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Rosalía, fuego y demonios
Comoquiera que Jesús Palomino viajó hasta Ciudad Benítez, yo me hice cargo de la casa. Situada
en ciudad Porvenir. Tenía (la casa) un “encanto”. Tal parece que, en lejano pasado, se constituyó
en refugio para magos y magas. Todo se podía dar. La leyenda habla de Comandos Mixtos. El
propósito tenía que ver con crear alucinaciones. En una perspectiva que comprometiera a Barrio
Isla y sus entornos. Lo primero que se conoció, hablaba de conexiones con el infinito mundo de los
desaparecidos. Una especie de proclama no contestataria. Mejor sería decir que, quienes no
volvieron, flotaban en el medio aire. Susurros que espantaban. Y que fueron creciendo a medida
que crecía la ciudad Porvenir. Pero, fundamentalmente, en Barrio Islas.
El tejido de ansiedad y de la zozobra se hizo, cada vez, más expandido. Sucesión de hechos
inenarrables. Caminos que empezaron a estrecharse y a cambiar de lugar de tránsito y de destino.
A tal punto que, Hermregildo Segrera fue poseyendo un tipo de lenguaje comunicativo. No
conocido hasta el momento. Figuras tendenciosas que se iban creando a partir de las habilidades
de palabras.
Sucedió que, en diciembre pasado, tan pronto el calendario marcaba la superación de la franja del
treinta y uno de octubre y primero de noviembre. Los y las habitantes de Barrio Isla, sintieron
fuerte temblor de tierra. Y se abrieron los muros de las casas. Y se partió el camino. Y, quienes por
ahí transitaban, escucharon voces. De fuerte potencia. Un vozarrón que increpaba. Como tratando
de ejercer poder fundamentalista. Camino que empezó a llenarse de cuerpos latentes. Los veíamos.
Pero, nunca, pudimos asirlos. Ni intercambiar palabras con ellos y ellas. La ventisca crecía en
fuerza. Alcancé a llegar hasta la casa perdida. Es que se había constituido en punto de referencias.
Cerré la puerta. Esa voz seguía incitando al exterminio. Juvenala Rentería, la maga mayor, logró
entrar por la hendija del costado derecho de la puerta. Un cuerpo aplanado que se fue restaurando
y posicionándose del patio y de las habitaciones. Un susurrar extremo. Vertiendo palabras y frases
que yo no entendía. Fueron apareciendo otras mujeres, que yo no conocía. Una desenvoltura agría.
Con trozos deleznables. Una juntura de cuerpos y de sombras. Un aspaviento inmenso.
Decía que, cuando Jesús Palomino, se fue para Ciudad Benítez, asumí el encargo. Algo así como
tratar de imponer en ese escenario peligroso e infame la ley del miedo Pero, andando el tiempo,
me fui debilitando. Ya no tuve el amplio conocimiento de las cosas y de los hechos en ellas. Me fui
perdiendo en los caminos. Y en los entornos viciados. No podía hablar. Ni ver más allá de los
delgados cuerpos. Empecé a tratar de interpretar ese lenguaje sórdido, no humano. Y Valentierra,
el mago mayor, me fue poseyendo. Como si pudiera construir, desde afuera, cuerpos siameses.
Con aureolas blancas, encendidas. Empecé a sentir la fuerza de la tierra que no paraba de
sacudirse. Se extendió en el tiempo. Todo fue desmoronándose. Empezamos a entender que el
tiempo se había detenido. Y que, el viento agreste, se unió con el trepidar del suelo.; y con la
ventisca que crecía en fuerza y en duración.
Rosalía Castro logró sobreponerse. Vino hacia mí, con pasos tortuosos. Sus ojos eran fuego de
color verde. Una aplicación de pasos sinuosos. Me tomó de la mano. Y empezó a mirarme. Sus
ojos fueron cambiando, en color. Y en intensidad del fuego. Me subsumió el cuerpo. Éramos dos no
una. Fui sintiendo el vaho propio de la pudrición. Nos fuimos adentrando en la casa. Pasamos por
las habitaciones. Y, allí mismo, fuimos matando a quienes dormían. Cercenando su miembros. E
hicimos espacio. Y fuimos construyendo holocaustos. Miles de cuerpos inanes. Cada paso de
Rosalía, y yo en ella, significaba la expresión de mensajes. Con contenidos que remitían a la
Inquisición. En esa sangría perniciosa. En volumen más inmenso que la franja central de la tierra.
Avanzábamos por los caminos ya desechos. Pisos que ejercían como brújula adormilada. Con el
fuego hiriente.
La madre de Rosalía, llamaba Jenófanes Sinisterra. Había vivido en el tiempo en que se fundó
ciudad Porvenir. Aprendió el arte de hacer desaparecer todo cuanto existía. Había hecho pareja con
Vladimir Moscoso. Ambos fueron creciendo en sabiduría terrena y de ancho espectro. Cuando nació
Rosalía dio cuenta de su capacidad para ejercer diferentes espectáculos. Construidos como
vertimientos malévolos. Rosalía nació cuando Jenófanes hería el agua y el viento con una vigorosa
espada, surgida de la nada. Y, la niña, empezó a caminar, tan pronto nació. Sus ojos de fuego
cambiaban de color, según el espacio y las circunstancias. Fue encerrada en el cuarto de las
ilusiones perversas. Allí creció. Y se fue apropiando de sus pares. Desaparecían en la velocidad que
ella imprimía a sus acciones. No sentía (Rosalía) ningún tipo de nostalgia y/o de pasión benévola.
Se fue yendo por el camino, tan pronto superó la prueba primera de la catarsis desplegada por
todos el universo el grupo de demonios. Alzando un vuelo infinito. Cada quien es cada quien, decía
Pompeyo Navarro. Y, siendo así, Rosalía se refugió en Ciudad Benítez. Allí empezó a construir
espectros propios. Adoctrinando a hombres y mujeres que iban naciendo. Proclamando el libre
albedrio. Con susurros monocordes. Con lenguaje cifrado, fue difundiendo sus proclamas. Cada vez
crecía más el número de súbditos, cuya libertad, era la permitida por Rosalía. Cuando, esta se juntó
con Alcibíades Maturana, hicieron una dupla que ejercía poder. Como tósigo infinito. Como
esclavitud sin límites. Todos y todas tenían que aprender el arte de las desapariciones. Asimismo, la
capacidad para desenterrar a los niños y las niñas que habían muerto; antes de llegar ella a ciudad
Benítez, Por lo mismo, cada primero de noviembre, siendo medianoche, avasallaban los
cementerios. Y revolvían las tumbas. En un silencio absoluto. Y, regresándolos (as) a la tierra, los
convertía en emisarios del holocausto. Yendo y viniendo, por caminos intransitables para los
humanos. Pero abiertos para ese ejército de cuerpos. Hablaban, entre sí, con palabras no
conocidas. Más como gritos incomprendidos.
Jesús Palomino llegó a ciudad Benítez, en medio de una tormenta. Alumbraba con los cirios
robados al Santo Exceomo resucitado. Hizo sentir su voz en todo el espacio habido. Entró a la
casa, traspasando la puerta sin abrirla. Se acercó al lecho de Rosalía y su hombre. Con su vaho de
pudrición y de fuego, las deshizo. Y, allí mismo, instauró el poder de las acezantes voces de
quienes volvieron a la vida estando muertos.
Ernestina
La verdad no hay que buscarla en los otros y las otras. La siento como pálpito que va y viene
conmigo. Soy andante. Por los lados habidos y por haber. Como quien habla, contando historias
venidas a memoria cierta. Pero, en veces, soportadas en invenciones, más no imaginadas. Siempre
he dicho que la imaginación será, siempre un ejercicio de vida, como ilusionario. Y que construyen
opciones de vida potenciados.
Un lunes de mayo, en 1907, me puse a escarbar todo lo que había en el solar de la tía Hilduara.
Comoquiera que, en sueño inmediato; Cuando vi y sentí una huella en piso. Con cantidad de
muertos y muertas, sembrados en ese que siempre fue mi solarcito. Ululaban voces, por encima del
techo de esa piecita que sirvió de refugio a mi prima Beatriz, cuando se sentía agobiada por la voz
de quienes ya se han ido. Y cuyos cuerpos no eran otra cosa que brazos y piernas con el pus de las
escoriaciones habidas después de muertos. Es como si hubieran sido maltratados después que
fueron enterrados. Allí, en la casita, Beatriz permanecía día y noche. Anhelando que, cualquier día
la acompañara Lázaro, el resucitado.
Yo, siempre he creído en las premoniciones. Esas que se manifiestan en mis sueños perdidos.
Incursioné en lo insondable. Y me vi metido en ese corredor que ya había visto antes. Solo que,
ahora, aparecía mucho más sórdido. En una de las paredes colgaba un aviso escrito con sangre.
Refería la venganza que se cernía sobre quienes habitábamos las casas situadas en la misma calle.
Más adelante encontré el cuerpo de un gato de color negro. Había sido destripado. Conservaba sus
ojos abiertos y vertía espuma de color verde por su boca. A pesar de mi equilibrio mental, empecé
a dudar en términos de si seguía avanzando o echaría marcha atrás. Sin concretar mi opción,
escuché un grito venido de lo más profundo. Decidí investigar y me encontré con el cuerpo, todavía
caliente, de la señora Anastasia, la señora inquilina en la casa dos. Sus ojos estaban expuestos, por
fuera. Toda su cabeza sangraba. Había trozos de cabello, pegados a porciones de cuero. Y sus
dientes aparecían partidos, habían sido arrancados en vivo.
Esa mañana, entonces, me desperté con las imágenes de lo visto en mi sueño. Decidí salir a la
calle, todavía en somnolencia. Estaba desértica. Como si quienes madrugaban a trabajar, como era
lo cotidiano, hubiesen preferido no hacerlo. Un frío exacerbado cruzaba todo el ambiente. Subí,
hasta la esquina, en la cual funcionaba la tiendita de don Carmelo. Sus puertas estaban cerradas.
Algo inusual, en razón a que su dueño abría y empezaba a atender desde muy temprano. Caminé
hasta el parquecito situado en el centro del barrio. También desolado. Los árboles se movían
fuertemente. Como si el viento estuviera empecinado en arrancarlos de raíz. Cuando regresaba
hasta mi casa, me encontré el cuerpo de don Heliodoro, brutalmente golpeado. Sus piernas
fracturadas y los dedos de su mano izquierda trozados.
Una obscurana absoluta se vino de un momento a otro. Cuando me disponía a abrir la puerta, sentí
que alguien estaba detrás de mí. Como sombra alargada. Sus manos dotadas de garfios de
inusitada largueza. Soplando su aliento en mí nunca. Tartamudeaba. Palabras rasgadas sin ningún
sentido. Entré y cerré de un portazo. En la banquita que siempre ocupaba mi madre, había un
surtidor de sangre y empezaba a apelmazarse. Corrí hasta la salita. Allí, colgada de los largueros
que sontenía el techo, encontré a mi hermana Rosa Elvira. Su rostro estaba rebanado, como si lo
hubieran tasajeado con un bisturí. Todavía gemía de dolor.
Caminé hasta el patio trasero de la casa. Quedé paralizado, luego de observar una veintena de
cuerpos destrozados. Ahí, exhibidos. Algunos se movían, como en estertores últimos, antes de la
muerte. Antes de dar la vuelta para correr y salir de nuevo, sentí que un punzón hería mi vientre.
Por más que me esforcé para levantarme, no fue posible. Había perdido toda mi fuerza. El dolor fue
aumentando, hasta que no pude más. Mi cuerpo quedó ahí tendido. Lo último que vi fue la cara de
Ernestina, mi novia. Reía estrepitosamente. Me susurró al oído algunas palabras: lo que te dije
Eugenio. Volvería por acá para vengar mi muerte habida cuando me lanzaste al vacío desde la
ventana de tu cuarto. Todos y todas en el barrio han muerto. Los he matado y las he matado. Ya
te lo había dicho: todos y todas morirán por haberme visto morir, y por haberte ovacionado,
mientras lo hacías, cobrándome el hecho de ser la amante de Virginia Contreras.
Volar de cuerpos muertos
Me siento como en remolinos. Como cuando uno siente y percibe que la memoria da vueltas por
ahí. Pero sin poder precisar ni tiempo ni espacio. Yo salí de Puerto Lejanías hace, exactamente,
cuatro años. Estuve lo que llaman andaregueando sin rumbo fijo. Primero fui a parar a la ciudad
Hinojosa. Llegué, por cierto un primero de octubre. Sus casas y las personas me eran conocidas.
Pero, como enlagunado, no supe acertar en lo que iba allí a buscar. Unos barrios muy parecidos.
Con sus calles estrechas y con espacios amplios. Como parques naturales. No tocados por nadie.
Eso es lo que entendía. Un río ancho. Asumí, por mi cuenta, que tenía gran profundidad. Ante todo
la parte que pasa a dos cuadras de la alcaldía. Todo estaba silente. Nadie a quien preguntar.
Puertas cerradas. Y pensé, dentro de mí, que no habían sido abiertas en siglos. Zócalos vistosos.
Amarillo, verde, rojo. Pero los veía borrosos. Como si los colores, de por sí, se hubieran puesto de
acuerdo para no despertar el interés en el iris pleno. Mi mirada, perdida. Como tratando de adivinar
qué pudo haber pasado con sus gentes. Y su calidez, si alguna vez se hubiese hecho presente, no
radiaba. No sentí esa intuición de algo siquiera.
En esta ciudad estuve como veintitantos días. Tengo esa certeza, porque me dio por medir el
tiempo con el tránsito del Sol. Una especie de medianía me envolvió. Y las ráfagas de viento me
hacían recordar a Viridiana Fonseca. Mujer de embrujos. Que había conocido en Puerto Peláez.
Había vivido con ella por espacio de trecientos días, bien contados. Muy montaraz su figura de
cuerpo, de palabras y de acciones. Nuestros primeros días juntos, lo celebramos cantando esas
cancioncitas que ella y yo habíamos aprendido desde que fuimos niño y niña. Para ella y yo, era
como contar cosas, sin música. Solo sé que decíamos palabras que echábamos al aire. Y cuando
nos cansamos, fuimos hasta la tiendita de don Mario Cornejo. Por cierto, un ciudadano chileno que
llegó a nuestra tierra, según me dijo un día, huyendo de la violencia ensañada en su país.
No estaba el señor dueño. Ni nadie que lo reemplazara en la atención a los compradores y
compradoras. Sin embargo, la puerta estaba abierta. En su interior todo aparecía como intocado.
Sus mercancías denotaban la presencia del polvo acumulado. Viridiana entró y me invitó a seguirla.
Dos piecitas, una cocinita y un patiecito subyugante. En uno de los cuarticos, acostado de cuerpo,
estaba don Mario. Sin respirar siquiera. Pero su mirada estaba abierta. Como escapadas de algún
sitio aterrador. Había todo tipo de insectos y de animales grandes. Todo su cuerpo ya empezaba a
exhibir el olor y el color de la pudrición. Su cabello estaba arrancado del cráneo. Y, sus labios,
cosidos con hilo de trenza. Y su cara como si la hubiesen flagelado.
Viridiana y yo nos quedamos perplejos. Pero no nos decíamos ninguna palabra. Cayó la noche
primera. Y, en sucesión, pasaron una y otra vez, Nos habíamos acostumbrado al olor y a la
cantidad de gusanos sobre el cuerpo del señor Cornejo. Iban y venían. Como danzando de la dicha
por lo que encontraban todos los días. A decir verdad, el tiempo voló. Y ella y yo, también. Ahí, en
esa postura y sin comer y sin beber, estuvimos ahí. En el cuartico de don Mario.
Hoy aquí, habiendo llegado de todos los caminos juntos. Y sintiendo el calor abrasador; mi
memoria y mi estar en sí, parecen quebrados. Sin sosiego. Impelido a versificar con palabras
incoherentes, insumisas. Los árboles meciéndose. Siguiéndole el paso al viento ululante. Mi mirada
puesta en las cosas, no en las personas. Simplemente porque nadie había. Simplemente porque,
este yo erguido, empezó a inflamarse. Las pústulas empezaron a crecer y a doler. Ahogan.mis
gritos, no sé porque.
Y ya, siendo de noche otra vez, vislumbré un cuerpo que venía hacia mí. Cuanto más se acercaba,
más se me parecía al cuerpo de don Mario Cornejo. Cuando estuvo ahí, en frente mío, empezó un
verter de palabras. Insumisas como las mías. Nos hicimos un mundo con nuestros cuerpos. Y
fuimos ascendiendo hasta lo más alto. Y, llegando allí, veíamos el agua correr. Las gentes salir. En
fin que volvió a la vida lo que antes no era. Y, los dos, fuimos arrastrados por el viento. Aún ahora,
cien años después, seguimos girando. Mirando los amaneceres y las noches, sin poder decirnos
nada.
Primero de noviembre
De mi cuerpo da razón lo sucedido el primero de noviembre del año pasado. Estaba yo dándole al
trabajo de vendedor de chucherías, en el centro de la ciudad. Todavía era de mañana. Llovía a
cántaros. No pude sacar mi chacita. Esto traduce que no pude trabajar y que la familia no tuvo que
comer. Yo guardo unos pesitos en la almohada de la cama. Es el capitalito. O el plante, que
llamamos quienes tenemos este oficio. Eran sagrados. De lo contrario no podría trabajar. Hoy fue lo
de la lluvia. Pero, casi todos los días nos dispersaban los del Esmad. Además, a muchos y muchas
de nosotros (as) nos decomisan la mercancía. Simplemente, nos decía, “Esta es la prueba de la
flagrancia”.
Decía que lo sucedido ese primero de noviembre. O la Fiesta de Todos los Santos”. Tuvo enorme
repercusión. Llegué al Cementerio Central, llamado “El Buen Dios”, a eso de las cuatro de la tarde.
Acompañaba a mi compadre Rómulo Augusto Piñeres. Por cierto, un hombre de esos que llaman
“de talante solidario”. Íbamos a visitar la tumba de doña Gregoria. Había muerto dos años atrás. A
propósito, doña Gregoria, excelente cocinera, casi siempre mi compadre me invita a almorzar los
domingos. Yo sé que vinieron del campo, cuando Rómulo era apenas bebé de un añito. La
situación, allá, se fue tornando invivible. Perdieron el pedazo de tierra que tenían. Además,
perdieron las tres vaquitas lecheras. El papá, que se llamaba lo mismo que mi compadre, había
muerto en accidente de automotores, casi el mismo día en que le hizo a la señora Gregoria, al que
después llamarían Rómulo. Cuando llegaron a la ciudad, se instalaron en un lotecito baldío que
había en las afueras. Como yendo para el relleno Sanitario “don Elías Jaramillo Hinestroza”. . Doce
años después lograron la adjudicación de una casita en el Barrio” Santísima Trinidad. De ahí en
adelante todo fueron penurias nuevas. A veces no les alcanzaba siquiera para pagar los servicios
básicos de energía y acueducto.
Rómulo convenció a su tío Lisímaco, para que le prestara cuarenta mil pesos, para comprar lo que
habría de ser la base. Yo le conseguí un puestico en la esquina de la carrera cincuenta. Con calle49
Me tocó braviar a muchos avivatos, que trataron de meterle miedo, amenazándolo con robarle la
mercancía. Por lo general, trabajábamos hasta las ocho de la noche, Doña Merina, nos dejaba
guardar las chacitas, en espacio habilitado para tal fin en el parqueadero que llaman de “Los
monos”
Después de orar ante la tumba de la mamá de Rómulo, pasamos al otro lado de la calle. Nos
pusimos a consumir cervecita donde don Euclides. Entre palabra va, palabra viene, se nos hizo
tarde. Eran las ocho de la noche. Nos despedimos de quienes estaban con nosotros. Resolvimos
volver a cruzar la calle, para esperar la buseta. De un momento a otro, se me perdió de vista el
compadre. Busqué alrededor del cementerio. Nada. Como si se lo hubiera tragado la tierra. En un
instante estando yo en la búsqueda, miré para la entrada principal. Me encontré con la mirada del
señor vigilante. Sus ojos vidriosos y, extremadamente amarrillos, lo miraban todo de arriba abajo.
De izquierda a derecha. Me llamó haciendo señales con sus manos. Al principio tuve miedo. Pero,
después, decidí acercármele. Me hizo pasar. Cerró la puerta con el candado que tenía. Me dijo que
quería comentarme algo relacionado con Rómulo. Lo seguí hasta el sitio en el cual dormía. El tintico
estaba medio frío. Sin embargo, me lo tomé. Empezó diciéndome que conocía a la familia de mi
amigo. Desde mucho tiempo atrás. Que sus tres hermanos habían muerto cuando trataron de
profanar la tumba de don Milciades Acosta, Según dijeron quienes conocían de las andanzas de los
tres hermanos, que don Milciades se había hecho enterrar con toda la plata que tenía. Es decir,
iban por eso. Me comentó, además, que Rómulo había sido amenazado, en sus sueños, por parte
de Milciades. Juró que lo envolvería con el manto de la Virgen del Carmen. Lo haría desaparecer en
vida. Y lo llevaría a su tumba; para que allí disfrutara del dinero que tenía en el ataúd.
Desde entonces el alma atormentada de Don Milciades, perseguía a Rómulo por todas partes:
Preciso cuando ustedes estaban conversando, el espíritu del muerto hizo invisible a su amigo. Y,
ahora, debe estar rondando todo el cementerio. Es decir, se lo llevó en cuerpo y alma. Y vagará,
por siembre, en las noches y en los días; hasta el juicio final.
Siguió diciendo, el vigilante, usted sigue. Le cuento que su tatarabuelo fue amenazado por una
causa similar. Cuando vivía en Puerto Escondido. En ese caso, fue la tumba de una joven la que fue
profanada. Resulta que solo una parte del cuerpo y del alma, fue sepultado. La otra parte del alma
y el cuerpo huyó del lugar en que se estaba efectuada la velación. Esta otra ella quedó vagando
entre nubes y a ras de la tierra. Juró vengar a su otra yo. Dijo que quien hizo eso sería seguido
hasta la cuarta generación. Es decir, usted será quien lleve ese estigma. Usted morirá de una forma
inesperada. Cualquier día, a partir de la desaparición de Rómulo.
Quedé estupefacto. No atinaba a expresar nada. Como si yo mismo me hubiese tragado la lengua.
El señor vigilante desapareció, de la misma manera en que apareció en la puerta principal del
cementerio. Un frío de muerte espantoso me cobijó. Salí de allí. Era ya tan tarde que no aparecía
en la calle ningún vehículo o personas.
Cuando llegué al barrio, lo primero que se ocurrió fue visitar a la esposa de mi amigo. Por más que
golpee la puerta, nadie abrió. Desde adentro salía un helaje que calaba los huesos. Empezó a salir
un líquido viscoso, de color leche. Nauseabundo. Escuché risas salidas desde el interior. Cuando me
disponía a correr, alguien me haló, desde atrás, el saco. Justo, en ese momento empezó a caer
granizo. Fue envolviendo todo el entorno. El frío punzante fue creciendo. Hasta llegar a mi cabeza,
después de haber arropado todo mi cuerpo. La parálisis fue total no podía gritar, ni hablar. La
mitad del cuerpo y del alma de la joven que fue desenterrada por mi tatarabuelo, hendió en mi
cabeza un clavo hiriente y al rojo vivo. Luego desapareció. Y, yo, con ella.
Dos mujeres
Ese día llegó más temprano a casa. Me extrañó. Porque siempre acostumbraba llegar a las nueve o
diez de la noche. En pasado, sucediendo eso de llegar tarde, le había expresado mi desconcierto y
tristeza. Algo así como que “las niñas siempre preguntan por ti…y lloran hasta quedarse dormidas”.
Sin embargo, distraía el momento, hablando de otro tema. Mientras tanto, yo, me sentía apocado,
impotente. Con la rabia embolatada. Haciendo énfasis en mi promesa en el sentido de no golpear a
quien fuese mí amante; como lo era ella.
Y sí que se dirigió al baño. Sentí la ducha. Al cabo de treinta minutos. Salió, como siempre lo hace.
Desnuda y con la toalla en la mano. Expelía un olor extraño. O, al menos, diferente. Pero viéndolo
bien era una acritud parecida a lo que me sale en cada eyaculación. Sea encima de ella, o cuando
me masturbo mientras la espero en la noche.
Me tendió los brazos, invitándome al coito. Ese era siempre su lenguaje para convocar. Desde que
fuimos novios lo hace. Un lenguaje que incluye, señalar su abertura. Ese día la vi mucho más ancha
y de color entre azuloso y rojo. Mi pene se puso en guardia. Con la misma erección que siempre lo
hace. Una punta que ha sido aclamada como la más hermosa, por parte de las mujeres que he
tenido. Pero, vacilé. Como cuando he percibido que alguien se me ha adelantado.
Pero pudo más el arrebato. Esa insaciable lascivia que siempre me ha acompañado. La tiré al piso y
la inundé tres veces. Ella, como en locura delirante, me decía más Pablito, más. Pero resulta que yo
no me llamo Pablo, ni nada parecido. Simplemente me llamo Hércules. Y este nombre no admite
diminutivo. La increpe, diciéndole “esta perra. Cual Pablito”. Y le enterré más mi verga, que todavía
estaba como si apenas comenzara el agite. Y la hale del pelo. Y mordí sus labios. Todavía
escurriendo líquido, me levanté y la agarré a patadas. En la cara, en el vientre, mientras le gritaba
“puta, ¿quién es el tal Pablito”?
Cuando llegaron las niñas del colegio, yo ya había levantado ese cuerpo inerte. Lo puse en debajo
de la cama de una de ellas. Como siempre lo hacen, preguntaron si mamá había llamado. Les dije
que sí. Y que había dicho que tenía un viaje por asuntos relacionados con su trabajo. Además, que
se portaran juiciosas. Y que las ama mucho.
Lorena, la más grandecita, expresó su desagrado. Como solo ella sabe hacerlo. Con esos ojazos
cerrados y sus manos crispadas. Valentina, la pequeña, simplemente corrió al cuarto y se encerró.
Ni por más que la llamamos quiso abrir la puerta.
Siendo las ocho de la noche, salió del cuarto de manera voluntaria. La noté muy extraña. Y cubría
su cara con el abanico que le habíamos regalado el treinta y uno de octubre pasado, cuando se
disfrazó de gitana. No articuló palabra. Se sentó en una de las sillas del comedor. Observándola
desde cerca, detallé que su pelo había encanecido. Y que, sus manos, exhibían uñas largas y de
color púrpura. Seguía sin dejarse ver la cara. De un manotón le quité el abanico. Casi pierdo el
sentido cuando observé su rostro. Avejentado. De un color verdoso obscuro. Y empezó a reír de
manera escandalosa para una niña de su edad. Vi que sus dientes tenían color amarillo. Y que su
lengua era algo así como bífida y de color negro.
De pronto se alzó y cogió el cuchillo que estaba en la mesa. Se lo lanzó a Lorena y le atravesó su
garganta. Y, en una velocidad insospechada, le arrancó el cuchillo a su hermana y lo hendió en mi
bajo vientre. Tantas veces que no pude contar. Simplemente porque caí al piso. Antes de perder el
hálito de vida que me quedaba, Valentina y su madre se abrazaban, celebrando lo sucedido. ¡Bien
merecido lo tienes Pablo Hércules Hinestroza!
La Esclava Rockera
Ya había transcurrido un año desde que la niña vendió su alma al demonio. En todo ese tiempo no
hizo otra cosa que ir y venir por los Cerros Orientales de la ciudad. Un día, por cierto 31 de octubre
de 2009, hizo estación en un lugar cercano a la Avenida Circunvalar, con la Avenida Jiménez. El
reloj marcaba las 8 de la noche. Se detuvo en una esquina. Allí estaban cantando y conversando un
grupo de muchachos y muchachas. Inventaban variantes de las canciones de Michael Jackson.
Todos y todas en una euforia absoluta.
Susana, una joven de quince años y que formaba parte del grupo, habló acerca de la vida de su
ídolo. Por ejemplo, se refería a la infancia de Michael. Momentos muy tristes. Durante los cuales
tuvo que trabajar, al lado de sus hermanos.
La Esclava Rockera se interesó por la historia y por la manera como Susana evocaba a su ídolo. Se
hizo al lado de ella. Obviamente, Susana no le veía, porque la Esclava era algo así como un espíritu
errante e invisible. Sin embargo, Susana, percibió su calor y su desasosiego. Percibió ese dolor
inmenso que acompañaba a la Esclava. Y, sin saber por qué, irrumpió en llanto. Como si fuera ella
misma la que sintiera esa desesperanza de la Esclava.
Raquel, amiga de Susana e integrante del grupo, le preguntó:”¿Por qué lloras? ¿Acaso tú también,
conociste a Lorena la amiga de la Esclava?.
Susana sintió temor. No sabía cómo Raquel había conocido su percepción. Mucho menos, donde
conoció lo de Lorena y su relación con la Esclava.
De un momento a otro, se desató una tempestad. Con vientos huracanados y con relámpagos y
truenos. Una lluvia furiosa los azotó a todos y a todas. Llovió durante seis horas, sin parar. Los
Cerros Guadalupe y Monserrate empezaron a desmoronarse. Arrasaron todo el entorno. Las
toneladas de lodo y piedra sepultaron a los barrios circunvecinos.
La única que no sufrió daño alguno fue la esquina en donde estaban Susana y Raquel y los otros
amigos y las otras amigas.
La Esclava habló al oído de Susana. Le dijo: Sígueme. De ahora en adelante serás mi compañía. La
cogió por el brazo izquierdo y alzó vuelo con ella. Tan pronto desaparecieron en el horizonte, la
esquina también sucumbió a la avalancha. Todos y todas murieron.
Lo sucedido se conoció a través de las versiones de algunas personas que escaparon la tragedia.
Úrsula Verdaguer, periodista al servicio de una emisora de la capital, se puso en la tarea de
recopilar estas versiones. Con ellas armó el guión de una serie para televisión.
Los personajes y las personajes son espíritus errantes, que se convirtieron en sombras que rodean
a la ciudad. Esas sombras no permiten la presencia del Sol. Toda la ciudad es un escenario
absolutamente sombrío y frío. Esos espíritus vagan y ululan. Articulan escasas palabras. Lo único
que se les entiende es:”…esperen el 31 de octubre de 2010. Ese día apareceremos y será otra
tragedia.
Desde el día en que se conoció la serie escrita por Úrsula; todos y todas en la ciudad capital no
controlan su temor. En vigilia permanente esperan ese día 31 de octubre.
Vino, otra vez el recuerdo. Sentí como si yo hubiera vivido en ese tiempo y en esos lugares. No
pude acuñar exposición alguna. No me daban las palabras, solo este yo silente. Como réplica
doliente. Como si yo hubiera sido promotor del dolor de esa niña. Y de su extraña desaparición. Lo
viví y sentí como castigo del Dios Increado que nació como leyenda, por allá, en el tiempo en que
conocía a Ariadna. Veloz mensajería extenuante, apabullante. Hice como si quisiera regresar al
comienzo de la memoria. Cuando no había ni sujetos, ni palabras, nada. Yéndome por ahí, en la
vaguedad superflua, me volvieron los recuerdos, casi perdidos. En ese ejercicio notarial mío. Como
compilador de hechos. Y de los seres actuantes.
Por esa vía sentí punzante voz. Venida desde el patiecito, de la casita destruida por el paso del
tiempo. Y me fue envolviendo la palabra como susurro. Como compleja porción de acciones.
Volátiles, en veces; asincrónicas. Como nervio prepotente, sin remilgo alguno.
Demolición
Lo que había, en mi vida, era algo así como un sorbete. Sumatoria de decires y haceres.
Acumulados en todo lo habido de vida. Entre potente y simple expresión aviesa. Yendo por ahí. En
una locura. Desenfreno brutal. Como diciéndome a mí mismo que no podría, nunca, acceder a la
libertad. Que, mi ejercicio y mi impronta; era algo así como si la vida volviera a empezar cada día.
En esa elíptica no entendida. Como distanciada de los recuerdos. Y de las palabras primeras.
Cierto día como que me dí cuenta de La aridez. De la pestilencia. De lo profundamente triste y
oneroso. Que, en el camino entregado, a la historia. Mi yo ejercía como mero periplo con
significante igual al cero profundo. Íngrimo sujeto. Viajero perenne. Bordador de ilusiones
maléficas. Como existiendo en mil y una dimensiones. Plegado a la visión de sucesiones
imprevistas.
En esto de ir despertando a la realidad. Me fui posicionando como logotipo pendenciero. Viajero
envuelto en la pócima vigente. Embadurnado con ese líquido viscoso. Como desasosiego continuo.
Embriagado en la amargura. En el tósigo de los hechos burdos.
Una disociación constante. Una convocatoria al arrasamiento imperativo. Vinculado con la impávida
misoginia ampliada. En cada sitio. En cada lugar y acción. Como profundizando la erosión. De la
memoria. Y de la perplejidad. Sujeto exhibiendo la palabra infecunda. Como maromero insigne,
Envuelto en la ironía ponzoñosa.
Y sí que navegué en el tiempo. Modelando la diatriba punzante. Como locomoción propuesta. Como
si fuera la única posible. Válida al momento de la identificación. En el instante mismo de empezar a
hacer de los sueños, fugas al albedrío dañino. Inmerso, yo sujeto, en el vuelo perdido. Asediando al
viento cálido. Ignorándolo en los consecutivos manifiestos impartidos. Impuestos. Vertidos como
vergonzosos momentos. Ávido, yo, de inventar vulneraciones. Azotando la vida de los otros y de las
otras. Hasta esquilmarlos y esquilmarlas de cualquier expresión de lucidez y de ternura.
Entonces me hice dueño de los entornos. Fungiendo como promotor de naufragios infames.
Alrededor de todos los mares. Promoviendo dolencias. Empecinado en ejercer como sujeto de
constante premonición de violencias. En un día a día inmerso en la teoría del saqueo. Matador de
ilusiones.
Natalia, Ana y Sofía
De lo dicho en relación con Amaranto, me propuse validarlo. Yo sé que “Periquito”, estuvo mucho
tiempo en jornadas de acción. Cuando él supo que, en muchas regiones del país, se estaba
vulnerando los derechos humanos. No solo de mujeres y hombres adultos (as). Fundamentalmente,
le preocupaba la situación de los niños y las niñas. Conoció relatos que le erizaban la piel. Como
ese que narraba la condición en que fue muerta Natalia Vigoya. Torturada en cuerpo doloroso.
Tanto como decir que sus manos fueron amputadas. Y que su vientre fue abierto con taladro. Y
que, antes de eso, fe violada por más de diez hombres. Los mismo que, el día anterior, llegaron a
la casa en la cual vivía con su tía Ana. Su padre y su madre, habían sido muertos un año antes.
Quedó desamparada durante diez meses; hasta que su tía, hermana de su padre, la recogió cuando
vagaba sin rumbo por el parquecito del municipio. Y que nadie se atrevía a recogerla y procurarle
abrigo. Algo así como que, los y las habitantes de Puerto Maduro, temían represalias por parte de
Javier Alonso Benjamín, que ejercía como comandantes del grupo armado “Los Hechizos”. Por
cuenta de haber declarado objetivo militar a la mamá y el papá de Natalia. Todo, en relación con
sus actividades como líderes comunitarios.
Asumió, Natalia, con mucho apego y vehemencia, las recomendaciones de su tía. Volvió a la
escuelita “Aureliano Buendía”. De allí había desertado cuando su director reunió a todos y todas
alumnos y alumnas. Dijo, en su momento don Rogelio, “…Esta niña se ha convertido en una
amenaza para la integridad física de ustedes, los maestros, las maestras y, particularmente para mí
como responsable del manejo de la Institución Educativa. Sabemos que don Olegario, su padre. Y
doña Belarmina, su madre, están siendo acusados de auxiliadores del Ejército del Pueblo”. Yo sé
que, en mucho, sus acciones están relacionadas con la solidaridad y la superación de las
precariedades de todos y todas en el pueblo. Pero, a decir verdad, puede más la palabra de Javier.
No hacerlo así, sería sufrir en carne propia los horrores que todos y todas conocemos. Entonces,
Natalia, nos harías un favor, retirándote de la escuela…”
Otra vez fue rechazada. Tuvo que asumir, ella misma, lecciones de escritura, lectura y aritmética;
apoyada en los textos que su tía había guardado, desde que era pequeña., Aceptaba los
requerimientos de su protectora. Lavar la ropa. Cocinar y el aseo de la casa. Esto se le dificultaba,
en razón a que el piso es en tierra. Una vez terminaba estos quehaceres, se dedicaba a su la
práctica autodidacta.
Sofía Manjarrez, su única amiga, se reunía con ella y le narraba lo aprendido por ella en el día a
día. Cursaba quinto de primaria en el Colegio “Divina Providencia”. Allí solo había niñas. Las
maestras, todas, eran monjas de la Comunidad María siempre Virgen”. Sofía era hija única del
matrimonio entre doña Hortensia Villalobos y don Macario Cienfuegos. Justo, en la semana pasada,
había cumplido quince años. A pesar de ser advertida por mamá y papá, en el sentido de lo
peligrosa que era su amista con Natalia, ella nunca tuvo miedo. Tanto así que, cuando llegaron los
súbditos de Javier, por primera vez, para amenazar a doña Ana. Y para notificarle que, tanto ella
como su sobrina, debían abandonar el municipio, estando Sofía allí; no tuvo ningún miedo.
Simplemente abrazó a Natalia. Lloraron juntas.
La señora Ana habló con su sobrina. Le dijo que, ella, no estaba dispuesta a acatar el mandato de
ese canalla y de sus secuaces. Bastantes riesgos había enfrentado en la vida. No estaba para salir
huyendo. La niña asumió la actitud de su tía, como suyo.
El día de su muerte, su amiga Sofía estaba estudiando en casa de su amiga del alma. La obligaron,
a Sofía, a salir de la casa; le dijeron que ella no tenía nada que temer. Que su papá y su mamá
eran ejemplo para Puerto Maduro.
Su tía fue muerta primero. Un balazo de fusil en la frente. Luego siguieron con Natalia. Por mucho
tiempo, nadie dijo nada. Solo silencio cómplice obligado. Sofía estuvo durante muchos días en
estado de tristeza absoluta. Y, dijo, siempre tendrá a Natalia en su memoria y que quisiera ser
como ella.
Ese, el día señalado
Nos fuimos para Belalcázar. Este es un territorio áspero. Desde mucho tiempo atrás habíamos
ansiado estar ahí. En tanto que queríamos acceder a información más precisa, en lo que hace
referencia a las condiciones en las que vive la gente. El referente era la condición de itinerantes de
las mujeres. Habida cuenta que, en nuestro país, hemos sido, tendencialmente, misóginos.
Inclusive con el agravamiento de ser violentos. Para nosotros, tal parece, las mujeres no merecen
ser tenidas en cuenta. Para Olegario y yo, no se trata de referir el problema de manera sesgada. Es
más, la intención de hacer visible lo que está pasando allí. Cuando la señorita Eugenia nos contó lo
sucedido en el último tiempo. Varias mujeres fueron muertas. Todos los crímenes con un mismo
hilo conductor. Sus parejas, hombres, asumieron la figura que siempre planteada como soporte.
Eso que han dado en llamar “momentos de ira e intenso dolor”.
Cuando niña, Eugenia, le correspondió vivir en hogar apacible. Vivía con su madre. Ella, Aurora,
ejercía como madre cabeza de familia. Su padre, don Marcial Lancheros, murió víctima de
agresiones en cuerpo dolido. Edmundo Octavio Veloza, el propietario de inmenso territorio, una
parte en lo que se define como “tierra inhóspita” que se deja esperando mayor valorización con el
paso del tiempo. Otra parte estaba sembrada de arroz y ajonjolí. Una vastedad que la mirada no
alcanzaba a establecer, en el horizonte, Con un grupo de ochocientos trabajadores. En las cabañas
dispuestas, alrededor de la franja que da a la carretera principal, vivían. Una especie de ciudad
dentro de la ciudad. El pago era en vales cambiables para el pago de la alimentación y el
alojamiento. El excedente era muy poco. Generalmente invertido en productos de aseo corporal.
Don Marcial, trabajador en la Hacienda “El Arrozal”, como se llamaba la propiedad el señor
Edmundo Octavio, asumió la tarea de organizar sindicato que agrupara a todos los trabajadores de
campo y a las trabajadoras encargadas de la concina y los comedores. Desde el principio de su
acción proselitista, empezaron las amenazas por parte de personas adscritas al séquito personal del
patrón. Para don Marcial, constituyó un quehacer casi de martirologio. No solo por las continuas
amenazas. También por la actitud de la mayoría de los trabajadores, que se negaban a que fueran
incluidas las mujeres trabajadores. Su argumento era “las mujeres no tienen nada que hacer. Solo
sirven para abrir las piernas”.
En junio del año pasado, mientras efectuaba visitas a las barracas, fue atacado por los perros que
acompañaban a los gendarmes de la finca. Fueron azuzados por éstos, para que atacaran a don
Marcial. Su cuerpo fue destrozado, en presencia de otros trabajadores. Solo don Elmer Paniagua, se
preocupó por llevar a Marcial a la enfermería. Allí, ante la precariedad de los insumos y, en razón, a
que no había ninguna persona idónea para este tipo de heridas. Murió ahí mismo, en una de las
rústicas camas que había.
Mamá Aurora y Eugenia, después de la muerte de papá Marcial, habilitaron un sitio adyacente a la
casita, para vender fruta, jugos y cigarrillo. Mamá Aurora asumió casi la totalidad de la carga en
tiempo. Eugenia le ayudaba en las tardes y parte de los fines de semana; en razón a que siguió
estudiando, en el colegio “Nicanor Ezpeleta”. Ya cursaba grado sexto de bachillerato. Su graduación
se produjo en diciembre, casi quince meses después de la muerte de papá Marcial.
Cuando nosotros llegamos, nos acogió en la casita. Tenía dos cuarticos, la cocinita, aljibe y un
lugarcito habilitado como baño. Descansamos un rato, después de un viaje de casi dieciocho horas;
por terreno destapado. Eugenia nos llevó hasta el colegio. Allí hablamos con el señor director, don
Pantaleón Hinojosa. Conversamos con él durante dos horas. Supimos, a partir de sus palabras
fluidas y claras; una dimensión impresionante de la situación. No solo en el municipio. También de
todos los municipios de la zona. Él, don Pantaleón, tenía muy clara la película. No solo en lo que
hace a conceptos muy sólidos, acerca de la lucha de las mujeres por su emancipación; sino
también en términos de la precariedad delas políticas públicas de Estado. Su hija, Belarmina,
Ejercía como doliente de lo que pasaba con las mujeres. Había organizado, después de la muerte
de don Marcial, una comunidad de mujeres encargadas de atender a las mujeres violentadas.
Diariamente atendía tres o cuatro casos. Todos ellos, derivados de la violencia intrafamiliar con los
esposos o compañeros como protagonistas.
Después de conversar con el señor director del colegio, pasamos a la alcaldía. Don Eudoro
Piernagorda, ejercía el cargo. Más por imposición de Edmundo Octavio, que por respaldo de la
comunidad. Nos refirió lugares comunes, en lo que respecta a su posición respecto al flagelo de la
violencia en contra de las mujeres. Algo así como “…yo he estado muy preocupado por el asunto.
Inclusive, ya se lo informé al señor gobernador de la provincia, en carta fechada en enero del año
pasado”. “…Créanme que yo lamento mucho lo que viene ocurriendo acá...”.
Esa misma noche, fuimos despertados por fuertes golpes en la puerta de entrada de la casita. Se
vino abajo. Entraron como diez hombres armados. Procedieron a destruir lo poco que había. Las
fruticas que tenía doña Aurora para elaborar el jugo del día siguiente, en el puestecito de ventas,
fueron destripadas con sus botas. A nosotros dos nos hicieron desvestir. Fuimos vejados en todo el
cuerpo. A Eugenia se la llevaron. A pesar de los gritos de las dos mujeres y nosotros. Los vecinos y
vecinas no se inmutaron. Tal vez, por miedo. O, simplemente, como respaldo a Edmundo Octavio,
pues era, en la práctica, el dueño de todo lo habido en el pueblo, incluidas las voces de sus
habitantes. A la mamá de Eugenia la maltrataron, de tal manera, que murió ahí mismo, en la
piecita que ocupaba con su hija.
Nos llevaron hasta la salida del pueblo. Nos subieron a un vehículo tipo todo terreno. El conductor
lo echó a andar y se alejó a toda velocidad. Se detuvo en un paraje desolado. Nos hizo descender a
empujones. Primero le dispararon a Abelardo. Un balazo en su sien derecha. A mí me hicieron
caminar hasta el río. Allí me empujaron. Las aguas borrascosas hicieron el resto, mientras el
conductor aplaudía. Antes de morir recordé a Belarmina, tirada al piso en la carretera. Y, el
vehículo, pasando sobre su cuerpo
Canto al vuelo. La larga espera. Mi muerte en ello
Ella se fue un sábado. Mientras yo enhebraba mis ideas. Llevábamos una vida de pareja al vuelo.
Como consumiendo los momentos, sin que eso implicara llevar vocería a los otros y a las otras.
Metidos en la reflexión, en veces, impertinente. Todo como tirado al vacío. Llevando las ilusiones al
límite. Forzándola a que, ellas, significaran lo inapropiado punzante. Hoy, recuerdo cuando nos
conocimos. En el parquecito del barrio. Ella saliendo de la iglesia. Yo, jugando ahí en la callecita
benévola. Pateaba el balón y, luego, lo recibía en mi pecho. Todo un espectáculo. Yo lo sabía. Y,
henchido de emoción, recibía aplausos de quienes jugaban conmigo todos los días, desde temprano
en la mañana. Marielita me miró. E hizo, con sus manos algo así como la emisión de mensaje
voluptuoso. Muy linda. Siempre caminaba del brazo de su mamá. Después supe que era ella...
Conocí de sus pasos, uno por uno. Nos comunicábamos en ese lenguaje de los infantes. Aprendido,
casi desde la cuna. Vestidito color verde, alto. Más allá de las rodillas. Y un cabello sedoso,
convocante. Sus ojos adornaban la mirada. Como fugaz rayito de luna bella.
Cualquier día nos encontramos. Allí mismo. Pero, ella, no salía de misa. Iba con su mamá. S e
detuvieron a ver mis malabares con la pelotica de jugar fútbol. Y, yo, en énfasis de vida rutinaria
ampliada. Me complacía en lo más profundo de mi ego. Aplaudieron mis piruetas. Se fueron. Quedé
absorto. Con una miradera infinita. Perdida en el vuelo de su caminar. Quise llamarla; pero pudo
más la invitación a jugar el picaito de todos los días.
Cuando conversamos por primera vez, supe de su coloquio y la manera de acompañar las palabras,
con juego de manos. En una expresión que acompasaba palabra y acción. De profundo
conocimiento de lo habido en el barrio. Y en la escuelita. Y en su relación vital con sus amigas. Su
mirada se tornaba mensajera. Entonces se juntaban palabras, voces y miradas. Todo un contexto
convocante. Casi de hechicera benévola. Supe el nombre de su mamá. También, que su papá
trabajaba lejos de la ciudad y que solo podía venir una vez al mes. Y me contó de sus hermanos
Roberto y Robespierre. Y, además, que su mamá Torcoroma tenía treinta y cinco años. Y que
atendía con mucho esmero las tareas que aplicaban en la escuelita. Que, ella, había nacido en
Pereira. Que habían llegado a Medellín, siendo Marielita una niña de tres añitos.
Nos veíamos casi a diario. Ella, avanzando en su escolaridad. Terminó su educación primaria. Y el
bachillerato. Ahora cursa arquitectura en la Universidad Nacional, Sede Medellín. Y, yo, seguía en
esa expresión inhóspita para estudiar. Trabajaba en el tallercito de mecánica en las afueras del
barrio. Don Leonel, su dueño, me quería mucho. Y me fue enseñando el arte de la electricidad
automotriz. Los sábados trabajaba hasta el mediodía. Visitaba a “cachetes”, como yo la llamaba
coloquialmente. No éramos novio y novia oficiales. Pero si lo parecíamos. Conversábamos casi toda
la tarde. Palabras van, palabras vienen. Todo esto fue tejiendo un entendido de vida envolvente,
preciosa. Me contaba de sus experiencias en la universidad. Y me hablaba de lo societario. Con
una vehemencia absoluta. De los campesinos, campesinas. De los niños y las niñas. De la
educación que se imparte; soportada en modelos autoritarios. Amplias descripciones iluminadas con
el don de su palabra.
Mamá Torcoroma me fue cogiendo mucho cariño. A veces compartíamos palabra Marielita, mamá
Torcoroma y yo. Gozaba, mamá, con mis ocurrencias de vida. Reía cuando le contaba acerca de
coger grillos y escarabajos para asustar a mi hermanita Juliana. Y que, ella, lloraba y le ponía
quejas a mi mamá Esperanza. O cuando les contaba que iba a laguito del bosque con frascos para
recoger pececitos de colores y que le decía a Julianita que yo los había pintado. En fin, que
gozábamos ellas y yo.
Un sábado, estando yo en la visita acostumbrada, llegó papá Gregorio. No me conocía hasta ese
día. Trajo naranjas, mangos, papayas, piñas y bananos y dos gallinas grandes. Parece que no le caí
muy bien. Mera percepción mía, cuando me miró al entrar. Sin embargo, Marielita y yo seguimos
conversando. Cuando me despedí, ya papá Gregorio la había llamado dos veces, desde su cuarto.
Supe, después, que estuvo indagando por mí. Que quien era. Que donde vivía. Y que si estudiaba
en la universidad, Cuando mamá Torcoroma le dijo que yo trabaja en un taller de mecánica,
preguntó si yo era huérfano de papá. Porque solo los huérfanos salen a trabajar tan jóvenes. En fin
que no quedó muy satisfecho con nuestra relación. Afortunadamente se fue al lunes siguiente.
Robespierre y Roberto eran mayores que Marielita. Los dos estudiaban en la Universidad de
Antioquia, ingeniería química. Ya estaban por terminar. Muy amables conmigo. Tanto así que, en
veces, nos reuníamos mamá Torcoroma, Marielita, ellos dos y yo. Hablábamos de todo lo habido y
por haber. La palabra de “cachetes” era la más pulida. Transmitía mensajes de conocimiento
profundo. Sus dos hermanos hablaban poco. Pero, cuando lo hacían, demostraban que sabían
menos que ella, acerca de los hechos sociales, económicos y políticos del país. Inclusive, tuve el
pálpito en el sentido de su displicencia en esos temas.
Cierto día, cuando iba para el taller de don Leonel, observé muchas personas, agrupadas justo en
la puerta de la casa de “cachetes”. Me causó mucha inquietud esto. Me detuve. Como cuando uno
quiere indagar, más allá de lo visto. Noté a mamá Torcoroma muy ansiosa y como absorta. La
saludé. Me dijo, no te vayas mijito que tengo algo que contarte. Cuando se fueron las otras
personas, me hizo entrar hasta la sala. Allí me contó que Marielita no había llegado a casa en la
noche. Una llamada de un compañero de “cachetes” la había alertado en la madrugada y le había
informado que Marielita estaba detenida en la Estación Norte de la Policía. Que, justo después de
un mitin que realizaban en el centro de la ciudad, la retuvieron. Fue golpeada en la cabeza. Ya
estaban informadas las Directivas de la universidad. Estaban tratando apelar por ella, ante el
comandante Jiménez. Salí de la casa y seguí mi camino hasta el taller. Hablé con don Leonel y le
pedí permiso para ausentarme. No le dije el motivo. Pero él accedió de inmediato.
Cuando llegué a la Estación de Policía, eran casi las nueve de la mañana. Allí estaban Roberto y
Robespierre. No habían podido hablar con “cachetes”. Pero lograron que le hicieran llegar el
desayuno y una muda de ropa. Estuvimos como hasta las tres de la tarde, pero no pudimos hablar
con ella. A duras penas, nos informaron “está incomunicada Ni siquiera el abogado dispuesto por la
universidad puede hablar con ella.”
Ya es otro día. “cachetes” lleva ya cuatro días en detención que llaman “preventiva”, mientras cursa
la investigación. Papá Olegario llegó el miércoles. Se puso muy mal. Lloraba por su hija. Tampoco
él pudo verla, ni hablar con ella.
Pues sí que, yo, seguí con mi trabajo en el taller. En veces, don Leonel, me concedía permiso para
salir un poco más temprano. En este tiempo iba hasta la casa de “cachetes” y hasta la Estación de
Policía. Pero nada de nada. Marielita seguía detenida. El jueves en la tarde, le notificaron a
Robespierre y a Roberto, que” cachetes” sería trasladada a la cárcel “El Buen Pastor”. En juicio
sumario el Juez militar había dispuesto que debía ser condenada por lo que llaman “rebelión”. Nada
pudo hacer el abogado designado por la universidad. Ni los ruegos de mamá Torcoroma y papá
Olegario.
Han pasado ya cuarenta días, desde que fue encarcelada Marielita. He podido hablar con ella dos
domingos. Entrevista breve, porque así estaba dispuesto por la autoridad carcelaria. Mamá
Torcoroma y papá Olegario, la han visitado también. El viernes pasado, papá Olegario tuvo que
viajar a lo de su trabajo. Ya no le concedían más permiso. Casi a diario hablo con Robespierre y
Roberto. Están muy compungidos. Inclusive llevan casi quince días sin asistir a la universidad. Se la
pasan hablando con diferentes personas. Con los compañeros de estudio de “cachetes”; con la
Dirección de la universidad; con la Defensoría del Pueblo, delegada para Medellín.
Un veinticuatro de Julio, cuando Marielita llevaba dos años de detención, su familia fue notificada
de la fuga de “cachetes”. Un comando armado arremetió contra la edificación de la cárcel…”se fue
con ellos”, decía el parte. En verdad no lo creímos. Por lo menos, en términos de fuga. Mucho
menos de esa manera. El talante de Marielita no era ese. Defendía sus ideas de manera
vehemente. Asistía a mítines y movilizaciones. Pero hasta ahí. Todo, en ella, era muy transparente.
Nunca, esto, podía asociase con actuaciones armadas ni nada por el estilo.
Tres días después, recibimos la notificación, en el sentido de haber encontrado el cuerpo de
“cachetes”, en la carretera a las Palmas. Ya se había efectuado la cotejación respectiva. Era ella, no
había pierde.
Treinta días después de haber encontrado a Marielita asesinada, fui hasta su casa. Por más que
golpee la puerta, nadie salió. Los vecinos y las vecinas cercanos dicen no saber nada. Ni haber
escuchado nada. Al forzar la puerta, nos encontramos con una casa desocupada. Todo había sido
revuelto. Había manchas de sangre por todas las paredes y el piso.
Hoy cumplo Cuarenta y dos años. Llevo mucho tiempo indagando lo que pudo haber pasado. No se
ha encontrado ningún rastro. Las palabras y las voces en el barrio se acallaron desde el día en que
encontramos la casa sola. He estado tan solo. Y tan angustiado, todo este tiempo; que ni siquiera
he accedido a comentar algo con mi familia. Lo cierto es que estoy aquí, de cuerpo. Pero mi
espíritu hace mucho tempo voló en búsqueda imaginaria de “cachetes” y de toda su familia, que
sigue siendo la mía. Pensando y diciendo esto, cualquier día dejé de vivir. Tal vez para encontrar el
camino que me lleve, adonde están. Una recordación última, de ella, cuando la soñé mía sin
conocerla. Recordación que evoco y que aspiro a reconstruirla en ese otro hecho mío de
ensoñación cimera.
.
Las Voces Acalladas
Justo el día de su cumpleaños, Otoniel Balmore, se hizo a la idea de haberla perdido. Y es que fue
un proceso gradual. Él no percibió a tiempo la degradación. Ella, Andrea, si lo tuvo en cuenta. Le
tocó ese paso a paso. Como se iba alejando el encanto inicial. En todos los ámbitos. Pero,
fundamentalmente, en aquel que la cautivó. La solidaridad, la sensibilidad, la ternura. Asumió, ella,
un laberinto lleno de disquisiciones unilaterales. Viendo como crecía la angustia. Balmore se fue
diluyendo. En un decantamiento de sus valores. Como ese día en el cual les correspondió enfrentar
lo de su hijo. Allá, en el colegio. Cuando Armandito fue violentado. En unas relaciones grupales
inéditas. No solo los dolores físicos por el hecho mismo de la golpiza. Fue, ante todo, el dolor
íntimo.
Y es que llegó transido. Con su mirada absorta, perdida. Ella pensó que Balmore Otoniel llegaría a
tiempo, ante la gravedad de la situación. Ella lo llamó a la oficina. A pesar de que le dijo que iría
más tarde lo cierto es que se dejó absorber por el día a día. Un informe que, según su jefe, tendría
que ser entregado ese mismo día. Y, Andrea, sola. No tenía certeza acerca de las condiciones y los
protocolos en ese tipo de problemas. Armandito, más que llorar, gritaba. En una abierta exposición
de su dolor. Lo vio en espasmos sucesivos. Como si hubiera entrado en las expresiones propias de
la epilepsia. Lo veía recorrer todo el piso. De aquí a allá. Emitiendo como un zumbido, voces
perdidas. Con tonos ásperos, inasibles a la entendedera. Desplomado. Un navegante perdido, sin
brújula.
Y surtió el proceso. Estuvo inmersa en soliloquios enfermizos. Se unió a su hijo. Una plegaria
insensata. Y, las voces. Y las palabras, se desparramaron por todo el vecindario. Como si, a vuelo,
la tristeza tratara de instalarse en cada una de las casas. Como si, en sucesión, cada momento
fuera más amargo que el anterior. Más agresivo, en lo que esto tiene de violencia no advertida, no
permitida.
Y, las calles, lo mismo. Transeúntes escuchas de las palabras entrecortadas. Se fueron sumando,
en proceso arrollador. Y se identificaban con lo mínimo entendido. Como sumatoria exponencial.
Mujeres y hombres. Niños y niñas. Las escuelas y colegio aparecían desolados. Nadie llegaba a
ellos, por lo mismo que las voces, empezaron a ser sus voces.
Y Otoniel, siguió allí. Sumergido en ese informe absorbente. Yendo de un lado a otro. Informe
palaciego. Intrincadas cifras o concretadas. Si los potenciales compradores habían preferido o no el
nuevo producto. Y, él, inventado interpretaciones de los los resultados censales. Y no escuchó
nunca las voces. En una sordera necesaria. Porque, la jefatura, ampliaba cada vez más la carga de
la prueba. Amplitud bordeando los límites, a partir de los cuales serían tomadas las decisiones. La
Junta Directiva de Americana de Bebidas Energizantes, aplicadas a la Educación. Cada vez más
próxima a la necesidad de esas cifras. Para poder equilibrar con la competencia.
Armandito y Andrea, allí. Surtiendo de palabras un entorno que se fue ensanchando. Llegando,
inclusive, a la trasgresión de las fronteras. Los barrios ya desbordados por las exigencias
soportadas en las voces. Un escenario superando las posibilidades del aire y de las aguas. Como si,
el crecimiento, fuera infinito. Como si los colectivos, suplantaran las individualidades. Y llegaran a
oídos de la Prefectura encargada de vigilar el comportamiento. De todos y todas. De los infantes
adscritos a la Idea de crear Los Nuevos Derroteros. Conocedores de las violencias. Prefectura
abstracta, pero controladora. Escuelas y colegios adscritos. Niños y niñas vinculadas a procesos, en
procura de logros compatibles con el equilibrio de las conductas y las normas disciplinarias.
Andrea, acompañante. Armandito, acompañado. Vislumbrando la profundización del dolor ajeno y
propio. La Prefectura hizo compromiso. Nuevo, pero el mismo. Las mismas directrices, pero nuevas
opciones de adecuación. Los colegios y escuelas fueron visitados. En la búsqueda de niños y niñas
difíciles, según los protocoles vertidos. Asociados a la variación. A la nueva interpretación de Piaget.
Buscando asimilaciones con respecto al énfasis propuestos por Foucault, en su escrito de Vigilar y
Castigar. Partícipes de asesinatos de las almas. Nuevos códigos. Nuevos Manuales de Convivencia,
derivados y/o construidos como respuesta a las voces lapidarias.
Y se fueron apaciguando. Y Andrea allí, con su hijo. Como precursora de las acciones necesarias. Y,
papá Otoniel sin poder interpretar de manera adecuada las cifras solicitadas. Y los mercados
desparramados. Con nuevos títulos y de textos, orientadores. Y los colectivos escolares, por
vericuetos insospechados. Y las voces reclamantes silenciadas. A partir de la interpretación de los
datos. Y nuevas normas, sucedieron a las anteriores. El mismo hilo conductor, en lo que tiene que
ver con enfrentar las violencias. Allí en la fuente. Pero, también, en los grupos interpretadores de
funciones y de posibilidades. . Las calles vacías, otra vez. Las voces desaparecidas, otra vez.
Andrea y Armandito sin Otoniel
Bella Conchita
En eso de juntar vidas para, así, enfrentar la vida; he elaborado proclamas. Al desgaire. Tratando
de no caer en el síndrome del albur. Conchita era mi guía. Ella y yo con nueve años cumplidos. En
ese barrio legendario. Gerona y Loreto. Separados, en las palabras, parecen dos sitios diferentes.
Pero no, en ese Medellín de 1956, eran uno solo. Y traficábamos con el lenguaje. En una hacedera
de juegos y de refranes y de dichos. Inclusive nos aprendimos, en simultánea, la jeringonza de
Cosiaca. Y de sus decires en ella. Algo así como reír al vuelo. Pero, tal vez, lo más importante entre
ella y yo, tenía que ver con las miradas demoradas a la Luna. Tratando de descifrar sus códigos.
Ensayando interpretaciones. Construyendo nuestras leyendas. Y, esperando siempre, la noche en
que pudiéramos ver el otro lado. Lo imaginábamos escenario de obscuridad. Pero, a la vez, de sitio
para el recreo de brujas y demonios.
Fue así como fuimos yendo. De minutos tras minutos. Y de horas y de días. Todos los días
viéndome y viéndola. La espera al salir de la escuela. El afán para que llegara el domingo. Porque,
después de la misa solemne de las once de la mañana; distraíamos los instantes. Por ahí. Vagando
por esas calles empinadas de nuestro barrio. Y juntábamos las monedas recogidas entre semana.
Gozábamos lamiendo el algodón dulce, hecho ahí en las esquinas. Y las paletas que comprábamos
al señor del carrito. Cómo lo recuerdo. Le decíamos Cachuchita, en honor a que siempre llevaba
puesta una cachucha de cuero. Íbamos donde Hortensia Bustamante. ¡Qué cómplice de mujer, tan
bien puesta ¡
Y con ella bajábamos hasta Villa Hermosa. Largo trayecto ese. Y se nos pegaba Eusebio Santacruz.
El negro, le decíamos. Ya éramos cuatro. En todos los domingos. Yo cogía a Conchita de la mano. Y
el Negro la de Hortensia. De aquí para allá. Y de allá para cualquier lado.
Sin embargo algo no andaba bien. Corriendo el tiempo, nuestro barrio amado, iba perdiendo la
fuerza y la convocatoria lúdica. Se nos fue yendo. Ya el horizonte no era el mismo. Empezamos la
tristeza. La sentíamos a flor de piel. Ya, las calles se tornaban como inhóspitas. Como si el partidito
de fútbol no constituyera lo que antes era. Es decir, la concentración de las miradas y de los gritos.
Cuando, cada cuadra, tenía su propia hinchada.
Y fuimos creciendo. Ya no era la escuela convocante. Para mí y para ella, el sitio de encuentro era
otro. Ya éramos grandecito yo. Grandecita ella. Nos fuimos distanciando, A fuerza de la separación.
Su familia consiguió casita propia en Buenos Aires, con un préstamo que Coltejer le hizo a don
Heliodoro. Valga decir que laboró casi treinta años. Mi familia y yo nos quedamos. Pero Gerona-
Loreto ya no era el mismo barrio que vivimos antes. Sin ella en la calle. Sin sus ojazos negros en
cada mirada; empecé a sentir que me ahogaba. Que el hálito de vida mía, se iba desmoronando.
Ya los domingos eran días sin el encanto que Conchita transmitía.
Me fui enfermando. De un dolor de cuerpo extraño. Y de un dolor de alma más punzante. No pude
volver al colegio (la Normal de Varones, en Villa Hermosa). Empecé a sentir y ver la pudrición. En
mis brazos. Y en mis piernas. Me convertí en sujeto que hizo esclava a la madre. Bañándome y
limpiando ese pus de vergüenza. Apenas si podía leer las carticas que me enviaba la bella mía
Conchita.
Cierto día, un domingo por cierto, no volví a abrir los ojos. Era una mañana absolutamente gris y
lluviosa. Ya, en la tarde, simplemente dejé de existir. Con ojos bien cerrados, alcancé a vivir el
imaginario de los ojos de la bella-amada-Conchita.
De una historia de Bandidos
Hermenegildo dejó todo como lo encontró. Al salir, además, tuvo el temple necesario para dejar la
puerta asegurada. No fue visto, a pesar de que había transcurrido casi la mitad de la mañana. El
sigilo era una de sus grandes virtudes.
Ya instalado en su vehículo, repasó una a una las acciones. Desde que tocó la puerta. Abrió
Candelaria. Le respondió que Josías no se encontraba en ese momento. Había salido desde
temprano a visitar a algunos clientes que se habían retrasado en los pagos. Dijo que regresaría
antes del mediodía. Pero, siga “Herne”. Usted sabe que aquí es bienvenido a cualquier hora. Y se
sentó en la cama de la pareja. Sillas no había. Ni ahora, ni antes. Siguió con la mirada a la negra.
Siempre la había deseado. La desnudó con sus ojos. Ese cuerpazo. Esas tetas como recién hechas.
Y esas nalgas…Su pene crecía, conforme la iba recorriendo. Un imaginario entre perverso y erótico
puro.
No aguató más. Mientras la negra le preparaba un jugo, de espaldas a él, Hermenegildo se levantó
de la cama. La abrazó. Apretando con sus manos los pezones de la mujer, Esta reaccionó de
inmediato. Se colocó de frente. Cogió el cuchillo con el cual estaba pelando las guayabas. Y lo
conminó al respeto. ¿“Qué te has creído, hijueputa “? ¿Qué soy como las otras? ¡Vete al diablo
malparido! ¡Ya mismo te salís de mi casa!
Una vez pasó el susto, por la reacción de Candelaria, se echó hacia atrás y sacó el revólver. Le
disparó a la rodilla. Y cuando, la negra cayó al piso, la agredió aún más. Patadas en el vientre y en
la cabeza. La izó a la fuerza. La sangre brotaba por la herida en la pierna. Igual, por la boca y la
nariz. La tiró en la cama. La inmovilizó con una rodilla pegada al pecho, mientras la seguía
golpeando.
Candelaria solo veía remolinos. Todo daba vueltas a su alrededor. Sentía los puños como
martillazos; cada vez más dolorosos. Sintió cuando le fracturó el tabique. Y cuando le partió los
dientes. Después, nada más. Desfalleció.
La desvistió. Desgarrando todo el piyama. Se desvistió. Abrió las piernas de la negra. Y la penetró
con fuerza. Como obnubilado. Acezaba. Gritaba. Hasta que se vació. Con el mismo cuchillo que
había cogido Candelaria, la degolló, sin ningún asomo de piedad. Se vistió, procurando no
mancharse la ropa con la sangre que brotaba como un surtidor.
Puso en marcha el vehículo. Fueron treinta segundos de recordación inmediata. Aceleró. Se dirigió
a la casa de Eugenio Balasanián, su hombre de confianza. Le ordenó que subiera al carro. Ya en
marcha, otra vez, le dijo que debían hallar al negro Josías. Que él sabía de la traición que estaba
fraguando ese malparido. Había que matarlo, de una.
Y encontraron a Josías. Estaba en la panadería de Alfonso, uno de los más grandes contribuyentes.
Y, sin dar lugar a reacción alguna, el tuerto Balasanián, le disparó en tres ocasiones. Todos en la
cabeza. También mataron al panadero. Y los dejaron ahí, tirados en el piso. Entre tanto, la lluvia,
fue arrastrando los coágulos de sangre.
Ya en su cama. Hermenegildo repasó todo lo sucedido en menos de dos horas. Esa noche durmió
tranquilo. Como nunca antes lo había podido hacer. Tal vez por eso no advirtió que “el tuerto”, lo
estaba mirando con su único ojo disponible. Y que le disparó una sola vez en la frente. Nunca más,
entonces, “Herne”, volvería a despertar.
Una mirada desde la vida, ante sujeto muerto
Yo supe de la muerte de este señor, hace media hora. Un niño, vecino, me relató que, viniendo de
la escuela, vio el cuerpo de un hombre tirado. Ahí en la acera de la casa de don Virgilio Pomares.
“Me asusté mucho, don Ubaldino”, me dijo el chico. Y yo, como imbuido de esos deseos locos de
celebrar lo macabro; me desplacé enseguida. Y, como ya creo que lo dije, lo vi ahí. Una profunda
herida en el cuello. Esa sangre seca, que le corría por la espalda y por el tórax. Ese charco,
inmenso, que más parecía apiladura de costras; que esa espesura fluida que es a los mamíferos,
combustible continuo que va y viene, como surtidor de vida.
Y, en el camino, me encontré con Diógenes Arboleda, el novio de mi hermana. No más al mirarlo y
saludarlo, me dio por recordar el día ese de la fiestecita, cuando celebramos la, boda. Qué lujo de
orquesta. Y qué música, tan bacana. El novio bailando “patacón pisao”, siguiéndole el paso a la
novia. Y es que, Dorita, sí que sabe de eso. De bailar. Desde pequeñita. Todavía le recuerdo,
cuando celebramos su bautizo; bailando “Anacaona”.
Y sigo allí. Como ensimismado. Mirando esa cabeza, yerta. Con un cabello que, aunque empezaba a
opacarse, exhibe unas sortijas bellísimas. Un negro `profundo, brusca y tierno al mismo tiempo. Y,
sin saber porque, vino a mi recuerdo el día en que conocí a Andrea Benjumea. Tal vez, porque el
cabello de ella era tan esplendoroso como el de éste cuerpo que está ahí tirado. Que fue vejado,
inclusive. Porque, se me olvidaba precisar, que sus uñas estaban arrancadas. Tanto las manos
como en los pies. Y, sus pestañas, también había sido arrancadas. Así, esos hermosos ojos, se
mostraban a la intemperie; como queriendo volver a mirar la vida.
Cuando yo conocí a Adrián, tuve la sensación de estar enfrente de alguien que, al vuelo, induce a
reflexionar. Con una mirada, ya desde tan niño, torva. Una boca, con rictus de ofensa para quien
quisiera mirarlo. Unas manos, excesivamente livianas. Delgadas. Como las de experto cirujano,
ávidas de bisturí. Todo él navegando entre lo brutal y lo insípido. Como queriendo ufanarse de la
lectura a la que convocaba.
Yo diría que, en lo inmediato visceral, remontaba a los orígenes de la estructura freudiana de la
vida. De las pulsiones; de las pasiones y los impulsos. Como sujeto condensado, repleto de
potencia latente. Algo parecido a lo que se ha dado en llamar “Caja de Pandora”. Creo que, en lo
más recóndito de su bella reflexión acerca de la psiquis, Freud analizaría el cuadro de Adrián, como
tratando de escudriñar: Como si se diera cuenta de que ahí, en esa cabeza sesuda, podrían
encontrarse las respuestas a sus interrogantes máximos. Como en la intención de descifrar los
mensajes que, estando ahí, no son todavía realidad.
Pedro Cancelado, estuvo a mi lado. Durante esa dos largas horas en que miré el cadáver de este
señor mío. Que nunca antes había visto. Que, a lo mejor, nadie había visto; por lo menos vivo. “Es
como si hubiera sufrido mucho antes de morir”, me dijo Pedro. Y yo dije sí, con un movimiento de
cabeza. En esa heredad que ha estado siempre. Como diciendo a todo que sí. Por mero reflejo
corporal. “En este cuerpo, si veo plena la muerte sin convicción”, recababa el Pedro Cancelado. Y,
yo, absorto. Volviendo a la afirmación como cabeceo inmediato.
Esa misma noche, encerrado en mi cuarto, retome el hilo conductor de mi análisis. Y seguía
apuntando a que Adrián, fue el asesino. El propiciador de todo ese sufrimiento reflejado en ese
cuerpo ya inerte.
No dormí en toda la noche, incluida la madrugada. Seguí viendo ese cuerpo trozado. Y, con un grito
mudo, recordé que ese cuerpo si lo había visto antes. El de ese joven que me encontré el martes
pasado, yendo para Palermo.
Casi a las seis de la mañana. Cuando todavía estaba despierto, sentí unos leves golpecitos en la
puerta del cuarto. Cuando abrí, me encontró de frente con esos ojos que parecían rasurados. Con
esos cortes transversales, invitándome al olvido de lo que había visto. “…no vaya a ser que a usted
también lo maten y le quemen las manos y las piernas con el mismo carbón encendido que en mi
aplicaron los tres hombres, uno de ellos don Diógenes. Que llegaron antier a mi casa, me llevaron y
me mataron sin yo saber nada de lo que me endilgaban. Entre otras cosas, que yo violé a su
hermana, de usted, don Ubaldino…”
Un bello hechizo
Con razón estoy en el desvarío ampliado. Sí, no más, ayer me di cuenta de lo que pasó con Anita.
La niñita mía que amo. Desde antes que ella naciera. Porque la vi en los trazos del vientre de su
madre, Amatista. Y la empecé a cautivar desde el momento mismo en que empezó a gozar y a reír.
Ahí en el caballito de carrusel primario, íntimo. Cuando, en el cuerpo de su madre, montaba y
giraba. Ella, en esa erudición que tienen los niños y las niñas antes de nacer; se erigió en guía
suprema. Yo, viéndola en ese ir y venir momentáneo, le dije que, en este yo anciano taciturno,
prosperaba la ilusión de verla cuando naciera. O de arrebatarla a su madre, desde ahí. Desde ese
cuerpo hecho mujer primera. Y le dije, como susurrante sujeto, que todo empezaría a nacer cuando
ella lo hiciera. Y le seguí hablando aun cuando escucharme no podía. Simplemente porque su
madre, amiga, mujer, se alejó del parquecito en donde estábamos. Y me quedé mirando a Amatista
madre, en poco tiempo concretada. Y la vi subir al busecito escolar que ella tenía. Pintado de
anaranjadas jirafas. Y de verdes hojas nuevas. Y se alejó, en dirección a casa. Y yo la seguí con mi
mirada. Traspasando las líneas del tiempo y de los territorios. Sin cesar me empinaba para dar
rienda suelta a mi vehemente rechazo por haberte alejado de mí. Niña bella. Niña mañanera.
Y, en el otro día siguiente. Ella, tu madre, volvió a estar donde nos vimos ayer. Amatista madre.
Como voladora alondra prístina, se sentó en el mismo sitio. En ese pedacito de cielo que había solo
para ella y para ti. Y me miró. Como extrañada madre que iba a ser pronto. Y me dijo, con sus
palabras como volantines libertarios surcando el aire, qué ella nunca me dejaría llevarte al lugar
que he hecho para los dos. Que, según ella madre, ese lugar tendría que albergar tres cuerpos.
Uno inmenso, el de ella. Otro, en originalidad absoluta y tierna, el tuyo. Y, el mío, sería solo
rinconcito desde el cual podría verlas regatear el lenguaje. Elevándolo a más no poder. Casi, entre
nubes ciegas, umbrías. Y que, ella, tejería tus vestiditos azules, rojos, morados, infinitos los colores.
Y que, su mano, extendería hasta el más lejano universo. Para que, siendo dos, me dijeran desde
arriba que yo no podría ser tu dueño. Ni nada. Solo vago recuerdo de cuerpo visto en la calle. En el
parque. Más nunca en el aire ensimismado.
Otra tarde hoy. Yo aquí. Esperándolas. Tú en el cuerpo de ella. Y las vi acercarse, desde la
distancia prófuga, Viniendo del barriecito amado por las dos. El de las callecitas amplias. Benévolas.
Desde esa casita impregnada por el arrebato de las dos mujeres vivas. Transparentes. Orgullosas
de lo que son. Y, tú y ella, con los ojos puestos en una negrura vorazmente bella. Amplia, dadivosa.
Y las vi en el agua hendidas. Como en baño sonoro, puro. Imborrable. Y agucé mis sentidos. El
olor fresco de sus cuerpos. Y el escuchar las risas y las palabras que se decían las dos.
Hoy, en este sábado lento, estoy acá. Esperándolas como siempre. Y veo que llegan mujeres otras.
Con sus hijos y con sus hijas. Niños y niñas nuevos y nuevas aquí. Pero, mi mirada, buscaba otros
cuerpos. El de Amatista y de Anita, como decidí llamarte. Buscándolas por todo el espacio abierto.
Sentí que no podía más con la nostalgia de no verlas. Y me pesaban las piernas. Como hechas de
plomo basto. Y, mis ojos, horadando todo el territorio. Y miraba el aire que bramaba. Como sujeto
celoso. Como fuerza envolvente,
Pero no llegaron. Ni ella. Ni tu cuerpo en ella. Pasando que pasaban las horas, todo estaba como
hendido en la espesura de bosque embrujado. Y me monté, con mi mirada, en los carritos pintados
que veía. Como siguiendo la huella de su cuerpo y el tuyo en el de ella. Viajero sumiso. Con el
vahído espeso de la tristeza, pegado en mí. Viendo calles. Cerradas ahora, para cualquier asomo de
alegría. Así fuese pasajera, Y llegó la noche. Y, el frío con ella. Eché a caminar. Llegué a la casita
mía. Y las encontré. Dibujadas en la pared. Ella riendo y tú también. Pero eran solo eso. Dos
cuerpos hechos. Ahí. Sin vida. Y, esa misma noche, decidí no vivir más. Y me maté con metal
brilloso. Y mis manos embadurnaron con mi sangre los cuerpos dibujados por no sé quién.
Esmeralda
Al verla así. Diluyéndose lo que era antes de ayer solo belleza inmensa. Nítida. Subyugante. Ese
ayer pasó a ser referente de dolor mío. En algo similar al ahogo absoluto de la voluntad. Y de la
esperanza. Y de la ternura de ahora y de después. En ese consciente tan mío y tan de todos.
Cuando sentimos que ya no estará dado, para nadie, el derecho cierto a vivir la imaginación
absoluta. En una orfandad como látigo punzante. Que empezó a cruzarnos desde ahí mismo;
cuando, en ella, empezó a eclosionar la soledad. De cuerpo. Y del ávido espíritu. Certero, antes de
ayer, en lo que ilusionario mágico, humano; era como heredad que ansiábamos todos y todas.
Y, por lo mismo dicho, percibido y visto; el antes de la belleza abierta y cierta; empezó el declive.
Obscurana arrogante. De crecer constante. Exponencial. Un glacial. Y, nosotros y nosotras, ateridos
(as); acompañándola en su periplo. Como esa decadencia que se impone. Sin explicación aparente.
A no ser aquella que la relaciona a ella y a lo que era hasta antes de ayer, con la vida viva que la
han ido matando. En ese recorrido de voces. De arengas. De acciones. Tan propias de la
gendarmería palaciega. Vinculante. En lo que significa esto. Como trasunto envolvente que hiere y
mata. En lentitud de tortura. De inclemente pavura. Que crece y crece en paralelo al decrecimiento
de ella. Y de su hermosura. Y de su ternura. Y de su esperanza antes habida. Y, ahora, dolida.
Derrotada en su significado que se tornó efímero. Por lo mismo que no me amó nunca. Y que, en
ese nunca hiperbólico, soporté mi venganza. Construida a pulso perverso. Desde el mismo día en
que sus divinos ojos dijeron no, a mi mirada furtiva de insinuación lasciva. Y, por lo mismo cierto,
que sentí que este yo mío, era más que simple sujeto de llegar tardío al Edén suyo. En el cual, en
su momento vivo, entregó hoja de ruta a quienes, con ella conductora, recorrieron todos los mares
y todos los cielos. Hasta que, este yo perverso, la mató a ella navegante en agua y vuelo. Y a los
(as) que, con ella, navegaron y volaron. Haciendo de la vida imaginación y anhelo.
Travesía
Al llegar, Paulina Moterroso, me hizo conocer a que venía. Ella era de unas condiciones espirituales
excepcionales. Tanto que fue elegida, por el señor alcalde como “mujer de la eterna dulzura y faro
de todas las mujeres de San Calixto” Yo veía en ella algo parecido a “todas las diosas juntas”.
Cuando cruzó por la puerta de la Terminal de Transporte de Lago Viejo, quedé perplejo. Me habían
hablado mucho de su belleza corporal. Pero, a decir verdad, era mucho más. Una hermosura de
ojos y de cara. Piernas como recién hechas. Me le presenté como Everardo Camino González. Y fui
elegido como su guía mientras permanezca en la ciudad.
Ni me sonrió. Solamente, me entregó sus maletas. Y, ella misma, hizo señales al conductor de una
de las berlinas que estaban ahí en la bahía dispuesta. Conversamos solamente lo necesario. Como
esa pregunta rutinaria ¿cómo le fue en el viaje?... ¿llegó muy cansada? La respuesta fue un
monosílabo erguido como sucesión de palabras que decían nada.
Al legar a la tienda de don Hildo Monterroso, solicitó a su papá, una bebida bien fría.
Preferiblemente una cerveza. Para mí no pidió nada. Solo la infinita bondad del propietario, impidió
que muriera de sed y de rabia, ante esa actitud pérfida de la señorita Paulina. Yo le expresé a don
Hildo que iba para la casa de mi mamá a almorzar y que luego regresaría para acompañar a la
señorita Paulina a las visitas de rigor para sus amigas.
Cuando regresé ya Paulina había cambiado de traje y de personalidad. Me recibió con la risa que
dicen es la más bonita en este territorio de dios. El dueño de la berlina, ya nos había preparado
todo el lujo posible al interior. Fuimos primero donde Isabela Martínez, su compañera de toda la
vida en el colegio Betlemitas. Hubo mucha alegría en el reencuentro. Doña Ranquelina, la mamá de
Isabela, le había preparado dulce de duraznos, acompañados con cuajada, la especialidad de su
casa y su secreto, al prepararlo.
Desde ahí, fuimos en el coche, hasta donde Martha Eugenia Cipagauta, quien fue novia del
hermano de don Eurípides Gutiérrez. Este, a su vez, es el tío de Isabela. Mucha ternura noté yo en
las expresiones vividas. Doña Esther había preparado dulce de maracuyá, acompañado con
buñuelos, especialidad de la casa. Hablaron mamá Esther, Martha y Paulina. Se contaron hechos y
acciones realizadas durante la ausencia.
Desde ahí, partimos hasta la vereda “Potro quemado”. Allí encontró a Gudelia Paniagua. Se
conocieron desde chicas. Aun antes de ir a la escuela. Habían terminado juntas quinto de primaria.
Ahora, con la carrera de medicina ya terminada , Paulina se ufanaba de su capacidad para ganarle
el pulso a la vida, en todos los ámbitos.
La llevé a su casa. Eran las ocho de la noche. Ella golpeó la puerta, luego de agradecerle al señor
conductor de la berlina. A mí, simplemente me dijo “adiós señor”. Mañana me debe recoger a las
siete de la mañana; ya que debemos ir donde Evangelina Arregocès. Es muy lejos de aquí. Por
esos, le solicito esté temprano, a la hora convenida
Al otro día estuve puntual a la hora convenida. Ya había llegado don Evaristo, el conductor del
coche. Me informó que había tocado la puerta tres veces y que nadie abrió. Yo mismo golpee otras
tres veces la puerta. Nadie abrió. Fuimos donde la señora Francisca, la vecina. Se extrañó de lo que
hablamos. Según ella, don Hildo Monterroso y su hija Paulina habían muerto hacía dos años en
accidente de automóvil, cuando iban desde aquí, hasta Santa Marta.
Absolutamente compungido, regresé a mi casa. Le conté a mi mamá lo sucedido. Ella me dijo “no
es posible lo que me cuentas. Aquí, en nuestro pueblito nunca ha vivido señor de nombre Hildo, ni
su supuesta hija .Y, mucho menos, existe una tienda en la esquina de “los Brujos”“.Nombre dado
A la esquina en donde yo llevé a Paulina. Y donde la recogí el día anterior. Y la que esperé en la
Terminal de Transporte. Desconsolado cogí el camino de regreso a la casa de mi mamá.
Cruzándola esquina de “los Brujos”, encontré un cartel que anunciaba los sepelios del día diecisiete
de agoto de 1956.Entre ellas estaban los nombres Isabela Martínez. Martha Cipagauta y GUDIELA
Paniagua. Las tres habían muerto en accidente vehicular el día anterior, cuando se dirigían a la
ciudad de Bucaramanga. Cotejando versiones, me encontré que las tres señoritas habían muerto el
mismo día en que doña Esther había percibido el tronar de los rayos; allí en la misma casa en que
murió.
En esto de cargar con una culpa, parece que se expande la vida en sentido contrario a lo que
queremos. Lo digo porque, no más pasados veinte años, y ya estoy de vuelta. Aquí como si nada
hubiera pasado. Pero, muy en lo recóndito, yo sé que si pasó. Y, no solo eso, además sé que no
logré conjurar nunca la posibilidad de regresión. En ese universo en el que me he desenvuelto. Y
que, ahora, no atino a precisar en cuestión de términos y de conceptos.
Transcurría, como solo yo lo sé, ese año absorbente. En el que nadie atinaba a dilucidar acerca de
la sucesión de eventos. En ese proceso de erosión de lo que somos. En penumbras que nos
llevaban para allá y nos volvían a regresar al punto de partido originario. En el vértigo propio de lo
que acontece sin que sepamos porque. Al menos así lo entendía. O trataba de hacerlo.
Me fugué de ahí. De esa prisión modelo. Una familia en donde se expandía el odio contra todo
aquello asociado a la ternura. Como en esas vocinglerías propias de quienes horadan a los sujetos;
sin importar la condición; ni la edad; ni el sexo. Mucho menos sus creencias. Familia de esas que
están ahí. Que siempre han estado. Y que perduran en el tiempo. Profundizando todo lo dañino que
sea posible abarcar.
ESE DÌA, EN MI CUARTO, LOGRÈ VERTEBRAR LA IDEA DEL ESCAPE. No sin antes ensayar una
aproximación a la resurrección de la vida. En lo que esta tiene de posibilidad de reconstruirse.
Tanto en el tiempo como en el espacio. Y, yo mismo me decía acerca de la absoluta necesidad
perentoria de reclamar lo perdido. Es decir de todo ese acumulado que se ha ido amontonando ahí.
Pero que, por esto mismo, no ha pasado de ser simple aglomeración. De cosas y de vidas. Pero
que, al fin y al cabo, obran como resorte imaginario que reivindica la razón de ser de la humanidad.
Mi hermana, Esmeralda, también estaba ahí, conmigo. Nuestras miradas se tornaban cada vez más
lentas; en lo que suponía debía de ser la aceleración de las respuestas. Como en esas ondas
hertzianas; que van y vienen. Y que sintonizan las opciones. Y las relanzan al desgaire. Pero no.
Ella y yo, seguíamos absortos. Tal vez buscando las condiciones y las circunstancias propicias. Pero,
sin poder atinar a nada. Sentíamos volar nuestra imaginación, recortada. Como sumisos seres a los
cuales lo despótico y autoritario les han cortado lo poco que quedaba de sus alas que, otrora,
ejercían como motor entregadas al viento. Direccionando la esperanza. Hasta allá. Hacia ese
horizonte que creíamos nítido y libertario.
Cuando llegó Fonseca, Esmeralda y yo, habíamos juntado nuestras manos. Como pregonando una
rogativa perenne. Como si nunca más nos reconociéramos en el afán de la liberación. Estábamos
claudicados. Como supongo yo que debe ser la derrota total. De hombres y mujeres que habíamos
empezado la lucha desde el mismo momento en el que la vida comenzaba.
Este Fonseca nació aquí, hace ya cincuenta años. De niños, jugábamos a ser dos creativos. Dos
imaginarios que se bifurcaban ante cada hecho.; pero volvían al punto de partida cuando sentíamos
ese silencio atroz al que tanto miedo le teníamos. Y cada rayo. Y cada lluvia intensa; ejercían como
convocantes para nosotros. Ahora que lo miro, después de tantos años, me doy cuenta que la vida
es un camino. El tránsito lo hacemos por la vía que más nos permita la concreción de ideales. De
sueños. Y de acciones convergentes o no.
Hoy, lunes de pasión, Esmeralda y yo. Seguimos ahí. Fuimos mutilados por Fonseca. Hizo de
nosotros, cuerpos de expiación. Cercenadas las manos. A trozos, fuimos cayendo. Acompañados de
espasmos dolorosos. Y nuestros ojos volaron como ave de martirologio. Nuestras bocas escaldadas
a lo máximo. En fin que, ella y yo, sucumbimos. Y él, como si nada. Simplemente mirándonos en el
desangre total. Sin reír. Pero, tampoco, sin el menor asomo de tristeza.
Y yo, particularmente, sentí que me iba yendo, desmoronando. Solo acaté a susurrarle a
Esmeralda:”…lo que fue, ya fue hermana mía; nuestro padre así lo decidió, tratando de cortar
nuestro vuelo de amantes íntegros…”
Valentina
A sus escasos trece años, Valentina Potincare, ya había aprendido a abrir los ojos. Esa ceguera que
la acompañó, desde el primer día de haber nacido, fue reemplazada por una apertura iconoclasta.
Empezó a verlo todo. Lo de lejos y lo cercano. Un proceso lento, pero eficaz.
Para ella, ya es pasado innombrable lo que hicieron padre y madre. Recuerdo olvidado, es lo vivido;
cuando apenas caminaba, dando tumbos. Como cada quien lo hizo en su momento. Y proclamó la
libertad, de oficio. Sin pedirle nada a nadie. Por si misma, fue descubriendo lo necesariamente justo
para no sumergirse en el abismo. Superando la ignorancia, acerca de la vida y de sus expresiones.
No en vano pasaron las primeras ilusiones. Tan recortadas, como autoritarios fueron los mandatos.
Y que decir tiene los ensayos. Para alcanzar el conocimiento, de las cosas y sus orígenes. Como la
Escuela me fue formando en sinónimos y valores, al menos eso dijo ella, Valentina. El mismo día en
que, a borbotones, vio que el agua viajó. Que no le encontró explicación al rugir de las tormentas.
Pero que, después, vio y sintió los golpes. A cada rato. Uno y otro. Mama y papá, abriéndose
camino, como ejemplares sucedáneos. De lo habido y por haber. De destapar lo escondido. Y que
no querían ver. La vida dando tumbos. O él y ella, dando tumbos en la vida. Lo mismo daba y da,
aún ahora.
Y que, yo Valentina, estuve en ese sitio, cuando me encontró Wilfrido. Y que me cantó, recién
cumplidos los trece. Y que, yo Valentina, navegué los mares de la desilusión. Y que fui embarcada
en contenedores. Y llevada, a través de esos mismos mares, a París y a Roma. Y que, una vez allí,
vi explotar todo lo mío. Volando en mil pedazos lo único que tenía, no tocado.
Y que, cuando fui creciendo fui enajenada. Fui vertida en mil lugares. Y que, cuando me negaba a
seguir, fui violentada. Y fui sometida a rigores no hablados, estando ahí. No difundidos, a pesar de
no ser ya solo el mío, sino el de todas las Valentinas, por doquier. Y me hice traductora de dolores
y afugias. Y vi venirse el mundo encima. De unas y otras. Y que, en creciendo, los lapidadores,
fueron universalizando el ejemplo. La propuesta y la acción.
Y volví no sé qué día, volé a los altares. De una fama no antes vista. Altares de sumisión perenne.
Antes de mí. Antes de mi madre. Antes de todos y de todas. Venales ejercicios permitidos. O, por lo
menos, encubiertos. Normas difuminadas al soplo. Como queriendo decir que se van a ejercer
castigos. Pero que, no más firmadas, se diluyen en el inmediato entorno del aire que se esparce. Y,
como si nada, emerge aquí y allá, otra vez la vulneración. Otras Valentinas vuelven al suplicio. Y
sus opciones son, de nuevo degradadas, en ese ejercicio inmenso, aterrador.
Desaparecido
Por algo le dio a este. A más de su sinvergüencería; me viene ahora con que no quiere saber nada
de su madre. Yo creo que nunca antes ha expresado este tipo de opciones de vida. Como si
Teresita no hubiera estado al lado de él. Desde culicagado. Al trote. Esta mujer corriendo para allá
y para acá. Que para donde el médico. Que, le empezaron a llorosiar los ojos y coja para donde el
oftalmólogo. Que, el bebé, tiene muchas ganas de ir a conocer el mar. Y dele para Cartagena. Que,
en el colegio, se metió en problemas con el profesor Danilo, el de educación física. Y dele a hablar
`por él, para que no lo sancionaran. Pactando compromisos.
Y esa noche, sí que la embarró ese Mauricio. Le pegó a su novia. Todo, dizque porque ella estuvo
bailando con Esteban Luis, su primo. La tunda fue dura. Y las mujeres del Comité de Defensa de las
Mujeres, en el barrio, se la montaron. Lo localizaron en Usme. Lo llevaron a orillas del Tunjuelo
Alto. Y lo empelotaron. Y lo metieron al agua. Y allá los dejaron hasta el día siguiente. Cuando lo
encontraron estaba casi hipotérmico. Y Teresita ahí. Arropando a su “Maurito”. Arrullándolo.
Y como si fuera poco, el día en que se graduó de bachiller. Se emborrachó. Y se puso ese salón de
ruana. Quebrando vasos, copas, platos. Insultando a doña Berenice la dueña del colegio. Diciéndole
que era una perra abusiva, que se estaba enriqueciendo a costas del pueblo. Hubo que sedarlo.
Porque ya la iba a emprender en contra de la familia de Emperatriz, su novia.
Y, el día en que celebró porque no se lo llevaron a prestar servicio. Le gritó de todo al coronel
Barroso. Fuera de que nos ayudó; este pelao le dijo “malparido torturador”. Y se viene con todo el
militar. Si no es por doña Flora, su mamá; le mete un balazo.
O cuando se empecinó en que lo teníamos que llevar a “la ciudad luz”. Dizque porque quería
conocer de cerca los lugares en los cuales los jacobinos instalaban la guillotina. Jodiò tanto que,
entre Teresita, los abuelos y yo, nos metimos en un crédito para conseguir, al menos, los pasajes.
Lo cierto es que no tiene arreglo. Ahora dice que Teresita no es su mamá. O al menos que no la
reconoce como tal. Según dice, desde que la vio besándose con Otoniel Bermúdez, en Sitio Viejo.
Allí en el municipio de San Isaías; el día en que estuvimos de paseo, para celebrarle el cumpleaños
a Leonor, la tía de Teresita. Y que, sigue diciendo este, no fue solo un beso. Que los vio
revolcándose en el cuarto de don Eugenio, el primo de don José, el señor que nos alquiló la finca.
Que si eso lo hacía, ahora cuando él tenía veinte años, como sería cuando se quedaba sola, cada
que su papa Alfonso salía a trabajar a Puerto Wilches. . Me la puso de este tamaño: o se va ella,
tío, o me voy yo. No quiero saber nada de esa puta.
Reflexione Maurito. No ve que su mamá sufre mucho. Y lo ha dado todo por usted. Porque no
puede una viuda, rehacer su vida afectiva. Sí, nosotros los humanos, vivimos porque nos motiva el
amor.
Recuerdo, como si fuera hoy mismo, que esa noche se encerró en su cuarto. Nunca más volvió a
salir. Cuando forzamos la chapa y entramos, solo estaba Teresita. Seguía llorando la pérdida de su
bebé. Ya iba por el tercer aborto. Lo suyo, tal parece, que es incurable. Todos quien han estudiado
su caso, lo definen como “expresión atípica de los músculos del útero. No responden ante ningún
estímulo”.
El muerto
Eloísa Espárrago, vivió en el Barrio Aranjuez, mucho tiempo. Yo la conocía, cuando apenas rondaba
los cuatro añitos. Una mujercita ya enderezada. En lo que esto tiene de acercarse a líneas
femeninas bien formadas.
Desde el comienzo, la vi como ícono. Tal vez porque su madre había llegado diez años atrás. En
situación que llaman las personas en lo cotidiano “sin un peso”. Mi madre se hizo cercana a ella. De
nombre Isabel, por cierto. En lo que recuerdo, podría haber tenido dieciséis años para ese
entonces. Venía de Mocoa. Y, en verdad, su piel morena cobriza, denotaba cercanía étnica con los
araucanos. No podría aseverar, el horizonte trazada por ella y su gente. No se si, por ejemplo,
ejercieron esa travesía inmensa,. Desde los bordes fronterizos entre Bolivia y Chile. De pronto,
remontando el Norte Suramericano. Algo así como en esos andados caminos que después no se
recuerdan. O, simplemente, se ignoran. Porque en eso hemos sido y somos olvidadizos
intencionales. Por lo mismo, digo yo, que los invasores españoles, nos imprimieron esa noción de
memoria que solo se hace pertinente, cuando de pervertir las culturas se trata. Es como si, a cada
paso, hubiésemos sido forzados a aprender de Occidente, la maña aquella de estar en la
expectativa de arrasar. Como quiera que se erige como referente. O se pretende hacerlo.
Decía que Eloisita era hija de su madre, aquella que llegó diez años antes. Por lo mismo que soy
sujeto varado en lo que a reflexión plena se trata. Es decir, sujeto que no dio ni una al momento de
asumir la tabla de verdad. Que, por más que esforzaba, no lograba descifrar los códigos
elementales de la lectura. Un fantasioso que no logró nunca establecer el nexo entre el paradigma
y lo hablado. Entre lo que emerge, entre líneas. Y lo que se deduce, a partir de establecer la
gramática del comportamiento. En una opción lingüística más parecida a la invención de la relación
intrínseca entre el nudo mismo del dominio y las aristas de palabras colaterales que no aportan
nada a entender el origen e hilo conductor del relato. Cualquiera sea.
Decía que, por esto mismo, no he podido hacer memoria. Ni circunstancial, ni de fondo. Acerca del
quehacer de la madre de Eloísa. Solo se que, siempre, la vi hermosa. Como ese día en que
caminaba de la mano de Alfonsito Fonnegra. El “Indio” amado por mi madre. Había llegado desde
Arauquita. Muchos años antes. Tantos que yo no había nacido aún. Y que, mi padre, siempre lo
odió, de eso si puedo dar cuenta. Siendo odiar, el verbo, este se concreta en colectivo y en
individual. Si nadie puede probar que odia, el verbo no existe. Mi padre, siempre, probó que odiaba
al “Indio”. Pero, si se odia, es por algo. El odio, entiendo yo, no se hereda. No está ahí. Digamos
que no es una célula que invada. Odiar, como amar, tiene sentido, en razón a que se origina en
algo.
Sin embargo, nunca he `podido saber porque Hildebrando, mi padre, odió al “Indio”. Y es que, al
morir, en medio de ese charco de sangre. Ese jueves 31 de marzo; yo creo que se hizo olvido la
concreción del verbo odiar, en mi padre. Hacia el “Indio”. Siempre mi madre evadió una
explicación. Cuando, el yo sujeto hijo de Hildebrando, la miraba. Preguntándole con mis ojos,
porque ella hablaba con el “Indio”, cuando mi padre no estaba. Porque besaba sus labios de
manera furtiva y constante. Porque lo envolvía en sus brazos. Desnuda ella. Desnudo él.
Fonnegra amaba a la madre de Eloisita. De eso me di cuenta, cuando la veía tras él. Noche a
noche. Por las calles del barrio. Cerca de la Iglesia de San Cayetano. Y cerca, también, a la de San
Nicolás. Allí, casi siempre, los lunes de celebración de los panecillos que llevaban el nombre del
santo y que se transformaban en milagros ocultos. En silencio. Sin comprobación efectiva. Pero
latentes. Ahí, en ese ideario de nuestra mujeres.
Si amó a la madre de Eloísa como amó a mi madre, no sé. Lo que si sé es que las amó a las dos. Si
mi madre tuvo un hijo de Fonnegra, no sé. Lo que si sè es que Eloisita es hija d èl. Porque, en eso
de aprender a contar en abstracción, casi que doy cuenta de los casi diez meses, desde que los vi
cerca de la Escuela de Ciegos y Sordos. En ese amplio escampado; retozando. Bueno, así llamo yo
a haberlo visto encima de ella. Jadeando. Casi que sentí su acelerada respiración. Y, ella, en
susurro absoluto. No sé qué decía. Pero lo intuía hermoso. Como palabras al garete; pero llenas
símbolos de plenitud, de agrado. De pasión, como locura digna, estética. Maravillosa.
Y es que, Hildebrando, murió ese día, por lo mismo que mueren quienes aman en la amargura. Por
lo mismo que mueren quienes han amado y dejan de hacerlo, cuando mueren creyendo que quien
los mata, algún día los amaron.
Lo mismo muero yo, hoy, cuando siento la lanza en mi pecho. Desgarrándome el cuerpo. Y el alma.
De manos de Eloísa. La mujer que, aun siendo niña, creí yo que me amaba.
Y nosotros y nosotras aquí. Recreando en corto escenario, lo impúdico. Y, ella, vuelve a sus trece.
Siendo ya niña vieja. Como añorando el canto a la ramera, de Manolo Galván. Como retrotrayendo
a las niñas viejas de antes.
Y Valentina, sigue recordando a padre y madre, en esos soliloquios propios de quienes se
acostumbraron a ver el mundo por la ventana más estrecha. En uso de unas ilusiones que no
tuvieron. Mirando lo que no pudieron ver. La libertad. Ajena a todos y a todas. Horizonte asfixiado,
lúgubre. Hechizos enfermizos. Scherezada reinventada, de tanto contar lo que no se debe contar.
Una alegría no más. Cuando, en vientre, sintieron hablar. Madres que balbuceaban “te amo”. Pero
Sin extender la voz en el tiempo. Sin que permanecieran las palabras. Al garete volaron y se
perdieron.
Mi Valentina. La niña que se hizo vieja a los trece. Que no pudo vivir la vida en libertad y la ilusión
primera, reconfortante. Más bien, otorgando un legado a quienes vienen atrás. Valentinas, Julianas,
Tanias…todas a merced de lo que las normas dicen y desdicen. De dichas apagadas. Ahí, a pie de
boca. Como niñas yunteras, trasgrediendo en género, el canto de Serrat. Oyendo, en lejano, el
“que va a ser de ti lejos de casa, niña que va a ser de ti”. Escuchando, en ignoto el homenaje a
Valentina, de Isabel Parra y de Ángel Parra.
Y, ella, sigue diciendo que, quiere volar a ras de tierra. Encontrarse con el mar, como Alfonsina
Storni. Como queriendo indicar que ya no va más. Esa vida atormentada. Ensañamiento brutal.
Pérfidos mandarines venidos a menos. Como diciendo que no quiere volver. Ni a ver el Sol. Ni a
añorar a la vieja Luna nuestra y de todos y todas. Como queriendo decir, hasta aquí mi vida. Hasta
aquí yo. Hasta aquí mi tristeza.
Utopía silenciada. Como férula hecha cuerpo
Nació en el leprosorio de Ciudad Vigía. Inimaginables los vientos, rodando. Venidos desde la
ternura amarrada, enviciada al truculento espasmo. Ella, por si sola, había rondado desde
antiquísimos tiempos. Desde cuando la vida se hizo secuencia desparramada por el mar hiriente.
Los avatares, en seguidilla, lo fueron siguiendo. Desde la violencia hecha muralla, profanada e
inhóspita, por lo bajo.
Ese hombrecito, empezó a ver el mundo, como proclama ya arrinconada: Metida en la muerte de la
simpleza y de la aventura ansiada. Ahora mutilada. Sus orígenes, en eso de la herencia venida
como patrón circular; remontan al tiempo en el cual la levitación era viento turbio; como cuando
uno pretende dibujar El Sol a mano alzado. Una circunscripción rotando por todos los avatares del
entorno. Viviendo una mudez que se amplía. Una memoria vaga; la ternura embolatada. Sin hacer
superficie en el agua. Dulce o salada. En todo caso, cuando Patronato Antonio Lizarazu llegó a la
vida; desde ahí mismo sintió que no podía vivir en ese escenario ditirámbico. Y se juntó con Inesita
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Rosalía, fuego y demonios

  • 1. Rosalía, fuego y demonios Comoquiera que Jesús Palomino viajó hasta Ciudad Benítez, yo me hice cargo de la casa. Situada en ciudad Porvenir. Tenía (la casa) un “encanto”. Tal parece que, en lejano pasado, se constituyó en refugio para magos y magas. Todo se podía dar. La leyenda habla de Comandos Mixtos. El propósito tenía que ver con crear alucinaciones. En una perspectiva que comprometiera a Barrio Isla y sus entornos. Lo primero que se conoció, hablaba de conexiones con el infinito mundo de los desaparecidos. Una especie de proclama no contestataria. Mejor sería decir que, quienes no volvieron, flotaban en el medio aire. Susurros que espantaban. Y que fueron creciendo a medida que crecía la ciudad Porvenir. Pero, fundamentalmente, en Barrio Islas. El tejido de ansiedad y de la zozobra se hizo, cada vez, más expandido. Sucesión de hechos inenarrables. Caminos que empezaron a estrecharse y a cambiar de lugar de tránsito y de destino. A tal punto que, Hermregildo Segrera fue poseyendo un tipo de lenguaje comunicativo. No conocido hasta el momento. Figuras tendenciosas que se iban creando a partir de las habilidades de palabras. Sucedió que, en diciembre pasado, tan pronto el calendario marcaba la superación de la franja del treinta y uno de octubre y primero de noviembre. Los y las habitantes de Barrio Isla, sintieron fuerte temblor de tierra. Y se abrieron los muros de las casas. Y se partió el camino. Y, quienes por ahí transitaban, escucharon voces. De fuerte potencia. Un vozarrón que increpaba. Como tratando de ejercer poder fundamentalista. Camino que empezó a llenarse de cuerpos latentes. Los veíamos. Pero, nunca, pudimos asirlos. Ni intercambiar palabras con ellos y ellas. La ventisca crecía en fuerza. Alcancé a llegar hasta la casa perdida. Es que se había constituido en punto de referencias. Cerré la puerta. Esa voz seguía incitando al exterminio. Juvenala Rentería, la maga mayor, logró entrar por la hendija del costado derecho de la puerta. Un cuerpo aplanado que se fue restaurando y posicionándose del patio y de las habitaciones. Un susurrar extremo. Vertiendo palabras y frases que yo no entendía. Fueron apareciendo otras mujeres, que yo no conocía. Una desenvoltura agría. Con trozos deleznables. Una juntura de cuerpos y de sombras. Un aspaviento inmenso. Decía que, cuando Jesús Palomino, se fue para Ciudad Benítez, asumí el encargo. Algo así como tratar de imponer en ese escenario peligroso e infame la ley del miedo Pero, andando el tiempo, me fui debilitando. Ya no tuve el amplio conocimiento de las cosas y de los hechos en ellas. Me fui perdiendo en los caminos. Y en los entornos viciados. No podía hablar. Ni ver más allá de los delgados cuerpos. Empecé a tratar de interpretar ese lenguaje sórdido, no humano. Y Valentierra, el mago mayor, me fue poseyendo. Como si pudiera construir, desde afuera, cuerpos siameses. Con aureolas blancas, encendidas. Empecé a sentir la fuerza de la tierra que no paraba de sacudirse. Se extendió en el tiempo. Todo fue desmoronándose. Empezamos a entender que el tiempo se había detenido. Y que, el viento agreste, se unió con el trepidar del suelo.; y con la ventisca que crecía en fuerza y en duración. Rosalía Castro logró sobreponerse. Vino hacia mí, con pasos tortuosos. Sus ojos eran fuego de color verde. Una aplicación de pasos sinuosos. Me tomó de la mano. Y empezó a mirarme. Sus ojos fueron cambiando, en color. Y en intensidad del fuego. Me subsumió el cuerpo. Éramos dos no una. Fui sintiendo el vaho propio de la pudrición. Nos fuimos adentrando en la casa. Pasamos por las habitaciones. Y, allí mismo, fuimos matando a quienes dormían. Cercenando su miembros. E hicimos espacio. Y fuimos construyendo holocaustos. Miles de cuerpos inanes. Cada paso de Rosalía, y yo en ella, significaba la expresión de mensajes. Con contenidos que remitían a la Inquisición. En esa sangría perniciosa. En volumen más inmenso que la franja central de la tierra. Avanzábamos por los caminos ya desechos. Pisos que ejercían como brújula adormilada. Con el fuego hiriente. La madre de Rosalía, llamaba Jenófanes Sinisterra. Había vivido en el tiempo en que se fundó ciudad Porvenir. Aprendió el arte de hacer desaparecer todo cuanto existía. Había hecho pareja con
  • 2. Vladimir Moscoso. Ambos fueron creciendo en sabiduría terrena y de ancho espectro. Cuando nació Rosalía dio cuenta de su capacidad para ejercer diferentes espectáculos. Construidos como vertimientos malévolos. Rosalía nació cuando Jenófanes hería el agua y el viento con una vigorosa espada, surgida de la nada. Y, la niña, empezó a caminar, tan pronto nació. Sus ojos de fuego cambiaban de color, según el espacio y las circunstancias. Fue encerrada en el cuarto de las ilusiones perversas. Allí creció. Y se fue apropiando de sus pares. Desaparecían en la velocidad que ella imprimía a sus acciones. No sentía (Rosalía) ningún tipo de nostalgia y/o de pasión benévola. Se fue yendo por el camino, tan pronto superó la prueba primera de la catarsis desplegada por todos el universo el grupo de demonios. Alzando un vuelo infinito. Cada quien es cada quien, decía Pompeyo Navarro. Y, siendo así, Rosalía se refugió en Ciudad Benítez. Allí empezó a construir espectros propios. Adoctrinando a hombres y mujeres que iban naciendo. Proclamando el libre albedrio. Con susurros monocordes. Con lenguaje cifrado, fue difundiendo sus proclamas. Cada vez crecía más el número de súbditos, cuya libertad, era la permitida por Rosalía. Cuando, esta se juntó con Alcibíades Maturana, hicieron una dupla que ejercía poder. Como tósigo infinito. Como esclavitud sin límites. Todos y todas tenían que aprender el arte de las desapariciones. Asimismo, la capacidad para desenterrar a los niños y las niñas que habían muerto; antes de llegar ella a ciudad Benítez, Por lo mismo, cada primero de noviembre, siendo medianoche, avasallaban los cementerios. Y revolvían las tumbas. En un silencio absoluto. Y, regresándolos (as) a la tierra, los convertía en emisarios del holocausto. Yendo y viniendo, por caminos intransitables para los humanos. Pero abiertos para ese ejército de cuerpos. Hablaban, entre sí, con palabras no conocidas. Más como gritos incomprendidos. Jesús Palomino llegó a ciudad Benítez, en medio de una tormenta. Alumbraba con los cirios robados al Santo Exceomo resucitado. Hizo sentir su voz en todo el espacio habido. Entró a la casa, traspasando la puerta sin abrirla. Se acercó al lecho de Rosalía y su hombre. Con su vaho de pudrición y de fuego, las deshizo. Y, allí mismo, instauró el poder de las acezantes voces de quienes volvieron a la vida estando muertos. Ernestina La verdad no hay que buscarla en los otros y las otras. La siento como pálpito que va y viene conmigo. Soy andante. Por los lados habidos y por haber. Como quien habla, contando historias venidas a memoria cierta. Pero, en veces, soportadas en invenciones, más no imaginadas. Siempre he dicho que la imaginación será, siempre un ejercicio de vida, como ilusionario. Y que construyen opciones de vida potenciados. Un lunes de mayo, en 1907, me puse a escarbar todo lo que había en el solar de la tía Hilduara. Comoquiera que, en sueño inmediato; Cuando vi y sentí una huella en piso. Con cantidad de muertos y muertas, sembrados en ese que siempre fue mi solarcito. Ululaban voces, por encima del techo de esa piecita que sirvió de refugio a mi prima Beatriz, cuando se sentía agobiada por la voz de quienes ya se han ido. Y cuyos cuerpos no eran otra cosa que brazos y piernas con el pus de las escoriaciones habidas después de muertos. Es como si hubieran sido maltratados después que fueron enterrados. Allí, en la casita, Beatriz permanecía día y noche. Anhelando que, cualquier día la acompañara Lázaro, el resucitado. Yo, siempre he creído en las premoniciones. Esas que se manifiestan en mis sueños perdidos. Incursioné en lo insondable. Y me vi metido en ese corredor que ya había visto antes. Solo que, ahora, aparecía mucho más sórdido. En una de las paredes colgaba un aviso escrito con sangre. Refería la venganza que se cernía sobre quienes habitábamos las casas situadas en la misma calle.
  • 3. Más adelante encontré el cuerpo de un gato de color negro. Había sido destripado. Conservaba sus ojos abiertos y vertía espuma de color verde por su boca. A pesar de mi equilibrio mental, empecé a dudar en términos de si seguía avanzando o echaría marcha atrás. Sin concretar mi opción, escuché un grito venido de lo más profundo. Decidí investigar y me encontré con el cuerpo, todavía caliente, de la señora Anastasia, la señora inquilina en la casa dos. Sus ojos estaban expuestos, por fuera. Toda su cabeza sangraba. Había trozos de cabello, pegados a porciones de cuero. Y sus dientes aparecían partidos, habían sido arrancados en vivo. Esa mañana, entonces, me desperté con las imágenes de lo visto en mi sueño. Decidí salir a la calle, todavía en somnolencia. Estaba desértica. Como si quienes madrugaban a trabajar, como era lo cotidiano, hubiesen preferido no hacerlo. Un frío exacerbado cruzaba todo el ambiente. Subí, hasta la esquina, en la cual funcionaba la tiendita de don Carmelo. Sus puertas estaban cerradas. Algo inusual, en razón a que su dueño abría y empezaba a atender desde muy temprano. Caminé hasta el parquecito situado en el centro del barrio. También desolado. Los árboles se movían fuertemente. Como si el viento estuviera empecinado en arrancarlos de raíz. Cuando regresaba hasta mi casa, me encontré el cuerpo de don Heliodoro, brutalmente golpeado. Sus piernas fracturadas y los dedos de su mano izquierda trozados. Una obscurana absoluta se vino de un momento a otro. Cuando me disponía a abrir la puerta, sentí que alguien estaba detrás de mí. Como sombra alargada. Sus manos dotadas de garfios de inusitada largueza. Soplando su aliento en mí nunca. Tartamudeaba. Palabras rasgadas sin ningún sentido. Entré y cerré de un portazo. En la banquita que siempre ocupaba mi madre, había un surtidor de sangre y empezaba a apelmazarse. Corrí hasta la salita. Allí, colgada de los largueros que sontenía el techo, encontré a mi hermana Rosa Elvira. Su rostro estaba rebanado, como si lo hubieran tasajeado con un bisturí. Todavía gemía de dolor. Caminé hasta el patio trasero de la casa. Quedé paralizado, luego de observar una veintena de cuerpos destrozados. Ahí, exhibidos. Algunos se movían, como en estertores últimos, antes de la muerte. Antes de dar la vuelta para correr y salir de nuevo, sentí que un punzón hería mi vientre. Por más que me esforcé para levantarme, no fue posible. Había perdido toda mi fuerza. El dolor fue aumentando, hasta que no pude más. Mi cuerpo quedó ahí tendido. Lo último que vi fue la cara de Ernestina, mi novia. Reía estrepitosamente. Me susurró al oído algunas palabras: lo que te dije Eugenio. Volvería por acá para vengar mi muerte habida cuando me lanzaste al vacío desde la ventana de tu cuarto. Todos y todas en el barrio han muerto. Los he matado y las he matado. Ya te lo había dicho: todos y todas morirán por haberme visto morir, y por haberte ovacionado, mientras lo hacías, cobrándome el hecho de ser la amante de Virginia Contreras. Volar de cuerpos muertos Me siento como en remolinos. Como cuando uno siente y percibe que la memoria da vueltas por ahí. Pero sin poder precisar ni tiempo ni espacio. Yo salí de Puerto Lejanías hace, exactamente, cuatro años. Estuve lo que llaman andaregueando sin rumbo fijo. Primero fui a parar a la ciudad Hinojosa. Llegué, por cierto un primero de octubre. Sus casas y las personas me eran conocidas. Pero, como enlagunado, no supe acertar en lo que iba allí a buscar. Unos barrios muy parecidos. Con sus calles estrechas y con espacios amplios. Como parques naturales. No tocados por nadie. Eso es lo que entendía. Un río ancho. Asumí, por mi cuenta, que tenía gran profundidad. Ante todo la parte que pasa a dos cuadras de la alcaldía. Todo estaba silente. Nadie a quien preguntar. Puertas cerradas. Y pensé, dentro de mí, que no habían sido abiertas en siglos. Zócalos vistosos. Amarillo, verde, rojo. Pero los veía borrosos. Como si los colores, de por sí, se hubieran puesto de acuerdo para no despertar el interés en el iris pleno. Mi mirada, perdida. Como tratando de adivinar
  • 4. qué pudo haber pasado con sus gentes. Y su calidez, si alguna vez se hubiese hecho presente, no radiaba. No sentí esa intuición de algo siquiera. En esta ciudad estuve como veintitantos días. Tengo esa certeza, porque me dio por medir el tiempo con el tránsito del Sol. Una especie de medianía me envolvió. Y las ráfagas de viento me hacían recordar a Viridiana Fonseca. Mujer de embrujos. Que había conocido en Puerto Peláez. Había vivido con ella por espacio de trecientos días, bien contados. Muy montaraz su figura de cuerpo, de palabras y de acciones. Nuestros primeros días juntos, lo celebramos cantando esas cancioncitas que ella y yo habíamos aprendido desde que fuimos niño y niña. Para ella y yo, era como contar cosas, sin música. Solo sé que decíamos palabras que echábamos al aire. Y cuando nos cansamos, fuimos hasta la tiendita de don Mario Cornejo. Por cierto, un ciudadano chileno que llegó a nuestra tierra, según me dijo un día, huyendo de la violencia ensañada en su país. No estaba el señor dueño. Ni nadie que lo reemplazara en la atención a los compradores y compradoras. Sin embargo, la puerta estaba abierta. En su interior todo aparecía como intocado. Sus mercancías denotaban la presencia del polvo acumulado. Viridiana entró y me invitó a seguirla. Dos piecitas, una cocinita y un patiecito subyugante. En uno de los cuarticos, acostado de cuerpo, estaba don Mario. Sin respirar siquiera. Pero su mirada estaba abierta. Como escapadas de algún sitio aterrador. Había todo tipo de insectos y de animales grandes. Todo su cuerpo ya empezaba a exhibir el olor y el color de la pudrición. Su cabello estaba arrancado del cráneo. Y, sus labios, cosidos con hilo de trenza. Y su cara como si la hubiesen flagelado. Viridiana y yo nos quedamos perplejos. Pero no nos decíamos ninguna palabra. Cayó la noche primera. Y, en sucesión, pasaron una y otra vez, Nos habíamos acostumbrado al olor y a la cantidad de gusanos sobre el cuerpo del señor Cornejo. Iban y venían. Como danzando de la dicha por lo que encontraban todos los días. A decir verdad, el tiempo voló. Y ella y yo, también. Ahí, en esa postura y sin comer y sin beber, estuvimos ahí. En el cuartico de don Mario. Hoy aquí, habiendo llegado de todos los caminos juntos. Y sintiendo el calor abrasador; mi memoria y mi estar en sí, parecen quebrados. Sin sosiego. Impelido a versificar con palabras incoherentes, insumisas. Los árboles meciéndose. Siguiéndole el paso al viento ululante. Mi mirada puesta en las cosas, no en las personas. Simplemente porque nadie había. Simplemente porque, este yo erguido, empezó a inflamarse. Las pústulas empezaron a crecer y a doler. Ahogan.mis gritos, no sé porque. Y ya, siendo de noche otra vez, vislumbré un cuerpo que venía hacia mí. Cuanto más se acercaba, más se me parecía al cuerpo de don Mario Cornejo. Cuando estuvo ahí, en frente mío, empezó un verter de palabras. Insumisas como las mías. Nos hicimos un mundo con nuestros cuerpos. Y fuimos ascendiendo hasta lo más alto. Y, llegando allí, veíamos el agua correr. Las gentes salir. En fin que volvió a la vida lo que antes no era. Y, los dos, fuimos arrastrados por el viento. Aún ahora, cien años después, seguimos girando. Mirando los amaneceres y las noches, sin poder decirnos nada. Primero de noviembre De mi cuerpo da razón lo sucedido el primero de noviembre del año pasado. Estaba yo dándole al trabajo de vendedor de chucherías, en el centro de la ciudad. Todavía era de mañana. Llovía a cántaros. No pude sacar mi chacita. Esto traduce que no pude trabajar y que la familia no tuvo que comer. Yo guardo unos pesitos en la almohada de la cama. Es el capitalito. O el plante, que llamamos quienes tenemos este oficio. Eran sagrados. De lo contrario no podría trabajar. Hoy fue lo de la lluvia. Pero, casi todos los días nos dispersaban los del Esmad. Además, a muchos y muchas de nosotros (as) nos decomisan la mercancía. Simplemente, nos decía, “Esta es la prueba de la flagrancia”.
  • 5. Decía que lo sucedido ese primero de noviembre. O la Fiesta de Todos los Santos”. Tuvo enorme repercusión. Llegué al Cementerio Central, llamado “El Buen Dios”, a eso de las cuatro de la tarde. Acompañaba a mi compadre Rómulo Augusto Piñeres. Por cierto, un hombre de esos que llaman “de talante solidario”. Íbamos a visitar la tumba de doña Gregoria. Había muerto dos años atrás. A propósito, doña Gregoria, excelente cocinera, casi siempre mi compadre me invita a almorzar los domingos. Yo sé que vinieron del campo, cuando Rómulo era apenas bebé de un añito. La situación, allá, se fue tornando invivible. Perdieron el pedazo de tierra que tenían. Además, perdieron las tres vaquitas lecheras. El papá, que se llamaba lo mismo que mi compadre, había muerto en accidente de automotores, casi el mismo día en que le hizo a la señora Gregoria, al que después llamarían Rómulo. Cuando llegaron a la ciudad, se instalaron en un lotecito baldío que había en las afueras. Como yendo para el relleno Sanitario “don Elías Jaramillo Hinestroza”. . Doce años después lograron la adjudicación de una casita en el Barrio” Santísima Trinidad. De ahí en adelante todo fueron penurias nuevas. A veces no les alcanzaba siquiera para pagar los servicios básicos de energía y acueducto. Rómulo convenció a su tío Lisímaco, para que le prestara cuarenta mil pesos, para comprar lo que habría de ser la base. Yo le conseguí un puestico en la esquina de la carrera cincuenta. Con calle49 Me tocó braviar a muchos avivatos, que trataron de meterle miedo, amenazándolo con robarle la mercancía. Por lo general, trabajábamos hasta las ocho de la noche, Doña Merina, nos dejaba guardar las chacitas, en espacio habilitado para tal fin en el parqueadero que llaman de “Los monos” Después de orar ante la tumba de la mamá de Rómulo, pasamos al otro lado de la calle. Nos pusimos a consumir cervecita donde don Euclides. Entre palabra va, palabra viene, se nos hizo tarde. Eran las ocho de la noche. Nos despedimos de quienes estaban con nosotros. Resolvimos volver a cruzar la calle, para esperar la buseta. De un momento a otro, se me perdió de vista el compadre. Busqué alrededor del cementerio. Nada. Como si se lo hubiera tragado la tierra. En un instante estando yo en la búsqueda, miré para la entrada principal. Me encontré con la mirada del señor vigilante. Sus ojos vidriosos y, extremadamente amarrillos, lo miraban todo de arriba abajo. De izquierda a derecha. Me llamó haciendo señales con sus manos. Al principio tuve miedo. Pero, después, decidí acercármele. Me hizo pasar. Cerró la puerta con el candado que tenía. Me dijo que quería comentarme algo relacionado con Rómulo. Lo seguí hasta el sitio en el cual dormía. El tintico estaba medio frío. Sin embargo, me lo tomé. Empezó diciéndome que conocía a la familia de mi amigo. Desde mucho tiempo atrás. Que sus tres hermanos habían muerto cuando trataron de profanar la tumba de don Milciades Acosta, Según dijeron quienes conocían de las andanzas de los tres hermanos, que don Milciades se había hecho enterrar con toda la plata que tenía. Es decir, iban por eso. Me comentó, además, que Rómulo había sido amenazado, en sus sueños, por parte de Milciades. Juró que lo envolvería con el manto de la Virgen del Carmen. Lo haría desaparecer en vida. Y lo llevaría a su tumba; para que allí disfrutara del dinero que tenía en el ataúd. Desde entonces el alma atormentada de Don Milciades, perseguía a Rómulo por todas partes: Preciso cuando ustedes estaban conversando, el espíritu del muerto hizo invisible a su amigo. Y, ahora, debe estar rondando todo el cementerio. Es decir, se lo llevó en cuerpo y alma. Y vagará, por siembre, en las noches y en los días; hasta el juicio final. Siguió diciendo, el vigilante, usted sigue. Le cuento que su tatarabuelo fue amenazado por una causa similar. Cuando vivía en Puerto Escondido. En ese caso, fue la tumba de una joven la que fue profanada. Resulta que solo una parte del cuerpo y del alma, fue sepultado. La otra parte del alma
  • 6. y el cuerpo huyó del lugar en que se estaba efectuada la velación. Esta otra ella quedó vagando entre nubes y a ras de la tierra. Juró vengar a su otra yo. Dijo que quien hizo eso sería seguido hasta la cuarta generación. Es decir, usted será quien lleve ese estigma. Usted morirá de una forma inesperada. Cualquier día, a partir de la desaparición de Rómulo. Quedé estupefacto. No atinaba a expresar nada. Como si yo mismo me hubiese tragado la lengua. El señor vigilante desapareció, de la misma manera en que apareció en la puerta principal del cementerio. Un frío de muerte espantoso me cobijó. Salí de allí. Era ya tan tarde que no aparecía en la calle ningún vehículo o personas. Cuando llegué al barrio, lo primero que se ocurrió fue visitar a la esposa de mi amigo. Por más que golpee la puerta, nadie abrió. Desde adentro salía un helaje que calaba los huesos. Empezó a salir un líquido viscoso, de color leche. Nauseabundo. Escuché risas salidas desde el interior. Cuando me disponía a correr, alguien me haló, desde atrás, el saco. Justo, en ese momento empezó a caer granizo. Fue envolviendo todo el entorno. El frío punzante fue creciendo. Hasta llegar a mi cabeza, después de haber arropado todo mi cuerpo. La parálisis fue total no podía gritar, ni hablar. La mitad del cuerpo y del alma de la joven que fue desenterrada por mi tatarabuelo, hendió en mi cabeza un clavo hiriente y al rojo vivo. Luego desapareció. Y, yo, con ella. Dos mujeres Ese día llegó más temprano a casa. Me extrañó. Porque siempre acostumbraba llegar a las nueve o diez de la noche. En pasado, sucediendo eso de llegar tarde, le había expresado mi desconcierto y tristeza. Algo así como que “las niñas siempre preguntan por ti…y lloran hasta quedarse dormidas”. Sin embargo, distraía el momento, hablando de otro tema. Mientras tanto, yo, me sentía apocado, impotente. Con la rabia embolatada. Haciendo énfasis en mi promesa en el sentido de no golpear a quien fuese mí amante; como lo era ella. Y sí que se dirigió al baño. Sentí la ducha. Al cabo de treinta minutos. Salió, como siempre lo hace. Desnuda y con la toalla en la mano. Expelía un olor extraño. O, al menos, diferente. Pero viéndolo bien era una acritud parecida a lo que me sale en cada eyaculación. Sea encima de ella, o cuando me masturbo mientras la espero en la noche. Me tendió los brazos, invitándome al coito. Ese era siempre su lenguaje para convocar. Desde que fuimos novios lo hace. Un lenguaje que incluye, señalar su abertura. Ese día la vi mucho más ancha y de color entre azuloso y rojo. Mi pene se puso en guardia. Con la misma erección que siempre lo hace. Una punta que ha sido aclamada como la más hermosa, por parte de las mujeres que he tenido. Pero, vacilé. Como cuando he percibido que alguien se me ha adelantado. Pero pudo más el arrebato. Esa insaciable lascivia que siempre me ha acompañado. La tiré al piso y la inundé tres veces. Ella, como en locura delirante, me decía más Pablito, más. Pero resulta que yo no me llamo Pablo, ni nada parecido. Simplemente me llamo Hércules. Y este nombre no admite diminutivo. La increpe, diciéndole “esta perra. Cual Pablito”. Y le enterré más mi verga, que todavía estaba como si apenas comenzara el agite. Y la hale del pelo. Y mordí sus labios. Todavía escurriendo líquido, me levanté y la agarré a patadas. En la cara, en el vientre, mientras le gritaba “puta, ¿quién es el tal Pablito”? Cuando llegaron las niñas del colegio, yo ya había levantado ese cuerpo inerte. Lo puse en debajo de la cama de una de ellas. Como siempre lo hacen, preguntaron si mamá había llamado. Les dije que sí. Y que había dicho que tenía un viaje por asuntos relacionados con su trabajo. Además, que se portaran juiciosas. Y que las ama mucho.
  • 7. Lorena, la más grandecita, expresó su desagrado. Como solo ella sabe hacerlo. Con esos ojazos cerrados y sus manos crispadas. Valentina, la pequeña, simplemente corrió al cuarto y se encerró. Ni por más que la llamamos quiso abrir la puerta. Siendo las ocho de la noche, salió del cuarto de manera voluntaria. La noté muy extraña. Y cubría su cara con el abanico que le habíamos regalado el treinta y uno de octubre pasado, cuando se disfrazó de gitana. No articuló palabra. Se sentó en una de las sillas del comedor. Observándola desde cerca, detallé que su pelo había encanecido. Y que, sus manos, exhibían uñas largas y de color púrpura. Seguía sin dejarse ver la cara. De un manotón le quité el abanico. Casi pierdo el sentido cuando observé su rostro. Avejentado. De un color verdoso obscuro. Y empezó a reír de manera escandalosa para una niña de su edad. Vi que sus dientes tenían color amarillo. Y que su lengua era algo así como bífida y de color negro. De pronto se alzó y cogió el cuchillo que estaba en la mesa. Se lo lanzó a Lorena y le atravesó su garganta. Y, en una velocidad insospechada, le arrancó el cuchillo a su hermana y lo hendió en mi bajo vientre. Tantas veces que no pude contar. Simplemente porque caí al piso. Antes de perder el hálito de vida que me quedaba, Valentina y su madre se abrazaban, celebrando lo sucedido. ¡Bien merecido lo tienes Pablo Hércules Hinestroza! La Esclava Rockera Ya había transcurrido un año desde que la niña vendió su alma al demonio. En todo ese tiempo no hizo otra cosa que ir y venir por los Cerros Orientales de la ciudad. Un día, por cierto 31 de octubre de 2009, hizo estación en un lugar cercano a la Avenida Circunvalar, con la Avenida Jiménez. El reloj marcaba las 8 de la noche. Se detuvo en una esquina. Allí estaban cantando y conversando un grupo de muchachos y muchachas. Inventaban variantes de las canciones de Michael Jackson. Todos y todas en una euforia absoluta. Susana, una joven de quince años y que formaba parte del grupo, habló acerca de la vida de su ídolo. Por ejemplo, se refería a la infancia de Michael. Momentos muy tristes. Durante los cuales tuvo que trabajar, al lado de sus hermanos. La Esclava Rockera se interesó por la historia y por la manera como Susana evocaba a su ídolo. Se hizo al lado de ella. Obviamente, Susana no le veía, porque la Esclava era algo así como un espíritu errante e invisible. Sin embargo, Susana, percibió su calor y su desasosiego. Percibió ese dolor inmenso que acompañaba a la Esclava. Y, sin saber por qué, irrumpió en llanto. Como si fuera ella misma la que sintiera esa desesperanza de la Esclava. Raquel, amiga de Susana e integrante del grupo, le preguntó:”¿Por qué lloras? ¿Acaso tú también, conociste a Lorena la amiga de la Esclava?. Susana sintió temor. No sabía cómo Raquel había conocido su percepción. Mucho menos, donde conoció lo de Lorena y su relación con la Esclava. De un momento a otro, se desató una tempestad. Con vientos huracanados y con relámpagos y truenos. Una lluvia furiosa los azotó a todos y a todas. Llovió durante seis horas, sin parar. Los Cerros Guadalupe y Monserrate empezaron a desmoronarse. Arrasaron todo el entorno. Las toneladas de lodo y piedra sepultaron a los barrios circunvecinos. La única que no sufrió daño alguno fue la esquina en donde estaban Susana y Raquel y los otros amigos y las otras amigas. La Esclava habló al oído de Susana. Le dijo: Sígueme. De ahora en adelante serás mi compañía. La cogió por el brazo izquierdo y alzó vuelo con ella. Tan pronto desaparecieron en el horizonte, la esquina también sucumbió a la avalancha. Todos y todas murieron.
  • 8. Lo sucedido se conoció a través de las versiones de algunas personas que escaparon la tragedia. Úrsula Verdaguer, periodista al servicio de una emisora de la capital, se puso en la tarea de recopilar estas versiones. Con ellas armó el guión de una serie para televisión. Los personajes y las personajes son espíritus errantes, que se convirtieron en sombras que rodean a la ciudad. Esas sombras no permiten la presencia del Sol. Toda la ciudad es un escenario absolutamente sombrío y frío. Esos espíritus vagan y ululan. Articulan escasas palabras. Lo único que se les entiende es:”…esperen el 31 de octubre de 2010. Ese día apareceremos y será otra tragedia. Desde el día en que se conoció la serie escrita por Úrsula; todos y todas en la ciudad capital no controlan su temor. En vigilia permanente esperan ese día 31 de octubre. Vino, otra vez el recuerdo. Sentí como si yo hubiera vivido en ese tiempo y en esos lugares. No pude acuñar exposición alguna. No me daban las palabras, solo este yo silente. Como réplica doliente. Como si yo hubiera sido promotor del dolor de esa niña. Y de su extraña desaparición. Lo viví y sentí como castigo del Dios Increado que nació como leyenda, por allá, en el tiempo en que conocía a Ariadna. Veloz mensajería extenuante, apabullante. Hice como si quisiera regresar al comienzo de la memoria. Cuando no había ni sujetos, ni palabras, nada. Yéndome por ahí, en la vaguedad superflua, me volvieron los recuerdos, casi perdidos. En ese ejercicio notarial mío. Como compilador de hechos. Y de los seres actuantes. Por esa vía sentí punzante voz. Venida desde el patiecito, de la casita destruida por el paso del tiempo. Y me fue envolviendo la palabra como susurro. Como compleja porción de acciones. Volátiles, en veces; asincrónicas. Como nervio prepotente, sin remilgo alguno. Demolición Lo que había, en mi vida, era algo así como un sorbete. Sumatoria de decires y haceres. Acumulados en todo lo habido de vida. Entre potente y simple expresión aviesa. Yendo por ahí. En una locura. Desenfreno brutal. Como diciéndome a mí mismo que no podría, nunca, acceder a la libertad. Que, mi ejercicio y mi impronta; era algo así como si la vida volviera a empezar cada día. En esa elíptica no entendida. Como distanciada de los recuerdos. Y de las palabras primeras. Cierto día como que me dí cuenta de La aridez. De la pestilencia. De lo profundamente triste y oneroso. Que, en el camino entregado, a la historia. Mi yo ejercía como mero periplo con significante igual al cero profundo. Íngrimo sujeto. Viajero perenne. Bordador de ilusiones maléficas. Como existiendo en mil y una dimensiones. Plegado a la visión de sucesiones imprevistas. En esto de ir despertando a la realidad. Me fui posicionando como logotipo pendenciero. Viajero envuelto en la pócima vigente. Embadurnado con ese líquido viscoso. Como desasosiego continuo. Embriagado en la amargura. En el tósigo de los hechos burdos. Una disociación constante. Una convocatoria al arrasamiento imperativo. Vinculado con la impávida misoginia ampliada. En cada sitio. En cada lugar y acción. Como profundizando la erosión. De la memoria. Y de la perplejidad. Sujeto exhibiendo la palabra infecunda. Como maromero insigne, Envuelto en la ironía ponzoñosa. Y sí que navegué en el tiempo. Modelando la diatriba punzante. Como locomoción propuesta. Como si fuera la única posible. Válida al momento de la identificación. En el instante mismo de empezar a hacer de los sueños, fugas al albedrío dañino. Inmerso, yo sujeto, en el vuelo perdido. Asediando al viento cálido. Ignorándolo en los consecutivos manifiestos impartidos. Impuestos. Vertidos como
  • 9. vergonzosos momentos. Ávido, yo, de inventar vulneraciones. Azotando la vida de los otros y de las otras. Hasta esquilmarlos y esquilmarlas de cualquier expresión de lucidez y de ternura. Entonces me hice dueño de los entornos. Fungiendo como promotor de naufragios infames. Alrededor de todos los mares. Promoviendo dolencias. Empecinado en ejercer como sujeto de constante premonición de violencias. En un día a día inmerso en la teoría del saqueo. Matador de ilusiones. Natalia, Ana y Sofía De lo dicho en relación con Amaranto, me propuse validarlo. Yo sé que “Periquito”, estuvo mucho tiempo en jornadas de acción. Cuando él supo que, en muchas regiones del país, se estaba vulnerando los derechos humanos. No solo de mujeres y hombres adultos (as). Fundamentalmente, le preocupaba la situación de los niños y las niñas. Conoció relatos que le erizaban la piel. Como ese que narraba la condición en que fue muerta Natalia Vigoya. Torturada en cuerpo doloroso. Tanto como decir que sus manos fueron amputadas. Y que su vientre fue abierto con taladro. Y que, antes de eso, fe violada por más de diez hombres. Los mismo que, el día anterior, llegaron a la casa en la cual vivía con su tía Ana. Su padre y su madre, habían sido muertos un año antes. Quedó desamparada durante diez meses; hasta que su tía, hermana de su padre, la recogió cuando vagaba sin rumbo por el parquecito del municipio. Y que nadie se atrevía a recogerla y procurarle abrigo. Algo así como que, los y las habitantes de Puerto Maduro, temían represalias por parte de Javier Alonso Benjamín, que ejercía como comandantes del grupo armado “Los Hechizos”. Por cuenta de haber declarado objetivo militar a la mamá y el papá de Natalia. Todo, en relación con sus actividades como líderes comunitarios. Asumió, Natalia, con mucho apego y vehemencia, las recomendaciones de su tía. Volvió a la escuelita “Aureliano Buendía”. De allí había desertado cuando su director reunió a todos y todas alumnos y alumnas. Dijo, en su momento don Rogelio, “…Esta niña se ha convertido en una amenaza para la integridad física de ustedes, los maestros, las maestras y, particularmente para mí como responsable del manejo de la Institución Educativa. Sabemos que don Olegario, su padre. Y doña Belarmina, su madre, están siendo acusados de auxiliadores del Ejército del Pueblo”. Yo sé que, en mucho, sus acciones están relacionadas con la solidaridad y la superación de las precariedades de todos y todas en el pueblo. Pero, a decir verdad, puede más la palabra de Javier. No hacerlo así, sería sufrir en carne propia los horrores que todos y todas conocemos. Entonces, Natalia, nos harías un favor, retirándote de la escuela…” Otra vez fue rechazada. Tuvo que asumir, ella misma, lecciones de escritura, lectura y aritmética; apoyada en los textos que su tía había guardado, desde que era pequeña., Aceptaba los requerimientos de su protectora. Lavar la ropa. Cocinar y el aseo de la casa. Esto se le dificultaba, en razón a que el piso es en tierra. Una vez terminaba estos quehaceres, se dedicaba a su la práctica autodidacta. Sofía Manjarrez, su única amiga, se reunía con ella y le narraba lo aprendido por ella en el día a día. Cursaba quinto de primaria en el Colegio “Divina Providencia”. Allí solo había niñas. Las maestras, todas, eran monjas de la Comunidad María siempre Virgen”. Sofía era hija única del matrimonio entre doña Hortensia Villalobos y don Macario Cienfuegos. Justo, en la semana pasada, había cumplido quince años. A pesar de ser advertida por mamá y papá, en el sentido de lo peligrosa que era su amista con Natalia, ella nunca tuvo miedo. Tanto así que, cuando llegaron los súbditos de Javier, por primera vez, para amenazar a doña Ana. Y para notificarle que, tanto ella como su sobrina, debían abandonar el municipio, estando Sofía allí; no tuvo ningún miedo. Simplemente abrazó a Natalia. Lloraron juntas. La señora Ana habló con su sobrina. Le dijo que, ella, no estaba dispuesta a acatar el mandato de ese canalla y de sus secuaces. Bastantes riesgos había enfrentado en la vida. No estaba para salir huyendo. La niña asumió la actitud de su tía, como suyo.
  • 10. El día de su muerte, su amiga Sofía estaba estudiando en casa de su amiga del alma. La obligaron, a Sofía, a salir de la casa; le dijeron que ella no tenía nada que temer. Que su papá y su mamá eran ejemplo para Puerto Maduro. Su tía fue muerta primero. Un balazo de fusil en la frente. Luego siguieron con Natalia. Por mucho tiempo, nadie dijo nada. Solo silencio cómplice obligado. Sofía estuvo durante muchos días en estado de tristeza absoluta. Y, dijo, siempre tendrá a Natalia en su memoria y que quisiera ser como ella. Ese, el día señalado Nos fuimos para Belalcázar. Este es un territorio áspero. Desde mucho tiempo atrás habíamos ansiado estar ahí. En tanto que queríamos acceder a información más precisa, en lo que hace referencia a las condiciones en las que vive la gente. El referente era la condición de itinerantes de las mujeres. Habida cuenta que, en nuestro país, hemos sido, tendencialmente, misóginos. Inclusive con el agravamiento de ser violentos. Para nosotros, tal parece, las mujeres no merecen ser tenidas en cuenta. Para Olegario y yo, no se trata de referir el problema de manera sesgada. Es más, la intención de hacer visible lo que está pasando allí. Cuando la señorita Eugenia nos contó lo sucedido en el último tiempo. Varias mujeres fueron muertas. Todos los crímenes con un mismo hilo conductor. Sus parejas, hombres, asumieron la figura que siempre planteada como soporte. Eso que han dado en llamar “momentos de ira e intenso dolor”. Cuando niña, Eugenia, le correspondió vivir en hogar apacible. Vivía con su madre. Ella, Aurora, ejercía como madre cabeza de familia. Su padre, don Marcial Lancheros, murió víctima de agresiones en cuerpo dolido. Edmundo Octavio Veloza, el propietario de inmenso territorio, una parte en lo que se define como “tierra inhóspita” que se deja esperando mayor valorización con el paso del tiempo. Otra parte estaba sembrada de arroz y ajonjolí. Una vastedad que la mirada no alcanzaba a establecer, en el horizonte, Con un grupo de ochocientos trabajadores. En las cabañas dispuestas, alrededor de la franja que da a la carretera principal, vivían. Una especie de ciudad dentro de la ciudad. El pago era en vales cambiables para el pago de la alimentación y el alojamiento. El excedente era muy poco. Generalmente invertido en productos de aseo corporal. Don Marcial, trabajador en la Hacienda “El Arrozal”, como se llamaba la propiedad el señor Edmundo Octavio, asumió la tarea de organizar sindicato que agrupara a todos los trabajadores de campo y a las trabajadoras encargadas de la concina y los comedores. Desde el principio de su acción proselitista, empezaron las amenazas por parte de personas adscritas al séquito personal del patrón. Para don Marcial, constituyó un quehacer casi de martirologio. No solo por las continuas amenazas. También por la actitud de la mayoría de los trabajadores, que se negaban a que fueran incluidas las mujeres trabajadores. Su argumento era “las mujeres no tienen nada que hacer. Solo sirven para abrir las piernas”. En junio del año pasado, mientras efectuaba visitas a las barracas, fue atacado por los perros que acompañaban a los gendarmes de la finca. Fueron azuzados por éstos, para que atacaran a don Marcial. Su cuerpo fue destrozado, en presencia de otros trabajadores. Solo don Elmer Paniagua, se preocupó por llevar a Marcial a la enfermería. Allí, ante la precariedad de los insumos y, en razón, a que no había ninguna persona idónea para este tipo de heridas. Murió ahí mismo, en una de las rústicas camas que había. Mamá Aurora y Eugenia, después de la muerte de papá Marcial, habilitaron un sitio adyacente a la casita, para vender fruta, jugos y cigarrillo. Mamá Aurora asumió casi la totalidad de la carga en tiempo. Eugenia le ayudaba en las tardes y parte de los fines de semana; en razón a que siguió estudiando, en el colegio “Nicanor Ezpeleta”. Ya cursaba grado sexto de bachillerato. Su graduación se produjo en diciembre, casi quince meses después de la muerte de papá Marcial.
  • 11. Cuando nosotros llegamos, nos acogió en la casita. Tenía dos cuarticos, la cocinita, aljibe y un lugarcito habilitado como baño. Descansamos un rato, después de un viaje de casi dieciocho horas; por terreno destapado. Eugenia nos llevó hasta el colegio. Allí hablamos con el señor director, don Pantaleón Hinojosa. Conversamos con él durante dos horas. Supimos, a partir de sus palabras fluidas y claras; una dimensión impresionante de la situación. No solo en el municipio. También de todos los municipios de la zona. Él, don Pantaleón, tenía muy clara la película. No solo en lo que hace a conceptos muy sólidos, acerca de la lucha de las mujeres por su emancipación; sino también en términos de la precariedad delas políticas públicas de Estado. Su hija, Belarmina, Ejercía como doliente de lo que pasaba con las mujeres. Había organizado, después de la muerte de don Marcial, una comunidad de mujeres encargadas de atender a las mujeres violentadas. Diariamente atendía tres o cuatro casos. Todos ellos, derivados de la violencia intrafamiliar con los esposos o compañeros como protagonistas. Después de conversar con el señor director del colegio, pasamos a la alcaldía. Don Eudoro Piernagorda, ejercía el cargo. Más por imposición de Edmundo Octavio, que por respaldo de la comunidad. Nos refirió lugares comunes, en lo que respecta a su posición respecto al flagelo de la violencia en contra de las mujeres. Algo así como “…yo he estado muy preocupado por el asunto. Inclusive, ya se lo informé al señor gobernador de la provincia, en carta fechada en enero del año pasado”. “…Créanme que yo lamento mucho lo que viene ocurriendo acá...”. Esa misma noche, fuimos despertados por fuertes golpes en la puerta de entrada de la casita. Se vino abajo. Entraron como diez hombres armados. Procedieron a destruir lo poco que había. Las fruticas que tenía doña Aurora para elaborar el jugo del día siguiente, en el puestecito de ventas, fueron destripadas con sus botas. A nosotros dos nos hicieron desvestir. Fuimos vejados en todo el cuerpo. A Eugenia se la llevaron. A pesar de los gritos de las dos mujeres y nosotros. Los vecinos y vecinas no se inmutaron. Tal vez, por miedo. O, simplemente, como respaldo a Edmundo Octavio, pues era, en la práctica, el dueño de todo lo habido en el pueblo, incluidas las voces de sus habitantes. A la mamá de Eugenia la maltrataron, de tal manera, que murió ahí mismo, en la piecita que ocupaba con su hija. Nos llevaron hasta la salida del pueblo. Nos subieron a un vehículo tipo todo terreno. El conductor lo echó a andar y se alejó a toda velocidad. Se detuvo en un paraje desolado. Nos hizo descender a empujones. Primero le dispararon a Abelardo. Un balazo en su sien derecha. A mí me hicieron caminar hasta el río. Allí me empujaron. Las aguas borrascosas hicieron el resto, mientras el conductor aplaudía. Antes de morir recordé a Belarmina, tirada al piso en la carretera. Y, el vehículo, pasando sobre su cuerpo Canto al vuelo. La larga espera. Mi muerte en ello Ella se fue un sábado. Mientras yo enhebraba mis ideas. Llevábamos una vida de pareja al vuelo. Como consumiendo los momentos, sin que eso implicara llevar vocería a los otros y a las otras. Metidos en la reflexión, en veces, impertinente. Todo como tirado al vacío. Llevando las ilusiones al límite. Forzándola a que, ellas, significaran lo inapropiado punzante. Hoy, recuerdo cuando nos conocimos. En el parquecito del barrio. Ella saliendo de la iglesia. Yo, jugando ahí en la callecita benévola. Pateaba el balón y, luego, lo recibía en mi pecho. Todo un espectáculo. Yo lo sabía. Y, henchido de emoción, recibía aplausos de quienes jugaban conmigo todos los días, desde temprano en la mañana. Marielita me miró. E hizo, con sus manos algo así como la emisión de mensaje voluptuoso. Muy linda. Siempre caminaba del brazo de su mamá. Después supe que era ella... Conocí de sus pasos, uno por uno. Nos comunicábamos en ese lenguaje de los infantes. Aprendido, casi desde la cuna. Vestidito color verde, alto. Más allá de las rodillas. Y un cabello sedoso, convocante. Sus ojos adornaban la mirada. Como fugaz rayito de luna bella.
  • 12. Cualquier día nos encontramos. Allí mismo. Pero, ella, no salía de misa. Iba con su mamá. S e detuvieron a ver mis malabares con la pelotica de jugar fútbol. Y, yo, en énfasis de vida rutinaria ampliada. Me complacía en lo más profundo de mi ego. Aplaudieron mis piruetas. Se fueron. Quedé absorto. Con una miradera infinita. Perdida en el vuelo de su caminar. Quise llamarla; pero pudo más la invitación a jugar el picaito de todos los días. Cuando conversamos por primera vez, supe de su coloquio y la manera de acompañar las palabras, con juego de manos. En una expresión que acompasaba palabra y acción. De profundo conocimiento de lo habido en el barrio. Y en la escuelita. Y en su relación vital con sus amigas. Su mirada se tornaba mensajera. Entonces se juntaban palabras, voces y miradas. Todo un contexto convocante. Casi de hechicera benévola. Supe el nombre de su mamá. También, que su papá trabajaba lejos de la ciudad y que solo podía venir una vez al mes. Y me contó de sus hermanos Roberto y Robespierre. Y, además, que su mamá Torcoroma tenía treinta y cinco años. Y que atendía con mucho esmero las tareas que aplicaban en la escuelita. Que, ella, había nacido en Pereira. Que habían llegado a Medellín, siendo Marielita una niña de tres añitos. Nos veíamos casi a diario. Ella, avanzando en su escolaridad. Terminó su educación primaria. Y el bachillerato. Ahora cursa arquitectura en la Universidad Nacional, Sede Medellín. Y, yo, seguía en esa expresión inhóspita para estudiar. Trabajaba en el tallercito de mecánica en las afueras del barrio. Don Leonel, su dueño, me quería mucho. Y me fue enseñando el arte de la electricidad automotriz. Los sábados trabajaba hasta el mediodía. Visitaba a “cachetes”, como yo la llamaba coloquialmente. No éramos novio y novia oficiales. Pero si lo parecíamos. Conversábamos casi toda la tarde. Palabras van, palabras vienen. Todo esto fue tejiendo un entendido de vida envolvente, preciosa. Me contaba de sus experiencias en la universidad. Y me hablaba de lo societario. Con una vehemencia absoluta. De los campesinos, campesinas. De los niños y las niñas. De la educación que se imparte; soportada en modelos autoritarios. Amplias descripciones iluminadas con el don de su palabra. Mamá Torcoroma me fue cogiendo mucho cariño. A veces compartíamos palabra Marielita, mamá Torcoroma y yo. Gozaba, mamá, con mis ocurrencias de vida. Reía cuando le contaba acerca de coger grillos y escarabajos para asustar a mi hermanita Juliana. Y que, ella, lloraba y le ponía quejas a mi mamá Esperanza. O cuando les contaba que iba a laguito del bosque con frascos para recoger pececitos de colores y que le decía a Julianita que yo los había pintado. En fin, que gozábamos ellas y yo. Un sábado, estando yo en la visita acostumbrada, llegó papá Gregorio. No me conocía hasta ese día. Trajo naranjas, mangos, papayas, piñas y bananos y dos gallinas grandes. Parece que no le caí muy bien. Mera percepción mía, cuando me miró al entrar. Sin embargo, Marielita y yo seguimos conversando. Cuando me despedí, ya papá Gregorio la había llamado dos veces, desde su cuarto. Supe, después, que estuvo indagando por mí. Que quien era. Que donde vivía. Y que si estudiaba en la universidad, Cuando mamá Torcoroma le dijo que yo trabaja en un taller de mecánica, preguntó si yo era huérfano de papá. Porque solo los huérfanos salen a trabajar tan jóvenes. En fin que no quedó muy satisfecho con nuestra relación. Afortunadamente se fue al lunes siguiente. Robespierre y Roberto eran mayores que Marielita. Los dos estudiaban en la Universidad de Antioquia, ingeniería química. Ya estaban por terminar. Muy amables conmigo. Tanto así que, en veces, nos reuníamos mamá Torcoroma, Marielita, ellos dos y yo. Hablábamos de todo lo habido y por haber. La palabra de “cachetes” era la más pulida. Transmitía mensajes de conocimiento profundo. Sus dos hermanos hablaban poco. Pero, cuando lo hacían, demostraban que sabían menos que ella, acerca de los hechos sociales, económicos y políticos del país. Inclusive, tuve el pálpito en el sentido de su displicencia en esos temas. Cierto día, cuando iba para el taller de don Leonel, observé muchas personas, agrupadas justo en la puerta de la casa de “cachetes”. Me causó mucha inquietud esto. Me detuve. Como cuando uno
  • 13. quiere indagar, más allá de lo visto. Noté a mamá Torcoroma muy ansiosa y como absorta. La saludé. Me dijo, no te vayas mijito que tengo algo que contarte. Cuando se fueron las otras personas, me hizo entrar hasta la sala. Allí me contó que Marielita no había llegado a casa en la noche. Una llamada de un compañero de “cachetes” la había alertado en la madrugada y le había informado que Marielita estaba detenida en la Estación Norte de la Policía. Que, justo después de un mitin que realizaban en el centro de la ciudad, la retuvieron. Fue golpeada en la cabeza. Ya estaban informadas las Directivas de la universidad. Estaban tratando apelar por ella, ante el comandante Jiménez. Salí de la casa y seguí mi camino hasta el taller. Hablé con don Leonel y le pedí permiso para ausentarme. No le dije el motivo. Pero él accedió de inmediato. Cuando llegué a la Estación de Policía, eran casi las nueve de la mañana. Allí estaban Roberto y Robespierre. No habían podido hablar con “cachetes”. Pero lograron que le hicieran llegar el desayuno y una muda de ropa. Estuvimos como hasta las tres de la tarde, pero no pudimos hablar con ella. A duras penas, nos informaron “está incomunicada Ni siquiera el abogado dispuesto por la universidad puede hablar con ella.” Ya es otro día. “cachetes” lleva ya cuatro días en detención que llaman “preventiva”, mientras cursa la investigación. Papá Olegario llegó el miércoles. Se puso muy mal. Lloraba por su hija. Tampoco él pudo verla, ni hablar con ella. Pues sí que, yo, seguí con mi trabajo en el taller. En veces, don Leonel, me concedía permiso para salir un poco más temprano. En este tiempo iba hasta la casa de “cachetes” y hasta la Estación de Policía. Pero nada de nada. Marielita seguía detenida. El jueves en la tarde, le notificaron a Robespierre y a Roberto, que” cachetes” sería trasladada a la cárcel “El Buen Pastor”. En juicio sumario el Juez militar había dispuesto que debía ser condenada por lo que llaman “rebelión”. Nada pudo hacer el abogado designado por la universidad. Ni los ruegos de mamá Torcoroma y papá Olegario. Han pasado ya cuarenta días, desde que fue encarcelada Marielita. He podido hablar con ella dos domingos. Entrevista breve, porque así estaba dispuesto por la autoridad carcelaria. Mamá Torcoroma y papá Olegario, la han visitado también. El viernes pasado, papá Olegario tuvo que viajar a lo de su trabajo. Ya no le concedían más permiso. Casi a diario hablo con Robespierre y Roberto. Están muy compungidos. Inclusive llevan casi quince días sin asistir a la universidad. Se la pasan hablando con diferentes personas. Con los compañeros de estudio de “cachetes”; con la Dirección de la universidad; con la Defensoría del Pueblo, delegada para Medellín. Un veinticuatro de Julio, cuando Marielita llevaba dos años de detención, su familia fue notificada de la fuga de “cachetes”. Un comando armado arremetió contra la edificación de la cárcel…”se fue con ellos”, decía el parte. En verdad no lo creímos. Por lo menos, en términos de fuga. Mucho menos de esa manera. El talante de Marielita no era ese. Defendía sus ideas de manera vehemente. Asistía a mítines y movilizaciones. Pero hasta ahí. Todo, en ella, era muy transparente. Nunca, esto, podía asociase con actuaciones armadas ni nada por el estilo. Tres días después, recibimos la notificación, en el sentido de haber encontrado el cuerpo de “cachetes”, en la carretera a las Palmas. Ya se había efectuado la cotejación respectiva. Era ella, no había pierde. Treinta días después de haber encontrado a Marielita asesinada, fui hasta su casa. Por más que golpee la puerta, nadie salió. Los vecinos y las vecinas cercanos dicen no saber nada. Ni haber escuchado nada. Al forzar la puerta, nos encontramos con una casa desocupada. Todo había sido revuelto. Había manchas de sangre por todas las paredes y el piso. Hoy cumplo Cuarenta y dos años. Llevo mucho tiempo indagando lo que pudo haber pasado. No se ha encontrado ningún rastro. Las palabras y las voces en el barrio se acallaron desde el día en que encontramos la casa sola. He estado tan solo. Y tan angustiado, todo este tiempo; que ni siquiera
  • 14. he accedido a comentar algo con mi familia. Lo cierto es que estoy aquí, de cuerpo. Pero mi espíritu hace mucho tempo voló en búsqueda imaginaria de “cachetes” y de toda su familia, que sigue siendo la mía. Pensando y diciendo esto, cualquier día dejé de vivir. Tal vez para encontrar el camino que me lleve, adonde están. Una recordación última, de ella, cuando la soñé mía sin conocerla. Recordación que evoco y que aspiro a reconstruirla en ese otro hecho mío de ensoñación cimera. . Las Voces Acalladas Justo el día de su cumpleaños, Otoniel Balmore, se hizo a la idea de haberla perdido. Y es que fue un proceso gradual. Él no percibió a tiempo la degradación. Ella, Andrea, si lo tuvo en cuenta. Le tocó ese paso a paso. Como se iba alejando el encanto inicial. En todos los ámbitos. Pero, fundamentalmente, en aquel que la cautivó. La solidaridad, la sensibilidad, la ternura. Asumió, ella, un laberinto lleno de disquisiciones unilaterales. Viendo como crecía la angustia. Balmore se fue diluyendo. En un decantamiento de sus valores. Como ese día en el cual les correspondió enfrentar lo de su hijo. Allá, en el colegio. Cuando Armandito fue violentado. En unas relaciones grupales inéditas. No solo los dolores físicos por el hecho mismo de la golpiza. Fue, ante todo, el dolor íntimo. Y es que llegó transido. Con su mirada absorta, perdida. Ella pensó que Balmore Otoniel llegaría a tiempo, ante la gravedad de la situación. Ella lo llamó a la oficina. A pesar de que le dijo que iría más tarde lo cierto es que se dejó absorber por el día a día. Un informe que, según su jefe, tendría que ser entregado ese mismo día. Y, Andrea, sola. No tenía certeza acerca de las condiciones y los protocolos en ese tipo de problemas. Armandito, más que llorar, gritaba. En una abierta exposición de su dolor. Lo vio en espasmos sucesivos. Como si hubiera entrado en las expresiones propias de la epilepsia. Lo veía recorrer todo el piso. De aquí a allá. Emitiendo como un zumbido, voces perdidas. Con tonos ásperos, inasibles a la entendedera. Desplomado. Un navegante perdido, sin brújula. Y surtió el proceso. Estuvo inmersa en soliloquios enfermizos. Se unió a su hijo. Una plegaria insensata. Y, las voces. Y las palabras, se desparramaron por todo el vecindario. Como si, a vuelo, la tristeza tratara de instalarse en cada una de las casas. Como si, en sucesión, cada momento fuera más amargo que el anterior. Más agresivo, en lo que esto tiene de violencia no advertida, no permitida. Y, las calles, lo mismo. Transeúntes escuchas de las palabras entrecortadas. Se fueron sumando, en proceso arrollador. Y se identificaban con lo mínimo entendido. Como sumatoria exponencial. Mujeres y hombres. Niños y niñas. Las escuelas y colegio aparecían desolados. Nadie llegaba a ellos, por lo mismo que las voces, empezaron a ser sus voces. Y Otoniel, siguió allí. Sumergido en ese informe absorbente. Yendo de un lado a otro. Informe palaciego. Intrincadas cifras o concretadas. Si los potenciales compradores habían preferido o no el nuevo producto. Y, él, inventado interpretaciones de los los resultados censales. Y no escuchó nunca las voces. En una sordera necesaria. Porque, la jefatura, ampliaba cada vez más la carga de la prueba. Amplitud bordeando los límites, a partir de los cuales serían tomadas las decisiones. La Junta Directiva de Americana de Bebidas Energizantes, aplicadas a la Educación. Cada vez más próxima a la necesidad de esas cifras. Para poder equilibrar con la competencia. Armandito y Andrea, allí. Surtiendo de palabras un entorno que se fue ensanchando. Llegando, inclusive, a la trasgresión de las fronteras. Los barrios ya desbordados por las exigencias soportadas en las voces. Un escenario superando las posibilidades del aire y de las aguas. Como si,
  • 15. el crecimiento, fuera infinito. Como si los colectivos, suplantaran las individualidades. Y llegaran a oídos de la Prefectura encargada de vigilar el comportamiento. De todos y todas. De los infantes adscritos a la Idea de crear Los Nuevos Derroteros. Conocedores de las violencias. Prefectura abstracta, pero controladora. Escuelas y colegios adscritos. Niños y niñas vinculadas a procesos, en procura de logros compatibles con el equilibrio de las conductas y las normas disciplinarias. Andrea, acompañante. Armandito, acompañado. Vislumbrando la profundización del dolor ajeno y propio. La Prefectura hizo compromiso. Nuevo, pero el mismo. Las mismas directrices, pero nuevas opciones de adecuación. Los colegios y escuelas fueron visitados. En la búsqueda de niños y niñas difíciles, según los protocoles vertidos. Asociados a la variación. A la nueva interpretación de Piaget. Buscando asimilaciones con respecto al énfasis propuestos por Foucault, en su escrito de Vigilar y Castigar. Partícipes de asesinatos de las almas. Nuevos códigos. Nuevos Manuales de Convivencia, derivados y/o construidos como respuesta a las voces lapidarias. Y se fueron apaciguando. Y Andrea allí, con su hijo. Como precursora de las acciones necesarias. Y, papá Otoniel sin poder interpretar de manera adecuada las cifras solicitadas. Y los mercados desparramados. Con nuevos títulos y de textos, orientadores. Y los colectivos escolares, por vericuetos insospechados. Y las voces reclamantes silenciadas. A partir de la interpretación de los datos. Y nuevas normas, sucedieron a las anteriores. El mismo hilo conductor, en lo que tiene que ver con enfrentar las violencias. Allí en la fuente. Pero, también, en los grupos interpretadores de funciones y de posibilidades. . Las calles vacías, otra vez. Las voces desaparecidas, otra vez. Andrea y Armandito sin Otoniel Bella Conchita En eso de juntar vidas para, así, enfrentar la vida; he elaborado proclamas. Al desgaire. Tratando de no caer en el síndrome del albur. Conchita era mi guía. Ella y yo con nueve años cumplidos. En ese barrio legendario. Gerona y Loreto. Separados, en las palabras, parecen dos sitios diferentes. Pero no, en ese Medellín de 1956, eran uno solo. Y traficábamos con el lenguaje. En una hacedera de juegos y de refranes y de dichos. Inclusive nos aprendimos, en simultánea, la jeringonza de Cosiaca. Y de sus decires en ella. Algo así como reír al vuelo. Pero, tal vez, lo más importante entre ella y yo, tenía que ver con las miradas demoradas a la Luna. Tratando de descifrar sus códigos. Ensayando interpretaciones. Construyendo nuestras leyendas. Y, esperando siempre, la noche en que pudiéramos ver el otro lado. Lo imaginábamos escenario de obscuridad. Pero, a la vez, de sitio para el recreo de brujas y demonios. Fue así como fuimos yendo. De minutos tras minutos. Y de horas y de días. Todos los días viéndome y viéndola. La espera al salir de la escuela. El afán para que llegara el domingo. Porque, después de la misa solemne de las once de la mañana; distraíamos los instantes. Por ahí. Vagando por esas calles empinadas de nuestro barrio. Y juntábamos las monedas recogidas entre semana. Gozábamos lamiendo el algodón dulce, hecho ahí en las esquinas. Y las paletas que comprábamos al señor del carrito. Cómo lo recuerdo. Le decíamos Cachuchita, en honor a que siempre llevaba puesta una cachucha de cuero. Íbamos donde Hortensia Bustamante. ¡Qué cómplice de mujer, tan bien puesta ¡ Y con ella bajábamos hasta Villa Hermosa. Largo trayecto ese. Y se nos pegaba Eusebio Santacruz. El negro, le decíamos. Ya éramos cuatro. En todos los domingos. Yo cogía a Conchita de la mano. Y el Negro la de Hortensia. De aquí para allá. Y de allá para cualquier lado.
  • 16. Sin embargo algo no andaba bien. Corriendo el tiempo, nuestro barrio amado, iba perdiendo la fuerza y la convocatoria lúdica. Se nos fue yendo. Ya el horizonte no era el mismo. Empezamos la tristeza. La sentíamos a flor de piel. Ya, las calles se tornaban como inhóspitas. Como si el partidito de fútbol no constituyera lo que antes era. Es decir, la concentración de las miradas y de los gritos. Cuando, cada cuadra, tenía su propia hinchada. Y fuimos creciendo. Ya no era la escuela convocante. Para mí y para ella, el sitio de encuentro era otro. Ya éramos grandecito yo. Grandecita ella. Nos fuimos distanciando, A fuerza de la separación. Su familia consiguió casita propia en Buenos Aires, con un préstamo que Coltejer le hizo a don Heliodoro. Valga decir que laboró casi treinta años. Mi familia y yo nos quedamos. Pero Gerona- Loreto ya no era el mismo barrio que vivimos antes. Sin ella en la calle. Sin sus ojazos negros en cada mirada; empecé a sentir que me ahogaba. Que el hálito de vida mía, se iba desmoronando. Ya los domingos eran días sin el encanto que Conchita transmitía. Me fui enfermando. De un dolor de cuerpo extraño. Y de un dolor de alma más punzante. No pude volver al colegio (la Normal de Varones, en Villa Hermosa). Empecé a sentir y ver la pudrición. En mis brazos. Y en mis piernas. Me convertí en sujeto que hizo esclava a la madre. Bañándome y limpiando ese pus de vergüenza. Apenas si podía leer las carticas que me enviaba la bella mía Conchita. Cierto día, un domingo por cierto, no volví a abrir los ojos. Era una mañana absolutamente gris y lluviosa. Ya, en la tarde, simplemente dejé de existir. Con ojos bien cerrados, alcancé a vivir el imaginario de los ojos de la bella-amada-Conchita. De una historia de Bandidos Hermenegildo dejó todo como lo encontró. Al salir, además, tuvo el temple necesario para dejar la puerta asegurada. No fue visto, a pesar de que había transcurrido casi la mitad de la mañana. El sigilo era una de sus grandes virtudes. Ya instalado en su vehículo, repasó una a una las acciones. Desde que tocó la puerta. Abrió Candelaria. Le respondió que Josías no se encontraba en ese momento. Había salido desde temprano a visitar a algunos clientes que se habían retrasado en los pagos. Dijo que regresaría antes del mediodía. Pero, siga “Herne”. Usted sabe que aquí es bienvenido a cualquier hora. Y se sentó en la cama de la pareja. Sillas no había. Ni ahora, ni antes. Siguió con la mirada a la negra. Siempre la había deseado. La desnudó con sus ojos. Ese cuerpazo. Esas tetas como recién hechas. Y esas nalgas…Su pene crecía, conforme la iba recorriendo. Un imaginario entre perverso y erótico puro. No aguató más. Mientras la negra le preparaba un jugo, de espaldas a él, Hermenegildo se levantó de la cama. La abrazó. Apretando con sus manos los pezones de la mujer, Esta reaccionó de inmediato. Se colocó de frente. Cogió el cuchillo con el cual estaba pelando las guayabas. Y lo conminó al respeto. ¿“Qué te has creído, hijueputa “? ¿Qué soy como las otras? ¡Vete al diablo malparido! ¡Ya mismo te salís de mi casa! Una vez pasó el susto, por la reacción de Candelaria, se echó hacia atrás y sacó el revólver. Le disparó a la rodilla. Y cuando, la negra cayó al piso, la agredió aún más. Patadas en el vientre y en la cabeza. La izó a la fuerza. La sangre brotaba por la herida en la pierna. Igual, por la boca y la nariz. La tiró en la cama. La inmovilizó con una rodilla pegada al pecho, mientras la seguía golpeando. Candelaria solo veía remolinos. Todo daba vueltas a su alrededor. Sentía los puños como martillazos; cada vez más dolorosos. Sintió cuando le fracturó el tabique. Y cuando le partió los dientes. Después, nada más. Desfalleció.
  • 17. La desvistió. Desgarrando todo el piyama. Se desvistió. Abrió las piernas de la negra. Y la penetró con fuerza. Como obnubilado. Acezaba. Gritaba. Hasta que se vació. Con el mismo cuchillo que había cogido Candelaria, la degolló, sin ningún asomo de piedad. Se vistió, procurando no mancharse la ropa con la sangre que brotaba como un surtidor. Puso en marcha el vehículo. Fueron treinta segundos de recordación inmediata. Aceleró. Se dirigió a la casa de Eugenio Balasanián, su hombre de confianza. Le ordenó que subiera al carro. Ya en marcha, otra vez, le dijo que debían hallar al negro Josías. Que él sabía de la traición que estaba fraguando ese malparido. Había que matarlo, de una. Y encontraron a Josías. Estaba en la panadería de Alfonso, uno de los más grandes contribuyentes. Y, sin dar lugar a reacción alguna, el tuerto Balasanián, le disparó en tres ocasiones. Todos en la cabeza. También mataron al panadero. Y los dejaron ahí, tirados en el piso. Entre tanto, la lluvia, fue arrastrando los coágulos de sangre. Ya en su cama. Hermenegildo repasó todo lo sucedido en menos de dos horas. Esa noche durmió tranquilo. Como nunca antes lo había podido hacer. Tal vez por eso no advirtió que “el tuerto”, lo estaba mirando con su único ojo disponible. Y que le disparó una sola vez en la frente. Nunca más, entonces, “Herne”, volvería a despertar. Una mirada desde la vida, ante sujeto muerto Yo supe de la muerte de este señor, hace media hora. Un niño, vecino, me relató que, viniendo de la escuela, vio el cuerpo de un hombre tirado. Ahí en la acera de la casa de don Virgilio Pomares. “Me asusté mucho, don Ubaldino”, me dijo el chico. Y yo, como imbuido de esos deseos locos de celebrar lo macabro; me desplacé enseguida. Y, como ya creo que lo dije, lo vi ahí. Una profunda herida en el cuello. Esa sangre seca, que le corría por la espalda y por el tórax. Ese charco, inmenso, que más parecía apiladura de costras; que esa espesura fluida que es a los mamíferos, combustible continuo que va y viene, como surtidor de vida. Y, en el camino, me encontré con Diógenes Arboleda, el novio de mi hermana. No más al mirarlo y saludarlo, me dio por recordar el día ese de la fiestecita, cuando celebramos la, boda. Qué lujo de orquesta. Y qué música, tan bacana. El novio bailando “patacón pisao”, siguiéndole el paso a la novia. Y es que, Dorita, sí que sabe de eso. De bailar. Desde pequeñita. Todavía le recuerdo, cuando celebramos su bautizo; bailando “Anacaona”. Y sigo allí. Como ensimismado. Mirando esa cabeza, yerta. Con un cabello que, aunque empezaba a opacarse, exhibe unas sortijas bellísimas. Un negro `profundo, brusca y tierno al mismo tiempo. Y, sin saber porque, vino a mi recuerdo el día en que conocí a Andrea Benjumea. Tal vez, porque el cabello de ella era tan esplendoroso como el de éste cuerpo que está ahí tirado. Que fue vejado, inclusive. Porque, se me olvidaba precisar, que sus uñas estaban arrancadas. Tanto las manos como en los pies. Y, sus pestañas, también había sido arrancadas. Así, esos hermosos ojos, se mostraban a la intemperie; como queriendo volver a mirar la vida. Cuando yo conocí a Adrián, tuve la sensación de estar enfrente de alguien que, al vuelo, induce a reflexionar. Con una mirada, ya desde tan niño, torva. Una boca, con rictus de ofensa para quien quisiera mirarlo. Unas manos, excesivamente livianas. Delgadas. Como las de experto cirujano, ávidas de bisturí. Todo él navegando entre lo brutal y lo insípido. Como queriendo ufanarse de la lectura a la que convocaba. Yo diría que, en lo inmediato visceral, remontaba a los orígenes de la estructura freudiana de la vida. De las pulsiones; de las pasiones y los impulsos. Como sujeto condensado, repleto de potencia latente. Algo parecido a lo que se ha dado en llamar “Caja de Pandora”. Creo que, en lo
  • 18. más recóndito de su bella reflexión acerca de la psiquis, Freud analizaría el cuadro de Adrián, como tratando de escudriñar: Como si se diera cuenta de que ahí, en esa cabeza sesuda, podrían encontrarse las respuestas a sus interrogantes máximos. Como en la intención de descifrar los mensajes que, estando ahí, no son todavía realidad. Pedro Cancelado, estuvo a mi lado. Durante esa dos largas horas en que miré el cadáver de este señor mío. Que nunca antes había visto. Que, a lo mejor, nadie había visto; por lo menos vivo. “Es como si hubiera sufrido mucho antes de morir”, me dijo Pedro. Y yo dije sí, con un movimiento de cabeza. En esa heredad que ha estado siempre. Como diciendo a todo que sí. Por mero reflejo corporal. “En este cuerpo, si veo plena la muerte sin convicción”, recababa el Pedro Cancelado. Y, yo, absorto. Volviendo a la afirmación como cabeceo inmediato. Esa misma noche, encerrado en mi cuarto, retome el hilo conductor de mi análisis. Y seguía apuntando a que Adrián, fue el asesino. El propiciador de todo ese sufrimiento reflejado en ese cuerpo ya inerte. No dormí en toda la noche, incluida la madrugada. Seguí viendo ese cuerpo trozado. Y, con un grito mudo, recordé que ese cuerpo si lo había visto antes. El de ese joven que me encontré el martes pasado, yendo para Palermo. Casi a las seis de la mañana. Cuando todavía estaba despierto, sentí unos leves golpecitos en la puerta del cuarto. Cuando abrí, me encontró de frente con esos ojos que parecían rasurados. Con esos cortes transversales, invitándome al olvido de lo que había visto. “…no vaya a ser que a usted también lo maten y le quemen las manos y las piernas con el mismo carbón encendido que en mi aplicaron los tres hombres, uno de ellos don Diógenes. Que llegaron antier a mi casa, me llevaron y me mataron sin yo saber nada de lo que me endilgaban. Entre otras cosas, que yo violé a su hermana, de usted, don Ubaldino…” Un bello hechizo Con razón estoy en el desvarío ampliado. Sí, no más, ayer me di cuenta de lo que pasó con Anita. La niñita mía que amo. Desde antes que ella naciera. Porque la vi en los trazos del vientre de su madre, Amatista. Y la empecé a cautivar desde el momento mismo en que empezó a gozar y a reír. Ahí en el caballito de carrusel primario, íntimo. Cuando, en el cuerpo de su madre, montaba y giraba. Ella, en esa erudición que tienen los niños y las niñas antes de nacer; se erigió en guía suprema. Yo, viéndola en ese ir y venir momentáneo, le dije que, en este yo anciano taciturno, prosperaba la ilusión de verla cuando naciera. O de arrebatarla a su madre, desde ahí. Desde ese cuerpo hecho mujer primera. Y le dije, como susurrante sujeto, que todo empezaría a nacer cuando ella lo hiciera. Y le seguí hablando aun cuando escucharme no podía. Simplemente porque su madre, amiga, mujer, se alejó del parquecito en donde estábamos. Y me quedé mirando a Amatista madre, en poco tiempo concretada. Y la vi subir al busecito escolar que ella tenía. Pintado de anaranjadas jirafas. Y de verdes hojas nuevas. Y se alejó, en dirección a casa. Y yo la seguí con mi mirada. Traspasando las líneas del tiempo y de los territorios. Sin cesar me empinaba para dar rienda suelta a mi vehemente rechazo por haberte alejado de mí. Niña bella. Niña mañanera. Y, en el otro día siguiente. Ella, tu madre, volvió a estar donde nos vimos ayer. Amatista madre. Como voladora alondra prístina, se sentó en el mismo sitio. En ese pedacito de cielo que había solo para ella y para ti. Y me miró. Como extrañada madre que iba a ser pronto. Y me dijo, con sus palabras como volantines libertarios surcando el aire, qué ella nunca me dejaría llevarte al lugar que he hecho para los dos. Que, según ella madre, ese lugar tendría que albergar tres cuerpos. Uno inmenso, el de ella. Otro, en originalidad absoluta y tierna, el tuyo. Y, el mío, sería solo
  • 19. rinconcito desde el cual podría verlas regatear el lenguaje. Elevándolo a más no poder. Casi, entre nubes ciegas, umbrías. Y que, ella, tejería tus vestiditos azules, rojos, morados, infinitos los colores. Y que, su mano, extendería hasta el más lejano universo. Para que, siendo dos, me dijeran desde arriba que yo no podría ser tu dueño. Ni nada. Solo vago recuerdo de cuerpo visto en la calle. En el parque. Más nunca en el aire ensimismado. Otra tarde hoy. Yo aquí. Esperándolas. Tú en el cuerpo de ella. Y las vi acercarse, desde la distancia prófuga, Viniendo del barriecito amado por las dos. El de las callecitas amplias. Benévolas. Desde esa casita impregnada por el arrebato de las dos mujeres vivas. Transparentes. Orgullosas de lo que son. Y, tú y ella, con los ojos puestos en una negrura vorazmente bella. Amplia, dadivosa. Y las vi en el agua hendidas. Como en baño sonoro, puro. Imborrable. Y agucé mis sentidos. El olor fresco de sus cuerpos. Y el escuchar las risas y las palabras que se decían las dos. Hoy, en este sábado lento, estoy acá. Esperándolas como siempre. Y veo que llegan mujeres otras. Con sus hijos y con sus hijas. Niños y niñas nuevos y nuevas aquí. Pero, mi mirada, buscaba otros cuerpos. El de Amatista y de Anita, como decidí llamarte. Buscándolas por todo el espacio abierto. Sentí que no podía más con la nostalgia de no verlas. Y me pesaban las piernas. Como hechas de plomo basto. Y, mis ojos, horadando todo el territorio. Y miraba el aire que bramaba. Como sujeto celoso. Como fuerza envolvente, Pero no llegaron. Ni ella. Ni tu cuerpo en ella. Pasando que pasaban las horas, todo estaba como hendido en la espesura de bosque embrujado. Y me monté, con mi mirada, en los carritos pintados que veía. Como siguiendo la huella de su cuerpo y el tuyo en el de ella. Viajero sumiso. Con el vahído espeso de la tristeza, pegado en mí. Viendo calles. Cerradas ahora, para cualquier asomo de alegría. Así fuese pasajera, Y llegó la noche. Y, el frío con ella. Eché a caminar. Llegué a la casita mía. Y las encontré. Dibujadas en la pared. Ella riendo y tú también. Pero eran solo eso. Dos cuerpos hechos. Ahí. Sin vida. Y, esa misma noche, decidí no vivir más. Y me maté con metal brilloso. Y mis manos embadurnaron con mi sangre los cuerpos dibujados por no sé quién. Esmeralda Al verla así. Diluyéndose lo que era antes de ayer solo belleza inmensa. Nítida. Subyugante. Ese ayer pasó a ser referente de dolor mío. En algo similar al ahogo absoluto de la voluntad. Y de la esperanza. Y de la ternura de ahora y de después. En ese consciente tan mío y tan de todos. Cuando sentimos que ya no estará dado, para nadie, el derecho cierto a vivir la imaginación absoluta. En una orfandad como látigo punzante. Que empezó a cruzarnos desde ahí mismo; cuando, en ella, empezó a eclosionar la soledad. De cuerpo. Y del ávido espíritu. Certero, antes de ayer, en lo que ilusionario mágico, humano; era como heredad que ansiábamos todos y todas. Y, por lo mismo dicho, percibido y visto; el antes de la belleza abierta y cierta; empezó el declive. Obscurana arrogante. De crecer constante. Exponencial. Un glacial. Y, nosotros y nosotras, ateridos (as); acompañándola en su periplo. Como esa decadencia que se impone. Sin explicación aparente. A no ser aquella que la relaciona a ella y a lo que era hasta antes de ayer, con la vida viva que la han ido matando. En ese recorrido de voces. De arengas. De acciones. Tan propias de la gendarmería palaciega. Vinculante. En lo que significa esto. Como trasunto envolvente que hiere y mata. En lentitud de tortura. De inclemente pavura. Que crece y crece en paralelo al decrecimiento de ella. Y de su hermosura. Y de su ternura. Y de su esperanza antes habida. Y, ahora, dolida. Derrotada en su significado que se tornó efímero. Por lo mismo que no me amó nunca. Y que, en ese nunca hiperbólico, soporté mi venganza. Construida a pulso perverso. Desde el mismo día en que sus divinos ojos dijeron no, a mi mirada furtiva de insinuación lasciva. Y, por lo mismo cierto, que sentí que este yo mío, era más que simple sujeto de llegar tardío al Edén suyo. En el cual, en su momento vivo, entregó hoja de ruta a quienes, con ella conductora, recorrieron todos los mares y todos los cielos. Hasta que, este yo perverso, la mató a ella navegante en agua y vuelo. Y a los (as) que, con ella, navegaron y volaron. Haciendo de la vida imaginación y anhelo.
  • 20. Travesía Al llegar, Paulina Moterroso, me hizo conocer a que venía. Ella era de unas condiciones espirituales excepcionales. Tanto que fue elegida, por el señor alcalde como “mujer de la eterna dulzura y faro de todas las mujeres de San Calixto” Yo veía en ella algo parecido a “todas las diosas juntas”. Cuando cruzó por la puerta de la Terminal de Transporte de Lago Viejo, quedé perplejo. Me habían hablado mucho de su belleza corporal. Pero, a decir verdad, era mucho más. Una hermosura de ojos y de cara. Piernas como recién hechas. Me le presenté como Everardo Camino González. Y fui elegido como su guía mientras permanezca en la ciudad. Ni me sonrió. Solamente, me entregó sus maletas. Y, ella misma, hizo señales al conductor de una de las berlinas que estaban ahí en la bahía dispuesta. Conversamos solamente lo necesario. Como esa pregunta rutinaria ¿cómo le fue en el viaje?... ¿llegó muy cansada? La respuesta fue un monosílabo erguido como sucesión de palabras que decían nada. Al legar a la tienda de don Hildo Monterroso, solicitó a su papá, una bebida bien fría. Preferiblemente una cerveza. Para mí no pidió nada. Solo la infinita bondad del propietario, impidió que muriera de sed y de rabia, ante esa actitud pérfida de la señorita Paulina. Yo le expresé a don Hildo que iba para la casa de mi mamá a almorzar y que luego regresaría para acompañar a la señorita Paulina a las visitas de rigor para sus amigas. Cuando regresé ya Paulina había cambiado de traje y de personalidad. Me recibió con la risa que dicen es la más bonita en este territorio de dios. El dueño de la berlina, ya nos había preparado todo el lujo posible al interior. Fuimos primero donde Isabela Martínez, su compañera de toda la vida en el colegio Betlemitas. Hubo mucha alegría en el reencuentro. Doña Ranquelina, la mamá de Isabela, le había preparado dulce de duraznos, acompañados con cuajada, la especialidad de su casa y su secreto, al prepararlo. Desde ahí, fuimos en el coche, hasta donde Martha Eugenia Cipagauta, quien fue novia del hermano de don Eurípides Gutiérrez. Este, a su vez, es el tío de Isabela. Mucha ternura noté yo en las expresiones vividas. Doña Esther había preparado dulce de maracuyá, acompañado con buñuelos, especialidad de la casa. Hablaron mamá Esther, Martha y Paulina. Se contaron hechos y acciones realizadas durante la ausencia. Desde ahí, partimos hasta la vereda “Potro quemado”. Allí encontró a Gudelia Paniagua. Se conocieron desde chicas. Aun antes de ir a la escuela. Habían terminado juntas quinto de primaria. Ahora, con la carrera de medicina ya terminada , Paulina se ufanaba de su capacidad para ganarle el pulso a la vida, en todos los ámbitos. La llevé a su casa. Eran las ocho de la noche. Ella golpeó la puerta, luego de agradecerle al señor conductor de la berlina. A mí, simplemente me dijo “adiós señor”. Mañana me debe recoger a las siete de la mañana; ya que debemos ir donde Evangelina Arregocès. Es muy lejos de aquí. Por esos, le solicito esté temprano, a la hora convenida Al otro día estuve puntual a la hora convenida. Ya había llegado don Evaristo, el conductor del coche. Me informó que había tocado la puerta tres veces y que nadie abrió. Yo mismo golpee otras tres veces la puerta. Nadie abrió. Fuimos donde la señora Francisca, la vecina. Se extrañó de lo que hablamos. Según ella, don Hildo Monterroso y su hija Paulina habían muerto hacía dos años en accidente de automóvil, cuando iban desde aquí, hasta Santa Marta.
  • 21. Absolutamente compungido, regresé a mi casa. Le conté a mi mamá lo sucedido. Ella me dijo “no es posible lo que me cuentas. Aquí, en nuestro pueblito nunca ha vivido señor de nombre Hildo, ni su supuesta hija .Y, mucho menos, existe una tienda en la esquina de “los Brujos”“.Nombre dado A la esquina en donde yo llevé a Paulina. Y donde la recogí el día anterior. Y la que esperé en la Terminal de Transporte. Desconsolado cogí el camino de regreso a la casa de mi mamá. Cruzándola esquina de “los Brujos”, encontré un cartel que anunciaba los sepelios del día diecisiete de agoto de 1956.Entre ellas estaban los nombres Isabela Martínez. Martha Cipagauta y GUDIELA Paniagua. Las tres habían muerto en accidente vehicular el día anterior, cuando se dirigían a la ciudad de Bucaramanga. Cotejando versiones, me encontré que las tres señoritas habían muerto el mismo día en que doña Esther había percibido el tronar de los rayos; allí en la misma casa en que murió. En esto de cargar con una culpa, parece que se expande la vida en sentido contrario a lo que queremos. Lo digo porque, no más pasados veinte años, y ya estoy de vuelta. Aquí como si nada hubiera pasado. Pero, muy en lo recóndito, yo sé que si pasó. Y, no solo eso, además sé que no logré conjurar nunca la posibilidad de regresión. En ese universo en el que me he desenvuelto. Y que, ahora, no atino a precisar en cuestión de términos y de conceptos. Transcurría, como solo yo lo sé, ese año absorbente. En el que nadie atinaba a dilucidar acerca de la sucesión de eventos. En ese proceso de erosión de lo que somos. En penumbras que nos llevaban para allá y nos volvían a regresar al punto de partido originario. En el vértigo propio de lo que acontece sin que sepamos porque. Al menos así lo entendía. O trataba de hacerlo. Me fugué de ahí. De esa prisión modelo. Una familia en donde se expandía el odio contra todo aquello asociado a la ternura. Como en esas vocinglerías propias de quienes horadan a los sujetos; sin importar la condición; ni la edad; ni el sexo. Mucho menos sus creencias. Familia de esas que están ahí. Que siempre han estado. Y que perduran en el tiempo. Profundizando todo lo dañino que sea posible abarcar. ESE DÌA, EN MI CUARTO, LOGRÈ VERTEBRAR LA IDEA DEL ESCAPE. No sin antes ensayar una aproximación a la resurrección de la vida. En lo que esta tiene de posibilidad de reconstruirse. Tanto en el tiempo como en el espacio. Y, yo mismo me decía acerca de la absoluta necesidad perentoria de reclamar lo perdido. Es decir de todo ese acumulado que se ha ido amontonando ahí. Pero que, por esto mismo, no ha pasado de ser simple aglomeración. De cosas y de vidas. Pero que, al fin y al cabo, obran como resorte imaginario que reivindica la razón de ser de la humanidad. Mi hermana, Esmeralda, también estaba ahí, conmigo. Nuestras miradas se tornaban cada vez más lentas; en lo que suponía debía de ser la aceleración de las respuestas. Como en esas ondas hertzianas; que van y vienen. Y que sintonizan las opciones. Y las relanzan al desgaire. Pero no. Ella y yo, seguíamos absortos. Tal vez buscando las condiciones y las circunstancias propicias. Pero, sin poder atinar a nada. Sentíamos volar nuestra imaginación, recortada. Como sumisos seres a los cuales lo despótico y autoritario les han cortado lo poco que quedaba de sus alas que, otrora, ejercían como motor entregadas al viento. Direccionando la esperanza. Hasta allá. Hacia ese horizonte que creíamos nítido y libertario. Cuando llegó Fonseca, Esmeralda y yo, habíamos juntado nuestras manos. Como pregonando una rogativa perenne. Como si nunca más nos reconociéramos en el afán de la liberación. Estábamos claudicados. Como supongo yo que debe ser la derrota total. De hombres y mujeres que habíamos empezado la lucha desde el mismo momento en el que la vida comenzaba. Este Fonseca nació aquí, hace ya cincuenta años. De niños, jugábamos a ser dos creativos. Dos imaginarios que se bifurcaban ante cada hecho.; pero volvían al punto de partida cuando sentíamos ese silencio atroz al que tanto miedo le teníamos. Y cada rayo. Y cada lluvia intensa; ejercían como convocantes para nosotros. Ahora que lo miro, después de tantos años, me doy cuenta que la vida
  • 22. es un camino. El tránsito lo hacemos por la vía que más nos permita la concreción de ideales. De sueños. Y de acciones convergentes o no. Hoy, lunes de pasión, Esmeralda y yo. Seguimos ahí. Fuimos mutilados por Fonseca. Hizo de nosotros, cuerpos de expiación. Cercenadas las manos. A trozos, fuimos cayendo. Acompañados de espasmos dolorosos. Y nuestros ojos volaron como ave de martirologio. Nuestras bocas escaldadas a lo máximo. En fin que, ella y yo, sucumbimos. Y él, como si nada. Simplemente mirándonos en el desangre total. Sin reír. Pero, tampoco, sin el menor asomo de tristeza. Y yo, particularmente, sentí que me iba yendo, desmoronando. Solo acaté a susurrarle a Esmeralda:”…lo que fue, ya fue hermana mía; nuestro padre así lo decidió, tratando de cortar nuestro vuelo de amantes íntegros…” Valentina A sus escasos trece años, Valentina Potincare, ya había aprendido a abrir los ojos. Esa ceguera que la acompañó, desde el primer día de haber nacido, fue reemplazada por una apertura iconoclasta. Empezó a verlo todo. Lo de lejos y lo cercano. Un proceso lento, pero eficaz. Para ella, ya es pasado innombrable lo que hicieron padre y madre. Recuerdo olvidado, es lo vivido; cuando apenas caminaba, dando tumbos. Como cada quien lo hizo en su momento. Y proclamó la libertad, de oficio. Sin pedirle nada a nadie. Por si misma, fue descubriendo lo necesariamente justo para no sumergirse en el abismo. Superando la ignorancia, acerca de la vida y de sus expresiones. No en vano pasaron las primeras ilusiones. Tan recortadas, como autoritarios fueron los mandatos. Y que decir tiene los ensayos. Para alcanzar el conocimiento, de las cosas y sus orígenes. Como la Escuela me fue formando en sinónimos y valores, al menos eso dijo ella, Valentina. El mismo día en que, a borbotones, vio que el agua viajó. Que no le encontró explicación al rugir de las tormentas. Pero que, después, vio y sintió los golpes. A cada rato. Uno y otro. Mama y papá, abriéndose camino, como ejemplares sucedáneos. De lo habido y por haber. De destapar lo escondido. Y que no querían ver. La vida dando tumbos. O él y ella, dando tumbos en la vida. Lo mismo daba y da, aún ahora. Y que, yo Valentina, estuve en ese sitio, cuando me encontró Wilfrido. Y que me cantó, recién cumplidos los trece. Y que, yo Valentina, navegué los mares de la desilusión. Y que fui embarcada en contenedores. Y llevada, a través de esos mismos mares, a París y a Roma. Y que, una vez allí, vi explotar todo lo mío. Volando en mil pedazos lo único que tenía, no tocado. Y que, cuando fui creciendo fui enajenada. Fui vertida en mil lugares. Y que, cuando me negaba a seguir, fui violentada. Y fui sometida a rigores no hablados, estando ahí. No difundidos, a pesar de no ser ya solo el mío, sino el de todas las Valentinas, por doquier. Y me hice traductora de dolores y afugias. Y vi venirse el mundo encima. De unas y otras. Y que, en creciendo, los lapidadores, fueron universalizando el ejemplo. La propuesta y la acción. Y volví no sé qué día, volé a los altares. De una fama no antes vista. Altares de sumisión perenne. Antes de mí. Antes de mi madre. Antes de todos y de todas. Venales ejercicios permitidos. O, por lo menos, encubiertos. Normas difuminadas al soplo. Como queriendo decir que se van a ejercer castigos. Pero que, no más firmadas, se diluyen en el inmediato entorno del aire que se esparce. Y, como si nada, emerge aquí y allá, otra vez la vulneración. Otras Valentinas vuelven al suplicio. Y sus opciones son, de nuevo degradadas, en ese ejercicio inmenso, aterrador. Desaparecido
  • 23. Por algo le dio a este. A más de su sinvergüencería; me viene ahora con que no quiere saber nada de su madre. Yo creo que nunca antes ha expresado este tipo de opciones de vida. Como si Teresita no hubiera estado al lado de él. Desde culicagado. Al trote. Esta mujer corriendo para allá y para acá. Que para donde el médico. Que, le empezaron a llorosiar los ojos y coja para donde el oftalmólogo. Que, el bebé, tiene muchas ganas de ir a conocer el mar. Y dele para Cartagena. Que, en el colegio, se metió en problemas con el profesor Danilo, el de educación física. Y dele a hablar `por él, para que no lo sancionaran. Pactando compromisos. Y esa noche, sí que la embarró ese Mauricio. Le pegó a su novia. Todo, dizque porque ella estuvo bailando con Esteban Luis, su primo. La tunda fue dura. Y las mujeres del Comité de Defensa de las Mujeres, en el barrio, se la montaron. Lo localizaron en Usme. Lo llevaron a orillas del Tunjuelo Alto. Y lo empelotaron. Y lo metieron al agua. Y allá los dejaron hasta el día siguiente. Cuando lo encontraron estaba casi hipotérmico. Y Teresita ahí. Arropando a su “Maurito”. Arrullándolo. Y como si fuera poco, el día en que se graduó de bachiller. Se emborrachó. Y se puso ese salón de ruana. Quebrando vasos, copas, platos. Insultando a doña Berenice la dueña del colegio. Diciéndole que era una perra abusiva, que se estaba enriqueciendo a costas del pueblo. Hubo que sedarlo. Porque ya la iba a emprender en contra de la familia de Emperatriz, su novia. Y, el día en que celebró porque no se lo llevaron a prestar servicio. Le gritó de todo al coronel Barroso. Fuera de que nos ayudó; este pelao le dijo “malparido torturador”. Y se viene con todo el militar. Si no es por doña Flora, su mamá; le mete un balazo. O cuando se empecinó en que lo teníamos que llevar a “la ciudad luz”. Dizque porque quería conocer de cerca los lugares en los cuales los jacobinos instalaban la guillotina. Jodiò tanto que, entre Teresita, los abuelos y yo, nos metimos en un crédito para conseguir, al menos, los pasajes. Lo cierto es que no tiene arreglo. Ahora dice que Teresita no es su mamá. O al menos que no la reconoce como tal. Según dice, desde que la vio besándose con Otoniel Bermúdez, en Sitio Viejo. Allí en el municipio de San Isaías; el día en que estuvimos de paseo, para celebrarle el cumpleaños a Leonor, la tía de Teresita. Y que, sigue diciendo este, no fue solo un beso. Que los vio revolcándose en el cuarto de don Eugenio, el primo de don José, el señor que nos alquiló la finca. Que si eso lo hacía, ahora cuando él tenía veinte años, como sería cuando se quedaba sola, cada que su papa Alfonso salía a trabajar a Puerto Wilches. . Me la puso de este tamaño: o se va ella, tío, o me voy yo. No quiero saber nada de esa puta. Reflexione Maurito. No ve que su mamá sufre mucho. Y lo ha dado todo por usted. Porque no puede una viuda, rehacer su vida afectiva. Sí, nosotros los humanos, vivimos porque nos motiva el amor. Recuerdo, como si fuera hoy mismo, que esa noche se encerró en su cuarto. Nunca más volvió a salir. Cuando forzamos la chapa y entramos, solo estaba Teresita. Seguía llorando la pérdida de su bebé. Ya iba por el tercer aborto. Lo suyo, tal parece, que es incurable. Todos quien han estudiado su caso, lo definen como “expresión atípica de los músculos del útero. No responden ante ningún estímulo”. El muerto Eloísa Espárrago, vivió en el Barrio Aranjuez, mucho tiempo. Yo la conocía, cuando apenas rondaba los cuatro añitos. Una mujercita ya enderezada. En lo que esto tiene de acercarse a líneas femeninas bien formadas.
  • 24. Desde el comienzo, la vi como ícono. Tal vez porque su madre había llegado diez años atrás. En situación que llaman las personas en lo cotidiano “sin un peso”. Mi madre se hizo cercana a ella. De nombre Isabel, por cierto. En lo que recuerdo, podría haber tenido dieciséis años para ese entonces. Venía de Mocoa. Y, en verdad, su piel morena cobriza, denotaba cercanía étnica con los araucanos. No podría aseverar, el horizonte trazada por ella y su gente. No se si, por ejemplo, ejercieron esa travesía inmensa,. Desde los bordes fronterizos entre Bolivia y Chile. De pronto, remontando el Norte Suramericano. Algo así como en esos andados caminos que después no se recuerdan. O, simplemente, se ignoran. Porque en eso hemos sido y somos olvidadizos intencionales. Por lo mismo, digo yo, que los invasores españoles, nos imprimieron esa noción de memoria que solo se hace pertinente, cuando de pervertir las culturas se trata. Es como si, a cada paso, hubiésemos sido forzados a aprender de Occidente, la maña aquella de estar en la expectativa de arrasar. Como quiera que se erige como referente. O se pretende hacerlo. Decía que Eloisita era hija de su madre, aquella que llegó diez años antes. Por lo mismo que soy sujeto varado en lo que a reflexión plena se trata. Es decir, sujeto que no dio ni una al momento de asumir la tabla de verdad. Que, por más que esforzaba, no lograba descifrar los códigos elementales de la lectura. Un fantasioso que no logró nunca establecer el nexo entre el paradigma y lo hablado. Entre lo que emerge, entre líneas. Y lo que se deduce, a partir de establecer la gramática del comportamiento. En una opción lingüística más parecida a la invención de la relación intrínseca entre el nudo mismo del dominio y las aristas de palabras colaterales que no aportan nada a entender el origen e hilo conductor del relato. Cualquiera sea. Decía que, por esto mismo, no he podido hacer memoria. Ni circunstancial, ni de fondo. Acerca del quehacer de la madre de Eloísa. Solo se que, siempre, la vi hermosa. Como ese día en que caminaba de la mano de Alfonsito Fonnegra. El “Indio” amado por mi madre. Había llegado desde Arauquita. Muchos años antes. Tantos que yo no había nacido aún. Y que, mi padre, siempre lo odió, de eso si puedo dar cuenta. Siendo odiar, el verbo, este se concreta en colectivo y en individual. Si nadie puede probar que odia, el verbo no existe. Mi padre, siempre, probó que odiaba al “Indio”. Pero, si se odia, es por algo. El odio, entiendo yo, no se hereda. No está ahí. Digamos que no es una célula que invada. Odiar, como amar, tiene sentido, en razón a que se origina en algo. Sin embargo, nunca he `podido saber porque Hildebrando, mi padre, odió al “Indio”. Y es que, al morir, en medio de ese charco de sangre. Ese jueves 31 de marzo; yo creo que se hizo olvido la concreción del verbo odiar, en mi padre. Hacia el “Indio”. Siempre mi madre evadió una explicación. Cuando, el yo sujeto hijo de Hildebrando, la miraba. Preguntándole con mis ojos, porque ella hablaba con el “Indio”, cuando mi padre no estaba. Porque besaba sus labios de manera furtiva y constante. Porque lo envolvía en sus brazos. Desnuda ella. Desnudo él. Fonnegra amaba a la madre de Eloisita. De eso me di cuenta, cuando la veía tras él. Noche a noche. Por las calles del barrio. Cerca de la Iglesia de San Cayetano. Y cerca, también, a la de San Nicolás. Allí, casi siempre, los lunes de celebración de los panecillos que llevaban el nombre del santo y que se transformaban en milagros ocultos. En silencio. Sin comprobación efectiva. Pero latentes. Ahí, en ese ideario de nuestra mujeres. Si amó a la madre de Eloísa como amó a mi madre, no sé. Lo que si sé es que las amó a las dos. Si mi madre tuvo un hijo de Fonnegra, no sé. Lo que si sè es que Eloisita es hija d èl. Porque, en eso de aprender a contar en abstracción, casi que doy cuenta de los casi diez meses, desde que los vi
  • 25. cerca de la Escuela de Ciegos y Sordos. En ese amplio escampado; retozando. Bueno, así llamo yo a haberlo visto encima de ella. Jadeando. Casi que sentí su acelerada respiración. Y, ella, en susurro absoluto. No sé qué decía. Pero lo intuía hermoso. Como palabras al garete; pero llenas símbolos de plenitud, de agrado. De pasión, como locura digna, estética. Maravillosa. Y es que, Hildebrando, murió ese día, por lo mismo que mueren quienes aman en la amargura. Por lo mismo que mueren quienes han amado y dejan de hacerlo, cuando mueren creyendo que quien los mata, algún día los amaron. Lo mismo muero yo, hoy, cuando siento la lanza en mi pecho. Desgarrándome el cuerpo. Y el alma. De manos de Eloísa. La mujer que, aun siendo niña, creí yo que me amaba. Y nosotros y nosotras aquí. Recreando en corto escenario, lo impúdico. Y, ella, vuelve a sus trece. Siendo ya niña vieja. Como añorando el canto a la ramera, de Manolo Galván. Como retrotrayendo a las niñas viejas de antes. Y Valentina, sigue recordando a padre y madre, en esos soliloquios propios de quienes se acostumbraron a ver el mundo por la ventana más estrecha. En uso de unas ilusiones que no tuvieron. Mirando lo que no pudieron ver. La libertad. Ajena a todos y a todas. Horizonte asfixiado, lúgubre. Hechizos enfermizos. Scherezada reinventada, de tanto contar lo que no se debe contar. Una alegría no más. Cuando, en vientre, sintieron hablar. Madres que balbuceaban “te amo”. Pero Sin extender la voz en el tiempo. Sin que permanecieran las palabras. Al garete volaron y se perdieron. Mi Valentina. La niña que se hizo vieja a los trece. Que no pudo vivir la vida en libertad y la ilusión primera, reconfortante. Más bien, otorgando un legado a quienes vienen atrás. Valentinas, Julianas, Tanias…todas a merced de lo que las normas dicen y desdicen. De dichas apagadas. Ahí, a pie de boca. Como niñas yunteras, trasgrediendo en género, el canto de Serrat. Oyendo, en lejano, el “que va a ser de ti lejos de casa, niña que va a ser de ti”. Escuchando, en ignoto el homenaje a Valentina, de Isabel Parra y de Ángel Parra. Y, ella, sigue diciendo que, quiere volar a ras de tierra. Encontrarse con el mar, como Alfonsina Storni. Como queriendo indicar que ya no va más. Esa vida atormentada. Ensañamiento brutal. Pérfidos mandarines venidos a menos. Como diciendo que no quiere volver. Ni a ver el Sol. Ni a añorar a la vieja Luna nuestra y de todos y todas. Como queriendo decir, hasta aquí mi vida. Hasta aquí yo. Hasta aquí mi tristeza. Utopía silenciada. Como férula hecha cuerpo Nació en el leprosorio de Ciudad Vigía. Inimaginables los vientos, rodando. Venidos desde la ternura amarrada, enviciada al truculento espasmo. Ella, por si sola, había rondado desde antiquísimos tiempos. Desde cuando la vida se hizo secuencia desparramada por el mar hiriente. Los avatares, en seguidilla, lo fueron siguiendo. Desde la violencia hecha muralla, profanada e inhóspita, por lo bajo. Ese hombrecito, empezó a ver el mundo, como proclama ya arrinconada: Metida en la muerte de la simpleza y de la aventura ansiada. Ahora mutilada. Sus orígenes, en eso de la herencia venida como patrón circular; remontan al tiempo en el cual la levitación era viento turbio; como cuando uno pretende dibujar El Sol a mano alzado. Una circunscripción rotando por todos los avatares del entorno. Viviendo una mudez que se amplía. Una memoria vaga; la ternura embolatada. Sin hacer superficie en el agua. Dulce o salada. En todo caso, cuando Patronato Antonio Lizarazu llegó a la vida; desde ahí mismo sintió que no podía vivir en ese escenario ditirámbico. Y se juntó con Inesita