo XVII, las bacterias eran
simples rarezas, organismos minúsculos que serpenteaban en un mundo acuático
propio. Aunque Leeuwenhoek observaba su propia saliva mediante microscopios de
alta resolución que él mismo había construido, y se maravillaba ante la diversidad de lo
que él denominaba «animálculos», estos no parecían ser muy relevantes para los
humanos. Leeuwenhoek era muy reservado acerca de sus microscopios. De hecho,
cuando murió, la microbiología falleció con él.
Fue con el trabajo de Louis Pasteur y Robert Koch en la década de 1850 cuando los
microbios se convirtieron de nuevo en un tema candente. Estos dos investigadores
desarrollaron la teoría de las enfermedades debidas a gérmenes. Muchas teorías
fantásticas sobre la vida, como la generación espontánea, se vinieron abajo frente a la
evidencia de aquella teoría. A partir de sus investigaciones sobre la fermentación,
Pasteur y Koch sabían que la mayoría de microbios son beneficiosos, pero los gérmenes
implicados en las enfermedades captaron toda su atención. Durante los cien años
siguientes, cuando la gente pensaba en las bacterias, pensaba en patógenos. Se había
iniciado la batalla para eliminarlos.
A principios del siglo XX, un pediatra francés llamado Henri Tissier determinó que los
bebés nacen estériles, y que solo captan bacterias con el apretujón final a lo largo del
canal del parto.3 Observando heces de bebé, Tissier descubrió que los niños alimentados
con leche materna tenían una población de microbios únicos a los que denominó
bifidobacterias, debido a que se bifurcaban en forma de una «Y». Quien las describió en
primer lugar fue Theodor Escherich: en 1886, publicó un artículo sobre las bacterias del
tubo digestivo de los niños. Escherich tenía buen ojo. Observó también una bacteria de
forma bacilar en las heces infantiles, que pronto recibiría nombre por su descubridor:
Escherichia coli, mejor conocida como E. coli, que sin duda es el patógeno más famoso de
todos los tiempos (y que nos enseña que nunca sabemos por qué acabaremos siendo
recordados). Sin embargo, muchas especies de bacterias pueden subdividirse en
subcategorías todavía menores, llamadas cepas bacterianas, y, tal como veremos, la
mayoría de las cepas de E. coli son ciudadanos modelo que no merecen tener tan mala
prensa.
Tissier pudo cultivar las bifidobacterias que Escherich había descubierto por primera
vez en heces infantiles. Tenía dos grupos experimentales de bebés: uno alimentado con
biberón y otro amamantado. En las heces de niños criados con leche de vaca, Tissier no
encontró bifidobacterias. Estos bebés también solían estar menos sanos y solían padecer
diarrea: de hecho, los bebés a los que se les daba biberón morían en aquella época a una
tasa siete veces superior a la tasa de mortalidad de los bebés amamantados por la
madre. Tissier decidió tratar a los bebés alimentados con biberón con bifidobacterias y
tuvo un éxito relativo. Fue un intento temprano de producir una leche maternizada
para emular a la leche de la madre: una búsqueda que continúa en la actualidad. El
British Medical Journal (en adelante, simplemente BMJ) elogió el trabajo de Tissier. En
una revisión de sus descubrimientos en 1906, la revista se entusiasmó ante la
perspectiva de que las bifidobacterias «pueden restablecer el intestino a la condición
virginal de un lactante al pecho, y restablecer en nosotros la verdadera edad dorada de
la digestión».
Hablaremos tanto de las bifidobacterias y del género Bifidobacterium que podemos
apodarlas Bifido. Cuando empleemos el nombre de una especie, podemos abreviar
todavía más, hasta simplemente B. Una especie, B. longum, tiene el ADN más extenso de
cualquier especie de Bifido, en parte debido a que codifica una gran máquina proteínica
interna diseñada para digerir la leche humana. Llegados a este punto, hemos de
maravillarnos ante la naturaleza por crear una bacteria minúscula que se alimenta, y
nos ayuda a alimentarnos, de leche humana. Esta es la sorprendente ventaja de la
coevolución, en la que dos organismos que viven juntos durante milenios acaban
creando moléculas complejas diseñadas para ayudarse mutuamente. Lejos de
interpretar la naturaleza como un espectáculo sangriento y horrendo (con dientes y
garras teñidos de rojo),* esto es más como una película de colegas.
Tissier no podía saber que Bifido, junto con otros microbios, no solo ayudaban a la
digestión, sino que también educaban al sistema inmune del bebé. Sin esta educación
básica, el sistema inmune puede atacar equivocadamente a bacterias beneficiosas e
incluso a las mismas células del bebé. Puede conllevar inflamación y plantar la semilla
de la depresión y la ansiedad conforme el bebé vaya creciendo. La depresión y la
ansiedad pueden tener muchas raíces, pero tal vez empiecen a crecer incluso antes de
que el bebé nazca.
Tissier estaba en lo cierto con respecto a Bifido, pero se equivocaba acerca de la
esterilidad de un bebé recién nacido. En su época, simplemente no era posible ver todos
los microbios que revisten casi cualquier superficie imaginable. Con los conocimientos
que tenemos hoy en día, parece ingenuo imaginar a los humanos sin microbios. De
hecho, Pasteur, que pasó años luchando contra las bacterias, tenía la sensación de que
eran esenciales para la salud de los animales. Pero la suya era una voz en el desierto. En
los últimos años del siglo XIX, hubo investigadores que intentaron demostrar que
Pasteur estaba equivocado creando pollos libres de gérmenes. Hubo de pasar toda una
década de fracasos antes de que Max Schottelius finalmente pudiera criar pollos libres
de gérmenes, pero sus resultados parecían vindicar a Pasteur: todos sus pollos estaban
enfermos y solo se les podía curar inoculándoles bacterias.
Pocos años después, en 1912, Michel Cohendy pudo criar pollos libres de gérmenes al
esterilizar los huevos e incubarlos en una cámara antiséptica. Vivieron bien durante
cuarenta días y demostraron que era posible vivir sin gérmenes. Aquello supuso un
punto de inflexión. Si los pollos podían vivir sin ellas, ¿para qué servían las bacterias?
Quizá todas las bacterias eran patógenas.
EL SUEÑO DE UN MUNDO LIBRE DE GÉRMENES
En 1928, Alexander Fleming descubrió la penicilina, uno de los primeros antibióticos.
Fleming era un científico maravilloso, pero la pulcritud no era lo suyo. No era insólito
que tomara un montón de placas de Petri, llenas de cultivos bacterianos, y las dejara en
un rincón. Un día se dio cuenta de que en una placa antigua había crecido moho.
También vio que todas las bacterias que se hallaban alrededor de la mancha de moho
estaban muertas. Había un claro foso que rodeaba el hongo. La gente cree que el
momento de un descubrimiento viene señalado por gritos de «¡Eureka!», pero con
mucha frecuencia corresponde más a lo que dijo realmente Fleming: «Qué curioso…».
Fleming reconoció que el moho era Penicillium, y denominó «zumo de moho» a la
sustancia que creó el foso. Ese nombre le sonaba agradablemente humilde. Meses
después, tras más pruebas, Fleming le dio el nombre de «penicilina», que parecía más
científico. Resultó poder eliminar una amplia gama de bacterias. El mundo comenzó a
pensar: ¿podrían eliminarse completamente los gérmenes? La idea de vivir en un
mundo esterilizado (un mundo libre de enfermedades) era seductora. La gente
fantaseaba sobre un futuro en el que los niños pudieran criarse como superchicos y
superchicas, liberados por su ambiente libre de gérmenes. Sin bacterias, nunca
enfermarían y podrían vivir durante cientos de años. Era una visión de pureza, una
brillante utopía biológica.
La importancia de animales libres de gérmenes iba más allá de demostrar
simplemente que Pasteur estaba equivocado. Se pensaba que también podrían ser útiles
para la investigación. Ratones y ratas son los animales preferidos en el laboratorio, pero
los experimentos sobre su microbiota eran cada vez más difíciles de replicar. Aunque
las cepas de ratones se especificaban cuidadosamente, laboratorios diferentes obtenían
resultados distintos. El problema era que cada proveedor de ratones les daba comida
diferente, y así sus ratones tenían bacterias diferentes. Un ratón libre de gérmenes
podría resolver el problema.
En la década de 1940 se crearon finalmente ratones libres de gérmenes, extrayéndolos
de la madre mediante cesárea en condiciones estériles y criándolos en un ambiente
estéril. A partir de este inicio tan poco refinado, se gestó todo un mundo de biología
inesperada. Investigadores dirigidos por Russell Schaedler fueron de los primeros en
usar ratones libres de gérmenes.4 Era difícil trabajar con estos ratones, porque el
contacto directo con humanos o incluso una ráfaga de aire descontrolada pueden
contaminarlos, pero su consistencia hacía que usarlos valiera la pena.
El éxito con los ratones hizo que los investigadores se atrevieran a probar técnicas
libres de gérmenes con otros animales. Pronto hubo (por difícil que sea imaginarlo)
granjas libres de gérmenes en las que se criaban cerdos. Sin embargo, dichas granjas no
acabaron de funcionar y, en último término, no tuvieron éxito. Es imposible eliminar los
microbios de algo que tenga remotamente el tamaño de una granja. Sin embargo, de
estos ensayos se obtuvieron nuevas maneras de excluir al menos unos cuantos
patógenos, lo cual condujo a un crecimiento más rápido de los animales. Con el tiempo,
incluso esto se demostró difícil de mantener. Cuando los antibióticos fueron mucho más
accesibles, se dejaron de lado estos experimentos.
En 1971 se creó el animal libre de gérmenes definitivo: un humano. David Vetter
nació con una inmunodeficiencia combinada grave (IDCG), y sus médicos estaban
preparados. De hecho, habían anticipado su condición, porque sus padres tenían una
probabilidad de 50-50 de transmitir el defecto genético. En un acto de notable
arrogancia, convencieron a los padres para que lo concibieran, argumentando que un
trasplante de médula ósea donada por su hermana podría curar cualquier IDCG. Sin
embargo, cuando el niño nació, resultó que su hermana no era compatible: David
tendría que pasar el resto de su vida dentro de una burbuja de plástico. David fue el
famoso «chico burbuja».
Los médicos albergaban la esperanza de descubrir qué ocurre con humanos libres de
gérmenes, pero la disposición no era la apropiada para ningún hallazgo razonable.
David no tardó mucho en darse cuenta de que estaba condenado a estar aislado del
mundo, por lo que empezó a cuestionarse su vida. Estaba deprimido. No obstante, es
discutible si ello se debía a estar libre de gérmenes o simplemente porque vivía en una
burbuja de plástico sin ningún tipo de contacto humano. Cuando cumplió los doce
años, la medicina había avanzado lo suficiente para intentar un trasplante de médula
ósea de su hermana, aunque la compatibilidad no fuera perfecta. Lamentablemente, la
hermana tenía un virus que no se había detectado. A las pocas semanas del trasplante,
David murió. Poco antes de fallecer, su madre pudo tocar la piel de David por primera
vez.
Este experimento humano que había acabado tan mal cogió por sorpresa al público.
Fue como si, de golpe, hubiéramos despertado del sueño de un mundo libre de
gérmenes. David, que no tenía gérmenes, no era un superchico. Al parecer, los
microbios habían conseguido una prórroga.
Gran parte de lo que sabemos acerca de la microbiota y de su efecto sobre la mente
procede de los ratones libres de gérmenes (denominados LG) con los que trabajaron
Schaedler y otros. Los ratones LG se han convertido en un patrón oro, pero presentan
problemas, algunos de los cuales ya se habían previsto. Se sabía que los animales
dependen de bacterias para crear determinadas vitaminas, de modo que los ratones LG
necesitaban suplementos. Sin embargo, otros problemas eran imprevistos: su intestino
ciego, una pequeña bolsa que surge del colon y que normalmente contiene miles de
millones de bacterias, se hinchaba. El fenómeno podía resultar letal, y hacía difícil
criarlos. Su revestimiento intestinal era permeable. Además, debido a que las bacterias
normales no suponían un reto, sus sistemas inmunitarios estaban atrofiados.
En el aspecto positivo, eran delgados, incluso cuando se les suministraban dietas
grasas o azucaradas. Esto indicaba lo importante que eran las bacterias del tubo
digestivo para su metabolismo. Sin microbios que ayudaran a digerir su alimento,
sencillamente no podían absorber tantas calorías como un ratón normal. Para
compensar, los ratones LG necesitaban pienso extra.
Sin embargo, antes de que el lector intente un plan dietético libre de gérmenes, tenga
en cuenta que, sin una microbiota que los proteja, los ratones LG viven pendiendo de
un peligroso hilo. Mientras que puede hacer falta un millón de bacterias de Salmonella
para afectar a un ratón normal, un ratón LG puede ser abatido por una única bacteria.
Incluso comensales normales pueden matar a un ratón LG, porque no hay una
comunidad de microbios que equilibre la población.
Schaedler se dio cuenta de que sus ratones LG eran demasiado problemáticos para la
mayoría de los investigadores. Eran difíciles de criar y de enviar. No eran
representativos de ratones ordinarios. Pero había una compensación: con ratones libres
de gérmenes se puede introducir un microbio cada vez, o cualquier proporción dada de
múltiples microbios.
Schaedler desarrolló una mezcla de bacterias que permitía que los ratones crearan un
sistema inmune que podía defenderlos mejor frente a infecciones arbitrarias. La mezcla
ha cambiado a lo largo de los años, a medida que los científicos mejoraban el cultivo de
bacterias, pero la idea básica es la misma: estos ratones poseen una microbiota conocida
y, por lo tanto, son mejores a la hora de usarlos en experimentos. En la actualidad
existen catálogos de ratones alimentados con mezclas bacterianas específicas para
objetivos de investigación, lo que hace mucho más fácil la comparación de resultados de
muchos estudios diferentes. A estos ratones se los denomina gnotobióticos («de vida
conocida»). Al poseer aproximadamente solo una docena de microbios, no son mucho
más normales que los ratones LG. Sin embargo, comparados con un ratón de
laboratorio ordinario con miles de especies intestinales desconocidas, son
agradablemente simples.
LOS GENES Y LA MICROBIOTA
En la década de 1980, cuando los científicos inventaron una nueva generación de
máquinas que podían seleccionar todos los genes individuales en un amasijo de
microbios, el juego cambió. De repente, ya no se necesitaban placas de Petri. Se podía
detectar el ADN directamente. Fue un cambio de paradigma. Con los modernos
secuenciadores de genes, se han descubierto cientos de miles de genes nuevos, muchos
de los cuales representan especies totalmente nuevas de bacterias, hongos y virus…, y
muchas de ellas se han descubierto sobre terreno supuestamente estéril.
En 2004, Nobuyuki Sudo y sus colegas publicaron un estudio fundamental con
ratones LG y gnotobióticos que entusiasmó a la comunidad investigadora del tubo
digestivo-cerebro.5 Compararon el cerebro de ratones LG con los de ratones normales y
demostraron que el de ratones LG es diferente, lo cual resulta en una respuesta
exagerada al estrés. También demostraron que se podía restaurar una reacción normal
al estrés si se reconstituía una microbiota sana…, pero solo si la reconstitución se
realizaba antes de que el ratón tuviera tres semanas de edad. Existía un umbral a partir
del cual aparentemente no había vuelta atrás.
Descubrieron que la microbiota desempeña un papel importante en la formación de
circuitos de estrés. Asimismo, el estudio demostró que el cerebro de ratones GL tenía
una reducción en una molécula que estimula la producción de células cerebrales, lo que
puede conducir a defectos cognitivos. En otras palabras, las bacterias parecen
desempeñar un papel en el desarrollo del cerebro.
La idea de que la microbiota podría tener un impacto tan importante en el cerebro, y que los ratones LG
podrían ser tan efectivos en esta línea de investigación, supuso un punto de inflexión. Nos inspiró para
emprender nuestra propia investigación empleando ratones LG. Entre otras cosas, nuestros estudios
demostraron que los niveles de serotonina (una sustancia química del cerebro que hace «sentirse bien») en
ratones LG eran elevados en una medida similar a la que se encuentra en algunos medicamentos tradicionales
antiansiedad.6
La idea de manipular la microbiota para controlar la ansiedad se convirtió en una posibilidad
seductora.
Los ratones LG no son más naturales que el chico burbuja. Pueden hallarse bien en su
mundo estéril, pero es un mundo irreal. Los animales naturales han estado preparados
por millones de años de coevolución para llegar a una especie de tregua con sus
microbios internos. Pero lo cierto es que, por buena que sea la microbiota para luchar
contra los patógenos, tales capacidades tienen un precio. Para todos los animales, las
bacterias comensales representan un intercambio: nos protegen, pero también pueden
establecer un nivel de inflamación bajo que conduce a una ansiedad cada vez mayor.
Quizá no haya manera de escapar de esta inquietud básica que simplemente refleja una
vida compartida con los microbios.
LA BATALLA DE LOS MICROBIOS
En sus placas de Petri mohosas, Fleming había descubierto que los microbios luchan
entre sí y que es posible aprovechar esta antipatía natural para protegernos de la
infección. Pero había un inconveniente. Cuando Fleming descubrió más cosas acerca de
la batalla de los mohos contra las bacterias, resultó evidente que, si no se disponía de
suficiente penicilina, o si se la retiraba demasiado pronto, las bacterias se hacían
resistentes y ella ya no podía eliminarlas.
Tendemos a pensar que la resistencia bacteriana es un fenómeno reciente, pero ya se
entendía bien a los pocos meses del descubrimiento de los propios antibióticos. Fleming
se aseguró de divulgar este efecto colateral negativo, pero el poder curativo de los
antibióticos hizo que la gente no lo tuviera en cuenta; comparado con la enormidad del
problema que los antibióticos resolvían, la resistencia parecía un pequeño precio que
pagar.
Resistencia o no, la penicilina era un arma fabulosa en la guerra contra la
enfermedad. Su descubrimiento condujo a centenares de otros antibióticos. Es difícil
sobrestimar su valor. Se han salvado millones de vidas y se ha abreviado incontable
sufrimiento con el «zumo de moho» antibiótico de Fleming. La penicilina, junto con los
cientos de otros antibióticos descubiertos con posterioridad, representa uno de los
mayores logros de la historia de la medicina.
Pero la mayoría de los antibióticos son de amplio espectro y eliminan a una extensa
variedad de microbios. Mientras se piense que todas las bacterias son malas, este
tratamiento de tierra quemada parece muy bueno. Pero resulta que la mayoría de las
bacterias no son malas. En realidad, nuestras bacterias buenas rivalizan con nuestro
propio sistema inmune cuando se trata de eliminar patógenos. La administración
indiscriminada puede dañar a los microbios amigables, y solo ahora nos estamos dando
cuenta de lo grande que puede ser el daño.
La Salmonella, por ejemplo, tiene una mala fama justificada por enfermar a la gente.
Pero cuando nuestras bacterias buenas hacen su tarea, podemos apañárnoslas bastante
bien con ella. Sin embargo, después de tratamientos con antibióticos, podemos
quedarnos indefensos frente a la Salmonella. La mayoría de las personas que sucumben
a infecciones de Salmonella tienen una microbiota dañada, ya sea por su edad, por
enfermedad o por los antibióticos. Con la Clostridium difficile, otra bacteria que induce
enfermedad, ocurre lo mismo: nuestra flora normal la mantiene a raya. Solo después de
que los antibióticos eliminen nuestros microbios buenos puede realmente proliferar la
C. difficile. De modo parecido, la E. coli aparece en las noticias de manera regular como
un desagradable patógeno transmitido con los alimentos, pero también se encuentra
mezclada con microbios sanos. Así pues, si una bacteria se considera patógena, depende
en gran medida de su ambiente. No obstante, cuando actúan realmente como
patógenas, estas bacterias pueden causar ansiedad y depresión.
No son solo los patógenos bacterianos los que pueden sacar provecho de un tubo
digestivo comprometido por los antibióticos. Las levaduras destacan por aparecer
cuando las bacterias comensales son eliminadas. La Candida es una levadura a la que le
gusta el ambiente intestinal. Emite zarcillos parecidos a raíces, que, como una mala
hierba que florece en una grieta de la acera, puede forzar y separar los espacios entre las
células intestinales y causar un daño sistémico. Asediado por la Candida, nuestro
intestino puede quedar perforado por agujeros y empezar a filtrar fragmentos de
comida hasta nuestro torrente sanguíneo. Entonces nuestro sistema inmune puede
atacar a las partículas de alimento fuera de lugar, y en el proceso, establecer alergias
alimentarias, que suelen estar relacionadas con la ansiedad y la depresión. No es raro
que las alergias desaparezcan cuando se eliminan las infecciones por levaduras.
MICROBIOS E INMUNIDAD
El sistema inmune o inmunitario es la interfaz entre la humanidad y los microbios.
Cuando los patógenos invaden nuestro cuerpo, pueden moverse entre nuestras células
o penetrar directamente en ellas. Nuestro sistema inmune localiza a los microbios
extracelulares y los mata. También localiza cualquier célula infectada, que puede
contener miles de bacterias, y las mata… junto con sus inoportunos inquilinos.
Las bacterias intercambian genes y mutan con tanta frecuencia que podrían parecer
un objetivo escurridizo para nuestro sistema inmune. ¿Cómo se localiza un microbio
que cambia de forma? Buscamos estructuras que no han cambiado. Determinadas
características parecen tan vitales para algunas especies que las han conservado durante
eones. Los humanos (y nuestros antepasados primates) hemos combatido a algunos de
tales patógenos durante tanto tiempo que hemos grabado de forma permanente los
genes para reconocerlos en nuestro ADN. Así es como funciona nuestro sistema inmune
innato, proporcionando una respuesta integrada a antiguos enemigos bacterianos. Hay
muchos tipos celulares implicados en la respuesta innata, entre ellos las células que han
recibido el evocador nombre de células asesinas naturales (NK).* Las células NK
perforan agujeros en las bacterias y a través de ellas vierten toxinas, disolviéndolas o
haciendo que se suiciden. Muchos de estos genes antibacterianos se encuentran en el
ADN de todos los animales, e incluso de plantas. Que reinos de la vida totalmente
diferentes compartan genes de inmunidad similares es un testimonio sorprendente de
la larga y desagradable (pero exitosa) historia de las infecciones por patógenos.
Otras huellas bacterianas son nuevas. De hecho, nuestro sistema inmunitario no las
ha visto nunca. Las bacterias se dividen rápidamente, y cada división puede generar
mutaciones. En la carrera evolutiva, las bacterias nos hacen morder el polvo. ¿Cómo
cabe esperar que nuestro sistema inmunitario siga el ritmo? La respuesta implica lo que
los científicos denominan inmunidad adaptativa.
La inmunidad adaptativa se reconoció por vez primera hace unos dos mil quinientos
años, durante la peste de Atenas. En plena guerra con Esparta, Atenas se vio afectada
por una peste, probablemente el tifus, que eliminó a un 20 % de la población. La muerte
solía ser rápida, tardaba del orden de una semana, pero algunas personas
sobrevivieron. Pronto se descubrió que los que sobrevivían ya no eran susceptibles a la
enfermedad. Protegidos de esta manera, se les encargó que cuidaran de los demás. Fue
un ejemplo perfecto de inmunidad adaptativa en la que, una vez expuesto, el cuerpo
recuerda al patógeno y entonces puede eliminarlo rápidamente del sistema. Debido a
que aprender de un nuevo patógeno lleva tiempo, el sistema adaptativo no es tan
rápido como el sistema innato después del primer contacto. Sin embargo, tras el
aprendizaje inicial, ambos sistemas son una maravilla en cuanto a desplegarse
rápidamente.
Al primer ejemplo de inmunidad adaptativa se le podría denominar el Big Bang
inmunológico. Hace unos quinientos millones de años, un pez parecido a una lamprea
desarrolló algo llamado genes saltarines. Se trata de genes que pueden desplazarse de
un punto a otro de nuestro ADN. Esto es algo desconcertante: se supone que el ADN es
estable; es la manera en que mantenemos nuestra especie al tiempo que transmitimos
rasgos a nuestros hijos. Pero los genes saltarines se presentan con frecuencia en la
naturaleza, y uno de ellos encontró el camino hasta uno de estos peces antiguos.
Sucedió que este gen saltarín se insertó entre los genes que producen anticuerpos, la
herramienta molecular en forma de Y de la inmunidad. La parte inferior de esta
molécula se fija típicamente a una célula inmune, mientras que la parte superior de la Y
tiene una especie de velcro microscópico que se pega a una clase específica de bacterias.
Esta especificidad es limitante: se necesita un nuevo gen para cada microbio, lo que es
prácticamente imposible. Y entonces los genes saltarines acudieron al rescate. De
repente, en lugar de producir un único anticuerpo, el gen saltarín permitió que se
crearan millones de variaciones.
Todas las células, desde las humanas a las bacterias, poseen una superficie como la
piel vellosa de un melocotón, compuesta de cortas hebras de moléculas de azúcar y
proteínas. Estas ayudan a las células a comunicarse, a pegarse a otras células o
simplemente proporcionan sostén. Pero estas moléculas de membrana también exponen
a las células a ser descubiertas por factores inmunes. A estas moléculas extrañas se las
denomina antígenos, y desencadenan una respuesta inmune. Algunos de los antígenos
más potentes proceden de las paredes celulares de bacterias patógenas.
Aquí es donde aparecen las variaciones de anticuerpos. Con millones de formas
diferentes, una o más de estas variantes acabarán por encajar con un antígeno patógeno.
Cuando lo hacen, se pegan al antígeno. A veces, esto es suficiente para inutilizarlo allí
mismo. Otros anticuerpos actúan como banderas en las que se puede leer «cómeme», y
hacen que otras células inmunes y consumidas barran a sus víctimas. Estas
interacciones representan la manera en que el sistema inmune del cuerpo responde a los
antagonistas que inducen enfermedades.
Cuando funciona, la inmunidad es un maravilloso acto de equilibrio, capaz de
distinguir al amigo del enemigo, dispuesto a erradicar patógenos nunca vistos antes,
pero que al mismo tiempo da una calurosa bienvenida a una amplia variedad de
bacterias beneficiosas. Lo importante es que también ha de abstenerse de atacar a
nuestras propias células. Pero ¿cómo pueden las células inmunes reconocer a nuestras
propias células? La respuesta es interesante: lo aprenden de manera autodidacta.
Después de encontrar un cuerpo nuevo, creado al azar, una célula inmune juvenil se
compara frente a una biblioteca de marcadores humanos. Esto ocurre con las células B
en la médula ósea y con las células T en el timo, una glándula que se halla bajo nuestro
esternón. Las células inmunes que se conectan con cualquier parte de esta biblioteca
humana pueden enviarse de vuelta al aleatorizador para un nuevo conjunto de
anticuerpos… o pueden ser eliminadas. De esta manera se filtra cualquiera de los
anticuerpos aleatorios que se pegan a nuestras propias células. Los pocos anticuerpos
que escapan de este proceso de clasificación son peligrosos: pueden causar
enfermedades autoinmunes, como la esclerosis múltiple o la artritis reumatoide, con la
consiguiente depresión.
Con los genes saltarines ocurrió algo fortuito: la memoria inmune. Determinadas
células inmunes, a saber, las que consiguieron producir anticuerpos efectivos, terminan
siendo conservadas por nuestro sistema inmune. La próxima vez que aparezca el
mismo patógeno, estas células serán reclutadas, con lo cual se multiplicarán
rápidamente y detendrán el ataque de inmediato. Este es el origen del dicho «lo que no
te mata te hace más fuerte». De hecho, la próxima vez estaremos mucho mejor
protegidos. Es la teoría sobre la que se basan las vacunas: una dosis de un patógeno
muerto hará que nuestro sistema inmune almacene un recuerdo, y aquel estará listo
para entrar en acción frente a una aparición repetida. Todavía podremos infectarnos,
pero eliminaremos tan rápidamente el patógeno que quizá ni nos demos cuenta de ello.
MICROBIOS MALOS
Algunas bacterias son irremediablemente malas. La de la sífilis es una de ellas. La
mayoría de la gente sabe que los europeos trajeron consigo muchas enfermedades
cuando exploraron el Nuevo Mundo en los siglos XV y XVI. Muy pocas personas saben
que algunas enfermedades hicieron el recorrido inverso. Aparentemente, la sífilis fue
llevada a Europa precisamente por Cristóbal Colón. La bacteria responsable se
denomina Treponema pallidum, y empezó siendo muchísimo más agresiva que en la
actualidad. Aparecían pústulas sobre todo el cuerpo de las víctimas, y su carne
empezaba a pudrirse. La muerte reclamaba a sus víctimas en cuestión de meses.
Las bacterias que matan a sus patrones rápidamente tienen una menor probabilidad
de difundirse, de manera que las mutaciones que moderan su virulencia tienden a
hacerse dominantes. A mediados del siglo XVI, la enfermedad había evolucionado en lo
que en la actualidad reconocemos como sífilis. Si no se trata, puede causar trastornos
mentales que incluyen irritabilidad, problemas de memoria y depresión. Así, la
Treponema pallidum se convirtió en una de las primeras bacterias conocidas que influyen
sobre la salud mental y el estado de ánimo. No sería hasta la fabricación exitosa de
penicilina durante la Segunda Guerra Mundial cuando finalmente se pudo someter a la
sífilis.
Hasta la fecha, se siguen descubriendo nuevos ejemplos de bacterias implicadas en la
depresión. En mayo de 2000, el pueblo de Walkerton, Ontario, Canadá, se inundó
después de unas fuertes lluvias. El suministro de agua del pueblo se contaminó con E.
coli y Campylobacter jejuni procedentes de una granja cercana. Más de dos mil habitantes
del pueblo enfermaron gravemente. Seis personas murieron. Básicamente, el pueblo
cerró. Después se advirtió que cientos de estas personas, tras recuperarse de sus
infecciones originales, enfermaron con SII. También se deprimieron.
Stephen Collins, un profesor de la Universidad McMaster en Hamilton, Ontario, viajó
en coche durante dos horas hasta Walkerton para ver si había una manera de realizar
una buena investigación de la desgracia. Collins y sus colegas hicieron el seguimiento
de las personas infectadas y encontraron algunos cambios genéticos que parecían ser
persistentes. Estas personas tenían intestinos permeables y anomalías en los genes que
se supone que reconocen a los patógenos. Puesto que sus genes habían resultado
afectados, Collins se dio cuenta de que podía estar tratando con una condición crónica:
un tipo de cambio ambiental semipermanente en el ADN que se denomina epigenético.
Durante ocho años, los investigadores hicieron el seguimiento de este grupo de
infortunados canadienses y encontraron que muchos continuaban teniendo SII
intratables. Collins reconoció esta situación como una SII postinfecciosa, que se había
observado por vez primera en soldados que habían enfermado de disentería durante la
Segunda Guerra Mundial. Aproximadamente, la octava parte de casos de SII empiezan
de esta manera. Irónicamente, aquellos que se tratan con antibióticos son a los que peor
les va y más les dura. Collins también descubrió una asociación significativa entre el SII
y las condiciones mentales de depresión y ansiedad.7
Resulta interesante que Collins encontrara que la depresión preexistente duplicaba el
riesgo de contraer SII. Esta observación subrayaba la naturaleza dual del diálogo tubo
digestivo-cerebro. En algunos aspectos, funciona como un bucle de retroalimentación
positivo, un círculo vicioso que puede ser difícil de romper. La infección inicial provoca
que el sistema inmune se mueva rápidamente para erradicar las bacterias transgresoras.
Sin embargo, en algunas personas, la respuesta inmune no consigue relajarse después
de eliminar a los patógenos, lo que lleva al SII. Comentaremos detalladamente la
epidemia de Walkerton más adelante, porque demuestra de manera vívida cómo las
bacterias pueden, a lo largo de un periodo de tiempo, inducir a la depresión.
A Collins se le unió en el proyecto de investigación Premysl Bercik, también de la
Universidad McMaster. Bercik tomó materia fecal de pacientes de SII y la trasplantó a
ratones. A continuación, estos desarrollaron ansiedad, cosa que demostraba que la
microbiota intestinal puede afectar los estados mentales y que, enigmáticamente, dichos
estados pueden transferirse de un animal a otro, incluso de una especie a otra.
Asimismo, Bercik intentó trasplantes fecales entre ratones con rasgos de
comportamiento específicos. Halló que algunos de dichos rasgos se transmitían con las
heces. Cuando tomaron heces de un ratón explorador y las transfirieron a un ratón
tímido, el comportamiento explorador también se transmitió. Era otra indicación
temprana de que comportamiento y estado de ánimo pueden verse afectados por la
microbiota intestinal. La idea de que la ansiedad puede transmitirse a través de
trasplantes fecales sorprendió a la mayoría de los científicos.
APRENDIENDO A VIVIR CON NUESTROS MICROBIOS
No es posible exagerar lo importantes que son los microbios amigos para nuestra salud.
Cubren cada centímetro de nuestra piel y son particularmente numerosos en nuestro
colon. Estamos hablando de centenares de gramos de bacterias, de decenas de billones de
los minúsculos organismos, pero esto es lo que se necesita para protegernos de los
microbios que, en número todavía mayor, nos rodean.
Al igual que el chico burbuja, podríamos eliminar todas nuestras bacterias y, aun así,
sobrevivir. Sin embargo, no nos gustaría mucho estar fuera de nuestra burbuja. Estas
bacterias ausentes son nuestra primera línea de defensa contra los patógenos; sin su
protección, estaríamos constantemente enfermos. No estaríamos libres de gérmenes por
mucho tiempo. Sin una microbiota equilibrada, dichos gérmenes serían sobre todo
patógenos. Aunque restregáramos hasta el último microbio de nuestra piel y
expulsáramos todos los microbios de nuestro tubo digestivo, todavía estaríamos
impregnados de bacterias, porque estas también pueden vivir dentro de nuestras células.
No es fácil penetrar en una célula, pero una vez instalado allí, la vida puede ser muy
buena para un microbio. Sin una burbuja dentro de la que vivir, sería improbable que
viviéramos más allá de nuestra infancia. Se trata de guerra de gérmenes, y necesitamos
una microbiota equilibrada simplemente para tener una oportunidad.
Hay otra manera, muy importante, en la que podemos coexistir con las bacterias.
Debido a que nuestros microbios buenos luchan contra los microbios malos, es
necesario que le digamos a nuestro sistema inmune que deje en paz a nuestros chicos
buenos. Esto ocurre al principio de la vida, antes de cumplir los dos años, cuando
nuestra microbiota prepara a nuestro sistema inmune y les dice a células llamadas
células T reguladoras (o T. regs) que acepten a un grupo básico de microbios como
parte de nuestra población intestinal. Estos comensales se introducen íntimamente en
nuestro sistema inmune. Algunos de ellos, por ejemplo, producen butirato, un ácido
graso que es el alimento preferido de las células que revisten nuestro colon, que hace
que nuestro sistema inmune se calme. Hemos realizado cientos de arreglos beneficiosos
como este con nuestra microbiota a lo largo de millones de años de asociación. Ha sido
una empresa enormemente exitosa, pero no sin unos pocos fallos aquí y allá.
Así pues, la educación de nuestro sistema inmune es una de las primeras tareas de
una microbiota sana. Sin esta tutoría, nuestro sistema inmune destruiría todas nuestras
bacterias, no solo las patógenas. Desde el momento en que nacemos, nuestras bacterias
consiguen a regañadientes la aceptación de nuestro sistema inmune, que aprende a no
ponerse en alerta máxima cuando ve a unas pocas E. coli aisladas. Este adiestramiento
dura hasta que nos destetamos: entonces nuestro sistema inmune parece hallarse ya
perfectamente fijado.
Para invasores que nunca ha visto antes, nuestro sistema adaptativo está preparado
con células cazadoras y asesinas constantemente en guardia. Las células T reguladoras
mantienen a raya a estas células inmunes hiperactivas y ejercen sobre ellas un efecto
calmante. En las circunstancias adecuadas, una célula T reguladora expuesta a una
bacteria comensal puede aprender a aceptarla. Es una lección perdurable. Estas células
T reguladoras protegerán a nuestras bacterias buenas de por vida. Una célula T
reguladora educada le dice a nuestro sistema inmune que, en lo que a nuestros
comensales respecta, estas no son las bacterias que está buscando.8
Algunas bacterias son específicas del anfitrión, y no todos los comensales humanos
educan de forma adecuada al sistema inmune del ratón.9 No obstante, todavía existen
más cosas en común que diferencias en las relaciones entre animal y bacteria, y varios
estudios han demostrado que la mayoría de los microbios humanos funcionan como se
espera cuando son transferidos a ratones.10
En nuestro laboratorio, recogimos muestras fecales de treinta y cuatro pacientes humanos deprimidos y de
treinta y tres controles sanos. Vimos que la microbiota de los pacientes con depresión era menos diversa que la
de los controles. Después transferimos estas muestras a ratas. Las ratas que recibieron materia fecal de
pacientes deprimidos mostraron síntomas de depresión y ansiedad, mientras que las de los controles no lo
hicieron. Esto nos sugería que la microbiota puede desempeñar un papel causal en el desarrollo de la
depresión, y podría presentar un objetivo para el tratamiento y la prevención de este trastorno.11
Estudios en animales como estos indican una asociación significativa entre la microbiota
y el estado de ánimo, ya seamos un roedor o un humano. Si no educamos de manera
adecuada a nuestro sistema inmune, podríamos estar pulsando la alarma
continuamente y atacar a nuestros comensales normales. Este parece ser un factor
importante en los trastornos gastrointestinales como la EII.12 Puede ocurrir debido a un
adiestramiento temprano defectuoso o, como les ocurrió a las personas de Walkerton,
debido a una infección importante que de alguna manera interfiere con la memoria
inmune. Si nuestro sistema inmune se halla constantemente en alerta, desarrollaremos
una inflamación crónica, que puede conllevar depresión y ansiedad.
Las bacterias no se encuentran únicamente en nuestra piel y en nuestro tubo
digestivo: están incrustadas en nuestra misma carne. Algunas de ellas se hallan allí para
aprovecharse de una célula cálida. Otras están allí para matarnos. Y, aun así, sin
algunas de ellas podríamos morir. Es probable que ahora mismo tengamos un millar de
especies diferentes de bacterias viviendo en y sobre nosotros. Algunas de ellas son la
primera línea de defensa contra los patógenos, las bacterias realmente desagradables.
Las bacterias producen toxinas, principalmente para eliminar a microbios competidores.
A veces somos víctimas inocentes de este fuego cruzado, y el resultado puede ir de la
inconveniencia a la incontinencia. La cantidad y la gravedad de la toxina son unos de
los marcadores que distinguen a las bacterias comensales amigables de los patógenos.
En este libro leeremos acerca de muchas especies de bacterias, pero hay dos géneros
principales que serán el centro de atención: Bifidobacterium y Lactobacillus. Ya hemos
apodado Bifido al primer género, y aquí llamaremos Lacto al segundo. A menudo
abreviaremos todavía más el nombre hasta la primera letra cuando hablemos de
especies diferentes, como B. breve por Bifidobacterium breve, o L. acidophilus por
Lactobacillus acidophilus. (Si estos nombres le suenan familiares al lector, se debe a que
son populares en muchos alimentos fermentados, en especial en el yogur).
Cuando nacemos, predominan las especies Bifido, pero con el tiempo las especies
Lacto empiezan a dominar. Por lo general, se considera que estos dos géneros son
probióticos, y las investigaciones demuestran que también tienen propiedades
psicobióticas. Con el tiempo, los humanos han dado la bienvenida a estas y a otras
bacterias beneficiosas. Nos sirven bien (nos ayudan a producir vitaminas importantes,
como la B12 y la K), pero, al depender de ellas, a menudo nos hemos hecho vulnerables a
sus caprichos. Si no preparamos el alojamiento adecuado para los microbios buenos,
podemos sufrir las consecuencias, no solo problemas gastrointestinales, sino también
depresión, ansiedad, psicosis y demencia. Sin embargo, por mucho que parezca que los
microbios tengan el control, todavía estamos nominalmente al mando. La dieta que
elijamos, como veremos, es muy importante para determinar con qué bacterias
terminaremos viviendo.
Las bacterias del género Bifidobacterium, en forma de Y (izquierda), y las del yogur, entre ellas las del género
Lactobacillus, en forma de bastón (derecha), son probióticos demostrados y algunas de las primeras bacterias
que consume un bebé.
COMPLICACIONES VÍRICAS
En el tubo digestivo, los virus son muchísimo más abundantes que las bacterias.
Algunos virus, denominados bacteriófagos (o, simplemente, fagos), pueden destruir
bacterias. De hecho, la terapia con fagos hace décadas que se ha usado como un tipo de
tratamiento antibiótico. También pueden causar que bacterias benignas se conviertan en
bellacas. Las toxinas de la difteria, la tosferina, el botulismo, el shiga y el cólera son
todas inducidas por virus. A veces, los virus modifican simplemente el comportamiento
de las bacterias. Por ejemplo, la E. coli puede ser infectada por un fago, que ayuda a que
se pegue a nuestras mejillas y forme placas. Otros virus causan que las bacterias
invadan las células que tapizan nuestro tubo digestivo.
A pesar de su enorme influencia, todavía se sabe poco de los virus. Mientras que
plantas, animales y bacterias pueden categorizarse claramente en árboles filogenéticos,
los virus son más difíciles de descifrar. Parte de la razón tiene que ver con que tienden a
la promiscuidad. Pueden captar un gen de una bacteria y después inyectarlo en un
microbio sin relación alguna con aquella. A esto se lo llama transducción, o
transferencia génica horizontal. Esto hace que estos virus que intercambian ADN sean
difíciles de clasificar debido a que muchos de sus genes no son en absoluto sus genes.
Esto confiere a los virus una sorprendente cantidad de ventajas en la evolución de la
vida.
La transferencia génica no solo tiene lugar en las bacterias, sino en todos los
organismos, por lo general mediada por un virus. Si ocurre en un espermatozoide o en
un óvulo de un animal, aquel gen será transmitido a la siguiente generación. Si resulta
ser útil, podrá convertirse en un cambio permanente, que se transferirá a las
generaciones siguientes. En nuestro propio ADN encontraremos cientos de estos genes
víricos. Al comparar los genes víricos en otras especies emparentadas, podemos incluso
calcular cuándo se hicieron estas adiciones. Por ejemplo, si un gen vírico se encuentra
en el ADN de humanos y chimpancés, entonces tuvo que añadirse antes de que las dos
especies se separaran, hace al menos cinco millones de años.
Asimismo, los virus pueden actuar como una especie de mecanismo de reserva,
aunque no siempre para nuestro beneficio. Cuando nos administramos antibióticos
incorrectamente, podemos ser víctimas de resistencia a los antibióticos, fenómeno por
el que las bacterias que no son eliminadas directamente se hacen inmunes a estos. Los
virus también desempeñan un papel aquí. Pueden transferir genes de resistencia a los
antibióticos desde especies completamente diferentes a las bacterias acosadas. Este
truco claro significa que las bacterias pueden funcionar ligeras de equipaje la mayor
parte del tiempo, con una mínima dotación de genes, y después contar con mensajeros
víricos para que las llenen de resistencia antibacteriana en momentos de necesidad.
Debido a esta plasticidad genética, puede ser difícil identificar no solo los virus, sino
también lo que significa una especie bacteriana. En la actualidad utilizamos pruebas de
ADN como una identificación definitiva de las bacterias, pero ¿qué significa esto si los
virus pueden transportar ADN entre células con aparente desenfreno?
CADA UNO DE NOSOTROS ES UN ECOSISTEMA ÚNICO
Todos presentamos un ambiente distintivo que las bacterias pueden colonizar. Podemos
tener inclinaciones genéticas que afecten a nuestro ambiente gastrointestinal. Cada uno
de nosotros tenemos una exposición única a las bacterias a través de la suciedad, las
mascotas, el alimento y otros aspectos de nuestro ambiente. Así pues, nuestra
microbiota es tan propia como nuestras huellas dactilares. Esta es la razón por la que es
improbable que cualquier probiótico o psicobiótico funcione para todos. Tendremos que
experimentar para ver qué es lo que mejor funciona para nosotros.
Tenemos al menos cien veces más genes microbianos que genes humanos. Cada gen
codifica una proteína, y cada proteína contribuye al funcionamiento tanto del microbio
como del humano. Sus esfuerzos colectivos y las maneras en que interactúan
representan una asombrosa complejidad. No todos obtenemos la mejor selección.
Algunas personas soportan microbios malos que pueden fastidiarlas durante toda su
vida. Algunos de estos genes bacterianos pueden predisponernos a la depresión o la
ansiedad. Esta es nuestra asignación básica, y es difícil (aunque no imposible)
cambiarla.
Por raro que parezca agrupar nuestros genes con los de nuestra microbiota, hay una
buena razón para hacerlo. El mundo está lleno de bacterias, en toda superficie que
tocamos y en todo bocado que damos, y evolucionan a un ritmo vertiginoso; nuestras
defensas humanas integradas son sencillamente incapaces de seguir dicho ritmo.
Mientras el lector ha leído la última frase, es probable que varias cepas bacterianas
completamente nuevas aparezcan de golpe en algún lugar del interior o de la superficie
de su cuerpo. La única manera de combatir a este enemigo que cambia de forma es
reclutar a nuestros propios transformistas.
Este es el origen de nuestra microbiota, y nos la han transmitido nuestros
antepasados, junto con nuestro ADN humano, a partir principalmente de las madres,
no de los padres. Durante milenios, hemos coevolucionado con nuestros microbios
amigables, los hemos transmitido con el nacimiento y los hemos transportado con
nosotros cuando viajamos por el mundo. Dependemos de una población básica al
tiempo que simultáneamente dejamos que un determinado porcentaje de ella cambie
rápidamente, de un día para otro, con cada nueva comida y con cada nueva
circunstancia vital. Este es el trato que hicimos hace mucho tiempo: les
proporcionaremos un lugar para vivir, y ellos nos ayudarán a eludir los desagradables
caprichos del mundo. Es una calle de dos direcciones. Dependemos de nuestros
microbios, pero ellos también dependen de nosotros. Nuestros microbios comensales
están tan asociados a nosotros y dependen tanto de nosotros que muchos de ellos no
pueden vivir en ningún otro lugar del planeta que no sea sobre y dentro de nuestro
cuerpo humano. Si no fuera por nuestra herencia microbiana, se extinguirían. Y si no
fuera por sus capacidades protectoras, nosotros mismos dejaríamos de existir.
LOS PRINCIPALES ACTORES MICROBIANOS
En nuestro tubo digestivo hay unos cien billones de bacterias, compuestas por al menos
quinientas especies. La mayor parte de ellas, alrededor del 98 %, proceden de unas
cuarenta especies divididas en solo cuatro grandes grupos (tipos, o phyla). Su
predominancia relativa en la microbiota humana está representada por los porcentajes
que se indican en la siguiente tabla. Las bacterias en gris son típicamente patógenas. Las
bacterias en negrita son los principales psicobióticos.
Firmicutes 64 %
Lactobacillus
Streptococcus
Staphylococcus
Enterococcus (E. faecalis)
Faecalibacterium prausnitzii
Clostridium (C. difficile)
Bacteroidetes 23 %
Bacteroides
Prevotella
Alistipes
Proteobacterias 8 %
Enterobacteriáceas (Salmonella, Escherichia coli, Klebsiella, Shigella)
Campylobacter (C. jejuni)
Actinobacterias 3 %
Bifidobacterium
TOTAL 98 %
Con los alimentos muy procesados de la civilización moderna, los antibióticos de
amplio espectro y la mejora de la higiene, quizás estemos alejando el equilibrio de esta
antigua asociación…, y en realidad estemos poniendo en peligro dicha relación. Es
posible que este cambio microbiano sea la base del rápido aumento (de otro modo
inexplicable) de la obesidad, de las enfermedades autoinmunes, de la depresión, de la
ansiedad y de muchos otros problemas de salud que sufrimos hoy en día.
No somos un solo organismo, sino una colección. Muchos de nuestros aspectos más
humanos (nuestro estado de ánimo, nuestros deseos, incluso la forma de nuestro
cuerpo) pueden estar producidos por nuestros microbios. Resulta un poco humillante,
pero este conocimiento lleva asociada la posibilidad de reafirmar nuestro control. Para
hacerlo, necesitamos aprender el lenguaje de los microbios.
CÓMO ENCARGAN PIZZA LOS MICROBIOS
Las bacterias pueden hablarnos. La complejidad de esta conversación hace que Internet
parezca anticuado. Hay cuatro mil millones de usuarios de Internet, pero tenemos diez
billones de bacterias solo en nuestro tubo digestivo, todas las cuales se están enviando
mensajes entre ellas… y a nosotros. Nuestro tubo digestivo puede hablarle a nuestro
cerebro empleando varias redes biológicas, pero no siempre obtenemos un canal claro.
Nuestro cerebro puede hablarle a nuestro tubo digestivo mediante estos mismos
canales. Solo la décima parte de nuestros nervios se dedica a este canal de retorno, pero
representa una técnica adicional importante (junto con los psicobióticos) para
ayudarnos a tomar el control sobre los microbios del tubo digestivo.
Hay estudios que han demostrado que la terapia cognitivo-conductual (TCC) puede
ayudar a personas que padecen SII. Existen investigaciones en marcha para determinar
qué mecanismo hay detrás de esta intrigante conexión cerebro-tubo digestivo. Es
emocionante pensar que podríamos resolver nuestros trastornos gastrointestinales con
terapia de conversación, con la que mejoraríamos nuestro tubo digestivo, reduciríamos
la inflamación y conseguiríamos mejoras todavía mayores en salud mental: un círculo
virtuoso. También puede establecerse un círculo vicioso: el estrés puede impactar
negativamente sobre nuestra biota intestinal, que a su vez puede volvernos más
ansiosos. Al igual que el estrés, las lesiones cerebrales pueden perturbar también a
nuestra microbiota, lo que puede afectar a nuestra recuperación de una apoplejía y de
heridas.13
Las técnicas para «contestar» a nuestra microbiota son el punto crucial de nuestro
relato. Podemos cambiar de la noche a la mañana la composición de nuestro intestino
solo con comer alimentos diferentes. Esta es una consecuencia natural de la plasticidad
extrema de nuestra microbiota, que puede reorganizarse en minutos para habérselas
con alimentos nuevos. En los capítulos que siguen, el lector descubrirá más cosas acerca
de nuestra relación íntima con nuestra microbiota y, más importante todavía, cómo
podemos controlar dicha asociación para mitigar la depresión y la ansiedad.
Los microbios del tubo digestivo producen toda suerte de sustancias químicas para
hablar entre sí y hablarle a nuestro intestino; dicha información se transmite a nuestro
cerebro sobre todo a través del nervio vago, que es un nervio largo y disperso que va
desde el cerebro a todos nuestros órganos corporales. El problema con esta
comunicación es que tiene muy pocas palabras. Estas son, sobre todo, «bien, bien, bien,
hambriento, hambriento, lleno, bien, bien…».
Estamos diseñados para que muchos de nuestros sistemas (como el corazón, los
pulmones y el tubo digestivo) funcionen con piloto automático. Solo sabemos qué es lo
que ocurre ahí abajo cuando tenemos un problema importante. Pero podemos
sintonizar las señales más sutiles que provienen de nuestro tubo digestivo. Nuestra
microbiota tiene necesidades, y a lo largo de nuestra vida ha aprendido cómo
informarnos de ellas. Cuando nos despertamos y tenemos ganas de comer una
rosquilla, ¿de dónde creemos que procede tal idea? Nuestros antojos suelen ser
simplemente circulares informativas que envían nuestros microbios del tubo digestivo.
Contienen una lista completa de las proteínas, azúcares y grasas que quieren.
He aquí un ejemplo de cómo funciona esto. Algunos microbios, especialmente
nuestras especies amigables de Bifido, producen butirato, que alimenta y cura el
revestimiento de nuestro intestino. El butirato puede abrirse camino hasta el cerebro,
donde puede inducir un estado de ánimo favorable, disminuir la inflamación,14 o
promover la producción de una hormona del crecimiento cerebral.15 Todos estos
cambios pueden mejorar nuestro estado de ánimo e incluso ayudarnos a pensar mejor.
Nuestras Bifido prosperan a base de la fibra de nuestra dieta. Si les suministramos
fibra y comprobamos que nuestro estado de ánimo mejora, con el tiempo empezaremos
a desear la fibra que hace que nos sintamos bien. Es una sencilla manera pavloviana de
crear un antojo. Nuestras Bifido nos han condicionado para que las alimentemos. No es
solo butirato. Algunas bacterias, como las especies de Lacto, van incluso más allá. En
estudios de personas que padecen SII, se descubrió que algunas especies de Lacto
manipulan realmente los receptores de opioides y canabinoides en el cerebro, que
actúan casi como un chute de morfina.16 Al igual que la adicción a la euforia que
produce una droga, este tipo de reacción puede conducir a antojos por cualquier tipo de
comida que nuestros microbios Lacto prefieran. Podemos pensar que todos nuestros
antojos se hallan en nuestra mente, pero las probabilidades son que se inicien con las
bacterias de nuestro tubo digestivo.
El nervio vago es un conducto importante en dos direcciones entre nuestro cerebro y nuestros órganos
internos, entre ellos el tubo digestivo.
A los ratones libres de gérmenes les gusta el azúcar más que a los ratones
convencionales, y sus receptores del gusto están alterados para ansiarlo.17 El azúcar es
una fuente de energía excepcional, pero los ratones convencionales tienen una
microbiota diversa que requiere otras importantes fuentes alimentarias que compiten
con el azúcar, como grasas y proteínas. Según esto, los antojos de azúcar pueden
considerarse como una consecuencia de un tubo digestivo disbiótico. Es probable que
ello esté relacionado con los antojos de azúcar de las personas que se encuentran en
hospitales psiquiátricos. También se han visto antojos de azúcar en personas que están
estresadas.18 Podría responder a un intento por parte del cuerpo de llenarse de
alimentos energéticamente densos que pueden convertirse rápidamente en acción
muscular, una respuesta típica del estrés.
Los antojos experimentan un cambio importante en las personas a las que se ha
sometido a una derivación estomacal para perder peso. Tienen una microbiota
completamente diferente y antojos totalmente nuevos.19 En realidad, gran parte de la
pérdida de peso atribuida a un estómago más pequeño se debe realmente a otros
factores, entre ellos el cambio de gustos. Los estudios empiezan a indicar que gran parte
de ello puede deberse a la microbiota alterada.
Cada especie de bacteria tiene sus propias preferencias alimentarias. A las
bacteroidetes les gustan las grasas, las Prevotella disfrutan con los carbohidratos y las
Bifido son amantes de las fibras. Cada una de ellas tiene su propia manera de pedir una
comida apropiada, y también tienen formas de agradecérnoslo.
Algunas bacterias no se caracterizan por su sutileza. Muchas cepas de E. coli son
ciudadanos modelo en el tubo digestivo, pero otras son patógenos estrictos, como la E.
coli enterohemorrágica (ECEH). Mientras haya suficiente azúcar para apaciguarla, la
ECEH se portará bien con nuestros otros colegas gastrointestinales. Pero si el azúcar se
agota, la ECEH se vuelve mala y perfora nuestro revestimiento intestinal, lo que,
potencialmente, puede causar diarrea sangrienta.20 Esta es una manera terrible de hacer
sonar la campanilla de la comida, pero capta nuestra atención. Si tenemos ECEH, las
golosinas funcionan realmente como una medicina.
Este tipo de comportamiento se denomina virulencia bacteriana. El Shigella flexneri es
otro microbio que se queja de la falta de azúcar volviéndose virulento.21 Se trata de
patógenos, pero los mismos principios parecen aplicarse también a las bacterias
comensales. Si no obtienen lo que quieren, pueden provocar un berrinche. Cuando esto
ocurre, quizá no lo sepamos directamente, pero cuentan con maneras de hacer que nos
sintamos incómodos hasta que les damos lo que quieren. Estamos ante esa rara
sensación que hace que de repente nos apetezca un caramelo u otro tentempié. Quizá
no conozcamos la razón, pero sabemos que hay un agujero del tamaño de un bombón
en nuestro tubo digestivo, y rápidamente nuestra tarea es llenarlo.
Siendo organismos tan minúsculos y sencillos, las bacterias tienen una sorprendente
gama de trucos. Si nuestro tubo digestivo está sano, habrá un bullicio cosmopolita de
microbios sin ninguna especie dominante. Esto significa que ninguna especie puede
ejercer demasiado control. En cambio, un tubo digestivo disbiótico tiene menos
diversidad. Unos pocos microbios dominantes pueden gobernar el terreno, emitiendo
demandas de alimentos específicos de manera regular. Quizá podamos hacer caso
omiso de estos antojos con nuestra superior fuerza de voluntad, pero nuestros
microbios no cederán sin luchar.
Nuestros antojos parecen una parte integral de nuestra psique. Nos encanta el
chocolate, somos gente de pizza, somos comedores de carne y patatas. Mientras
sintamos que esto forma parte de nuestra personalidad, es improbable que realicemos
cambio alguno. Así es como somos. Pero cuando pensamos en nuestros gustos como
deseos microbianos, quizá nos resulte más fácil recuperar el control.
TOMEMOS LAS RIENDAS DE NUESTRA MICROBIOTA
¿Le han dicho alguna vez al lector que «todo está en nuestra mente»? Suele ser la
inquietante actitud médica hacia pacientes que tienen condiciones que implican
vagamente al tubo digestivo pero que afectan de manera definitiva a la mente. Existe un
límite a las pruebas que pueden efectuar los médicos. Si nuestra enfermedad no aparece
en aquella serie de pruebas, nos hallamos en el territorio de rascarse la cabeza. Los
médicos buenos admitirán que, sencillamente, no lo saben. Si el lector tiene médicos
como estos, dé las gracias y no los deje escapar. Pero otros médicos podrían decirle que
es algo psicosomático, que todo está en su cabeza. Si no pueden diagnosticarlo, es que
nos lo estamos inventando.
De hecho, algún tipo de evaluación de la microbiota sería un buen complemento de
cualquier examen médico… y asimismo de cualquier examen psíquico. La realidad que
está revelando la investigación psicobiótica es que muchos problemas que creemos que
son puramente mentales están en realidad directamente relacionados con disbiosis del
tubo digestivo. Lamentablemente, todavía existen muy pocas herramientas para
indagar la salud de nuestra microbiota, de modo que puede ser difícil demostrar que
está pasando algo real y que no se trata solo de nuestra imaginación. Investigaciones
recientes realizadas en la Universidad de California en San Diego han demostrado que
un ordenador puede discriminar entre tubos digestivos sanos y disbióticos, de manera
que puede ser que pronto nos llegue ayuda.22 Mientras tanto, el lector, simplemente, tal
vez tenga que realizar dicha evaluación por sí mismo…, y este libro le ayudará.
Muchas de las peculiaridades personales que creemos que indican «sencillamente
cómo somos» pueden ser mensajes vagos procedentes de nuestro tubo digestivo.
Afectan a nuestro estado de ánimo, aunque no podamos señalar con el dedo su origen.
Darse cuenta de lo que se está cociendo en nuestro tubo digestivo (y de cuánta
influencia tiene nuestra microbiota) nos otorga ventaja. Nuestros microbios pueden ser
más numerosos que nuestras propias células, pero podemos ser más listos que ellos.
Además, esta masa de microbios ha sido nuestra compañera desde que teníamos unos
tres años de edad. Sin ser conscientes de ello, hemos deducido cómo alimentar a
nuestras bestias particulares y las hemos integrado en nuestra vida. Si estamos sanos,
esto opera en favor nuestro.
Sin embargo, si nos sentimos deprimidos, ansiosos o simplemente raros, es muy
probable que sea nuestro tubo digestivo el que se esté comportando mal. Y podemos
hacer algo al respecto. Es posible cambiar la composición de nuestras bacterias
gastrointestinales simplemente alimentando a los tipos buenos y haciendo pasar
hambre a los malos. Esto no quiere decir que el viejo régimen no intente reafirmarse,
porque lo hará. Patógenos aislados pueden ocultarse en cualquier fisura de nuestro
tubo digestivo. Siempre van a gritar, pero podemos elegir ignorar esta petición
marrullera de una chocolatina y enseñarle al tubo digestivo quién es el jefe. En los
capítulos siguientes, el lector aprenderá cómo volver a tomar las riendas.
3
NUESTRA MICROBIOTA, DESDE EL NACIMIENTO A LA
MUERTE
Mi madre gemía, mi padre lloraba: yo salté al peligroso mundo.
WILLIAM BLAKE
Nuestra implicación con los microbios empieza temprano y cambia espectacularmente a
medida que crecemos. Este capítulo nos sigue a nosotros y a nuestra microbiota desde
un brillo en los ojos de nuestros padres hasta el amargo final. Se trata de una relación
sorprendente que, como todas las buenas relaciones, se hace más rica con el tiempo.
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  • 1.
  • 2. SCOTT C. ANDERSON John F. Cryan y Ted Dinan LA REVOLUCIÓN PSICOBIÓTICA La nueva ciencia de la conexión entre el intestino y el cerebro
  • 3. NOTA A LOS LECTORES Este libro se basa en investigaciones y en la experiencia profesional de los autores. Se ofrece al público en el bien entendido de que no se pretende que sea un consultorio médico o de otro tipo para el lector individual. Este no ha de usar la información que la obra contiene como sustituto del consejo de un profesional médico autorizado. El lector debe consultar con su profesional médico autorizado antes de usar los probióticos que se describen en este libro. Hasta donde sabemos, la información que se proporciona es exacta en el momento de la publicación de la obra. Autores y editor renuncian a cualquier tipo de responsabilidad en relación con cualquier pérdida, lesión o daño producido directa o indirectamente por el uso de este libro. La mención de productos, compañías u organizaciones específicos no implica que los autores y el editor de esta obra avalen dichos productos, compañías u organizaciones.
  • 4. PREFACIO ¿Controlan las bacterias nuestro cerebro? ¡Parece absurdo! Las bacterias son tan ridículamente diminutas que mil de ellas cabrían dentro de una única célula humana. Y, sin embargo, parece como si tuvieran superpoderes. Las bacterias carnívoras pueden eliminar a un ser humano en cuestión de pocos días. La peste negra acabó con civilizaciones enteras. ¿Acaso estos seres primitivos podrían tomar las riendas de nuestra mente, tan exquisitamente evolucionada? La respuesta es sí. De la misma manera que los científicos averiguan cada día más cosas acerca de los billones de microbios que viven en nuestro interior, también están descubriendo que, en realidad, algunos de estos microbios pueden tomar posesión de nuestra mente, controlar nuestros gustos y alterar nuestro estado de ánimo. En 2004 monté un laboratorio para una compañía en Ohio y empecé a diseñar y analizar experimentos animales sobre problemas gastrointestinales (GI) como la colitis. Leí muchísima literatura científica acerca de las relaciones entre la salud y las enfermedades del tubo digestivo. En dichos estudios siempre se mencionaba una asociación entre la salud intestinal y la salud mental. Cuando me centré en los artículos sobre bacterias intestinales que tenían una perspectiva psicológica, supe del trabajo de Ted Dinan y John Cryan, dos de los principales investigadores en este campo. De hecho, fueron ellos los que acuñaron el nuevo término para dar nombre a los microbios que pueden mejorar nuestro estado de ánimo: psicobióticos. Estos microbios son actores principales en el eje tubo digestivo-cerebro: la comunicación entre nuestros intestinos y nuestra mente. Descubrí pronto lo increíblemente productivos que son Cryan y Dinan: solo en esta década, han escrito conjuntamente más de cuatrocientos artículos revisados por iguales. John Cryan es catedrático de Anatomía y Neurociencia, y Ted Dinan es director del departamento de Psiquiatría, ambos en la Escuela Universitaria de Cork (UCC), Irlanda. Los dos son investigadores principales en el APC Microbiome Institute, de la UCC, donde gestionan un equipo de investigadores jóvenes y brillantes que han acudido de todo el mundo para unirse a ellos en esta investigación puntera. Cryan y Dinan encabezan una revolución que cambia por completo antiguas doctrinas de casi todas las ramas de la biología, y que puede tener efectos sustanciales sobre las decisiones que tomemos para permanecer sanos y para tratar las enfermedades. Cuando decidí escribir un libro sobre los psicobióticos, sabía quiénes serían mis guías. Me puse en contacto con los doctores mediante Skype, e iniciamos un
  • 5. diálogo que en último término condujo a una deliciosa cena a base de pescado y champán en Cork…, y a la obra que ahora está leyendo. En este libro, yo seré el narrador primario. Mientras guío al lector a través de la biología básica, John Cryan y Ted Dinan le introducirán a sus laboratorios. Cuando sean ellos los que queden a cargo de la narración, esta tendrá el siguiente aspecto: En neurociencia y medicina, estamos condicionados a pensar únicamente en lo que ocurre por encima del cuello en términos de la regulación de nuestras emociones, pero esto está cambiando. La investigación, incluida la que llevamos a cabo nosotros en el APC Microbiome Institute de la UCC, está volviendo literalmente del revés este concepto. Estamos empezando a darnos cuenta cabal de la importancia que la función digestiva y los alimentos que comemos tienen sobre nuestro bienestar mental. Son Cryan y Dinan los que hablan. El lector oirá sus voces continuamente, cuando le den vida a su investigación. En algunos casos, citarán directamente sus investigaciones publicadas; en otros, comentarán trabajos prometedores en este campo. Sus teorías psicobióticas impregnan el libro, como lo hacen las teorías de docenas de otros investigadores que han estado encontrando una conexión similar entre los microbios del tubo digestivo y el cerebro. Cryan y Dinan han revisado pacientemente todo el libro; ha sido una colaboración maravillosa que todos esperamos que les proporcione a nuestros lectores el mejor estado de ánimo posible. SCOTT C. ANDERSON
  • 6. 1 CONOZCAMOS NUESTROS MICROBIOS Si los microbios controlan el cerebro, entonces los microbios lo controlan todo. JOHN F. CRYAN Los microbios nos rodean y nos bañan. Estamos en una grave desventaja numérica frente a ellos. Una única bacteria, si tuviera suficiente alimento, podría multiplicarse hasta que sus hermanas alcanzaran la masa de la Tierra al cabo de solo dos días. Esta es una buena prueba de sus superpoderes: son excelentes a la hora de reproducirse. También son unas libertinas cuando deben cruzarse entre ellas y no se detienen cuando se trata de intercambiar genes con quienquiera que se encuentre cerca. Son tan promiscuas que los biólogos ni siquiera pueden identificar positivamente a muchas de ellas. Su ADN está acribillado con genes que se han tomado prestados de otras especies, incluso de otros reinos de la vida. Si se les aplica antibióticos, quizá solo dependan de un virus que pase por allí para apropiarse de un útil gen de resistencia a estos. Pueden mutar cada veinte minutos, mientras que los humanos intentan contraatacar con puestas al día evolutivas y genéticas que se producen cada diez mil años, aproximadamente. Son dinamos genéticas que no paran de dar vueltas a nuestro alrededor. Por suerte, la vida tiende a inclinarse hacia la cooperación y a formar alianzas gustosamente para promover una causa común. Presumiblemente, esta es la razón por la que nuestro planeta está revestido de materia viva. Y este es el motivo por el que, hace algunos millones de años, bacterias y animales sellaron un trato. A cambio de un lecho húmedo y un bufete cálido, bacterias beneficiosas se encargaron de la tarea de defendernos de los patógenos del mundo, que proliferaban alocadamente. Se necesita un germen para luchar contra un germen. De manera que, en la actualidad, en nuestro tubo digestivo se hospedan billones de bacterias. Están en línea las veinticuatro horas, los siete días de la semana. Se las tienen con los microbios malignos e incluso nos ayudan desde el punto de vista nutricional al producir vitaminas y extraer las últimas calorías de cada mota de fibra. Cuando todo funciona perfectamente, no prestamos atención a nuestro tubo digestivo. Al igual que nuestro corazón y nuestro hígado, es mejor si estas cosas funcionan con piloto automático. Nuestra mente consciente está demasiado atareada intentando encontrar las llaves de casa (que siempre perdemos) como para confiar en que haga funcionar
  • 7. estos órganos fundamentales. La naturaleza nos ha construido un aparato gastrointestinal (GI) que puede operar con completa independencia de nuestro distraído cerebro. En realidad, nuestro tubo digestivo tiene un cerebro propio, para eximirnos de estos detalles gastronómicos domésticos…, al menos hasta que las cosas se tuercen.
  • 8. NUESTRA MICROBIOTA La comunidad de microbios que viven en nuestro tubo digestivo (lo que se conoce como microbiota) es como otro órgano de nuestro cuerpo. Es un alienígena inquieto que vive en nuestro interior, que fermenta nuestra comida y que nos protege celosamente contra los intrusos. Es un órgano completamente insólito se mire como se mire, pero lo es todavía más porque su composición cambia con cada comida. Y no está hecha solo de bacterias. Nuestra microbiota es también el hogar de viejos seres vivos relacionados con los seres de intensos colores que tiñen los manantiales termales, los llamados arqueas. Incluye los reyes de la fermentación, las levaduras. Alberga protozoos, unicelulares y nadadores, siempre a la caza. También comprende un número incluso más descabellado de virus: unos diminutos parientes de las bacterias, como estas lo son de las células humanas. Nuestra microbiota intestinal es espectacularmente cosmopolita, por lo que su estudio es una tarea muy compleja. Nuestra microbiota se comunica directamente con nuestro segundo cerebro. Es un concepto con el que Michael Gershon, ya en 1998, se refería a la red de nervios que rodean nuestro tubo digestivo. Un buen conjunto de microbios anima a este segundo cerebro a que el festín continúe. Para la buena salud, incluida la mental, la comida que ingerimos ha de ser buena para nosotros y para nuestra microbiota. Nuestro tubo digestivo alberga una sorprendente variedad de seres vivos, entre los que hay protozoos, hongos, bacterias y virus (que aquí se muestran con un fragmento de fibra).
  • 9. Este libro nos ayudará a elegir más adecuadamente, porque aprenderemos qué alimentos son mejores para nuestra microbiota, incluidos lo que ahora llamamos psicobióticos. En 2013, definimos un psicobiótico como un organismo vivo que, cuando se ingiere en cantidades adecuadas, produce un beneficio para la salud en pacientes que padecen una enfermedad psiquiátrica. Como una clase de probióticos, dichas bacterias son capaces de producir y emitir sustancias neuroactivas tales como ácido gamma-aminobutírico y serotonina, que actúan sobre el eje cerebro-tubo digestivo. La evaluación preclínica en roedores sugiere que determinados psicobióticos poseen actividad antidepresiva o reductora de la ansiedad. Los efectos pueden ser mediados a través del nervio vago, la médula espinal o sistemas neuroendocrinos.1 Recientemente, hemos sugerido la ampliación del concepto de psicobiótico para incluir los prebióticos: la fibra que actúa como alimento para los psicobióticos.2 Nuestra microbiota no es una gran habladora, pero se hace oír. Puede hacer que nos sintamos mejor si la alimentamos con lo que quiere, y puede hacer que nos sintamos fatal si no lo hacemos. Una manera es mediante los antojos. Podemos notar que tenemos simplemente una predilección personal por determinados dulces, pero quizá no sea una cosa nuestra en absoluto. Puede ser simplemente un canto de sirena procedente de un órgano ajeno que vive en nuestro intestino. Una parte de nuestra microbiota pide turrón, y otra demanda chocolate. Ambas nos guían (utilizando técnicas que comentaremos en este libro) hasta una barrita de chocolate. Poco después de comerla, nuestra microbiota libera azúcares y ácidos grasos, lo que levanta considerablemente nuestro ánimo. Por lo que parece, nuestros antojos podrían pertenecer más al segundo cerebro (el de nuestro tubo digestivo) que al que hay en nuestra cabeza. ¿Quién dirige realmente el cotarro? Asimismo, nuestra microbiota puede afectar a nuestro humor. Tomemos un caso evidente como una intoxicación alimentaria. Nuestra microbiota reconoce los intrusos patógenos y empieza a atacarlos. Procura que pasen hambre o bien intenta envenenarlos, y (muy importante) alerta a nuestro sistema inmune o inmunitario. A todo tren, ese segundo cerebro se prepara para purgar nuestro sistema. Nos envía una repentina advertencia para que encontremos un lavabo cuanto antes. Llegados a este punto, nuestro estado de ánimo es de una ansiedad aguda. Imagine ahora el lector que esto sucede un día tras otro. Es lo que ocurre cuando tenemos una inflamación crónica, causada a menudo por una brecha en nuestras defensas microbióticas. La ansiedad y la depresión pueden convertirse en un compañero constante. La naturaleza nos ha programado para sentirnos decaídos cuando tenemos una infección. Se conoce como comportamiento de enfermedad. Ya conocemos la sensación: «Déjame tranquilo, pero tápame y tráeme un caldo». Tiene sentido, porque conserva nuestra energía para luchar contra el bicho. Sin embargo, desde un punto de vista
  • 10. evolutivo, también funciona para nuestros compañeros de piso, que se beneficiarán cuando nos retiremos a nuestro espacio propio y tranquilo, y dejemos de extender el contagio. Si se soporta durante un periodo largo, el comportamiento de enfermedad se conoce como depresión. En función de los niveles de inflamación, podemos padecer periodos alternos de depresión y ansiedad. Podemos pensar que estas enfermedades son estrictamente un problema cerebral. Pero, en realidad, hay dos cerebros implicados, así como una o dos glándulas. La enfermedad es una de las maneras nada sutiles en que nuestra microbiota es capaz de influir sobre nuestro estado de ánimo. Puede resultar un duro golpe para el ego, pero no estamos solos en nuestro cuerpo. Ahora mismo, nuestra microbiota está haciendo planes en relación con nuestro futuro. Mediante la manipulación de nuestros antojos y nuestro humor, controla nuestro comportamiento. Este libro explora la sorprendente conexión tubo digestivo-cerebro y nos muestra cómo obtener ventajas de ella. Ahora mismo nuestro tubo digestivo puede estar al mando, pero nunca es demasiado tarde para reacondicionarlo. Recuerde el lector que nuestra microbiota se renueva cada hora, aproximadamente. La tasa de renovación es enorme, y podemos desviarla con algunos trucos asombrosamente sencillos. Hemos dejado que nuestro tubo digestivo haga funcionar nuestra vida durante demasiado tiempo. Ya es hora de que intervengamos. Mostraremos al lector cómo volver al asiento del conductor.
  • 11. ¿ACASO ESTE LIBRO SERÁ DEPRIMENTE? ¡No, exactamente lo contrario! Aquí encontraremos cómo los psicobióticos pueden ayudarnos a llevar una vida más feliz y más sana. Aunque el lector no sufra depresión ni ansiedad, esta alucinante investigación demuestra que un tubo digestivo mejor equilibrado puede mejorar el estado de ánimo de cualquiera. Incluso puede mejorar nuestra manera de pensar y aumentar nuestra memoria. Lejos de ser deprimente, este es un relato inspirador que puede ayudar a millones de personas afectadas por la depresión o la ansiedad. Desde luego, hay más de una manera de sentirse deprimido: la pérdida de un ser querido u otros traumas psíquicos nos pueden deprimir. A primera vista, acontecimientos externos de este tipo no parecen relacionados con nuestra microbiota intestinal, e inicialmente no suelen estarlo. Pero la conexión tubo digestivo-cerebro es una calle de dos direcciones. La desesperación, la ansiedad y la depresión pueden provocar cambios negativos en nuestra microbiota, denominados disbiosis. Dicha disrupción puede generar ansiedad y depresión. Crea lo que la mayor parte de la vida intenta evitar a toda costa: un circuito recurrente positivo, también conocido como círculo vicioso. Hoy en día, sufrimos una epidemia de depresión sin una causa externa evidente. Padecemos también una epidemia de problemas digestivos. Ambas se encuentran estrechamente asociadas: un fenómeno llamado comorbilidad. Las investigaciones continúan revelando conexiones entre la salud gastrointestinal y otras enfermedades, tanto mentales como físicas. La depresión acompaña muchas de estas enfermedades, entre ellas el párkinson, el alzhéimer, el síndrome del intestino irritable (SII), la enfermedad inflamatoria intestinal (EII), la obesidad, la psoriasis, la artritis, la esclerosis múltiple (EM), el autismo y muchas más. Dichas enfermedades empiezan a veces con depresión o ansiedad…, y a veces terminan con ellas. Nuestras investigaciones han demostrado que es como Downton Abbey:* tenemos dos comunidades que viven juntas en una única casa. Se necesitan mutuamente para sobrevivir, pero van por ahí ignorándose más o menos. Solo cuando las cosas van mal en la planta baja, tiene lugar el drama real en el piso de arriba. Las investigaciones siguen revelando conexiones entre enfermedades digestivas y cerebrales aparentemente no relacionadas. ¿Qué tienen que ver enfermedades cutáneas como la psoriasis y el eccema con problemas cerebrales como la esclerosis múltiple (EM)? La sorprendente conexión es la microbiota intestinal. Incluso condiciones en apariencia intratables, como el autismo, pueden mejorar con psicobióticos. Los vínculos sociales normales pueden depender de un tubo digestivo sano.
  • 12. Resulta interesante que se pueda inducir depresión con una minúscula cantidad de la pared celular de un patógeno. Esa guerra bacteriana hace tanto tiempo que tiene lugar que nuestros antepasados evolucionaron genes para habérselas directamente con ella. Nuestro sistema inmune puede detectar estas moléculas bacterianas a niveles muy bajos. Esto forma parte de nuestro sistema inmune innato, y no necesita ningún tipo de adiestramiento. Solo reacciona, y lo hace con celeridad. Sin embargo, poseemos otro sistema inmune que es más sutil y que necesita adiestramiento: nuestro sistema inmune adaptativo es muy complejo. Este sistema adaptativo (que trabaja estrechamente con nuestra microbiota) puede protegernos frente a patógenos que nunca ha visto. Es una hazaña realmente notable. Pero no es perfecto, y puede infligir algún daño colateral grave. En este libro, el lector aprenderá a ajustar su sistema adaptativo para poder enfrentarse con los fuegos de la inflamación. Nuestros genes contienen el programa de todas las proteínas que constituyen nuestro cuerpo. Algunas enfermedades genéticas, como la anemia falciforme o la enfermedad de Huntington, son inevitablemente progresivas y difíciles o imposibles de tratar. Sin embargo, otras muchas enfermedades con un componente genético, como el cáncer, el autismo o la esquizofrenia, se puede modificar. El tratamiento se inicia con nuestros genes microbianos, que sobrepasan en número a nuestros genes humanos en una sorprendente relación de cien a uno. Resulta un poco humillante, pero, para un observador externo, somos un organismo híbrido que, desde el punto de vista genético, solo es humano en un 1 %. Esta abundancia genética responde a la rica diversidad de microbios en nuestro tubo digestivo, constituida por miles de especies, cada una de ellas con un acervo único de genes. Debido a que estas poblaciones microbianas pueden cambiar de una comida a la siguiente (y porque poseemos control sobre dichas comidas), la madre naturaleza nos ha proporcionado la forma de ajustar nuestro acervo génico. Este libro mostrará al lector cómo hacer que la naturaleza esté de nuestra parte, de manera sencilla y segura.
  • 13. MARAVILLAS MICROBIÓTICAS La ciencia de la conexión tubo digestivo-cerebro suele ser contraria al sentido común y está llena de sorpresas. El lector descubrirá docenas de conexiones tubo digestivo- cerebro completamente inesperadas. Por ejemplo:  Los bebés necesitan las bacterias del tubo digestivo para desarrollarse adecuadamente. Estudios en los que se cría a ratoncillos en un ambiente libre de gérmenes han demostrado que son más ansiosos y presentan determinados déficits cognitivos. Para desarrollar las conexiones adecuadas, el cerebro necesita microbios intestinales para estar sano y equilibrado, y esto ha de establecerse en fecha temprana. Si se proporcionan demasiado tarde, los microbios no pueden invertir el efecto.  Nuestro tubo digestivo puede actuar como una fábrica de cerveza y dejarnos borrachos. Durante mucho tiempo, pareció algo increíble. De hecho, se sospechaba que las víctimas bebían alcohol a escondidas. Finalmente, los científicos encontraron levaduras que podían crecer en el intestino delgado y producir suficiente alcohol para dejar piripis a los pacientes. Esta fue una conexión tubo digestivo-cerebro inesperada que se curó con antifúngicos y que puso fin a una resaca continua.  Hay bacterias que viven dentro de los tejidos de nuestras hortalizas. Lavarlas solo deja limpia la superficie. Por fortuna, en su mayoría, estos microbios parecen benignos o incluso beneficiosos, pero esto solo plantea una pregunta para el movimiento que aboga por la ingesta de los alimentos crudos: ¿cómo afectan estos microbios a nuestra mente?  Hay microbios increíbles que hacen que los animales hagan cosas que son peligrosas o incluso letales. Un microbio del género Toxoplasma puede hacer que los ratones se sientan excitados por la orina de gato. Es una estrategia vital tremenda para el ratón, que funciona bien para los microbios: con este repugnante truco mental, conseguirán encontrar, de manera inevitable, su camino hasta el interior de un gato. Una vez allí, el toxoplasma puede completar su perverso ciclo biológico.  Solo el 1 % de nuestros genes son humanos, y son relativamente estables. Sin embargo, nuestros genes microbianos (el otro 99 %) se hallan en un flujo constante. Si se mide en función de nuestros genes, somos un organismo diferente cada mañana.  ¿Acaso nuestra civilización está construida en realidad para beneficio de los microbios? La gente feliz tiende a ser más social, y cuanto más sociales seamos, más probabilidades tienen nuestros microbios de intercambiarse y propagarse.
  • 14. ¿Cómo es posible que unos simples microbios realicen tan impresionantes hazañas? Puede tener algo que ver con el hecho sorprendente de que estos modestos organismos hablan el mismo lenguaje que nuestras células cerebrales, enormemente evolucionadas. En nuestros estudios, hemos averiguado que muchas bacterias son capaces de producir algunos de los neurotransmisores más importantes del cerebro humano, como serotonina, dopamina y AGAB.* No pensamos que estos neurotransmisores bacterianos vayan directamente al cerebro humano, pero sí que creemos que dichas bacterias son capaces de producir sustancias que impactan sobre nuestra función cerebral a través del nervio vago, que conecta directamente con el cerebro.
  • 15. LA BUENA SALUD DEPENDE DE BIOFILMS SALUDABLES Cuando subestimamos a estos diminutos organismos, corremos un riesgo. De hecho, las denominadas bacterias unicelulares pueden formar grandes complejos parecidos a ciudades compuestos por varias especies diferentes que viven armoniosamente en un biofilm. Parece exótico, pero pisamos biofilms cada vez que caminamos sobre una roca cubierta de líquenes. Los biofilms que hay en y sobre nuestro cuerpo están emparentados con los líquenes, y comparten sus características de resiliencia y solidaridad. Los biofilms son maravillosamente complejos. Poseen poros para bombear nutrientes, que actúan como un sistema circulatorio básico. Mantienen un revestimiento protector (una piel primitiva) que conserva el agua en su interior. Las diversas especies se comunican entre sí, empleando moléculas que emiten señales, entre ellas neurotransmisores. Concentran enzimas digestivos, creando así un sistema alimentario rudimentario. En este punto, los microbios ya no son en realidad unicelulares; esencialmente se han convertido en un organismo multicelular y resistente. Estos biofilms se encuentran en todas partes, desde nuestra boca a nuestro ano. En la boca los conocemos como placa. En nuestro intestino, un biofilm patógeno podría hallarse detrás de la enfermedad de Crohn. Estos biofilms son inevitables. Por suerte, podemos hacer que trabajen para nosotros. Podemos extender un biofilm por el tubo digestivo que sea un defensor nuestro de lo más fiel, un firme adversario de los patógenos. Adecuadamente establecido, un biofilm compatible puede llevar a toda una vida de felicidad gastronómica, aligerada de la inflamación y de sus compañeros frecuentes, la depresión y la ansiedad. La microbiota desequilibrada y que provoca una respuesta inmune se denomina disbiótica. Puede provocar inflamación, que contribuye de manera significativa a la depresión y la ansiedad. Todavía peor: es un predictor importante del deterioro mental, lo que hace que la disbiosis sea fundamental para todos, con independencia del estado de ánimo. La depresión se asocia con la atrofia cerebral. De modo que nuestra depresión no solo nos complica la vida hoy, sino que puede tener efectos peores a largo plazo. Mostraremos al lector cómo reducir la inflamación basada en el tubo digestivo: una manera de recuperar la salud, tanto física como mental. ¿Cómo sabemos que los microbios pueden controlar el estado de ánimo? Buena parte de este conocimiento procede de estudios con animales (es el tipo de prueba que se presentará mayoritariamente en este libro). Se trata de investigación médica de
  • 16. vanguardia. Sin embargo, a medida que empiezan a realizarse estudios en humanos, muchos de los hallazgos en animales se confirman. En nuestro laboratorio, fuimos capaces de demostrar que podíamos transferir «la melancolía» con microbios intestinales. Transferimos materia fecal procedente de pacientes humanos con fuerte depresión a ratas y constatamos que estas, a diferencia de las ratas de control, también se deprimían. El estado de ánimo no solo era transferible mediante microbios fecales, sino desde humanos a ratas, lo que demostraba que los efectos psicobióticos son, en cierta medida, independientes de las especies. Esto sugiere que una determinada microbiota puede afectar a los estados de ánimo. De modo que, si el lector ha de recibir un trasplante fecal, además de hacer que diagnostiquen al donante por si tiene alguna enfermedad infecciosa, podría querer obtener un buen perfil psicológico de este, por si acaso.3 En otro estudio con hombres adultos sanos, los resultados tuvieron algunos efectos inesperados en relación con la mente. Administramos a sujetos macho algunas bacterias psicobióticas, y se volvieron menos ansiosos. El efecto fue lo bastante grande para que percibieran menos estrés. A estos hombres sanos se les sometió también a un test de inteligencia. Encontramos una mejora significativa desde el punto de vista estadístico en la función cognitiva, en particular en la memoria. Se trataba de un estudio en el que conseguimos encontrar en los humanos exactamente lo mismo que habíamos encontrado en animales. Esto establece un puente maravilloso entre ratones y hombres, pero nadie espera que todos los estudios en roedores se apliquen directamente a los humanos. Hay muchas diferencias, aunque a todos nos guste el queso. Algunas bacterias comunes en los ratones rara vez se ven en los humanos (y viceversa). Sin embargo, al menos como prueba de principio, la conexión es prometedora. Dichos estudios demostraron algo más: los psicobióticos pueden mejorar la cognición incluso en adultos sanos. Este libro puede dar esperanza no solo para personas con depresión o ansiedad, sino también a gente que padece diversas enfermedades debilitantes. De hecho, a todo aquel que desee mejorar su salud mental y su bienestar. El relato de cómo los microbios interactúan con nuestra mente es, simple y llanamente, asombroso. Cuando suministramos psicobióticos a ratones, estos se volvieron mucho más tranquilos. Se comportaban como si hubieran tomado Valium o Prozac. Observamos su cerebro y había cambios generalizados. La pregunta es: ¿cómo? ¿Cómo pueden comunicarse con nuestro cerebro las bacterias de nuestro tubo digestivo? Las respuestas no son evidentes; no se puede dar probióticos y esperar magia, así, sin más. En la actualidad hay muchos productos en el mercado que prometen ayudarnos a conseguir un tubo digestivo sano, pero la investigación no ha demostrado que todos ellos sean efectivos. Este libro ayudará al lector a escoger entre los muchos productos que hacen promesas. Resulta que podemos volver a tener el control de nuestro cuerpo con una dieta simple, totalmente natural, y con alimentos y suplementos microbianos.
  • 17. Resulta sorprendente que para muchas personas estos cambios puedan ser tan poderosos como los que se consigue con medicación.
  • 18. 2 HUMANIDAD, MICROBIOS Y ESTADO DE ÁNIMO Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. JOHN DONNE Algunos de nuestros sentimientos más profundos, desde nuestras mayores alegrías a nuestra angustia más sombría, están relacionados con las bacterias de nuestro intestino. Esta proposición inaudita implica que podemos alterar nuestro estado de ánimo ajustando nuestras propias bacterias. Por qué es así y cómo podemos ajustar estas bacterias es el núcleo de este libro. Las primeras teorías acerca de la conexión entre tubo digestivo y cerebro se remontan al anatomista francés Marie François Xavier Bichat, allá por el siglo XVIII. Bichat descubrió que el tubo digestivo tiene su propio sistema nervioso, independiente del sistema nervioso central. No está organizado en un abultamiento, como el cerebro, sino más bien como un encaje intrincado y de doble capa que rodea nuestro tubo digestivo como una media. Asimismo, muy adelantado a su época, Bichat observó la conexión entre las emociones y el tubo digestivo, y situó las pasiones en el «centro epigástrico», como lo denominó.1 A finales del siglo XX, Michael Gershon desempolvó el concepto y lo definió mejor, cuando calificó el sistema nervioso intestinal de «segundo cerebro», en un libro con el mismo título.2 Al igual que Bichat, Gershon se dio cuenta de que el tubo digestivo está estrechamente relacionado con el estado de ánimo. Cuando nuestro tubo digestivo funciona sin problemas, nuestro cerebro está calmado. Pero cuando hay patógenos (microbios que son peligrosos) que amenazan nuestra salud, a nuestro cerebro llegan picos de ansiedad. Este aspecto de los patógenos añade un tercer actor al escenario del tubo digestivo y el cerebro: la microbiota. Como contrapeso, tenemos nuestros propios microbios de cosecha propia que son amistosos. Se trata de nuestros comensales, término que procede del latín y que significa «juntos en la mesa». Si estos microbios aliados también mantienen nuestro estado de ánimo equilibrado, se los denomina psicobióticos. Tomados en su conjunto, estos microbios domesticados constituyen nuestra microbiota, que está ahí para protegernos contra los patógenos salvajes del mundo. Son como perros domésticos a los
  • 19. que alimentamos y de los que cuidamos para que nos defiendan de sus despiadados primos, los lobos. A pesar de su autonomía, nuestro segundo cerebro mantiene una comunicación bastante constante con nuestro primer cerebro. Una gran parte de dicha conversación se refiere a nuestra microbiota. Por sorprendente que parezca, nuestros microbios pueden hablar con ambos cerebros empleando sustancias químicas similares a los neurotransmisores (las moléculas de comunicación de nuestro cerebro) y otras moléculas como hormonas, ácidos grasos, metabolitos y citoquinas. (De todos ellos se hablará más adelante). Los patógenos también secretan sustancias químicas como estas, algunas de las cuales pueden provocar que nuestro sistema inmune pulse el botón del pánico. Estas señales de alerta se disparan principalmente en el tubo digestivo, que es el componente mayor de nuestro sistema inmune. Ello se debe a que el tubo digestivo es un tejido muy especializado cuya exigente tarea consiste en extraer nutrición del alimento sin incorporar también patógenos. La mayor parte de la acción de la inmunidad del tubo digestivo es local: los componentes inmunes, llamados células asesinas naturales, concentran su fuego sobre los patógenos en su vecindad inmediata. Sin embargo, si los patógenos se escapan a través del revestimiento y salen de nuestro intestino, nuestras células inmunes los seguirán hasta nuestro sistema sanguíneo y provocarán una inflamación sistémica, una condición que se suele denominar intestino permeable. No siempre lo interpretamos como tal, pero la inflamación le advierte a nuestro primer cerebro que algo está mal y puede hacer que busquemos un lugar tranquilo con mantas calientes para recuperarnos. Esto es el comportamiento de enfermedad, y tiene mucho en común con la depresión. Al igual que esta, no es algo que podamos elegir: nuestro cerebro provocará la situación, a menos que algo lo impida.
  • 20. La condición denominada intestino permeable tiene lugar cuando el estrés, las toxinas, los patógenos o las drogas dañan el recubrimiento intestinal y permiten que los patógenos difundan hasta nuestro sistema circulatorio. Ambos cerebros son capaces de recibir mensajes de nuestra microbiota. En su mayor parte se trata de comunicados acerca del estado de los patógenos en nuestro tubo digestivo, pero también hay señales sobre el movimiento inadecuado de la comida y en relación con otras anomalías. Si todo funciona bien, ambos cerebros están contentos y el primer cerebro rara vez se inmiscuye en los asuntos del segundo. Esto deja al segundo cerebro en piloto automático a lo largo de la mayor parte del sistema digestivo. A nosotros (es decir, a nuestro primer cerebro) se nos permite cierta actividad consciente en ambos extremos. Podemos mover la lengua y tragar en el extremo próximo, y somos capaces de controlar nuestro esfínter en el extremo alejado. Todo lo que hay en medio queda, en gran medida, fuera de nuestro control. Esta es una cosa menos de la que tenemos que preocuparnos, lo que siempre es de agradecer, pero elimina buena parte de información interna importante. Sin tener pistas definitivas procedentes de nuestro tubo digestivo, a menudo hemos de adivinar qué es lo que no funciona bien en nosotros. Si solo sentimos un malestar general, quizá no situemos el origen de nuestra preocupación donde suele estar: en nuestro tubo digestivo.
  • 21. Es un problema importante. Afecciones digestivas como el SII y la EII están muy relacionadas con la depresión y la ansiedad, pero se suele pasar por alto la conexión. Curar el problema gastrointestinal subyacente suele resolver las afecciones mentales. No obstante, sin una señal clara procedente del tubo digestivo, no siempre se da a las personas el tratamiento apropiado. Si vamos al psiquiatra porque tenemos ansiedad o depresión, el médico raramente nos preguntará sobre la condición de nuestro tubo digestivo; pero es probable que esto cambie a medida que se conozca mejor la conexión entre el tubo digestivo y el cerebro. Tratar los problemas gastrointestinales quizá no cure todos los casos de depresión o ansiedad, pero puede aliviar sus síntomas.
  • 22. DESCUBRIENDO LA NATURALEZA DE LOS MICROBIOS Las bacterias estuvieron aquí primero, de modo que hemos de aprender a vivir con ellas. Cubren casi todas las superficies del planeta mediante una delgada capa, por lo general invisible. Viven (lentamente) en glaciares. Subsisten a duras penas en rocas situadas a kilómetros bajo tierra. Medran en las fosas oceánicas más profundas. Incluso flotan en el aire y penetran en nuestro organismo en cada inhalación que efectuamos. Cuando Antoni van Leeuwenhoek las descubrió en el siglo XVII, las bacterias eran simples rarezas, organismos minúsculos que serpenteaban en un mundo acuático propio. Aunque Leeuwenhoek observaba su propia saliva mediante microscopios de alta resolución que él mismo había construido, y se maravillaba ante la diversidad de lo que él denominaba «animálculos», estos no parecían ser muy relevantes para los humanos. Leeuwenhoek era muy reservado acerca de sus microscopios. De hecho, cuando murió, la microbiología falleció con él. Fue con el trabajo de Louis Pasteur y Robert Koch en la década de 1850 cuando los microbios se convirtieron de nuevo en un tema candente. Estos dos investigadores desarrollaron la teoría de las enfermedades debidas a gérmenes. Muchas teorías fantásticas sobre la vida, como la generación espontánea, se vinieron abajo frente a la evidencia de aquella teoría. A partir de sus investigaciones sobre la fermentación, Pasteur y Koch sabían que la mayoría de microbios son beneficiosos, pero los gérmenes implicados en las enfermedades captaron toda su atención. Durante los cien años siguientes, cuando la gente pensaba en las bacterias, pensaba en patógenos. Se había iniciado la batalla para eliminarlos. A principios del siglo XX, un pediatra francés llamado Henri Tissier determinó que los bebés nacen estériles, y que solo captan bacterias con el apretujón final a lo largo del canal del parto.3 Observando heces de bebé, Tissier descubrió que los niños alimentados con leche materna tenían una población de microbios únicos a los que denominó bifidobacterias, debido a que se bifurcaban en forma de una «Y». Quien las describió en primer lugar fue Theodor Escherich: en 1886, publicó un artículo sobre las bacterias del tubo digestivo de los niños. Escherich tenía buen ojo. Observó también una bacteria de forma bacilar en las heces infantiles, que pronto recibiría nombre por su descubridor: Escherichia coli, mejor conocida como E. coli, que sin duda es el patógeno más famoso de todos los tiempos (y que nos enseña que nunca sabemos por qué acabaremos siendo recordados). Sin embargo, muchas especies de bacterias pueden subdividirse en subcategorías todavía menores, llamadas cepas bacterianas, y, tal como veremos, la
  • 23. mayoría de las cepas de E. coli son ciudadanos modelo que no merecen tener tan mala prensa. Tissier pudo cultivar las bifidobacterias que Escherich había descubierto por primera vez en heces infantiles. Tenía dos grupos experimentales de bebés: uno alimentado con biberón y otro amamantado. En las heces de niños criados con leche de vaca, Tissier no encontró bifidobacterias. Estos bebés también solían estar menos sanos y solían padecer diarrea: de hecho, los bebés a los que se les daba biberón morían en aquella época a una tasa siete veces superior a la tasa de mortalidad de los bebés amamantados por la madre. Tissier decidió tratar a los bebés alimentados con biberón con bifidobacterias y tuvo un éxito relativo. Fue un intento temprano de producir una leche maternizada para emular a la leche de la madre: una búsqueda que continúa en la actualidad. El British Medical Journal (en adelante, simplemente BMJ) elogió el trabajo de Tissier. En una revisión de sus descubrimientos en 1906, la revista se entusiasmó ante la perspectiva de que las bifidobacterias «pueden restablecer el intestino a la condición virginal de un lactante al pecho, y restablecer en nosotros la verdadera edad dorada de la digestión». Hablaremos tanto de las bifidobacterias y del género Bifidobacterium que podemos apodarlas Bifido. Cuando empleemos el nombre de una especie, podemos abreviar todavía más, hasta simplemente B. Una especie, B. longum, tiene el ADN más extenso de cualquier especie de Bifido, en parte debido a que codifica una gran máquina proteínica interna diseñada para digerir la leche humana. Llegados a este punto, hemos de maravillarnos ante la naturaleza por crear una bacteria minúscula que se alimenta, y nos ayuda a alimentarnos, de leche humana. Esta es la sorprendente ventaja de la coevolución, en la que dos organismos que viven juntos durante milenios acaban creando moléculas complejas diseñadas para ayudarse mutuamente. Lejos de interpretar la naturaleza como un espectáculo sangriento y horrendo (con dientes y garras teñidos de rojo),* esto es más como una película de colegas. Tissier no podía saber que Bifido, junto con otros microbios, no solo ayudaban a la digestión, sino que también educaban al sistema inmune del bebé. Sin esta educación básica, el sistema inmune puede atacar equivocadamente a bacterias beneficiosas e incluso a las mismas células del bebé. Puede conllevar inflamación y plantar la semilla de la depresión y la ansiedad conforme el bebé vaya creciendo. La depresión y la ansiedad pueden tener muchas raíces, pero tal vez empiecen a crecer incluso antes de que el bebé nazca. Tissier estaba en lo cierto con respecto a Bifido, pero se equivocaba acerca de la esterilidad de un bebé recién nacido. En su época, simplemente no era posible ver todos
  • 24. los microbios que revisten casi cualquier superficie imaginable. Con los conocimientos que tenemos hoy en día, parece ingenuo imaginar a los humanos sin microbios. De hecho, Pasteur, que pasó años luchando contra las bacterias, tenía la sensación de que eran esenciales para la salud de los animales. Pero la suya era una voz en el desierto. En los últimos años del siglo XIX, hubo investigadores que intentaron demostrar que Pasteur estaba equivocado creando pollos libres de gérmenes. Hubo de pasar toda una década de fracasos antes de que Max Schottelius finalmente pudiera criar pollos libres de gérmenes, pero sus resultados parecían vindicar a Pasteur: todos sus pollos estaban enfermos y solo se les podía curar inoculándoles bacterias. Pocos años después, en 1912, Michel Cohendy pudo criar pollos libres de gérmenes al esterilizar los huevos e incubarlos en una cámara antiséptica. Vivieron bien durante cuarenta días y demostraron que era posible vivir sin gérmenes. Aquello supuso un punto de inflexión. Si los pollos podían vivir sin ellas, ¿para qué servían las bacterias? Quizá todas las bacterias eran patógenas.
  • 25. EL SUEÑO DE UN MUNDO LIBRE DE GÉRMENES En 1928, Alexander Fleming descubrió la penicilina, uno de los primeros antibióticos. Fleming era un científico maravilloso, pero la pulcritud no era lo suyo. No era insólito que tomara un montón de placas de Petri, llenas de cultivos bacterianos, y las dejara en un rincón. Un día se dio cuenta de que en una placa antigua había crecido moho. También vio que todas las bacterias que se hallaban alrededor de la mancha de moho estaban muertas. Había un claro foso que rodeaba el hongo. La gente cree que el momento de un descubrimiento viene señalado por gritos de «¡Eureka!», pero con mucha frecuencia corresponde más a lo que dijo realmente Fleming: «Qué curioso…». Fleming reconoció que el moho era Penicillium, y denominó «zumo de moho» a la sustancia que creó el foso. Ese nombre le sonaba agradablemente humilde. Meses después, tras más pruebas, Fleming le dio el nombre de «penicilina», que parecía más científico. Resultó poder eliminar una amplia gama de bacterias. El mundo comenzó a pensar: ¿podrían eliminarse completamente los gérmenes? La idea de vivir en un mundo esterilizado (un mundo libre de enfermedades) era seductora. La gente fantaseaba sobre un futuro en el que los niños pudieran criarse como superchicos y superchicas, liberados por su ambiente libre de gérmenes. Sin bacterias, nunca enfermarían y podrían vivir durante cientos de años. Era una visión de pureza, una brillante utopía biológica. La importancia de animales libres de gérmenes iba más allá de demostrar simplemente que Pasteur estaba equivocado. Se pensaba que también podrían ser útiles para la investigación. Ratones y ratas son los animales preferidos en el laboratorio, pero los experimentos sobre su microbiota eran cada vez más difíciles de replicar. Aunque las cepas de ratones se especificaban cuidadosamente, laboratorios diferentes obtenían resultados distintos. El problema era que cada proveedor de ratones les daba comida diferente, y así sus ratones tenían bacterias diferentes. Un ratón libre de gérmenes podría resolver el problema. En la década de 1940 se crearon finalmente ratones libres de gérmenes, extrayéndolos de la madre mediante cesárea en condiciones estériles y criándolos en un ambiente estéril. A partir de este inicio tan poco refinado, se gestó todo un mundo de biología inesperada. Investigadores dirigidos por Russell Schaedler fueron de los primeros en usar ratones libres de gérmenes.4 Era difícil trabajar con estos ratones, porque el contacto directo con humanos o incluso una ráfaga de aire descontrolada pueden contaminarlos, pero su consistencia hacía que usarlos valiera la pena.
  • 26. El éxito con los ratones hizo que los investigadores se atrevieran a probar técnicas libres de gérmenes con otros animales. Pronto hubo (por difícil que sea imaginarlo) granjas libres de gérmenes en las que se criaban cerdos. Sin embargo, dichas granjas no acabaron de funcionar y, en último término, no tuvieron éxito. Es imposible eliminar los microbios de algo que tenga remotamente el tamaño de una granja. Sin embargo, de estos ensayos se obtuvieron nuevas maneras de excluir al menos unos cuantos patógenos, lo cual condujo a un crecimiento más rápido de los animales. Con el tiempo, incluso esto se demostró difícil de mantener. Cuando los antibióticos fueron mucho más accesibles, se dejaron de lado estos experimentos. En 1971 se creó el animal libre de gérmenes definitivo: un humano. David Vetter nació con una inmunodeficiencia combinada grave (IDCG), y sus médicos estaban preparados. De hecho, habían anticipado su condición, porque sus padres tenían una probabilidad de 50-50 de transmitir el defecto genético. En un acto de notable arrogancia, convencieron a los padres para que lo concibieran, argumentando que un trasplante de médula ósea donada por su hermana podría curar cualquier IDCG. Sin embargo, cuando el niño nació, resultó que su hermana no era compatible: David tendría que pasar el resto de su vida dentro de una burbuja de plástico. David fue el famoso «chico burbuja». Los médicos albergaban la esperanza de descubrir qué ocurre con humanos libres de gérmenes, pero la disposición no era la apropiada para ningún hallazgo razonable. David no tardó mucho en darse cuenta de que estaba condenado a estar aislado del mundo, por lo que empezó a cuestionarse su vida. Estaba deprimido. No obstante, es discutible si ello se debía a estar libre de gérmenes o simplemente porque vivía en una burbuja de plástico sin ningún tipo de contacto humano. Cuando cumplió los doce años, la medicina había avanzado lo suficiente para intentar un trasplante de médula ósea de su hermana, aunque la compatibilidad no fuera perfecta. Lamentablemente, la hermana tenía un virus que no se había detectado. A las pocas semanas del trasplante, David murió. Poco antes de fallecer, su madre pudo tocar la piel de David por primera vez. Este experimento humano que había acabado tan mal cogió por sorpresa al público. Fue como si, de golpe, hubiéramos despertado del sueño de un mundo libre de gérmenes. David, que no tenía gérmenes, no era un superchico. Al parecer, los microbios habían conseguido una prórroga. Gran parte de lo que sabemos acerca de la microbiota y de su efecto sobre la mente procede de los ratones libres de gérmenes (denominados LG) con los que trabajaron Schaedler y otros. Los ratones LG se han convertido en un patrón oro, pero presentan
  • 27. problemas, algunos de los cuales ya se habían previsto. Se sabía que los animales dependen de bacterias para crear determinadas vitaminas, de modo que los ratones LG necesitaban suplementos. Sin embargo, otros problemas eran imprevistos: su intestino ciego, una pequeña bolsa que surge del colon y que normalmente contiene miles de millones de bacterias, se hinchaba. El fenómeno podía resultar letal, y hacía difícil criarlos. Su revestimiento intestinal era permeable. Además, debido a que las bacterias normales no suponían un reto, sus sistemas inmunitarios estaban atrofiados. En el aspecto positivo, eran delgados, incluso cuando se les suministraban dietas grasas o azucaradas. Esto indicaba lo importante que eran las bacterias del tubo digestivo para su metabolismo. Sin microbios que ayudaran a digerir su alimento, sencillamente no podían absorber tantas calorías como un ratón normal. Para compensar, los ratones LG necesitaban pienso extra. Sin embargo, antes de que el lector intente un plan dietético libre de gérmenes, tenga en cuenta que, sin una microbiota que los proteja, los ratones LG viven pendiendo de un peligroso hilo. Mientras que puede hacer falta un millón de bacterias de Salmonella para afectar a un ratón normal, un ratón LG puede ser abatido por una única bacteria. Incluso comensales normales pueden matar a un ratón LG, porque no hay una comunidad de microbios que equilibre la población. Schaedler se dio cuenta de que sus ratones LG eran demasiado problemáticos para la mayoría de los investigadores. Eran difíciles de criar y de enviar. No eran representativos de ratones ordinarios. Pero había una compensación: con ratones libres de gérmenes se puede introducir un microbio cada vez, o cualquier proporción dada de múltiples microbios. Schaedler desarrolló una mezcla de bacterias que permitía que los ratones crearan un sistema inmune que podía defenderlos mejor frente a infecciones arbitrarias. La mezcla ha cambiado a lo largo de los años, a medida que los científicos mejoraban el cultivo de bacterias, pero la idea básica es la misma: estos ratones poseen una microbiota conocida y, por lo tanto, son mejores a la hora de usarlos en experimentos. En la actualidad existen catálogos de ratones alimentados con mezclas bacterianas específicas para objetivos de investigación, lo que hace mucho más fácil la comparación de resultados de muchos estudios diferentes. A estos ratones se los denomina gnotobióticos («de vida conocida»). Al poseer aproximadamente solo una docena de microbios, no son mucho más normales que los ratones LG. Sin embargo, comparados con un ratón de laboratorio ordinario con miles de especies intestinales desconocidas, son agradablemente simples.
  • 28. LOS GENES Y LA MICROBIOTA En la década de 1980, cuando los científicos inventaron una nueva generación de máquinas que podían seleccionar todos los genes individuales en un amasijo de microbios, el juego cambió. De repente, ya no se necesitaban placas de Petri. Se podía detectar el ADN directamente. Fue un cambio de paradigma. Con los modernos secuenciadores de genes, se han descubierto cientos de miles de genes nuevos, muchos de los cuales representan especies totalmente nuevas de bacterias, hongos y virus…, y muchas de ellas se han descubierto sobre terreno supuestamente estéril. En 2004, Nobuyuki Sudo y sus colegas publicaron un estudio fundamental con ratones LG y gnotobióticos que entusiasmó a la comunidad investigadora del tubo digestivo-cerebro.5 Compararon el cerebro de ratones LG con los de ratones normales y demostraron que el de ratones LG es diferente, lo cual resulta en una respuesta exagerada al estrés. También demostraron que se podía restaurar una reacción normal al estrés si se reconstituía una microbiota sana…, pero solo si la reconstitución se realizaba antes de que el ratón tuviera tres semanas de edad. Existía un umbral a partir del cual aparentemente no había vuelta atrás. Descubrieron que la microbiota desempeña un papel importante en la formación de circuitos de estrés. Asimismo, el estudio demostró que el cerebro de ratones GL tenía una reducción en una molécula que estimula la producción de células cerebrales, lo que puede conducir a defectos cognitivos. En otras palabras, las bacterias parecen desempeñar un papel en el desarrollo del cerebro. La idea de que la microbiota podría tener un impacto tan importante en el cerebro, y que los ratones LG podrían ser tan efectivos en esta línea de investigación, supuso un punto de inflexión. Nos inspiró para emprender nuestra propia investigación empleando ratones LG. Entre otras cosas, nuestros estudios demostraron que los niveles de serotonina (una sustancia química del cerebro que hace «sentirse bien») en ratones LG eran elevados en una medida similar a la que se encuentra en algunos medicamentos tradicionales antiansiedad.6 La idea de manipular la microbiota para controlar la ansiedad se convirtió en una posibilidad seductora. Los ratones LG no son más naturales que el chico burbuja. Pueden hallarse bien en su mundo estéril, pero es un mundo irreal. Los animales naturales han estado preparados por millones de años de coevolución para llegar a una especie de tregua con sus microbios internos. Pero lo cierto es que, por buena que sea la microbiota para luchar contra los patógenos, tales capacidades tienen un precio. Para todos los animales, las bacterias comensales representan un intercambio: nos protegen, pero también pueden establecer un nivel de inflamación bajo que conduce a una ansiedad cada vez mayor.
  • 29. Quizá no haya manera de escapar de esta inquietud básica que simplemente refleja una vida compartida con los microbios.
  • 30. LA BATALLA DE LOS MICROBIOS En sus placas de Petri mohosas, Fleming había descubierto que los microbios luchan entre sí y que es posible aprovechar esta antipatía natural para protegernos de la infección. Pero había un inconveniente. Cuando Fleming descubrió más cosas acerca de la batalla de los mohos contra las bacterias, resultó evidente que, si no se disponía de suficiente penicilina, o si se la retiraba demasiado pronto, las bacterias se hacían resistentes y ella ya no podía eliminarlas. Tendemos a pensar que la resistencia bacteriana es un fenómeno reciente, pero ya se entendía bien a los pocos meses del descubrimiento de los propios antibióticos. Fleming se aseguró de divulgar este efecto colateral negativo, pero el poder curativo de los antibióticos hizo que la gente no lo tuviera en cuenta; comparado con la enormidad del problema que los antibióticos resolvían, la resistencia parecía un pequeño precio que pagar. Resistencia o no, la penicilina era un arma fabulosa en la guerra contra la enfermedad. Su descubrimiento condujo a centenares de otros antibióticos. Es difícil sobrestimar su valor. Se han salvado millones de vidas y se ha abreviado incontable sufrimiento con el «zumo de moho» antibiótico de Fleming. La penicilina, junto con los cientos de otros antibióticos descubiertos con posterioridad, representa uno de los mayores logros de la historia de la medicina. Pero la mayoría de los antibióticos son de amplio espectro y eliminan a una extensa variedad de microbios. Mientras se piense que todas las bacterias son malas, este tratamiento de tierra quemada parece muy bueno. Pero resulta que la mayoría de las bacterias no son malas. En realidad, nuestras bacterias buenas rivalizan con nuestro propio sistema inmune cuando se trata de eliminar patógenos. La administración indiscriminada puede dañar a los microbios amigables, y solo ahora nos estamos dando cuenta de lo grande que puede ser el daño. La Salmonella, por ejemplo, tiene una mala fama justificada por enfermar a la gente. Pero cuando nuestras bacterias buenas hacen su tarea, podemos apañárnoslas bastante bien con ella. Sin embargo, después de tratamientos con antibióticos, podemos quedarnos indefensos frente a la Salmonella. La mayoría de las personas que sucumben a infecciones de Salmonella tienen una microbiota dañada, ya sea por su edad, por enfermedad o por los antibióticos. Con la Clostridium difficile, otra bacteria que induce enfermedad, ocurre lo mismo: nuestra flora normal la mantiene a raya. Solo después de que los antibióticos eliminen nuestros microbios buenos puede realmente proliferar la
  • 31. C. difficile. De modo parecido, la E. coli aparece en las noticias de manera regular como un desagradable patógeno transmitido con los alimentos, pero también se encuentra mezclada con microbios sanos. Así pues, si una bacteria se considera patógena, depende en gran medida de su ambiente. No obstante, cuando actúan realmente como patógenas, estas bacterias pueden causar ansiedad y depresión. No son solo los patógenos bacterianos los que pueden sacar provecho de un tubo digestivo comprometido por los antibióticos. Las levaduras destacan por aparecer cuando las bacterias comensales son eliminadas. La Candida es una levadura a la que le gusta el ambiente intestinal. Emite zarcillos parecidos a raíces, que, como una mala hierba que florece en una grieta de la acera, puede forzar y separar los espacios entre las células intestinales y causar un daño sistémico. Asediado por la Candida, nuestro intestino puede quedar perforado por agujeros y empezar a filtrar fragmentos de comida hasta nuestro torrente sanguíneo. Entonces nuestro sistema inmune puede atacar a las partículas de alimento fuera de lugar, y en el proceso, establecer alergias alimentarias, que suelen estar relacionadas con la ansiedad y la depresión. No es raro que las alergias desaparezcan cuando se eliminan las infecciones por levaduras.
  • 32. MICROBIOS E INMUNIDAD El sistema inmune o inmunitario es la interfaz entre la humanidad y los microbios. Cuando los patógenos invaden nuestro cuerpo, pueden moverse entre nuestras células o penetrar directamente en ellas. Nuestro sistema inmune localiza a los microbios extracelulares y los mata. También localiza cualquier célula infectada, que puede contener miles de bacterias, y las mata… junto con sus inoportunos inquilinos. Las bacterias intercambian genes y mutan con tanta frecuencia que podrían parecer un objetivo escurridizo para nuestro sistema inmune. ¿Cómo se localiza un microbio que cambia de forma? Buscamos estructuras que no han cambiado. Determinadas características parecen tan vitales para algunas especies que las han conservado durante eones. Los humanos (y nuestros antepasados primates) hemos combatido a algunos de tales patógenos durante tanto tiempo que hemos grabado de forma permanente los genes para reconocerlos en nuestro ADN. Así es como funciona nuestro sistema inmune innato, proporcionando una respuesta integrada a antiguos enemigos bacterianos. Hay muchos tipos celulares implicados en la respuesta innata, entre ellos las células que han recibido el evocador nombre de células asesinas naturales (NK).* Las células NK perforan agujeros en las bacterias y a través de ellas vierten toxinas, disolviéndolas o haciendo que se suiciden. Muchos de estos genes antibacterianos se encuentran en el ADN de todos los animales, e incluso de plantas. Que reinos de la vida totalmente diferentes compartan genes de inmunidad similares es un testimonio sorprendente de la larga y desagradable (pero exitosa) historia de las infecciones por patógenos. Otras huellas bacterianas son nuevas. De hecho, nuestro sistema inmunitario no las ha visto nunca. Las bacterias se dividen rápidamente, y cada división puede generar mutaciones. En la carrera evolutiva, las bacterias nos hacen morder el polvo. ¿Cómo cabe esperar que nuestro sistema inmunitario siga el ritmo? La respuesta implica lo que los científicos denominan inmunidad adaptativa. La inmunidad adaptativa se reconoció por vez primera hace unos dos mil quinientos años, durante la peste de Atenas. En plena guerra con Esparta, Atenas se vio afectada por una peste, probablemente el tifus, que eliminó a un 20 % de la población. La muerte solía ser rápida, tardaba del orden de una semana, pero algunas personas sobrevivieron. Pronto se descubrió que los que sobrevivían ya no eran susceptibles a la enfermedad. Protegidos de esta manera, se les encargó que cuidaran de los demás. Fue un ejemplo perfecto de inmunidad adaptativa en la que, una vez expuesto, el cuerpo recuerda al patógeno y entonces puede eliminarlo rápidamente del sistema. Debido a que aprender de un nuevo patógeno lleva tiempo, el sistema adaptativo no es tan
  • 33. rápido como el sistema innato después del primer contacto. Sin embargo, tras el aprendizaje inicial, ambos sistemas son una maravilla en cuanto a desplegarse rápidamente. Al primer ejemplo de inmunidad adaptativa se le podría denominar el Big Bang inmunológico. Hace unos quinientos millones de años, un pez parecido a una lamprea desarrolló algo llamado genes saltarines. Se trata de genes que pueden desplazarse de un punto a otro de nuestro ADN. Esto es algo desconcertante: se supone que el ADN es estable; es la manera en que mantenemos nuestra especie al tiempo que transmitimos rasgos a nuestros hijos. Pero los genes saltarines se presentan con frecuencia en la naturaleza, y uno de ellos encontró el camino hasta uno de estos peces antiguos. Sucedió que este gen saltarín se insertó entre los genes que producen anticuerpos, la herramienta molecular en forma de Y de la inmunidad. La parte inferior de esta molécula se fija típicamente a una célula inmune, mientras que la parte superior de la Y tiene una especie de velcro microscópico que se pega a una clase específica de bacterias. Esta especificidad es limitante: se necesita un nuevo gen para cada microbio, lo que es prácticamente imposible. Y entonces los genes saltarines acudieron al rescate. De repente, en lugar de producir un único anticuerpo, el gen saltarín permitió que se crearan millones de variaciones. Todas las células, desde las humanas a las bacterias, poseen una superficie como la piel vellosa de un melocotón, compuesta de cortas hebras de moléculas de azúcar y proteínas. Estas ayudan a las células a comunicarse, a pegarse a otras células o simplemente proporcionan sostén. Pero estas moléculas de membrana también exponen a las células a ser descubiertas por factores inmunes. A estas moléculas extrañas se las denomina antígenos, y desencadenan una respuesta inmune. Algunos de los antígenos más potentes proceden de las paredes celulares de bacterias patógenas. Aquí es donde aparecen las variaciones de anticuerpos. Con millones de formas diferentes, una o más de estas variantes acabarán por encajar con un antígeno patógeno. Cuando lo hacen, se pegan al antígeno. A veces, esto es suficiente para inutilizarlo allí mismo. Otros anticuerpos actúan como banderas en las que se puede leer «cómeme», y hacen que otras células inmunes y consumidas barran a sus víctimas. Estas interacciones representan la manera en que el sistema inmune del cuerpo responde a los antagonistas que inducen enfermedades. Cuando funciona, la inmunidad es un maravilloso acto de equilibrio, capaz de distinguir al amigo del enemigo, dispuesto a erradicar patógenos nunca vistos antes, pero que al mismo tiempo da una calurosa bienvenida a una amplia variedad de
  • 34. bacterias beneficiosas. Lo importante es que también ha de abstenerse de atacar a nuestras propias células. Pero ¿cómo pueden las células inmunes reconocer a nuestras propias células? La respuesta es interesante: lo aprenden de manera autodidacta. Después de encontrar un cuerpo nuevo, creado al azar, una célula inmune juvenil se compara frente a una biblioteca de marcadores humanos. Esto ocurre con las células B en la médula ósea y con las células T en el timo, una glándula que se halla bajo nuestro esternón. Las células inmunes que se conectan con cualquier parte de esta biblioteca humana pueden enviarse de vuelta al aleatorizador para un nuevo conjunto de anticuerpos… o pueden ser eliminadas. De esta manera se filtra cualquiera de los anticuerpos aleatorios que se pegan a nuestras propias células. Los pocos anticuerpos que escapan de este proceso de clasificación son peligrosos: pueden causar enfermedades autoinmunes, como la esclerosis múltiple o la artritis reumatoide, con la consiguiente depresión. Con los genes saltarines ocurrió algo fortuito: la memoria inmune. Determinadas células inmunes, a saber, las que consiguieron producir anticuerpos efectivos, terminan siendo conservadas por nuestro sistema inmune. La próxima vez que aparezca el mismo patógeno, estas células serán reclutadas, con lo cual se multiplicarán rápidamente y detendrán el ataque de inmediato. Este es el origen del dicho «lo que no te mata te hace más fuerte». De hecho, la próxima vez estaremos mucho mejor protegidos. Es la teoría sobre la que se basan las vacunas: una dosis de un patógeno muerto hará que nuestro sistema inmune almacene un recuerdo, y aquel estará listo para entrar en acción frente a una aparición repetida. Todavía podremos infectarnos, pero eliminaremos tan rápidamente el patógeno que quizá ni nos demos cuenta de ello.
  • 35. MICROBIOS MALOS Algunas bacterias son irremediablemente malas. La de la sífilis es una de ellas. La mayoría de la gente sabe que los europeos trajeron consigo muchas enfermedades cuando exploraron el Nuevo Mundo en los siglos XV y XVI. Muy pocas personas saben que algunas enfermedades hicieron el recorrido inverso. Aparentemente, la sífilis fue llevada a Europa precisamente por Cristóbal Colón. La bacteria responsable se denomina Treponema pallidum, y empezó siendo muchísimo más agresiva que en la actualidad. Aparecían pústulas sobre todo el cuerpo de las víctimas, y su carne empezaba a pudrirse. La muerte reclamaba a sus víctimas en cuestión de meses. Las bacterias que matan a sus patrones rápidamente tienen una menor probabilidad de difundirse, de manera que las mutaciones que moderan su virulencia tienden a hacerse dominantes. A mediados del siglo XVI, la enfermedad había evolucionado en lo que en la actualidad reconocemos como sífilis. Si no se trata, puede causar trastornos mentales que incluyen irritabilidad, problemas de memoria y depresión. Así, la Treponema pallidum se convirtió en una de las primeras bacterias conocidas que influyen sobre la salud mental y el estado de ánimo. No sería hasta la fabricación exitosa de penicilina durante la Segunda Guerra Mundial cuando finalmente se pudo someter a la sífilis. Hasta la fecha, se siguen descubriendo nuevos ejemplos de bacterias implicadas en la depresión. En mayo de 2000, el pueblo de Walkerton, Ontario, Canadá, se inundó después de unas fuertes lluvias. El suministro de agua del pueblo se contaminó con E. coli y Campylobacter jejuni procedentes de una granja cercana. Más de dos mil habitantes del pueblo enfermaron gravemente. Seis personas murieron. Básicamente, el pueblo cerró. Después se advirtió que cientos de estas personas, tras recuperarse de sus infecciones originales, enfermaron con SII. También se deprimieron. Stephen Collins, un profesor de la Universidad McMaster en Hamilton, Ontario, viajó en coche durante dos horas hasta Walkerton para ver si había una manera de realizar una buena investigación de la desgracia. Collins y sus colegas hicieron el seguimiento de las personas infectadas y encontraron algunos cambios genéticos que parecían ser persistentes. Estas personas tenían intestinos permeables y anomalías en los genes que se supone que reconocen a los patógenos. Puesto que sus genes habían resultado afectados, Collins se dio cuenta de que podía estar tratando con una condición crónica: un tipo de cambio ambiental semipermanente en el ADN que se denomina epigenético.
  • 36. Durante ocho años, los investigadores hicieron el seguimiento de este grupo de infortunados canadienses y encontraron que muchos continuaban teniendo SII intratables. Collins reconoció esta situación como una SII postinfecciosa, que se había observado por vez primera en soldados que habían enfermado de disentería durante la Segunda Guerra Mundial. Aproximadamente, la octava parte de casos de SII empiezan de esta manera. Irónicamente, aquellos que se tratan con antibióticos son a los que peor les va y más les dura. Collins también descubrió una asociación significativa entre el SII y las condiciones mentales de depresión y ansiedad.7 Resulta interesante que Collins encontrara que la depresión preexistente duplicaba el riesgo de contraer SII. Esta observación subrayaba la naturaleza dual del diálogo tubo digestivo-cerebro. En algunos aspectos, funciona como un bucle de retroalimentación positivo, un círculo vicioso que puede ser difícil de romper. La infección inicial provoca que el sistema inmune se mueva rápidamente para erradicar las bacterias transgresoras. Sin embargo, en algunas personas, la respuesta inmune no consigue relajarse después de eliminar a los patógenos, lo que lleva al SII. Comentaremos detalladamente la epidemia de Walkerton más adelante, porque demuestra de manera vívida cómo las bacterias pueden, a lo largo de un periodo de tiempo, inducir a la depresión. A Collins se le unió en el proyecto de investigación Premysl Bercik, también de la Universidad McMaster. Bercik tomó materia fecal de pacientes de SII y la trasplantó a ratones. A continuación, estos desarrollaron ansiedad, cosa que demostraba que la microbiota intestinal puede afectar los estados mentales y que, enigmáticamente, dichos estados pueden transferirse de un animal a otro, incluso de una especie a otra. Asimismo, Bercik intentó trasplantes fecales entre ratones con rasgos de comportamiento específicos. Halló que algunos de dichos rasgos se transmitían con las heces. Cuando tomaron heces de un ratón explorador y las transfirieron a un ratón tímido, el comportamiento explorador también se transmitió. Era otra indicación temprana de que comportamiento y estado de ánimo pueden verse afectados por la microbiota intestinal. La idea de que la ansiedad puede transmitirse a través de trasplantes fecales sorprendió a la mayoría de los científicos.
  • 37. APRENDIENDO A VIVIR CON NUESTROS MICROBIOS No es posible exagerar lo importantes que son los microbios amigos para nuestra salud. Cubren cada centímetro de nuestra piel y son particularmente numerosos en nuestro colon. Estamos hablando de centenares de gramos de bacterias, de decenas de billones de los minúsculos organismos, pero esto es lo que se necesita para protegernos de los microbios que, en número todavía mayor, nos rodean. Al igual que el chico burbuja, podríamos eliminar todas nuestras bacterias y, aun así, sobrevivir. Sin embargo, no nos gustaría mucho estar fuera de nuestra burbuja. Estas bacterias ausentes son nuestra primera línea de defensa contra los patógenos; sin su protección, estaríamos constantemente enfermos. No estaríamos libres de gérmenes por mucho tiempo. Sin una microbiota equilibrada, dichos gérmenes serían sobre todo patógenos. Aunque restregáramos hasta el último microbio de nuestra piel y expulsáramos todos los microbios de nuestro tubo digestivo, todavía estaríamos impregnados de bacterias, porque estas también pueden vivir dentro de nuestras células. No es fácil penetrar en una célula, pero una vez instalado allí, la vida puede ser muy buena para un microbio. Sin una burbuja dentro de la que vivir, sería improbable que viviéramos más allá de nuestra infancia. Se trata de guerra de gérmenes, y necesitamos una microbiota equilibrada simplemente para tener una oportunidad. Hay otra manera, muy importante, en la que podemos coexistir con las bacterias. Debido a que nuestros microbios buenos luchan contra los microbios malos, es necesario que le digamos a nuestro sistema inmune que deje en paz a nuestros chicos buenos. Esto ocurre al principio de la vida, antes de cumplir los dos años, cuando nuestra microbiota prepara a nuestro sistema inmune y les dice a células llamadas células T reguladoras (o T. regs) que acepten a un grupo básico de microbios como parte de nuestra población intestinal. Estos comensales se introducen íntimamente en nuestro sistema inmune. Algunos de ellos, por ejemplo, producen butirato, un ácido graso que es el alimento preferido de las células que revisten nuestro colon, que hace que nuestro sistema inmune se calme. Hemos realizado cientos de arreglos beneficiosos como este con nuestra microbiota a lo largo de millones de años de asociación. Ha sido una empresa enormemente exitosa, pero no sin unos pocos fallos aquí y allá. Así pues, la educación de nuestro sistema inmune es una de las primeras tareas de una microbiota sana. Sin esta tutoría, nuestro sistema inmune destruiría todas nuestras bacterias, no solo las patógenas. Desde el momento en que nacemos, nuestras bacterias consiguen a regañadientes la aceptación de nuestro sistema inmune, que aprende a no ponerse en alerta máxima cuando ve a unas pocas E. coli aisladas. Este adiestramiento
  • 38. dura hasta que nos destetamos: entonces nuestro sistema inmune parece hallarse ya perfectamente fijado. Para invasores que nunca ha visto antes, nuestro sistema adaptativo está preparado con células cazadoras y asesinas constantemente en guardia. Las células T reguladoras mantienen a raya a estas células inmunes hiperactivas y ejercen sobre ellas un efecto calmante. En las circunstancias adecuadas, una célula T reguladora expuesta a una bacteria comensal puede aprender a aceptarla. Es una lección perdurable. Estas células T reguladoras protegerán a nuestras bacterias buenas de por vida. Una célula T reguladora educada le dice a nuestro sistema inmune que, en lo que a nuestros comensales respecta, estas no son las bacterias que está buscando.8 Algunas bacterias son específicas del anfitrión, y no todos los comensales humanos educan de forma adecuada al sistema inmune del ratón.9 No obstante, todavía existen más cosas en común que diferencias en las relaciones entre animal y bacteria, y varios estudios han demostrado que la mayoría de los microbios humanos funcionan como se espera cuando son transferidos a ratones.10 En nuestro laboratorio, recogimos muestras fecales de treinta y cuatro pacientes humanos deprimidos y de treinta y tres controles sanos. Vimos que la microbiota de los pacientes con depresión era menos diversa que la de los controles. Después transferimos estas muestras a ratas. Las ratas que recibieron materia fecal de pacientes deprimidos mostraron síntomas de depresión y ansiedad, mientras que las de los controles no lo hicieron. Esto nos sugería que la microbiota puede desempeñar un papel causal en el desarrollo de la depresión, y podría presentar un objetivo para el tratamiento y la prevención de este trastorno.11 Estudios en animales como estos indican una asociación significativa entre la microbiota y el estado de ánimo, ya seamos un roedor o un humano. Si no educamos de manera adecuada a nuestro sistema inmune, podríamos estar pulsando la alarma continuamente y atacar a nuestros comensales normales. Este parece ser un factor importante en los trastornos gastrointestinales como la EII.12 Puede ocurrir debido a un adiestramiento temprano defectuoso o, como les ocurrió a las personas de Walkerton, debido a una infección importante que de alguna manera interfiere con la memoria inmune. Si nuestro sistema inmune se halla constantemente en alerta, desarrollaremos una inflamación crónica, que puede conllevar depresión y ansiedad. Las bacterias no se encuentran únicamente en nuestra piel y en nuestro tubo digestivo: están incrustadas en nuestra misma carne. Algunas de ellas se hallan allí para aprovecharse de una célula cálida. Otras están allí para matarnos. Y, aun así, sin algunas de ellas podríamos morir. Es probable que ahora mismo tengamos un millar de especies diferentes de bacterias viviendo en y sobre nosotros. Algunas de ellas son la primera línea de defensa contra los patógenos, las bacterias realmente desagradables.
  • 39. Las bacterias producen toxinas, principalmente para eliminar a microbios competidores. A veces somos víctimas inocentes de este fuego cruzado, y el resultado puede ir de la inconveniencia a la incontinencia. La cantidad y la gravedad de la toxina son unos de los marcadores que distinguen a las bacterias comensales amigables de los patógenos. En este libro leeremos acerca de muchas especies de bacterias, pero hay dos géneros principales que serán el centro de atención: Bifidobacterium y Lactobacillus. Ya hemos apodado Bifido al primer género, y aquí llamaremos Lacto al segundo. A menudo abreviaremos todavía más el nombre hasta la primera letra cuando hablemos de especies diferentes, como B. breve por Bifidobacterium breve, o L. acidophilus por Lactobacillus acidophilus. (Si estos nombres le suenan familiares al lector, se debe a que son populares en muchos alimentos fermentados, en especial en el yogur). Cuando nacemos, predominan las especies Bifido, pero con el tiempo las especies Lacto empiezan a dominar. Por lo general, se considera que estos dos géneros son probióticos, y las investigaciones demuestran que también tienen propiedades psicobióticas. Con el tiempo, los humanos han dado la bienvenida a estas y a otras bacterias beneficiosas. Nos sirven bien (nos ayudan a producir vitaminas importantes, como la B12 y la K), pero, al depender de ellas, a menudo nos hemos hecho vulnerables a sus caprichos. Si no preparamos el alojamiento adecuado para los microbios buenos, podemos sufrir las consecuencias, no solo problemas gastrointestinales, sino también depresión, ansiedad, psicosis y demencia. Sin embargo, por mucho que parezca que los microbios tengan el control, todavía estamos nominalmente al mando. La dieta que elijamos, como veremos, es muy importante para determinar con qué bacterias terminaremos viviendo. Las bacterias del género Bifidobacterium, en forma de Y (izquierda), y las del yogur, entre ellas las del género Lactobacillus, en forma de bastón (derecha), son probióticos demostrados y algunas de las primeras bacterias que consume un bebé.
  • 40. COMPLICACIONES VÍRICAS En el tubo digestivo, los virus son muchísimo más abundantes que las bacterias. Algunos virus, denominados bacteriófagos (o, simplemente, fagos), pueden destruir bacterias. De hecho, la terapia con fagos hace décadas que se ha usado como un tipo de tratamiento antibiótico. También pueden causar que bacterias benignas se conviertan en bellacas. Las toxinas de la difteria, la tosferina, el botulismo, el shiga y el cólera son todas inducidas por virus. A veces, los virus modifican simplemente el comportamiento de las bacterias. Por ejemplo, la E. coli puede ser infectada por un fago, que ayuda a que se pegue a nuestras mejillas y forme placas. Otros virus causan que las bacterias invadan las células que tapizan nuestro tubo digestivo. A pesar de su enorme influencia, todavía se sabe poco de los virus. Mientras que plantas, animales y bacterias pueden categorizarse claramente en árboles filogenéticos, los virus son más difíciles de descifrar. Parte de la razón tiene que ver con que tienden a la promiscuidad. Pueden captar un gen de una bacteria y después inyectarlo en un microbio sin relación alguna con aquella. A esto se lo llama transducción, o transferencia génica horizontal. Esto hace que estos virus que intercambian ADN sean difíciles de clasificar debido a que muchos de sus genes no son en absoluto sus genes. Esto confiere a los virus una sorprendente cantidad de ventajas en la evolución de la vida. La transferencia génica no solo tiene lugar en las bacterias, sino en todos los organismos, por lo general mediada por un virus. Si ocurre en un espermatozoide o en un óvulo de un animal, aquel gen será transmitido a la siguiente generación. Si resulta ser útil, podrá convertirse en un cambio permanente, que se transferirá a las generaciones siguientes. En nuestro propio ADN encontraremos cientos de estos genes víricos. Al comparar los genes víricos en otras especies emparentadas, podemos incluso calcular cuándo se hicieron estas adiciones. Por ejemplo, si un gen vírico se encuentra en el ADN de humanos y chimpancés, entonces tuvo que añadirse antes de que las dos especies se separaran, hace al menos cinco millones de años. Asimismo, los virus pueden actuar como una especie de mecanismo de reserva, aunque no siempre para nuestro beneficio. Cuando nos administramos antibióticos incorrectamente, podemos ser víctimas de resistencia a los antibióticos, fenómeno por el que las bacterias que no son eliminadas directamente se hacen inmunes a estos. Los virus también desempeñan un papel aquí. Pueden transferir genes de resistencia a los antibióticos desde especies completamente diferentes a las bacterias acosadas. Este truco claro significa que las bacterias pueden funcionar ligeras de equipaje la mayor
  • 41. parte del tiempo, con una mínima dotación de genes, y después contar con mensajeros víricos para que las llenen de resistencia antibacteriana en momentos de necesidad. Debido a esta plasticidad genética, puede ser difícil identificar no solo los virus, sino también lo que significa una especie bacteriana. En la actualidad utilizamos pruebas de ADN como una identificación definitiva de las bacterias, pero ¿qué significa esto si los virus pueden transportar ADN entre células con aparente desenfreno?
  • 42. CADA UNO DE NOSOTROS ES UN ECOSISTEMA ÚNICO Todos presentamos un ambiente distintivo que las bacterias pueden colonizar. Podemos tener inclinaciones genéticas que afecten a nuestro ambiente gastrointestinal. Cada uno de nosotros tenemos una exposición única a las bacterias a través de la suciedad, las mascotas, el alimento y otros aspectos de nuestro ambiente. Así pues, nuestra microbiota es tan propia como nuestras huellas dactilares. Esta es la razón por la que es improbable que cualquier probiótico o psicobiótico funcione para todos. Tendremos que experimentar para ver qué es lo que mejor funciona para nosotros. Tenemos al menos cien veces más genes microbianos que genes humanos. Cada gen codifica una proteína, y cada proteína contribuye al funcionamiento tanto del microbio como del humano. Sus esfuerzos colectivos y las maneras en que interactúan representan una asombrosa complejidad. No todos obtenemos la mejor selección. Algunas personas soportan microbios malos que pueden fastidiarlas durante toda su vida. Algunos de estos genes bacterianos pueden predisponernos a la depresión o la ansiedad. Esta es nuestra asignación básica, y es difícil (aunque no imposible) cambiarla. Por raro que parezca agrupar nuestros genes con los de nuestra microbiota, hay una buena razón para hacerlo. El mundo está lleno de bacterias, en toda superficie que tocamos y en todo bocado que damos, y evolucionan a un ritmo vertiginoso; nuestras defensas humanas integradas son sencillamente incapaces de seguir dicho ritmo. Mientras el lector ha leído la última frase, es probable que varias cepas bacterianas completamente nuevas aparezcan de golpe en algún lugar del interior o de la superficie de su cuerpo. La única manera de combatir a este enemigo que cambia de forma es reclutar a nuestros propios transformistas. Este es el origen de nuestra microbiota, y nos la han transmitido nuestros antepasados, junto con nuestro ADN humano, a partir principalmente de las madres, no de los padres. Durante milenios, hemos coevolucionado con nuestros microbios amigables, los hemos transmitido con el nacimiento y los hemos transportado con nosotros cuando viajamos por el mundo. Dependemos de una población básica al tiempo que simultáneamente dejamos que un determinado porcentaje de ella cambie rápidamente, de un día para otro, con cada nueva comida y con cada nueva circunstancia vital. Este es el trato que hicimos hace mucho tiempo: les proporcionaremos un lugar para vivir, y ellos nos ayudarán a eludir los desagradables caprichos del mundo. Es una calle de dos direcciones. Dependemos de nuestros microbios, pero ellos también dependen de nosotros. Nuestros microbios comensales
  • 43. están tan asociados a nosotros y dependen tanto de nosotros que muchos de ellos no pueden vivir en ningún otro lugar del planeta que no sea sobre y dentro de nuestro cuerpo humano. Si no fuera por nuestra herencia microbiana, se extinguirían. Y si no fuera por sus capacidades protectoras, nosotros mismos dejaríamos de existir.
  • 44. LOS PRINCIPALES ACTORES MICROBIANOS En nuestro tubo digestivo hay unos cien billones de bacterias, compuestas por al menos quinientas especies. La mayor parte de ellas, alrededor del 98 %, proceden de unas cuarenta especies divididas en solo cuatro grandes grupos (tipos, o phyla). Su predominancia relativa en la microbiota humana está representada por los porcentajes que se indican en la siguiente tabla. Las bacterias en gris son típicamente patógenas. Las bacterias en negrita son los principales psicobióticos. Firmicutes 64 % Lactobacillus Streptococcus Staphylococcus Enterococcus (E. faecalis) Faecalibacterium prausnitzii Clostridium (C. difficile) Bacteroidetes 23 % Bacteroides Prevotella Alistipes Proteobacterias 8 % Enterobacteriáceas (Salmonella, Escherichia coli, Klebsiella, Shigella) Campylobacter (C. jejuni) Actinobacterias 3 %
  • 45. Bifidobacterium TOTAL 98 % Con los alimentos muy procesados de la civilización moderna, los antibióticos de amplio espectro y la mejora de la higiene, quizás estemos alejando el equilibrio de esta antigua asociación…, y en realidad estemos poniendo en peligro dicha relación. Es posible que este cambio microbiano sea la base del rápido aumento (de otro modo inexplicable) de la obesidad, de las enfermedades autoinmunes, de la depresión, de la ansiedad y de muchos otros problemas de salud que sufrimos hoy en día. No somos un solo organismo, sino una colección. Muchos de nuestros aspectos más humanos (nuestro estado de ánimo, nuestros deseos, incluso la forma de nuestro cuerpo) pueden estar producidos por nuestros microbios. Resulta un poco humillante, pero este conocimiento lleva asociada la posibilidad de reafirmar nuestro control. Para hacerlo, necesitamos aprender el lenguaje de los microbios.
  • 46. CÓMO ENCARGAN PIZZA LOS MICROBIOS Las bacterias pueden hablarnos. La complejidad de esta conversación hace que Internet parezca anticuado. Hay cuatro mil millones de usuarios de Internet, pero tenemos diez billones de bacterias solo en nuestro tubo digestivo, todas las cuales se están enviando mensajes entre ellas… y a nosotros. Nuestro tubo digestivo puede hablarle a nuestro cerebro empleando varias redes biológicas, pero no siempre obtenemos un canal claro. Nuestro cerebro puede hablarle a nuestro tubo digestivo mediante estos mismos canales. Solo la décima parte de nuestros nervios se dedica a este canal de retorno, pero representa una técnica adicional importante (junto con los psicobióticos) para ayudarnos a tomar el control sobre los microbios del tubo digestivo. Hay estudios que han demostrado que la terapia cognitivo-conductual (TCC) puede ayudar a personas que padecen SII. Existen investigaciones en marcha para determinar qué mecanismo hay detrás de esta intrigante conexión cerebro-tubo digestivo. Es emocionante pensar que podríamos resolver nuestros trastornos gastrointestinales con terapia de conversación, con la que mejoraríamos nuestro tubo digestivo, reduciríamos la inflamación y conseguiríamos mejoras todavía mayores en salud mental: un círculo virtuoso. También puede establecerse un círculo vicioso: el estrés puede impactar negativamente sobre nuestra biota intestinal, que a su vez puede volvernos más ansiosos. Al igual que el estrés, las lesiones cerebrales pueden perturbar también a nuestra microbiota, lo que puede afectar a nuestra recuperación de una apoplejía y de heridas.13 Las técnicas para «contestar» a nuestra microbiota son el punto crucial de nuestro relato. Podemos cambiar de la noche a la mañana la composición de nuestro intestino solo con comer alimentos diferentes. Esta es una consecuencia natural de la plasticidad extrema de nuestra microbiota, que puede reorganizarse en minutos para habérselas con alimentos nuevos. En los capítulos que siguen, el lector descubrirá más cosas acerca de nuestra relación íntima con nuestra microbiota y, más importante todavía, cómo podemos controlar dicha asociación para mitigar la depresión y la ansiedad. Los microbios del tubo digestivo producen toda suerte de sustancias químicas para hablar entre sí y hablarle a nuestro intestino; dicha información se transmite a nuestro cerebro sobre todo a través del nervio vago, que es un nervio largo y disperso que va desde el cerebro a todos nuestros órganos corporales. El problema con esta comunicación es que tiene muy pocas palabras. Estas son, sobre todo, «bien, bien, bien, hambriento, hambriento, lleno, bien, bien…».
  • 47. Estamos diseñados para que muchos de nuestros sistemas (como el corazón, los pulmones y el tubo digestivo) funcionen con piloto automático. Solo sabemos qué es lo que ocurre ahí abajo cuando tenemos un problema importante. Pero podemos sintonizar las señales más sutiles que provienen de nuestro tubo digestivo. Nuestra microbiota tiene necesidades, y a lo largo de nuestra vida ha aprendido cómo informarnos de ellas. Cuando nos despertamos y tenemos ganas de comer una rosquilla, ¿de dónde creemos que procede tal idea? Nuestros antojos suelen ser simplemente circulares informativas que envían nuestros microbios del tubo digestivo. Contienen una lista completa de las proteínas, azúcares y grasas que quieren. He aquí un ejemplo de cómo funciona esto. Algunos microbios, especialmente nuestras especies amigables de Bifido, producen butirato, que alimenta y cura el revestimiento de nuestro intestino. El butirato puede abrirse camino hasta el cerebro, donde puede inducir un estado de ánimo favorable, disminuir la inflamación,14 o promover la producción de una hormona del crecimiento cerebral.15 Todos estos cambios pueden mejorar nuestro estado de ánimo e incluso ayudarnos a pensar mejor. Nuestras Bifido prosperan a base de la fibra de nuestra dieta. Si les suministramos fibra y comprobamos que nuestro estado de ánimo mejora, con el tiempo empezaremos a desear la fibra que hace que nos sintamos bien. Es una sencilla manera pavloviana de crear un antojo. Nuestras Bifido nos han condicionado para que las alimentemos. No es solo butirato. Algunas bacterias, como las especies de Lacto, van incluso más allá. En estudios de personas que padecen SII, se descubrió que algunas especies de Lacto manipulan realmente los receptores de opioides y canabinoides en el cerebro, que actúan casi como un chute de morfina.16 Al igual que la adicción a la euforia que produce una droga, este tipo de reacción puede conducir a antojos por cualquier tipo de comida que nuestros microbios Lacto prefieran. Podemos pensar que todos nuestros antojos se hallan en nuestra mente, pero las probabilidades son que se inicien con las bacterias de nuestro tubo digestivo.
  • 48. El nervio vago es un conducto importante en dos direcciones entre nuestro cerebro y nuestros órganos internos, entre ellos el tubo digestivo. A los ratones libres de gérmenes les gusta el azúcar más que a los ratones convencionales, y sus receptores del gusto están alterados para ansiarlo.17 El azúcar es una fuente de energía excepcional, pero los ratones convencionales tienen una microbiota diversa que requiere otras importantes fuentes alimentarias que compiten con el azúcar, como grasas y proteínas. Según esto, los antojos de azúcar pueden considerarse como una consecuencia de un tubo digestivo disbiótico. Es probable que ello esté relacionado con los antojos de azúcar de las personas que se encuentran en hospitales psiquiátricos. También se han visto antojos de azúcar en personas que están estresadas.18 Podría responder a un intento por parte del cuerpo de llenarse de alimentos energéticamente densos que pueden convertirse rápidamente en acción muscular, una respuesta típica del estrés. Los antojos experimentan un cambio importante en las personas a las que se ha sometido a una derivación estomacal para perder peso. Tienen una microbiota completamente diferente y antojos totalmente nuevos.19 En realidad, gran parte de la pérdida de peso atribuida a un estómago más pequeño se debe realmente a otros
  • 49. factores, entre ellos el cambio de gustos. Los estudios empiezan a indicar que gran parte de ello puede deberse a la microbiota alterada. Cada especie de bacteria tiene sus propias preferencias alimentarias. A las bacteroidetes les gustan las grasas, las Prevotella disfrutan con los carbohidratos y las Bifido son amantes de las fibras. Cada una de ellas tiene su propia manera de pedir una comida apropiada, y también tienen formas de agradecérnoslo. Algunas bacterias no se caracterizan por su sutileza. Muchas cepas de E. coli son ciudadanos modelo en el tubo digestivo, pero otras son patógenos estrictos, como la E. coli enterohemorrágica (ECEH). Mientras haya suficiente azúcar para apaciguarla, la ECEH se portará bien con nuestros otros colegas gastrointestinales. Pero si el azúcar se agota, la ECEH se vuelve mala y perfora nuestro revestimiento intestinal, lo que, potencialmente, puede causar diarrea sangrienta.20 Esta es una manera terrible de hacer sonar la campanilla de la comida, pero capta nuestra atención. Si tenemos ECEH, las golosinas funcionan realmente como una medicina. Este tipo de comportamiento se denomina virulencia bacteriana. El Shigella flexneri es otro microbio que se queja de la falta de azúcar volviéndose virulento.21 Se trata de patógenos, pero los mismos principios parecen aplicarse también a las bacterias comensales. Si no obtienen lo que quieren, pueden provocar un berrinche. Cuando esto ocurre, quizá no lo sepamos directamente, pero cuentan con maneras de hacer que nos sintamos incómodos hasta que les damos lo que quieren. Estamos ante esa rara sensación que hace que de repente nos apetezca un caramelo u otro tentempié. Quizá no conozcamos la razón, pero sabemos que hay un agujero del tamaño de un bombón en nuestro tubo digestivo, y rápidamente nuestra tarea es llenarlo. Siendo organismos tan minúsculos y sencillos, las bacterias tienen una sorprendente gama de trucos. Si nuestro tubo digestivo está sano, habrá un bullicio cosmopolita de microbios sin ninguna especie dominante. Esto significa que ninguna especie puede ejercer demasiado control. En cambio, un tubo digestivo disbiótico tiene menos diversidad. Unos pocos microbios dominantes pueden gobernar el terreno, emitiendo demandas de alimentos específicos de manera regular. Quizá podamos hacer caso omiso de estos antojos con nuestra superior fuerza de voluntad, pero nuestros microbios no cederán sin luchar. Nuestros antojos parecen una parte integral de nuestra psique. Nos encanta el chocolate, somos gente de pizza, somos comedores de carne y patatas. Mientras sintamos que esto forma parte de nuestra personalidad, es improbable que realicemos
  • 50. cambio alguno. Así es como somos. Pero cuando pensamos en nuestros gustos como deseos microbianos, quizá nos resulte más fácil recuperar el control.
  • 51. TOMEMOS LAS RIENDAS DE NUESTRA MICROBIOTA ¿Le han dicho alguna vez al lector que «todo está en nuestra mente»? Suele ser la inquietante actitud médica hacia pacientes que tienen condiciones que implican vagamente al tubo digestivo pero que afectan de manera definitiva a la mente. Existe un límite a las pruebas que pueden efectuar los médicos. Si nuestra enfermedad no aparece en aquella serie de pruebas, nos hallamos en el territorio de rascarse la cabeza. Los médicos buenos admitirán que, sencillamente, no lo saben. Si el lector tiene médicos como estos, dé las gracias y no los deje escapar. Pero otros médicos podrían decirle que es algo psicosomático, que todo está en su cabeza. Si no pueden diagnosticarlo, es que nos lo estamos inventando. De hecho, algún tipo de evaluación de la microbiota sería un buen complemento de cualquier examen médico… y asimismo de cualquier examen psíquico. La realidad que está revelando la investigación psicobiótica es que muchos problemas que creemos que son puramente mentales están en realidad directamente relacionados con disbiosis del tubo digestivo. Lamentablemente, todavía existen muy pocas herramientas para indagar la salud de nuestra microbiota, de modo que puede ser difícil demostrar que está pasando algo real y que no se trata solo de nuestra imaginación. Investigaciones recientes realizadas en la Universidad de California en San Diego han demostrado que un ordenador puede discriminar entre tubos digestivos sanos y disbióticos, de manera que puede ser que pronto nos llegue ayuda.22 Mientras tanto, el lector, simplemente, tal vez tenga que realizar dicha evaluación por sí mismo…, y este libro le ayudará. Muchas de las peculiaridades personales que creemos que indican «sencillamente cómo somos» pueden ser mensajes vagos procedentes de nuestro tubo digestivo. Afectan a nuestro estado de ánimo, aunque no podamos señalar con el dedo su origen. Darse cuenta de lo que se está cociendo en nuestro tubo digestivo (y de cuánta influencia tiene nuestra microbiota) nos otorga ventaja. Nuestros microbios pueden ser más numerosos que nuestras propias células, pero podemos ser más listos que ellos. Además, esta masa de microbios ha sido nuestra compañera desde que teníamos unos tres años de edad. Sin ser conscientes de ello, hemos deducido cómo alimentar a nuestras bestias particulares y las hemos integrado en nuestra vida. Si estamos sanos, esto opera en favor nuestro. Sin embargo, si nos sentimos deprimidos, ansiosos o simplemente raros, es muy probable que sea nuestro tubo digestivo el que se esté comportando mal. Y podemos hacer algo al respecto. Es posible cambiar la composición de nuestras bacterias gastrointestinales simplemente alimentando a los tipos buenos y haciendo pasar
  • 52. hambre a los malos. Esto no quiere decir que el viejo régimen no intente reafirmarse, porque lo hará. Patógenos aislados pueden ocultarse en cualquier fisura de nuestro tubo digestivo. Siempre van a gritar, pero podemos elegir ignorar esta petición marrullera de una chocolatina y enseñarle al tubo digestivo quién es el jefe. En los capítulos siguientes, el lector aprenderá cómo volver a tomar las riendas.
  • 53. 3 NUESTRA MICROBIOTA, DESDE EL NACIMIENTO A LA MUERTE Mi madre gemía, mi padre lloraba: yo salté al peligroso mundo. WILLIAM BLAKE Nuestra implicación con los microbios empieza temprano y cambia espectacularmente a medida que crecemos. Este capítulo nos sigue a nosotros y a nuestra microbiota desde un brillo en los ojos de nuestros padres hasta el amargo final. Se trata de una relación sorprendente que, como todas las buenas relaciones, se hace más rica con el tiempo.