DE LAS OLIMPIADAS GRIEGAS A LAS DEL MUNDO MODERNO.ppt
Ella
1. Ella
La volví a ver antes de ayer, en el mismo territorio que nos vio nacer. Ella y yo éramos, en ese
entonces, infantes subsumidos por los avatares propios del ese tiempo. Tanto asì que nuestras
vivencias corrían en pura locomoción incierta. Íbamos juntos a la escuela. Cabe decir que ya no
existe. No en vano han pasado los días y los años.
Ella, en pura hermosura. Su travesía, por las calles, era algo asì como espectáculo convocante.
Sus inmensos ojos atosigaban el entorno. En ella, en sus ojos, los colores tenían tal fuerza, que
el parque y las casas se veían como luciérnagas impávidas. Los niños y las niñas rompían el
silencio. Simplemente sus arengas, en palabras casi voluptuosas, se expandían màs allá del
territorio inmediato.
Cada día era parte de la historia. Del sol que dudaba entre alumbrar en amarillo y rojo. O,
simplemente, dar paso a la hechicería presente en los ojos de Ella. Y andaba, en expresión de
piernas divinas; como si hubieran sido hechas por orfebres imbuidos de visiones mágicas. Como
si conocieran que todo cuerpo habido antes, tuviera que ser repensado. Tal vez en la intención
de inventar nuevas formas, para acompañar esos ojos que Ella tenía. Desde nadie sabe cuándo.
Y asì, en seguidilla de miradas, estaba el reto para imaginar y aplicar lo imaginado a su cintura,
a su pelvis, a sus pechos.
Ella diciéndome, ahora, que recordaba aquellas tardes en que conversábamos al lado de lo que
fuera en ese entonces, la pileta que adornaba la esquina de los Palacio. Y que, Ella, sentía que
se fugaba por todos los escenarios. Que el barrio, llegó a ser su màs bello referente. Y, Ella,
embrujaba a quien la mirara. Ella, cuerpo absoluto hecho por los orfebres que habían llegado
desde que se inventó la memoria. Es decir, desde nadie sabe cuánto tiempo.
Y yo, en puro arrebato, le dije que también recordaba las noches en que jugábamos a la
rayuela. En la esquina de los Palermo. Que allí aprendí a mirarla con ojos de niño perdido en la
magia de su mirada. Y además, seguí diciéndole, recordaba a Tania Sofía. Y a Magaly Àlvarez. Y
a Aurora Lucía. Y que ninguna de ellas miraba como Ella lo hacía. Claro que eso era cierto.
Porque los ojos de Ella eran y serían irrepetibles.
Y hablamos, también, de lo incierta que es la vida. O, para decirlo mejor, lo incierto que es vivir
la vida. Y le recordé el día en que conocimos la desesperanza. Ese día en que conocimos que
todo pasa, pasando. Cuando vimos morir a Carlos Abel. El niño hijo de doña Susana y don
Gualberto. Y nos resistíamos a creer que no màs en el ayer de ese día, habíamos recreado con
èl. En el parquecito, cerca de la casa de los Ibarguen. Como reía Carlitos. Como nos divertía su
imaginario vivo. Cantado por èl mismo.
Ella, se fue un día cualquiera. No recuerdo si lunes o viernes. Lo cierto es que nadie la volvió a
ver. Como si se hubiera evaporado. Como si ese cuerpo, hermoso, convocante, se hubiera
hecho viento. O nubes. O yerba verde esponjosa. Como si sus ojos negros hubieran volado
hasta la negrura de todas las noches juntas.
Ella me decía, casi en susurro, que no había podido olvidar a Inés Pamplona. La niña negra.
Que vivía en la casa de los Peralta. Negra niña Inés. Expresión viva, vivicante. De la ternura
ampliada, difundida por ella misma. Ella, seguía diciéndome, que vio a la negra, por última vez,
en Puerto la Cruz. Allà, anclado en el Pacífico olvidado. Y que le contó una y mil historias casi
olvidadas.
Y, cuando Ella se fue, empezó la lluvia puntiaguda, fría, casi lacerante. Y empecé a dar
tumbos. Por las calles que Ella había caminado conmigo. Y llegué hasta la escuelita que abrigó
nuestras primeras ansias de aprender. Y estuve en la esquinita de los Monsalve. Reviviendo la
alegría de nuestro primer beso. Subí hasta “Morropalo”, acariciando las secuencias de su
disertar, de sus palabras nítidas, subyugantes. Estuve en la casita de Inés e Isolina, las negras
guapas, guerreras, tiernas. Me detuve en la esquinita de las Aranguren, en donde la abracé por
primera vez.
2. Y, Ella, me contaría, muchos años después; que estuvo embelesada con la mirada del mono
Nicanor Veloza. Que sintió vértigo cuando le palpó sus pechos. Que explotó de placer cuando
sintió en su apretada hendidura el falo inmenso. Que lloró de júbilo cuando el mono recorrió
todo su cuerpo. Y yo sentí el espasmo que produce la tristeza. Como cuando dejé a mi madre
en la casita que fuera mi hogar. Recuerdo ese día. Eulalia, mi mamá, poniendo sus manos en
mi cabeza. Sintiendo que la vida se le iba en cada suspiro. Anhelando que regresara pronto.
Y, desde ese día en que Ella me contó lo del mono Nicanor, empecé a odiar la insurgencia de
cualquier asomo de calidez y de ternura y de afecto y del amor que por Ella yo sentía. Empecé
a volar a ras de la tierra. Matando el imaginario. Desollando cualquier placer de antes y
después. Navegué aguas arriba. Buscando el origen de cualquier vestigio de vida. Tal vez
añorando ese primer momento mío en el vientre de Eulalia. Tratando de recordar a mi padre,
para conocerlo: para matarlo también, por ser èl quien fue. Puro conserje y avivador de la
miseria humana. Alcé vuelo pérfido. Me nutrí de la densidad de los nubarrones. Desaté mi furia
en contra del viento libre y ligero. Postulé el secamiento de los océanos. Empecé a construir
odio puntudo, hiriente en contra de todas las mujeres.
Ella, a mi lado, fue construyendo el discurso de la vida. En hilatura de palabras diáfanas,
elocuentes, libertarias. Y yo le tomé las manos y besé sus ojazos negros. Y le propuse caminar
hasta el límite de espacio y tiempo. Y le confesé que mi amor temprano fue Alcira Goyeneche.
Le contaría, en todo el entre tiempo de nuestro gozo, como la rescaté de su hogar prisión.
Como la arropé con el manto de esperanza tejido por Eulalia. Como estuvimos en absoluto
silencio, pulsando cada fibra de nuestros cuerpos y nuestras ilusiones y nuestra holgura de
sentimientos. Como, Alcira, empezó a sentir que su vientre crecía cada día.
Ella se hizo bruma, con los años. Cualquier día la vi pasar, como fuego lengaruto. Iba de la
mano de la sombra de Nicanor Veloza. Y se fueron diluyendo en mi mirada, en mi recuerdo.