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Material para Lengua y Literatura
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Lengua y literatura
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Literatura
precolombina
Modernismo:
Rubén Darío.
Literatura del
descubrimiento y
la conquista.
Narrativa
indigenista.
Vanguardia
Narrativa
Naturalismo:
Horacio Quiroga.
Regionalismo:
Juan Rulfo
J. L. Borges
Julio Cortázar
G. G. Márquez
A. R. Bastos
Ernesto Sábato
M. E. de Miguel
Silvia Iparraguirre
Vanguardia Lírica
Mario Benedetti
Pablo Neruda
Oliverio Girondo
Enlaces
Novelas:
El Conquistador, F.
Andahazi
El Túnel, E. Sábato
Crónica de una muerte
anunciada, G. G.
Márquez
Películas:
La Misión
Apocalypto
Crónica de una muerte
anunciada
Otros textos
Reseñas -
Ensayos
Presentaciones
Canciones
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Actividad de diagnóstico
Lea con atención los siguientes textos del escritor uruguayo Eduardo Galeano y
realiza las actividades indicadas:
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Tema: La Reseña
Una reseña es una evaluación o crítica constructiva, que puede ser positiva o
negativa que depende de lo que el crítico analice, de objetos tales como
una película, un videojuego, una composición musical, un libro; un equipo,
como un automóvil, electrodoméstico o computadora; o un evento, como
un concierto, una exposición o una obra de teatro. El autor puede asignar al
objeto criticado una calificación para indicar su mérito relativo con el objeto de
aproximar a los lectores hacia lo descrito. En su contenido debe reflejar la
interpretación y evaluación crítica de quien la realiza, pero evitar sesgos de
carácter personal.
En la literatura científica, una reseña consiste en un análisis de una o varias
obras científicas y su relevancia en la investigación de un tema en determinado
momento. Normalmente se trata de una revisión por pares, proceso por el cual
los científicos evalúan el trabajo de sus colegas que han sido presentados para
ser publicados en alguna editorial académica.
Características de la reseña
Se organiza siguiendo una estructura argumentativa.
Comienza con la definición del objeto a tratar u opinión personal o
interpersonal de un escrito argumentativo, continúa con la toma de posición
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(que se justifica ya sea contrastando con diversos argumentos o a través de
opiniones personales), y cierra reafirmando la posición adoptada.
Es un escrito breve que intenta dar una visión panorámica y, a la vez, crítica,
sobre algo.
Refleja la interpretación y evaluación crítica de quien la realiza.
Describe un tema, texto, suceso o evento y ofrece una opinión sobre su
valor.
Extrae lo esencial del contenido
Suele seguir el siguiente esquema: introducción, resumen expositivo,
comentario crítico y conclusión.
Necesita un lugar u objeto de cual hablar o criticar positiva o
negativamente.
Es importante aclarar que la crítica es el parecer del autor.
Ejemplo de Reseña con la novela El Conquistador
Federico Andahazi. Autor de "El Conquistador"
Tapa del libro
Temas: LITERATURA ARGENTINA
Autor: ANDAHAZI, FEDERICO
Editorial: PLANETA ARG.
ISBN:950-49-1599-X
285 páginas
Peso estimado: 300 gramos
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¿Cómo sería el mundo si la historia no hubiera sido como creemos que fue?
Guiado por las profecías del calendario azteca, Quetza, un joven brillante criado
por un sabio en el antiguo México, se lanza a la aventura. Adelantándose a los
grandes viajeros, es el primer hombre que logra unir ambos continentes,
descubriendo un nuevo mundo: Europa.
Quetza nos cuenta la barbarie que se ve en esas tierras: la adoración a un
hombre brutalmente clavado en una cruz, personas quemadas en hogueras ante
multitudes que festejan como salvajes y ambiciones desmedidas de riquezas y
poder.
Quetza, al ver la avidez de esos gobernantes, no puede sustraerse a un vaticinio:
ellos cruzarán pronto el océano, impulsados por el afán de extender sus
dominios. Concibe entonces un plan para evitar la conquista y el exterminio de
su pueblo.
LA CONQUISTA DE EUROPA EN 1492
Reseña de Tito Matamala
La nueva novela del argentino Federico Andahazi explora la fábula, o la tesis,
de que un grupo de aborígenes latinoamericanos haya llegado al viejo
continente antes del viaje de Colón. Se configura así un modo distinto de
entender la historia, que mucho se asemeja a un acto de venganza y
reivindicación cultural.
Lo primero que llama la atención del conquistador Quetza al arribar a las costas
españolas es el olor. Más bien dos olores penetrantes. La gente apesta, pese a
que el sol es agobiador se visten de pies a cabeza, con gruesos sayos que
arrastran levantando el polvo de la calle. Parece que no se bañan, y como sus
cuerpos permanecen ahí encerrados sin ventilación, hieden como estiércol de
cerdo.
Es insoportable para estos adelantados aztecas, acostumbrados al cotidiano
aseo personal. Y lo otro es peor, terrible: un aroma de asado que a la distancia
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les abrió el apetito luego de la extensa jornada de navegación hacia el levante.
Desde el mar veían las fumarolas de las carnes a las brasas, pero al acercarse
comprueban que son hombres los que se achicharran en el fuego de la santísima
inquisición. Ese espectáculo, aun cuando a Quetza le recuerda los sacrificios
humanos en su tierra, le parece horripilante. ¿Qué tipo de perverso dios de
estos europeos les exige la ofrenda de la carne de sus semejantes? ¿Cómo ha
llegado un aborigen americano a presenciar ese auto de fe en la península
católica? Es la tesis de la nueva novela de Federico Andahazi, "El conquistador",
en la que pretende torcer el devenir natural de la historia y plantearse qué
habría ocurrido si se hubiese cumplido la otra alternativa: que los aborígenes
americanos llegaran a conquistar Europa antes del zarpe de las carabelas de
Cristóbal Colón.
De inmediato, podemos entender la obra como una suerte de venganza, para
que al menos en la ficción se ajusten las cuentas del pillaje y el exterminio que
padeció este continente desde 1492, lo que todavía es no sólo un llanto perpetuo
sino también una bandera de lucha política y social. Y uno de los tópicos más
arraigados en la literatura de la región.
El héroe, Quetza, es un joven aborigen mexica, habitante de lo que más tarde se
llamará América Central. Reúne lo mejor de la cultura de su pueblo: ya sabe,
por ejemplo, que la Tierra es redonda y que se puede viajar al oriente y regresar
por occidente. Sabe también, o lo intuye, que su gente debe salir a buscar el
futuro, antes de que venga el futuro a acabar con ellos. Por eso, y por su buena
fortuna, consigue el beneplácito del emperador y zarpa en una embarcación a
quebrarle la mano a la historia.
El único deber que tenemos con la historia, decía Oscar Wilde, es reescribirla. Y
en eso se compromete Andahazi. La embarcación de Quetza y sus elegidos debe
sortear un mar iracundo, y en una de esas noches de tormenta ven pasar un
drakar vikingo, raudo y con más aplomo hacia las playas de América del Norte.
Pero es al avistar la costa española cuando en verdad comienza un retrato
asimétrico de la conquista. Los valientes mexicas, exhaustos por el periplo,
alcanzan un pequeño villorrio de nombre Huelva, y descubren con temor que
su empresa será más difícil de lo que habían imaginado. Aquí los hombres usan
unos carros de arrastre con ruedas, con los que resulta mucho más fácil el
transporte de pertrechos. ¡Cómo no se les ocurrió a ellos, si ya conocían los
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objetos redondos! También poseen armas de hierro que disparan proyectiles a
larga distancia. No obstante, es el caballo, aquel animal poderoso pero dócil a
las órdenes de "los nativos", lo que más espanta a los adelantados de
Tenochtitlan.
Andahazi explora la ucronía, el "qué hubiera ocurrido si". O también la
posibilidad de que exista un universo en que efectivamente las tribus de México
y el Caribe llegaron a Europa antes del viaje de Colón, tesis compleja y poco
creíble pero que, amparada en intrincados conceptos de la física teórica, nunca
podemos descartar del todo. A veces la novela se torna humorística, por las
numerosas observaciones del jefe mexica que develan el don de la oportunidad
de su aventura: ha llegado a la península ibérica en 1492, cuando los monarcas
católicos han expulsado por decreto a los judíos, y por las armas a los moros.
Son días convulsionados, en que las hogueras de la inquisición se alimentan sin
pausa de carne hereje. Y un silencioso miembro de la corte de la reina Isabel, un
almirante que se entrevista con Quetza, está a punto de convencer a su monarca
para que le financie una empresa marítima hacia occidente: Cristóbal Colón. En
el encuentro cara a cara, ambos marinos entienden que el otro también sabe el
secreto: que la Tierra es redonda, y que no hay abismos infernales en las orillas
de los mapas. Es uno de los episodios mejor logrados de la novela.
"El conquistador" también es fábula con una clara moraleja acerca de la codicia
y la hipocresía de los hombres blancos. Quetza no se engaña con la férrea
religiosidad que ve en los monarcas peninsulares, ni en la adoración del pueblo
por ese dios que reproducen crucificado en una cruz. Todo ello no es más que
una excusa institucionalizada para expandir las tierras del imperio en pos de las
riquezas que se derivan del oro.
Esos seres tan arropados, hediondos y penitentes, tarde o temprano descubrirán
la ruta hacia donde se pone el sol, y entonces no habrá dioses capaces de
amparar a los hermanos de Quetza.
Entretenida, de prosa sencilla, la novela de Federico Andahazi establece otro
punto de partida para imaginar y pensar la historia de América Latina. La
siguiente ilusión sería que nunca llegaron anglosajones a instalarse al norte del
Río Grande.
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LA ARGENTINIDAD….. AL PALO
Entrevista a Federico Andahazi, reciente ganador del premio planeta por "el
conquistador"
"Siempre me gustaron los personajes inciertos"
Se presentó al concurso con un seudónimo ("como en mis tiempos de autor
inédito") y ganó. Andahazi habla del reconocimiento de sus colegas y establece
una conexión entre el protagonista de la novela ganadora, Quetza, y una difícil
situación personal que debió sobrellevar: "Por momentos sentía que estaba
intentando escribir la historia de mi hijo", señala.
A pesar de que se siente reivindicado (ver aparte), después de haber ganado el
Premio Planeta de Novela con El conquistador –"por su originalidad
argumental, el oficio narrativo y el conocimiento de las culturas americana y
europea del siglo XIV", según el fallo unánime del jurado–, no fue un año fácil
para Federico Andahazi. En mayo, mientras terminaba de escribir esta novela,
nació su hijo Blas, con apenas 25 semanas de gestación. "Luchó mucho para
sobrevivir, pero lo que más me impresionó fue que Blas tuvo la misma
enfermedad que el personaje, y por momentos sentía que estaba intentando
escribir la historia de mi hijo", dice Andahazi.
El personaje es Quetza, un chico que en el antiguo México, en el imperio azteca,
está a punto de ser condenado a morir como ofrenda al dios de la guerra. Pero
Tepec, un anciano tolteca –perteneciente al Consejo de Sabios– que repudia la
cultura de los sacrificios, lo salva con la condición de hacerse cargo de la crianza
del niño, al que todos consideran un desahuciado.
Quetza se convirtió en un héroe, en un adelantado que estableció con exactitud
el ciclo de rotación de la Tierra en torno del Sol y trazó las más precisas cartas
celestes antes que Copérnico. También, antes que Leonardo Da Vinci, imaginó
artefactos que resultaban absurdos e irrealizables para la época y, anticipándose
a Colón, supo que la Tierra era una esfera y que, navegando por Oriente, podía
llegarse a Occidente y viceversa. Comprobó que el Nuevo Mundo era una tierra
arrasada por las guerras, el oscurantismo, las matanzas y las luchas por la
supremacía entre las diferentes culturas que lo habitaban. Retornó a su patria
después de haber dado la vuelta completa a la Tierra, mucho antes de que
Magallanes pudiese imaginar semejante hazaña. Pero fue silenciado, tomado
por loco y condenado al destierro.
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"La pintura, mi vocación frustrada, siempre es para mí fuente de inspiración
literaria", confiesa Andahazi. "En México vi un mural de Rivera con una barca,
navegando por el aire, hacia el este, con el sol invertido. Y en esa visión
encontré un relato: un azteca navegando en sentido contrario y viendo el
mundo al revés." A partir del impacto que le generó el mural, el escritor
empezó a investigar la historia de los aztecas para saber cuánto había de cierto
en lo que trasmitía Rivera. "Y me encontré con la mitología, que nunca se sabe
cuánto tiene o no de historia, pero que establece que en México habría existido
una suerte de adelantado."
–Pregunta: ¿Cuál es el atractivo que tiene para usted un personaje como Quetza?
–Respuesta: Me gustan esos personajes inciertos, que no se sabe muy bien si existieron
o no. Lo mismo me pasó con Mateo Colón en El anatomista; realmente me parecía
increíble que el clítoris tuviera un descubridor, y que además se llamara Colón. En el
caso de Las piadosas, el doctor Polidori, que fue el secretario de Byron, vivió a la sombra
del poeta. Siempre me gustó resucitar este tipo de personajes, darles vida y convertirlos
en personajes literarios.
–¿Qué aspectos tomó del mito? ¿Quetza fue un chico que se salvó de ser sacrificado y
que fue criado como cuenta en El conquistador?
–Nunca me gusta confesar del todo cuánto hay de cierto y cuánto hay de ficción. Como
lector, prefiero dejarme engañar gratamente por un autor, porque nunca se sabe bien
dónde empieza la historia y dónde la ficción. Mientras escribía la novela, todo el tiempo
intenté mirar el mundo con otros ojos. Lo más difícil fue ser fiel a ese sol invertido del
mural de Rivera e intentar pensar de otra forma. Aprender a mirar más allá de la
superficie, pero también aprender algo de la superficie. Esto nos enseñó Poe en La carta
robada; él nos dice que para poder ver en la profundidad, para poder encontrar esa carta
robada, hay que saber mirar en la superficie, esa carta que no se ve justamente por estar
a la vista de todos. Tuve que hacer un descentramiento casi copernicano para ver el
mundo de otra forma. Ver lo que uno está acostumbrado a ver con otros ojos nos
confronta a lo siniestro, que es lo que nos resulta familiar, pero de repente se convierte
en algo diferente.
–¿Cómo explicaría el rol que cumple un personaje como Machana, un armador de
canoas que nunca navegó, que lo hace sólo con la imaginación?
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–Tangencialmente, Machana encarna la figura del escritor, que es ese tipo al que le
encantaría vivir la vida de sus personajes y al que, a falta de posibilidades concretas y
reales de convertirse en sus personajes, no le queda más remedio que escribirlos y vivir
vidas ajenas. Este viejo que fabrica barcos, pero nunca navegó, en parte es análogo a los
personajes que inventamos los escritores, que no nos pertenecen, que se nos revelan, y
por otra parte viven esas vidas que quisiéramos vivir nosotros. Mis novelas son poco
autobiográficas porque tengo una vida bastante aburrida y poco importante. Esta novela
la escribí en los bares del Hospital Italiano, acompañando la recuperación de mi hijo, y
por momentos sentía que estaba intentando escribir la historia de la lucha de mi hijo.
Hay determinados capítulos en donde Quetza tiene que pelear para sobrevivir. Y yo me
ocupo de que luche con suma belleza y dignidad, como lo hizo mi hijo.
–¿Qué significa para usted el misterio, tan presente por otra parte en la historia que se
narra en El conquistador?
–La literatura es consustancial con el misterio. No creo en esa literatura que viene a
explicarnos o a imponernos un supuesto orden donde no lo hay. La literatura viene a
ahondar en estos misterios, viene a crear más interrogantes y a no dar ninguna certeza.
La arcilla de la que se nutre la literatura es el misterio. Para los aztecas la existencia es
un misterio irresoluble, y lo interesante es que no hay una explicación, a diferencia de la
cultura judeo-cristiana, que busca permanente explicar el misterio. Está claro que los
aztecas conviven con esa angustia, y en la poesía azteca se ve todo el tiempo que sólo se
vive en la Tierra, que no hay un más allá. Lamentablemente quedó muy poca literatura
de esa época, porque los españoles se encargaron de no dejar absolutamente nada. Los
españoles, si tenían algún mérito entre comillas en sus planes de conquista, era que
extirparon la memoria de los pueblos y les destruyeron su patrimonio literario, que era
vastísimo.
Ver la película La Misión o Apocalypto
http://es.gloria.tv/?media=265979 http://cinefox.tv/ver58/apocalypto_espanol-
latino.html
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Lectura:
La noche boca arriba
Julio Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía
ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el
portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran
las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba
entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando,
no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto
ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con
brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable
del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco
tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas
demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha
como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese
día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir
el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la
calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles.
Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la
mujer, y junto con el choque perdió la visión.
Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o
cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de
debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le
dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó,
porque no podía soportar la presión en el brazo
derecho. Voces que no parecían pertenecer a las
caras suspendidas sobre él, lo alentaban con
bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la
confirmación de que había estado en su derecho
al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer,
tratando de dominar la náusea que le ganaba la
garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta
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una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que
rasguños en las piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la
máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas,
así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió
en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla
blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que
estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo
acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba
sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se
sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El
vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo
él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano
al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco;
mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo,
pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o
cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital,
llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y
dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras
bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del
estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía
húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de
operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la
radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de
una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con
algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a
alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba
olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada
empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el
olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en
que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de
los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de
esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha
calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del
sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no
había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el
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puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado
lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en
sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la
noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago,
debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del
cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un
animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio,
venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso
dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva
evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo
más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero
los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el
rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó
desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto,
amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala.
Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última
visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y
poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían
darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo
iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el
placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los
otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio
llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le
frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja
conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un
médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano
para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando
blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de
teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar
viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y
quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un
trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a
poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían
suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los
ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a
ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua
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por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad,
abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un
instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena
oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro
que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en
un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los
arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a
pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada
estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía
ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del
puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba
el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz
que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los
bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban
hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral
desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la
luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo
de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá
los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que
ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza
continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su
número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los
cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se
incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy
cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al
cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo
rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces,
y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del
duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció
deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un
ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo
era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la
pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del
brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían
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puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete,
golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los
armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La
ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel,
sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba
de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un
hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en
que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver
nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había
durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él
hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el
golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro
había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el
dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con
todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro.
Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el
sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su
garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de
veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba
apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a
reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de
filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y
mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso
enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado
en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda
desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su
amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna
plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las
piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli,
estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en
un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo
su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable.
Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que
ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no
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podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran
de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de
los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por
zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más
fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse
la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas
ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le
acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos
sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo
aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca
arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los
portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de
paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza.
Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de
roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando
en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada
de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a
acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no,
andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él
no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su
verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del
hospital, al alto cielo raso dulce, a la
sombra blanda que lo rodeaba. Pensó
que debía haber gritado, pero sus
vecinos dormían callados. En la mesa
de noche, la botella de agua tenía algo
de burbuja, de imagen traslúcida contra
la sombra azulada de los ventanales.
Jadeó buscando el alivio de los
pulmones, el olvido de esas imágenes
que seguían pegadas a sus párpados.
Cada vez que cerraba los ojos las veía
formarse instantáneamente, y se
enderezaba aterrado pero gozando a la
vez del saber que ahora estaba
despierto, que la vigilia lo protegía, que
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pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin
imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más
fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia
la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez
negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas
fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba
a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se
enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los
ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al
otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que
se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la
cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas
columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre
que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para
tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó
los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo
lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza
abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del
sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a
cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que
estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como
todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de
una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo,
con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira
infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le
había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca
arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
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Tema: Literatura precolombina
Durante el descubrimiento del continente americano, los españoles encontraron
grandes culturas civilizadas y altamente desarrolladas y con características de
organización como las siguientes:
Sistema político teocrático: las clases
sociales dominantes (reyes, nobleza y
sacerdotes) lograron un control político
sobre las sociedades antiguas gracias al
excedente agrícola del maíz que les
permitió desarrollar otras áreas
productivas, culturales y científicas, así
como la marcada división social.
Avances tecnológicos en geología y
astronomía, con predicciones de
fenómenos naturales hasta nuestros días.
Dominio completo de la poesía épica y lírica, la prosa y el teatro ritual.
Construcciones de pirámides, ciudades
urbanizadas y templos sagrados; practicaban
el juego de pelota como un ritual religioso.
Mundo politeísta, como la fuente de
identificación religiosa y ritual; así creían que
cualquier fenómeno natural: el Sol, la Luna, la
lluvia los animales eran dioses y realizaban
ceremonias dedicadas a cada uno para mantener el ciclo vital de la existencia.
Las culturas americanas precolombinas más importantes fueron las siguientes:
Los aztecas: crearon un imperio en el siglo XV (período post-clásico). Fueron
encontrados por los españoles. Los maya-quichés: el período clásico fue la
etapa de mayor esplendor. Desaparecieron en el siglo VIII d. de C. Los incas:
período clásico. Asentamiento en las tierras altas de Perú.
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El espíritu indígena, propio de la mentalidad
primitiva, se basó en mitos que relataban la
cosmogonía, la teogonía y la historia del
hombre vinculada a la idea de “fatalidad y
cat{strofe”; creían en la vida m{s all{ de la
muerte, en la necesidad del sacrificio, que
explicaba cómo los hombres necesitan de los
dioses para vivir, así como también los dioses
necesitan de la vida de los hombres para
subsistir.
Cabe mencionar que los rasgos heredados de
la cultura antigua los tenemos gravados en
nuestra memoria colectiva, y los manifestamos a través de actitudes cotidianas,
tales como: subordinación, espiritualidad, fatalismo, templanza ante la vida,
resignación ante el dolor; pero sobre todo, en la reacción espontánea ante el
abuso extremo.
Por otro lado, la literatura precolombina pertenece a una cultura indígena
propia cuyo objetivo de expresión fue transmitir, su concepción del mundo, el
sentido de su existencia y su religión. Hoy en día, gracias a los códices
(manuscritos), estelas y escalinatas grabadas, tenemos conocimientos de la
cultura y la literatura, aunque muchos de esos códices fueron destruidos por el
tiempo, la humedad o quemados por
los propios misioneros españoles.
La literatura precolombina
Se dice literatura precolombina a toda
manifestación de carácter literario "de
acuerdo a los estándares actuales",
procedente de las culturas y pueblos
de América, anterior a la llegada de
Cristóbal Colón y de la cultura
europea, o más bien, la cultura
medieval española. A menudo se
incluye en esta definición el concepto
de literatura como toda expresión
escrita, por su fuerte carácter artístico-
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religioso que busca explicar el mundo.
Mayores exponentes
Anterior a la llegada de Colón a las Antillas no existía literatura en América tal
y como se conocía en Europa. La mayor parte de los pueblos no tenían escritura.
A la llegada de los españoles se sabe también, que muchos pueblos decidieron
por sí mismos ocultar a los europeos el conocimiento que poseían sobre ellos
mismos, así como su historia y las muchas tecnologías que poseían. A menudo
se perdieron lenguas y culturas enteras en esta actitud. Aún así, otros pueblos
decidieron conservar sus costumbres a escondidas, o transformándolas en
formas mejor vistas por los españoles y portugueses. La literatura oral de este
tipo sin embargo fue fuertemente observada por la inquisición, y con el tiempo
terminó por desaparecer en favor de la literatura evangelizadora.
Por estas razones suele estudiarse con mayor detenimiento el registro de los
cronistas y otros, para evaluar las características de lo que fue o debió haber
sido la literatura anterior. Todas son recopilaciones e interpretaciones de
historias trasmitidas generación en generación.
Características de la literatura precolombina
Relatos filosóficos sobre la existencia humana, la lucha por el poder del
conocimiento, la sabiduría para alcanzar la plena civilización.
En la poesía se manifiesta el sentimiento de dolor y el sufrimiento ante el
sentido fatalista de la vida.
Empleo del realismo mágico:
hechos inverosímiles donde
se mezcla lo real con lo irreal.
Narraciones mitológicas de
carácter hiperbólico:
exageradas.
Los indígenas enfrentaron
sus dolores y sus angustias.
No le dieron la espalda al
lado amargo de la existencia. Por tratarse de escritos sinceros, la tristeza
es una de las características de la literatura indígena.
Otra característica es la repetición de palabras y de frases, lo que sirve
para destacar las cosas importantes y fijar la atención sobre ellas. Esto
está muy relacionado con su carácter oral.
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La literatura prehispánica es también didáctica. Los más grandes, de
cada comunidad siempre buscaron compartir con los niños y jóvenes su
experiencia y lo que aprendieron de las palabras antiguas. El objetivo era
que los más chicos conocieran el camino de la vida recta y feliz.
Otra característica es la metáfora. Los indígenas son artistas naturales.
Sienten la belleza y la expresan con facilidad por su cercanía con la
naturaleza y por su sensibilidad por los asuntos humanos. La metáfora
consiste en referirnos a cosas familiares y cotidianas, mediante la
comparación con lo que amamos de la naturaleza y con la belleza
encontrada en la imaginación y la vida real. La met{fora, es “la
substancia misma del lenguaje poético”. Y la poesía n{huatl est{ llena de
metáforas.
Finalmente, la literatura indígena está abierta a lo sagrado. Dios o las
divinidades eran y son el cimiento, el centro y la meta de las culturas
indígenas. Lo sagrado es lo que da cohesión y fuerza a la vida de las
comunidades y las personas que pertenecen a los pueblos indios. De
modo que la literatura indígena no podría ser de otra forma: su corazón
es lo sagrado.
Cultivaron los siguientes géneros:
La poesía épica: El Popol Vuh, que narra relatos cosmogónicos, teogónicos de la
cultura maya; la creación del hombre y pueblos antiguos. Escrito en lengua
quiché (hacia el año 1500) y traducido al castellano por el fraile dominico
Francisco Ximénez, quien se apropió del texto original en Santo Tomás,
Chichicastenango (Guatemala); es considerado la Biblia de los Mayas-quichés.
La poesía, como la de Netzhualcóyotl (1402-1472) rey de Texcoco.
El teatro de carácter ceremonial, como el drama Ollantay, de la mitología inca.
Amo el canto del cenzontle,
pájaro de cuatrocientas voces.
Amo el color del jade,
y el enervante perfume de las flores;
pero amo más a mi hermano el hombre.
Netzahualcóyotl fue el monarca de la ciudad-estado de Tetzcuco en el México antiguo. Ejerció
el poder y se desempeñó notablemente como poeta, erudito y arquitecto. Nació: 28 de abril de
1402, murió: 4 de junio de 1472
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Poema precolombino anónimo, fue encontrado en una de las llamadas Casas
del Canto, en Bolivia, donde la poesía era danzada o cantada y que, Miguel
Ángel Asturias recogió en “Antología de Poesía Precolombina.
Tomado del manuscrito indígena de 1528, describe con un dramatismo
extraordinario cuál era la situación de los sitiados durante el asedio de México-
Tenochtitlan.
Los últimos días del sitio de Tenochtitlan
Todo esto pasó con nosotros.
Nosotros lo vimos, nosotros lo admiramos.
Con suerte lamentosa nos vimos angustiados.
En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululan por calles y plazas
y en las paredes están salpicados los huesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas
y cuando las bebimos,
fue como si hubiéramos bebido agua de salitre.
Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,
y era nuestra herencia una red de agujeros.
En los escudos fue su resguardo:
¡pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad!
Hemos comido palos de eritrina,
hemos masticado grama salitrosa,
piedras de adobe, ratones, tierra en polvo, gusanos.
Todo esto pasó con nosotros.
Himno de Manko Qhapaj
Himno a Viracocha es un poema que el inca Manko Qhápaj o Manco
Capác (fundador del Imperio Inca del Perú y el primero de los incas,
siglo X) dirige al dios anhelando la comunión con él.
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¡Oh, Dios soberano!
¡Poderosa raíz del ser!
Tú que ordenas: “este sea
varón, y ésta mujer”.
Señor de la fuente sagrada,
Tú que inclusive tienes
poder sobre el granizo,
¿No me es posible verte?
¿Dónde te encuentras?
¿Dónde está: arriba,
o abajo,
en el intermedio
tu asiento de supremo juez?
¡Escúchame!
Tú que te extiendes
en el océano del cielo
y que también vives
en los mares de la tierra Gobierno del mundo,
creador del hombre
como los señores Inkas
con mis áridos ojos
ansío conocerte.
Cuando yo pueda ver,
y conocer,
y señalar
y comprender,
Tú, me verás
y sabrás de mí..
El Sol y la Luna.
El día y la noche.
El otoño y la primavera
no son en vano.
Obedecen a un mandato
de modo previsto
y medido
llegan.
T ú me concediste
el cetro imperial.
¿Escúchame!
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¿Respóndeme!
Antes de que caiga
rendido y muerto.
Aposiciones: En lingüística, una aposición es una construcción de dos
elementos gramaticales unidos, el segundo de los cuales especifica al primero.
Ejemplo: -"Viracocha, /poderoso cimiento del mundo
Enumeraciones: Consiste en sumar o acumular elementos lingüísticos a través
de la coordinación, bien a través de conjunciones bien por yuxtaposición.
Normalmente, se acompaña del uso de la anáfora o del paralelismo.
Ejemplo: /arriba/abajo/ en el intermedio/ o en tu asiento de supremo juez/
....sea esta mujer, / sea este varón
Metáforas: La metáfora consiste en el uso de una expresión con un significado
distinto o en un contexto diferente al habitual. Ejemplos:
"en el océano del cielo" (océano por las nubes y su movimiento)
“Gobierno de mundo" (porque es poderoso y se sobreentiende que es Viracocha,
es fuerte, creador)
"tu asiento de supremo juez " (lo relaciona con quien puede juzgar a los demás)
Letra de la canción
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Cinco siglos igual Intérprete: León Gieco
Soledad sobre ruinas, sangre en el trigo rojo y amarillo,
manantial del veneno, escudo heridas,
cinco siglos igual.
Libertad sin galope, banderas rotas, soberbia y mentiras,
medallas de oro y plata contra esperanza,
cinco siglos igual.
En esta parte la tierra la historia se cayó,
como se caen las piedras
aun las que tocan el cielo
o están cerca del sol,
o están cerca del sol.
Desamor, desencuentro, perdón y olvido,
cuerpo con mineral, pueblos trabajadores, infancias
pobres,
cinco siglos igual.
Lealtad sobre tumbas, piedra sagrada,
Dios no alcanzó a llorar, sueño largo del mal,
hijos de nadie,
cinco siglos Igual.
Muerte contra la vida, gloria de un pueblo
desaparecido.
Es comienzo, es final, leyenda perdida cinco siglos igual.
En esta parte de la tierra la historia se cayó,
como se caen las piedras aun las que tocan el cielo
o están cerca del sol,
o están cerca del sol.
Es tinieblas con flores, revoluciones
y aunque muchos no están nunca
nadie pensó besarte los pies.
Cinco siglos igual.
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Canción de ausencia
¿La desventura, reina, nos separa?
¿La adversidad, infanta, nos aleja?
Si fueras flor de chincherkoma, hermosa mía,
en mi sien y en el vaso de mi corazón te llevaría.
Pero eres un engaño, igual que el espejo del agua.
Igual que el espejo del agua, ante mis ojos te desvaneces.
¿Te vas, amada, sin que nuestro amor haya durado un día?
He aquí que nos separa tu madre desleal para siempre.
He aquí que la enemistad de tu padre nos sume en la desgracia.
Mas, mi reina, tal vez nos encontremos pronto si dios, gran amo, lo permite.
Acaso el mismo dios tenga que unirnos después.
Cómo el recuerdo de tus ojos reidores me embelesa.
Cómo el recuerdo de tus ojos traviesos me enferma de nostalgia.
Basta ya, mi rey, basta ya.
¿Permitirás que mis lágrimas lleguen a colmar tu corazón?
Derramando la lluvia de tus lágrimas sobre las kantutas
Y en cada quebrada, te espero, hermosa mía.
Vienen por las islas
LOS carniceros desolaron las islas.
Guanahaní fue la primera
en esta historia de martirios.
Los hijos de la arcilla vieron rota
su sonrisa, golpeada
su frágil estatura de venados,
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y aun en la muerte no entendían.
Fueron amarrados y heridos,
fueron quemados y abrasados,
fueron mordidos y enterrados.
Y cuando el tiempo dio su vuelta de vals
bailando en las palmeras,
el salón verde estaba vacío.
Sólo quedaban huesos
rígidamente colocados
en forma de cruz, para mayor
gloria de Dios y de los hombres.
De las gredas mayorales
y el ramaje de Sotavento
hasta las agrupadas coralinas
fue cortando el cuchillo de Narváez.
Aquí la cruz, aquí el rosario,
aquí la Virgen del Garrote.
La alhaja de Colón, Cuba fosfórica,
recibió el estandarte y las rodillas
en su arena mojada.
Pablo Neruda
Pirata Colón Los Cafres
Vinieron en unos barcos
Con baratijas del mundo viejo
Hace ya quinientos años
Sufrió la vida un gran desprecio
La vida allá en Europa
Es muy dorada a mi me contaron
Todo ese brillo dorado
Es puro oro Americano
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Y van pasando los años
Y cómo cambian esos imperios
Nosotros siempre de abajo
Con el corazón resistiendo
Cuidate pirata Colón
Que ya despierta La Raza del Sol
Cuidate pirata Colón
Que ya se despierta La Rabia del Sol
(que ya se despierta ya se despertó)
Escucho a la Pachamama
Voy entendiendo toda la historia
Se encuentran fuertes Raíces
Cavando hondo en la memoria
Alturas de Macchu Picchu
Pablo Neruda
Sube a nacer conmigo, hermano.
Dame la mano desde la profunda
zona de tu dolor diseminado.
No volverás del fondo de las rocas.
No volverás del tiempo subterráneo.
No volverá tu voz endurecida.
No volverán tus ojos taladrados.
Mírame desde el fondo de la tierra,
labrador, tejedor, pastor callado:
domador de guanacos tutelares:
albañil del andamio desafiado:
aguador de las lágrimas andinas:
joyero de los dedos machacados:
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agricultor temblando en la semilla:
alfarero en tu greda derramado:
traed a la copa de esta nueva vida
vuestros viejos dolores enterrados.
Mostradme vuestra sangre y vuestro surco,
decidme: aquí fui castigado,
porque la joya no brilló o la tierra
no entregó a tiempo la piedra o el grano:
señaladme la piedra en que caísteis
y la madera en que os crucificaron,
encendedme los viejos pedernales,
las viejas lámparas, los látigos pegados
a través de los siglos en las llagas
y las hachas de brillo ensangrentado.
Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta.
A través de la tierra juntad todos
los silenciosos labios derramados
y desde el fondo habladme toda esta larga noche
como si yo estuviera con vosotros anclado,
contadme todo, cadena a cadena,
eslabón a eslabón, y paso a paso,
afilad los cuchillos que guardasteis,
ponedlos en mi pecho y en mi mano,
como un río de rayos amarillos,
como un río de tigres enterrados,
y dejadme llorar, horas, días, años,
edades ciegas, siglos estelares.
Dadme el silencio, el agua, la esperanza.
Dadme la lucha, el hierro, los volcanes.
Hablad por mis palabras y mi sangre.
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Lectura:
EL GRUMETE
María Esther de Miguel
En En el campo las espinas. Buenos Aires, Pleamar, 1980.
De modo que ha llegado. Cuántos años aguardándolo. Diez. Diez vidas.
Ahora están aquí, por fin. He visto las velas de sus naves en la costa, bajo la
bendita luz del alba. Y después los vi a ellos, calzas negras y jubones blancos,
sayos de terciopelo al viento, hundiendo sus borceguíes en la arena; estoques,
espadas y pabellones revolviendo el aire. Vestidos para fiesta vienen.
Estrenan esta tierra. Es lindo verlos, pobres ilusos.
Porque todo es anomalía en este continente. Si lo sabré yo, el único que queda
de los otros.
También nosotros llegamos así, el alma lleno de esperanzas, la escarcela vacía
de maravedíes. Cambiamos el océano por este río ancho como el mar. Su
calmería sedujo al capitán (engañoso era el río; y barriento). Los gestos
amistosos de los indios lo halagaron (mendaces, tales indios). Pobre incauto:
aborígenes y agua lo convencieron para mal de tantísimos.
En el bote de la nave mayor, bajamos. Yo entre ellos. No por valiente, sino por
ambicioso. Pero ¿quién podía presumir que esa generación pagana era comedora
de hombres?
Palos nos recibieron y flechazos. Linda acogida para conquistadores
presumidos. Un aquelarre. Yo sólo oí el ay, ay, ay, de Solís y su gente entre el
humo de las fogatas y después el insidioso olor del asado revolviendo mis
entrañas.
Horrible. Pero desto, sólo testigos muertos.
¿Que cómo me salvé? Virtudes de la flacura y de los pocos años. En una
caponera me pusieron A engordar.
Dios fue servido de que no me muriese. Pueblo muy belicoso el de estos
aborígenes. Mala entraña la suya. Pero yo desparramé padrenuestros de
vidrio azul y sonrisas, curé heridas según la antigua usanza de mi raza y el
afán por aprender su lengua ablandó resquemores. Mi obediencia mandó
sosegar la natural maldad y el tratamiento mejoró.
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Un día perforé orejas y nariz, y pinté mi cara. Ropa ya no tenía: me
acostumbré a la desnudez sin vergüenza ni pecado de esta gente. Así, fui
intocable. ¿Cómo me iban a comer, si era uno de ellos?
Otro día me interné en el monte. Solo.
En esta tierra de la lujuria y la abundancia, harta hambre pasé. Calidad de
hembra arisca la de este país, a fe mía. Bastimentos para comer, todo y nada.
Endurecí mi estómago: me mantuvieron la miel, los yuyos, pescados y otras
viandas extrañas. Conocí las virtudes del abatí y el cardo y las culebras
jóvenes. Aprendí tretas. Por ejemplo: los monos se suben a los altos árboles y
asidos de la cola, con pies y manos sacuden los frutos. Puercos monteses espe-
ran, abajo, y se los quitan. Yo también esperé. Tuve así bastimento seguro.
Sin paradero propio, cercado de peligros, me volví astuto. Y sabio: conocí
pájaros que chiflan las órdenes de Dios, y mujeres antropófagas y otras que
fajaban sus piernas con hilos para que parecieran más gruesas y otras que
alimentaban a sus hijos por la espalda (tan grandes eran sus mamas) y
aborígenes bebedores de sangre y otros que comen bollos de barro cocido al
rescoldo, untados con aceite de pescado y otros habituados a cortar las
coyunturas de sus dedos por cada deudo muerto (vi algunos: manos y pies,
muñones) y otros, flecheros de flechas ponzoñosas, Y tantos.
Cierto día, una mujer se aficionó a mí. Su inocencia bárbara y fresca me
conquistó. La india salió con la
suya y tuve compañía: me
preparaba tortas de maíz, quitó
las niguas dentro de mis uñas,
curó heridas, espantó alimañas.
Cuidados y placer ¿qué más
podía pedir?
Por supuesto, a veces recordaba.
Dios, cuantas lágrimas, entonces.
Detrás de la montaña líquida, la
tierra, tan lejana, los mesones del
puerto dador de mi apellido (por
ausencia del padre). El nombre,
el del santo elegido por mi madre,
si no olvidado, nadie lo usaba ya.
Nadie más que yo: por las noches, como para hacer patente filiación y destino,
me decía: Francisco, Francisquito del Puerto, un día volverán.
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Y volvieron. A Dios gracias.
Los veo barloventeando por el río ancho y barroso, buscando. ¿Qué? Me
imagino, vaya. Suerte , tendrán: la generación de los indios desta tierra es
pacífica. Los supongo entregando el secreto por cuentas de vidrio veneciano,
trozos de loza, agujas o collares. Yo los miro, mientras quito, con lágrimas y
agua, los rastros de pintura de mi cara, arranco dijes de orejas y nariz, borro el
impudor de esta traza salvaje y corro con los brazos abiertos hacia ellos, mis
hermanos.
Querellé a mis hermanos. Tharsis y Ophir era la orden del Rey. Para
encontrarlas, debía n traspasar el Estrecho que avistó Magallanes, camino a la
ignota Especiería. Pero a Gaboto lo entusiasmaron decires de hombres
hallados en la costa portuguesa: que las Minas de Plata, que el Rey Blanco,
que el Lago donde el Rey se adormece noche a noche. ¿Embelecos de
náufragos hambreados? Pistas ciertas, lo sé. Pero también sé lo otro: selvas
hirsutas guardan el tesoro. Brujos dañinos levantan con aires venenosos
invisibles y mortales murallas para el Imperio áureo. El Lago tiene ígnea
sustancia. Y este río barroso, que ya están llamando de la Plata, nada bueno
promete: río de la traición debería apodarse.
Traen ánimo de emprender la conquista do tantos embelecos, mis hermanos.
Tal ánimo, les dije, es nefasto. Y agregué: esta tierra es tierra aparejada para
labradíos y sembrados. Para crianza de ganado, insistí. Pero no me
escucharon: otras metas persiguen. Sólo ven el reflejo del oro y la dulzura
blanda de la plata. Quieren metales. ¿Para qué, digo yo? ¿Para comerlos?
¿Para aventar con ellos endriagos y serpientes? ¿Para buscar cobijo en la
intemperie?
Por eso discutí. ¡Gran caso me hicieron! Fui vencido. Sujeto a su gobierno
estoy: soy blanco, cristiano y súbdito del Rey.
Ahora los guío, aguas arriba, por el Río Grande, hasta el Carcarañá, en la ruta que
lleva a Sierras de la Plata, si Dios así es servido.
A causa del mucho monte, la recia vegetación y el escaso alimento, son duras las
jornadas. Se entremezclan con fiebres, delirios y mosquitos. Muchos van
quedando en el camino. Tendal de huesos blanquecinos marcará la senda de los
otros, los que vendrán después (porque esta estirpe no se acaba; la de los
ambiciosos, digo).
Qué turbonadas arman. Anoche, dos españoles sacaron arcabuces y mosquetes
por ciertos granos de oro. Vi la sangre de unos y las persignaciones de otros. Vi
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también al viejo cacique de una tribu lanzar con su ánima la última maldición,
sus huesos descoyuntados uno a uno. Entregó máscaras de plata, áureas
coronas, amuletos. Pero el secreto, no. Yo temblé.
Algo así como un asco me va entrando. ¿No aprenderán ya nunca estos
hermanos? ¿Jamás sacudirán este fermento agrio que envenena la sangre y
desata la muerte? Ya me estoy hartando de sus tratos confusos, lenguaraces de
promesas mentidas, mercaderes de turbios comercios, enmadejando y emba-
rullando todo. Si ni tiempo se dan para mirar el sol, una gloria.
En Santispíritus parecieron darme la razón. Allí sembrarnos, plantamos y
alineamos algunos rancheríos. Un gusto. Pero ellos, dale y dale con el oro y la
plata. Para buscarlos más aprisa hicieron divisiones: unos para acá, otros para
allá. Esta no es tierra que permite tales lujos entre blancos; se los repetí mil veces.
Inútilmente, ay.
Con sobrado temor los he visto partir. Que se las arreglen. En la alta noche,
escuché los susurros. Son los otros. Los que firman con sangre sus tratados y
rubrican con fuego el paso de los pies. Los he oído. Y también el bum bum de
tambores convocando a las huestes guerreras.
Ahora miro las señales de humo que dicen mi destino; las estoy descifrando.
Ellos duermen; yo decido. Tomo a mi hembra: para hacer casta nueva la tomo
(sol y casa darán generación de piel morena; nativa) y elijo el aire libre y la
vida... Ya sé: me llamarán vil cristiano, renegado y herético, maldecirán mi
nombre. Qué me importa. Tiño mi cara con el jugo de hiervan que conozco. Dejo
este jubón prestado; en cueros quedo, como vine al mundo, como este nuevo
mundo exige. Y me marcho antes de que fuego y sangre borren las trazas del
Fuerte malnacido.
Y después digan lo que quieran de mí, de Francisco del Puerto, el grumete que
vino con Solís.
Tema: Literatura del descubrimiento y la
conquista. Las Crónicas. Narrativa indigenista.
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Letra de la canción
Quien quiera oír que oiga
Intérprete: Litto Nebbia
Cuando no recordamos lo que nos pasa,
nos puede suceder la misma cosa.
Son esas mismas cosas que nos marginan,
nos matan la memoria, nos queman las ideas,
nos quitan las palabras... oh...
Si la historia la escriben los que ganan,
eso quiere decir que hay otra historia:
la verdadera historia,
quien quiera oir que oiga.
Nos queman las palabras, nos silencian,
y la voz de la gente se oirá siempre.
Inútil es matar,
la muerte prueba
que la vida existe...
Cuando no recordamos lo que nos pasa,
nos puede suceder la misma cosa.
Son esas mismas cosas que nos marginan,
nos matan la memoria, nos queman las ideas,
nos quitan las palabras... oh...
Si la historia la escriben los que ganan,
eso quiere decir que hay otra historia:
la verdadera historia,
quien quiera oír que oiga.
Nos queman las palabras, nos silencian,
y la voz de la gente se oirá siempre.
Inútil es matar,
la muerte prueba
que la vida existe...
Si la historia la escriben los que ganan,
eso quiere decir que hay otra historia:
la verdadera historia,
quien quiera oír que oiga.
Nos queman las palabras, nos silencian,
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y la voz de la gente se oirá siempre.
Inútil es matar,
la muerte prueba
que la vida existe...
Si la historia la escriben los que ganan,
eso quiere decir que hay otra historia:
la verdadera historia,
quien quiera oír que oiga.
Nos queman las palabras, nos silencian,
y la voz de la gente se oirá siempre.
Inútil es matar,
la muerte prueba
que la vida existe...
Nos queman las palabras, nos silencian,
y la voz de la gente se oirá siempre.
Inútil es matar,
la muerte prueba
que la vida existe...
Los viajes de Colón
estuvieron guiados por un
interés económico: encontrar
una ruta hacia el sur de Asia.
Lo que no sabían en aquella
época es que existía el océano
Pacífico, por eso Colón creyó
que estaba en las Indias
Orientales cuando llegó a
nuestro continente. Después
de más de dos meses de
navegación, Colón y los 87
tripulantes de las tres naves
divisaron tierra (la velocidad
promedio de navegación era
de 160 km por día
dependiendo de los vientos y
que hay aproximadamente
6500 km entre Lisboa y las
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islas Bahamas). El mapa más antiguo que se conserva de esta zona fue obra
de Juan de la Cosa, quien acompañó a Colón en varios de sus viajes.
El continente que se llamaría América era un nuevo y desconocido territorio
para los europeos, poblado por personas con una fisonomía diferente de la de
ellos, que hablaban lenguas diferentes de las de ellos y que tenían una cultura
diferente de las de ellos. Diferente no implica ningún juicio de valor. Lástima
que los conquistadores no lo entendieron así< y en vez de respetar las
diferencias, intentaron eliminarlas. En esa lucha desigual entre el europeo
invasor y el nativo mucho se perdió: vidas, lenguas, cultura.
Muchos de los que llegaron a estas tierras escribieron notas sobre lo que
encontraban, sobre lo que iba sucediendo; a esos textos se los llama crónicas de
Indias porque relatan hechos en orden cronológico, es decir, en sucesión
temporal y porque ellos creían que habían llegado a las Indias Orientales. Las
crónicas son similares a los diarios personales pero estos son más subjetivos
porque el autor/narrador es el protagonista que va relatando los hechos a
medida que suceden y registrando las emociones. Las crónicas estuvieron de
moda en la Edad Media y sirvieron de fuente de información para la
historiografía, la ciencia que se ocupa de narrar la historia. La mayoría de los
cronistas de la época de la conquista y colonización de América eran europeos
y, por tanto, su testimonio no es neutral sino que presenta una visión
etnocéntrica. ¿Qué significa esto? Significa que miraron los hechos desde la
perspectiva europea, occidental y católica; una perspectiva que consideraba al
europeo-blanco-occidental-católico como el centro (el ombligo del mundo,
diríamos hoy) y al otro cultural y lingüístico como lo diferente, lo raro, lo
marginal. El etnocentrismo implica la creencia en la superioridad y,
consecuentemente, el derecho a dominar al otro. Quien asume una postura
etnocéntrica no es capaz de ponerse en el lugar del otro.
Las crónicas no serían literatura ya
que los cronistas pretenden dar
testimonio de los hechos. Sin
embargo, las crónicas de Indias
presentan muchas características
que son propias de la literatura
como el estilo, que imita al de
las novelas de caballería de la
Edad Media. Pensemos que los cronistas se deben de haber
sentido aventureros descubriendo esta nueva tierra exótica, siendo
participantes de un hecho histórico tan importante como el descubrimiento de
un continente< ¿No creen que se habr{n asombrado y les habrá
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parecido fantástico todo lo que encontraron aquí: animales, plantas, paisajes y
costumbres que alimentaron su imaginación? No es raro, entonces, que el estilo
de sus crónicas se parezca al de los textos literarios que circulaban en aquella
época.
Las formas de tales testimonios fueron variadas, según el estilo de cada
cronista: cartas, diarios y relaciones con mayor o menor carga de subjetividad.
Los temas, en todos los casos, fueron los mismos: los hombres y las cosas que
formaban parte de “la maravilla de América” o “la novedad indiana”, como se
los denominó.
Podemos nombrar, entre
otros relatos propios de esta época,
el “Diario de a bordo”, de Cristóbal
Colón; el “Mundus Novus”, de
Américo Vespucio; además de las
obras de Bernal Díaz del Castillo y
Bartolomé de las Casas.
Las “Crónicas de Indias” son
textos fundantes de la literatura
latinoamericana ya que fueron los
primeros textos que adoptaron
como tema el continente latinoamericano. Desde entonces, es posible leer la
literatura latinoamericana a partir de algunas coordenadas vinculadas con este
origen: la mirada del otro, la presencia del otro en el espacio local.
Lectura:
El Dueño del Fuego
Por Sylvia Iparraguirre
"En el invierno de las ciudades"
Ed. Galerna, 1988.
La mañana ya había empezado con un pequeño malestar. O por lo menos esto
es lo que la ordenada mente de la doctora Dusseldorff pensaría más tarde al
salir del aula. El edificio era antiguo y frío; altísimas persianas de hierro dejaban
pasar como a desgano esa ambigua claridad del invierno que obligaba a
encender las luces, a no mirarse las caras, a hablar sin levantar la voz. En un
rincón, el portero forcejeaba con la estufa a kerosene. Los asistentes a la clase de
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etnolinguística de la doctora Dusseldorff, en efecto, hablaban sin mirarse, en
voz muy baja.
-¡Coño! -dijo el portero. La estufa exhibía un mecherito desarticulado y
anacrónico. Una llama azul aparecía y desaparecía con pequeñas explosiones
intermitentes. De golpe se apagó. Todos miraron a la doctora. El portero se
levantó y dijo-: Ya vuelvo, voy hasta mi casa y traigo la mía. No se nos vaya a
enfermar el aborigen.
El pronombre reflexivo o algo en el acento español del portero provocó
discretas sonrisas entre los lingüistas y antropólogos. La clase, Lengua y
Cultura del Chaco Argentino, debía comenzar en unos minutos. Se contaba con
un indio: el toba Marcelino Romero. No podía tardar. Considerando que viajaba
desde Villa Insuperable, el trayecto le llevaba poco más de una hora.
A las diez y media en punto apareció en la puerta del aula. Era bajo y
corpulento con una convencionalmente inexpresiva cara de indio. El pelo,
renegrido y largo, contenido detrás de las orejas. Su aspecto era muy pulcro;
llevaba medias y alpargatas. Murmuró un saludo y se dirigió a su asiento, a un
costado del escritorio de la doctora. Sobre el pizarrón, un cuadro repetía en
griego y castellano, la leyenda. "El hombre es la medida de todas las cosas". La
doctora salió del aula. Cuando volvió, escoltada por el portero y el antropólogo
de la cátedra, ya era, definitivamente, la doctora y profesora Brigitta Inge
Dusseldorff, de la Universidad de Mainz, especialista en lenguas amerindias,
cuya tesis Einige linguistiche indizien des Kurtunwandels in
NordostNeuquinea (München, 1965) había impresionado vivamente a
especialistas de todo el mundo. Otro de sus trabajos, Der Kulturwandel bei de
Indianen des Gran Chaco (Sudamerika) seit der Konkista-Zeit (Mainz, 1969), era
fervientemente citado por los alumnos de la Facultad quienes deseaban
desentrañar algún día sus profundos conceptos. La doctora Dusseldorff era alta,
huesuda, de pelo muy corto; anteojos y pies enormes. La universidad argentina
se conmovía con su presencia. El portero, un paso detrás de ella, no le llegaba al
hombro.
-Gracias -dijo en correctísimo castellano-. Puede retirarse.
Todos se acomodaron en sus asientos; el antropólogo también. La clase
comenzaba.
-La clase anterior-dijo la doctora a quien le gustaba ir directamente al punto-,
habíamos llegado hasta la parte de caza y pesca, armas e implementos, ¿verdad?
Todos dieron cabezadas afirmativas.
-Bien, hoy no usaremos cintas grabadas -dijo la doctora-. Vamos a retomar con el
propio informante la parte correspondiente a pesca, Por favor, señor Marcelino, ¿cómo
se dice "pescar"?
El indio los miró, después miró inexpresivamente la pared y dijo:
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-Sokoenagan.
-Muy bien. Así que esto es "pescar".
El indio sacudió la cabeza.
-No -dijo-. Yo voy a pescar.
-Ah, bien, la primera persona verbal. Entonces, usted va a pescar. -Lo señaló pero el
indio no dijo nada-. Bien, pero, ¿cómo se dice "pescar"?, solamente eso.
-Sokoenagan -dijo el indio.
La doctora quedó con el bolígrafo en alto.
-Intentemos con la tercera persona. ¿Cómo decimos "él pesca"?
-Niemayó-rokoenagan -dijo el indio.
-Perfectamente -dijo la doctora y se explayó en consideraciones fonéticas.
Durante los siguientes veinte minutos la clase avanzó muy lentamente.
-Recapitulemos -dijo, por fin, la doctora-. Pescar: sokoenagan; yo pesco: sokoenagan;
tú pescas: aratá-sokoenagan; él pesca: niemayé-rokoenagan. Existe una glotalización con
valor distintivo en...
El indio decía que no con la cabeza. Parecía que lo recapitulado no era correcto.
-¿Cómo? Dijo la doctora.
-Está sentado, todavía no fue -dijo el indio. Hubo un breve silencio.
-Un tiempo continuo o un elemento espacial en la conjugación -avisó la doctora a la
clase-. Explíquese -dijo severamente. Por un momento pareció que iba a agregar
"buen hombre" pero no fue así.
-Está sentado, pero todavía no fue a pescar. Está pensando -dijo el indio-, está
pensando en ir a pescar. Lo estoy viendo cerca.
Alumnos y profesores se movieron inquietos. El informante no facilitaba las
cosas hoy. Una de las alumnas intervino con evidentes deseos de coincidir con
la doctora Dusseldorff. Era la alumna más adelantada. Había tenido la
oportunidad de hablar a solas con la doctora y se había mencionado la
posibilidad de una beca; hasta, quizás, un viaje a Alemania.
-¿Podrá ser, tal vez, un subsistema de presencia/ausencia del objeto nombrado?
-No creo que sea el caso -dijo, con frialdad, la doctora.
El antropólogo, joven, pálido, de traje y bufanda, con experiencia de campo,
intervino:
-Permítame, doctora. -Era un hombre que sabía manejarse con los indios.- ¿Qué
querés decir cuando decís que lo estás viendo, Marcelino? -El antropólogo tuteaba al
toba aunque debía tener veinte años menos. La doctora aprobó con una
inclinación de cabeza la eficaz intervención masculina.
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-Si no lo veo, digo de una manera distinta -dijo el indio. Y agregó:- Pero no pesca; va
a ir a pescar.
Hubo un suspiro de alivio general. El antropólogo daba explicaciones a unas
alumnas sentadas a su alrededor. Fumaba elegantemente. Conocía las últimas
corrientes teóricas; sin embargo, añoraba la época de la Antropología Clásica y
soñaba con reeditar a uno de aquellos refinados y eruditos dandies ingleses,
capaces de internarse en lo más profundo y salvaje de la jungla, todo por la
ciencia. El mismo ya había estado en el Impenetrable. Esto le otorgaba una
secreta superioridad sobre la doctora, que sólo había trabajado con estadísticas,
lenguajes procesados y computadoras. Los murmullos se generalizaron.
-Muy bien, Marcelino -dijo el antropólogo. Su tono contenía un premio.
La clase continuó. El indio permanecía sentado, inmóvil; la espalda, recta, no
tocaba el respaldo de la silla.
-Pasemos a la caza -dijo la doctora, acomodándose los anteojos. El antropólogo
sintió nuevamente que le correspondía tomar la palabra.
-Vos salías a cazar con tu abuelo, ¿no, Marcelino?
-Sí -dijo el indio.
-¿Había algún rito... -el antropólogo titubeó-, quiero decir, alguna reunión alguna
ceremonia, antes de que fueran a cazar? Tu abuelo, ¿qué decía de esto?
-No -dijo el indio y miró vagamente a su alrededor.
Se produjo un corto silencio. La doctora intervino. Manifestó su interés en
preguntar sobre la terminología referida a la caza. El antropólogo estuvo
totalmente de acuerdo. Pero antes de que la doctora pudiese formular la
primera pregunta, el toba, inesperadamente, comenzó a hablar. Hablaba en voz
baja, con la mirada clavada en el piso. Explicó la enfermedad que se podía
contraer por maleficio del animal perseguido. El se había enfermado de ese
modo. La ciudad se parecía a la selva, dijo. Allá había que cuidarse de los
bichos; acá hay que cuidarse de la gente. Recordó a su padre y a su abuelo,
cuando lo llevaban a cazar. Ellos le habían enseñado cómo hacerlo. Pero él,
después, había querido venirse. Salir del Chaco, de la tierra firme, y venirse,
porque se había peleado con el capataz que era paraguayo y les daba trabajo
nada más que a los paraguayos. No a los hermanos tobas, no a los argentinos.
La última palabra sonó extraña en el aula. Los presentes miraban al indio como
si acabara de decir algo fuera de lugar, o como si empezaran a descubrir en él
una cualidad que antes no habían percibido. En el aire flotaba una observación
notable: ese indio era argentino.
-Me fui un domingo a hablarle -proseguía el toba. No había variado su actitud y su
mirada permanecía fija en el suelo-. Y me pelié. Trabajábamos toda la semana, no había
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domingo.
Estudiando su cuaderno de notas, la doctora dijo:
-Creo que nos vamos del tema. No se trata de historia personal sino de reconstrucción
cultural. Miró al antropólogo que acudió otra vez en su auxilio.
-Está bien, Marcelino -dijo el antropólogo con cierta advertencia en el tono de su
voz; tenía experiencia de campo y sabía cómo hablar con los indios-, está muy
bien -ahora parecía dirigirse a una criatura-, pero queremos que nos cuentes cuando
ibas a cazar; qué armas usabas, cómo se llamaban, ¿te acordás? Vos tenías dieciocho
años cuando te viniste del Chaco.
-Sí, me vine -dijo el indio-. Yo no quise entrar en la transculturación. -Como
llevadas por un mismo impulso, todas las cabezas se inclinaron; se tomó nota
de esta palabra tan correctamente asimilada por el toba-. -Yo reboté porque me
pelié con el capataz. Llovía y mi abuelo y yo habíamos cargado todo el domingo. Mi
abuelo y yo, entreverados con los otros, cargamos los vagones con los fardos, aunque
llovía. Entonces me pelié y me vine a la ciudad, al Hotel de Inmigrantes; pero la pieza
era muy chica, todo era muy chico. Uno quiere ver campo y no. Ve nada más que
ciudad, por todos lados.
La clase estaba en suspenso. La doctora, impaciente, miró al indio y dijo con
tono autoritario:
-Vamos a continuar con implementos y armas, pero antes probaremos con dos palabras
para retomar la parte fonética. -Miró otra vez al indio. ¿Cómo se dice "pez"?
El indio suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla; después, metió las manos
en los bolsillos del pantalón y cruzó una pierna sobre otra. No pareció un gesto
oportuno en el contexto de la clase. Miró de frente a la doctora.
-Naiaq -dijo.
-Bien, entonces podríamos establecer: sokoenagan naiaq: yo pesco un pez. Observen que
hay dos nasales en contacto -dijo con algo que podía parecerse al entusiasmo, la
doctora.
-Si el pez está ahí y yo lo veo, sí -interrumpió el indio-, si no, no. -Todos lo
miraron.- Hay otra forma -concluyó, finalmente, el toba.
-¿Cuál?-preguntó la doctora Dusseldorff. Sus ojos se habían achicado detrás de
los enormes anteojos.
-Lacheogé-mnaiaq-ñiemayé-dokoeratak -dijo el indio. Algunos de los presentes
creyeron advertir una sombra de sonrisa en su cara pétrea, pero sus ojos
estaban serios y fijos.
-Parece que el informante no está bien dispuesto hoy para la parte lingüística. Si
quierre, profesorr podemos continuarr con implementos y armas -dijo la doctora,
marcando tremendamente las erres.
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Todos se relajaron. Sería lo mejor. La clase en pleno se daba cuenta de que la
doctora estaba ligeramente fastidiada. Cuando esto ocurría, su lengua materna
subía a la superficie. El informante debía colaborar, de otro modo era imposible
organizar adecuadamente la parte fonética.
-Un merecido receso, doctora -dijo, sonriente, el antropólogo. Todos rieron. Una de
las alumnas se ofreció para traer café. El antropólogo y la doctora se retiraron a
un rincón, a hablar en voz baja. Dos estudiantes se acercaron al indio que
permanecía sentado en su silla.
-Andá al punto, Marcelino, no te vayas por las ramas que esto va a durar todo el día. -
Le ofrecieron un cigarrillo y el toba aceptó, pero no se levantó de su silla. Cada
tanto, un rápido parpadeo le modificaba la expresión.
-Así que la ciudad no te gusta -le dijo uno de los estudiantes-, sin embargo vos acá
podés trabajar y mantener a tu familia, ¿no Marcelino? Estás mejor que en el Chaco.
El indio dijo que sí con la cabeza. Miraba la punta del cigarrillo:
-Pero cuando uno quiere ver campo, ve nada más que ciudad -dijo-, por todos lados
ciudad.
Diez minutos más tarde, el antropólogo golpeó las manos académicamente.
-Continuamos -dijo.
Mientras todos se ubicaban, él mismo salió y se dirigió a Arqueología. Cuando
volvió a entrar traía dos arcos, varias flechas, tres lanzas de diferentes tamaños
y un lazo hecho de fibras vegetales con complicados nudos en los extremos.
-Bueno, Marcelino -dijo el antropólogo, colocándose frente al toba-, reconocés estos
elementos, estas armas... Sostenía el arco y las flechas delante de los ojos del indio.
Desde la silla, el toba miró los objetos. Levantó una mano y tocó con la punta de
los dedos el arco. Bajó la mano.
-Sí-dijo-, sí.
-¿Alguno te llama la atención en forma especial? -continuó preguntando el
antropólogo. El indio tomó una de las flechas, la más chica, sin plumas en el
extremo.
-Esta es una flecha para pescar.
-Perfectamente. ¿Se utiliza con este arco? La clase pasada dijiste que tu abuelo tenía
todas estas cosas guardadas en su casa.
De repente, el indio se puso de pie y se inclinó sobre el antropólogo. Todos se
sorprendieron; el antropólogo dio un brusco paso hacia atrás. E1 indio le habló
en voz baja.
-Por supuesto, Marcelino -el antropólogo intentaba reír- por supuesto. -Marcelino
pide permiso para quitarse el saco y estar más cómodo para reconocer el arco -informó a
la clase.
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Se oyeron unas risas aisladas, nerviosas. La doctora, completamente seria,
anotaba algo en su libreta de apuntes. El indio colocó cuidadosamente el saco
en el respaldo de la silla. Después tomó el arco. En las manos del indio, el arco
dejó de ser una pieza de museo y se volvió un objeto vivo. Sus manos, anchas y
morenas, lo recorrían parte por parte. No había ninguna afectación en ese
reconocimiento. Su disposición era la de alguien que sabe muy bien lo que va a
hacer. Con una mano sostuvo el arco y con la otra tomó las flechas.
-Esta es de caza -dijo sin dirigirse a nadie. Paradójicamente se veía mucho más
corpulento sin el saco. Su cuello y sus hombros eran poderosos. En su frente,
inclinada para observar mejor los objetos, se marcaba una vena desde el
entrecejo hasta el nacimiento del pelo. Todos lo miraban con curiosidad. No
parecía el mismo que hacía unos minutos contestaba pasivamente las preguntas
de la doctora-.
-Y ésta es la de guerra. Al decirlo el indio miró al antropólogo. La flecha que
sostenía era la más grande, con un penacho de plumas de colores en el extremo.
- Mi abuelo decía que Peritnalik nos mandaba a la guerra a los hermanos. Miró otra
vez al antropólogo y después a todos; antes de que el antropólogo hablara, dijo.
- Peritnalik, Dios, El Gran Padre, el que manda los espíritus a la llanura del indio.
Algunos tomaban notas. La mayoría clavaba una mirada ansiosa en el toba. No
podía decirse que estuviera haciendo nada impropio, pero algo había en su
manera de pararse y de tomar el arco que sobrepasaba los límites de una clase
en el Instituto. El antropólogo se había sentado cerca de la puerta, a un costado
del indio, y lo observaba. Trataba de aparentar interés pero era evidente que
estaba algo desconcertado e incómodo.
El toba, con una destreza sorprendente, tensó la cuerda y la amarró al extremo
del arco. Todos los ojos estaban fijos en sus manos. Una ligera inquietud se
pintó en las caras. En realidad, nadie conocía bien a ese indio. Habían dado con
él por casualidad y había resultado particularmente oportuno para ilustrar las
clases de la doctora Dusseldorff. Como para retomar el hilo perdido de la clase,
el antropólogo preguntó:
-¿Cómo se dice "flecha", Marcelino?
El indio levantó bruscamente la cabeza.
-Hichqená -dijo.
-Podemos establecer una comparación con la terminología mataca que...
El antropólogo debió interrumpirse. El indio, con las piernas separadas y
firmemente plantado, tensaba el arco como probándolo. Una parte de su pelo,
renegrido y duro -de tipo mongólico, pensó automáticamente el antropólogo- se
había deslizado de atrás de su oreja y le caía sobre la cara. La mano oscura
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alrededor de la madera se veía enorme. Una energía insospechada hasta
entonces -en las clases anteriores el indio había permanecido siempre
respetuosamente sentado en su silla- irradió de su cuerpo, una fuerza recíproca
entre su brazo y la tensión del arco, una especie de potencia masculina, en fin,
que fastidiaba especialmente a la doctora Dusseldorff, habituada a las jerarquías
asexuadas de la ciencia. Con voz gutural, el toba dijo:
-Kal'lok- y repitió más fuerte-, Kal'lok.
Nadie anotaba ya las palabras. Con una agilidad que dejó a todos en suspenso,
el indio se agachó y tomó una flecha, la más larga, con el penacho de plumas. El
antropólogo se levantó de su silla. Estaba pálido. La doctora había dejado su
cuaderno de notas sobre el escritorio.
-Creo que no es necesario... -empezó a decir.
-¡Ena...! ¡Ená...! ¡Peritnalik! -la voz profunda del toba rebotó en las paredes.
Varios cuadernos de notas cayeron al suelo. El indio había colocado la flecha de
guerra en el arco y volvía a tensar la cuerda. Había quedado de perfil a la clase
y en esa actitud era muy fácil imaginar su torso desnudo, como en un
sobrerrelieve. La flecha ocupaba exactamente el vacío de la tensión. Su punta
alcanzó casi la altura de los ojos del antropólogo. La doctora tenía la boca
abierta.
-Hanak ená ña'alwá ekorapigem ramayé mnorék, ramayé lacheogé, ramayé pé
habiák... -murmuró la voz ronca del indio. Estaba inmóvil. Sólo sus ojos
describieron, lentamente, un semicírculo que los abarcó a todos. Algunas
cabezas iniciaron el movimiento de ocultarse tras la espalda de los que tenían
delante. En el fondo del aula, una chica se puso de pie.
-Kal'lok -dijo el indio.
El silencio pesó como una losa.
El toba bajó, despacio, el brazo y destensó el arco. Con delicadeza sacó la flecha
y la colocó junto a las otras. Apoyó el arco en el respaldo de la silla. Retiro el
saco y se lo colgó del antebrazo.
El aula, de a poco, empezó a cobrar vida. Hubo carraspeos, personas que se
inclinaban buscando en el suelo sus cuadernos de notas, algunas toses aisladas.
El antropólogo, todavía pálido, encendió un cigarrillo y se aproximó al indio.
-Perfectamente, Marcelino, perfectamente -dijo.
Esto devolvió a la clase su capacidad de expresión. En general, se intentaba
averiguar quién había tomado notas. Recorrió el aula la información de que lo
dicho por el toba había sido una oración a Peritnalik. Algo como "... el dueño
del fuego, el dueño de la noche y de la selva..." y también algo más, pero no se
podía asegurar.
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Rápidamente, se reunió el dinero con que se pagaba la colaboración de
Marcelino Romero. Uno de los alumnos se lo entregó sin mirarlo.
El antropólogo y la doctora Dusseldorff salieron últimos. La clase no había sido
satisfactoria. Consideraban, académicamente, la posibilidad de conseguir otro
informante. Tal vez un mataco con mayor disposición. La buena disposición es
fundamental para los fines científicos.
Presentación El Modernismo
Tema: Horacio Quiroga
Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, 31 de diciembre de 1878 – Buenos
Aires, 19 de febrero de 1937) fue un cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo.
Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa
vívida, naturalista y modernista. Sus relatos breves, que a menudo retratan a la
naturaleza bajo rasgos temibles y horrorosos, y como enemiga del ser humano,
le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.
Vivió en su país natal hasta la edad de 23 años, momento en el cual, luego de
matar accidentalmente a su mejor amigo, decidió emigrar a Argentina, país
donde vivió 35 años —hasta su muerte—, donde se casó dos veces, tuvo sus tres
hijos, y en donde además desarrolló la mayor parte de su obra. Mostró una
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eterna pasión por el territorio de Misiones y su selva, empleando a esta y sus
habitantes en la trama de muchos de sus cuentos más reconocidos. La vida de
Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes y los suicidios, culminó por
decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de
la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que
padecía cáncer de próstata.
Cultivó un estilo particular con influencias modernistas, realista y naturalistas.
Características de sus cuentos:
Influido por Edgar Allan Poe, Rudyard Kipling y Guy de Maupassant, Horacio
Quiroga destiló una notoria precisión de estilo, que le permitió narrar
magistralmente la violencia y el horror que se esconden detrás de la aparente
apacibilidad de la naturaleza. Muchos de sus relatos tienen por escenario la
selva de Misiones, en el norte argentino, lugar donde Quiroga residió largos
años y del que extrajo situaciones y personajes para sus narraciones.
Sus personajes suelen ser víctimas propiciatorias de la hostilidad y la
desmesura de un mundo bárbaro e irracional, que se manifiesta en
inundaciones, lluvias torrenciales y la presencia de animales feroces.
Claramente influido por Rubén Darío y los modernistas, poco a poco el
modernismo del oriental comienza a volverse decadente, describiendo a la
naturaleza con minuciosa precisión pero dejando en claro que la relación de
ella con el hombre siempre representa un conflicto. Extravíos, lesiones,
miseria, fracasos, hambre, muerte, ataques de animales, todo en Quiroga
plantea el enfrentamiento entre naturaleza y hombre tal como lo hacían los
griegos entre Hombre y Destino. La naturaleza hostil, por supuesto, casi
siempre vence en su narrativa.
La morbosa obsesión de Quiroga por el tormento y la muerte es aceptada
mucho más fácilmente por los personajes que por el lector: la técnica narrativa
del autor presenta personajes que saben que no deben cometer errores porque
la selva no perdona. La naturaleza es ciega pero justa; los ataques sobre el
campesino o el pescador (un enjambre de abejas enfurecidas, un yacaré, un
parásito hematófago, una serpiente, la crecida, lo que fuese) son simplemente
lances de un juego espantoso en el que el hombre intenta arrancar a la
naturaleza unos bienes o recursos (como intentó Quiroga en la vida real) que
ella se niega en redondo a soltar; una lucha desigual que suele terminar con la
derrota humana, la demencia, las muertes o, simplemente, con la desilusión.
La escritura en la narrativa de Horacio Quiroga viene regida por un doble
principio de economía y de eficacia. La economía funciona ya en el plano
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pág. 51
anecdótico en la simplicidad del argumento: no hay historias complejas, no hay
anécdotas inútiles, o episodios gratuitos. Los personajes son generalmente de
rasgos firmes, sobriamente caracterizados, muchas veces aparecen
esquemáticos, construidos en función de la historia a la que pertenecen y del
simbolismo que les incumbe.
Las descripciones son breves, reducidas a los rasgos funcionales: la
caracterización se hace esencialmente a través de la acción. El espacio es a
menudo el elemento más desarrollado pero, sin embargo, las descripciones no
son ornamentales: contribuyen a la definición del ambiente, completan o
acentúan el simbolismo de una situación o de un personaje, anuncian o
prefiguran un acontecimiento dramático.
A la deriva.
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la
mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un
juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma,
esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de
sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la
cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el
centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo,
dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un
instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a
invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la
picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el
E.I.D.F.S 5toAutomotores
pág. 52
hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado
desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una
metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo
juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos
puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel
parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se
quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había
sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro
dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre
gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una
monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la
ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a
la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio
minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa.
Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del
río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco
horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero
allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de
sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
E.I.D.F.S 5toAutomotores
pág. 53
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que
reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el
bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente
doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se
decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban
disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo
fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros,
exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del
suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para
llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la
deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien
metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques
de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la
eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes
borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte.
Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un
violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se
sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría
en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía
fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo.
Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada
ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú?
Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se
había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba
caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel
E.I.D.F.S 5toAutomotores
pág. 54
1. Caña: Aguardiente destilado de la caña de azúcar.
El almohadón de plumas
silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí
misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez
mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón
Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho
meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en
Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves...
Y cesó de respirar.
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter
duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin
embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche
juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo
desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a
conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor,
más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la
contenía siempre.
E.I.D.F.S 5toAutomotores
pág. 55
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del
patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal
impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más
leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible
frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como
si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en
la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo
salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado.
De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia
rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente
todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia.
Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su
cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole
calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una
gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta
como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Se constató una anemia de
marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos,
pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las
luces prendidas y en pleno silencio. Pasaban horas sin oír el menor ruido. Alicia
dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Se
paseaba sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra
ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo
vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su
dirección.
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Info y lecturas

  • 1. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 1 Material para Lengua y Literatura 5to Año Automotores Contenidos: Lengua y literatura 2do Trimestre 3er Trimestre1er Trimestre Literatura precolombina Modernismo: Rubén Darío. Literatura del descubrimiento y la conquista. Narrativa indigenista. Vanguardia Narrativa Naturalismo: Horacio Quiroga. Regionalismo: Juan Rulfo J. L. Borges Julio Cortázar G. G. Márquez A. R. Bastos Ernesto Sábato M. E. de Miguel Silvia Iparraguirre Vanguardia Lírica Mario Benedetti Pablo Neruda Oliverio Girondo Enlaces Novelas: El Conquistador, F. Andahazi El Túnel, E. Sábato Crónica de una muerte anunciada, G. G. Márquez Películas: La Misión Apocalypto Crónica de una muerte anunciada Otros textos Reseñas - Ensayos Presentaciones Canciones
  • 2. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 2 Actividad de diagnóstico Lea con atención los siguientes textos del escritor uruguayo Eduardo Galeano y realiza las actividades indicadas:
  • 7. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 7 Tema: La Reseña Una reseña es una evaluación o crítica constructiva, que puede ser positiva o negativa que depende de lo que el crítico analice, de objetos tales como una película, un videojuego, una composición musical, un libro; un equipo, como un automóvil, electrodoméstico o computadora; o un evento, como un concierto, una exposición o una obra de teatro. El autor puede asignar al objeto criticado una calificación para indicar su mérito relativo con el objeto de aproximar a los lectores hacia lo descrito. En su contenido debe reflejar la interpretación y evaluación crítica de quien la realiza, pero evitar sesgos de carácter personal. En la literatura científica, una reseña consiste en un análisis de una o varias obras científicas y su relevancia en la investigación de un tema en determinado momento. Normalmente se trata de una revisión por pares, proceso por el cual los científicos evalúan el trabajo de sus colegas que han sido presentados para ser publicados en alguna editorial académica. Características de la reseña Se organiza siguiendo una estructura argumentativa. Comienza con la definición del objeto a tratar u opinión personal o interpersonal de un escrito argumentativo, continúa con la toma de posición
  • 8. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 8 (que se justifica ya sea contrastando con diversos argumentos o a través de opiniones personales), y cierra reafirmando la posición adoptada. Es un escrito breve que intenta dar una visión panorámica y, a la vez, crítica, sobre algo. Refleja la interpretación y evaluación crítica de quien la realiza. Describe un tema, texto, suceso o evento y ofrece una opinión sobre su valor. Extrae lo esencial del contenido Suele seguir el siguiente esquema: introducción, resumen expositivo, comentario crítico y conclusión. Necesita un lugar u objeto de cual hablar o criticar positiva o negativamente. Es importante aclarar que la crítica es el parecer del autor. Ejemplo de Reseña con la novela El Conquistador Federico Andahazi. Autor de "El Conquistador" Tapa del libro Temas: LITERATURA ARGENTINA Autor: ANDAHAZI, FEDERICO Editorial: PLANETA ARG. ISBN:950-49-1599-X 285 páginas Peso estimado: 300 gramos
  • 9. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 9 ¿Cómo sería el mundo si la historia no hubiera sido como creemos que fue? Guiado por las profecías del calendario azteca, Quetza, un joven brillante criado por un sabio en el antiguo México, se lanza a la aventura. Adelantándose a los grandes viajeros, es el primer hombre que logra unir ambos continentes, descubriendo un nuevo mundo: Europa. Quetza nos cuenta la barbarie que se ve en esas tierras: la adoración a un hombre brutalmente clavado en una cruz, personas quemadas en hogueras ante multitudes que festejan como salvajes y ambiciones desmedidas de riquezas y poder. Quetza, al ver la avidez de esos gobernantes, no puede sustraerse a un vaticinio: ellos cruzarán pronto el océano, impulsados por el afán de extender sus dominios. Concibe entonces un plan para evitar la conquista y el exterminio de su pueblo. LA CONQUISTA DE EUROPA EN 1492 Reseña de Tito Matamala La nueva novela del argentino Federico Andahazi explora la fábula, o la tesis, de que un grupo de aborígenes latinoamericanos haya llegado al viejo continente antes del viaje de Colón. Se configura así un modo distinto de entender la historia, que mucho se asemeja a un acto de venganza y reivindicación cultural. Lo primero que llama la atención del conquistador Quetza al arribar a las costas españolas es el olor. Más bien dos olores penetrantes. La gente apesta, pese a que el sol es agobiador se visten de pies a cabeza, con gruesos sayos que arrastran levantando el polvo de la calle. Parece que no se bañan, y como sus cuerpos permanecen ahí encerrados sin ventilación, hieden como estiércol de cerdo. Es insoportable para estos adelantados aztecas, acostumbrados al cotidiano aseo personal. Y lo otro es peor, terrible: un aroma de asado que a la distancia
  • 10. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 10 les abrió el apetito luego de la extensa jornada de navegación hacia el levante. Desde el mar veían las fumarolas de las carnes a las brasas, pero al acercarse comprueban que son hombres los que se achicharran en el fuego de la santísima inquisición. Ese espectáculo, aun cuando a Quetza le recuerda los sacrificios humanos en su tierra, le parece horripilante. ¿Qué tipo de perverso dios de estos europeos les exige la ofrenda de la carne de sus semejantes? ¿Cómo ha llegado un aborigen americano a presenciar ese auto de fe en la península católica? Es la tesis de la nueva novela de Federico Andahazi, "El conquistador", en la que pretende torcer el devenir natural de la historia y plantearse qué habría ocurrido si se hubiese cumplido la otra alternativa: que los aborígenes americanos llegaran a conquistar Europa antes del zarpe de las carabelas de Cristóbal Colón. De inmediato, podemos entender la obra como una suerte de venganza, para que al menos en la ficción se ajusten las cuentas del pillaje y el exterminio que padeció este continente desde 1492, lo que todavía es no sólo un llanto perpetuo sino también una bandera de lucha política y social. Y uno de los tópicos más arraigados en la literatura de la región. El héroe, Quetza, es un joven aborigen mexica, habitante de lo que más tarde se llamará América Central. Reúne lo mejor de la cultura de su pueblo: ya sabe, por ejemplo, que la Tierra es redonda y que se puede viajar al oriente y regresar por occidente. Sabe también, o lo intuye, que su gente debe salir a buscar el futuro, antes de que venga el futuro a acabar con ellos. Por eso, y por su buena fortuna, consigue el beneplácito del emperador y zarpa en una embarcación a quebrarle la mano a la historia. El único deber que tenemos con la historia, decía Oscar Wilde, es reescribirla. Y en eso se compromete Andahazi. La embarcación de Quetza y sus elegidos debe sortear un mar iracundo, y en una de esas noches de tormenta ven pasar un drakar vikingo, raudo y con más aplomo hacia las playas de América del Norte. Pero es al avistar la costa española cuando en verdad comienza un retrato asimétrico de la conquista. Los valientes mexicas, exhaustos por el periplo, alcanzan un pequeño villorrio de nombre Huelva, y descubren con temor que su empresa será más difícil de lo que habían imaginado. Aquí los hombres usan unos carros de arrastre con ruedas, con los que resulta mucho más fácil el transporte de pertrechos. ¡Cómo no se les ocurrió a ellos, si ya conocían los
  • 11. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 11 objetos redondos! También poseen armas de hierro que disparan proyectiles a larga distancia. No obstante, es el caballo, aquel animal poderoso pero dócil a las órdenes de "los nativos", lo que más espanta a los adelantados de Tenochtitlan. Andahazi explora la ucronía, el "qué hubiera ocurrido si". O también la posibilidad de que exista un universo en que efectivamente las tribus de México y el Caribe llegaron a Europa antes del viaje de Colón, tesis compleja y poco creíble pero que, amparada en intrincados conceptos de la física teórica, nunca podemos descartar del todo. A veces la novela se torna humorística, por las numerosas observaciones del jefe mexica que develan el don de la oportunidad de su aventura: ha llegado a la península ibérica en 1492, cuando los monarcas católicos han expulsado por decreto a los judíos, y por las armas a los moros. Son días convulsionados, en que las hogueras de la inquisición se alimentan sin pausa de carne hereje. Y un silencioso miembro de la corte de la reina Isabel, un almirante que se entrevista con Quetza, está a punto de convencer a su monarca para que le financie una empresa marítima hacia occidente: Cristóbal Colón. En el encuentro cara a cara, ambos marinos entienden que el otro también sabe el secreto: que la Tierra es redonda, y que no hay abismos infernales en las orillas de los mapas. Es uno de los episodios mejor logrados de la novela. "El conquistador" también es fábula con una clara moraleja acerca de la codicia y la hipocresía de los hombres blancos. Quetza no se engaña con la férrea religiosidad que ve en los monarcas peninsulares, ni en la adoración del pueblo por ese dios que reproducen crucificado en una cruz. Todo ello no es más que una excusa institucionalizada para expandir las tierras del imperio en pos de las riquezas que se derivan del oro. Esos seres tan arropados, hediondos y penitentes, tarde o temprano descubrirán la ruta hacia donde se pone el sol, y entonces no habrá dioses capaces de amparar a los hermanos de Quetza. Entretenida, de prosa sencilla, la novela de Federico Andahazi establece otro punto de partida para imaginar y pensar la historia de América Latina. La siguiente ilusión sería que nunca llegaron anglosajones a instalarse al norte del Río Grande.
  • 12. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 12 LA ARGENTINIDAD….. AL PALO Entrevista a Federico Andahazi, reciente ganador del premio planeta por "el conquistador" "Siempre me gustaron los personajes inciertos" Se presentó al concurso con un seudónimo ("como en mis tiempos de autor inédito") y ganó. Andahazi habla del reconocimiento de sus colegas y establece una conexión entre el protagonista de la novela ganadora, Quetza, y una difícil situación personal que debió sobrellevar: "Por momentos sentía que estaba intentando escribir la historia de mi hijo", señala. A pesar de que se siente reivindicado (ver aparte), después de haber ganado el Premio Planeta de Novela con El conquistador –"por su originalidad argumental, el oficio narrativo y el conocimiento de las culturas americana y europea del siglo XIV", según el fallo unánime del jurado–, no fue un año fácil para Federico Andahazi. En mayo, mientras terminaba de escribir esta novela, nació su hijo Blas, con apenas 25 semanas de gestación. "Luchó mucho para sobrevivir, pero lo que más me impresionó fue que Blas tuvo la misma enfermedad que el personaje, y por momentos sentía que estaba intentando escribir la historia de mi hijo", dice Andahazi. El personaje es Quetza, un chico que en el antiguo México, en el imperio azteca, está a punto de ser condenado a morir como ofrenda al dios de la guerra. Pero Tepec, un anciano tolteca –perteneciente al Consejo de Sabios– que repudia la cultura de los sacrificios, lo salva con la condición de hacerse cargo de la crianza del niño, al que todos consideran un desahuciado. Quetza se convirtió en un héroe, en un adelantado que estableció con exactitud el ciclo de rotación de la Tierra en torno del Sol y trazó las más precisas cartas celestes antes que Copérnico. También, antes que Leonardo Da Vinci, imaginó artefactos que resultaban absurdos e irrealizables para la época y, anticipándose a Colón, supo que la Tierra era una esfera y que, navegando por Oriente, podía llegarse a Occidente y viceversa. Comprobó que el Nuevo Mundo era una tierra arrasada por las guerras, el oscurantismo, las matanzas y las luchas por la supremacía entre las diferentes culturas que lo habitaban. Retornó a su patria después de haber dado la vuelta completa a la Tierra, mucho antes de que Magallanes pudiese imaginar semejante hazaña. Pero fue silenciado, tomado por loco y condenado al destierro.
  • 13. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 13 "La pintura, mi vocación frustrada, siempre es para mí fuente de inspiración literaria", confiesa Andahazi. "En México vi un mural de Rivera con una barca, navegando por el aire, hacia el este, con el sol invertido. Y en esa visión encontré un relato: un azteca navegando en sentido contrario y viendo el mundo al revés." A partir del impacto que le generó el mural, el escritor empezó a investigar la historia de los aztecas para saber cuánto había de cierto en lo que trasmitía Rivera. "Y me encontré con la mitología, que nunca se sabe cuánto tiene o no de historia, pero que establece que en México habría existido una suerte de adelantado." –Pregunta: ¿Cuál es el atractivo que tiene para usted un personaje como Quetza? –Respuesta: Me gustan esos personajes inciertos, que no se sabe muy bien si existieron o no. Lo mismo me pasó con Mateo Colón en El anatomista; realmente me parecía increíble que el clítoris tuviera un descubridor, y que además se llamara Colón. En el caso de Las piadosas, el doctor Polidori, que fue el secretario de Byron, vivió a la sombra del poeta. Siempre me gustó resucitar este tipo de personajes, darles vida y convertirlos en personajes literarios. –¿Qué aspectos tomó del mito? ¿Quetza fue un chico que se salvó de ser sacrificado y que fue criado como cuenta en El conquistador? –Nunca me gusta confesar del todo cuánto hay de cierto y cuánto hay de ficción. Como lector, prefiero dejarme engañar gratamente por un autor, porque nunca se sabe bien dónde empieza la historia y dónde la ficción. Mientras escribía la novela, todo el tiempo intenté mirar el mundo con otros ojos. Lo más difícil fue ser fiel a ese sol invertido del mural de Rivera e intentar pensar de otra forma. Aprender a mirar más allá de la superficie, pero también aprender algo de la superficie. Esto nos enseñó Poe en La carta robada; él nos dice que para poder ver en la profundidad, para poder encontrar esa carta robada, hay que saber mirar en la superficie, esa carta que no se ve justamente por estar a la vista de todos. Tuve que hacer un descentramiento casi copernicano para ver el mundo de otra forma. Ver lo que uno está acostumbrado a ver con otros ojos nos confronta a lo siniestro, que es lo que nos resulta familiar, pero de repente se convierte en algo diferente. –¿Cómo explicaría el rol que cumple un personaje como Machana, un armador de canoas que nunca navegó, que lo hace sólo con la imaginación?
  • 14. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 14 –Tangencialmente, Machana encarna la figura del escritor, que es ese tipo al que le encantaría vivir la vida de sus personajes y al que, a falta de posibilidades concretas y reales de convertirse en sus personajes, no le queda más remedio que escribirlos y vivir vidas ajenas. Este viejo que fabrica barcos, pero nunca navegó, en parte es análogo a los personajes que inventamos los escritores, que no nos pertenecen, que se nos revelan, y por otra parte viven esas vidas que quisiéramos vivir nosotros. Mis novelas son poco autobiográficas porque tengo una vida bastante aburrida y poco importante. Esta novela la escribí en los bares del Hospital Italiano, acompañando la recuperación de mi hijo, y por momentos sentía que estaba intentando escribir la historia de la lucha de mi hijo. Hay determinados capítulos en donde Quetza tiene que pelear para sobrevivir. Y yo me ocupo de que luche con suma belleza y dignidad, como lo hizo mi hijo. –¿Qué significa para usted el misterio, tan presente por otra parte en la historia que se narra en El conquistador? –La literatura es consustancial con el misterio. No creo en esa literatura que viene a explicarnos o a imponernos un supuesto orden donde no lo hay. La literatura viene a ahondar en estos misterios, viene a crear más interrogantes y a no dar ninguna certeza. La arcilla de la que se nutre la literatura es el misterio. Para los aztecas la existencia es un misterio irresoluble, y lo interesante es que no hay una explicación, a diferencia de la cultura judeo-cristiana, que busca permanente explicar el misterio. Está claro que los aztecas conviven con esa angustia, y en la poesía azteca se ve todo el tiempo que sólo se vive en la Tierra, que no hay un más allá. Lamentablemente quedó muy poca literatura de esa época, porque los españoles se encargaron de no dejar absolutamente nada. Los españoles, si tenían algún mérito entre comillas en sus planes de conquista, era que extirparon la memoria de los pueblos y les destruyeron su patrimonio literario, que era vastísimo. Ver la película La Misión o Apocalypto http://es.gloria.tv/?media=265979 http://cinefox.tv/ver58/apocalypto_espanol- latino.html
  • 15. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 15 Lectura: La noche boca arriba Julio Cortázar Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida. A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta
  • 16. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 16 una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el
  • 17. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 17 puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua
  • 18. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 18 por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían
  • 19. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 19 puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no
  • 20. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 20 podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que
  • 21. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 21 pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
  • 22. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 22 Tema: Literatura precolombina Durante el descubrimiento del continente americano, los españoles encontraron grandes culturas civilizadas y altamente desarrolladas y con características de organización como las siguientes: Sistema político teocrático: las clases sociales dominantes (reyes, nobleza y sacerdotes) lograron un control político sobre las sociedades antiguas gracias al excedente agrícola del maíz que les permitió desarrollar otras áreas productivas, culturales y científicas, así como la marcada división social. Avances tecnológicos en geología y astronomía, con predicciones de fenómenos naturales hasta nuestros días. Dominio completo de la poesía épica y lírica, la prosa y el teatro ritual. Construcciones de pirámides, ciudades urbanizadas y templos sagrados; practicaban el juego de pelota como un ritual religioso. Mundo politeísta, como la fuente de identificación religiosa y ritual; así creían que cualquier fenómeno natural: el Sol, la Luna, la lluvia los animales eran dioses y realizaban ceremonias dedicadas a cada uno para mantener el ciclo vital de la existencia. Las culturas americanas precolombinas más importantes fueron las siguientes: Los aztecas: crearon un imperio en el siglo XV (período post-clásico). Fueron encontrados por los españoles. Los maya-quichés: el período clásico fue la etapa de mayor esplendor. Desaparecieron en el siglo VIII d. de C. Los incas: período clásico. Asentamiento en las tierras altas de Perú.
  • 23. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 23 El espíritu indígena, propio de la mentalidad primitiva, se basó en mitos que relataban la cosmogonía, la teogonía y la historia del hombre vinculada a la idea de “fatalidad y cat{strofe”; creían en la vida m{s all{ de la muerte, en la necesidad del sacrificio, que explicaba cómo los hombres necesitan de los dioses para vivir, así como también los dioses necesitan de la vida de los hombres para subsistir. Cabe mencionar que los rasgos heredados de la cultura antigua los tenemos gravados en nuestra memoria colectiva, y los manifestamos a través de actitudes cotidianas, tales como: subordinación, espiritualidad, fatalismo, templanza ante la vida, resignación ante el dolor; pero sobre todo, en la reacción espontánea ante el abuso extremo. Por otro lado, la literatura precolombina pertenece a una cultura indígena propia cuyo objetivo de expresión fue transmitir, su concepción del mundo, el sentido de su existencia y su religión. Hoy en día, gracias a los códices (manuscritos), estelas y escalinatas grabadas, tenemos conocimientos de la cultura y la literatura, aunque muchos de esos códices fueron destruidos por el tiempo, la humedad o quemados por los propios misioneros españoles. La literatura precolombina Se dice literatura precolombina a toda manifestación de carácter literario "de acuerdo a los estándares actuales", procedente de las culturas y pueblos de América, anterior a la llegada de Cristóbal Colón y de la cultura europea, o más bien, la cultura medieval española. A menudo se incluye en esta definición el concepto de literatura como toda expresión escrita, por su fuerte carácter artístico-
  • 24. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 24 religioso que busca explicar el mundo. Mayores exponentes Anterior a la llegada de Colón a las Antillas no existía literatura en América tal y como se conocía en Europa. La mayor parte de los pueblos no tenían escritura. A la llegada de los españoles se sabe también, que muchos pueblos decidieron por sí mismos ocultar a los europeos el conocimiento que poseían sobre ellos mismos, así como su historia y las muchas tecnologías que poseían. A menudo se perdieron lenguas y culturas enteras en esta actitud. Aún así, otros pueblos decidieron conservar sus costumbres a escondidas, o transformándolas en formas mejor vistas por los españoles y portugueses. La literatura oral de este tipo sin embargo fue fuertemente observada por la inquisición, y con el tiempo terminó por desaparecer en favor de la literatura evangelizadora. Por estas razones suele estudiarse con mayor detenimiento el registro de los cronistas y otros, para evaluar las características de lo que fue o debió haber sido la literatura anterior. Todas son recopilaciones e interpretaciones de historias trasmitidas generación en generación. Características de la literatura precolombina Relatos filosóficos sobre la existencia humana, la lucha por el poder del conocimiento, la sabiduría para alcanzar la plena civilización. En la poesía se manifiesta el sentimiento de dolor y el sufrimiento ante el sentido fatalista de la vida. Empleo del realismo mágico: hechos inverosímiles donde se mezcla lo real con lo irreal. Narraciones mitológicas de carácter hiperbólico: exageradas. Los indígenas enfrentaron sus dolores y sus angustias. No le dieron la espalda al lado amargo de la existencia. Por tratarse de escritos sinceros, la tristeza es una de las características de la literatura indígena. Otra característica es la repetición de palabras y de frases, lo que sirve para destacar las cosas importantes y fijar la atención sobre ellas. Esto está muy relacionado con su carácter oral.
  • 25. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 25 La literatura prehispánica es también didáctica. Los más grandes, de cada comunidad siempre buscaron compartir con los niños y jóvenes su experiencia y lo que aprendieron de las palabras antiguas. El objetivo era que los más chicos conocieran el camino de la vida recta y feliz. Otra característica es la metáfora. Los indígenas son artistas naturales. Sienten la belleza y la expresan con facilidad por su cercanía con la naturaleza y por su sensibilidad por los asuntos humanos. La metáfora consiste en referirnos a cosas familiares y cotidianas, mediante la comparación con lo que amamos de la naturaleza y con la belleza encontrada en la imaginación y la vida real. La met{fora, es “la substancia misma del lenguaje poético”. Y la poesía n{huatl est{ llena de metáforas. Finalmente, la literatura indígena está abierta a lo sagrado. Dios o las divinidades eran y son el cimiento, el centro y la meta de las culturas indígenas. Lo sagrado es lo que da cohesión y fuerza a la vida de las comunidades y las personas que pertenecen a los pueblos indios. De modo que la literatura indígena no podría ser de otra forma: su corazón es lo sagrado. Cultivaron los siguientes géneros: La poesía épica: El Popol Vuh, que narra relatos cosmogónicos, teogónicos de la cultura maya; la creación del hombre y pueblos antiguos. Escrito en lengua quiché (hacia el año 1500) y traducido al castellano por el fraile dominico Francisco Ximénez, quien se apropió del texto original en Santo Tomás, Chichicastenango (Guatemala); es considerado la Biblia de los Mayas-quichés. La poesía, como la de Netzhualcóyotl (1402-1472) rey de Texcoco. El teatro de carácter ceremonial, como el drama Ollantay, de la mitología inca. Amo el canto del cenzontle, pájaro de cuatrocientas voces. Amo el color del jade, y el enervante perfume de las flores; pero amo más a mi hermano el hombre. Netzahualcóyotl fue el monarca de la ciudad-estado de Tetzcuco en el México antiguo. Ejerció el poder y se desempeñó notablemente como poeta, erudito y arquitecto. Nació: 28 de abril de 1402, murió: 4 de junio de 1472
  • 26. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 26 Poema precolombino anónimo, fue encontrado en una de las llamadas Casas del Canto, en Bolivia, donde la poesía era danzada o cantada y que, Miguel Ángel Asturias recogió en “Antología de Poesía Precolombina. Tomado del manuscrito indígena de 1528, describe con un dramatismo extraordinario cuál era la situación de los sitiados durante el asedio de México- Tenochtitlan. Los últimos días del sitio de Tenochtitlan Todo esto pasó con nosotros. Nosotros lo vimos, nosotros lo admiramos. Con suerte lamentosa nos vimos angustiados. En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas y en las paredes están salpicados los huesos. Rojas están las aguas, están como teñidas y cuando las bebimos, fue como si hubiéramos bebido agua de salitre. Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros. En los escudos fue su resguardo: ¡pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad! Hemos comido palos de eritrina, hemos masticado grama salitrosa, piedras de adobe, ratones, tierra en polvo, gusanos. Todo esto pasó con nosotros. Himno de Manko Qhapaj Himno a Viracocha es un poema que el inca Manko Qhápaj o Manco Capác (fundador del Imperio Inca del Perú y el primero de los incas, siglo X) dirige al dios anhelando la comunión con él.
  • 27. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 27 ¡Oh, Dios soberano! ¡Poderosa raíz del ser! Tú que ordenas: “este sea varón, y ésta mujer”. Señor de la fuente sagrada, Tú que inclusive tienes poder sobre el granizo, ¿No me es posible verte? ¿Dónde te encuentras? ¿Dónde está: arriba, o abajo, en el intermedio tu asiento de supremo juez? ¡Escúchame! Tú que te extiendes en el océano del cielo y que también vives en los mares de la tierra Gobierno del mundo, creador del hombre como los señores Inkas con mis áridos ojos ansío conocerte. Cuando yo pueda ver, y conocer, y señalar y comprender, Tú, me verás y sabrás de mí.. El Sol y la Luna. El día y la noche. El otoño y la primavera no son en vano. Obedecen a un mandato de modo previsto y medido llegan. T ú me concediste el cetro imperial. ¿Escúchame!
  • 28. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 28 ¿Respóndeme! Antes de que caiga rendido y muerto. Aposiciones: En lingüística, una aposición es una construcción de dos elementos gramaticales unidos, el segundo de los cuales especifica al primero. Ejemplo: -"Viracocha, /poderoso cimiento del mundo Enumeraciones: Consiste en sumar o acumular elementos lingüísticos a través de la coordinación, bien a través de conjunciones bien por yuxtaposición. Normalmente, se acompaña del uso de la anáfora o del paralelismo. Ejemplo: /arriba/abajo/ en el intermedio/ o en tu asiento de supremo juez/ ....sea esta mujer, / sea este varón Metáforas: La metáfora consiste en el uso de una expresión con un significado distinto o en un contexto diferente al habitual. Ejemplos: "en el océano del cielo" (océano por las nubes y su movimiento) “Gobierno de mundo" (porque es poderoso y se sobreentiende que es Viracocha, es fuerte, creador) "tu asiento de supremo juez " (lo relaciona con quien puede juzgar a los demás) Letra de la canción
  • 29. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 29 Cinco siglos igual Intérprete: León Gieco Soledad sobre ruinas, sangre en el trigo rojo y amarillo, manantial del veneno, escudo heridas, cinco siglos igual. Libertad sin galope, banderas rotas, soberbia y mentiras, medallas de oro y plata contra esperanza, cinco siglos igual. En esta parte la tierra la historia se cayó, como se caen las piedras aun las que tocan el cielo o están cerca del sol, o están cerca del sol. Desamor, desencuentro, perdón y olvido, cuerpo con mineral, pueblos trabajadores, infancias pobres, cinco siglos igual. Lealtad sobre tumbas, piedra sagrada, Dios no alcanzó a llorar, sueño largo del mal, hijos de nadie, cinco siglos Igual. Muerte contra la vida, gloria de un pueblo desaparecido. Es comienzo, es final, leyenda perdida cinco siglos igual. En esta parte de la tierra la historia se cayó, como se caen las piedras aun las que tocan el cielo o están cerca del sol, o están cerca del sol. Es tinieblas con flores, revoluciones y aunque muchos no están nunca nadie pensó besarte los pies. Cinco siglos igual.
  • 30. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 30 Canción de ausencia ¿La desventura, reina, nos separa? ¿La adversidad, infanta, nos aleja? Si fueras flor de chincherkoma, hermosa mía, en mi sien y en el vaso de mi corazón te llevaría. Pero eres un engaño, igual que el espejo del agua. Igual que el espejo del agua, ante mis ojos te desvaneces. ¿Te vas, amada, sin que nuestro amor haya durado un día? He aquí que nos separa tu madre desleal para siempre. He aquí que la enemistad de tu padre nos sume en la desgracia. Mas, mi reina, tal vez nos encontremos pronto si dios, gran amo, lo permite. Acaso el mismo dios tenga que unirnos después. Cómo el recuerdo de tus ojos reidores me embelesa. Cómo el recuerdo de tus ojos traviesos me enferma de nostalgia. Basta ya, mi rey, basta ya. ¿Permitirás que mis lágrimas lleguen a colmar tu corazón? Derramando la lluvia de tus lágrimas sobre las kantutas Y en cada quebrada, te espero, hermosa mía. Vienen por las islas LOS carniceros desolaron las islas. Guanahaní fue la primera en esta historia de martirios. Los hijos de la arcilla vieron rota su sonrisa, golpeada su frágil estatura de venados,
  • 31. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 31 y aun en la muerte no entendían. Fueron amarrados y heridos, fueron quemados y abrasados, fueron mordidos y enterrados. Y cuando el tiempo dio su vuelta de vals bailando en las palmeras, el salón verde estaba vacío. Sólo quedaban huesos rígidamente colocados en forma de cruz, para mayor gloria de Dios y de los hombres. De las gredas mayorales y el ramaje de Sotavento hasta las agrupadas coralinas fue cortando el cuchillo de Narváez. Aquí la cruz, aquí el rosario, aquí la Virgen del Garrote. La alhaja de Colón, Cuba fosfórica, recibió el estandarte y las rodillas en su arena mojada. Pablo Neruda Pirata Colón Los Cafres Vinieron en unos barcos Con baratijas del mundo viejo Hace ya quinientos años Sufrió la vida un gran desprecio La vida allá en Europa Es muy dorada a mi me contaron Todo ese brillo dorado Es puro oro Americano
  • 32. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 32 Y van pasando los años Y cómo cambian esos imperios Nosotros siempre de abajo Con el corazón resistiendo Cuidate pirata Colón Que ya despierta La Raza del Sol Cuidate pirata Colón Que ya se despierta La Rabia del Sol (que ya se despierta ya se despertó) Escucho a la Pachamama Voy entendiendo toda la historia Se encuentran fuertes Raíces Cavando hondo en la memoria Alturas de Macchu Picchu Pablo Neruda Sube a nacer conmigo, hermano. Dame la mano desde la profunda zona de tu dolor diseminado. No volverás del fondo de las rocas. No volverás del tiempo subterráneo. No volverá tu voz endurecida. No volverán tus ojos taladrados. Mírame desde el fondo de la tierra, labrador, tejedor, pastor callado: domador de guanacos tutelares: albañil del andamio desafiado: aguador de las lágrimas andinas: joyero de los dedos machacados:
  • 33. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 33 agricultor temblando en la semilla: alfarero en tu greda derramado: traed a la copa de esta nueva vida vuestros viejos dolores enterrados. Mostradme vuestra sangre y vuestro surco, decidme: aquí fui castigado, porque la joya no brilló o la tierra no entregó a tiempo la piedra o el grano: señaladme la piedra en que caísteis y la madera en que os crucificaron, encendedme los viejos pedernales, las viejas lámparas, los látigos pegados a través de los siglos en las llagas y las hachas de brillo ensangrentado. Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta. A través de la tierra juntad todos los silenciosos labios derramados y desde el fondo habladme toda esta larga noche como si yo estuviera con vosotros anclado, contadme todo, cadena a cadena, eslabón a eslabón, y paso a paso, afilad los cuchillos que guardasteis, ponedlos en mi pecho y en mi mano, como un río de rayos amarillos, como un río de tigres enterrados, y dejadme llorar, horas, días, años, edades ciegas, siglos estelares. Dadme el silencio, el agua, la esperanza. Dadme la lucha, el hierro, los volcanes. Hablad por mis palabras y mi sangre.
  • 34. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 34 Lectura: EL GRUMETE María Esther de Miguel En En el campo las espinas. Buenos Aires, Pleamar, 1980. De modo que ha llegado. Cuántos años aguardándolo. Diez. Diez vidas. Ahora están aquí, por fin. He visto las velas de sus naves en la costa, bajo la bendita luz del alba. Y después los vi a ellos, calzas negras y jubones blancos, sayos de terciopelo al viento, hundiendo sus borceguíes en la arena; estoques, espadas y pabellones revolviendo el aire. Vestidos para fiesta vienen. Estrenan esta tierra. Es lindo verlos, pobres ilusos. Porque todo es anomalía en este continente. Si lo sabré yo, el único que queda de los otros. También nosotros llegamos así, el alma lleno de esperanzas, la escarcela vacía de maravedíes. Cambiamos el océano por este río ancho como el mar. Su calmería sedujo al capitán (engañoso era el río; y barriento). Los gestos amistosos de los indios lo halagaron (mendaces, tales indios). Pobre incauto: aborígenes y agua lo convencieron para mal de tantísimos. En el bote de la nave mayor, bajamos. Yo entre ellos. No por valiente, sino por ambicioso. Pero ¿quién podía presumir que esa generación pagana era comedora de hombres? Palos nos recibieron y flechazos. Linda acogida para conquistadores presumidos. Un aquelarre. Yo sólo oí el ay, ay, ay, de Solís y su gente entre el humo de las fogatas y después el insidioso olor del asado revolviendo mis entrañas. Horrible. Pero desto, sólo testigos muertos. ¿Que cómo me salvé? Virtudes de la flacura y de los pocos años. En una caponera me pusieron A engordar. Dios fue servido de que no me muriese. Pueblo muy belicoso el de estos aborígenes. Mala entraña la suya. Pero yo desparramé padrenuestros de vidrio azul y sonrisas, curé heridas según la antigua usanza de mi raza y el afán por aprender su lengua ablandó resquemores. Mi obediencia mandó sosegar la natural maldad y el tratamiento mejoró.
  • 35. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 35 Un día perforé orejas y nariz, y pinté mi cara. Ropa ya no tenía: me acostumbré a la desnudez sin vergüenza ni pecado de esta gente. Así, fui intocable. ¿Cómo me iban a comer, si era uno de ellos? Otro día me interné en el monte. Solo. En esta tierra de la lujuria y la abundancia, harta hambre pasé. Calidad de hembra arisca la de este país, a fe mía. Bastimentos para comer, todo y nada. Endurecí mi estómago: me mantuvieron la miel, los yuyos, pescados y otras viandas extrañas. Conocí las virtudes del abatí y el cardo y las culebras jóvenes. Aprendí tretas. Por ejemplo: los monos se suben a los altos árboles y asidos de la cola, con pies y manos sacuden los frutos. Puercos monteses espe- ran, abajo, y se los quitan. Yo también esperé. Tuve así bastimento seguro. Sin paradero propio, cercado de peligros, me volví astuto. Y sabio: conocí pájaros que chiflan las órdenes de Dios, y mujeres antropófagas y otras que fajaban sus piernas con hilos para que parecieran más gruesas y otras que alimentaban a sus hijos por la espalda (tan grandes eran sus mamas) y aborígenes bebedores de sangre y otros que comen bollos de barro cocido al rescoldo, untados con aceite de pescado y otros habituados a cortar las coyunturas de sus dedos por cada deudo muerto (vi algunos: manos y pies, muñones) y otros, flecheros de flechas ponzoñosas, Y tantos. Cierto día, una mujer se aficionó a mí. Su inocencia bárbara y fresca me conquistó. La india salió con la suya y tuve compañía: me preparaba tortas de maíz, quitó las niguas dentro de mis uñas, curó heridas, espantó alimañas. Cuidados y placer ¿qué más podía pedir? Por supuesto, a veces recordaba. Dios, cuantas lágrimas, entonces. Detrás de la montaña líquida, la tierra, tan lejana, los mesones del puerto dador de mi apellido (por ausencia del padre). El nombre, el del santo elegido por mi madre, si no olvidado, nadie lo usaba ya. Nadie más que yo: por las noches, como para hacer patente filiación y destino, me decía: Francisco, Francisquito del Puerto, un día volverán.
  • 36. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 36 Y volvieron. A Dios gracias. Los veo barloventeando por el río ancho y barroso, buscando. ¿Qué? Me imagino, vaya. Suerte , tendrán: la generación de los indios desta tierra es pacífica. Los supongo entregando el secreto por cuentas de vidrio veneciano, trozos de loza, agujas o collares. Yo los miro, mientras quito, con lágrimas y agua, los rastros de pintura de mi cara, arranco dijes de orejas y nariz, borro el impudor de esta traza salvaje y corro con los brazos abiertos hacia ellos, mis hermanos. Querellé a mis hermanos. Tharsis y Ophir era la orden del Rey. Para encontrarlas, debía n traspasar el Estrecho que avistó Magallanes, camino a la ignota Especiería. Pero a Gaboto lo entusiasmaron decires de hombres hallados en la costa portuguesa: que las Minas de Plata, que el Rey Blanco, que el Lago donde el Rey se adormece noche a noche. ¿Embelecos de náufragos hambreados? Pistas ciertas, lo sé. Pero también sé lo otro: selvas hirsutas guardan el tesoro. Brujos dañinos levantan con aires venenosos invisibles y mortales murallas para el Imperio áureo. El Lago tiene ígnea sustancia. Y este río barroso, que ya están llamando de la Plata, nada bueno promete: río de la traición debería apodarse. Traen ánimo de emprender la conquista do tantos embelecos, mis hermanos. Tal ánimo, les dije, es nefasto. Y agregué: esta tierra es tierra aparejada para labradíos y sembrados. Para crianza de ganado, insistí. Pero no me escucharon: otras metas persiguen. Sólo ven el reflejo del oro y la dulzura blanda de la plata. Quieren metales. ¿Para qué, digo yo? ¿Para comerlos? ¿Para aventar con ellos endriagos y serpientes? ¿Para buscar cobijo en la intemperie? Por eso discutí. ¡Gran caso me hicieron! Fui vencido. Sujeto a su gobierno estoy: soy blanco, cristiano y súbdito del Rey. Ahora los guío, aguas arriba, por el Río Grande, hasta el Carcarañá, en la ruta que lleva a Sierras de la Plata, si Dios así es servido. A causa del mucho monte, la recia vegetación y el escaso alimento, son duras las jornadas. Se entremezclan con fiebres, delirios y mosquitos. Muchos van quedando en el camino. Tendal de huesos blanquecinos marcará la senda de los otros, los que vendrán después (porque esta estirpe no se acaba; la de los ambiciosos, digo). Qué turbonadas arman. Anoche, dos españoles sacaron arcabuces y mosquetes por ciertos granos de oro. Vi la sangre de unos y las persignaciones de otros. Vi
  • 37. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 37 también al viejo cacique de una tribu lanzar con su ánima la última maldición, sus huesos descoyuntados uno a uno. Entregó máscaras de plata, áureas coronas, amuletos. Pero el secreto, no. Yo temblé. Algo así como un asco me va entrando. ¿No aprenderán ya nunca estos hermanos? ¿Jamás sacudirán este fermento agrio que envenena la sangre y desata la muerte? Ya me estoy hartando de sus tratos confusos, lenguaraces de promesas mentidas, mercaderes de turbios comercios, enmadejando y emba- rullando todo. Si ni tiempo se dan para mirar el sol, una gloria. En Santispíritus parecieron darme la razón. Allí sembrarnos, plantamos y alineamos algunos rancheríos. Un gusto. Pero ellos, dale y dale con el oro y la plata. Para buscarlos más aprisa hicieron divisiones: unos para acá, otros para allá. Esta no es tierra que permite tales lujos entre blancos; se los repetí mil veces. Inútilmente, ay. Con sobrado temor los he visto partir. Que se las arreglen. En la alta noche, escuché los susurros. Son los otros. Los que firman con sangre sus tratados y rubrican con fuego el paso de los pies. Los he oído. Y también el bum bum de tambores convocando a las huestes guerreras. Ahora miro las señales de humo que dicen mi destino; las estoy descifrando. Ellos duermen; yo decido. Tomo a mi hembra: para hacer casta nueva la tomo (sol y casa darán generación de piel morena; nativa) y elijo el aire libre y la vida... Ya sé: me llamarán vil cristiano, renegado y herético, maldecirán mi nombre. Qué me importa. Tiño mi cara con el jugo de hiervan que conozco. Dejo este jubón prestado; en cueros quedo, como vine al mundo, como este nuevo mundo exige. Y me marcho antes de que fuego y sangre borren las trazas del Fuerte malnacido. Y después digan lo que quieran de mí, de Francisco del Puerto, el grumete que vino con Solís. Tema: Literatura del descubrimiento y la conquista. Las Crónicas. Narrativa indigenista.
  • 38. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 38 Letra de la canción Quien quiera oír que oiga Intérprete: Litto Nebbia Cuando no recordamos lo que nos pasa, nos puede suceder la misma cosa. Son esas mismas cosas que nos marginan, nos matan la memoria, nos queman las ideas, nos quitan las palabras... oh... Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia: la verdadera historia, quien quiera oir que oiga. Nos queman las palabras, nos silencian, y la voz de la gente se oirá siempre. Inútil es matar, la muerte prueba que la vida existe... Cuando no recordamos lo que nos pasa, nos puede suceder la misma cosa. Son esas mismas cosas que nos marginan, nos matan la memoria, nos queman las ideas, nos quitan las palabras... oh... Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia: la verdadera historia, quien quiera oír que oiga. Nos queman las palabras, nos silencian, y la voz de la gente se oirá siempre. Inútil es matar, la muerte prueba que la vida existe... Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia: la verdadera historia, quien quiera oír que oiga. Nos queman las palabras, nos silencian,
  • 39. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 39 y la voz de la gente se oirá siempre. Inútil es matar, la muerte prueba que la vida existe... Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia: la verdadera historia, quien quiera oír que oiga. Nos queman las palabras, nos silencian, y la voz de la gente se oirá siempre. Inútil es matar, la muerte prueba que la vida existe... Nos queman las palabras, nos silencian, y la voz de la gente se oirá siempre. Inútil es matar, la muerte prueba que la vida existe... Los viajes de Colón estuvieron guiados por un interés económico: encontrar una ruta hacia el sur de Asia. Lo que no sabían en aquella época es que existía el océano Pacífico, por eso Colón creyó que estaba en las Indias Orientales cuando llegó a nuestro continente. Después de más de dos meses de navegación, Colón y los 87 tripulantes de las tres naves divisaron tierra (la velocidad promedio de navegación era de 160 km por día dependiendo de los vientos y que hay aproximadamente 6500 km entre Lisboa y las
  • 40. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 40 islas Bahamas). El mapa más antiguo que se conserva de esta zona fue obra de Juan de la Cosa, quien acompañó a Colón en varios de sus viajes. El continente que se llamaría América era un nuevo y desconocido territorio para los europeos, poblado por personas con una fisonomía diferente de la de ellos, que hablaban lenguas diferentes de las de ellos y que tenían una cultura diferente de las de ellos. Diferente no implica ningún juicio de valor. Lástima que los conquistadores no lo entendieron así< y en vez de respetar las diferencias, intentaron eliminarlas. En esa lucha desigual entre el europeo invasor y el nativo mucho se perdió: vidas, lenguas, cultura. Muchos de los que llegaron a estas tierras escribieron notas sobre lo que encontraban, sobre lo que iba sucediendo; a esos textos se los llama crónicas de Indias porque relatan hechos en orden cronológico, es decir, en sucesión temporal y porque ellos creían que habían llegado a las Indias Orientales. Las crónicas son similares a los diarios personales pero estos son más subjetivos porque el autor/narrador es el protagonista que va relatando los hechos a medida que suceden y registrando las emociones. Las crónicas estuvieron de moda en la Edad Media y sirvieron de fuente de información para la historiografía, la ciencia que se ocupa de narrar la historia. La mayoría de los cronistas de la época de la conquista y colonización de América eran europeos y, por tanto, su testimonio no es neutral sino que presenta una visión etnocéntrica. ¿Qué significa esto? Significa que miraron los hechos desde la perspectiva europea, occidental y católica; una perspectiva que consideraba al europeo-blanco-occidental-católico como el centro (el ombligo del mundo, diríamos hoy) y al otro cultural y lingüístico como lo diferente, lo raro, lo marginal. El etnocentrismo implica la creencia en la superioridad y, consecuentemente, el derecho a dominar al otro. Quien asume una postura etnocéntrica no es capaz de ponerse en el lugar del otro. Las crónicas no serían literatura ya que los cronistas pretenden dar testimonio de los hechos. Sin embargo, las crónicas de Indias presentan muchas características que son propias de la literatura como el estilo, que imita al de las novelas de caballería de la Edad Media. Pensemos que los cronistas se deben de haber sentido aventureros descubriendo esta nueva tierra exótica, siendo participantes de un hecho histórico tan importante como el descubrimiento de un continente< ¿No creen que se habr{n asombrado y les habrá
  • 41. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 41 parecido fantástico todo lo que encontraron aquí: animales, plantas, paisajes y costumbres que alimentaron su imaginación? No es raro, entonces, que el estilo de sus crónicas se parezca al de los textos literarios que circulaban en aquella época. Las formas de tales testimonios fueron variadas, según el estilo de cada cronista: cartas, diarios y relaciones con mayor o menor carga de subjetividad. Los temas, en todos los casos, fueron los mismos: los hombres y las cosas que formaban parte de “la maravilla de América” o “la novedad indiana”, como se los denominó. Podemos nombrar, entre otros relatos propios de esta época, el “Diario de a bordo”, de Cristóbal Colón; el “Mundus Novus”, de Américo Vespucio; además de las obras de Bernal Díaz del Castillo y Bartolomé de las Casas. Las “Crónicas de Indias” son textos fundantes de la literatura latinoamericana ya que fueron los primeros textos que adoptaron como tema el continente latinoamericano. Desde entonces, es posible leer la literatura latinoamericana a partir de algunas coordenadas vinculadas con este origen: la mirada del otro, la presencia del otro en el espacio local. Lectura: El Dueño del Fuego Por Sylvia Iparraguirre "En el invierno de las ciudades" Ed. Galerna, 1988. La mañana ya había empezado con un pequeño malestar. O por lo menos esto es lo que la ordenada mente de la doctora Dusseldorff pensaría más tarde al salir del aula. El edificio era antiguo y frío; altísimas persianas de hierro dejaban pasar como a desgano esa ambigua claridad del invierno que obligaba a encender las luces, a no mirarse las caras, a hablar sin levantar la voz. En un rincón, el portero forcejeaba con la estufa a kerosene. Los asistentes a la clase de
  • 42. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 42 etnolinguística de la doctora Dusseldorff, en efecto, hablaban sin mirarse, en voz muy baja. -¡Coño! -dijo el portero. La estufa exhibía un mecherito desarticulado y anacrónico. Una llama azul aparecía y desaparecía con pequeñas explosiones intermitentes. De golpe se apagó. Todos miraron a la doctora. El portero se levantó y dijo-: Ya vuelvo, voy hasta mi casa y traigo la mía. No se nos vaya a enfermar el aborigen. El pronombre reflexivo o algo en el acento español del portero provocó discretas sonrisas entre los lingüistas y antropólogos. La clase, Lengua y Cultura del Chaco Argentino, debía comenzar en unos minutos. Se contaba con un indio: el toba Marcelino Romero. No podía tardar. Considerando que viajaba desde Villa Insuperable, el trayecto le llevaba poco más de una hora. A las diez y media en punto apareció en la puerta del aula. Era bajo y corpulento con una convencionalmente inexpresiva cara de indio. El pelo, renegrido y largo, contenido detrás de las orejas. Su aspecto era muy pulcro; llevaba medias y alpargatas. Murmuró un saludo y se dirigió a su asiento, a un costado del escritorio de la doctora. Sobre el pizarrón, un cuadro repetía en griego y castellano, la leyenda. "El hombre es la medida de todas las cosas". La doctora salió del aula. Cuando volvió, escoltada por el portero y el antropólogo de la cátedra, ya era, definitivamente, la doctora y profesora Brigitta Inge Dusseldorff, de la Universidad de Mainz, especialista en lenguas amerindias, cuya tesis Einige linguistiche indizien des Kurtunwandels in NordostNeuquinea (München, 1965) había impresionado vivamente a especialistas de todo el mundo. Otro de sus trabajos, Der Kulturwandel bei de Indianen des Gran Chaco (Sudamerika) seit der Konkista-Zeit (Mainz, 1969), era fervientemente citado por los alumnos de la Facultad quienes deseaban desentrañar algún día sus profundos conceptos. La doctora Dusseldorff era alta, huesuda, de pelo muy corto; anteojos y pies enormes. La universidad argentina se conmovía con su presencia. El portero, un paso detrás de ella, no le llegaba al hombro. -Gracias -dijo en correctísimo castellano-. Puede retirarse. Todos se acomodaron en sus asientos; el antropólogo también. La clase comenzaba. -La clase anterior-dijo la doctora a quien le gustaba ir directamente al punto-, habíamos llegado hasta la parte de caza y pesca, armas e implementos, ¿verdad? Todos dieron cabezadas afirmativas. -Bien, hoy no usaremos cintas grabadas -dijo la doctora-. Vamos a retomar con el propio informante la parte correspondiente a pesca, Por favor, señor Marcelino, ¿cómo se dice "pescar"? El indio los miró, después miró inexpresivamente la pared y dijo:
  • 43. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 43 -Sokoenagan. -Muy bien. Así que esto es "pescar". El indio sacudió la cabeza. -No -dijo-. Yo voy a pescar. -Ah, bien, la primera persona verbal. Entonces, usted va a pescar. -Lo señaló pero el indio no dijo nada-. Bien, pero, ¿cómo se dice "pescar"?, solamente eso. -Sokoenagan -dijo el indio. La doctora quedó con el bolígrafo en alto. -Intentemos con la tercera persona. ¿Cómo decimos "él pesca"? -Niemayó-rokoenagan -dijo el indio. -Perfectamente -dijo la doctora y se explayó en consideraciones fonéticas. Durante los siguientes veinte minutos la clase avanzó muy lentamente. -Recapitulemos -dijo, por fin, la doctora-. Pescar: sokoenagan; yo pesco: sokoenagan; tú pescas: aratá-sokoenagan; él pesca: niemayé-rokoenagan. Existe una glotalización con valor distintivo en... El indio decía que no con la cabeza. Parecía que lo recapitulado no era correcto. -¿Cómo? Dijo la doctora. -Está sentado, todavía no fue -dijo el indio. Hubo un breve silencio. -Un tiempo continuo o un elemento espacial en la conjugación -avisó la doctora a la clase-. Explíquese -dijo severamente. Por un momento pareció que iba a agregar "buen hombre" pero no fue así. -Está sentado, pero todavía no fue a pescar. Está pensando -dijo el indio-, está pensando en ir a pescar. Lo estoy viendo cerca. Alumnos y profesores se movieron inquietos. El informante no facilitaba las cosas hoy. Una de las alumnas intervino con evidentes deseos de coincidir con la doctora Dusseldorff. Era la alumna más adelantada. Había tenido la oportunidad de hablar a solas con la doctora y se había mencionado la posibilidad de una beca; hasta, quizás, un viaje a Alemania. -¿Podrá ser, tal vez, un subsistema de presencia/ausencia del objeto nombrado? -No creo que sea el caso -dijo, con frialdad, la doctora. El antropólogo, joven, pálido, de traje y bufanda, con experiencia de campo, intervino: -Permítame, doctora. -Era un hombre que sabía manejarse con los indios.- ¿Qué querés decir cuando decís que lo estás viendo, Marcelino? -El antropólogo tuteaba al toba aunque debía tener veinte años menos. La doctora aprobó con una inclinación de cabeza la eficaz intervención masculina.
  • 44. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 44 -Si no lo veo, digo de una manera distinta -dijo el indio. Y agregó:- Pero no pesca; va a ir a pescar. Hubo un suspiro de alivio general. El antropólogo daba explicaciones a unas alumnas sentadas a su alrededor. Fumaba elegantemente. Conocía las últimas corrientes teóricas; sin embargo, añoraba la época de la Antropología Clásica y soñaba con reeditar a uno de aquellos refinados y eruditos dandies ingleses, capaces de internarse en lo más profundo y salvaje de la jungla, todo por la ciencia. El mismo ya había estado en el Impenetrable. Esto le otorgaba una secreta superioridad sobre la doctora, que sólo había trabajado con estadísticas, lenguajes procesados y computadoras. Los murmullos se generalizaron. -Muy bien, Marcelino -dijo el antropólogo. Su tono contenía un premio. La clase continuó. El indio permanecía sentado, inmóvil; la espalda, recta, no tocaba el respaldo de la silla. -Pasemos a la caza -dijo la doctora, acomodándose los anteojos. El antropólogo sintió nuevamente que le correspondía tomar la palabra. -Vos salías a cazar con tu abuelo, ¿no, Marcelino? -Sí -dijo el indio. -¿Había algún rito... -el antropólogo titubeó-, quiero decir, alguna reunión alguna ceremonia, antes de que fueran a cazar? Tu abuelo, ¿qué decía de esto? -No -dijo el indio y miró vagamente a su alrededor. Se produjo un corto silencio. La doctora intervino. Manifestó su interés en preguntar sobre la terminología referida a la caza. El antropólogo estuvo totalmente de acuerdo. Pero antes de que la doctora pudiese formular la primera pregunta, el toba, inesperadamente, comenzó a hablar. Hablaba en voz baja, con la mirada clavada en el piso. Explicó la enfermedad que se podía contraer por maleficio del animal perseguido. El se había enfermado de ese modo. La ciudad se parecía a la selva, dijo. Allá había que cuidarse de los bichos; acá hay que cuidarse de la gente. Recordó a su padre y a su abuelo, cuando lo llevaban a cazar. Ellos le habían enseñado cómo hacerlo. Pero él, después, había querido venirse. Salir del Chaco, de la tierra firme, y venirse, porque se había peleado con el capataz que era paraguayo y les daba trabajo nada más que a los paraguayos. No a los hermanos tobas, no a los argentinos. La última palabra sonó extraña en el aula. Los presentes miraban al indio como si acabara de decir algo fuera de lugar, o como si empezaran a descubrir en él una cualidad que antes no habían percibido. En el aire flotaba una observación notable: ese indio era argentino. -Me fui un domingo a hablarle -proseguía el toba. No había variado su actitud y su mirada permanecía fija en el suelo-. Y me pelié. Trabajábamos toda la semana, no había
  • 45. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 45 domingo. Estudiando su cuaderno de notas, la doctora dijo: -Creo que nos vamos del tema. No se trata de historia personal sino de reconstrucción cultural. Miró al antropólogo que acudió otra vez en su auxilio. -Está bien, Marcelino -dijo el antropólogo con cierta advertencia en el tono de su voz; tenía experiencia de campo y sabía cómo hablar con los indios-, está muy bien -ahora parecía dirigirse a una criatura-, pero queremos que nos cuentes cuando ibas a cazar; qué armas usabas, cómo se llamaban, ¿te acordás? Vos tenías dieciocho años cuando te viniste del Chaco. -Sí, me vine -dijo el indio-. Yo no quise entrar en la transculturación. -Como llevadas por un mismo impulso, todas las cabezas se inclinaron; se tomó nota de esta palabra tan correctamente asimilada por el toba-. -Yo reboté porque me pelié con el capataz. Llovía y mi abuelo y yo habíamos cargado todo el domingo. Mi abuelo y yo, entreverados con los otros, cargamos los vagones con los fardos, aunque llovía. Entonces me pelié y me vine a la ciudad, al Hotel de Inmigrantes; pero la pieza era muy chica, todo era muy chico. Uno quiere ver campo y no. Ve nada más que ciudad, por todos lados. La clase estaba en suspenso. La doctora, impaciente, miró al indio y dijo con tono autoritario: -Vamos a continuar con implementos y armas, pero antes probaremos con dos palabras para retomar la parte fonética. -Miró otra vez al indio. ¿Cómo se dice "pez"? El indio suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla; después, metió las manos en los bolsillos del pantalón y cruzó una pierna sobre otra. No pareció un gesto oportuno en el contexto de la clase. Miró de frente a la doctora. -Naiaq -dijo. -Bien, entonces podríamos establecer: sokoenagan naiaq: yo pesco un pez. Observen que hay dos nasales en contacto -dijo con algo que podía parecerse al entusiasmo, la doctora. -Si el pez está ahí y yo lo veo, sí -interrumpió el indio-, si no, no. -Todos lo miraron.- Hay otra forma -concluyó, finalmente, el toba. -¿Cuál?-preguntó la doctora Dusseldorff. Sus ojos se habían achicado detrás de los enormes anteojos. -Lacheogé-mnaiaq-ñiemayé-dokoeratak -dijo el indio. Algunos de los presentes creyeron advertir una sombra de sonrisa en su cara pétrea, pero sus ojos estaban serios y fijos. -Parece que el informante no está bien dispuesto hoy para la parte lingüística. Si quierre, profesorr podemos continuarr con implementos y armas -dijo la doctora, marcando tremendamente las erres.
  • 46. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 46 Todos se relajaron. Sería lo mejor. La clase en pleno se daba cuenta de que la doctora estaba ligeramente fastidiada. Cuando esto ocurría, su lengua materna subía a la superficie. El informante debía colaborar, de otro modo era imposible organizar adecuadamente la parte fonética. -Un merecido receso, doctora -dijo, sonriente, el antropólogo. Todos rieron. Una de las alumnas se ofreció para traer café. El antropólogo y la doctora se retiraron a un rincón, a hablar en voz baja. Dos estudiantes se acercaron al indio que permanecía sentado en su silla. -Andá al punto, Marcelino, no te vayas por las ramas que esto va a durar todo el día. - Le ofrecieron un cigarrillo y el toba aceptó, pero no se levantó de su silla. Cada tanto, un rápido parpadeo le modificaba la expresión. -Así que la ciudad no te gusta -le dijo uno de los estudiantes-, sin embargo vos acá podés trabajar y mantener a tu familia, ¿no Marcelino? Estás mejor que en el Chaco. El indio dijo que sí con la cabeza. Miraba la punta del cigarrillo: -Pero cuando uno quiere ver campo, ve nada más que ciudad -dijo-, por todos lados ciudad. Diez minutos más tarde, el antropólogo golpeó las manos académicamente. -Continuamos -dijo. Mientras todos se ubicaban, él mismo salió y se dirigió a Arqueología. Cuando volvió a entrar traía dos arcos, varias flechas, tres lanzas de diferentes tamaños y un lazo hecho de fibras vegetales con complicados nudos en los extremos. -Bueno, Marcelino -dijo el antropólogo, colocándose frente al toba-, reconocés estos elementos, estas armas... Sostenía el arco y las flechas delante de los ojos del indio. Desde la silla, el toba miró los objetos. Levantó una mano y tocó con la punta de los dedos el arco. Bajó la mano. -Sí-dijo-, sí. -¿Alguno te llama la atención en forma especial? -continuó preguntando el antropólogo. El indio tomó una de las flechas, la más chica, sin plumas en el extremo. -Esta es una flecha para pescar. -Perfectamente. ¿Se utiliza con este arco? La clase pasada dijiste que tu abuelo tenía todas estas cosas guardadas en su casa. De repente, el indio se puso de pie y se inclinó sobre el antropólogo. Todos se sorprendieron; el antropólogo dio un brusco paso hacia atrás. E1 indio le habló en voz baja. -Por supuesto, Marcelino -el antropólogo intentaba reír- por supuesto. -Marcelino pide permiso para quitarse el saco y estar más cómodo para reconocer el arco -informó a la clase.
  • 47. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 47 Se oyeron unas risas aisladas, nerviosas. La doctora, completamente seria, anotaba algo en su libreta de apuntes. El indio colocó cuidadosamente el saco en el respaldo de la silla. Después tomó el arco. En las manos del indio, el arco dejó de ser una pieza de museo y se volvió un objeto vivo. Sus manos, anchas y morenas, lo recorrían parte por parte. No había ninguna afectación en ese reconocimiento. Su disposición era la de alguien que sabe muy bien lo que va a hacer. Con una mano sostuvo el arco y con la otra tomó las flechas. -Esta es de caza -dijo sin dirigirse a nadie. Paradójicamente se veía mucho más corpulento sin el saco. Su cuello y sus hombros eran poderosos. En su frente, inclinada para observar mejor los objetos, se marcaba una vena desde el entrecejo hasta el nacimiento del pelo. Todos lo miraban con curiosidad. No parecía el mismo que hacía unos minutos contestaba pasivamente las preguntas de la doctora-. -Y ésta es la de guerra. Al decirlo el indio miró al antropólogo. La flecha que sostenía era la más grande, con un penacho de plumas de colores en el extremo. - Mi abuelo decía que Peritnalik nos mandaba a la guerra a los hermanos. Miró otra vez al antropólogo y después a todos; antes de que el antropólogo hablara, dijo. - Peritnalik, Dios, El Gran Padre, el que manda los espíritus a la llanura del indio. Algunos tomaban notas. La mayoría clavaba una mirada ansiosa en el toba. No podía decirse que estuviera haciendo nada impropio, pero algo había en su manera de pararse y de tomar el arco que sobrepasaba los límites de una clase en el Instituto. El antropólogo se había sentado cerca de la puerta, a un costado del indio, y lo observaba. Trataba de aparentar interés pero era evidente que estaba algo desconcertado e incómodo. El toba, con una destreza sorprendente, tensó la cuerda y la amarró al extremo del arco. Todos los ojos estaban fijos en sus manos. Una ligera inquietud se pintó en las caras. En realidad, nadie conocía bien a ese indio. Habían dado con él por casualidad y había resultado particularmente oportuno para ilustrar las clases de la doctora Dusseldorff. Como para retomar el hilo perdido de la clase, el antropólogo preguntó: -¿Cómo se dice "flecha", Marcelino? El indio levantó bruscamente la cabeza. -Hichqená -dijo. -Podemos establecer una comparación con la terminología mataca que... El antropólogo debió interrumpirse. El indio, con las piernas separadas y firmemente plantado, tensaba el arco como probándolo. Una parte de su pelo, renegrido y duro -de tipo mongólico, pensó automáticamente el antropólogo- se había deslizado de atrás de su oreja y le caía sobre la cara. La mano oscura
  • 48. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 48 alrededor de la madera se veía enorme. Una energía insospechada hasta entonces -en las clases anteriores el indio había permanecido siempre respetuosamente sentado en su silla- irradió de su cuerpo, una fuerza recíproca entre su brazo y la tensión del arco, una especie de potencia masculina, en fin, que fastidiaba especialmente a la doctora Dusseldorff, habituada a las jerarquías asexuadas de la ciencia. Con voz gutural, el toba dijo: -Kal'lok- y repitió más fuerte-, Kal'lok. Nadie anotaba ya las palabras. Con una agilidad que dejó a todos en suspenso, el indio se agachó y tomó una flecha, la más larga, con el penacho de plumas. El antropólogo se levantó de su silla. Estaba pálido. La doctora había dejado su cuaderno de notas sobre el escritorio. -Creo que no es necesario... -empezó a decir. -¡Ena...! ¡Ená...! ¡Peritnalik! -la voz profunda del toba rebotó en las paredes. Varios cuadernos de notas cayeron al suelo. El indio había colocado la flecha de guerra en el arco y volvía a tensar la cuerda. Había quedado de perfil a la clase y en esa actitud era muy fácil imaginar su torso desnudo, como en un sobrerrelieve. La flecha ocupaba exactamente el vacío de la tensión. Su punta alcanzó casi la altura de los ojos del antropólogo. La doctora tenía la boca abierta. -Hanak ená ña'alwá ekorapigem ramayé mnorék, ramayé lacheogé, ramayé pé habiák... -murmuró la voz ronca del indio. Estaba inmóvil. Sólo sus ojos describieron, lentamente, un semicírculo que los abarcó a todos. Algunas cabezas iniciaron el movimiento de ocultarse tras la espalda de los que tenían delante. En el fondo del aula, una chica se puso de pie. -Kal'lok -dijo el indio. El silencio pesó como una losa. El toba bajó, despacio, el brazo y destensó el arco. Con delicadeza sacó la flecha y la colocó junto a las otras. Apoyó el arco en el respaldo de la silla. Retiro el saco y se lo colgó del antebrazo. El aula, de a poco, empezó a cobrar vida. Hubo carraspeos, personas que se inclinaban buscando en el suelo sus cuadernos de notas, algunas toses aisladas. El antropólogo, todavía pálido, encendió un cigarrillo y se aproximó al indio. -Perfectamente, Marcelino, perfectamente -dijo. Esto devolvió a la clase su capacidad de expresión. En general, se intentaba averiguar quién había tomado notas. Recorrió el aula la información de que lo dicho por el toba había sido una oración a Peritnalik. Algo como "... el dueño del fuego, el dueño de la noche y de la selva..." y también algo más, pero no se podía asegurar.
  • 49. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 49 Rápidamente, se reunió el dinero con que se pagaba la colaboración de Marcelino Romero. Uno de los alumnos se lo entregó sin mirarlo. El antropólogo y la doctora Dusseldorff salieron últimos. La clase no había sido satisfactoria. Consideraban, académicamente, la posibilidad de conseguir otro informante. Tal vez un mataco con mayor disposición. La buena disposición es fundamental para los fines científicos. Presentación El Modernismo Tema: Horacio Quiroga Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, 31 de diciembre de 1878 – Buenos Aires, 19 de febrero de 1937) fue un cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista. Sus relatos breves, que a menudo retratan a la naturaleza bajo rasgos temibles y horrorosos, y como enemiga del ser humano, le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe. Vivió en su país natal hasta la edad de 23 años, momento en el cual, luego de matar accidentalmente a su mejor amigo, decidió emigrar a Argentina, país donde vivió 35 años —hasta su muerte—, donde se casó dos veces, tuvo sus tres hijos, y en donde además desarrolló la mayor parte de su obra. Mostró una
  • 50. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 50 eterna pasión por el territorio de Misiones y su selva, empleando a esta y sus habitantes en la trama de muchos de sus cuentos más reconocidos. La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes y los suicidios, culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que padecía cáncer de próstata. Cultivó un estilo particular con influencias modernistas, realista y naturalistas. Características de sus cuentos: Influido por Edgar Allan Poe, Rudyard Kipling y Guy de Maupassant, Horacio Quiroga destiló una notoria precisión de estilo, que le permitió narrar magistralmente la violencia y el horror que se esconden detrás de la aparente apacibilidad de la naturaleza. Muchos de sus relatos tienen por escenario la selva de Misiones, en el norte argentino, lugar donde Quiroga residió largos años y del que extrajo situaciones y personajes para sus narraciones. Sus personajes suelen ser víctimas propiciatorias de la hostilidad y la desmesura de un mundo bárbaro e irracional, que se manifiesta en inundaciones, lluvias torrenciales y la presencia de animales feroces. Claramente influido por Rubén Darío y los modernistas, poco a poco el modernismo del oriental comienza a volverse decadente, describiendo a la naturaleza con minuciosa precisión pero dejando en claro que la relación de ella con el hombre siempre representa un conflicto. Extravíos, lesiones, miseria, fracasos, hambre, muerte, ataques de animales, todo en Quiroga plantea el enfrentamiento entre naturaleza y hombre tal como lo hacían los griegos entre Hombre y Destino. La naturaleza hostil, por supuesto, casi siempre vence en su narrativa. La morbosa obsesión de Quiroga por el tormento y la muerte es aceptada mucho más fácilmente por los personajes que por el lector: la técnica narrativa del autor presenta personajes que saben que no deben cometer errores porque la selva no perdona. La naturaleza es ciega pero justa; los ataques sobre el campesino o el pescador (un enjambre de abejas enfurecidas, un yacaré, un parásito hematófago, una serpiente, la crecida, lo que fuese) son simplemente lances de un juego espantoso en el que el hombre intenta arrancar a la naturaleza unos bienes o recursos (como intentó Quiroga en la vida real) que ella se niega en redondo a soltar; una lucha desigual que suele terminar con la derrota humana, la demencia, las muertes o, simplemente, con la desilusión. La escritura en la narrativa de Horacio Quiroga viene regida por un doble principio de economía y de eficacia. La economía funciona ya en el plano
  • 51. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 51 anecdótico en la simplicidad del argumento: no hay historias complejas, no hay anécdotas inútiles, o episodios gratuitos. Los personajes son generalmente de rasgos firmes, sobriamente caracterizados, muchas veces aparecen esquemáticos, construidos en función de la historia a la que pertenecen y del simbolismo que les incumbe. Las descripciones son breves, reducidas a los rasgos funcionales: la caracterización se hace esencialmente a través de la acción. El espacio es a menudo el elemento más desarrollado pero, sin embargo, las descripciones no son ornamentales: contribuyen a la definición del ambiente, completan o acentúan el simbolismo de una situación o de un personaje, anuncian o prefiguran un acontecimiento dramático. A la deriva. El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque. El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras. El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho. El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el
  • 52. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 52 hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. -¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1! Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. -¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña! -¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada. -¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta. -Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú. El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
  • 53. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 53 La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados. La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho. -¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano. -¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única. El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración. El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú. El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje. ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel
  • 54. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 54 1. Caña: Aguardiente destilado de la caña de azúcar. El almohadón de plumas silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay. Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente. De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración... Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves... El hombre estiró lentamente los dedos de la mano. -Un jueves... Y cesó de respirar. Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
  • 55. E.I.D.F.S 5toAutomotores pág. 55 La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. -No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Se constató una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasaban horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Se paseaba sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.